Sara se pone en forma
SARA siempre había encontrado alguna excusa más que perfecta para no hacer deporte de casi ningún tipo. Cuando no se había retorcido un tobillo, le dolía la cabeza, o tenía una boda, o un bautizo, o le duraban las agujetas del intento anterior (diez semanas antes), o «ay, por Dios, qué mal me viene hoy, mañana empiezo sin falta».
Se apuntaba religiosamente al gimnasio en cuanto engordaba veinte gramos, eso sí. Se compraba una equipación monísima y acudía el primer día, decidida a que ese fuera «el primero del resto de sus días como atleta total. Ya se veía, subida a la máquina andadora, compitiendo en la maratón de Vallecas, o en la de Nueva York, dejando atrás limpiamente a los esforzados keniatas, que entre lágrimas de impotencia le decían adiós con una mano.
Tras varios meses de abono riguroso del recibo sin haber vuelto a pisar por las instalaciones deportivas desde el primer glorioso día, tiraba la toalla.
Tampoco gozaba de espíritu competitivo. Ni en su más tierna infancia disfrutó jugando al voleibol, ni al baloncesto, ni al fútbol, ni a nada. Quien ganara o perdiera le traía sin cuidado y lo más entretenido de las marchas y las excursiones era el «momento bocadillo». En tiempos posteriores se convirtió en el «momento tapa y cervecita», pero la idea era la misma. Incluso ante la tele, encontraba que de los noventa minutos que duraba un encuentro futbolístico, la parte mejor era la celebración de los goles, cuando los jugadores, siempre los mejor dotados, se quitaban picarones las camisetas.
No tenía problemas con el peso, la temida Señora Menopausia aún se encontraba lejos, y tenía un éxito considerable entre los hombres. Todo junto conseguía que en su cerebro, la culpa se diluyera y todo permaneciera igual, al menos hasta los siguientes veinte terribles gramos.
En cuanto a las cremas, adquiría todas aquellas que prometían milagros inmediatos, como: «Reduzca treinta centímetros de cintura en cuatro días» o «haga desaparecer esa grasa que le sobra con un suave masaje». Tampoco podía criticarlas ni despotricar en contra de ellas airadamente porque, sinceramente... tampoco las hacía mucho caso. Una vez instaladas en su baño decoraban más que otra cosa. De vez en cuando se acordaba de ellas y se las aplicaba todas. Con un suave masaje.
Pero todo en esta vida necesita un acicate, una zanahoria colgando de una cuerda y un palito. Un verano, las amigas de Sara decidieron que «otra vez Ibiza, no», «qué aburrimiento ya de discotecas y de cuerpos macizos tostándose al sol»...«necesitamos un cambio en nuestras vidas». Lo cierto era que ese mismo año habían ido y venido de Valencia un montón de fines de semana. Les pareció una idea super revolucionaria hacer algo totalmente diferente: el Camino de Santiago.
La idea consistía en caminar durante seis días desde un punto determinado, en etapas de unos diecisiete kilómetros diarios, hasta llegar el último día al destino final. La histórica y bellísima ciudad de Santiago de Compostela.
Dado que, como siempre, la decisión se había tomado en el último minuto, sólo quedaban dos semanas para comenzar la ruta. Muy ajustado para pedir las vacaciones en la empresa y hasta para ponerse en forma adecuadamente. Todo el que había hecho el Camino alguna vez les rogaba encarecidamente que llevaran distintos tipos de calzado, y cremas protectoras de los pies, y tiritas a mansalva y un botiquín, y... y...
A Sara le preocupaba, pero no se lanzaba a decirles que no. No sabía si, sinceramente, aguantaría seis días caminando a ese ritmo sin ningún entrenamiento previo. Todos sus intentos de salir a andar se acababan convirtiendo siempre en una tarde de tiendas, que solían terminar con una Sara fresquísima, sin cansancio ninguno, pero tan cargada de bolsas de ropa, bolsos y zapatos, que tenía que acabar deshaciendo el camino recorrido en taxi.
La preocupación se la quitó de un plumazo su jefe. «¿Vacaciones?» «¿Y qué era eso?» «¿El Camino de dónde?» «¿Y seis días nada menos?» «De eso nada» «Dos, y gracias». Sara le hubiera dado un beso en la frente, pero hubiera sido muy difícil de explicar y hubiera sentado un precedente terrorífico. Salió del despacho muy digna y llamó compungida a las amigas que se habían apuntado al viaje. «Laura, Carmen, Cris..., lo siento, chicas. Sólo puedo ir los dos primeros días. Ya, ya..., más lo siento yo».
Lo cierto era que ir los dos primeros días era bastante ridículo. Hacer el Camino de Santiago y no llegar hasta Santiago a ver al Apóstol era una tontería bastante importante, pero no se podía hacer nada al respecto.
Todo quedó organizado, de forma que Sara comenzaría el viaje con todas, llegando en tren hasta la ciudad elegida como punto de partida, caminaría con ellas el primer día y la mañana del segundo, ciudad en la que ella, tras la comida, cogería el tren de vuelta. Una paliza.
Sus amigas estaban entusiasmadas con la idea de realizar ese viaje. Todo el que lo había hecho alguna vez en su vida decía, además de todo lo de las tiritas, que había sido uno de los viajes más importantes de su vida. Habían conocido una gente increíble, peregrinos como ellos, y sobre todo, habían encontrado aquello que habían ido a buscar.
El Camino tenía, según les decían, una magia difícil de superar por otro tipo de recorridos. Una mezcla de diversión, espiritualidad, confraternización y una soledad que no era fácil explicar.
