CAPITULO IV
La habitación que le habían asignado era grande, con una cama con dosel que debía contar con algún centenar de años sobre sus recargadas maderas, una chimenea apagada, pesados cortinajes oscuros y algunos muebles tan ancianos como la cama colocados aquí y allá sin ningún orden.
Frank había cerrado la puerta al entrar y encendido un cigarrillo, que estuvo fumando hundido en una vieja butaca.
Había dejado al coronel camino del teléfono para llamar a la policía de Norwich, el lugar habitado más próximo. Las muchachas se habían encerrado en sus cuartos y un silencio de muerte flotaba en el inmenso caserón que era el viejo castillo.
No podía apartar de su imaginación el horrendo espectáculo de aquella cara y aquella garganta destrozadas por un ser dotado de una fuerza descomunal y una ferocidad sin límites. El hombre muerto había sido corpulento, fuerte. No hubiera podido vencerle un animal semejante a un lobo o algo así. Y un lobo tampoco tenía aquellos pelos tan largos...
Al pensar en eso se reprochó no haberlos guardado. Los había dejado encima del cuerpo para que los vieran los policías. Ahora pensó que tal vez el viento los desperdigara.
El torbellino de ideas que danzaban en su cabeza alejaba todo vestigio de sueño. De modo que estaba perfectamente despierto cuando aquello sucedió.
Primero fue como una premonición, como si alguien muy próximo turbara su soledad con su presencia.
Shannon miró en torno, extrañado. No había nadie en la habitación, naturalmente. No obstante, aquella desconcertante sensación seguía inquietándole.
Y entonces, la voz dijo:
—¡Márchate del castillo! El día se acerca y todos morirán... ¡Huye, vete!
Se levantó de un brinco. No le cabía duda de que había oído la voz y las extrañas palabras.
Volvió a mirar en torno, incluso se metió debajo del hueco de la chimenea y atisbo hacia el cono negro que se perdía en las alturas.
Estaba solo.
Total y absolutamente solo.
Encendió otro cigarrillo mientras intentaba comprender ese nuevo misterio.
No llegó a ninguna explicación válida.
Y como si el dueño de la voz quisiera disipar sus dudas, repitió:
—¡Huye o morirás con todos ellos!
Incongruentemente, Frank exclamó:
—¿Con quiénes?
—Todos los Mulrooney — dijo la voz.
Eso le dejó mudo.
Le había replicado a una pregunta. Entonces no era un fenómeno de su cerebro, algo que creyera oír sin oírlo en realidad.
—¿Quién eres, dónde diablos estás? — preguntó vivamente.
Esta vez no hubo réplica alguna.
—Si estás aquí, háblame— insistió—. ¿Quién eres?
Se avergonzó cuando sólo le respondió el más absoluto silencio. ¿Estaría volviéndose loco, hablándoles a las paredes?
Se rascó el cogote, perplejo. Cuando contara eso en Nueva York iban a reírse de él a mandíbula batiente...
Aunque, después de todo, quizá la cosa no tuviera nada de sobrenatural, de fenómeno del otro mundo.
Encendió todas las luces y comenzó a revisar el cuarto pulgada a pulgada. Los muebles, las tallas de la chimenea, los tapices y las ropas, los muros...
No quedó ni media pulgada por examinar en un trabajo paciente y largo que le llevó más de dos horas.
Esperaba encontrar algún diminuto micrófono autónomo como los que se habían puesto de moda últimamente.
No halló ni rastro de ningún artilugio.
Sin embargo, se negó a admitir fenómenos sobrenaturales. No estaba en la Edad Media, sino en el siglo XX, y venía del país más avanzado de la Tierra en todos los órdenes.
Debía existir una explicación lógica y racional.
Estaba devanándose los sesos intentando hallarla, cuando creyó oír el chasquido de una puerta en el pasillo. Apago las luces, abrió la de su cuarto y atisbo la penumbra de allá fuera.
No vio nada ni se produjo sonido alguno.
Estaban ocurriendo cosas muy raras, pensó.
Entonces hubo un apagado grito que le hizo dar un salto y salir resueltamente. Esa nueva voz había sido de mujer y no le cupo la menor duda de que la había escuchado.
Shannon titubeó sólo un instante. Luego, se precipitó hacia la puerta más próxima, que correspondía a la habitación de Jenny.
La abrió de golpe, sin contemplaciones.
Todo estaba oscuro allí dentro. Pero el rectángulo de la ventana se recortaba vagamente al fondo. Fue contra ese rectángulo apenas visible que distinguió la alta y negra silueta.
Estaba de pie a los pies de la cama, una forma imprecisa, como de alguien cubierto con una túnica negra de la cabeza a los pies.
En la cama, Jenny tenía los ojos desorbitados y la boca abierta y jadeante sin que ningún sonido brotara de ella.
—¡No se mueva! —barbotó Shannon, entrando y cerrando la puerta a sus espaldas.
