CAPITULO VIII
El coronel empezaba a dar muestras de impaciencia por la tardanza del mayordomo, cuando la puerta se abrió violentamente y la señora Murdock entró como si la persiguieran.
Mulrooney bufó, colérico por aquella intromisión que resultaba intolerable en una sirvienta. Pero la mujer no estaba para reproches ni consideraciones en aquellos momentos.
—¡Chalmers, señor! —balbuceó, casi incapaz de hablar.
—¿Qué pasa con Chalmers? Hace horas que debiera...
—¡Le oí gritar, señor!
—¿Gritar?
—¡En la bodega, señor! ¡Fue a buscar algo... y oí cómo gritaba...!
Mulrooney se levantó, rígido.
—¿En la bodega? — exclamó.
La mujer asintió con enérgicos cabezazos.
Shannon se había levantado también.
—¿Qué fue lo que oyó? —quiso saber, tan tenso como un cable.
—Sólo un grito, señor —repitió la buena mujer—. Un grito horrible...
—¿Y no volvió a subir? —bufó el coronel.
—No, señor.
Shannon tronó:
—¿Dónde está la bodega? Guíeme...
Casi empujó a la mujer hacia la puerta. Mulrooney le atrapó de un zarpazo mirándole enfurecido.
—Señor Shannon —rugió—. Creo que olvida quién es el dueño aquí... Quédese con las muchachas, yo me ocuparé de ese inútil.
—Nadie grita sólo para oír su propia voz, y menos un hombre viejo que conoce perfectamente el terreno que pisa. Iré a ver.
Durante unos segundos Mulrooney pareció dispuesto a abofetearlo.
Era inconcebible que un forastero pretendiera disponer en su propia casa...
—Está bien —se rindió al fin—. No deseo dar un espectáculo delante de las jóvenes, pero después aclararemos la situación usted y yo, Shannon.
Este ya trotaba detrás de la señora Murdock, de modo que el coronel no tuvo más remedio que seguirles sin dejar de refunfuñar.
Cuando se hundió en el pozo de sombras que era la escalera de la bodega, Shannon sacó el revólver de cañón corto, lo amartilló, y se dispuso a volarle la cabeza a lo que fuera que surgiese de aquel antro.
Tras él, Mulrooney barbotó:
—¿Qué diablos cree, que se encuentra en Chicago? ¡Guarde esa pistola, Shannon!
Frank no le hizo el menor caso. Llegó abajo y se internó entre las estanterías.
La sangre anegaba el suelo, y el aspecto del desgraciado mayordomo no era como para levantarle el ánimo a nadie.
Shannon se quedó mirándolo helado, con un agudo escalofrío helado acariciándole el espinazo.
—Otra vez, coronel —dijo con un gruñido—. Y ahora dentro del castillo...
Mulrooney estaba lívido. Parecía haber perdido él toda aquella sangre y haber quedado con una piel tan blanca como la harina.
—¡Dios! —jadeó.
Shannon pensó si se echaría a llorar, tan quebrada resultó su voz.
—Del mismo modo —dijo—. Muerto del mismo modo que el otro...
Miró en torno. Era imposible penetrar las densas sombras de la bodega, allí donde no alcanzaba el resplandor agónico de la bombilla.
—¿No hay más luces aquí? —bufó, tenso.
—Algunas más...
—¡Enciéndalas! Puede estar escondido en cualquier parte.
—Espere.
—¡Aprisa, encienda las luces, maldita sea!
En otra ocasión, el coronel hubiera saltado hasta el techo al oír que le daban órdenes, a él, de aquel modo, a gritos.
Entonces no estaba en condiciones de discutir. Fue hacia los interruptores y encendió todas las luces de la enorme bodega.
Algunas bombillas amarillentas brillaron desperdigadas en los pasillos que formaban las altas estanterías. No disipaban todas las sombras ni remotamente, pero permitían moverse con cierta soltura, sin riesgo de romperse la crisma.
