Eva y Sara, de un viaje a México
EVA y Sara eran amigas desde hacía muchísimo tiempo. Se habían conocido en la universidad, en una Fiesta de la Primavera que a la asociación de Sara le había tocado organizar. El rector había sido muy claro: nada de puestos ambulantes de bebida, para evitar los desmanes y el caos que se produjo el año anterior. Los destrozos se habían publicado y magnificado en la prensa nacional, y esa no era la fama que el rectorado quería fomentar. Bastante tenían ya con San Canuto.
Armada con su mejor sonrisa y la férrea determinación del «No pasarán», se encontró ejerciendo su sufrida autoridad entre las decenas de universitarios y aprovechados que pretendían hacer negocio de aquel día de fiesta.
Especialmente desagradable le resultó la conversación con un tipo presuntuoso y altanero, con aires de vizconde, que se negaba a retirar su mesita repleta de botellas de whisky y ginebra baratos. A su lado, sus amigos miraban para otro lado, y la que debía ser su novia, una guapa chica rubia de dulces ojos azules la observaba en silencio. Nadie osaba intervenir en aquel grupo.
Sara se alejó, amenazándole con las penas del infierno y con lo que era aún más práctico, buscar a la policía inmediatamente. No pensaba hacerlo, pero asustar a aquel tipejo le producía ya placer suficiente.
La fiesta se desarrollaba con normalidad, o todo lo normal que podía ser una fiesta universitaria, así que unas horas después Sara y sus compañeros pudieron relajarse y disfrutar de los grupos de música en directo, de la bebida y la comida, y del sol maravilloso de aquel día.
En un momento de la tarde se sentó a descansar bajo la sombra de uno de los enormes árboles del campus, descalza, con una cerveza en la mano, alegrándose la vista con un improvisado partido de fútbol que algunos chicos, en pantalón corto y sin camisa, empezaban a jugar espontáneamente en un claro, a escasos metros de ella.
La cerveza se acababa, pero estaba demasiado a gusto como para moverse. Alguien se sentó a su lado, justo en el momento en el que los chicos del partido se abrazaban alborozados por lo que debía de ser un gol.
—¿Disfrutando el espectáculo? —le dijo una voz.
Era la chica rubia con cuyo novio había tenido la pelea desagradable. Le traía una cerveza.
—Este show no se disfruta igual sin una cerveza fresquita en la mano —añadió sonriente mientras se soltaba las sandalias.
—Veo que tenemos las mismas aficiones, —se rio Sara—. Soy Sara, Derecho.
—Yo, Eva, Económicas, pero lo odio. Espero no tener que dedicarme a esto nunca en mi vida.
—Ah, ¿y qué quieres hacer?
—Pues... no sé... —La miró directamente a los oscuros ojos desde sus marinas pupilas— supongo que sentarme bajo un árbol a ver correr tíos sin camiseta, con una amiga.
A Sara hacía mucho rato que ya le caía bien.
—Tu novio es un imbécil.
—Bueno... cuando le conoces bien es diferente, en serio. Es sólo la primera impresión, por su carácter...
—Ya...
—¿Qué haces mañana por la noche? Mi novio se va con unos amigos a pasar el fin de semana a Sevilla.
Eva odiaba los días en que su novio la dejaba para irse con sus amigos, porque había abandonado por él a sus amigas de la infancia, y ahora esas tardes y noches en que la dejaba sola las pasaba encerrada en casa, con una opresiva sensación de abandono.
—Salgo con mis amigas. ¿Por qué no te vienes? Iremos al barrio de la Latina. Cenamos y luego... ya se verá.
—Me parece perfecto.
Chocaron las cervezas y siguieron mirando la carrera de pantorrillas y torsos desnudos frente a ellas.
—Pero tu novio es un imbécil.
—Vale.
Su amistad había nacido, se había desarrollado y solidificado desde aquel día. Sabían lo que la otra tenía en la mente con sólo una mirada, y se querían.
Casi doce años después, las dos necesitaban un descanso. Necesitaban, porque esa era realmente la palabra, desconectar de trabajos estresantes, de relaciones fracasadas y sacudirse el invierno y los jerséis de cuello vuelto de encima.
Fue en una cena con más amigas donde surgió la idea de darse el homenaje que tanto se merecían. Entre plato y plato se barajaron países ideales y se estudiaron sus pros y sus contras. Europa, frío, descartada. Excepto Grecia, pero esa era una opción de verano, y estaban en febrero. Cuba, recuerdo agridulce para Sara, descartada. Jordania, lugar al que ir algún día en pareja, cuando encontrasen a alguien digno de formar tan aparentemente difícil asociación, descartada Brasil, muy lejos, descartada México... ¿México?... Cancún.
Convinieron en que, cuando todo el mundo cuenta lo mismo sobre algo, se crea a su alrededor un halo de leyenda urbana que hace dudar sobre si la historia es real o no. Todas conocían a alguien que había estado allí y que había vuelto absolutamente encantado y contando maravillas. Que si era el paraíso, que si era de postal... Desde luego, reunía un montón de características deseadas y contrastadas, a saber: buen tiempo, playas de arena blanca, palmeras, y zonas monumentales a las que ir a hacer turismo. Mucha gente les comentó sobre los riesgos, sobre la falta de seguridad en la calle, pero prefirieron no escucharles. Desconocían absolutamente todo lo referente a la vida nocturna de la zona, y todo lo referente al tema hombres. En cuanto a eso, si había bien, y si no también. Una semana larga de tranquilidad al sol sería muy bienvenida en cualquier caso.
De todas las que se animaron a apuntarse al viaje, sólo Sara y Eva consiguieron al final cuadrar agendas y marcar en rojo en sus calendarios una larga «semana» de diez días con el sagrado nombre de vacaciones.
Eligieron un hotel de cinco estrellas, cerca de lo que les habían asegurado en la agencia que era actualmente «lo más» de la zona: Playa del Carmen. Durante los preparativos revivieron ese placer indescriptible de llenar una maleta con bikinis y pareos mientras fuera llueve a rabiar.
Las nueve horas de vuelo se pasaron rápidas. En el avión había revistas pero ni las hojearon. Eran de esas mal llamadas «femeninas» y de las que Sara opinaba que deberían llamarse «porno light para hombres». Sólo servían para que, quien debiera ser su público, las mujeres, se vieran cada día un poco peor frente al espejo, más obsesionadas con adelgazar, con operarse, sintiéndose mal al contemplar cientos de fotografías de chicas medio en pelotas, retocadas con photoshop todas ellas, operaciones de todo tipo incluidas. Su impresión se radicalizó el día que pilló a Jens saliendo del cuarto de baño con una de sus revistas en las manos. La tiró inmediatamente. Sus vicios que se los pagara él.
Aprovecharon para ponerse al día. Eva contó que Ravi ya se había ido. Le dijo que su padre le reclamaba en casa y que le había enviadoun ultimátum. En otras palabras, que comenzase a corresponder al dinero invertido en su educación y se dejase de hacer el tonto por Europa. Le había buscado «una vida», había dicho él. Eva dedujo que significaba que le había buscado un trabajo. Sara añadió que en el lote debía ir una dulce esposa hindú. A Eva le dolía un poco reconocerlo, pero seguramente era verdad. Ravi había abandonado Facebook y todo lo que había sido su mundo en los últimos años, y la única comunicación que había mantenido con Eva en todas esas semanas fue una foto de dos monos en una calle enviada por correo electrónico. Dado que los monos no estaban haciendo nada raro, sino que estaban ambos mirando al tendido, no tenían ni idea de cómo interpretarlo.
De Óscar no había vuelto a saber nada. Eva desconocía qué película había ideado su cerebro en el tiempo que había estado en Argentina, pero la propuesta de matrimonio resultó ser firme, y cuando ella rechazó el ofrecimiento todo lo amablemente que pudo, se mostró indignado y resentido. Evidentemente también él había utilizado el «método balanza» para valorar su situación, y en sus paseos «Perito Moreno arriba-Perito Moreno abajo», debió de llegar a la conclusión de que su cabeza merecía asiento de una vez por todas, entendiendo que Eva era la mujer perfecta para ocupar esa posición, o mejor dicho «postura». Qué mejor sitio para sentar la cabeza pues que su cálido regazo. Guapa, culta, con un buen trabajo, bien remunerado, le había parecido la mujer ideal.
A Eva, que se lo presentase con esta frialdad empresarial le terminó de confirmar que su decisión no podía ser más acertada. Le dijo que no quería volver a saber de él, que le parecía muy poco caballeroso de su parte, que había demostrado no tener clase ninguna y que dejase de insistir, que no iba a devolverle la memoria de la cámara.
Sara a su vez le contó que Jens continuaba llamando, sólo para decirle hola y saber qué tal estaba, aunque a veces dejaba escapar alguna insinuación procaz con el deseo de que le siguiera el juego y continuara, pero que ella cortaba de raíz. No siempre descolgaba el teléfono. Muchas de las veces lo dejaba sonar y sonar y sonar... Con los dos cubanos mantenía correspondencia, le contaban sus cosas, ella les contaba las suyas, Yoel planeaba su huida a Europa de la mano, cómo no, de una inocente extranjera. Al bombero no había vuelto a verle, debió de echarse novia, suponía, poco antes de cumplirse los dos meses de su encuentro y ella había tenido que consolarse, muchas, muchísimas veces, entre los musculosísimos brazos de su entrenador, ahora «muy personal». Eva se destrozaba de risa.
—Mejor para ti —le dijo—, así no te enamoras como una colegiala del hombre equivocado, como siempre.
