Sara y la extraña aventura cubana

EL socio mayoritario del despacho de abogados al que entró a trabajar Sara aquel invierno había decidido, en uno de esos arrebatos místicos que tienen los que lo saben todo en la vida, que Fidel Castro estaba a punto de entregar su alma a la Parca, por lo que un mercado como el cubano no podía quedar sin explotar. Se suponía que el paraíso de las reformas, de la democracia y del mercado libre irrumpiría en la isla a ritmo de salsa en unos pocos meses, por lo que era necesario estar bien situados. Un despacho abierto y funcionando, bien conectado con Europa, sería sin duda irrenunciable para todos aquellos habitantes de Miami que esperaban agazapados el momento de volver a la isla, a invertir.

Sara sospechaba que esos conocimientos eran parte de los adquiridos entre las sábanas de las muchas jineteras que su nuevo jefe había conocido en sus múltiples viajes de reconocimiento a La Habana. Nada era un secreto en aquellas oficinas, ya que era un mundo enteramente masculino, y tanto los socios como los abogados, se explayaban largamente durante las horas de la comida en contar sus batallas sexuales extramaritales. Cómo eran sin ropa esta o aquella, lo que hacían la una o la otra, y lo muy satisfechas que quedaban, en la totalidad de los casos.

Sara se reía de ellos para adentro y no hacía muchos comentarios, para no volver la máquina lujuriosa de los comentarios malintencionados de sus compañeros contra ella.

Se le encargó entonces la tarea de pasar una semana en La Habana, observando los avances de la nueva sede abierta allí hacía menos de un mes por una colega, comprobando cuáles eran sus necesidades y haciendo cuantas visitas de cortesía fueran precisas. Y para aprovechar el viaje, pidió una semana más, de vacaciones, para poder disfrutar de la isla todo lo que pudiera. Un sueño hecho realidad, en otras palabras.

Las referencias que había recibido desde el mismo momento en que su nombre sonó para realizar ese viaje no podían ser peores. Todo el mundo le advertía y le hacía bromas sobre los cubanos y su fama, sobre lo que haría o dejaría de hacer allí, y sobre las muchas aventuras que sin duda le esperaban. Oyó ejemplos que le pusieron los pelos de punta, contados por hombres (siempre le había ocurrido al amigo de un amigo) y no quiso creer la mitad de ellos. También le dejaron libros, algunos de un tal Pedro Juan Gutiérrez que le impactaron mucho, sobre todo, Trilogía sucia de La Habana, y Animal tropical, y esperaba que nada de todo aquello fuera verdad.

Como a cualquier europeo, la palabra Caribe le traía toda clase de imágenes idílicas sobre palmeras, mojitos, y arenas blancas. Cuba para los españoles evocaba aún mucho más, una especie de Jerusalén soñada, cuya pérdida dejó hundida la autoconfianza del país durante siglos, como la de una hermosa mujer madura a quien su esposo abandona por una... cheerleader.

En el aeropuerto José Martí esperaba a Sara un guía, contratado expresamente para ayudarla en los primeros días, enseñarle la oficina recién inaugurada y facilitarle en lo posible todos los trámites necesarios. Se llamaba Ezequiel y era un hombre atractivo, de rasgos blancos pero piel canela, que lucía una impecable camisa de cuadritos rojos y una gorra de pescador con la que Sara volvería a verle en cada ocasión.

Avanzaron hacia la ciudad en el coche más destartalado en el que Sara había subido jamás. Le faltaba todo el recubrimiento interior de las puertas, las ventanillas estaban atascadas ya que les faltaba la manivela, y los asientos de cuero rojo estaban tan desgastados que en algunos puntos se veían los muelles y Sara temió romperse la falda.

El Malecón le pareció un lugar increíblemente hermoso, con el mar a la izquierda y la fila de edificios medio ruinosos a su derecha, que debieron ser tan imponentes cuando se construyeron, tan señoriales. A muchos de ellos les faltaban las ventanas, y en otros se secaban al aire las ropas de los vecinos. Algunos tenían livianas columnas, que hacían parecer al edificio bailarinas en punta temiendo mojarse los pies.

El taxista llevaba la música de salsa atronando la avenida y era casi imposible entenderse. Que la ventana no pudiera cerrarse comenzó a ser un suplicio cuando se acercaron aún más al centro, ya que el humo que desprendían los tubos de escape de los coches era denso, negrísimo, y el olor a petróleo puro se introducía hasta los pulmones, bien adentro.

La nueva oficina estaba situada en el paseo de Martí, junto a la plaza llamada Parque Central. El edificio era de color azul. El Hotel Inglaterra, estaba muy cerca. Sara no pudo evitar fijarse en los grupos de chicos que deambulaban por allí, casi todos ellos negros o mulatos y evidentemente sin nada mejor que hacer. Le parecieron muy atractivos. Se la quedaban mirando y estaba segura de que si no se le acercaban a decirle algo era por la mera presencia de Ezequiel a su lado, a quien sólo le faltaba echarle el brazo por los hombros, por lo paternalista y protector que se mostraba con ella.

La oficina era un lugar espacioso, pintado de blanco inmaculado, y decorada con plantas y viejos cuadros al óleo de batallas navales. Al fondo, sentada ante una mesa de despacho y rodeada de papeles, estaba la abogada a la que había ido a conocer, Yamileth. Se levantó con una sonrisa en los labios y se acercó a darle un cariñoso beso en la mejilla. Era una mujer joven, alta, delgada y muy bonita, con un precioso pelo rizado negrísimo y la piel morena clara.

Congeniaron enseguida. Ezequiel quedó en llegar más tarde, para llevar a Sara de vuelta a su hotel. Mientras Yamileth charlaba sobre los muchos expedientes que les estaban llegando para adquirir viviendas, ya que se suponía que en breve el Gobierno iba a permitir la compraventa de casas entre particulares, Sara se asomó a una de las ventanas que daban al Parque. Quería volver a ver, discretamente, a uno de los chicos mulatos que estaba en uno de los grupos que había visto antes y que le había gustado especialmente. Le observó durante unos segundos, admirando lo que se adivinaba: un cuerpo perfecto dentro de unos abultados vaqueros y una camiseta blanca, cuando de repente él levantó la vista y la miró. Sara dio un respingo porque no se lo esperaba. Se miraron durante un instante y el chico sonrió e hizo ademán con un brazo en su dirección, diciéndole que bajara.

Se apartó de la ventana, confusa y un poco alterada. «Ni que me hubiera olido», pensó, e intentó reconectarse a la conversación sobre legislación inmobiliaria en la que Yamileth estaba enfrascada, mientras agitaba expedientes, pero su mente bajaba constantemente las escaleras del edificio a encontrarse con el muchacho.

Estuvieron más de una hora viendo documentos, casos concretos, hipótesis varias sobre cómo sortear tal inseguridad jurídica o tal otra. Sara empezaba a pensar que ser abogado en ese país en el que sólo mandaba una persona, requería la astucia de un zorro y mucha suerte.

Cuando salieron a la calle rumbo al restaurante ya no estaba el chico. Sara suspiró aliviada, no le había parecido que tuviese ni veinte años, y no quería ser partícipe nada más llegar de una de esas historias que había escuchado tantas veces antes de emprender el viaje.

Yamileth ya había demostrado ser una excelente conversadora. Durante la cena le contó detalles de su vida, como que había vuelto a trabajar a La Habana después de darle muchas, muchísimas vueltas. Su marido, suizo, se había negado al principio, pero lamentablemente para él, su empresa aceptó sin problemas trasladarle a las oficinas del golfo de México, con lo que cada viernes después de comer llegaba a su hogar habanero, hasta la noche del domingo siguiente.

A ella, que había vivido en La Habana hasta los ocho años, le atraían sin poder evitarlo los recuerdos emborronados y dulces de la infancia, la ensoñación de unas calles en las que todo eran juegos y malanga. No habían pasado ni tres meses desde su llegada, y ya se había arrepentido, le confesó.

Ahora no le quedaba otra que aguantar, al menos un año, hasta que el despacho empezase a hacerse un nombre.

—Éramos muy pobres, —le contó entre bocado y bocado—. No he apreciado realmente la diferencia hasta que he vuelto. Mi padre nos había abandonado hacía muchos años, y mi madre era jefa de pediatría en aquel hospital.