Sara no había tenido mucho tiempo para pensar en nada, tenía muchas cosas de su trabajo que dejar resueltas antes de irse. Hacía mucho que no pensaba en ella y en sus necesidades. Se encontraba en un punto de su vida en el que la pasión había desaparecido. Su última pareja había sido una persona fría y distante la mayor parte del tiempo, y le había dejado el termostato corporal en una temperatura demasiado templada para su carácter cálido y aventurero. Su temperamento enamoradizo y dulce necesitaba una nueva llama junto a la que calentarse.
El viaje resultó ser mucho más divertido de lo esperado. El primer día de caminata se lo pasaron bomba. Visitaron lo básico de la preciosa ciudad medieval a la que llegaron y cruzaron el puente sobre el río Miño que sería el comienzo de su caminar.
Iban como niñas de colegio, con sus mochilas a la espalda, e inexplicablemente alegres y risueñas. La ruta era monótona en algunos puntos, por carreteras normales y corrientes, e increíblemente preciosa en otros, atravesando zonas arboladas y más puentes centenarios, rodeadas de la exuberante vegetación, protectora y fresca. En uno de los bosques, junto a una cruz de piedra, metieron un papelito con sus peticiones al Santo. Sara escribió en el suyo: «Quiero volver a ser». El Apóstol la entendería.
Llegaron al final del día menos cansadas de lo que esperaban. Sospechaban que estaba relacionado con que era la primera jornada. La siguiente, como ya suponían, última para Sara, se hizo más complicada. Caminaban además más deprisa, ya que el tren que devolvería a Sara a casa no las iba a esperar. Cuando llegaron a la ciudad estaban realmente agotadas. Al menos habían llegado a tiempo. Sara se dio una ducha rápida en el hotel en el que se quedaban descansando sus amigas, se cambió de ropa y tras despedirlas a todas con mucha pena se encaminó a la estación. Se había puesto una camiseta de tirantes y una falda larga hasta los pies. Era el conjunto que elegía cuando, como entonces, necesitaba no pasar calor, no sentirse oprimida por la ropa, y estar absolutamente cómoda.
Aún le quedaban unos cincuenta minutos. Dejó la mochila en la consigna de la estación y se dio una vuelta, quería aprovechar para conocer un poco del pintoresco pueblo.
Se sentó en un banco de piedra, bajo un árbol, admirando una hermosa iglesia gótica, sólida, de líneas purísimas. En tan solo un parpadeo su bucólica visión fue invadida por unas ajustadísimas y cortas mallas, así como una también ajustadísima y torneada camiseta, ambas de runner, que acompañaban a una cara muy atractiva y masculina. El dueño de todo aquel cuerpo, otra obra de arte, aunque no fuera gótica, se había parado delante de ella y le estaba diciendo sin más: «Hola, eres muy guapa». No era el típico «¡¡Guapa!!» que oía a veces a su paso, la miraba serio y admirativo.
Sara le hubiera dicho que él era un monumento, pero se conformó con un discreto: «Tú también eres muy guapo». Y era absolutamente cierto. Para el chico aquella discreta expresión de reconocimiento fue suficiente y se sentó a su lado.
—Me gustaría mucho conocerte.
Sara dudó entre uno y dos segundos.
—A mí también.
Se había establecido, Sara no sabía cómo, una extraña corriente entre ellos, que circulaba rodeándoles dibujando la forma del infinito sin cesar. Los ojos de él hablaban de un conocimiento especial, y para Sara estar con él de repente se había convertido en algo de vital importancia. Ella era consciente de la hora que era.
—Me voy en el próximo tren a Madrid. Sale en cuarenta y cinco minutos.
—Bueno, al menos vamos a hablar un poco. Demos una vuelta, aquí hay ahora mucha gente.
Sara no se había dado cuenta de que otras personas que estaban esperando el tren también habían decidido contemplar el jardín y la ermita. Y estaba de acuerdo con él, prefería un poco de intimidad.
Tomó su mano y comenzaron a andar, Sara sintió seguridad con ese contacto. Se dejó guiar. Le dijo que se llamaba Rubén, que era de Santander, y que estaba haciendo el Camino por acompañar a unos amigos, pero que como hacía atletismo necesitaba hacer un poco más de entrenamiento, por eso mientras ellos se habían quedado descansando en el albergue, había salido a correr un rato. Ella no le contó que apenas podía mover las piernas por el mero hecho de haber andado dos días. Iba a quedar fatal. Como sus amigos, pensó. Le iba a decir algo cuando él la detuvo al llegar a una calle sin gente y la besó, rodeándola con sus brazos.
Notó que un fluido caliente le recorría todo el cuerpo y cómo se reblandecía al sentirle contra ella. Una de las manos de él ascendió por su costado y le tocó con delicadeza un pecho.
Sara dio un respingo. Había calculado que en esos minutos se besarían y poco más. Acertó a murmurar que en esa calle podría pasar alguien, que les iban a ver.
Rubén le suspiró al oído que tenía razón y volvió a tomarle la mano, conduciéndola hacia algún sitio.
—¿Dónde vamos?...
—No lo sé. Estoy improvisando.
Él parecía conocer el pueblo, al menos una parte y pronto se encontraron en una callecita muy estrecha y solitaria, en la que apenas cabían los dos. La apretó contra la pared mientras volvía a besarla, apasionadamente. A Sara le flaqueaban las rodillas, le sentía tan clavado a ella y la excitación dentro de sus pantalones era tan constante contra su vientre, que temblaba. Pero no podía dejar de pensar en el reloj.
—Rubén, me tengo que ir ya.
—Un minuto, por favor, sólo un minuto más de estar contigo...
Sara flotaba en una nube química que se había despertado en el cerebro de ambos y que los tenía prendidos en sus vapores. Reaccionaba más lentamente que él y sólo pudo gemir en el momento en que sintió cómo sus dos senos eran sacados fuera del sujetador y sus pezones eran besados.
