Eva y los bailes latinos
NO estaba muy segura de que ese fuera a ser el entretenimiento perfecto para ella. Acababa de romper con su novio, con el que llevaba más de doce años, y temía que se había dejado convencer demasiado rápido por sus amigas. Tenían la mejor de las intenciones. Efectivamente, quedarse en casa un domingo por la tarde era una invitación a la depresión más profunda, pero ahora que se veía en aquella sala medio oscura, sola y rodeada de desconocidos, esperando a que un hombre se fijase en ella para sacarla a bailar, se arrepentía y se sentía ridícula. Su exnovio se burlaba de todos los que bailaban, se mofaba de ellos, quizás por eso fue la primera actividad que le vino a la cabeza.
Las clases de bachata se daban en una discoteca. La entrada era gratuita, la lección de ritmos para principiantes duraba una hora y empezaba con una rueda en la que los hombres elegían una mujer con la que comenzar. Las parejas bailarían, siguiendo los pasos de los profesores, y se cambiarían, siguiendo la rueda, cada dos minutos.
Eva se miraba la punta de los pies. Recordaba que hacía unos días le decía Sara, su mejor amiga, que su estado de ánimo era normal. Que si un tipo como el que había sido su pareja tanto tiempo, y ella le conocía muy bien, llamase constantemente para repetirte entre otras lindezas: «¿Quién te va a querer a ti? ¿Quién te va a querer a ti?», lo mínimo que cualquier persona cuerda sentiría sería una tremenda inseguridad. Sara le pedía que no se dejara influenciar por sus chantajes.
Y efectivamente, ahí estaba, apartándose un mechón del rubio flequillo de la cara justo para ver cómo un tímido y delgadísimo muchacho se situaba frente a ella, con la mejor de sus sonrisas, y le extendía la mano, dispuesto a comenzar el baile.
En la sala había dos profesores, que dijeron llamarse Luis y Mateo. El primero era español y con aspecto de que le hubiera mordido una culebra en los pies, por la forma endiablada en la que se movía dando las instrucciones. El otro, dijo ser de Venezuela. No era muy alto pero sí muy guapo, y circulaba alrededor de las tímidas parejas recién creadas, corrigiendo los muchísimos errores que cometían. Luis les comentaba que, por si no se habían dado cuenta aún, los bailes latinos eran muy machistas. Les recordaba a las mujeres que se dejaran llevar.
La bachata le estaba pareciendo fácil. Sólo había que mantener la coordinación y no olvidar cuándo había que desplazarse a la derecha y cuándo a la izquierda. Su segunda pareja, un hombre mayor de tupido pelo blanquísimo, se movía con bastante gracia, y repetía constantemente en voz baja pero audible: «...Un, dos, tres, hop, un, dos, tres, hop...».
Se lo estaba pasando muy bien, y no era ni mucho menos la más torpe de los asistentes, con lo que tras la primera canción ya se encontraba relajada y encantada con la buena idea de haber llegado hasta allí. Todos se estaban divirtiendo, o eso parecía.
El profesor venezolano se acercaba también a las parejas, y les iba dando instrucciones más precisas. Alguna vez pasó por el lado de Eva. A ella le gustaba cómo la miraba.
En una de las ocasiones, cuando volvió a bailar con el jovencito con el que lo había hecho la primera vez, se acercó a ellos. En ese momento, bailaban separados, todo lo largos que eran los brazos del chico, distancia que evidentemente no se atrevía a sobrepasar.
—¿Pero, y esto qué es? —les dijo con una burlona sonrisa—. ¡No se agarra así a una hembra como esta!
La sacó al centro de la rueda, rodeándola por la cintura y pegándola a su propio cuerpo.
—A ver, esto va para los hombres —dijo—. Los ritmos latinos son pura pasión, no son sólo un baile. No van a estar nunca tan cerca de una mujer que no sea la propia sin arriesgarse a que les parta la cara. ¡Aprovéchenlo!
Todos rieron, también Eva, cuya temperatura corporal empezaba a subir aceleradamente.
—No piensen que están sólo bailando. Están haciendo el amor. Siéntanlo y dejen que la música les lleve. ¡Disfruten el momento!
Ya no la soltó. Ni en esa canción, ni en la siguiente. Eva se sorprendía de lo fácil que era bailar con él. Veía cómo el otro profesor bailaba con alguna otra alumna, pero el abrazo era menos intenso. Ella sí sentía que no estaba ejecutando sólo un baile. De su cuello emanaba un olor profundo, sexual y especiado que la estaba trastornando.