Con el revólver firmemente empuñado, Shannon se internó por aquel laberinto, agazapado, con pasos cautelosos. Esperaba ver un solo movimiento para clavarle a lo que fuera las seis balas blindadas del «Colt-Cobra».
No encontró nada.
Media hora más tarde, Shannon y el coronel estaban convencidos de que en la bodega no había nadie más que ellos y el destrozado cadáver de Chalmers.
—Salió por algún sitio que no es la escalera —dijo Shannon, rechinando los dientes—. Tiene que haber alguna salida oculta.
—¿Por qué? Pudo escapar escaleras arriba cuando la señora Murdock corrió a avisarnos.
—¿Sin dejar una sola huella de sangre? ¡Condenación! Esa bestia, o lo que sea, debió chorrear sangre después de esa carnicería. Hay manchas en torno, aunque imprecisas a causa del polvo. Pero terminan a unos pasos del cuerpo, cuando ese mismo polvo del suelo las empapó. Sin embargo, en la escalera quedaría alguna huella, digo yo.
Mulrooney debió admitir que Shannon estaba en lo cierto.
Luego, gruñó:
—Suba arriba y llame a la policía. Espero que el teléfono funcione esta vez... Yo me quedaré vigilando aquí, Shannon.
Este le miró con el ceño fruncido.
—Oiga, ¿ha pensado que lo que sea que mata de ese modo puede volver?
—No me pillará desprevenido.
—¿Tiene usted un arma?
—Por supuesto que no...
—Bien, quédese con mi revólver en ese caso.
El coronel empuñó el 38 como si le repugnara su contacto. Shannon se lanzó escaleras arriba y encontró a las muchachas reunidas en la cocina junto a la señora Murdock.
Le miraron expectantes, sobrecogidas.
El dijo escuetamente:
—Chalmers está muerto. Del mismo modo que el hombre del jardín.
No hubo una sola exclamación. El horror las dejó mudas.
El se fue hacia el vestíbulo para llamar por teléfono.
Casi esperaba que el aparato estuviera desconectado, que no funcionara. Sin embargo, obtuvo la comunicación sin dificultad alguna y dio cuenta de lo sucedido.
La voz del gordo sargento era quebradiza cuando prometió ponerse en camino inmediatamente. Shannon colgó, y para entonces estaba mucho más desconcertado de lo que quería admitir.
Cuando se volvió, las mujeres estaban mirándole expectantes desde la puerta del salón.
—Vendrán ahora mismo — anunció —. Aunque quisiera saber qué podrá hacer ese gordo bonachón...
—Frank...
La voz de Jenny se quebró. El trató de sonreírle y sólo consiguió una mueca.
—Es mejor que te quedes ahí con todas las demás, incluida la señora Murdock —dijo, señalando el caldeado salón donde el fuego continuaba ardiendo alegre en la chimenea—. Volveremos en cuanto hayamos dispuesto lo que hay que hacer con el cuerpo. No quiero que desaparezca también.
Maggy susurró:
—¿Dónde está el coronel?
—Se quedó allá abajo. Le dejé mi revólver por si ese demonio, sea lo que sea, aparecía de nuevo.
—Espera, Frank — le atajó Jenny cuando se disponía a dejarlas—. ¿Qué crees que puede estar sucediendo aquí? En el jardín, pudo ser una bestia la que atacó a aquel desgraciado... pero ahora, dentro del castillo... ¿Qué opinas?
—No lo sé. Si es un animal salvaje, debe ser condenadamente astuto, porque de algún modo encontró una entrada secreta a la bodega. Si hay algo de lo que estoy seguro es que no huyó por las escaleras, y yo registré toda la bodega, así que sea lo que sea, piensa. Razona de algún modo y sabe abrir y cerrar una puerta secreta. Ahora, trata de comprenderlo y si lo consigues es que tienes más inteligencia que yo.
—Un animal no puede hacer eso—dijo Joan, estremeciéndose.
—¿Y un ser humano puede matar de ese modo? Chalmers tiene los mismos destrozos que el hombre que encontramos en el jardín.