Cada uno buscando su vida y ellas, rumbo a las vacaciones, sin importarles nada más.
México las recibió radiante, soleado, espléndido. El guía era un hombre animado, divertido y con cara de pícaro, que no paró de hablar ni un minuto de las dos horas que duró el trayecto hasta los hoteles. Una de las muchas recomendaciones que les hizo fue que se olvidasen desde ya de utilizar el verbo «coger», tan usado en España para todo. Les hizo reír, y dedicó muchos de sus chistes a las parejas, casi todas de luna de miel, que llenaban el autobús.
El hotel era tan espectacular como habían imaginado, lleno de preciosas casitas a los lados y enormes piscinas en el centro y al fondo, pero tan cerquita..., el mar.
Tenían dos habitaciones contiguas, con vistas a un tranquilo espacio de palmeras y hierba cortada. Las habitaciones eran enormes, con camas gigantescas y confortables y una preciosa bañera redonda con hidromasaje. Se cambiaron rápidamente y se fueron a cenar, aún tenían que conocer las instalaciones del enorme complejo y decidir en cuál de los siete restaurantes temáticos cenarían esa vez.
Estaban encantadas. Pasar del frío europeo y la oficina a los vestiditos de tirantes y el rumor del mar Caribe en unas horas sencillamente no tenía precio. El aire olía dulce y no salado como en otros mares y se pegaba a la piel enroscándose como un pañuelo de raso. Caminaban despacio para no perderse ni un detalle.
Eligieron, por simplificar, el restaurante bufet. Ambas podían permitirse un par de kilos sin problemas, con lo que decidieron disfrutar libremente de todo lo que México les fuera a ofrecer. En ese momento, su comida. No estaba en sus planes privarse de nada.
La bebida posterior en alguna de las terrazas o bares, o hasta en la minidiscoteca, también estaba incluida. Se dieron otra vuelta de reconocimiento, esta vez de caza mayor, pero no vieron nada interesante, salvo un grupo de diez españoles que tomaban copas en una de las terrazas y que se las quedaron mirando. Algunos eran muy guapos, pero miraban a todas, señal de que les valía cualquiera y ellas, como cualquier mujer sabían que ese es un mal ganado.
El hotel rebosaba de turistas canadienses y norteamericanos, muchos en familia, otros en grupos de amigos. Ruidosísimos y bastante borrachos para ser sólo las once de la noche, que bailaban y cantaban a pleno pulmón algunas de las canciones que, en honor a ellos, tocaba una banda de música en directo.
Horas después, la suavidad de la cama, el sonido lejano del mar, el viento moviendo suave las hojas de las palmeras... Durmieron como dos niñas.
A la mañana siguiente tenían reunión con el turoperador para conocer las excursiones que les ofrecían. Podían haber elegido ir por libre, pero no querían complicaciones. No pretendían esforzarse ni un segundo en pensar, ni en buscar alternativas, ni en malgastar horas de asueto en buscar proveedores más baratos. Lo querían todo hecho y lo querían ya, para salir corriendo hacia la playa privada del hotel lo antes posible.
De toda la oferta escogieron tres actividades: Chitchen Itza, por supuesto. No podían volver a España sin haberlo visto, qué vergüenza. Isla Mujeres para comprar plata, y otra zona de reciente explotación y dificilísima pronunciación en la que, según decía el guía, era la mejor forma de ver delfines y tortugas en libertad, y las playas de arena más blanca que hubieran soñado jamás.
La playa privada del hotel era ya de por sí una maravilla. Cubierta de una arena harinosa, que reflejaba toda la luz del potente sol, plagada de alineadas palmeras, todas en su justa medida de altura y a la que se accedía por una pasarela de madera. Y enfrente, un mar azul verdoso de película de Hollywood.
Pasaron el día entero haraganeando en la playa, de la hamaca al bufet de comidas, de ahí a la piscina, después al bufet de bebidas, a cual más deliciosa, de ahí a la playa, al bufet de nuevo, y para rematar la jornada, un buen masaje.
Tumbadas en la arena, con el sol calentándoles el cuerpo y los pies en el agua transparente, que se los acariciaba mimoso, Eva rememoraba sus últimos encuentros sexuales. Sara le había oído hablar tantas veces de Nina que le parecía conocerla, muy íntimamente. A Sara no le atraían las mujeres. Tenía fantasías en las que se acostaba con alguna, pero siempre era ella la que recibía el placer y no al revés, lo cual no sería justo llegado el momento de entrar en acción, decía.
Había leído, en uno de los diarios de su adorada Anaïs Nin, que el sabor del sexo de una mujer era fuerte, como de almeja muy salada. Eva se reía de ella. Le decía que dependía, como en el caso del pene de los hombres, de muchos factores, y no sólo de la higiene. Que cada piel huele distinta, en la vagina también. Que ella no se sentía lesbiana, ni tampoco lo era Nina. Ambas eran heterosexuales hedonistas, decía, dispuestas a disfrutar de cualquier placer que les ofreciera la vida.
A Sara los tríos con dos hombres sí le parecían una buena idea, aunque pensaba que llegado el momento no se atrevería. Eva le había contado con todo lujo de detalles cómo se sintió cuando fue penetrada a la vez por Miguel y por Sebas. Lo más parecido a esa sensación que ella había vivido, le explicaba, había sidoen la cama con Jens, cuando en uno de los viajes llevó un vibrador, enorme y duro como una piedra, y él jugaba a metérselo por la vagina mientras la sodomizaba. Le gustaba mucho, aunque no lo había vuelto a intentar con nadie.
Observaban a los hombres que pasaban alrededor, casi todos en pareja, así que a esos sólo les miraban una vez. Se fijaban en los mejicanos, que eran increíblemente amables, y que siempre se dirigían a ellas con una amigable sonrisa o con una palabra agradable.
Les parecían atractivos. Tenían la piel tostada por el sol y en muchos de ellos se notaba una ascendencia, aunque remota, india. Les fascinaba el acento, tan cantarín.
Se arreglaron con ilusión antes de salir a explorar la noche. Habían llevado montones de vestidos, todos los que admitía el peso permitido de equipaje por la aerolínea, y aún así se tuvieron que enfrentar al «¿qué me pongo?» de rigor.
El taxi las dejó en lo que sin duda era la arteria principal de Playa del Carmen. Estaba flanqueada por pequeñas tiendas que aún permanecían abiertas, coloridas y brillantes. Pero no era día de compras. Eso para el final.
Fueron bajando hacia la playa. Por la calle había muchísima gente. Turistas y también mejicanos. Les asaltaban a cada paso los relaciones públicas de la multitud de bares y pubs de la zona. Querían dejarse llevar, no quemar todas sus energías en la primera noche, ni entrar en el primer local de todos los que se ofrecían. Llevaban anotados un par de nombres, con las recomendaciones de lugares nocturnos de diversión de su guía turístico, que se había ofrecido a acompañarlas y por supuesto, a buscar un amigo. Declinaron la oferta todo lo amablemente que pudieron. Nada de parejas hechas el primer día.
El ambiente era muy parecido al de tantas playas españolas. Como si no ocurriera nada afuera, en el mundo real, y las palabras «diversión» y «disfrute» se pudiesen respirar en cada esquina. El aroma de las vacaciones, en una palabra. Ambas habían estado juntas muchas veces en las zonas costeras de Andalucía, y también en Ibiza.
—Aquí la gente va vestida por la calle —puntualizó Eva.
—Gran verdad, esa es la diferencia con Ibiza —rio Sara.
Eligieron uno de los locales. El relaciones públicas las convenció con la larga serie de bebidas gratis que les podía ofrecer si accedían a seguirle. Y el lugar tenía muy buena pinta. Les terminó de animar a entrar un grupo de chicos impresionantes que se divisaban en el interior, apoyados en unas mesas altas.
Le siguieron hasta el fondo del bar, hasta la barra. El sitio era muy bonito, y tenía unas pequeñas terrazas en las que grupos de chicos y chicas charlaban y reían. La música era muy bailable, aunque el local no era de baile propiamente dicho, sino de aquellos de ver y dejarse ver. Su guía les invitó a todo lo prometido. Se lo estaban pasando bien. Algunos hombres se acercaban a ellas, hablaban un rato. Cuando Sara quiso darse cuenta, Eva estaba pasando los límites de la charla amigable con uno de ellos. Un tipo bien vestido y de rostro enjuto y que por alguna razón a Sara no le daba buena espina. Parecía... un mafioso. A los dos minutos habían desaparecido hacia una de las terrazas, para besarse a gusto.
A Eva también le pareció que el chico no era de fiar, pero fue eso lo que definitivamente la atrajo hacia él. Siempre se había inclinado más hacia los hombres con cara de malo, gozaba mientras les besaba y en su cerebro se mezclaban como en espirales el deseo físico y el miedo. Sabía que no debía, que algún día esa tendencia le traería un problema serio, pero en ese momento no quería evitarlo. Se aferró a sus brazos en la oscuridad de la terraza, mientras los dedos de él se clavaban como garfios a sus caderas.
Sara se había quedado sola, su último acompañante se había ausentado al baño y ella esperaba que no volviera. Estaba muy borracho. Tenía tantas botellas de cerveza en la mesa, fruto de todas las invitaciones recibidas, que se entretuvo en colocarlas con un poco de orden para evitar el desastre y terminar empapada.
Un chico contemplaba su operación, con gesto divertido.
—Todo eso ya no te sirve —le dijo— yo te invito a otra.
A Sara le pareció gracioso. Su problema era acomodar todas las botellas medio llenas, mientras él ordenaba al mesero otra ronda, para ella y para todos sus amigos y amigas.