Y señaló con el dedo un lugar que debía hallarse quizás no muy lejos, atravesando las paredes del restaurante, las callejas, los edificios oscuros... La mente de Sara ya deambulaba por las calles, y volvió a su sitio al comprobar que Yamileth continuaba hablando.

—El sueldo de mi madre no alcanzaba para nada, así que de vez en cuando se iba a jinetear al Malecón.

Lo dijo con la misma naturalidad con la que hubiese dicho que de vez en cuando salía a comprar un kilo de tomates, por lo que Sara intentó mantener la misma cara con la que había oído el resto de la conversación. No podía imaginarse esa escena en su casa, con una madre doctora, saliendo por la puerta a cazar algún turista con el que acostarse por dinero.

—Pero tuvo suerte, y un día se enamoró de un suizo, un buen hombre.

«Se enamoró el suizo de ella», pensó Sara, pero no dijo nada. ¿Y qué buscaba él en el Malecón, en cualquier caso?

—Y el suizo se la llevó a Ginebra. A ella y a sus hijas, claro, a mi hermana y a mí. Ha sido un buen padre para nosotras...

Yamileth se quedó callada unos segundos. Sara no se atrevía a hacer ningún comentario, ni ninguna pregunta, no quería por nada del mundo ofender a su nueva amiga. Y además, ¿quién era ella para juzgar a nadie?

—Mucho cuidado con los hombres de aquí —dijo de repente, sonriendo.

—Ah, bueno... serán como el resto, supongo.

—Ah, no, no, yo sé lo que me digo. Yo sólo te aviso, mi amor. —Yamileth sonreía de nuevo—. Que luego no me vengas con lamentos, ¿eh? Además, son muy machistas. Y te la pegan con la primera que se les cruza por la calle. Yo, mira, con un cubano... ¡ni muerta!

Era viernes y Yamileth y Sara se despidieron hasta el lunes siguiente. Esa noche Sara apenas pudo dormir. El jet lag siempre le había afectado mucho, y cualquier cambio en los ritmos del sueño le dejaba los ojos abiertos durante horas. Era una suerte haber planeado el viaje de aquella manera. De esa forma, tenía todo el fin de semana por delante para adaptarse al cambio horario y a la nueva ciudad.

Consiguió dormirse al final, por lo que despertó muy tarde, y con una exultante sensación de felicidad. Era consciente ahora de lo mucho que necesitaba unas vacaciones, y aquel viaje lo era, en realidad. No iba a tener derecho casi a días libres reales en el despacho al ser nueva, por lo que debía aprovechar esos días todo lo que pudiera.

Llamó con su móvil a Ezequiel para avisarle de que ya estaba lista para comenzar la visita a la ciudad y este le citó en la plaza de la Catedral, que no estaba lejos de su hotel.

Le sobraba tiempo, por lo que paseaba lentamente por las calles, disfrutándolo todo. Hacía calor, y se había puesto un vestido ligero, que le resaltaba la figura y con el que se sentía muy bien. Todos los hombres que pasaban a su lado, solos o en grupo, tenían algún piropo para ella. Oyó decenas de veces «¡Linda!», «¡Belleza!» y hasta un «¡Pero qué cosas más bonitas hace España!» de un señor muy anciano que le enterneció. Le resultaba agradable escucharlo.

Ezequiel llegó puntual, con su gorra de pescador a la cabeza. Fue un guía excelente, divertido y ameno.

La música sonaba, o mejor dicho, taladraba, cada calle de La Habana Vieja. Recorrieron el Paseo del Prado, la calle Obispo, con sus edificios renovados, tan limpios como acabados de hacer. Parecía que en cualquier momento saldría por una de aquellas puertas un caballero del siglo XVII, atusándose el bigote.

—Y aquí se acabó el sueño —exclamó Ezequiel al llegar junto al Capitolio.

Efectivamente, en ese punto se debió de acabar el dinero, o la ayuda extranjera a la recuperación de la ciudad, porque de repente la postal se transformaba en un edificio al borde del derrumbe.

La sensación que le producía La Habana a Sara era la de una ciudad paralizada en dos épocas de su historia: el colonialismo y los años cincuenta. Como si se hubieran realizado dos instantáneas simultáneas, que pendiesen del cielo colgadas como ropa de tender, y por las que la gente deambulaba, bullanguera y ajada. La fotografía colonial lucía más viva, más alegre, como retocada y pintada a mano. La otra se desmoronaba y perdía pedazos. Los edificios de mediados del siglo XX, los cochazos americanos azules y rojos, pasaban por el giroscopio una y otra vez, cada vez más oxidados, a cada vuelta más decrépitos.

El Capitolio y su cúpula se erguían impresionantes y orgullosos alrededor de la pobreza, tan evidente. A Sara le venía a la cabeza la canción aquella... «¿Quién me ha robado el mes de abril? ¿Cómo pudo sucederme a mí?».

Visitaron varios lugares, todos ellos los típicos visitados por turistas, pero cuya parada es obligada, como La Bodeguita del Medio.

—«¡La bodeguita del miedo», la llamamos nosotros, por lo cara que es! —rio Ezequiel.

Allí buscaron un huequito en el que Sara pudiera, cómo no, estampar su firma. El local tenía un extraño aspecto grafitero, con tantos litros de tinta emborronando las paredes, que no le acababa de convencer.

No paraban de beber y picar algo en todos los locales por los que pasaban y siempre, invariablemente, pagaba Sara la cuenta, por grande o pequeña que fuera. La llevó a un restaurante, elegante y refinado. «Caro», pensó Sara y tras ayudarla a acomodarse en la mesa, se retiró. Ella entendía que las reglas del juego eran: «O pagas tú, o yo no como». Sara se sentía extrañamente avergonzada por su situación de privilegiada, avergonzada por su dinero. Le hizo sentar con ella. Pidieron langosta.

—¿Y tú siempre has trabajado para la Oficina del historiador?

—Sí, siempre. Entré hace quince años, tuve muchísima suerte.

—Pero tú tienes una carrera, ¿no?

Sara tenía en la mente la vieja idea que se vendía en Europa, sobre que en Cuba realmente estudiaba todo el mundo, y que la ciudad era un hervidero de abogados, médicos y físicos nucleares, aunque condujesen un taxi.

—Si te refieres a qué estudié, soy enfermero.

—Ah... ¿Y está mejor pagado este trabajo tuyo que la enfermería?

Ezequiel cambió el semblante. Sara ya empezaba a ser consciente de cómo se les cambiaba a los cubanos la expresión cuando hablaban de su realidad, de algo que no fuese salsa o ron.

—¿Sabes lo que gana un médico, o un abogado, un ingeniero, aquí en Cuba? 21 CUC. Diecisiete euros de los de ustedes.

—Madre mía... Pero la cartilla de los alimentos básicos al menos cubre lo más importante, la alimentación del mes, y como el resto de servicios son gratis...

—La ración de la cartilla me la como yo en menos de una semana y ¿qué servicios...? ¿De qué te sirve tener un hospital si la mitad de los días no tiene ni corriente eléctrica, ni agua, ni medicamentos? ¿Y para qué quieres una carrera si después del esfuerzo no puedes alimentar a tus hijos?...

—¿Y aquí la gente entonces de qué vive?

—Bueno, no es fácil..., cada uno, de lo que puede. De cambiar o vender cosas, de lo que te dan los turistas... Aquí todo el mundo lo pasa mal.

—¿Y con respecto al... jineteo? —No sabía muy bien cómo abordar el tema—. La gente aquí no lo considera prostitución ¿no?

Ezequiel se encogió de hombros y miró al infinito.

—Cada uno intenta sobrevivir como puede. Yo respeto las decisiones de todo el mundo. Si no tienes con qué alimentar a tu familia haces lo que puedes para salir adelante.

—Yo no juzgo. Aquí la gente va inventando, y cuando lo necesitan salen a buscar un turista. Así es la vida acá.

No lo decía con amargura, ni con el tono despavorido con el que la gente habla sobre la crisis en Europa. Hablaba con la cadencia de quien vive eso como una circunstancia diaria, como cuando los abuelos de Sara hablaban sobre la miseria y el hambre, y las cosas horribles que vivieron durante la guerra civil española, y que a ella tanto le asombraba cuando era pequeña. De hecho, no sabía qué era lo que más le desazonaba de esas historias, hasta que un día se dio cuenta de que era esa forma de relatar el horror como algo cotidiano.