Sara miraba a ambos lados de la calle, le horrorizaba la idea de que alguien pudiera aparecer y les viera. Se moriría de la vergüenza. Aun así no intentó ocultarlos ya que parecía que le enervaban de tal forma. Además, el contacto de sus labios y de su lengua jugando con la suya la tenía tan transportada que casi no fue consciente del momento en que él comenzó a levantarle la larguísima falda para meter la mano en el interior de sus bragas.
Antes de que Sara pudiera reaccionar y en un inexplicable movimiento que era a la vez rápido y lento, Rubén había alcanzado su objetivo y dos de sus dedos saludaban al botón entre sus labios, que no podía creerse su buena suerte.
Los movimientos rápidos y constantes sobre él le provocaron a Sara unas oleadas de placer tan electrizantes que tuvo un orgasmo intensísimo casi inmediato. Temblaba sin poder controlarse. Rubén la miraba, concentrado en sus sofocados gemidos y en sus ojos, que le miraban entrecerrados.
Besaba tan bien que Sara tardó en darse cuenta de que aún no le había visto el cuerpo, mientras ella estaba medio desnuda de cintura para arriba desde hacía un rato. Le subió la camiseta y lanzó una exclamación de asombro. Tenía un vientre duro y liso perfecto, y unos abdominales tan marcados que cortaban la respiración. Y el pecho fuerte, durísimo, sin un solo pelo. Él la dejaba que le inspeccionase sin soltarla, sujeta por las caderas. Evidentemente era consciente de que despertaba admiración. Sara le recorría con la palma de la mano. Estaba tan absorta que no se había dado cuenta de cómo los ajustados pantalones marcaban otro tesoro, aún más prometedor incluso que los que en ese momento acariciaba.
Si los otros músculos le despertaron admiración, Sara pensó que el que ahora sostenía entre las manos merecía una vuelta al ruedo, dos orejas y..., nunca mejor dicho, un rabo. Le miró divertida, como una niña a la que regalan una muñeca tan preciosa y elegante que no se lo puede creer. Acarició su premio con la mano derecha, mientras la izquierda se había dirigido hacia el bíceps de su brazo. Su miembro era largo y fuerte, el pubis limpio, sin un solo pelo. Sara le acariciaba el pene suavemente, arriba y abajo, quería devolverle una parte por pequeña que fuera de lo que él le había dado. Rubén le gemía en el oído y eso la estaba volviendo loca: «Así, suave, así, así... Sara, Sara, Sara...».
Se agachó a besarle la punta del pene, tras una rápida ojeada a ambos lados de la calle. Lamió un instante, la introdujo en la boca, sólo para probar su sabor, que era maravilloso. Cuando subió de nuevo, aún con el miembro en la mano, él la besó con tanta pasión que Sara pensó que tendría otro orgasmo de nuevo. Juntando todas sus fuerzas volvió a guardar sus senos tras la ropa. Se tenía que ir, y pronto.
Pero Rubén tenía otras ideas, y soltándole las manos de las caderas le levantó la falda. Sara intentó impedírselo, por el mero hecho de estar en una vía pública, por pequeña que fuera esta, pero algo le pasaba a sus movimientos, que estaban laxos y perezosos, aún recorridas todas sus fibras por los espasmos del placer recibido y por la tensión del momento.
—Déjame verte, por favor, déjame verte...
Le sujetó la falda levantada y le apartó la braguita blanca transparente. Murmuró un «brasileñas» con fervor al ver sus partes íntimas depiladas de esa forma. Era evidentemente un experto en esos temas. Sara se humedeció otra vez de tal manera que agradeció llevar la falda tan larga, así podría disimular mejor la inundación.
Rubén quiso penetrarla en ese instante, pero se lo impidió. Le preguntó si llevaba algún preservativo. No, claro, quién sale a correr llevando eso encima...
—Bueno, sólo verte... date la vuelta, déjame que te vea... sólo verte...
Sara se giró y se apoyó contra la pared. Intentó no volver a mirar hacia los lados, rogaba que todo el mundo estuviera comiendo en su casa, a la fresca sombra del hogar. Sintió cómo le levantaba la falda y cómo quedaba totalmente expuesta. Le apartó la braguita mientras las exclamaciones de admiración de él le erizaban la piel y le hacían sonreír.
Le acariciaba las nalgas, seguía sus formas redondas con las palmas abiertas de las manos. Le ayudó un poco apoyándose con los codos en la pared, doblados bajo el rostro. Movió el culo hacia él. Era un movimiento peligroso, pero no podía evitarlo. Ojalá estuvieran en otro sitio y tuvieran toda la tarde, como mínimo.
También le debió de parecer un ofrecimiento. Sara sintió la punta de su pene recorriendo su abertura y cómo se detenía en su entrada. Giró la cabeza para decirle que no, que no tenían nada con lo que protegerse y que no se conocían. La besó en los ojos y en los labios, suspirando.
—Tienes razón, tienes razón..., no la meto dentro, sólo unas caricias más, sólo que se hagan amigos, que se conozcan, sólo eso...
Decía eso con la punta de su pene sobre el clítoris, «qué listo es», pensaba Sara, «se las sabe todas».
Su estado de excitación era tan grande que volvió a relajarse. Volvió a su postura, cerró los ojos contra los antebrazos y le dejó hacer. El pene subía y bajaba por la abertura, él gemía, se detuvo de nuevo en la entrada, tan mojada y tan cálida que comprendía que no pudiera dejar de temblar, igual que ella. Sintió cómo llamaba a su entrada y cómo se asomaba a ella. Sabía que estaba tardando demasiado, que tenía que cerrar la puerta ya y terminar la visita de cortesía amablemente. Pero en lugar de eso siguió quieta y sintió cómo la penetraba. Entraba en su interior, en su morada íntima, hasta el fondo, hasta la cocina. La sensación fue tan intensa que lamentó no poder gritar como hubiera querido. Eso la devolvió a la realidad.