El chico le presentó a «su gente», como dijo. Se llamaba León, y tenía los ojos de gato más impresionantes que Sara hubiera visto nunca en un hombre. Eran tan negros, y las pestañas tan oscuras y tupidas que parecían pintadas. De cuerpo delgado y fibroso y rasgos afilados, parecía un mago. Le dijo que era pintor. Que tenía su propia galería en Cancún, donde vivía, y que algún día tendría que ir a verla.
Los demás eran también muy agradables. Gente despreocupada y feliz, en un día de fiesta.
Sara se volvía de vez en cuando buscando a su amiga. Para su alivio, Eva no tardó en volver. Había tenido una bronca con el tipo. Cuando ella le dijo que no, que no le iba a acompañar a su casa, ni a un hotel, ni a ninguna parte, comenzó a comportarse mal. Se había vuelto rudo, y hasta la agarró por un brazo al intentar convencerla de que le siguiera. Eva se había asustado de verdad. Imágenes de cosas horribles vistas en las noticias de la televisión se empezaron a acumular en su cabeza. Se había escabullido de allí y de momento le había perdido de vista. Intuía que en un lugar menos concurrido no hubiera tenido tanta suerte.
Mientras contaba su historia, León la miraba con preocupación. Le decía que nunca, nunca, se fueran con un desconocido en México. En realidad en ninguna parte, les decía, pero allí desde luego que no. Que Playa del Carmen era uno de los sitios más seguros del país, pero que no debían confiarse.
Eran un grupo divertido, con un líder claro, que era León. Tanto Eva como Sara tenían ya un favorito en el grupo. Para Sara, León, y para Eva, Ricardo, o Rico, como le llamaban, un muchacho casi rubio de ojos verdes y breve perilla, como muchos por allí.
Cuando decidieron irse, se cambiaron los teléfonos. Volverían el sábado y ellos esperaban verlas. Se despidieron con un beso en los labios.
La noche había volado, literalmente. Volvieron al hotel felices y durmieron mejor que bien. Al día siguiente tocaba excursión a Isla Mujeres, con crucero incluido, tenían que estar lo más descansadas posible.
El barco que organizaba la fiesta y que las llevaba a Isla Mujeres salía precisamente de Cancún. Observaron a los que iban a ser sus compañeros de juerga marítima antes de embarcar y había un poco de todo, en cuanto a edades y aspectos. La gran mayoría extranjeros, eso sí. No habían pasado ni diez segundos desde que el barco partiera y ya estaba todo el mundo en bañador y la música a todo volumen. Una alegre discoteca flotante. Comida y bebida estaban incluidas, con lo que Eva y Sara se tumbaron, dispuestas a tomar el sol.
Los componentes de la tripulación, vestidos de blanco inmaculado, pasaban entre los clientes una y otra vez ofreciendo licores. El grado de alcohol no era muy alto, y las bebidas eran muy frescas y dulces, por lo que bebieron una y otra vez, disfrutando del viaje. La brisa del mar era fresca también, y no sentían la necesidad de refugiarse dentro del catamarán, a la sombra, como hacía un grupo de turistas de piel extremadamente fina y blanca.
El tiempo pasaba mientras avanzaban por el mar. La gente estaba alegre. Las dos se sentían felices, libres y extremadamente afortunadas por estar allí, disfrutando de ese día.
Dos chicos de la tripulación les daban conversación de vez en cuando. A Eva le gustó especialmente uno de ellos, no muy alto pero con una bonita cara. Coqueteaba con él. Era fascinante, pensaba, ese juego de seducción en el que evalúas tus posibilidades mientras el otro hace lo mismo. Tomas una decisión de avance, aún con cautela, le conectas la mirada. Toda mujer sabe que cuando un hombre te mira más de dos segundos seguidos, es que le gustas. Como hembra. Si te sostiene la mirada aún más, si te sigue con los ojos, ya está hecho. Es tuyo, al menos por un rato. Da igual que esté comprometido, o hasta casado, lamentablemente. Puedes cogerle por un brazo, como a un muñeco, y llevártelo adonde quieras. Al menos por ese rato. O al menos eso es exactamente lo que ellos están pensando.
Y Eva ya había tomado esa decisión. Le ayudó la bebida, la música, el bamboleo del barco, los dedos de él rozando los suyos al cambiarle la copa por otra llena, su mano en la cadera, durante un breve instante, al hacerle un comentario, docenas de personas junto a ella sin percatarse de nada. Sara no pensaba que al final fuera a atreverse, o a arriesgarse él, que estaba trabajando, pero Eva ya no pensaba en otra cosa. Estaba empapada de deseo por él.
La excitación le había elevado los niveles de adrenalina hasta el infinito, así que en cuanto pidieron voluntarios para subirse a un parapente sujetado por cuerdas fue la primera en levantar la mano, gozosa.
Se subió al frágil columpio aéreo disfrutando de la sensación de riesgo y vértigo que tanto le gustaba. El viento y la cuerda con la que la sujetaban la zarandeaban a varios metros sobre el mar y al caer de golpe al agua, se llenó los muslos de moratones. Volvió a la cubierta, alborozada y feliz. El chico acudió solícito a su lado a ver qué tal estaba y si había disfrutado la experiencia y se mostró preocupado cuando vio los golpes en sus piernas.
—Tenemos pomada para esto en el camarote —le dijo—. Te aplico un poco, y te hará sentir mejor..., si quieres.
Eva hubiera gritado de alegría. Dejó su copa en las manos de Sara y le guiñó un ojo. Siguió al muchacho, sorteando a la gente, hasta un pequeño camarote para los utensilios, en el que cómodamente sólo cabían tres personas.
Una de las compañeras de él se percató, y cerró la puerta tras ellos. Una vez dentro y ya solos, el muchacho sacó la crema y se puso unas gotas en los dedos, y comenzó a untarla brevemente por los muslos de ella, por la zona magullada, suavemente, por las nalgas, donde no había marcas, por dentro de la braga del bikini por detrás, y después por delante, con los dedos en su clítoris, donde ella le esperaba ya empapada.
Se besaron con furia. No tenían mucho tiempo, fuera retumbaba la música y la gente bailando, a él pronto le echarían de menos. Tenía un sabor salado por los labios, por el pelo, por los pezones. Se agachó a morderle los pechos y los labios de la vulva. Volvió de espaldas a Eva y le bajó la braga del bikini, mientras metía los dedos por todas sus aberturas. Pegado a su espalda le levantó una pierna y la colocó sobre un banco corrido a la pared, blanco inmaculado, como todo allí dentro. Pronto alguien irrumpiría en el cuarto, quizás el propio jefe o algún otro compañero. La penetró desde atrás con mucha fuerza, con un empuje que la clavaba contra la pared una y otra vez, una y otra vez. Con una mano apretaba sus pechos y con la otra frotaba el clítoris hasta volverla loca, mientras seguía empujando, deslizándose dentro de ella hasta que Eva se corrió, con un estremecimiento agónico que la hizo temblar durante varios minutos, mientras él se soltaba dentro de ella ahogando unos profundos gemidos en su nuca. Ella se dio la vuelta y permanecieron abrazados aún un par de minutos más, besándose lentamente en los labios y en los párpados.
Volvió a la cubierta con el pelo revuelto, los ojos brillantes y tambaleándose un poco. La excusa era buena, estaban en un barco y bebiendo. Le hubiera gustado subirse al punto más alto y gritar a todo el mundo lo que acababa de hacer, bajo sus pies, sin que se hubieran dado cuenta.
—Ha sido increíble —le susurró a Sara al oído—. No te imaginas lo bien que folla.
—¿Con preservativo? —Sara siempre ponía el punto de vista práctico en cualquier asunto, aunque no consiguiera aplicárselo a sí misma en la totalidad de las ocasiones.
—No... —Eva la miró con sus ojitos azules y su tierna sonrisa, como una niña pillada en falta.
—Ay ay ay..., si fuera tu madre —le dijo Sara divertida— te mandaría a una esquina a pensar en lo que has hecho.
—¡Mmm! Vale... —pensaré mucho en lo que he hecho...
Se partieron de risa. El nivel de adrenalina de Eva parecía no tener ya límites. Mientras Sara haraganeaba tirada sobre la toalla, ella participaba en todos los bailes de grupo que se organizaban. Se sentía como una olla a presión, expulsando aire caliente a chorros, bullendo por dentro.
Eva admiraba la calma de Sara, su cerebro analítico, capaz de diseccionar una idea y dejarla flotar en el éter hasta que la hubiese comprendido y estudiado en su totalidad. Siempre había sido así. A veces como una madre, preocupada por ella y por las demás amigas, siempre con la bandera de su nuevo ideal en la mano, de su nueva lucha. La contemplaba tumbada sobre su toalla de color fresa, y le recordaba el día en que la conoció. Enfurruñada, con la larga melena castaña bajo los rayos del sol que se colaban entre los árboles, con las manos en jarras sobre sus vaqueros, como una versión delicada y dulce de un matón de discoteca, enfrentada a su novio, sin importarle las impertinencias y groserías que el otro le soltaba. Sabía que había encontrado una amiga en el instante en que le cruzó un segundo la mirada y captó un rayo verde, como el que describía Julio Verne.
Sara mientras tanto, observaba a un grupo de chicos y chicas árabes. Argelinos, por un comentario suelto que escuchó. Todos en bañador, bebiendo y bailando sin parar, jóvenes, libres y guapos. Era especialmente llamativa una de la chicas, bellísima y perfectamente conocedora de ello, con un cuerpo escultural, natural y sin complejos, fresca y sensual. A Sara le hubiera gustado ser así. Segura de sí misma, voluptuosa, una diosa del erotismo, como a veces escuchaba por ahí. De cualquier manera, le resultaba gratificante una escena tan poco usual como un grupo así viviendo esa fiesta, sin velos ni censuras. Sólo disfrutando de la libertad y el mar Caribe.