—¿Estás casado? —le preguntó.

Sara no quería tanto cambiar de conversación como simplemente curiosear. Se aprende mucho de las vidas de los otros.

—No, qué va.

—Ah, ¿y tienes novia? —Le empezaba a parecer que el muchacho, rodeado de turistas todo el día, era un partidazo para cualquier cubana.

—Sí, tengo tres.

Sara se hizo la mujer de mundo y sólo generó un ¡Ajá! a su comentario. Podía entender la situación. Al menos en su parte teórica. Sin conocer de nada a los cuatro personajes implicados en la trama, Sara tendía, aunque se avergonzaba de pensar así, a no considerar a priori como amor a ninguna de las tres historias que Ezequiel tuviera, sino más bien al hecho de que un tipo con posibilidades económicas mantuviera, suponía que en el sentido literal de la palabra, a tres mujeres sin recursos. Tampoco entendía que la palabra «novia» pudiese aplicarse nada menos que a tres personas a la vez. Amiga con derecho a roce, follamiga, amante... El amplio elenco de relaciones sociales o antisociales en las que la vida de Sara y sus amigas se movía, ofrecía calificativos para casi cualquier tipo de relación, y todos mucho menos formales que el noviazgo.

Ezequiel quiso enseñarle algo de la vida nocturna habanera, y le dijo que la Casa de la Música de La Habana Vieja podía ser un buen lugar para ello. Acudieron a la primera sesión. Sara ya había asumido que pagar las entradas también corría de su cuenta. El local era grande y oscuro como la boca de un lobo. Un grupo de salsa tocaba en directo, y la gente se agitaba frenética, cantando todas las canciones. Sara estaba impresionada por la sensualidad de todos los que bailaban. Las mujeres, vestidas todas con diminutos y ceñidísimos conjuntos movían los pechos y las caderas al compás de la música. Una de las parejas le impresionó especialmente. Muy oscuros de piel, altísimos y esbeltos, ambos de una belleza excepcional. Pero lo que hacía que Sara no pudiera dejar de mirarles era la forma en la que se comían con los ojos, mientras bailaban tan pegados como si estuvieran ya dentro el uno del otro. Le pareció la imagen del amor como ella lo concebía: apasionado y lujurioso. Pocas veces había visto un deseo así ardiendo en público. El local entero emanaba sexo.

Ezequiel seguía tan protector o incluso más aún.

—No hables con nadie, le dijo. Y mucho cuidado con el bolso.

Sara se había negado a separarse de él en la entrada. A ella el comentario no podía sino hacerle gracia.

Se sentaron en una de las mesas cerca del escenario. Sara compró una botella de ron y se entretuvieron bebiendo y riendo, mientras escuchaban al segundo grupo que había salido a actuar, una mezcla de salsa y hip-hop bastante interesante, liderados por una mujer a la que el público parecía adorar.

Ezequiel la dejó sola un momento, lo justo para acercarse al baño, instante que aprovechó un chico de los muchos que andaban por allí para sentarse a su lado.

—Hola. ¿Eres española? ¿Te importa que me siente?

Le dijo que se llamaba Yoel y la invitó a bailar con él.

En el escenario el grupo tocaba ahora salsa.

Yoel era un gran bailarín. Sara aprovechaba las vueltas que daba para fijarse en él. No era muy alto, pero tenía un buen cuerpo, delgado y musculoso. La piel muy morena, mulato oscuro, y el pelo con rastas. Vestía bien, demasiado ceñido, como todo el mundo por allí. Le pareció atractivo, aunque no guapo, pero tenía una bonita sonrisa. Era feliz bailando, eso saltaba a la vista. Ella se dejaba llevar y se movía siguiéndole.

La canción cambió a lenta, una bachata, y de repente, estaban bailando tan pegados que notaba cada músculo de él incrustado en su cuerpo. Con el brazo que rodeaba las caderas la apretaba aún más contra su entrepierna. Si el objetivo era que Sara notase lo grande que tenía el pene, lo consiguió enseguida. La situación le divertía. De repente la besó. Un beso suave y «de inspección» al principio, más decidido después, al verse correspondido. Sara nunca había besado a un hombre negro. Le gustó mucho. Sólo recordaba unos labios tan mullidos y tan llenos, como almohadas, si se remontaba a unos años atrás, a Stefan, en Holanda. Estaba disfrutando besándole y acariciando su estrecha cadera, mientras él le inspeccionaba el culo con la mano libre.

Se separó un momento para respirar. La música debía de haber cambiado otra vez hacía rato. El alcohol llevaba mucho rato surtiendo su efecto, y Sara se sentía embriagada, en muchos sentidos. Miró a su derecha, y se sorprendió al ver a su lado, como a un metro, a la muchacha negra espectacular que había llamado su atención al entrar al local, la que bailaba con su novio de aquella forma tan apasionada. Ahora, tenía literalmente contra una pared a un tipo blanco, a todas luces centroeuropeo, y borracho. Ella le mantenía contra la pared mientras movía su pelvis a un ritmo vertiginoso contra los pantalones de él, que la miraba alucinado. En sus ojos brillaba un punto estúpido de incredulidad, y otro que parecía algo como miedo. En los de ella no brillaba nada, le miraban fríamente y ni siquiera sonreía, mientras ejecutaba sus movimientos.

—¿Te gusta cómo bailan? —le preguntó Yoel.

—Eso no es bailar, eso es follar.

Yoel se partía de risa, pero a Sara se le comenzó a atascar el ron en la boca del estómago e intentó aclarar su mente. Comenzaba a entrarle al corazón un fino hilo de algo espeso y gelatinoso parecido a la tristeza.

Se le habían quitado las ganas de bailar. Volvieron a la mesa y allí estaba Ezequiel, del que Sara hasta se había olvidado. Muy serio, ni siquiera la miró cuando se sentó a su lado. Le respondía a los comentarios cortésmente pero enseguida volvía la cara y miraba al escenario, o a los bailarines. Esto contribuía al malestar de Sara. Yoel de cualquier forma no dejaba que la atención de ella se distrajese mucho. Le hablaba constantemente e incluso le movió la silla, de forma que quedaron frente a frente, con las rodillas juntas. Parecía un tipo agradable y dulce. La cantante del grupo y todo el público en ese momento tronaban a coro el estribillo de lo que parecía ser su último hit: «¡Se puso culo, se puso tetas, y ya no hay quien se la meta!».

La canción tenía su gracia y Sara se relajó un poco. Yoel comenzó a tocarle las piernas, se las acariciaba con las manos abiertas y ella le dejaba hacer, hasta que comenzaron a avanzar hacia dentro del vestido, en dirección a su pubis, directamente. Sara le frenó en seco. Un morreo en público podía ser aceptable, pero no iba a permitir que le metiera mano allí mismo, y mucho menos con el nudo del estómago creciendo de la forma en que lo hacía.

—Vale, vale, —exclamó él—. Es tu cuerpo, tú sabrás lo que quieres hacer con él.

De repente, ya no parecía tan dulce como antes. Debía de estar acostumbrado a sobar a cualquiera en cualquier parte.

Sara aprovechó que Yoel se había ido a comprarle un chicle para abordar a Ezequiel, que seguía sin mirarla ni dirigirle la palabra.

—¿Qué te pasa? ¿Te parece mal que esté hablando con este chico?

Le pareció que andarse con rodeos no venía a cuento a esas alturas.

—Mira...-Se notaba que le costaba decir finamente lo que de verdad pensaba. —Yo no me meto en la vida de nadie, ni en la forma en que nadie se la busca por aquí, pero de esto te tengo que avisar, Sara..., ese chico y sus amigos se pasan las noches en este local, buscando turistas a las que sacar el dinero.

—Ya, ya me lo imagino, yo ya sé...

—No, ya tú no sabes nada. —Estaba realmente serio, enfadado y preocupado—. Ustedes los extranjeros se creen que saben, pero no tienen ni idea de dónde se están metiendo. No te dejes enredar, porque vas a arrepentirte, por favor, créeme. Estos chicos roban a las mujeres con las que se van. No te he dicho nada cuando te he visto dar dinero por la calle, entiendo la necesidad de la gente, y cada uno busca su vida como puede, pero esto es diferente. ¡Esto no!