Sara se movió, firme, él no iba a soltarla por su propia voluntad. Se aferraba a sus caderas, y seguía en su interior, preso de sus propias sensaciones.
Se giró de nuevo, sacándole de dentro de ella y se colocó la ropa. Él la abrazaba, serio. «Me gustas mucho, Sara. Me gustas muchísimo, no sé qué me pasa». A Sara también le gustaba, estaba tan tranquila entre sus brazos que se hubiera quedado allí en esa calle para siempre. La tensión que veía en sus ojos le indicó que no podía dejarle así. Le masturbó con las manos. Él se aferraba a sus pechos. Los apretaba ahora suave, ahora fuerte, mientras repetía su nombre, hasta que le llegó el orgasmo y regó las manos de ella.
Siguieron besándose unos minutos más. Y también al salir de su escondite. Rubén la conducía de vuelta a la estación y aún se paraba de cuando en cuando para volver a besarla. Sara le preguntó cuántas horas de gimnasia o de deporte hacía al día, y él le contó que muchas, que cinco o seis mínimo. No sólo era por su afición, el atletismo, lo necesitaba para su profesión. Como Sara estaba imaginando, Rubén era bombero. Le dijo que era algo que no le gustaba ir contando de primeras porque odiaba los estereotipos, con lo que Sara abortó en su cerebro, por solidaridad y empatía, la primera idea que había acudido a su mente, que era contárselo inmediatamente a sus amigas. Luego lo pensó mejor... ¡Pues claro que se lo iba a contar! ¡En cuanto pisase la escalerilla del tren! Y por eso tenía ese cuerpo, ya estaba claro. ¡Y qué cuerpo! Eso también se lo iba a contar.
Sara intentaba que fueran lo más rápido posible. Faltaban cuatro minutos. A él le parecía que quedaba una eternidad, que aún podían besarse una vez más. Iba muy serio, mientras ella tiraba de él hacia la consigna para sacar la maleta. Sara se subió al vagón en el último segundo mientras él le gritaba su número de teléfono. Se cerraron las puertas y Sara lo anotó allí mismo, en el descansillo, para no olvidarlo. Y fue lo último que hizo porque el móvil eligió ese mismo instante para apagarse, hasta una nueva recarga de batería.
Se sentó en su asiento aún sin creerse muy bien lo que acababa de pasar. Principalmente, por los sentimientos que le había despertado. No había tenido la sensación de estar con alguien desconocido. Desde el primer instante se había sentido tan cómoda y tan feliz que ahora, al recordarlo, volvía a temblar un poco.
Cerraba los ojos y recostaba la cabeza, como si pretendiese quedarse dormida, pero sólo estaba rememorando sus manos entre sus piernas, y todo lo demás.
Cuando llegó a Madrid ya era de noche. Estaba muy cansada y desde la cama puso un mensaje a sus amigas diciendo que había llegado bien y que al día siguiente las llamaría, que les iba a contar algo con lo que se iban a quedar de piedra. Dudó si debía llamar a Rubén, a lo mejor ya se había olvidado de ella. De hecho era lo más probable, pero había quedado en que volverían a hablar, y sin conocer él su número le sería imposible.
Optó por enviarle un mensaje por Whatsapp. No tenía foto en su perfil, qué pena. Escribió: «Hola. Soy Sara.» No sabía qué más poner, así que de momento decidió que era suficiente. Dos segundos después sonó el teléfono.
Le emocionó mucho oír su voz de nuevo. Estaba preocupadísimo. Había estado toda la tarde como un león enjaulado, le contó, esperando una llamada, un mensaje... ¡Algo! No se le había ocurrido la opción más simple, que se hubiera quedado sin batería. Estaba convencido de que había anotado el teléfono mal y de que ya la había perdido para siempre. Le decía que no podía ni pensar en esa opción, que había sentido algo muy especial, que había sentido magia, que aún no se lo podía creer.
Sara estaba tan sorprendida que no respondió inmediatamente y él le pidió disculpas. Dijo que a veces era muy romántico, ¿no le gustaba que fuera así y que le dijera lo que sentía de esa manera?
No, no, no..., por supuesto que le gustaba que fuera de esa forma, que le dijera lo que quisiera cuando quisiera. Le dijo que también ella había sentido la magia, que estaba confusa, que tampoco había podido pensar en otra cosa en toda la tarde, sólo en él.
Se dieron las buenas noches y colgaron el teléfono. Un instante después su teléfono se llenó de besos, corazones y más besos, junto a caritas enamoradas, que él le enviaba. Contestó igual. Estaba tan contenta que hubiera podido ponerse a dar saltitos por toda la habitación si las piernas se lo hubieran permitido. Se quedó dormida con una sonrisa, ojalá todos los días fueran así.
Al día siguiente se lo contó todo a sus amigas.
—¿Lo ves cómo el camino le da a cada uno lo que ha ido a buscar? ¿Lo ves? —le decían, partiéndose de la risa.
Sara tuvo que admitir que era cierto. Se sentía muy contenta de haber encontrado a ese chico encantador. Aunque la historia se quedase ahí, había estado muy bien, le había devuelto la alegría. Y además, en el fondo de su corazoncito estaba empezando a sentir... ese «algo» que conocía tan bien.
Rubén volvió a llamar esa misma tarde. ¿Cuándo iban a verse? ¿Seguía sintiendo la magia? Necesitaba estar con ella ya, no pensaba en otra cosa, soñaba con tenerla completamente desnuda entre sus brazos. Sara comenzaba a sentirse transportada.
Quedaron en verse en dos meses. Cuadraron agendas como pudieron a fin de pasar un fin de semana largo juntos: «Sólo dos meses para vernos, cariño» le decía. «¡Sólo dos meses!» Se decía Sara a sí misma ante el espejo.