En Isla Mujeres desembarcaron y compraron plata. Anillos y pulseras de bonitos diseños pero no tan baratos como les habían dicho.
A la vuelta en el barco Eva y el muchacho se miraban constantemente pero no había opción para más juegos, ya que la tripulación había comenzado a repartir las fotografías que habían hecho de los viajeros en distintos momentos, por lo que el «cuarto del amor» estaba ahora abierto, con gente entrando y saliendo de él cada minuto.
Habían trabado amistad con una pareja mexicana. Ambos ya de una edad entrada en los cincuenta. Él la besaba, le hacía caricias, carantoñas. Ella respondía con sonrisas, le hacía bromas. En un momento en el que él se alejó, ella les contó que se habían separado hacía mucho tiempo, y que ahora habían vuelto, hacía unos días. Les habló sobre la mala vida que le había dado, de sus noches borracho, de la infinidad de mujeres con las que le fue infiel, las enfermedades venéreas que le llegó a transmitir. Ella le había amado con locura, le había perdonado hasta lo imperdonable, hasta que un día él se fue. Desapareció de su vida hasta hacía unos días, en los que había vuelto enfermo y arrastrado. Ella fingía que lo perdonaba, le aceptó de nuevo en su lecho, pero no olvidaba ni una sola de las lágrimas del pasado, y no descartaba abandonarle ahora ella en cualquier momento.
Eva estaba horrorizada y pensativa. Durante el tiempo que vivió con su novio, nunca consideró ser víctima de un trato incorrecto, sólo veía a su chico como un ser diferente, al que el resto del mundo no entendía. Ahora, al contemplarlo desde fuera, se daba cuenta de cómo podía sonar su propia historia de desamor, que no de amor, en los oídos de un extraño.
A Sara, a la que el alcohol se le había subido hacía mucho a la cabeza y se sentía como flotando a un par de centímetros del suelo, le vino a la cabeza Frida Kahlo, con quien la mujer le parecía que tenía un cierto parecido, sobre todo ahora que había cambiado las risas por un tono dolorido en la voz, y por los poemas que le había dedicado a su marido, a quien amaba por encima de todas las cosas y que tanto la hizo sufrir ... «Niño-amor. Ciencia exacta. Voluntad de seguir viviendo... Diego, estoy sola».
Para ellas una historia tan dolorosa en un barco discoteca era como parte de un sueño, surrealista. Era como esa representación tan festiva de la muerte que tenían los mejicanos. Una pasión que mezclaba las cosas de arriba con las de abajo, las de los santos con los vivos y con los muertos. Hablar a la vez de amor y ruina.
Les sacó de sus lúgubres pensamientos el marido, que volvía cargado de bebida para todas, alegre y chistoso como siempre. Ellas ya no le miraban igual. Ignoraban si se daba cuenta.
El amoroso amigo de Eva las llamó a las dos para que fueran a ver las fotos, por si querían comprar alguna de ellas. Entraron las dos con él y eligieron unas cuantas.
—¿Ella sabe...? —le preguntó el muchacho a Eva mirándola provocador.
—Pues claro, —rio ella, encantada de tener la oportunidad de volver a encontrarse con él de frente y tan cerca.
Dos segundos después ya se estaban besando. Sara oyó pasos que bajaban por la escalerilla y se volvió, para darse de bruces contra uno de los tripulantes, el otro muchacho encargado de la animación del barco. A la espalda de Sara, Eva y su amigo seguían comiéndose los labios.
—Güey, ¿esto qué es? —dijo riendo—. ¿Y yo qué? Y sin más preámbulos sujetó la cintura de Sara y la besó.
En unos segundos más, turistas buscando sus fotos bajarían esa misma escalerilla, así que le separó de ella.
Sara estaba sorprendida y le divertía la situación. Eva consiguió soltarse del abrazo, muy a su pesar, porque el chico le gustaba mucho.
Esa noche ambas hablaron mucho sobre el amor mientras cenaban en un restaurante típico en el pueblo. La pareja mejicana y su historia les habían impactado, no por desconocida sino por la influencia del ambiente. Ambas habían tenido todo tipo de historias, sus amigas también, y el denominador común de casi todas ellas, de las historias serias, no de los amores de barra, parecía ser la capacidad de las mujeres por ilusionarse o aferrarse a algo que en realidad no era más que humo. Cómo en cualquier tipo de historia con un hombre elaboraban una realidad paralela en la cabeza según la cual la relación con él tenía que funcionar, aunque fuera evidente que ni lo hacía, ni lo iba a hacer. En lugar de soltar amarras, e ir como el catamarán mar adentro, fabricaban más cuerdas mentales con las que permanecer unidas a puerto sobre un pedacito de agua en el que simplemente flotar.
Por la noche volvieron a salir. Dado que acceder a la discoteca más famosa era también la opción más cara, carísima, decidieron no andar errando de un lugar a otro y entrar en ella como primer y único lugar. Además, les habían dicho que si se retrasaban mucho se perderían parte del espectáculo. Desconocían a qué se referían con lo de espectáculo, pero definitivamente había que probarlo.
A la pista central del local se accedía por lo que parecían kilómetros de pasillo estrecho y oscuro. La entrada daba opción a barra libre, toda la noche. La discoteca en sí era un lugar no demasiado grande, abarrotado de gente hasta el techo, literalmente, ya que a los lados de la pista subían unas gradas, la zona vip. En el medio de la sala había una gran barra cuadrada, que no dejaba demasiado sitio para bailar. Estaba oscuro, apenas se veía nada, y comprendieron la razón cuando, a los pocos segundos, estalló en el enorme y alto escenario que tenían enfrente, una explosión de luz y colores, seguida por la entrada de un grupo de bailarines, que dirigidos por el mismísimo Freddie Mercury devuelto a la vida, representaban de forma genial el The show must go on.
A esa actuación siguió otra, y otra, a cual más cuidada, mejor ejecutada. Sobre el centro de la pista, sobre la barra del bar, ahora cubierta, cayeron unas telas larguísimas del techo por la que se deslizaban y hacían acrobacias unos bailarines que no tenían nada que envidiar a los del Circo del Sol.
No era una discoteca con espectáculo, sino una serie de estupendos espectáculos con discoteca, en un ambiente exultante y alegre, lleno de gente pasándolo muy bien. Constantemente caían del techo globos, confeti, en un ritmo tan frenético que las tenía maravilladas. Instantes después, un ejército de rapidísimos empleados pasaba barriendo, de forma que el suelo quedaba impoluto en cuestión de segundos.
Quitaron la cubierta de la barra central en un descanso de los bailarines y un camarero se acercó a Eva y la cogió de la mano, llevándosela unos metros hacia el centro, hacia unas escaleras, y dejándola subida en la barra, que al poco se llenó de chicas de todos los tipos, alturas y hechuras, cuya misión parecía ser bailar ahí durante un rato. Sara contemplaba la exhibición de muslos y bragas ante sus ojos sin dar mucho crédito a lo que veía. Otro camarero intentó llevarla a ella también hacia arriba pero le soltó la mano, mientras Eva, alegre, le hacía señas para que subiera. Ni muerta hubiera accedido, antes hubiera preferido que unos jíbaros le arrancaran la cabeza y se la redujeran. Había dejado de acudir a su local favorito en Madrid porque comenzaron a incluir entre sus espectáculos estriptis sólo de chicas, ¡por supuesto!, bajo el disfraz de burlesque. Ella no iba a consentir que el dinero que había pagado por su entrada valiese menos que el de los clientes masculinos, que se solazaban con el espectáculo machista que sólo les gustaba a ellos. Tampoco le interesaban los hombres a los que ese espectáculo pudiese atraer.
Eva, sin embargo, disfrutaba en aquella situación, subida a esa improvisada plataforma, moviéndose sensualmente. Algunos de los tipos de abajo le gritaban cosas y ella se desentendía, flotaba en una nube. Uno de ellos, que parecía norteamericano, muy rubio y bronceado, mantenía la vista clavada en ella, sin pestañear, cada vez más serio. Observaba cada uno de sus movimientos, y ella jugaba a mirarle unos momentos, pasarse las manos por las caderas, mirarle de nuevo. Él seguía allí clavado, con la copa en la mano, como en medio de una sesión de hipnosis. Era muy atractivo, a Eva la tensión comenzó a provocarle un dulce mareo. Se decidió a ir a buscarle, o a provocar un acercamiento, en cuanto bajase de allí.
Abajo, Sara también estaba bien. De hecho, mejor que bien. Justo delante de ella bailaba un chico de piel morena, ajustada camisa y gorra de beisbol. Se movía cimbreándose con mucha sensualidad. Le volvían loca los hombres que sabían moverse. Le miraba de arriba abajo sin ningún recato. La camisa le marcaba la espalda ancha y la cintura estrecha, y los vaqueros guardaban lo que daba la impresión de ser un culo muy bien torneado.
El chico se había vuelto y le había pillado con los ojos fijos en él. Tenía además una cara muy bonita y una sonrisa feliz. Parecía cubano, le recordaba a Yoel pero con la piel más clara y se lo dijo, parecían hermanos. Hasta le enseñó una foto en el móvil.
—No, soy mexicano, ¡pero algo debe de haber porque todo el mundo me lo dice! ¡Al final le voy a tener que preguntar a mi mamá qué pasó por ahí! —y se reía con ganas.