—Qué bien te mueves, mami —le susurró Mateo al oído. La seguía apretando aún más contra su cuerpo. — ¿Lo haces todo así de rico?... Porque si es así, quiero probarlo.
Eva respondió con sus caderas, demostrándole que ella sí había captado el mensaje que quería transmitir, moviéndolas sensualmente alrededor de su pelvis, totalmente pegada a él y sintiendo la dureza de sus pantalones.
Le excitaba estar así, rodeada de gente que les podía estar mirando, frotándose contra aquel hombre tan guapo, que la deseaba de una forma tan evidente. Eso le gustaba mucho. Para ella el sexo tenía algo de espectáculo.
Su novio, el primero y hasta hacía unos días, el último, había convertido su vida sexual en algo parecido a una feria. Eva había estado absolutamente subyugada por él, por su confianza en sí mismo, por su bárbara egolatría, que ella en un principio no intuyó.
La presencia de su novio llenaba cada uno de sus minutos. Cayó en sus brazos rendida casi el primer día, cuando se giró incómoda en una terraza en la que tomaba un refresco con su hermana, al sentir una mirada penetrante clavada en su nuca. Esa sensación, que con el tiempo se convirtió en su sujeción al mundo, se mantuvo hasta el último día.
Durante los primeros años de su relación, el sexo fue para Eva un descubrimiento. Su chico era un hombre de mundo, había viajado por el planeta entero y poseía una firmeza de carácter impensable para alguien de su edad. La guió en sus primeros pasos, apasionado e impaciente, y Eva sentía que se había subido a una montaña rusa que comenzaba a avanzar sólo sus primeros metros. Moría de curiosidad por saber cómo sería el resto de su aventura. Había decidido dejarse llevar por él. No esperaba que alcanzase una velocidad de vértigo cuando sólo habían pasado un par de años desde aquel día en la terraza.
Su novio quería experimentar. Pronto comenzó a hacerle partícipe de sus fantasías. Le hablaba de otras chicas. Amigas suyas, antiguas novias algunas... En los momentos más íntimos él le susurraba sus sueños más profundos, que casi siempre incluían a alguna otra mujer. La convenció de que era normal que él tuviese ese tipo de deseos y le narraba con detalle cómo serían las escenas que podrían vivir si ella quisiera, cómo sería cuando tocara a otras, cómo ellas la tocarían, lo que le harían sentir con sus lenguas en su clítoris, hasta que esa fantasía acabó siendo también la de Eva.
El primer día que se decidió por fin, se sintió algo cohibida. Su pareja había quedado con una antigua novia que, según decía él, era una chica muy liberada y con la que todo sería maravilloso. A Eva le pareció una belleza. Se llamaba Ariel. Estaban en un hostal de mala muerte. Su novio, tan niño de papá y sofisticado, había querido preparar ese escenario. Eva le veía gozar, tumbado sobre la otra, las piernas y los brazos entrelazados, comiéndose a besos. Les miraba desde la silla en la que se había sentado, vestida, sin saber qué se esperaba de ella.
Su novio le había explicado que no debía sentir celos, que eso sería antinatural, que él a quien quería era a ella. Y sin embargo, en ese momento, que ya había llegado, no sabía cómo se sentía. En contra de lo que pensaba que iba a suceder, celosa no. Le daba igual, ni siquiera viendo cómo su novio se entregaba de aquella manera a otra mujer. Sí, extraña y fuera de lugar, sentada como observadora de guerra. También insegura de su propia sexualidad al verse excluida.
La chica era muy guapa, tal vez ella no lo era tanto. Tenía un cuerpo torneado y ágil, tal vez el suyo era menos atrayente para él. Un nerviosismo incontrolado le atenazaba la garganta, como cuado tenía muchas ganas de llorar pero las lágrimas en vez de acumularse en los ojos parecía que se apelotonaban en su tráquea, provocándole un dolor agudo y asfixiante.
Él la llamó. Le dijo que se desnudara y que se tumbara a su lado. Temblando un poco le obedeció. Comenzó a besarla, a apretarle un pecho con la mano retorciendo un pezón, mientras le pedía a Ariel que le hiciese una felación. Eva empezaba a sentirse excitada. Su novio la tocaba a ella con una mano y con la otra hacía a la chica bajar la cabeza, para que la estimulación fuese profunda. Acabó derramándole el semen por la cara. Luego se dedicó un rato a acariciarlas a las dos a la vez, pellizcando cuando quería.
Les pidió que se besasen, que se acariciasen para él.