Yoel volvió con el chicle. Efectivamente, se vendían de uno en uno. A Sara todo le sorprendía cada vez más. Ya no tenía humor para seguir allí. La noche había dejado de ser divertida y de repente se encontraba rodeada de hombres que se miraban con odio. Cerca de la puerta de salida, el muchacho negro cuya novia calentaba al europeo borracho al otro lado del local, sacaba a bailar a una escandinava bajita y más fea que un dolor, mientras le acariciaba el escaso pelo rubio.

En la calle todo se complicó rápidamente. Aunque Yoel estaba claramente enfadado no se despegaba de ella.

—Vente conmigo, le decía. Si quieres vamos a tu hotel, o te vienes a mi casa, o seguimos por otro lado la fiesta.

Ezequiel no pudo más y estalló. Aunque había intentado mantenerse al margen en todo momento, se encaró directamente con el chico, al que empezaron a unírsele sus amigos, que se agrupaban a su espalda.

—¡Déjala en paz!, ¡Búscate otra Yuma y deja a esta!

—¿Ya qué tú estás buscando? —Se encaraba el otro— ¡Ella ya es mayorcita para saber lo que hace!

Se estaban midiendo. Como en la lucha senegalesa, mientras ambos contrincantes se calculan y se dan manotazos, pero sin entrar a pelear. En la calle se empezó a montar un remolino de gente, que acudía por los gritos que ambos se estaban dando.

Yoel se volvió hacia Sara.

—Dame tu número de teléfono —dijo de repente.

Sara estaba aturdida, empezó a dárselo.

Ezequiel calló. Tiró la toalla. Debió de pensar que era inútil buscarse un lío por alguien tan inconsciente y desapareció. Se perdió entre la gente que los había rodeado y Sara nunca volvió a verle.

—Te llamo esta noche. Te llamo mañana —le insistía Yoel mientras ella iba subiendo al taxi al que había parado.

Sara se alejó. Aún no sabía muy bien qué había pasado. Sólo se repetía a sí misma por enésima vez lo malo que era el alcohol y que no volvería a beber tanto.

El domingo siguiente amaneció resacosa, pero ligera y feliz. Sólo el recuerdo de Ezequiel le turbaba, le dolía que se hubiese disgustado con ella, después de intentar ayudarla.

Pasó el día en Trinidad, un pueblo intacto de la época colonial, colorido y soleado. La sensación de tiempo detenido era más fuerte que en la propia Habana. También allí todo el mundo la abordaba por la calle, y también todas las conversaciones terminaban con un «¿Me puede dar un bolígrafo?» o un «Deme cualquier cosa de uso que tenga en el hotel». La necesidad de la población era tan palpable como si fuese un ente con vida propia. No vio desnutrición, casi todo el mundo parecía al menos alimentado, sobre todo los niños, guapos y felices. Sara suponía que su necesidad era de todo lo siguiente al alimento. Por la tarde había música en la plaza. Yoel le envió un sms, algo sobre lo mucho que quería besarla y estar con ella. Le respondió diciendo que estaba de viaje, que no volvería hasta el jueves. No era verdad, pero no tenía ganas de verle.

La semana transcurrió tranquila. La Habana la tenía enamorada. No había ni un rincón que le desagradase. Intentaba imaginársela cuando era una ciudad rica, muchísimo más que España, cuando aquellos Cadillacs y aquellos Buics acababan de llegar desde los Estados Unidos. No era difícil imaginar que la isla se hubiera convertido en el prostíbulo de los vecinos del norte, como había oído contar. Qué fácil debía de ser para aquellos mafiosos de los años veinte y treinta acudir allí a blanquear su dinero, a disfrutar del juego, del alcohol y del sexo sin límites. Qué pena que la Revolución se hubiera convertido en toda la miseria que estaba dejando hundir la isla entera. Animal Farm, conocida en español como Rebelión en la granja, de George Orwell, llevada a la triste realidad.

Llegó el jueves y recibió otro sms de Yoel, preguntándole cuándo llegaba. No se había olvidado de él, y el mal cuerpo que le dejó la noche en que se conocieron se había diluido en su mente. Además, de los cientos de hombres, la mayoría jovencísimos, que la abordaban en cada calle, en cada esquina, tampoco hubo ninguno que le gustase especialmente. No le contó nada a Yamileth. Había decidido quedar a cenar con él. Le llamó por teléfono y quedaron en la plaza de la Catedral.

Intentaron entrar en un restaurante. El camarero, sin dejar de mirar a Yoel, les impidió el paso firmemente. «Estamos cerrando», les dijo. Sara miraba a los grupos de extranjeros que ante sus narices se sentaban en las mesas dispuestas para la cena en aquel mismo momento.

Yoel no la dejó empezar a discutir con él. Dijo: «Vámonos».

—No nos han dejado entrar porque vas conmigo —dijo Yoel.

Sara no entendía nada.

»Hasta hace muy poco, ni siquiera podíamos acceder a los hoteles. Prohibido el paso si eres cubano. Tratado igual que un perro en tu propio país.

Fueron a un paladar cubano que él conocía, uno de los mininegocios recién consentidos. Estaba en un primer piso, en lo que era en realidad el salón-comedor de una vivienda familiar. Las dueñas eran dos amigas suyas, ruidosas y chillonas. Yoel pidió langosta y Sara, pollo.

»Aquí lo peor es la falta de libertad —le decía Yoel con ojos tristes—. Lo ocurrido en el restaurante le había avergonzado. —Yo te cogería de la mano al andar por ahí, pero si me ve la policía me meten preso. Los cubanos no podemos hablar con los turistas, ni andar con ellos por la calle..., somos unos apestados para este gobierno. Aquí todo es para el Yuma.

»Esto es otro mundo —prosiguió—. Esto no es que sea el segundo mundo, o el tercer mundo. Esto es Cuba, un manicomio en el medio del mar del que todos queremos salir como sea, y ya.

Terminaron la cena, Sara pagó y salieron a la calle. Yoel se mostraba cariñoso y tierno y su expresión era a veces la de un niño. Caminaba sin dejar de mirar a los lados, a su espalda. Unas veces andaba a su lado, otras un par de metros por delante de ella.

—Es por si nos están siguiendo —le dijo— y por las cámaras.

Yamileth ya le había explicado que el objetivo de la fotografía que le habían hecho en el puesto policial de la entrada del aeropuerto era tenerla controlada en todo momento, y que la ciudad estaba llena de sofisticadas cámaras, que controlaban cada movimiento de la población y de los turistas. Una cárcel de enormes dimensiones.

—Esto es para volverse loco —dijo Sara.

—Así andamos todos por acá —suspiró él—. Vamos a mi casa.

A Sara la idea la sedujo absolutamente. Por un lado, se moría de curiosidad por conocer cómo podía ser el lugar en el que vivía. Por otro, llevaba semanas sin echar un polvo, y Yoel le gustaba.

El edificio era como todos los de alrededor en La Habana Vieja. La fachada imponente y desconchada. La escalera no tenía un solo escalón entero. La barandilla desaparecía a tramos, y cables de la luz pendían por todas partes. Era un tipo de corrala, en la que se habían construido decenas de mini-apartamentos interiores, sin ventanas a la calle. Lo que debió ser un señorial piso de techos altos se había dividido ahora en cien partes, y aprovechado para construir dos alturas. Abajo la entrada, cocina, baño..., todo. Por unas estrechísimas escaleras casi de mano, se subía al dormitorio. Habría unos diez metros para habitar. La parte de arriba la ocupaban casi en su totalidad la cama y un armario.

Yoel tomó la iniciativa y comenzó a besarla. Ella se soltó el vestido, que él recogió antes de que cayera al suelo, y lo dejó en una silla. Ya estaba completamente desnuda y, mientras él le recorría el cuerpo con las manos, ella le desabotonaba la ceñida camisa. No tenía pelo en el pecho, y su piel era lisa y firme, sin un miligramo de grasa. Se entretuvo en acariciarle el pene por encima de los pantalones, y luego dentro de ellos, hasta que se lo sacó y lo sostuvo entre las manos. Era enorme, largo y ancho, duro como una piedra. En unos segundos había sacado un preservativo de un cajón y se lo había colocado. Visto y no visto. La empujó sobre la cama y le abrió las piernas, para lamer entre ellas, justo en la entrada de la vagina, que estaba húmeda y latiendo enloquecida.