Le dijo que se llamaba Andrés y que no, no era bailarín, aunque no estaría mal como profesión. Que era físico, algo mucho más aburrido.
—¿No te subes a bailar? —le dijo—. Me gustaría verte ahí arriba.
La miraba con aire provocador, acercándose, y la temperatura de Sara se estaba concentrando ya en el bajo vientre, abriendo camino entre sus piernas.
—No, no —dijo ella—. Sólo hay mujeres, eso es puro machismo. Pero si subieras tú sí me gustaría —rio—. Me gustaría mucho.
—Pues ahora que lo dices sí, un poco machista sí que es. Nunca lo había pensado.
Le gustaba. Decididamente. Le gustaba a rabiar. No pensaba dejarle ir sin probar un poco.
Se acercó un amigo, otro chico de agradable rostro y gesto dulce, tanto que parecía mucho más joven de lo que posiblemente fuera. A Sara le gustaba mucho esa mezcla de razas que se veía en tanta gente allá. Un poco de España, otro poco de otros países de Europa, algo de África, mucho de azteca o maya originario... Le gustaba y le excitaba.
—Mira, güey, ¡me salió un hermano en La Habana! ¡Dale, enséñale la foto a Jaime!
Eva bajó del escenario con el resto de improvisadas bailarinas y se unió al grupo. Le encantaba ver que Sara estaba tan bien acompañada y Jaime le atrajo inmediatamente.
Charlaron mucho tiempo, lo que se podía entre tanto alboroto y ruido, rieron y bailaron juntos los cuatro, aunque poco después se separaron en parejas. Eva hablaba con Jaime, le ponía esos ojitos que Sara conocía tan bien y que significaban una sola cosa. Estaban encantadas de haber dado con dos amigos y que las parejas se hubieran formado de una manera tan natural. Ambas estaban locas con su chico, y ellos no parecían disgustados.
Los espectáculos se sucedían unos tras otros, a cual más logrado. Spiderman luchaba contra un malvado vestido de verde. Muy musculoso el malvado, observaron Eva y Sara. Todo el mundo menos ellas y sus nuevos amigos le abucheaba y vitoreaba al simple de Spiderman, que cómo no, ganaba al final. Una injusticia. Dos canciones después, Jack Sparrow, casi el de verdad, volaba por el escenario y sobre las cabezas del público y luchaba con una corsaria, de forma tan real como si estuvieran dentro de la mismísima Perla Negra mientras caían más globos, más confeti, y los meseros iban y venían con una precisión asombrosa, acertando a traer a cada cliente la copa que había pedido y a entregársela sin casi derramar una gota, entre el agitado tumulto y la música atronadora.
Andrés y Sara bailaban pegados, sin dejar ni un centímetro de cuerpo fuera del contacto con el otro. Se besaban con pasión. Sara deseaba acostarse con él con toda su alma, estaba ardiendo de deseo. En los ojos de él leía la misma lujuria. Besaba con los ojos abiertos y las pupilas clavadas en las suyas y eso la volvía loca.
A un metro escaso de ellos Eva y Jaime jugaban a hacerse fotografías y a grabarse con el móvil de Eva mientras se sobaban, juntaban la punta de la lengua y se reían como locos. A ella la tenía hipnotizada su cara aniñada, sus ojos rasgados y su cuerpo delgado y flexible.
No querían esperar a que terminase la sesión en la discoteca para desnudarse y dejar correr el instinto. Los chicos hablaron entre ellos un par de minutos y volvieron con la decisión del sitio al que ir.
Sin soltarse en ningún momento salieron a por un taxi. Sólo tuvieron que avanzar unos minutos para llegar a uno de esos hoteles en los que desde el mismo coche en el que llegas te dan la llave desde una ventanilla, y con el mismo auto entras, de forma más que discreta, al interior del recinto, hasta dentro de la habitación asignada.
Eva y Jaime desaparecieron tras la puerta de su habitación. El sitio le recordaba a Eva a aquellos moteles a los que su novio solía llevarla cuando llamaba a alguna de sus amigas, pero esta vez era distinto. Ahora el lugar no le parecía sórdido. Las raídas sábanas no le parecían repulsivas, olían mucho a jabón, y el mobiliario de tres euros junto con el espejo como cabecero no le producía ninguna desazón. Todo lo contrario. Estaba allí voluntariamente, con un chico seductor, encantador y dulce, que se volvió un diablo en cuanto la vio desnuda.
Él quiso que se grabaran follando, como lo habían hecho besándose en la discoteca. A Eva la idea le encantaba. De pie, en su postura favorita y sin quitarse las sandalias de tacón, Jaime la penetraba desde atrás, rítmicamente, ella jadeaba sosteniendo el móvil delante de ella, dirigiéndolo a su rostro contraído por el placer, al de él, que sonreía como un niño feliz, a sus pechos que se movían al compás de sus caderas, a su vulva invadida por aquel pene exquisito.
—Luego me tienes que enviar la grabación, preciosa —le susurraba Jaime al oído—. Cuando la vea me masturbaré y pensaré en ti, y en cómo te estoy cogiendo ahora— y le clavaba los dientes en el hombro.
—Sí, sí, —gemía Eva.
Naturalmente, no pensaba enviarle la grabación, ¿por qué todos esperaban que lo hiciera? Pero sí sería un placer volver a ver las imágenes, y recordar ese momento tan delicioso.
Lo hicieron tres veces, y las tres ambos llegaron al orgasmo. Era un amante maravilloso. Eva le miraba recuperar el aliento y le veía tan niño que hasta le preguntó su edad. El se reía.
En la habitación de al lado se oían claramente los gritos de Sara y de Andrés. Ella no esperaba que fuera tan apasionado. Era increíblemente bueno y estaba disfrutando sin cesar ni un segundo. Andrés no sólo era guapo y dueño de un cuerpo precioso, era además amable y cariñoso, y no paraba de repetirle lo guapa que era, lo mucho que le gustaba su cuerpo, su culo, su cintura, su pelo, su todo. Le lamía la vulva con movimientos rápidos y precisos, la penetraba con la lengua, con el pene grande y duro, con los dedos. Sacó de ella almíbar y le metió la punta del dedo índice en la boca.
—Mira qué bien sabes...
No podían parar de gritar, sin ser conscientes de que sus vecinos de habitación eran testigos de sus orgasmos. A Sara le volvía loca oírle de aquella manera, a él también.
—Grita, mamacita, quiero oírte gritar mientras te cojo. Qué bien te mueves, cómo me gustas, míranos follando en el espejo...
Sólo cuando se metía su pene en la boca podía estar casi en silencio. Tenía un sabor delicioso. Y si era como parte de un sesenta y nueve, el goce era aún mayor.
Andrés, igual que su amigo en la habitación de al lado, era un experto amante, generoso en dar placer, conocedor de mil posturas, lleno de energía y de deseo, de palabras elogiosas, de miradas cálidas y de potencia viril.
Cuando les dejaron ya era de día y tenían el tiempo justo de llegar al hotel, ducharse y salir corriendo para su siguiente excursión. Eva tenía el teléfono de Jaime y quedaron los cuatro en intentar verse otro día, antes de que se fueran.
Se contaron su noche mientras deambulaban admirando las increíbles obras de la civilización maya y mientras se secaban el cuerpo tras bañarse en un cenote. Era maravilloso encontrar hombres así, aunque reconocían, a la luz del día, que habían cometido una locura, al irse con dos completos desconocidos a quién sabe dónde. A Sara, Andrés le había gustado mucho más de lo que aceptaba reconocer.
Hablaron sobre si sería posible mantener tal nivel de pasión y de entrega en una relación formal, en la que te ves a todas horas, en la que incluso convives. Llegaron a la conclusión de que no. Que tal vez en el mundo hubiera alguna pareja así, seguro que la había, pero que la rutina y los pequeños enfados cotidianos sin duda matarían toda la frescura de ese primer encuentro. Ese querer apurar al otro, porque en unos minutos se va a ir de tu vida, como el agua entre las manos.
El día había sido agotador, sobre todo sin haber dormido en cuarenta y ocho horas. El sol había sido inclemente durante la visita a Chichén Itzá y tenían la piel dolorida, pese a las cremas protectoras y el frescor gélido del cenote en el que se bañaron. Eva había saltado desde una roca altísima a las profundidades oscuras y para Sara inciertas de la piscina natural. Eso la había espabilado bastante, pero aun así decía que sería de agradecer una noche de reposo.
De reposo relativo, pensaron. Tras la cena, copiosa y rica como siempre, visitaron la discoteca del hotel. Había muy poca gente, entre ellos unos cuantos especímenes del género masculino no muy bien escogidos. Tras unos minutos viendo como uno de ellos hacía el ridículo intentando bailar ante la desesperada mirada de su pobre esposa se pusieron rumbo al bar americano.
Era, literalmente, eso. Un pedazo de los USA trasladado unos cuantos miles de kilómetros, al patio de los vecinos. Mesas de billar, el aire acondicionado a la temperatura de referencia de Alaska, fútbol americano a todo volumen en la inmensa televisión, hamburguesas en la barra y norteamericanos y norteamericanas ligando entre ellos a grito pelado. Alguno era especialmente atractivo, como uno que parecía una fotocopia a color de Clark Kent sin gafas y que presumía de estilo con el palo de billar ante una rubia reoperadísima en minishorts y megasandalias de plataformas. Todo tan típico que se sintieron unas europeas intrusas enseguida, como espías del KGB o similar a punto de ser interceptadas y noqueadas por un vaquero fortachón. Se fueron a dormir, había sido un día muy largo.