Eva comenzó a tocarla lentamente, con más curiosidad que deseo, por saber cómo estaba hecha otra mujer. Ariel mantenía los ojos cerrados. Le acarició los senos, los apretaba un poco, eran muy bonitos. Bajó tímidamente hasta su pubis. Su novio estaba disfrutando. Supuso que le gustaría verle actuar de la forma que él lo hacía, así que separó las piernas de la chica con las manos y venciendo sus reparos, le introdujo los dedos. Comenzó a moverlos, mientras con el pulgar masajeaba su clítoris en círculos, como a ella le gustaría que se lo hicieran. La otra gemía, se retorcía de placer.
Su novio volvió a excitarse. Las hizo moverse y las colocó a las dos en la misma posición, sobre sus codos y rodillas y con las piernas abiertas, mientras las penetraba ahora a una, luego a la otra, a su antojo, hasta que se vació dentro de Eva y cayó derrumbado.
A esa experiencia siguieron otras muchas. Si en los primeros encuentros concertados él participaba activamente, dejó de hacerlo para sentarse sólo a observarlas, a dar instrucciones. Unas veces era con una mujer, otras veces con varias. Eva llegó a conocer de esta forma a muchas de las chicas que habían formado parte de la vida de él. Todas ellas ávidas de nuevas experiencias, de goces distintos, calientes y expertas en mil batallas. Iba ordenando qué tenía que hacer cada una en los encuentros amorosos, desde su trono, sobre todo a Eva. Le decía cuándo tenía que chuparle a una la punta de los pechos, cómo ir bajando con la lengua y los labios hasta el pubis de otra, cuándo lamerle el clítoris, cuándo debía girarse en un sesenta y nueve para besarla y succionarla.
Luego en casa, él se acostaba con ella, aún excitado por lo que había visto, y le gemía al oído lo que más le había gustado. Eva no llegó a hacerse amiga de ninguna de ellas. Todas salían de su vida como habían entrado, sonrientes y húmedas.
A Eva le pareció durante un tiempo muy largo estar viviendo un sueño, lujurioso y sensual, pero a medida que pasaron los años, en contra de lo que su novio esperaba, cada vez le costaba más decidirse. Él la animaba, la iba calentando recordándole todo lo que podría sentir, mientras la tocaba y le ofrecía más y más copas, con las que relajar su rechazo. Cada vez proponía cuadros más y más rocambolescos en los que él era el único hombre y Eva se dio cuenta de que no quería eso realmente, de que lo hacía sólo por él, y de que al final su propio placer no contaba.
Un día, por fin, consiguió dejarle.
Entre los brazos del profesor de baile, rodeada de gente, se sentía de nuevo fuerte, sexualmente poderosa, y le deseó como hacía muchos meses, que no deseaba de verdad a nadie. Cerraba los ojos y al ritmo de la música notaba que en su cerebro despertaban con violencia la pasión y la lujuria. Se sentía correspondida y objeto del deseo de él, no por ser parte de ninguna situación extraña, sino por ella misma. Por su cuerpo y por su sensualidad.
Acabaron en la casa de Mateo, bebiendo ron y sobándose como locos mientras seguían bailando por todas las habitaciones. Mientras le metía las manos por dentro de la ropa interior pegaba su boca a la oreja de ella.
—Qué bonita eres..., —le susurraba— ¿Qué hace una chica como tú aquí?... Mírate en el espejo, eres una mujer fácil..., te voy a follar como yo quiera, ahora mismo...
Eva estaba loca de deseo, trastornada. Se lo hizo de forma salvaje. Era el segundo hombre con el que estaba en su vida y pensaba que su corazón iba a dispararse, no se esperaba una situación así. Mateo la penetró durante horas, en todas las posiciones, golpeándola suavemente con una pequeña fusta que tenía sobre la mesilla. Parecía que su excitación no paraba de crecer, que la dureza de su miembro no iba a acabarse nunca.
Eva tuvo varios orgasmos. Estaba exhausta. Se despertó con tal sensación de confusión que tardó varios minutos en descubrir dónde estaba. Recordó la noche anterior y mientras su cerebro trataba de volver a conectar lentamente sus neuronas, sintió que la puerta de la habitación se abría a sus espaldas y se volvía a cerrar suavemente.
Mateo se tumbó a su lado, pegó su cuerpo desnudo al de ella, que seguía de cara a la pared, y sintió cómo le acariciaba con suavidad la cadera, cómo se deslizaba hacia su vientre y bajaba a su pubis. Aún estaba amodorrada, recorriendo cada miembro de su cuerpo con su mente para asegurarse de que todo estaba ahí cuando notó que la caricia de él pasaba de dulce a impaciente, notó en sus nalgas su pene duro, su pecho musculoso clavado en ella, y cómo él buscaba su abertura otra vez para penetrarla de nuevo desde atrás. Fue menos frenético que la noche anterior pero igual de intenso. Le encantaba sentirse manejada por sus fuertes manos, dejarse hacer, dejarle gozar lo que quisiera, oírle repetir: «Mami, mami» en su oído, constantemente, sentirse invadida, llena..., deseada.