Lamió unos minutos, la punta de la lengua entrando y saliendo de su abertura sin cesar. Sara gemía mientras enredaba el pelo trenzado en pequeñas rastas entre sus dedos.

La tomó de las caderas y la giró, de forma que quedó apoyada en sus manos y sus rodillas, abierta del todo. La sujetó por las caderas y la penetró sin contemplaciones, haciéndola gritar. El pene de él era tan grande que la llenaba por completo. Golpeaba en el fondo de ella en cada empujón. Se movió hacia delante y hacia atrás, y con la mano derecha le soltó un manotazo en la nalga que le cortó la respiración, por lo inesperado. «Ha debido de oírse por toda La Habana», pensó Sara mientras gozaba.

Yoel salió de ella, igual de bruscamente, y la giró de nuevo, colocándola con la espalda en el catre. Agarró su enorme miembro y con la cabeza le dio varios golpes en el clítoris. Sara se estaba volviendo loca, y no quería más que ser penetrada otra vez. Volvió a entrar en ella, chocando constantemente contra todas sus paredes. Se sorprendió cuando ella no le dejó que le doblara las piernas. Le hubiera dicho: «Si me doblas las piernas vas a conseguir que se me salga por la boca», pero no estaba para bromas, no podía parar de gritar, todos los nervios de su vagina estaban siendo frotados, amasados a la vez.

—¡Los vecinos! —susurró él.

Y le tapó la boca con la mano, mientras seguía empujando sin piedad. Este gesto aún la excitó más.

No llegó a tener un orgasmo, pero cuando él se corrió dentro de ella Sara estaba suficientemente cansada como para esperar a que se recuperara, y seguir.

Se separó bruscamente, igual que lo había hecho todo hasta entonces, y se tumbó a su lado, sin tocarla, manteniendo las distancias.

—Perdona que no te pueda ofrecer algo mejor que esta casa —dijo de repente, muy serio— pero alguien como yo, que no tiene dinero, no tiene otra cosa que dar.

El comentario no venía a cuento en ese instante, y Sara estaba más que asombrada, mientras intentaba regular su respiración.

»La gente como yo tiene que hacer lo que sea para sobrevivir.

A Sara le invadió el frío por dentro.

—Me haces sentir como si me estuviese aprovechando de ti —acertó a decir.

—Ah, pues yo no he dicho nada para que tú pienses eso...

Y cerró los ojos, apoyando la cabeza en los brazos, cruzados por debajo.

Era lo más surrealista que le había pasado en la vida. No podía moverse. No sabía qué hacer. Él o se durmió o lo fingió, pero cuando habían pasado unos treinta minutos que a Sara le parecieron treinta horas le tocó el brazo y le dijo:

—Oye, me tengo que ir, que mañana trabajo.

Y comenzó a buscar a tientas su ropa. Fue más consciente que antes de la pobreza que le rodeaba, hasta que reparó en que en el suelo, estaban perfectamente colocados al menos una decena de zapatillas de deporte y zapatos de marca, todos carísimos.

—Me gustan mucho los zapatos, —dijo Yoel—. También me gustan los perfumes. Son las dos cosas que más me gusta que me regalen.

Sara necesitaba salir de allí. Con urgencia.

En la calle volvió a ser el chico dulce que había sido durante la cena. La cogió de la mano.

—Se supone que no nos pueden ver de la mano. —El tono de Sara sonó irritado—. Tú puedes acabar en la cárcel, ¿o no?

Él se encogió de hombros.

—Ya me da igual. He estado tantas veces..., a la próxima me meterán allá y tirarán la llave.

Caminaban por las calles oscuras, casi sin iluminar.

—¿Qué puedo darte que te ayude? —le preguntó Sara.

—¿A mí? Cualquier cosa, lo que sea que me dieras me ayudará seguro.

—Pues quedamos mañana, si quieres. Tengo medicinas en el hotel, y también jabones, cosas así.

—¿Y yo? —Él se giró a mirarla ¿Qué te puedo dar yo a cambio? Yo no tengo nada que ofrecerte.

—No sé, tu compañía, supongo. —Sara respondió sin pensar y se arrepintió al instante, por si se había ofendido y por lo que había ocurrido un rato antes en la habitación.

Yoel sonrió con tristeza.

—Además, continuó ella, la vida cambia. Nunca se sabe lo que puede pasar. Es hoy por ti, y mañana por mí. Algún día tú podrás devolverme el favor.

—Ojalá —suspiró él—. Si consiguiera salir de aquí, te juro que lo haría.

Y siguieron caminando en silencio.

—¿No te ha gustado, verdad? —dijo Yoel al llegar a la puerta del hotel. ¿Es eso, no? No te ha gustado...

A Sara le volvió a la cabeza el sentimiento de que era el profesional el que le hablaba. Le prometió que quedarían al día siguiente. Quería darle las cosas que tenía en la habitación. Se sentía en deuda.

El lunes por la tarde quedaron y al paquete que había preparado le añadió 50 CUC, cuarenta euros, el alquiler mensual de su habitación, casi el sueldo de un médico de un par de meses.

Tomaron algo en la terraza de la plaza de la Catedral porque él dijo que no había comido nada. Yoel se mostraba dulce y cariñoso. Le había dado las gracias al recibir el paquete y lo había hecho desaparecer en el bolso que llevaba consigo, sin abrirlo, y mirando por encima de su hombro. Parecía que se estaban pasando cocaína, en lugar de paracetamol.

—Se lo enviaré todo a mi mamá, en Guantánamo —le había dicho— todo el dinero y todas las medicinas.

Yoel le habló de su familia, de su pobreza extrema. De su madre y sus hermanas, en la provincia más oriental de Cuba, y en la que no había nada.

—Aquello es como Haití, —le dijo.

Le enseñó fotos, parecía zona de guerra. A Sara se le encogía el corazón.

Luego pasearon por la ciudad, fueron al Malecón, a ver la puesta de sol, que hasta ahora no había visto. Le pareció un espectáculo increíble, el sol se enterraba en el horizonte, enorme y ardiente, y todos los ojos le seguían, ojos cubanos y extranjeros, en respetuoso silencio. En el mismo punto al que se dirigían las balsas, o lo que echaran a flotar rumbo a los Estados Unidos.

Fueron a cenar de nuevo a un paladar. Sara le hubiera dejado con cualquier excusa, pero no se sentía bien ni para eso. Llevaba todo el día indispuesta y con el estómago revuelto. Aunque había intentado no beber agua que no fuera embotellada, se empezaba a temer que algún microbio traidor hubiera conseguido colarse en su organismo.

—Esta noche no podemos ir a mi casa —dijo Yoel de repente—. Le he dicho a una amiga que le alquilamos una habitación en su casa.

Aunque se había jurado a sí misma no volver a caer, no pudo evitar que el deseo le pudiera. Además, Yoel se había comportado durante toda la tarde como el muchacho encantador y a veces melancólico que casi siempre era y sus palabras de la noche anterior le empezaban a parecer a Sara sólo un mal sueño. Quizás le había malinterpretado.

Subieron a la casa, que en contra de lo que Sara esperaba, no estaba vacía. La amiga de Yoel y su marido estaban en la sala, viendo un programa en la televisión, a todo volumen. Ambos eran mulatos y muy entrados en carnes, y estaban mínimamente vestidos, tirados cada uno en un sofá. Ella se levantó pesadamente y les acompañó a la habitación, que estaba recién pintada, cada pared de un color, y no tenía más mobiliario que la cama. Les cobraría 10 CUC por toda la noche, dijo. Por supuesto, sin registro de ninguna clase. Yoel se rozaba contra los muslos de Sara mientras la mujer hablaba y les contaba lo estupenda que era la habitación por tener el baño al lado. Sara notaba su erección que se clavaba en la piel y con la mano le tocaba por encima del pantalón, apretando su pene con fuerza.