La muchacha ladeó su cara aterrorizada hacia él. Shannon tanteó la pared y encendió la luz.
En los primeros instantes la claridad le deslumbró.
Luego, vio que estaban solos él y la muchacha.
Del sombrío y negro personaje no quedaba el menor rastro.
—¿Por dónde se fue, lo viste? —gruñó, acercándose a la cama.
Ella boqueó, incapaz de formular un solo sonido.
Frank se sentó en el lecho, a su lado, y rodeándola con sus brazos la apretó contra su amplio tórax.
—Vamos, tranquilízate. Yo soy un tipo de carne y hueso.
Ella balbuceó:
—¡Estaba... ahí... mirándome...!
—¿Quién?
—No lo sé...
—Yo vi algo parecido a una sombra.
—¡Sí, sí! Pero se desvaneció y ya no hubo nada.
—Eso es imposible, Jenny. Debió largarse por algún sitio, aunque la luz me deslumbró unos momentos.
Ella sacudió la cabeza. Instintivamente rodeó el cuerpo de él con sus brazos, sobrecogida de espanto.
—¡Oh, no! —susurró—. Estaba ahí, a los pies de la cama. Cuando tú hablaste, se esfumó. ¡Te juro que lo vi! Se desvaneció como si jamás hubiera existido.
—Bueno, tómalo con calma. Los fantasmas no existen, pequeña. Y sólo un fantasma podría volatilizarse en el aire.
—Me habló, Shannon... dijo que si no me marchaba de aquí moriría como los demás.
—Lo mismo que a mí, sólo que en mi caso no vi ni siquiera esa sombra negra.
Sentía la fragancia tibia de la muchacha pegada a él y se emocionó,. A pesar de toda su larga y tumultuosa experiencia con mujeres, se emocionó.
Aspiró aquella fragancia y sintió como le penetraba hasta el fondo de sus instintos.
—Jenny...
—¿Qué está ocurriendo esta noche, Shannon?
—Me gustaría saberlo. Hay demasiadas cosas raras aquí que no comprendo.
Ella apartó un poco la cabeza y le miró fijo al fondo de sus ojos grises.
El esbozó una sonrisa. Luego, sin violencias, como si fuera lo más natural de este mundo, la besó.
Jenny tuvo el primer impulso de apartarse y abofetearlo.
Era inconcebible que él se atreviera a hacer eso cuando apenas se conocían, cuando ella estaba semidesnuda y en la cama.
Luego, sus ideas se embrollaron, porque nadie en sus cabales puede resistir semejante huracán de ansias despiertas y anhelantes, ni aquel fuego que abrasaba sus labios deslizándose poco a poco hasta la última fibra de su cuerpo.
—Shannon...
Su voz se ahogó en la boca de él, que la sujetó aún más fuerte, sintiendo las duras y tibias sinuosidades de la muchacha atravesándole las ropas y llegando hasta su propia piel.
Les faltó el aliento y ella sacudió la cabeza.
—No debiste hacer eso, Shannon —le reprochó sin convicción.
—Creí que necesitabas un poco de ánimo.
—Y por poco no me ahogaste.
—Sin embargo, apuesto a que ahora te sientes mejor.
—No lo sé. Estoy confundida.
—Eso es bueno... ¡Eh! ¿Qué diablos...?
La soltó, levantándose de un salto y corriendo hacia la ventana.
Ella exclamó:
—¡No abras, Shannon!
—¡Estaba ahí, mirándonos!
—¿Quién?
—Bueno, lo ignoro. Pero era la mancha clara de una cara. ¡Estaba espiándonos, maldita sea su alma sucia!
Abrió la ventana de golpe y se asomó.
Bajo la ventana se abría el abismo negro hasta el suelo, casi ocho o nueve metros más abajo.
No vio nada ni a nadie. Se fijó en que una estrecha cornisa corría a lo largo de la fachada, pero ningún hombre podría deslizarse por ella sin romperse la crisma, sobre todo con las prisas con que debió hacerlo el que se esfumó con tanta rapidez.
—¡Maldita sea su estampa! —bufó—. ¿Por dónde se largó el tipo?
—¿Qué tipo, le viste bien?
—Bueno... bien, no. Era sólo el contorno de una cara, algo extraño porque no tenía facciones. Era como si las hubieran borrado... sólo una mancha.
—¡Lo mismo que yo vi la primera vez!
—No comprendo por dónde se fue.
—¡Yo también vi esa cosa horrible, Shannon!
—Cálmate. Puede tratarse de una máscara, un truco para ocultar la cara. No puede ser de otro modo.
—¿Y cómo se encarama hasta la ventana, y cómo desaparece sin dejar rastro?
—Eso es un misterio. Hay una cornisa ahí fuera en la que un hombre podría sostenerse, pero no correr por ella a menos de ser un fenómeno como equilibrista.