Cuando se fue de su casa no había un solo centímetro de su piel que no le doliera. Se miró en el espejo del baño cuando llegó y descubrió que estaba llena de pálidos moratones. Se había despedido de ella con un cariño que le sorprendió.
Desde entonces la llamaba varias veces al día para decirle que la adoraba, que quería que fueran novios, para pedirle una relación en exclusiva. Eva estaba tentada a aceptar. Se dejaba llevar y no le dijo ni que sí ni que no, pero no le seducía nada la idea de atarse a un hombre tan poco tiempo después de la liberación de su anterior condena.
Además, Mateo había sido tan estimulante, tan bueno en el sexo, que lo que le produjo fue el deseo de probar otros sabores. Se veía a sí misma como si hubiera errado por el desierto durante años, muerta de sed y hambre, y descubriera un vergel, con todo tipo de frutas, de animales, de bebidas, y todas a su disposición. Le asombraba lo fácil que era alimentarse en ese oasis. Con sólo extender una mano, con sólo dirigir su vista en una dirección, nuevos platos aparecían ante sus ojos. Despertaba la pasión y el deseo en todo tipo de hombres. Ya no tenía veinte años, pero se sentía mejor que entonces. Mucho mejor. Más segura, más decidida, más consciente de su valor y de lo que podía ofrecer. Y su mercancía gustaba, pujaban por ella. Se sentía exultante y aun un poco sobrecogida por su propio poder.
Las discotecas de bailes latinos fueron una catapulta para su sensualidad adormecida. Convenció a varias de sus amigas para que la acompañaran y pronto aquellos lugares se convirtieron en el centro de su mundo. Las tardes de los viernes y de los sábados las pasaban allí, invariablemente, las noches en las camas de aquellos que más le habían gustado ese día.
Estaba enfebrecida. Adoraba su libertad como a un dios pagano al que ponía flores y besaba en la boca. Amaba intensamente a todos aquellos hombres que pasaban por su cuerpo durante el rato que disfrutaba de ellos, para olvidarles después, en cuanto su calor se disipaba de su piel con el agua de la ducha.
Salía del trabajo y acudía a clases de salsa. Empezó a asistir regularmente a la academia donde trabajaba Mateo, sobre todo por la insistencia de él, que se quejaba amargamente de que le evitaba, de que nunca la veía los fines de semana.
Eva le mentía. Le contaba que no había podido salir, o que había tenido que hacer tal o cual cosa. Entre semana se acostaba con él, no todos los días, pero sí muchos de ellos. A veces, incluso después de volver de hacerlo con alguno de sus nuevos amigos. Mateo estaba cada vez más celoso, más posesivo, la olfateaba buscando el olor de otro hombre. Alguna vez creyó notar el rastro de otro en su cuerpo y se enfurecía. Un día, mientras la penetraba, le preguntó si había estado con otro, si algún hombre le hacía también eso, y ella sólo se rio. Entonces él la abofeteó, mientras seguía empujando a golpes dentro de ella. Eva tuvo un orgasmo largo, muy largo. Cuando se relajó le dijo que jamás, jamás en toda su vida, volviera a hacerle aquello. No había sido parte de un juego sexual, la había castigado y ella no era de su propiedad, ni de la de nadie.
Se propuso no volver a verle. Él le llamaba, le suplicaba, le pedía perdón, pero Eva estaba de vuelta de algo parecido al infierno, y quien ha salido de él sólo espera no ser tan tonto como para caer de nuevo. Y ella no pensaba hacerlo.
Las clases de salsa siguieron siendo un filón de nuevas experiencias. La sensualidad del propio baile, la oscuridad de los locales, la calidez de los hombres que acudían a esos lugares le proporcionaba a Eva un catálogo de sensaciones como nunca antes hubiera supuesto. Experimentaba, probaba, se abandonaba a ese nuevo éxtasis que era la lujuria, la real, la decidida por ella misma, sin imposiciones. Aparcaba al fondo de su mente las restricciones aprendidas y se sentía flotar.