El ventilador del techo funcionaba y hacía un ruido constante. Sara llevaba un vestido largo hasta los pies, con los hombros al aire porque el escote era palabra de honor, por lo que Yoel no tuvo más que deslizar el vestido hasta el suelo y meter la mano dentro de sus bragas para comprobar que estaba húmeda y destilando almíbar desde hacía un rato.

La mantenía abrazada de pie y mientras la besaba le introducía los dedos por la vagina, suavemente. Esta vez la besaba con calor, succionando sus labios y lamiéndolos con su lengua, mientras los dedos seguían su trabajo, hasta que comenzaron a bajarle la ropa interior.

Sara temblaba entera, de deseo y de lo que empezaba a temer que fuese fiebre. Yoel le había quitado el sujetador y le mordía los pezones, mientras sujetaba las nalgas de ella con ambas manos y le dejaba desabrochar sus vaqueros. Sara era lenta, porque mientras desabrochaba botones de la bragueta, hacía a sus dedos jugar con el trozo de pene que quedaba expuesto. Era tan grande que no estaba del todo cubierto por el calzoncillo, y toda la cabeza y un buen trozo de él quedaba fuera, como asomándose a un balcón, y Sara se agachó para besarlo y lamerlo. Le hubiera gustado continuar, pero empezó a ser consciente de que probablemente estaba algo enferma de verdad, y de que su estómago no admitiría tamaña cena.

Yoel la tumbó en la cama, sin dejar de besarla y de acariciar sus pechos con las manos. Ella jugaba con su pene, lo apretaba con violencia en toda su largura, con las dos manos, y frotaba su glande en círculos con las puntas de los dedos pulgares, para sentir cómo salían gotas de humedad y lo dejaban brillante, como de mármol.

La giró, igual que la vez anterior, y con las rodillas la obligó a abrir las piernas. Bien abiertas. Empezó a penetrarla despacio, con su pene enorme, y a Sara le arrancaba gritos de placer. Embestía despacio pero sin dar tregua, una y otra vez, cada vez más profundo, más adentro, hasta que otra vez chocaba con el fondo como un ariete intentando derribar las puertas de la fortaleza. Empujaba con fuerza y en ese momento los espasmos provocaron en Sara un grito profundo que no pudo contener. Cuando se movía hacia atrás, deslizando su pene hacia fuera de su vagina pero sin llegar a salir le hacía gemir sin poder evitarlo.

—Dios mío... —murmuró Sara.

—¿Te gusta? ¿Sí te gusta, verdad?... pues es para ti si tú la quieres, toda para ti...

Y embestía con más fuerza entonces, Sara pensaba que se iba a desmayar.

—¿Qué me falta para ser tu esposo? —dijo él de repente, susurrándole al oído.

—¿Cómo?... —Sara no podía creerse el comentario. Decidió tomarlo a broma—. Pues, para empezar, envejecer diez años de golpe.

Pensó que contestando lo obvio lo demás sería evidente. Él seguía dentro de ella, moviéndose ahora despacio.

—¿Entonces no vas a casarte conmigo? ¿No te gusto? La besó en la sofocada mejilla y salió, con cuidado.

—Pues claro que me gustas —Parecía que tendría que acostumbrarse a este tipo de abruptos cambios de guion—. Pero no nos conocemos de nada, y..., te aseguro que una boda no está en mis planes en absoluto.

En ese momento sonó el teléfono. Yoel contestó y mientras hablaba comenzó a vestirse. Le dijo que tenía que irse, así sin más, que ahora volvía. Le dio un beso en los labios y se fue.

Sara se quedó sola en la habitación, siendo ahora consciente de los sonidos de la casa, del ruido de la televisión en el salón, y de la estridencia del ventilador. Cada vez sentía más frío. Sólo había una sábana, blanca y delgadísima de tanto uso y se enrolló en ella para protegerse del implacable artefacto del techo. Empezó a temblar y a sudar. Se enrolló hasta la cabeza, como un gusanito a la espera de convertirse en mariposa. Un gusanito europeo y confuso, abandonado en una cama cubana.

Yoel volvió pasado un rato. Ella sólo se descubrió los ojos para mirarle cómo llegaba, jovial, y comenzaba a desnudarse deprisa, diciendo: «Hola, amor, ya volví», y nada más. Sara estaba muy cansada como para pedir explicaciones.

La desenvolvió del todo, como el que abre un regalo, y su pene se levantó de inmediato, parecía que acompañaba a su amo en demostrar su contento. Yoel sonrió alegremente y se lanzó sobre ella a penetrarla. En cuanto tocó su piel soltó un respingo.

—Pero mi amor, ¡tú estás enferma! ¡Tú tienes fiebre!

Sara temblaba de la cabeza a los pies y su deseo se había esfumado. Yoel seguía encima y seguía excitado, por lo que ella le abrió del todo las piernas y él entró en ella. Con dificultad porque ya no estaba húmeda. Había dejado de sudar al quitarse la sábana, pero su malestar crecía sin cesar.

Sara fue consciente de lo cierto que era que el sexo está situado en el cerebro. Como su pasión se había esfumado y su vagina no respondía lubricándose, lo que un rato antes era una tortura de placer, se convirtió en una tortura real. Mientras sentía ese pene tan enorme y durísimo taladrando sus entrañas sintió mucha lástima por las prostitutas, por quienes tuvieran que hacer aquello sin deseo alguno ni reacción positiva de su cuerpo. No podía dejarle continuar, estaba apunto de llorar de dolor.

Le apartó suavemente y le pidió que lo dejara. Conversaron un rato, él la trataba con mimo, la acariciaba con los dedos suavemente, su excitación no bajaba. Hablaron sobre sus vidas, Yoel le contó sobre amigos suyos, que habían conseguido salir de la isla casándose con una extranjera. Unos andaban por Estados Unidos, otros por Italia, o por Noruega. De amor no hablaba, aquellas mujeres no eran más que pasaportes.

Yoel le decía que ya la quería, que se estaba enamorando de ella. Sara no le creía y le sonreía mientras notaba cómo su fiebre volvía de nuevo. También comenzó a notar cómo su estómago y sus vísceras se revolucionaban, y ya no podía pensar más que estar en su habitación, en su baño, con sus toallitas refrescantes y sus tisúes. Le dijo que se quería marchar y volver a su habitación. Él parecía dolido porque le dejaba otra vez al principio de la noche, pero la acompañó hasta el hotel y se perdió en la oscuridad, literalmente, tras darle un beso.

Ese fin de semana comenzaban sus vacaciones y a Sara le horrorizaba la idea de que se le pudieran estropear por una enfermedad gástrica. No se encontraba perfectamente, pero aun así decidió seguir adelante con sus planes. Y en ellos estaba Yoel, parecía que tanto si quería como si no, y Sara se dejaba llevar. Caminar con él por las calles de La Habana Vieja era no poder dar ni un paso sin parar a hablar con alguien. Parecía conocerle todo perro o gato que se moviera por allí.

Su personalidad la tenía fascinada. Pasaba en cuestión de segundos del trato dulce y amoroso a la ira más explosiva. Sus celos alcanzaban el grado de la patología. Se permitía el lujo de volverse a mirar a todas las mujeres guapas con las que se cruzaban, sobre todo a las cubanas cuando llevaban shorts tan ceñidos que les marcaban hasta el último centímetro de piel de sus altivos traseros, pero si Sara miraba a algún hombre disimuladamente, él estallaba en un acceso de rabia y orgullo herido incontrolado. También cuando alguno se insinuaba a ella y no se había dado cuenta de que él andaba por allí. Podría llegar a la agresión física hacia cualquier tipo que se le aproximase a Sara a menos de tres metros, estaba segura de eso, y no le hacía ninguna gracia.

Ella disfrutaba del sexo con él, aunque menos de lo que había disfrutado con otros hombres. En realidad, en muchas ocasiones, mientras lo hacían, pensaba en David.

Le preguntó varias veces si tenía novia. Siempre lo negó, rotundamente.

—A las cubanas te las templas en una escalera y ya está. Yo con una cubana, ni muerto. Tú eres mi novia, yo no quiero a nadie más que a ti.

