CAPITULO VII

 

El fuego crepitaba en la chimenea infundiendo calor de hogar al gran salón donde estaban reunidos.

Excepto el coronel, las tres muchachas y Shannon estaban allí, cansados de elaborar infinidad de teorías sobre la extraña muerte y desaparición del desconocido.

Naturalmente, no habían llegado a ninguna conclusión.

Jenny murmuró:

—No sé lo que haréis vosotras, pero yo pienso marcharme a primera hora de la mañana.

Joan arrojó el cigarrillo que estaba fumando a las brasas y murmuró:

—Yo pienso quedarme unos días más, aunque sólo sea para no dejar tan solo a mi tío.

—Yo me iré con Jenny — decidió Maggy, estremeciéndose visiblemente—. Tengo miedo.

Lo dijo con absoluta sencillez, como si pregonara la cosa más normal del mundo.

—Yo también — confesó Joan —. Pero después de todo el coronel se sentirá muy solo si nos vamos todos.

Desde la puerta, Mulrooney gruñó:

—Eso no debe preocuparte, querida sobrina. He vivido solo aquí durante muchos años para que ahora la soledad pueda preocuparme.

—De todos modos, tío, me quedaré contigo.

El sacudió la cabeza.

—Te irás con ellos, Joan —decidió el coronel—. Es lo más prudente dadas las circunstancias.

Shannon esperó a que Mulrooney se sentara en su butaca preferida frente al fuego y luego dijo:

—Opino que debes hacer lo que tu tío te dice, Joan. Hay algo que aún no hemos dicho, ni Jenny ni yo... Se trata de esa extraña voz que oímos.

Maggy enarcó las cejas.

—¿Tu también oíste el fantasma, Frank? —exclamó.

—¡Qué fantasma ni qué demonios! Oí una voz, o me pareció oírla. Lo malo no fue escucharla, sino lo que dijo. Aseguró que si me quedaba aquí, moriría junto con todos los Mulrooney.

Hubo un coro de débiles exclamaciones de estupor por parte de las jóvenes. El coronel no dijo una palabra, sólo se quedó mirando a Shannon como si quisiera descubrir en él evidencias de que estaba mintiendo.

O quizá pensara que había perdido la chaveta.

Joan murmuró:

—Eso me parece una estupidez, Frank. Ese hombre que murió anoche no se llamaba Mulrooney precisamente.

—Me limito a explicar lo que oí, Joan.

Impulsivamente, Jenny dijo:

—Cuéntales lo que viste en mi cuarto.

Shannon enarcó las cejas. Las dos primas les miraron con vivo interés.

—¿Estuvo en tu cuarto anoche? —le espetó Joan, riendo.

Jenny enrojeció. Frank respondió por ella.

—La oí gritar. Fui a su habitación y abrí la puerta. Tenía las luces apagadas, pero incluso a oscuras pude ver una silueta negra a los pies de la cama. La vi porque se recortaba contra la ventana. Luego, cuando encendí la luz, ya no había nada.

Maggy emitió un breve quejido. Mulrooney se limitó a soltar un bufido despectivo y se dedicó a atizar el fuego.

Joan sacudió la cabeza como si sintiera una profunda compasión por su amiga y dijo con ironía:

—Lamento haberte hecho venir, Jenny... Nunca pensé que tendrías unas experiencias tan desagradables. ¿Tú también viste ese fantasma negro?

—¡Te juro que estaba allí! Sólo era una silueta negra, como de alguien cubierto por una túnica... o un sudario, qué sé yo. Pero en su cabeza había unos ojos fulgurantes, como dos pequeñas llamas encendidas. No pude gritar. Me dominó el terror y apenas si pude res-pirar mientras duró aquel horror.

—Y entonces llegó Shannon — dijo Joan.

—Sí.

—Naturalmente, te echaste en sus brazos...

La amable ironía de su voz no turbó en absoluto a su amiga. La miró recto a los ojos y afirmó:

—Sí, y te aseguro que si alguna vez he deseado tener a un hombre de carne y hueso junto a mí fue anoche.

El coronel no compartía el sentido del humor de su sobrina. Su voz fue un seco gruñido.

—Eso son tonterías. Nadie en sus cabales cree en fantasmas en nuestros tiempos.

—Fantasmas o no — insistió Jenny—, me marcharé a primera hora de la mañana.

Hubo un silencio sólo turbado por el crepitar del fuego en la chimenea.

Quizá para romperlo, el coronel refunfuñó:

—Creo que nos sentaría bien un poco de jerez antes de la cena...

Pulsó el timbre llamando al mayordomo y de nuevo hubo un denso silencio.

Chalmers asomó por la puerta un minuto después y el coronel le pidió una botella de jerez.