Entre sus favoritos estaba Raúl, otro venezolano. Al igual que Mateo, él también era apasionado, a veces rudo, a veces tierno. Cuando la follaba le decía que la quería. Que la quería de verdad, que no podía soportar imaginarla entre los brazos de otro. Le contó que trabajaba para el servicio de inteligencia de su país, que andaba por España buscando narcotraficantes. Que no podía darle más datos, por su seguridad. A Eva esa historia le extasiaba. No sabía si creérselo o no. Su amiga Sara comenzó a llamarle Anacleto, Agente Secreto y se lo pasaban bomba todo el grupo de amigas escuchando las historias con las que Eva ilustraba las veladas de cena todas juntas en su casa, entre el vino, las delicatessen y las risas.
Raúl no era muy imaginativo en la cama, pero lo suplía con una pasión en lo que hacía que la volvía loca. Aunque reconocía lo extraño de la situación, de las historias que contaba, el abismo que los separaba, Eva sentía por él algo muy parecido a lo que había experimentado con su novio al principio de la relación. Le gustaba acariciarle la espalda morena después de hacer el amor, hasta que él se dormía con la cabeza en su seno.
Aun así no confiaba en él, ni en su fidelidad. Hubiera arriesgado hasta el punto de concederle una relación en exclusiva, pero su sexto sentido le pedía frenar, y proteger su corazón.
Supo que había acertado el día que desapareció de su vida, pocos meses después. Tuvo algo que ver una historia confusa que le había contado sobre recoger una maleta en la consigna de una estación de tren, sobre un secreto que no le podía contar, por aquello de su propia seguridad; y que ya sabría de él, que no le olvidase, pero que..., adiós.
A Eva le dolió mucho su abandono. Se había encariñado con él y con sus historias. Había hecho bien manteniendo la distancia emocional, pero aun así no había sido suficiente.
A veces, cuando sonaba el teléfono, lo tomaba en las manos deseando que fuera Raúl, pero no volvió a ocurrir jamás. Ya sólo esperaba que estuviese bien y que fuera feliz.
En alguna de sus noches locas, «catarsis de liberación», las llamaba ella, conoció a Santiago. Santiago era un muchacho muy jovencito de Bolivia que no le quitaba los ojos de encima en cuanto Eva llegaba al local de baile, y que se buscaba la forma de tenerla en exclusiva la mayor parte del tiempo disponible.
Era alto y muy delgado, con el rostro moreno y enjuto, y unos ojos negrísimos. Un inmigrante ilegal que no conseguía los papeles de la residencia porque tampoco había logrado un trabajo que se los pudiese proporcionar. Vivía en un piso en el centro, hacinado entre otros diez chicos en su misma situación, y a Eva se le cayó el alma a los pies en cuanto llegó a la casa, interior, sin ningún orden y nada acondicionada para que tanta gente pudiese vivir con dignidad.
El primer día sintió ganas de salir corriendo. Se daba cuenta de que en realidad no le conocía, de que aquella barriada, y aquel edificio, no le estaban causando ninguna buena impresión. Pero Santiago era adorable así que se dejó llevar por él hasta el interior del piso, en el que estaban cinco de sus ocupantes en ese momento. La casa no tenía más que dos habitaciones y un salón, y los que dormían en la habitación de Santiago se levantaron y se fueron a otro lugar al verle llegar con compañía. Estar en una casa con seis hombres absolutamente desconocidos (a su propio acompañante le conocía de dos ratos) le comenzó a producir una enervante sensación de angustia.
Santiago la tranquilizó. Entendía que no se sintiese cómoda sabiendo que otros cinco tipos estaban en la habitación de al lado. Lo que no imaginaba, y Eva se encargó de disimular, era el disgusto que le producía la propia habitación, y las condiciones que le rodeaban.
Santiago era un chico nervioso, que en cuanto la tuvo desnuda comenzó a desquiciarse y a no poder esperar. La acarició un poco, tocó por aquí y por allá, la besaba amoroso, y pronto se centró en su objetivo, que no era otro que lo que los franceses llamarían la derrièrre de Eva, o sea, su trasero. La colocó rápidamente en posición, se notaba que la excitación le podía y que no podría contenerse mucho tiempo. Con Eva vuelta, comenzó a acariciar la abertura con su pene rígido hasta que encontró el punto que le merecía atención. Justo el orificio más pequeño y cerrado de los que pudo encontrar. Sin lubricante de ninguna clase, aunque con delicadeza, comenzó a empujar, tras una Eva atónita, aún conmocionada por el escenario en el que se encontraba, por toda la gente al otro lado de la puerta, y por la sorpresa de que Santiago tuviese tan claro desde el principio que su meta era la satisfacción de su propio deseo. Prefirió relajarse y esperar acontecimientos, al menos su pene era como él, largo y delgado, y no le estaba produciendo muchas molestias. Santiago comenzó a moverse, gimiendo levemente, y recitando algo que parecía como una letanía. «Sólo falta que se ponga ahora a rezar, entonces sí que salgo corriendo», pensaba Eva.