La Riviera Maya les estaba gustando mucho más de lo que habían esperado. No era un lugar agreste y salvaje, sino ordenadamente cuidado. Un paraíso. Y uno no se imagina entrando en el paraíso a golpe de machete y mordido por cientos de alimañas. Para otro tipo de aventuras habría otros días y lugares.
El trato de los mexicanos era exquisito, amable y afectuoso, y les parecía imposible que se pudiera tratar del mismo país en el que se leía que ocurrían tantas barbaridades, sobre todo contra las mujeres. Visitaron infinidad de playas, a cual más transparente, más limpia, más turquesa el horizonte. Salieron una noche para volver a encontrarse con León y Ricardo, los chicos a los que habían conocido el primer día que salieron. Les invitaron a una fiesta con barbacoa en la residencia de uno de sus amigos. Era una casa blanca de dos plantas, como tantas por la zona. Había música, comida, mucha bebida, y gente muy animada charlando dentro, en el salón, y fuera en el jardín, en las hamacas.
Mientras abajo aún seguía parte de la fiesta, que se había convertido ya en un par de grupos charlando en voz queda con música chill-out, tanto Eva como Sara gozaban cada una en una de las habitaciones superiores de la casa, acariciándose con su chico. Contra la pared, contra la cama, se entregaron a horas de mimos, de besos, del goce de sentir un cuerpo bello y suave contra el suyo, de sentirse deseadas sin prisa, de dejarse amar y besar y penetrar y acariciar en cada centímetro de su piel, de sexo nuevo otra vez, con hombres diferentes y apasionados, en tan corto espacio de tiempo.
León se había quedado dormido y Sara bajó al salón ahora desierto a por algo de agua intentando no hacer ruido. Mientras abría la botella sintió unos pasos, y enseguida apareció Ricardo a su lado. Le preguntó qué tal estaba mientras le acariciaba el brazo y la cintura. Sara comenzaba a sentirse violenta. Eva debía estar aún en la habitación en la que evidentemente acababan de follar y él se le estaba insinuando.
—Me gustas mucho —le murmuró al oído—. Me gustaría hacerte el amor ahora. Vente a la habitación conmigo, Eva está de acuerdo, nos está esperando.
Sara no podía creerse lo que estaba oyendo. Aún sentía el roce del pene de León dentro de su vagina, y el que se suponía que era su amigo le estaba proponiendo un trío. Le parecía inconcebible. Subieron de nuevo arriba. Ricardo seguía insistiendo y tirando suavemente de su mano hacia la habitación que compartía con Eva. Sara se asomó dentro y la vio tumbada en la cama, el dorado cabello revuelto sobre la almohada y casi desnuda, mirándoles con los ojos entreabiertos y una tierna sonrisa.
—Eva, vámonos ya —dijo Sara—, Tenemos prisa.
—No, no os vayáis —insistía Ricardo en voz baja—, quiero follaros a las dos, no te vas a arrepentir, ya lo verás.
Sara se sentía extraña. La situación estaba cargada de sensualidad, pero estaba mal. Entró en la habitación en la que aún dormía León, atravesado en diagonal sobre la cama. Recogió sus cosas y esperó unos minutos a que Eva terminara de vestirse, que aún demoró un poco en besarse con Ricardo.
—Pero ¿cómo se te ocurre, Evita? —le reprochaba Sara ya en el taxi de vuelta al hotel.
—Ya... si se lo he dicho, que no ibas a querer, que justo acababas de hacerlo con su amigo... pero no sé, al final no me pareció tan mala idea... hemos fumado un poco... —A Eva se le cerraban los ojos de sueño.
Las dos estaban agotadas.
—Además, ¿cómo nos vamos a hacer un trío tú y yo? —seguía Sara—. Al día siguiente me moriría de vergüenza... ¡y vaya amigo, el otro! ...
Se dio cuenta de que Eva ya no la escuchaba. Se acababa de quedar dormida, con la cabeza apoyada en la ventana del coche. Conseguía sorprenderla siempre, no importaba el tiempo que pasara, con sus ocurrencias y su forma de ver la vida, tan abierta y sin hipocresías. Le acomodó un poco mejor la cabeza para que no acabara con dolor de cuello, le echó su chal sobre los hombros y le acarició el pelo con cuidado para no despertarla. La mañana estaba fresca y al otro lado de la ventanilla del taxi amanecía otro increíble día.
Sólo quedaban dos noches caribeñas, y decidieron que si la última iba a ser de descanso, dado que al día siguiente madrugaban para tomar el avión, la penúltima se merecía volver a la discoteca en la que habían conocido a Jaime y a Andrés.
El ambiente era el mismo de la otra vez, la música, la cantidad de gente, los camareros sirviendo Sex on the beach con aquella habilidad insultante para localizar al cliente en la semioscuridad y traerle lo que pidió intacto.
Sara buscaba con la mirada a Andrés y hacia la mitad de la noche desistió en su intento. Ni estaba ni se le esperaba por allí. Se sintió decepcionada, le apetecía mucho volver a encontrarse con él, una vez más. Eva por su parte se subió a la barra de la pista a la primera ocasión, le divertía muchísimo y era posiblemente la última vez que podría hacerlo, en Madrid ni se le pasaría por la cabeza algo así.
Ambas bailaban y bebían sin parar. El licor era muy dulce, como un zumo de naranja extremadamente azucarado, y ya notaban sus efectos.
Sara se dejaba llevar por la música, cuando sintió a su espalda, siguiendo sus movimientos, el cuerpo de un hombre. Bailó así unos minutos, disfrutando la inconsciencia de no saber quién era el que detrás de ella pegaba su camiseta a su espalda y sus pantalones al vestido. Sólo le veía los musculosos y bronceados brazos sin apenas vello cuando le abrazaban por la cintura.
Fue él quien se giró y se puso delante de ella, pegando casi su nariz a la suya.
—Llevaba ya un rato mirándote —dijo—. Eres muy guapa. Me gustas.
A Sara también le gustaba. Bailaron muy pegados, casi abrazados y se dio cuenta de que debía de tener un cuerpo perfecto.
Vio a Eva bailar con un chico, mientras se besaban. Pensó que el abandono era eso. Dejarse ir como en un río, sin limitaciones impuestas, sin ataduras morales absurdas que sólo buscan coartar la libertad de las personas. Dos personas que se gustan, se buscan y se disfrutan, con afecto y en igualdad de condiciones. Y que con la misma libertad otro día se separan, o unos minutos después, y cada uno sigue el cauce de su propio meandro, hasta el mar, o hasta donde le apetezca, y con quien le apetezca.
El chico hablaba poco pero besaba muy bien. Se llamaba Carlos y era de allí, de Playa del Carmen.
Eva se había separado del chico con el que estaba y se acercó a ellos. Desde lejos Sara intuyó el peligro. Conocía esa mirada. La había visto otras veces, aparecía cuando había sobrepasado el límite de alcohol, el que marca la diferencia entre el «debo y no debo» y venía acompañada de un deseo incontrolable por la nueva pareja de una de sus amigas. Sara había bebido, mucho, pero no tanto como para no darse cuenta. Esto había causado algún leve roce en el pasado en el grupo. Una Eva hambrienta lanzando sugerentes miradas al afortunado, y la amiga hecha una furia. Al día siguiente se lamentaba de saber lo que había hecho, no se acordaba de nada de cómo habían pasado las cosas y todas la creían, porque la conocían bien, y era verdad. Ninguna podía reprocharle nada a Eva durante más de diez minutos seguidos.
Se presentó dándole dos lentos besos en las mejillas y deslizando su mano por el formado brazo. Carlos fue consciente de la situación y parecía no saber qué hacer. Parecía que por un lado no quería malinterpretar la situación, por otro miraba a Eva, que le hablaba mientras mantenía su mano en la muñeca de él, y a Sara que se iba alejando. Alargó el brazo para retenerla pero Sara se fue aún más lejos. Se había enfadado. Sabía que era el efecto del alcohol y del cansancio, que en cualquier otro momento la situación le hubiera dado risa, ya que el chico en realidad no le importaba, había muchos más, pero le había sentado mal y tenía que alejarse hasta que se le pasara. Ahora sí que debería aparecer Andrés. Ese sí sería un buen momento.
Eva se acercó a ella, con los ojos brillantes, y feliz.
—Qué guapo es tu chico —le dijo—. Me gusta mucho más que el mío.
—Pues quédatelo —replicó Sara.
Su tono sonó airado y se arrepintió enseguida.
—Pero no te enfades —seguía Eva, dulce, con los ojos apenados—. Si yo no quiero quedármelo. Podemos estar con él las dos...
Eva sentía correr por cada centímetro de su piel la excitante sensación de riesgo que le había llevado a hacer tantas locuras. No quería retenerla, quería gozar hasta el último segundo, aprovechar cada instante y cada placer que le ofreciera el destino. El corazón le latía alocado y vibraba por dentro. Su mente le repetía su lema: «Aquí y ahora, no hay mejor momento», «Aquí y ahora...».
Carlos había oído el último comentario, ya que se había unido a ellas y agarró a Sara por la cintura, a la que en ese momento le bullía la cabeza.
—No me hace gracia, Evita. Sabes que estas cosas no me van, y además que no le conocemos de nada —se defendía.
—Pero si no pasa nada —insistía ella— y sólo es si tú quieres, yo no quiero que te enfades. Pero piénsatelo un poco..., puede ser muy divertido.
Carlos atendía a la conversación como un convidado de piedra, pero sin perder detalle.
—Por favor, no te pongas celosa —le dijo Carlos a Sara—. Podría ser divertido, muy divertido...