Las dejó devanándose los sesos, luchando contra el terror que las asaltaba, y regresó a la bodega.
Del coronel no había el menor rastro.
Shannon soltó un juramento y gritó:
—¡Coronel! ¿Dónde demonios está usted? ¡Respóndame!
No hubo respuesta alguna hasta casi un minuto después.
Entonces, lejana, la voz de Mulrooney dijo:
—No se alarme... estoy registrando la bodega.
—¡Maldita sea, no vale usted el susto que me dio!
Dio un vistazo al horrible cadáver y esperó. Pasaron casi dos minutos más antes de que el coronel apareciera entre dos estanterías. Seguía estando lívido y se había cubierto de polvo de arriba abajo.
—Nada — anunció—. Ni siquiera una huella en ninguna parte...
Instintivamente, tendió el revólver y Shannon se lo guardó en el bolsillo.
—Eso ya lo comprobé yo antes — dijo de mal talante, mirando fijamente al viejo militar—. Debe estar usted un poco loco, coronel, porque corrió un riesgo inútil.
—¿Qué riesgo?
—Pudieron atacarle estando solo aquí...
—Tenía la pistola.
—Claro. Y le había echado el seguro. ¿Qué pensó, que le darían tiempo de pedir explicaciones? Puso el seguro del revólver como si tuviera miedo de dispararlo.
—No me di cuenta... no estoy familiarizado con esas armas americanas.
—Coronel, todos los revólveres son parecidos, incluso los rusos.
—Está bien, le repito que debí hacerlo sin darme cuenta. ¿Qué pasó, pudo hablar con la policía?
—Están en camino.
—¿Y las muchachas, les dijo usted...?
—Naturalmente. Deben saber lo que sucede. Eso hará que permanezcan alerta ellas mismas.
—Y nosotros, ¿qué hacemos ahora, nos turnamos para vigilar ese cuerpo?
—Vamos a subirlo a la cocina. No me seduce la idea de permanecer durante horas aquí abajo, con tan poca luz. Pueden sorprenderle a uno con la misma facilidad que a un niño.
—Tiene usted miedo, Shannon.
—Eso puede usted jurarlo.
Mulrooney esbozó una mueca despectiva, pero no replicó.
De modo que entre los dos cargaron con el sangrante cadáver y lo tendieron en el suelo de la gran cocina. Shannon se ocupó de cerrar con llave la puerta de la bodega, la que desde la cocina comunicaba con el exterior, y la que ellos utilizaron para salir hacia el salón. Sin una palabra, se embolsó todas las llaves y así fueron a reunirse con las chicas.
Shannon añadió un par de troncos al fuego y sin volverse, pensativo, dijo:
—Me temo que nos quedemos sin cenar esta noche... Dejamos el cuerpo en la cocina.
La señora Murdock susurró, sorbiendo las lágrimas:
—Tenía la cena a punto cuando... cuando el pobre Chalmers...
—Entonces cenaremos —dijo Shannon encendiendo un cigarrillo.
Ella sacudió la cabeza.
—No... no quiero verlo, señor...
—Por una vez no me importa ocupar el puesto del mayordomo, señora Murdock. Yo traeré la cena y ustedes se ocuparán del comedor.
El coronel emitió un gruñido despectivo. La idea de que un invitado se ocupara del trabajo de los sirvientes parecía disgustarle profundamente. Sin embargo, mantuvo los labios apretados y no pronunció una palabra.
Frank apuró el cigarrillo sentado ante el fuego. A su entorno oía las breves frases de las chicas pero no les prestaba atención. Al fin se levantó y tratando de dar un tono festivo a su voz dijo:
—Señoras, la cena estará servida en unos minutos.
Se fue hacia la puerta. Joan se levantó de un salto y se fue tras él.
—Creo que necesitarás ayuda, Shannon —dijo— Procuraré no mirar el... este... el cuerpo.
Así el misterioso americano se dispuso a servir de mayordomo...