Decidió, dado que había llegado hasta allí, aprovechar la situación lo mejor posible. Eva intentaba sacar siempre el lado positivo de cada hecho que le ocurría en la vida. Comenzó a acariciarse el clítoris, suavemente, y luego más rápido, hasta que tuvo su orgasmo y se sintió satisfecha.
Santiago tampoco hizo lo que esperaba que hiciera, correrse fuera de ella, sino que descargó dentro, como si fuese a morirse de un momento a otro por lo mucho que temblaba... Y ya. Eso fue todo. Pasados unos minutos fue evidente que el chico no iba a poder recuperarse rápidamente de aquel trance, ni ella tenía ningún interés tampoco. Ni siquiera sabían de qué hablar, por lo que se esfumó de allí lo más rápidamente que pudo.
Semanas después, sin saber muy bien ni por qué ni cómo, acabó nuevamente con él en ese piso. Y la historia se repitió exactamente igual, como un dèja vu, como en la película El día de la marmota. Se juró a sí misma no volver a caer y lo cumplió. Dos veces habían sido ya mucho más que suficiente.
Si había un personaje que Eva no esperaba conocer en los ambientes de salsa, ese era sin lugar a dudas un brahmán hindú. Se llamaba Ravi, y estaba en España terminando un máster. Ravi la sorprendió desde el primer momento por su dulzura y por su amabilidad. Bailaba muy bien, siempre con una sonrisa en los labios. Eva no quiso que su relación con ese chico tan especial fuese un calco de las otras, por lo que esta vez actuó de forma diferente. Se dejó cortejar, se dejó querer y admirar en la distancia, y un día aceptó una invitación a comer, en un restaurante de su país, por supuesto.
A Ravi no le gustaba hablar de la India, ni de su familia. Cuando Eva le interrogaba, llena de curiosidad, por sus costumbres, por las diferencias que pudiesen existir en los comportamientos sociales, él se escurría, ponía excusas, y cambiaba la conversación hacia unos derroteros que no eran aquellos que habían motivado la curiosidad de su amiga. Le decía que en algunas cosas no era tan distinto a Occidente, que había tipos de gente muy diversa, con distinta formación e inquietudes, pero que no le aconsejaba vivir allí, y nada más.
Se vieron varios fines de semana seguidos. Ya no se encontraban en los lugares de salsa, sino que quedaban con anterioridad, tomaban algo y charlaban, y luego se encaminaban juntos a bailar. Eva intentaba que no le monopolizase y a él parecía no importarle. Una de las noches de sábado acabaron en la casa de ella. Ravi era efectivamente cariñoso, alegre y dulce.
No estaba muy bien dotado, pero su imaginación lo suplía con creces. Eva ya se había dado cuenta de que el tamaño del pene era algo que estaba evidentemente muy bien, pero que estropeaba en muchas ocasiones la actuación de algunos de aquellos superdotados, que se limitaban a pensar que sus grandes miembros conseguían todos los placeres del mundo por sí solos, sin mayor esfuerzo por parte de su dueño. La grata sorpresa de encontrar hombres de proporciones más reducidas consistió en constatar cómo se preocupaban en proporcionar placer con el resto de partes de su cuerpo.
Algunas tardes de invierno las pasaron desnudos, en el calor del salón de la casa, mientras fuera nevaba y soplaba un viento blanco. Ravi se había dedicado a inventar o a investigar nuevas formas de dar placer a una mujer, y juntos las ponían en práctica. Eva pensaba que nada era casual, que si efectivamente las estadísticas no mentían sobre los tamaños de los órganos masculinos por países o hasta por continentes, tenía lógica que ellos hubieran popularizado el Kamasutra. Un día compró el propio libro, dispuesto a probar con ella todas y cada una de las posturas que se recomendaban, que eran bastantes menos de las que Eva había oído. Se dieron cuenta de que el libro, que pudo ser muy revolucionario en tiempos remotos, salvo en aquellas posiciones que exigían la flexibilidad de un atleta de circo, estaba ampliamente imbuido en el ars amatoria de casi todo el planeta.