Le chisporroteaban los ojos, que ahora se parecían a los de Eva. Se leía en ellos una idea fija, brillando como un neón. Las tenía a las dos agarradas por la cintura, sin querer soltarlas, por si alguna se le evaporaba de repente.
Eva seguía insistiendo. Deseaba hacerlo con todas sus fuerzas. El hervor erótico de lo desconocido seguía corriendo por sus venas, acelerándose.
—Nos vamos en dos días, Sara, es nuestra última oportunidad —le decía al oído—. Nadie va a enterarse de lo que pase. Y si no nos gusta nos vamos. Nuestra última oportunidad...
Sara se debatía consigo misma. Por un lado no le parecía bien, en realidad le daba miedo. Por otro lado era cierto, nunca había participado de una cosa así y aquellas circunstancias eran especiales, Eva tenía razón en que era la última oportunidad. Recuperó la sensación que le invadía apenas una hora antes, pensaba en cómo iba a echar de menos esa libertad y en que el abandono, para ser real, no debía controlarse.
Ya no estaba enfadada con Eva. Gracias a ella y a su desinhibición, si se atrevía a dar el último paso, podría vivir una nueva experiencia.
Dijo que sí, aún sin estar del todo convencida. Carlos les pidió que no se movieran de ahí, que tenía que avisar a sus amigos de que se iba y regresaba enseguida.
Ellas se quedaron en la pista y le vieron desaparecer a la carrera. Las dudas resurgían en Sara, que ya no quería beber más. Eva ya no tenía fin. Bailaba alegre, feliz, y hasta estaba dispuesta a irse con un francés que acababa de conocer. Sara tuvo que recordarle que estaban esperando a Carlos para hacer un trío.
—Ah, pero ¿no se había ido? —preguntó inocente.
Ya casi ni se acordaba de él. Había bebido demasiado.
A Sara le desarmaba su candor y su facilidad para eliminar los odiosos tabúes de su mente con un pequeño chasquido de los dedos.
Carlos tardó más tiempo en llegar del que esperaban y para entonces Sara ya había recordado que al día siguiente tenían la última excursión y que tenían que madrugar mucho. Se lo dijo a Carlos, que pareció desolado.
—No, pero un ratito —suplicaba—. Nos podemos ir ya, buscamos un hotel y estamos unas horas no más.
—Un rato solo, Sara —decía Eva— y mañana por la noche no salimos, para descansar. Venga, que nos vamos a arrepentir si no lo hacemos... ¡Si vamos a un hotel, no a su casa!
La sensación de miedo a lo desconocido renacía en Sara mientras avanzaban en el taxi. Carlos se sentó en el medio de las dos y colocó sus manos en las rodillas de ambas, acariciándolas. Parecía algo nervioso. Eva miraba a Sara y le hacía guiños, se lo estaba pasando en grande.
El recepcionista no daba crédito a lo que escuchaba. No era un hotel de citas como el otro en el que estuvieron, evidentemente. No podía entender que no quisieran una cama de matrimonio y otra individual, y no le pensaban dar explicaciones. Les dio las llaves con aprensión, como si estuviera delante de Satán y su cortejo.
Carlos estaba nervioso, excitadísimo y visiblemente empalmado desde hacía mucho tiempo. Las miraba sin poderse creer lo que veía, mientras ellas se desnudaban. Él se desnudó a su vez. Sí, tenía un cuerpo perfecto, y un pene largo y rígido como un bastón.
—No me puedo creer que me esté pasando esto —decía con un tono vibrante de emoción en su voz, mientras comenzaba a acariciarlas.
A Eva le apretaba los pechos con una mano, a Sara le metió la mano debajo del fino y corto vestido que aún llevaba puesto y le sobó la vulva, como un pulpo, fácilmente porque ya se había quitado las bragas. Apretó su pene contra su pubis sin dejar de amasar los pechos de Eva, de pellizcarle los rosados pezones. Soltó los pechos para levantar del todo el vestido de Sara y penetrarla de pie, de frente, tal como estaban. Sara gimió de placer sin poder contenerse. Con la mano derecha abierta le propinó un cachete en la nalga que la hizo pegarse aún más a él involuntariamente, mientras con la izquierda atrajo de nuevo a Eva hacia él y comenzó a besarla, mordiéndole los labios y la lengua. Aún dentro de Sara comenzó tocar a Eva por todas partes, a meterle los dedos en la boca y amasarle el culo.
En un movimiento salió de Sara, que aún un poco conmocionada por la situación se desnudó del todo y se tumbó boca abajo, excitada y con las piernas abiertas, a esperar acontecimientos. Ninguna de las dos se sentía incómoda por contemplarse desnudas. Al final no era tan diferente de verse en bikini.
Carlos las miró a las dos y le pidió a Eva que se tumbara sobre Sara, también boca abajo, en la misma postura. A las dos les pareció chocante y les dio la risa, pero dejaron de hacerlo cuando él, con la cabeza entre las piernas de las dos, comenzó a lamerlas. Primero a una, luego a la otra, sin parar, con una lengua punzante y golosa que subía y bajaba sin parar, y los dedos de él acariciando sus nalgas. Cuatro redondos montículos separados por dos valles húmedos y cálidos que no podía parar de chupar y de morder. Ellas gemían sin poder contenerse.
Le pidió a Eva que se diera la vuelta. Estaba excitadísimo y ellas también. Eva se colocó boca arriba en la cama y abrió las piernas.
—Quiero que metas mi verga en tu amiga —le dijo a Sara con un susurro.
Sara obedeció y sujetándole el pene lo dirigió al húmedo hueco de Eva, que reaccionó con un gemido profundo. El pene estaba muy duro y tenía el tamaño perfecto para llegar a todos sus rincones. Le produjo un placer inmediato tan gratificante que sólo quería que siguiera empujando dentro de ella de la misma forma. Él embestía con todas sus fuerzas, mientras Sara, todavía boca abajo, divertida, les miraba.
—Qué rico mamacita, ay no mames, qué rico. Y cómo te gusta mirar mientras cojo a tu amiga, ¿verdad? Te está gustando ¿verdad? Te está poniendo muy caliente ver cómo se lo hago...
El voyeurismo no era el principal vicio de Sara, pero le notó tan excitado que no le quiso desilusionar. Además, para ella tenía su gracia ver a Eva con el rostro contraído, la boca abierta, exhalando esos ah, ah, ah... tan profundos.
Salió de Eva y se tumbó en la cama. Ella comprendió enseguida y se subió sobre él, con los pies a ambos lados de sus caderas, como un hockey listo para emprender la carrera. Se sentó sobre su pubis, introduciéndose de nuevo el pene, y comenzó un movimiento rítmico arriba y abajo que a Carlos le arrancaba gritos de placer.
—Esto sí es calentar a un hombre —gemía—; tú sí sabes cómo calentar a un hombre...
Carlos terminó, dentro de Eva, en un orgasmo ronco y gutural, y la esperó, con el pene aún con la consistencia suficiente para que ella contrajera sus músculos rítmicamente alrededor del miembro, abrazándole entre las paredes de terciopelo de su vagina, moviendo un poco la pelvis para ir a su encuentro, hasta que se corrió, temblando. Carlos salió de ella lentamente, mientras ella se tumbaba, con los ojos cerrados y la sonrisa dibujada.
—Ahora tú —le dijo a Sara con la misma voz sensual— ¿Qué quieres que te haga? ¿Eh?
—Quiero que me folles —le ordenó Sara—.
Sara se dio la vuelta y abrió las piernas del todo, con las rodillas dobladas y los pies en las blancas sábanas, como ante el ginecólogo. Ahora se sentía bien. Sabía que ambas tenían el poder en aquella situación.
No tenía previsto trabajar en exceso, quería ser servida, ser follada adoptando una actitud pasiva. Era lo que le apetecía. Al tenerle arrodillado delante de ella pensó que podría ser como Mesalina, y en la misma postura dejar que fueran entrando los hombres, los soldados del César, a su cuarto para satisfacer su lujuria, la de ella, hasta que ella misma dijera ¡Basta!
—No mames, ay, no mames, no me lo puedo creer que me esté pasando esto... qué hermosa eres, qué mujer tan preciosa tengo delante, no me lo puedo creer...
A Sara le excitaba su cara de felicidad, su adoración. Estaba empapada de deseo.
—Tienes que dejarme descansar un poco, —le dijo— ahora te cojo, princesa.
Volvió a enterrar su cara en su pubis, abriéndolo con las manos. Eva, a su lado, se había quedado dormida. Sara se retorcía sin poder evitarlo. A la vez que chupaba y lamía como un loco le metía dos dedos, una y otra vez, provocándole unos espasmos en el interior de su cuerpo que se iban transformando en pura electricidad según salían de sus dedos y bajaban por sus piernas.
—Oh, qué bien lo haces, me gusta mucho cómo lo comes, me gusta muchísimo... —Se estaba volviendo loca de placer.
Carlos seguía en su tarea, con un entusiasmo contagioso y febril.
—Qué bien sabes, princesa, tú no te imaginas lo que tienes aquí abajo..., tienes el coño más rico que he probado nunca... qué suave y qué rico, mamacita...
—No aguanto más, por favor, cógeme ya —le suplicó, en éxtasis.
Su pene estaba de nuevo duro como pedernal, liso y recto como una ballesta, y la penetró de golpe, como había hecho antes con Eva. Y al igual que ella, Sara sintió una descarga al sentirle dentro, sin dar tregua ni un segundo, golpes y más golpes contra el fondo de su cuerpo, una y otra vez. Estaba a punto de tener un orgasmo cuando él suavizó los movimientos, ensartándola más lentamente pero siempre hasta el fondo. Sara gemía con cada movimiento en el que entraba o salía, y le oía repetir «ay qué rico, ay no mames, ay no me lo puedo creer...» como una letanía.