Le recordaba al comentario de Yamileth. Sara intentaba explicarle que eso no era cierto, que ellos no eran novios, ni nada parecido. Que no iba a casarse con él, que no estaba enamorada, y que sólo quería ser su amiga, que si no estaba de acuerdo que se podían despedir ya, que no había problema, que mantendrían el contacto de amistad igual. Él se enfadaba, se iba, volvía. La semana trascurría tormentosa.

A ella le gustaba especialmente verle dormir. Durante la siesta, admiraba su cuerpo, de piel suave y brillante, y le daban ganas de lamerlo de arriba abajo. Lo hacía en cuanto se despertaba. Era un hombre activo, pero también le gustaba que fuese ella quien subiese sobre él. Ella se clavaba su pene dentro, con ansia, y se movía en círculos, cada vez más rápido, más rápido, sintiendo su erección permanente dentro, notando cómo las descargas eléctricas de su vagina se transmitían por todo su cuerpo y él murmuraba: «Sigue así, mami, sigue así, dame tu lechita, mami».

Sólo una vez la penetró por detrás. Pero fue en un momento en que todo su cuerpo estaba ya esponjoso y húmedo, todos los poros abiertos y manando deseo. Entró muy despacio, para no dañarla, ella temiendo que la delicada piel se resintiera por el tamaño de su miembro. Pero no fue así, sino placentero, suave, con la misma sensación de ocupación total que sentía cuando la penetraba por la vagina. Era maravilloso que te introdujeran un pene tan grande, no se cansaba nunca de tenerle dentro.

Sara le tenía mucho cariño, y también lástima. Era consciente de que el engaño y la mentira eran parte de la vida del muchacho, que fingía constantemente y que inventaba historias, que actuaba ante ella, ante la gente de la calle y ante sí mismo.

Una mañana estaban en la cama, habían estado acariciándose, preparándose para comenzar de nuevo, cuando sonó el teléfono. Al ver quién era pegó un salto y contestó de inmediato. Mientras salía de la habitación, para hablar en la sala, Sara le oyó decir: «¡Pues claro que tengo muchas ganas de verte! Pero ya sabes que no puedo». No quiso oír el resto de la conversación aunque hubiera podido. Permaneció echada en la cama, mirando al techo. Sí oyó el final, cuando él se despidió con un «...sí, y yo también. Un beso mi amor». Aún tardó un par de minutos en entrar en la habitación. Sara seguía mirando al techo.

Se tumbó en silencio.

—¿Por qué no me dijiste que tenías novia? Te lo pregunté mil veces —le dijo ella al fin.

Su tono no era enfadado. Se sentía más bien cansada, y toda aquella situación le resultaba absurda.

—¡No es mi novia! ¡Aquí llamamos «mi amor» a todo el mundo! Es sólo una amiga... el esposo le botó de la casa, y ahora tiene problemas...

«La pilló contigo en la cama», le hubiera gustado decirle, pero se cayó.

Se había estropeado el momento de pasión. Sara le estudiaba, no podía realmente comprender cómo alguien era capaz de mantener una mentira tan estoicamente. Seguía insistiendo en su amor por ella, pese a todo.

Le enseñaba la isla, y todos los rincones a los que los turistas no pueden acceder. Sólo por eso Sara ya sentía que merecía la pena continuar con él.

Yoel le presentó a una mujer fascinante. Su madrina Ofelia. Era santera, y Sara enseguida empatizó con ella, y con el resto de la familia. Estaba casada con un hombre treinta años más joven, alegre y bebedor. Un artista del óleo y la madera. Ella era bella y delicada y tenía un porte noble y orgulloso. Leyó el futuro de Sara. Le dijo que un espíritu de su familia la acompañaba constantemente, que por eso no podía encontrar un hombre para ella como se merecía. Sara no podía más que estar de acuerdo.

También, una de aquellas tardes, asistió como testigo privilegiado a un ritual sagrado para la santería. Ofelia y su hijo, el babalá, iniciaron a Yoel en la santería, tomando la mano de Orula. No era un ritual para turistas, era auténtico, y Sara estaba loca de emoción.

El día anterior no debían tener sexo y a Sara no le importó. La suma de mentiras, de pretendidos engaños y triple vida de Yoel la tenía ya harta, cada vez le apetecía menos estar con él. La ceremonia tenía lugar en dos días diferentes. Se consideraba muy afortunada por estar asistiendo a ella, y escuchaba atenta sin entender ni una palabra de la retahíla de bendiciones en yoruba que murmuraba el babalá, a veces Sara de espaldas por ser mujer.

El segundo día del ritual era ya el penúltimo de Sara en La Habana. A las ocho de la mañana Yoel, le anunció que se iba. Tenía que pasar por la oficina de correo electrónico, y tenía que ser en ese momento. A Sara no se le escapó que lo que tenía que hacer era escribir a una extranjera como ella, a la que llevaba desatendiendo demasiado tiempo. Intentó hablar con él, pero se negó en redondo.

—Mi vida no se para por una semana que tú estés aquí. Quédate en casa mirando la tele, no salgas a la calle. A las doce nos vemos en la casa de Ofelia.

Sara le miró de arriba abajo y ni le respondió.

A las ocho y media Sara estaba ya en la calle, libre y feliz. «Mi vida no se para por una semana que esté aquí», le hubiera gritado a la cara en ese momento.

Caminó sin rumbo, disfrutando de todos los olores y de los sonidos de las calles. Respondía con sonrisas y poco más a los chicos y no tan chicos que la abordaban constantemente. Se había puesto un vestido blanco semitransparente que se había comprado en Ibiza, que se levantaba constantemente porque no paraba de soplar el viento.

Entró en una librería. Quería comprar un libro de cuentos eróticos que había visto hacía unos días y que ahora no encontraba. Al entrar, observó que había un hombre de espaldas frente a una estantería de libros de Derecho. El hombre consultó algo a la dependienta, y ambos le dieron la espalda. Sara no pudo evitar darse cuenta de que al fondo estaba abierta una puerta que daba a un almacén. Se adentró fascinada, había montañas de libros antiguos apilados por los suelos y de repente a su espalda sonaron claramente las voces de ambos gritando: «¡No!».

—Disculpe, por favor —le dijo la chica con simpatía—. Ahí no puede entrar.

El hombre seguía ahí también, mirándola con una sonrisa. Debía de tener su edad más o menos, y le gustó la forma en la que vestía, tan normal, tan diferente a Yoel. También le gustó su cara, parecía una persona franca, y le encontró muy atractivo. Entre ambos le aconsejaron a una poetisa cubana, pero no se decidió por ningún libro en concreto, por lo que se despidió y abandonó la tienda.

No había andado ni diez metros en la calle cuando sintió un golpecito en el hombro. Era él, que había salido tras sus pasos.

—Sólo quería decirte que esa es la librería más cara de toda la ciudad. Si tú quieres te puedo recomendar alguna otra donde puedes encontrar algo mejor.

Sara le sonrió. Le gustaba. Comenzaron a hablar. Parecía increíble que tuvieran tantas cosas en común. Hablaron y hablaron sin cesar. Se llamaba Guillermo y era arquitecto. Trabajaba para un ministerio, para el Gobierno, pero era un apasionado del Derecho, por eso estaba hojeando aquellos libros. Hablaba cinco idiomas y sabía mucho sobre historia, sobre arte, sobre un montón de cosas. Guillermo la invitó a tomar un café. Siguieron hablando y hablando sin cesar, le parecía casi increíble haber encontrado a alguien tan afín en aquel lugar y de aquella forma. Sara se dio cuenta de la hora que era. Las once y cuarto, y había quedado a las doce.

—No puedes irte sin ver algo que te va a encantar. Desde la azotea de mi oficina se puede admirar la vista más increíble de toda La Habana.

Sara le siguió, iban rápido porque el tiempo pasaba veloz. Guillermo tenía razón, debía de ser uno de los edificios más altos del centro de la ciudad, y la vista era demoledora. Se extendía ante sus ojos la sábana inmensa de tejados habaneros, sus terrazas corroídas, sus ropas al sol. Ella hacía fotografías con su cámara mientras él le señalaba los puntos más interesantes que admirar.

En uno de los momentos él se acercó a Sara, hasta rozar con el lado derecho de su cuerpo el izquierdo de ella, y le rodeó la cintura con la mano, dejándola ahí reposar unos segundos. El vestido era de tela tan fina, que sintió el calor de su mano bajando por su cadera, enroscándose por su cuerpo como una serpiente voluptuosa y lenta. No se movió. No quería darle la sensación de que rechazaba su contacto. Nada más lejos de la realidad. Le había estado observando todo el tiempo y su deseo por él había ido creciendo sin cesar.