Ravi le habló del sexo tántrico. Sentado uno frente al otro, con las piernas cruzadas, casi tocándose, con la música hindú de fondo, se acariciaban lentamente. Respiraban concentrados, notando cómo el aire entraba en sus pulmones y salía, caliente y vivo. Se tocaban con las yemas de los dedos los brazos, las piernas, el vientre..., muy despacio, sintiendo cada roce como una descarga de electricidad en la piel, que se erizaba a cada paso. Se besaban primero sólo con los labios, luego con las lenguas, inspirando y espirando uno dentro del otro. Cuando el placer de todo el cuerpo era ya casi insoportable Eva se sentaba encima de él y dejaba que su vagina engullese su pene lentamente, que para entonces ardía como una tea. El goce se prolongaba de tal forma que perdían la noción del tiempo y cuando deshacían su abrazo descubrían que no habían pasado veinte minutos, como pensaban, sino cerca de dos horas.
A veces él jugaba con ella. Le decía que se tumbase, que cerrase los ojos y no los abriera, pasara lo que pasara, mientras se dedicaba a recorrerla con los dedos o con la lengua. Otras veces le pedía que se hiciera un bikini de nata.
Eva no se lo pensaba dos veces. Corría a la cocina, sacaba la nata de la nevera y con ella se dibujaba un bikini perfecto, artístico, mientras temblaba de excitación y notaba cómo los pezones se le endurecían por el frío. Volvía al salón con su disfraz y disfrutaba con los ojos de adoración que él le dedicaba, con la lengua ávida que destrozaba su efímera obra de arte. La vida se le escapaba en cada gemido.
Se dejaba hacer, se dejaba amar, y las horas pasaban como en un cálido colchón de espuma, por mucho que nevara fuera. Eva le quería, a su manera, y se lo decía mientras permanecían abrazados. Ravi le juraba que también, aunque había algo en su tono que ponía a Eva en alerta. Tras el «yo también» quedaba flotando, como un objeto extraño un «pero...» que nunca llegaba a materializarse. No quería obsesionarse con esa idea. Su sexto sentido le alertaba otra vez de un peligro inminente, y si había algo que ya sabía de la vida, era que la intuición no falla.
Como en el máster de Ravi había llegado la época de exámenes, dejaron de verse con tanta asiduidad. Eva volvió a acudir a los salones de baile con la frecuencia anterior, y allí conoció a Hans, un hombre noruego que destacaba en cualquiera de las salas tanto por su altura como por lo rubísimo de su pelo, y que bailaba con mucha elegancia. A Eva le gustaba mucho. Su voz era profunda, sus manos, de dedos largos y uñas perfectas y redondas. Había viajado por todos los rincones del mundo, buscando siempre sus esencias, huyendo de las rutas turísticas. Tenía una conversación brillante y amena y una vastísima cultura, fruto de sus viajes.
Quedaron varias veces, en casa de cualquiera de los dos, y allí bebían sin cesar, fumaban marihuana que él siempre tenía y hablaban de sexo. Eran amigos, aunque siempre, tumbados los dos en el suelo, sobre las alfombras, recostados a veces el uno contra el otro, fluía entre ellos una corriente eléctrica, una nube de tensión en la que en cualquier momento podría desatarse una tormenta.
Pero la tormenta no llegaba. Hablaban durante horas de sus vidas, de sus amantes, de lo que les gustaba hacer y que les hicieran, de lo que habían hecho y cómo. Algunas de las escenas a Eva le hubieran parecido, contadas por otro, aberraciones, tal y como las veía en la mente, entre los vapores del alcohol y el humo de la cachimba. Siempre fueron consentidas por ambas partes, le dijo él, y ella lo creía. Eva hubiera probado con él a representar cualquiera de las historias que le narraba con aquella voz tan masculina y tan profunda. Entendía perfectamente que aquellas mujeres se hubieran prestado a hacer cualquier cosa que él les pidiera.
Y sin embargo, nunca pasaba nada. Se despedía de ella con un suave beso en los labios, le decía que era preciosa, y se iba.
A Hans le gustaban las mujeres de piel negra. Eva pensaba que tal vez ese era el motivo por el que no se sentía atraído por ella. Que su pelo rubio y sus ojos azules no le despertaban ningún instinto carnal. Cuando se lo contó, Hans lo negó. Le gustaba, muchísimo —le dijo—, aunque era verdad que no coincidía con su tipo de mujer ideal. Su relación era demasiado especial, su amistad era un tesoro que había encontrado en la oscuridad y no quería perderlo. Ya sabía que cualquier contacto sexual acababa implicando otro tipo de sentimientos, tanto buenos como malos, y él la quería conservar así, como estaba. Además —le añadía a veces—, seguramente la decepcionaría en la cama.