—Me estoy enamorando de ti, princesa —le susurró al oído— dime que te quedarás conmigo, que follaremos siempre así, que me vas a esperar en la casa así, abierta de piernas para mí, para que te coma y te coja, todos los días de mi vida...
«Hasta que la muerte nos separe», pensó Sara con guasa, pero no dijo nada. Estaba muy ocupada en sentir su vagina arder y las contracciones que la sacudían involuntariamente. Era un placer delicioso.
Eva se había despertado y los miraba, con los ojos entornados. Carlos salió de Sara y se abalanzó sobre Eva.
—Eh, qué pronto se te pasó el amor —se rio Sara con sorna.
—Te follé mucho rato, niña, no te me quejes. No puedo dejar a esta hembrita aquí, tan solita, con tantas ganas de macho. Mírala toda mojadita, mírala...
Y ensartó a Eva suavemente mientras hablaba. Ellas se miraban y se sonreían. Sara fue consciente de que Carlos no se había cambiado el preservativo en todo el tiempo. La amistad es lo que tiene, pensó, se comparte todo...
Eva no podía pensar en nada práctico. Aún le duraba la modorra del sueño y no era plenamente consciente de lo que estaba pasando hasta que le sintió de nuevo dentro de ella, entrando y saliendo de su cuerpo, tirándole del pelo y besándole la cara. Era maravilloso.
Carlos alargaba la mano y le dejaba a Sara los dedos en la boca, para que se los chupara. Ella, indolente, lo hacía, recreándose, imaginándose cómo lo haría con un pene. No lo iba a hacer con el suyo, no quería. Los dedos estaban bien y a él también le gustaba. Suficiente.
Le sacó los dedos de la boca y los dirigió a su clítoris. Dejó de moverse dentro de Eva, y se concentró en darle placer a Sara moviendo las yemas en círculos, sintiendo cómo la humedecía, observando sus gestos de placer. Besó a Eva en la boca, con pasión, y salió de su cuerpo.
—Quiero otro poco de este plato tan rico —dijo entre las piernas de Sara—. Ay, mamacita, tú no sabes lo que tienes aquí abajo...
Lamió el clítoris con la punta de la lengua, despacito. Luego en círculos, como con los dedos.
—Date la vuelta, princesa. Quiero gozar de este culito precioso, hace mucho que no lo veo.
Sara se giró y se puso boca abajo, con las piernas bien abiertas y bajó su almohada hasta su pubis, para que él no se perdiera nada del show. Carlos le recorría las nalgas con una mano.
Se giró hacia Eva y la agarró un pecho, mirándolo embobado. Le encantaba hacerle eso, Eva lo tenía claro. Colocó su mano derecha sobre la mano de él, ayudándole a apretar, a sentir más su calor. Con la otra le agarró los testículos, acariciándoselos.
—Yo me como a tu amiga y tú me comes a mí, ¿eh? ¿Te gustaría? —no podía de dejar de mirarlas alternativamente, aún no se creía su buena suerte.
—Claro que quiero —respondió Eva mimosa, besándole en los labios—. Me apetece mucho...
Y se colocó sobre sus manos y sus rodillas entre las piernas de él, le quitó el preservativo y sin darle tiempo a ponerse otro, se introdujo la punta del pene en la boca. Le gustaba de verdad. Aún guardaba el sabor a plástico, pero la cabeza estaba limpia, sedosa, muy comestible.
Entre gemidos, Carlos se inclinó sobre el trasero de Sara y comenzó a lamer la abertura, de arriba abajo, todos sus orificios, con toda la lengua, con todos los dientes, succionando su clítoris con la nariz enterrada dentro de ella.
—Méteme un dedo —le pidió ella.
Él obedeció, temblando por los espasmos que le producía la succión de Eva en su pene.
—Méteme dos dedos —seguía Sara— ... ahora tres... cuatro... ya, ya... ah, ya...
Eva no quería que Carlos se corriese en su boca y dejase a medias la diversión de su amiga, así que se retiró a observar.
—Aún no me lo creo —repetía Carlos— tengo aquí para mí la Inocencia y la Malicia... Tú eres la Inocencia —decía acariciando las nalgas de Sara— Tú, la Malicia —Y le paseaba la mano a Eva por el vientre.
Se abalanzó entonces sobre Sara, penetrándole la vulva que antes penetraba con los dedos. La postura, con el culo en pompa, hacía que el pene llegase tan adentro que hacía lo posible por ahogar los gritos de placer que le producía. El la agarraba del pelo, sin tirar pero con decisión, y le mordía el cuello. Le excitaba su pasividad, su dejarse hacer cualquier cosa. Salió de su vulva y abrió de nuevo las nalgas, muy abiertas. La estaba gozando con la vista. Ella esperaba que volviese a lamerla pero en lugar de eso, sin previo aviso, la penetró por detrás, por el ano, sujetándole los brazos contra la cama. Sara vio el preservativo y fue consciente de que no se había puesto otro. Miró a Eva, que les observaba como despertando de la noche de alcohol, desde el otro lado de la cama.
—Sin preservativo, no, —le dijo.
E intentó zafarse de él moviéndose. Pero lejos de alejarle, con sus movimientos el pene entró en ella completamente, provocándole un inmenso placer. No quería admitirlo, pero estaba gozando. Consiguió soltar los brazos e intentó apartarle de su cuerpo empujándole las caderas pero él le sujetó los brazos desde atrás, por las muñecas y extrañamente en silencio, para lo parlanchín que había estado toda la noche.
—Un poquito más, mamacita —le murmuró al oído—, déjame gozarte este culito un poquito más. No sabes cómo es, princesa, si tú supieras cómo es, si tú supieras... —Y seguía empujando, cada vez más rápido.
—Acabaré gritando como no dejes de cogerme el culo —le amenazó— me estás follando sin permiso, le dijo en un susurro al oído y ahogando un gemido de puro éxtasis.
Salió de ella lentamente con un suspiro y sin ver culminado su deseo, acariciando con la punta de sus dedos la abertura entera y recogiendo almíbar de la vulva, que manaba.
La suave voz de Eva les sacó de sus pensamientos.
—Sara, son las siete. El autobús de la excursión sale en hora y media.
Carlos no se quería creer que ya se iban. Les suplicó, su pene erecto como en el primer minuto parecía suplicar también, pero tenían que irse. Le pidió a Sara sus bragas usadas pero ella se negó. Le gustaba mucho ese conjunto y suponía que sus bragas acabarían en una basura dos días después.
Las acompañó al taxi, y les dijo que había sido la mejor noche de su vida. Era un chico adorable. Le despidieron con un beso en los labios las dos, ante la incrédula mirada de los pocos viandantes que circulaban por ahí en ese momento.
—Madre mía, Eva... —dijo Sara, sonriendo y poniendo los ojos en blanco, aún sin creer del todo lo que había terminado pasando.
—Me ha gustado mucho... —dijo Eva—. ¿No crees que cuando ha salido en la discoteca a despedir a sus amigos puede ser que haya ido a buscar viagra?...
La risa les duró hasta que llegaron al hotel y se metieron en las duchas, relajadas y felices.
La excursión había sido un plan perfecto de mañana de snorkel, tortugas y delfines en mar abierto. Habían decidido pasar la última noche en el hotel, no creían que sus cuerpos pudieran aguantar más diversiones.
Disfrutaban de su última tarde en el Caribe, tumbadas en la playa de plata de su hotel de cinco estrellas, con los pies descalzos jugando con la arena y escuchando el mar.
Eva se incorporó un poco apoyándose en un codo y se levantó el sombrero tejano de paja en el que ponía México para mirar a su amiga perezosamente, que llevaba un rato en silencio.
—¿En qué piensas?
Sara esbozó una media sonrisa burlona bajo el sombrero idéntico al de ella que le cubría la mitad de la cara.
—Pues... estaba pensando en una mujer que me dijo una vez hace tiempo que era feliz cada día que vivía, porque tenía la seguridad de que nunca volvería a ser tan joven como lo era en ese momento...
—Una mujer sabia, sí. Yo opino exactamente lo mismo, ya lo sabes.
—Pienso que estamos ya a pocas horas de volver a casa... —continuó despacio.
—¡Ajá!
—Pienso en ese vídeo tuyo con Jaime y, sobre todo, pienso en Andrés.
—Ya veo...
—Y pienso que, no sé, tal vez sería buena idea volver a salir esta noche, ¿no te parece? —Sara se levantó el sombrero para verle la cara a su amiga y giró la suya risueña hacia ella. Sonreía pícara.
—Ya dormiremos en el avión. Me parece bien.
Eva se recostó otra vez, tumbándose cara al sol. Volvió a tapar sus ojos con el sombrero.
—Podemos llamar a Andrés y a Jaime y si les apetece volvemos al hotel del espejo en la pared.
Las dos rieron. Sara volvió a mirar hacia delante y a taparse media cara con el sombrero.
—Aunque creo —siguió Sara en tono suave— que les podríamos proponer esta vez alquilar una sola habitación para los cuatro... ¿Cómo lo ves?...
Eva la sentía reírse en silencio y suspiró, agradeciendo ese instante, el sol, la arena, la amistad, la vida...
Un velo de agua del mar les acarició los pies. El viento caprichoso refrescó por unos segundos sus cuerpos.
—Me parece perfecto, Sara. Carpe diem, baby... Carpe diem.