Se miraba desnuda de arriba abajo. De frente, de perfil, y todo lo que podía de espaldas. Recordaba al milímetro todo lo que había visto de su cuerpo perfecto, y lo comparaba mentalmente con el suyo. Imaginó a ambos sin nada de ropa frente a ese mismo espejo. ¡Horror! Se tocó con un dedo por aquí y por allá. No estaba gorda, no estaba flaca, entraba en la categoría de normal, suponía ella. Claro, que quizás un poco más de pecho, un poco menos de muslo...
Intentó relajarse, comenzaba a ponerse muy nerviosa.
—«A él le ha gustado lo que ha visto», —le dijo amoroso el angelito de su hombro derecho.
—«¡Porque llevaba una falda hasta los pies!» apuntaba el diablillo puñetero del otro hombro.
—«¡Pero si le vio todo lo que se podía ver!».
—«¡Ja! De eso nada, te voy a hacer una lista de...».
Sara decidió cortar su monólogo interno por lo sano, o ganaría el diablillo como siempre. Tenía que afrontar la realidad. En dos meses justos iba a quedar con un tío que estaba terriblemente bueno y que, hubiera pensado lo que hubiera pensado en ese momento de calentón, esperaba encontrarse con una tía que estuviera terriblemente buena también. O al menos, que no pareciera un himno al trabajo sedentario y al bocata de panceta («¡Cállate, diablo!»).
Necesitaba apuntarse a un gimnasio inmediatamente. Sin perder un segundo. Mañana mismo empezaría la búsqueda. Casi todos los que conocía ofrecían una clase de prueba gratis, con lo que podía encontrar uno perfecto rápidamente. Al día siguiente eligió una de sus equipaciones seminuevas, la guardó en una bolsa de deporte nueva del todo y partió para el primero de su lista nada más salir del trabajo.
Se trataba de un gimnasio muy moderno, con unas máquinas que parecían cedidas por la NASA para algún experimento espacial. La hora a la que ella podía ir era, qué casualidad, la misma a la que podía ir todo el mundo. El gimnasio estaba situado en el centro de un área de oficinas, por lo que todos los elegantes ejecutivos que media hora antes salían de sus BMW con sus trajes de marca y el maletín en la mano, sudaban ahora como condenados a galeras sobre unas máquinas en las que subían montañas virtuales, corrían la Vuelta ciclista a España o intentaban elevar a pulso sus cuerpos colgando de barras como si fueran... Ay..., bomberos...
Le enseñó la sala de spinning, en la que otros tantos y tantas ejecutivos y ejecutivas subían y bajaban de sus bicicletas a un ritmo endiablado mientras un monitor que sudaba aún más que ellos, se desgañitaba desde sus cascos sobre el sonido atronador de hip-hop que salía del equipo de música, recordándoles que no aflojaran, que estaban subiendo un puerto, que tenían que sufrir aún más, que le dieran otra vuelta completa a la jodida ruedecita de las marchas. Lo de «jodida» no lo decía, pero era lo que Sara pensaba que estarían pensando algunos.
La sala de zumba era igual de atronadora. En realidad estaba destinada a todo tipo de actividades, pero en ese momento había zumba. Unas cuarenta mujeres se movían graciosas y sensuales (algunas) al ritmo de la música. Parecía divertido pero Sara necesitaba algo que diera un resultado casi inmediato, y no creía que esos meneos sirvieran para algo más que para liberar endorfinas.
Se acordó de las clases de danza oriental a las que se apuntó una vez con Eva. Fue muy divertido y casi no se saltó ninguna sesión. El mismo día que llegó, al ver las lorzas de la profesora, comprendió que no era un ejercicio con el que perder grasas. La bailarina movía esas ingentes carnes con muchísimo arte, eso era cierto. Se lo pasaron muy bien. Y hasta Sara puso en práctica alguna vez sobre el caballero de turno alguno de los movimientos aprendidos, con bastante buen resultado.
El local estaba atestado de gente. Igual que los vestuarios femeninos, que también le enseñó. Decenas de mujeres en pelotas se vestían, desvestían, se secaban o se duchaban a la vez. Era un trasiego constante.
Sara le preguntó a la amable guía-recepcionista si las instalaciones siempre tenían esa cantidad de gente para cualquier actividad, hasta ir al baño, y le dijo que sí. Que precisamente a esa hora estaban a tope, que si pudiera ir a otra hora sería fantástico. Era el turno en el que los monitores estaban saturados. Claro, lo entendía perfectamente.
En la sala de spinning no quedaba ni una bici libre, y en alguno de los aparatos había cola. No podía ser. Ella no podía perder ni un solo día, y ese día en el que estaban ya contaba como uno.
Prefería mirar en otro sitio.
La tarde siguiente, con la misma equipación del día anterior sin usar, se dirigió a otro gimnasio de la zona. Había oído hablar bien de él. Era sólo para mujeres, con lo que no tendría que sufrir pensando «qué me pongo», y se encontraría mucho más relajada que en un gimnasio mixto. De eso estaba segura.
Antes de que la amable guía-recepcionista de turno le enseñase las instalaciones, prefirió preguntarle directamente por los horarios. ¿Era esa una buena hora para ir? Sobre todo teniendo en cuenta que era la única posible.
«Vaya, qué pena. Lamentablemente no». «La satisfacción de las clientas es tan importante que los grupos son cerrados y justo el de esa hora estaba lleno. «¿Qué tal el turno de las once de la noche? Ese tenía plazas libres».
Sara contestó a la amable chica que «Vaya, qué pena», pero que «a las once de la noche entre semana tenía la tonta costumbre, era así de rara, de dormir». Salió abatida. Otro día perdido. Ya no sabía dónde mirar.