—¿Y la sombra negra, Shannon? —Le recordó la muchacha arrebujándose en las ropas de la cama—. Tú la viste, y yo también. Estaba ahí y vi sus ojos... parecían de fuego. No fue una alucinación.
—Hay que reflexionar con calma sobre todo eso. Sin duda existe una explicación razonable y lógica.
Ella sacudió la cabeza.
—Hay algo más, Shannon...
—¿Qué más?
—Cuando esa sombra negra apareció ahí, mirándome, perdí casi todas mis facultades. No podía gritar, ni hablar. Casi no podía siquiera pensar. Era como si me dominara.
—Eso se llama miedo. Fue el miedo lo que te paralizó. ¿Crees que puedes quedarte sola, Jenny?
—¡Que me muera si me quedo sola aquí!
—Entonces, ponte algo encima. Vamos a dar un vistazo abajo. Debe de haber huellas bajo esa ventana. Sobre todo si saltó desde la comisa, sus pies se hundirían en la tierra profundamente.
—¿Quieres decir que piensas salir otra vez?
—Naturalmente. Detesto que ningún sucio fisgón atisbé por la ventana cuando trato de hacerle el amor a una chica.
—No bromees con estas cosas,
—Vístete mientras voy un momento a mi cuarto.
Una vez en la habitación, Frank Shannon abrió su ligera maleta y revolvió entre sus ropas. Cuando volvió a cerrarla, teñía un revólver de calibre «38» y cañón corto en la mano.
Encontró a Jenny vestida cuando volvió a su lado y ambos se dirigieron en silencio hacia la escalera. Descendieron en la penumbra y atravesaron el enorme vestíbulo custodiado por las cuatro siniestras armaduras medievales.
Shannon abrió el portalón y una ráfaga de aire frío les sacudió, estremeciéndoles. Jenny musitó:
—Si te separas de mí empezaré a dar gritos, Shannon.
—Si te crees que yo no tengo miedo, estás loca. Procura que no sea yo quien empiece a gritar.
Ella se aferró a su brazo izquierdo. Frank llevaba la mano derecha metida en el bolsillo, acariciando la culata del revólver.
—Bueno, ahí está tu ventana, aún con la luz encendida. Demos un vistazo.
Se inclinó sobre la húmeda tierra y valiéndose de la llama del mechero buscó las huellas del hombre que les espiara.
No encontró ni una. Ni siquiera la tierra revuelta por unos pies apresurados.
Desconcertado, permaneció unos instantes inmóvil.
—Eso no tiene sentido — gruñó —. Ese fulano sólo puede haber saltado desde la cornisa. Y para hacerlo sin romperse el cuello debe ser un auténtico fenómeno. Sin embargo, no ha dejado ni la sombra de una huella en la tierra...
—¿No pudo deslizarse por la cornisa y desaparecer por la esquina?
—Eso es aún más imposible. No tuvo tiempo material antes de que yo abriera la ventana. Le hubiera visto a menos de correr como un galgo por una superficie que tiene menos de un pie de ancho.
—Entonces...
El la miró y vio el pánico que comenzaba a chispear en los bellos ojos de Jenny.
Sonrió para tranquilizarla.
—No era un fantasma — dijo—. Métete eso en la cabeza y te sentirás mejor. ¿O vas a decirme que una chica inteligente, sofisticada y moderna como tú cree en aparecidos?
—Ya no estoy segura de si creo o no.
—Hay otra posibilidad, pero no podremos comprobarla hasta que sea de día.
—¿Tú crees?
—Que en lugar de saltar al jardín, se fuera hacia arriba.
—¿Cómo, volando igual que un murciélago?
—Con una cuerda, nena. Una cuerda y encaramándose por la fachada. Es una cosa muy fácil con esas enormes juntas entre los bloques de piedra.
—Entiendo... ¡Eh, tú quieres decir que lo que sea, se fue hacia arriba y entró en el castillo por alguna otra ventana!
—Cabe perfectamente esa posibilidad.
—Pudiste habértelo callado. ¿Cómo crees que podré volver a pegar ojo sabiendo eso?
—Es sólo una teoría, una posibilidad. De cualquier modo, y sólo debido a tu miedo, pasaré la noche contigo.
—¿Te dijeron alguna vez que eres un sinvergüenza, Frank Shannon?
—Oh, bueno, me llamaron cosas peores.
—Volvamos arriba, por favor. Estoy helándome.
—Espera un momento... aprovecharé para recoger algo que dejé encima del cuerpo de ese desgraciado. Eran unos pelos largos y duros, probablemente del animal que le atacó. Con ellos, la policía podrá averiguar de qué clase de bestia se trata.
—Bueno, pero date prisa.
Se fueron hacia la esquina, ahora a oscuras porque la luz de la biblioteca estaba apagada.
Sin embargo, no se necesitaba ninguna luz para descubrir que el cadáver había desaparecido.
No quedaba de él ni el menor rastro.