Guillermo retiró la mano, había llegado la hora de irse, no podía demorarlo más. La escalera de subida a la azotea del edificio era muy estrecha, de caracol. Él bajo los primeros escalones sujetándole la mano, para que no se cayera porque estaba un poco oscuro. En la mitad del recorrido, en el diminuto descansillo se volvió hacia ella, subió el peldaño que los separaba y la besó. Se pegó contra su cuerpo mientras le devoraba la boca. Sara se aferraba a sus brazos, que eran musculosos y fuertes, le arañaba la espalda por encima de la camisa con gestos desesperados, sintiendo cómo él pegaba el pene a sus muslos. Le deseaba con locura. Notaba cómo se humedecía, cómo su vulva ardía en llamas. Guillermo tenía las manos en sus nalgas, por debajo de la falda. Se las apretaba con fuerza, se las separaba, de forma que la humedad recorría ya toda su abertura.

Le levantó el vestido del todo, casi hasta el cuello, de forma que la totalidad de su cuerpo quedaba expuesto. Le amasó los pechos, apartando el sujetador hacia los lados, de forma que sus senos quedaban muy juntos, y él podía morder un pezón y luego el otro, casi sin mover la cabeza. Sara intentaba no hacer ruido, sólo un piso más abajo comenzaban las oficinas, y se tragaba sus gemidos, exhalando aire, con la nuca clavada en la rugosa pared. Quería colaborar, corresponder con caricias, pero él era un atacante, decidía qué amasaba, qué mordía, qué penetraba con los dedos.

Con una mano se desabrochó los pantalones, hábil y rápido, y buscó de nuevo el clítoris, tras bajarle las bragas, que se deslizaron al suelo. Ella quería agarrarle el pene, sentir de qué estaba hecho y cómo era, pero la inmovilizó los brazos, separándoselos y sujetándolos por las muñecas con sus manos. Sara abrió las piernas. Levantó una de ellas para dejarle sitio, para que no encontrase ningún impedimento. Notaba su pene contra sus muslos, luego contra su abertura, como un animal ciego, como un lobo furioso en persecución de una presa, rebuscando con el morro húmedo, descubriendo una madriguera por la que fluía un agua dulce, que impregnaba el espacio del olor del deseo del conejito de ser encontrado y devorado. Sara sentía que el pene tenía vida propia, por eso él, que lo conocía, le dejaba ir, como si hubiera soltado al perro, y mientras él sólo sujetaba al enemigo, le mordía los labios, le chupaba la lengua. Y así entró en ella, la cabeza despacio, enorme y suave, localizando el objetivo. Luego todo el pene de golpe, en un ataque despiadado. Sara se volvía loca de placer. Necesitaba gritar y no podía, se oían a lo lejos las conversaciones de los compañeros de Guillermo. Enterraba su boca en el hombro de él, que había vuelto a subir el pequeño escalón que los separaba. Le soltó las manos, y volvió a sujetarle las nalgas, abriéndolas, empujándola contra la pared una y otra vez, clavándola en ella. Sara tuvo un orgasmo tan fuerte que temió que fuera a caerse, no poder sostenerse más tiempo en pie. Él quiso levantarle la otra pierna para que le abrazara con ambas las caderas pero ella no le dejó. Salió de ella un momento y de su vulva manó un agua cálida que aún les enardeció más y que empapó el glande y el pene, aún hambriento.

Volvió a penetrarla, con urgencia, mientras murmuraba en su oído: «Dios mío, me has vuelto loco, me has vuelto loco» sin dejar de golpear en su interior. Sara sintió cómo se estremecía, cómo la apretaba contra la pared en un último empuje, mientras la abrazaba tan fuerte como si la fuera a partir. Gimió dentro de su oído y para Sara fue como sentir otro orgasmo con su aliento, en la raíz del pelo, en el cuello, bajando por sus pechos hasta tocarle a él.

Siguieron así, abrazados y unidos unos minutos más, recuperando el ritmo de la respiración. Guillermo se separó unos centímetros para besarle los ojos, las mejillas, para aspirar su cabello. Salió de ella muy lentamente. Mientras recomponían su ropa, se besaron suavemente. Sara le ayudó a limpiarse con las toallitas húmedas que ahora llevaba siempre en el bolso. Le limpió el pene con cariño, despidiéndose de él, los muslos que tenía empapados, y él la limpió a ella. Pasó la toallita perfumada con dulzura por todo su sexo, limpiando los labios, la yema de algún dedo comprobando que el resultado era el deseado.

Sara se obligó a mirar el reloj. La una. Y ni siquiera sabía dónde estaba, o cómo llegar a su cita. Sin decirse una palabra comprobaron que la ropa estaba en su sitio, el pelo colocado, y terminaron de bajar las escaleras. Atravesaron los pasillos, los despachos, en silencio, Sara con los ojos bajos porque temía que todo el mundo se lo notase en la cara. Ya en la calle se sonrieron.

—Esta noche actúa el Ballet Nacional de Cuba. Vente conmigo, yo te invito. Sé que te va a encantar.

—No puedo, Guillermo. Ya te he contado que estoy medio viviendo estos días con este chico, ¿cómo le voy a decir de repente que no paso con él la última noche? Yo no tengo valor para eso. Además, es muy celoso, no quiero que me monte un espectáculo el último día —Sara parecía entristecida y lo estaba. Mucho.

Guillermo la acercó a la calle donde vivía Ofelia. Se cambiaron los teléfonos, las direcciones de e-mail y se despidieron con un beso en la comisura de los labios.

En la puerta de la casa encontró a Yoel, que estaba preocupado.

—Pero ¿dónde has estado? Te dije a las doce, ¡es más de la una!

—Lo siento, me perdí. Cuando me quise dar cuenta estaba muy lejos y no había forma de encontrar la casa. Todas me parecían iguales.

—Ah... —Yoel dudó un instante—. Se perdió —le dijo con alivio al resto de la familia, que andaba por la sala, y por el patio.

El primer día la había presentado como su novia, para la sorpresa de Sara, que no quiso dejarle en mal lugar en ese momento. Todos parecían realmente aliviados, especialmente él. Le cogió una mano y se la besó.

—Empezaba a imaginarme cualquier cosa —dijo.

En otra situación, Sara se hubiese sentido fatal, pero entonces no. Ella también tenía secretos. También podía mentir y fingir, con una sonrisa, descaradamente. Se sentía fenomenal.

Por la tarde Guillermo la llamó pero Sara no pudo coger la llamada. Le envió un sms de despedida precipitado. Probablemente quería insistir en su plan de llevarla al ballet, o quizás a su casa... Sara sonreía para sí misma sin poder evitarlo, recordando lo ocurrido. Sí era cierto que las escaleras en Cuba daban mucho juego, pensó.

Era el último día, no quería dramas. Al día siguiente volvería a Europa. Aún no entendía muy bien cómo había llegado a meterse en aquella historia, cómo había ido dejándose arrastrar por aquel muchacho tan peculiar, y concluyó que el destino tiene intereses ocultos que quizás esta vez sólo se revelasen con el paso de los meses.

Esa noche Yoel le hizo el amor con cariño, con la ternura que no había tenido otros días. Sólo le dolía que no hubiera sido totalmente honesto con ella. Quizás el muchacho, dadas sus circunstancias, ni siquiera podía. Podrían haber sido amigos sin más, pero no había conseguido hacérselo entender. Él seguía insistiendo en que la amaba, en que se había enamorado, en un «yo te quiero, créeme, por favor». Ella era experta en el amor romántico y esto, definitivamente, no lo era.

Dejaba el país con una extraña sensación de amor y odio que no conseguía calificar. Desde luego, Pedro Juan Gutiérrez no mentía, en ninguno de sus libros.

La vuelta fue extremadamente confortable, ya que esta vez viajó en clase business. Se tumbó a dormir, el asiento se abatía totalmente, convertido en una envolvente cama. Se tapó con la manta y se quedó dormida inmediatamente, soñando con manos morenas que subían por sus piernas.