Caminó unos pasos, hasta donde había aparcado el coche, y justo enfrente, al otro lado de la calle que separaba el barrio industrial y sus oficinas de una zona residencial muchísimo menos elegante... había un cartel que rezaba: Gimnasio Johnny.
Se encaminó hacia el «Johnny» con una ligera aprensión. El cartel que algún día debió de ser luminoso era rojo y tenía rota una esquina. Bajo el nombre, en negro, la silueta de un fornidísimo hombre que levantaba una pesa como las de circo antiguo. A unos metros del cartel se encontraba la puerta. Una ordinaria puerta metálica que nada tenía que ver con las glamurosas cristaleras automáticas de los otros locales y sus escalinatas de un blanco purísimo.
Tampoco sonaba música en su interior. Según se adentraba Sara por el pasillo lo único que se oía con absoluta claridad era el golpe de las pesas al ser depositadas contra el suelo. En la recepción había un chico bastante joven, casi totalmente rapado y, cosa curiosa, carente de cuello. O tal vez lo tenía, pero estaba tan enterrado entre la masa inmensa de sus hombros esculpidos que ni se notaba.
La miró con indiferencia primero, de arriba abajo después. Sara tuvo la sensación de que el chico esperaba que le fuera a intentar vender algo.
—Hola..., estoy buscando un gimnasio. Yo trabajo en esta zona y salgo más o menos a esta hora siempre. No sé si... me gustaría saber si... podría ver las instalaciones, si es que no tenéis grupos cerrados o algo así.
El chico le dijo con los ojos que se reiría si pudiera. Tal vez se había inyectado tantas cosas para estar tan inflado que no podía ni mover los labios.
—Tranquila —dijo con un pelín de sorna— aquí no hay grupos.
Salió de detrás de su mostrador y Sara se sorprendió al ver que efectivamente se había puesto de pie, ya que tenía casi la misma altura que sentado. Era realmente bajito, casi más ancho que largo.
Le siguió hasta una sala que parecía ser la única de todo el local. Estaba atestada de máquinas y de hombres. Sólo hombres. El chico bajito y sin cuello hizo una seña a otro que se encontraba en ese momento marcando algo en unas fichas. En su camiseta negra se leía «Entrenador». A Sara le pareció estar ante Geyperman. Llevaba el pelo rubio recogido en una pequeña coleta, la barba también rubia, muy bien recortada y los músculos de todo el cuerpo tan marcados que parecían de mentira.
Se presentó como Salva y exhibió una preciosa sonrisa perfecta. Era bastante alto, y sus hombros tan anchos que a Sara le nació un sudorcillo de la nuca. Sara le dijo que había estado viendo otros gimnasios pero que no le habían convencido. No era cierto, pero nadie quiere ser segundo plato, por bueno que esté el filete.
Salva sonrió, le dijo que ese gimnasio no era como los demás de la zona. Desde luego no lo era. El local era cinco veces menor que cualquiera de los que conocía, todo se reducía a un espacio de máquinas y pesas y..., sólo había hombres. Hombres musculosos exhibiendo todo su poderío con ropa apretadísima, tirando de las máquinas y de los hierros como si en ellos les fuera la vida. La miraban todos sin reparo ninguno. Llevaba ya tal sobo visual que tembló por un momento al imaginarse allí vestida, con sus mallas y su camiseta rosa, también muy ajustadas.
—Aquí no hay clases, —seguía Salva— la mayoría de la gente que entrena aquí lo necesita para su trabajo.
—¿Preparan la segunda parte de Gladiator? —se le escapó.
Se ruborizó hasta las orejas pero ya era tarde. Había verbalizado su pensamiento jocoso porque estaba embobada con el espectáculo.
Salva se rio tan fuerte que todos se volvieron de nuevo para mirarles.
—No, no... Me refiero a que la mayoría se entrenan para presentarse a las pruebas de bombero o de policía, o para preparase para los campeonatos de culturismo. Tenemos algún premio nacional entre nosotros —dijo orgulloso—. Mira, ella es uno de nuestras campeonas. ¡Hola Mónica!
—Hola, Salva, ¿cómo te va? —dijo la chica que acababa de entrar, al pasar a su lado.
Sara la miró admirada. Era muy morena, con el pelo negro muy corto, y su cuerpo delgadísimo exhibía la mayor cantidad de músculo cincelado que ella había visto jamás en una mujer. Saludó a todo el mundo efusivamente. Eran a todas luces un club de amigos.
—Lo que quiero decir —continuó él— es que aquí nos comprometemos contigo a que vas a obtener los resultados que buscas y a que vas a tener el cuerpo que deseas tener, pero vamos a ser estrictos. ¿Cuál es tu objetivo, Sara?
—Oh, pues... quiero moldear mi cuerpo, claro. No como para dedicarme al culturismo, pero... me he dado un plazo de dos meses.
Le pareció que esa era una respuesta acertada. «Dejar loco a un tío que está tan bueno como tú», no parecía serio.
—Entonces ¡al ataque!
La palabra «estricto» resultó ser un eufemismo para el entrenamiento que su nuevo entrenador le diseñó específicamente para ella. Debía acudir los cinco días de la semana laboral sin perder ninguno. No era lo normal para alguien sin ningún entreno previo, le dijo, pero dos meses no eran nada.
—Tú sabrás lo que pasa de aquí a sesenta días —Le guiñó un ojo—. Pero si es tan importante para ti, esto es lo que necesitas.
Sara omitió un «¡Ay, si tú supieras!», sobre todo porque Salva le había hablado colocando una de sus grandes manos en su hombro y le había cortado la respiración.
La primera semana tuvo el dudoso honor de ser catalogada como horribilis en la lista de semanas de su vida. No había músculo, trozo de piel o de pelo que no le doliera. El primer día salió del local pletórica de energía, cansada y un poco dolorida, pero feliz. A la mañana siguiente no podía levantarse de la cama. Pero todo estaba convenientemente calculado ya que Salva, sabiendo que no iba a poder ni doblar las piernas, había preparado entrenamiento de brazos.