La sombría expresión de la cara arrugada del mayordomo parecía haberse agudizado. Por unos instantes vaciló, como si quisiera replicarle a su amo, o como si tuviera algo importante que decirle.

Mulrooney le miró echando chispas.

—¿Y bien, qué ocurre, Chalmers, se ha terminado el jerez de nuestra bodega?

—No, señor, por supuesto que no.

Cerró la puerta y se fue meneando tristemente la cabeza.

Recorrió el dédalo de pasillos hasta la cocina. La señora Murdock daba los últimos toques a la cena y apenas le miró cuando atravesó el gran aposento, tomó las llaves de la bodega y volvió a salir.

Chalmers se internó por el lóbrego pasillo que daba a la puerta de la bodega. Había una bombilla pegada al techo que apenas disipaba las sombras.

Le pareció que una de aquellas sombras se movía. Se reprochó no haberle hablado francamente al coronel. Debía haberle dicho lo que llevaba madurando desde hacía tiempo, y que los últimos acontecimientos habían hecho ya urgente aclarar.

La sombra negra que se le había antojado algo vivo y amenazador estaba ahora quieta, pegada a la pared. Chalmers no le temía a las sombras que poblaban el castillo. Si hubiese sido un tipo pusilánime ya hubiera escapado de semejante lugar haría mucho tiempo, pero las sombras no eran más que eso, sombras debido a la poca luz, a los recovecos de aquellos muros ciclópeos y en parte a la imaginación temerosa de quien recorriera los interminables pasillos.

Descendió las escaleras tras encender otra bombilla que las iluminaba precariamente. Los peldaños eran de piedra y uno tenía que pisar con cuidado porque debido a la humedad eran resbaladizos como el demonio. Chalmers masculló un juramento cuando estuvo a punto de rodar escaleras abajo.

Abrió la puerta de la bodega. Aquel sótano sí que era un pozo negro en el que la bombilla que encendió apenas si alumbraba poco más que una vela.

Chalmers se detuvo en seco al penetrar allí dentro. Había entrado incontables veces en la bodega, pero nunca antes había sentido esa sensación de escalofrío que ahora experimentó.

Miró en torno, sobresaltado. Las polvorientas estanterías se alineaban aquí y allá, como siempre. Espesas telarañas protegían las más antiguas botellas donde envejecían caldos de un valor incalculable.

Suspiró. Estaba dejándose llevar por los nervios.

Avanzó hacia donde estaban las botellas de buen jerez español. Le pareció como si alguien estuviera espiándole y se volvió en redondo.

La puerta de viejo roble estaba abierta, tal como la había dejado, y en ella, alta, siniestra, había aquella extraña sombra negra. Sólo que ahora Chalmers supo que no era una sombra inanimada de las que formaban los recovecos de los muros, sino que era algo más. Tenía el contorno de alguien cubierto por un negro manto, un sudario que le cubría desde la cabeza a los pies.

Y en el lugar donde debía haber la cara de aquel ser increíble, brillaban dos puntos rojos, como fosforescentes. Dos ojos con toda la maldad del infierno.

Sintió que le castañeteaban los dientes.

—¿Quién... quién está ahí? —balbuceó.

Aquella cosa negra no se movió. Parecía esperar algo.

Chalmers atrapó una botella de jerez y la empuñó como una maza. Sentía el pánico culebrearle por todos sus miembros y se dijo que precisamente él no debería tener miedo. El menos que nadie.

Sin embargo, temblaba.

Oyó un crujido a sus espaldas, más allá de la estantería del jerez.

Se volvió de un salto.

Y entonces lo vio.

Estaba allí, agazapado, aproximándose paso a paso, aquel ser de pesadilla, aquello que era apenas una «cosa» animada.

La horrible pesadilla se le acercó paso a paso.

Chalmers emitió un quejido. De modo que había sucedido, que estaba allí...

—¡No! —balbuceó con una voz sollozante—. ¡A mí no!

Un sordo gruñido brotó de aquella cosa horrenda.

Chalmers intentó retroceder, sus pies se hicieron un lío y trastabilló.

Vio en un instante tantas cosas que nunca hubiera podido olvidarlas de haber vivido.

Vio la demoníaca expresión de aquellos ojos salvajes. Vio el brillo de unos colmillos como no podían existir otros en ningún otro ser viviente. Vio...

Las zarpas le atraparon entonces. Pudo emitir un espantoso alarido antes que los colmillos chascaran contra su carne.

Luego, lo que siguió fue una pesadilla delirante de sangre y muerte como no podría habérsele ocurrido a la mente más desquiciada del universo.

La sombra negra de ojos fulgurantes permaneció en la puerta de la bodega mientras la sangre corría a torrentes en torno al sirviente muerto. Luego, simplemente, se esfumó como si jamás hubiera estado allí.