El resto de compañeros se mostraban siempre solícitos con ella, amables y simpáticos, ayudándola en lo que podían. Sara descansaba entre ejercicio y ejercicio, secándose el sudor de la frente y contemplando con admiración no disimulada cómo subían por unas cuerdas altísimas hasta el techo a velocidad endiablada con el único impulso de sus brazos, o cómo levantaban unas barras de hierro con pesas gigantescas a los lados, sobre sus cabezas, tumbados sobre un banco con las piernas abiertas. A veces el esfuerzo era tan inmenso que se turnaban para echarse una mano unos a otros con la pesadísima barra. Esas visiones le tenían a Sara la mente tan caldeada que no podía pensar en otra cosa.
A ello se sumaba que Rubén seguía manteniendo la llama encendida y nunca bajaba la guardia. Quedaron en no perder el contacto, de forma que llegara el esperado día con las ganas intactas de verse y luego después, ya se vería. Le enviaba unos mensajes tan ardientes que no pocos días tuvieron que terminar llamándose para terminar de satisfacerse. Recibía a cualquier hora de la mañana o de la tarde un «Me estoy masturbando pensando en ti. Te deseo. ¿Te puedo llamar ahora?».
Hacer el amor con él por teléfono era para Sara una experiencia maravillosa. Si era así en la distancia, si había conseguido complacerla tanto en el cortísimo tiempo que habían estado juntos, cómo no sería tenerle para ella entero de verdad. Sara no estaba con nadie en ese momento, y las ardientes conversaciones con Rubén, unidas a la exhibición de hombres de cuerpos divinos con los que se regocijaba la vista cada día, la tenían en un estado de sexualidad no completamente satisfecha que la estaba volviendo loca.
Acudía alegre todos los días a su cita con el gimnasio por el motivo no confesado de ver a Salva. No sólo era escultural y guapo de cara. La trataba con firmeza para que no olvidara cuál era su objetivo, sin dejarle flaquear, pero también con cariño. Le contaba anécdotas para que las repeticiones de ejercicios no se le hicieran tan pesadas y estaba siempre pendiente de ella. Muchas veces le veía mirándola, mientras ayudaba a entrenar a otras personas, y Sara notaba crecer su excitación sólo por eso. Él mantenía una actitud de cálida confraternización pero no se excedía ni un milímetro. Sara suponía que esa era su forma de ser con todas las clientas.
Pasaron dos semanas y empezó a notar que su cuerpo estaba ya en el buen camino. El viernes había dedicado más tiempo del estipulado al entrenamiento, y necesitaba relajarse.
El gimnasio contaba con un vestuario para chicas, con sus duchas y una pequeña sauna. Salva le contó que esa la tenían casi siempre apagada porque las pocas mujeres que acudían a ese centro no tenían la costumbre de usarla, sino que se solían ir tal cual a sus casas, a ducharse y relajarse allí. Sara había pedido al chico de la recepción, que resultó ser encantador cuando se le conocía bien, que se la encendiese ese día. Se había ganado un pequeño homenaje.
Se dio una ducha calentita y luego otra más fresca y aún húmeda se metió en la sauna. Las instrucciones decían que se secara antes, pero ella lo prefería así. El espacio era pequeño, nada más abrir la puerta se encontraba el primer asiento de la fila de tres que había, pero los bancos eran amplios y anchos, más que en otros sitios.
Le dio la vuelta al pequeño reloj de arena y se quitó la toalla, extendiéndola debajo de su cuerpo, para estar más cómoda. El calor no era excesivo, quizás no había avisado con suficiente antelación, pero no le importaba. Lo que quería era relajarse, no cocerse. Así estaba bien.
Con los ojos cerrados, se sentía en el paraíso. Respiraba pausadamente. Como estaba sola se permitió el lujo de subir la pierna derecha sobre el otro banco inmediatamente por encima. Qué sensación tan liberadora. La tensión sexual que llevaba sintiendo tanto tiempo no se resolvía, sino que se iba acrecentando por días, por momentos. Comenzó a sentir que el calor que notaba en la piel venía tanto de fuera como de dentro. Se estaba abandonando a sus ensoñaciones eróticas y a punto de empezar a acariciarse cuando en ese mismo instante oyó que la puerta se abría lentamente. «¡Mierda!, ¡Mónica!», pensó. No la había visto llegar esa tarde y tampoco había escuchado el ruido de la ducha. Bajó la pierna, para que pudiera subir al segundo banco y abrió los ojos resignada para saludarla.
Salva la miraba desde justo encima de ella. Estaba recién duchado, el pelo largo suelto le rozaba los hombros. «Señor, qué belleza de hombre. Parece Thor, el dios del trueno, sólo le falta el martillo», pensó Sara. Un segundo después comprobó que no, que el martillo también parecía llevarlo, pero no en las manos, sino debajo de la pequeña toalla que anudaba en su cintura. Seguía mirándola en silencio.
—No sabía que las saunas fueran mixtas —acertó a decir Sara con una sonrisa, cuando el golpeteo del corazón le dejó hablar.
—No... no lo son. Pero pueden serlo, si tú quieres.
Salva se sentó a sus pies. «Dios mío, desnudo es aún infinitamente mejor». Era la escultura griega más increíble que Sara hubiera visto jamás.
—Sólo he venido a ver qué tal estás, hoy te he dedicado menos tiempo del que hubiera querido..., espero no haber sido demasiado duro contigo estos días.
Su voz varonil retumbaba en el espacio cerrado de la sauna, que para Sara había multiplicado por mil su temperatura en los últimos minutos. Decidió no dejarse vencer por la situación y disfrutarla al máximo, hasta donde llegara lo que fuera que iba a ocurrir.
—Qué va, eres un entrenador perfecto. Estoy un poco dolorida, pero eso es lo normal, ¿no? A eso vengo aquí.
—¿A sufrir? Nooo. Debes ver tus tardes en el gimnasio no como una tortura, sino como un placer. ¿Qué es lo que te duele?
Sara aún no tenía el juego cien por cien claro. Decidió ser prudente, por muy desnuda que estuviera. No quería arriesgarse.
—Los gemelos, sobre todo.
Thor, o sea, Salva, colocó cada una de sus manos sobre las pantorrillas de Sara que a duras penas evitó un gemido a su contacto. Le dio un suave y experto masaje, mientras los ojos de él vagaban por el cuerpo de ella, en especial por la zona que vio en primera plana nada más entrar y que ahora se le ocultaba.
—¿Y los abductores?... ¿No te duelen un poco los abductores?
—Si, claro... los abductores están también bastante mal.
—Vaya... entonces es mejor hacer las cosas bien... era mejor la postura que tenías antes para esta tarea.
Le subió la pierna al banco en el que la tenía antes. Suspiró. Se quitó la toalla y se sentó sobre ella. Ya estaba desnudo del todo. Sara estuvo a punto de diluirse de gusto entre las maderas de su improvisado lecho.
—Bueno, te pones cómodo... ¿Temes que sea una labor muy complicada?
Sus manos subían y bajaban por sus muslos, sus ojos concentrados en la abertura que ahora se ofrecía entera a sus ojos.
—Estas cosas hay que hacerlas bien, princesa... ¿los abdominales?...
—Fatal..., muy, muy mal...
Sara estaba en pleno éxtasis. Las manos de Salva presionaban con suavidad todo su vientre, la cintura, daban forma a sus caderas...
—Del pectoral ni hablamos ¿no?
—Bufff... ese es el que peor está.
Las manos de Salva en sus pechos la hicieron gemir. Tuvo que contenerse para no bajar la cabeza y meterse uno de sus dedos en la boca. Estaban jugando y no quería que el juego terminase tan pronto.
Dio por sentado que también sus hombros y sus brazos necesitaban ayuda, y los acarició y amasó con delicadeza sin dejar de mirarla, hasta las palmas de las manos.
—Hemos sobrepasado el tiempo aquí, tenemos que ducharnos. Ven.
La ayudó a levantarse con cuidado y salieron de la mano. El vestuario estaba vacío. Estaban maravillosamente solos.
El agua fría les hizo dar un grito a los dos. Sara aprovechó para tocarle entero, por primera vez. Se llenó las manos de jabón y le recorrió cada centímetro del cuerpo. Él la miraba tan intensamente que Sara creyó que acabaría perdiendo el sentido.
—A la sauna otra vez. No hemos terminado aún.
—¿Ah no? — ¿y qué nos queda?
Salva cerró la puerta de madera tras de ellos y colocando ambas toallas en uno de los bancos la guio para que se pusiera de rodillas sobre ellas, con él detrás.
—Espalda y glúteos... por supuesto.
Sara quería chillar de gusto, sus fuertes manos le recorrían la espalda, haciendo círculos, con ligeros pellizcos, también en sus nalgas. Las movía, tenía todo a su vista, le acariciaba las caderas como si la fuera a penetrar, estaba justo a la altura apropiada, pero no lo hacía. Sara seguía el juego a duras penas, necesitaba ya pasar a la acción, estaba tan mojada por dentro que iba a escurrirse en cualquier momento, pensaba.
—Puedes estar muy orgullosa de estos glúteos —le decía, sosteniéndolos y apretándolos con las manos—. Pero soy consciente de que no hemos entrenado todos tus músculos. Hay uno en concreto muy importante.
Sara volvió la cabeza para mirarle, pícara. «¿Qué músculo podía ser ese?».
El dedo de Salva se introdujo en su vagina, despacio.
—Este. Aprieta y suelta, hazlo varias veces. Ahora.
Sara gemía ahora abiertamente, mientras hacía lo que le pedía. Aún más cuando sintió dos dedos dentro de ella.
—Guau..., este no necesita casi entrenamiento..., de todas formas... —Su voz sonaba entrecortada— probemos si se le puede exigir aún más rendimiento.
La penetró lentamente, y se quedó quieto. Sara siguió apretando y soltando, mientras sus entrañas literalmente ardían. Salva gemía a su espalda y le clavaba los dedos en la cintura con fuerza. Sara sintió llegar el orgasmo como una liberación a la tensión acumulada.
Salió de ella y se sentó en el banco, ayudándola a subirse encima de él, ambos sentados cara a cara. Se besaron. Era la primera vez que lo hacían. Sus besos eran muy dulces, sabía maravillosamente salado. Volvió a clavarse su miembro, hasta el fondo, gimiendo y gritando de nuevo. Apoyó los pies en el banco en el que él se sentaba y con la ayuda de sus manos en las nalgas comenzó a subir y a bajar, cada vez más rápidamente, atenta al vidrio de sus ojos azules clavados en ella hasta que se cerraron para sentir más profundamente la corriente de placer que ella era testigo de cómo le estaba recorriendo. La inundó por dentro.
Siguieron abrazados, pegados el uno al otro.
—¿Y bien?... ¿Qué te parece entonces el entrenamiento? ¿Satisfecha?
—Muy satisfecha —Sara se reía mientras le mordisqueaba la oreja.
—¿Crees que con estas sesiones estarás lista para cumplir tu objetivo de los dos meses?
Él le cogía la cara con las manos y le besaba la boca, la nariz...
—Voy a estar preparadísima, ya lo verás. —Le acarició el pelo, divertida— Este es el mejor entrenamiento posible. Venga, necesitamos otra ducha fría.