Eva no podía entender cómo podía defraudarla, y a veces se despertaba en medio de la noche, soñando con él. Cuando se lo contaba se excitaban, sin tocarse, sólo sentados juntos. El beso de despedida de uno de esos encuentros fue mas largo de lo habitual, las lenguas entraron en juego.
Volvieron a cruzar el umbral de la puerta, esta vez hacia dentro. Hans la llevó hasta su habitación, la tumbó en su enorme catre. Desnudó a Eva con mimo y le pidió que se tumbara boca abajo y que abriera un poco las piernas, quería contemplarla. A Eva el corazón le latía a tal velocidad que pensó que podría desmayarse.
Con aquellos dedos que tanto le gustaban a ella se dedicó durante largo rato a acariciarla, desde la cabeza hasta los pies. Despacio a veces, bajando en línea, culebreando en las caderas. Eva gemía suavemente y se excitaba, se notaba húmeda, pero no quería girarse para no romper el encanto, aunque él ya estaba desnudo también y se moría por verle.
Hans le introdujo los dedos, comprobó su almíbar, probablemente se lo llevó a los labios, Eva no lo sabía. Llegó un momento en el que ella se volvió, cuando le tenía muy cerca, con la cara casi pegada a la suya, y sin dejar de mirarle a los ojos buscó con su mano entre sus piernas. Encontró que su pene no estaba rígido, como ella esperaba, sino que tenía una consistencia blanda que no iba a permitir una penetración. Se sintió un poco confusa, durante un par de segundos, pero se repuso y con sus dos manos empezó a masturbarle. Hans había dejado de mirarla a la cara. El pene se endureció un poco y él se tumbó encima de ella. Intentaron que penetrase pero no era posible. A cada intento, en cuestión de segundos, perdía la erección necesaria y Eva tenía que volver a empezar con las maniobras sin llegar a conseguir nada, hasta que ambos al unísono decidieron dejarlo y relajarse, tumbados en silencio.
Se separaron pasados unos minutos, él le acarició la cara y se levantó a preparar un té. No volvieron a hablar del tema. Comieron algo y bromearon, nada se había roto. Sólo en la puerta Eva, sin saber muy bien por qué, le dijo que quizás un día deberían volver a intentarlo, aunque no lo pensaba realmente. Él la besó en la frente y la estrechó entre sus brazos.
—Quién sabe... —fue lo único que dijo.
Cuando Eva llegó a casa, llamó a Ravi, al que hacía semanas que no veía. Seguía muy excitada, necesitaba un hombre que la deseara y que le hiciese el amor. No contestó al teléfono. Su máster había terminado y decía que estaba buscando trabajo, por España o por cualquier otro país de Europa, pero una llamada de su padre le había cambiado. Fingía ser el mismo y que todo seguía igual, pero no era cierto. Ya no le hablaba de sentimientos.
Eva llamó a Alfredo, un policía nacional aficionado al baile, de esculpido cuerpo atlético y preciosos ojos verdes con el que se había acostado un par de veces y que era realmente bueno en la cama. Habían tenido un problema unos días antes causado por el Facebook de Eva y unos mensajes en su muro que otros le habían escrito y que a él no le habían hecho gracia. Era un celoso patológico. Le había jurado una y mil veces que jamás volvería a verla, pero ella sabía que en cuanto le llamase reaccionaría.
Media hora después entraba por la puerta de su casa. Eva le recibió medio desnuda, como a él le gustaba. Nunca le quitaba todo, prefería que parte de la ropa interior siguiera puesta. Se abrazó a él en cuanto llegó, aún con el picaporte en la mano, y se frotó contra su cuerpo, mimosa, como una gata en celo, mordiéndole los labios y lamiéndole los lóbulos de las orejas. Él la cargó en sus brazos, con las piernas de ella rodeando sus caderas y la tumbó en el largo mueble del recibidor. Le separó las copas del sujetador, dejando los pechos al aire y con una mano le apartó el tanga, dejando su vulva abierta y disponible. Con la otra mano se abrió los pantalones y la penetró. No habían pasado ni dos minutos desde que había entrado por su puerta y ya le tenía dentro de ella, empujando sin piedad, amasando sus senos y pellizcando sus pezones con furia. Le metía los dedos en la boca y ella se los chupaba imaginando cómo luego le chuparía el pene. Podría haberse echado a llorar de felicidad, pero no creía que él fuera a interpretarlo correctamente. Se retorcía de placer.
Alfredo conocía la casa. La levantó nuevamente, sin dejarla llegar hasta el orgasmo y la llevó hasta el comedor. De espaldas a él la colocó contra el respaldo del sofá y le hizo bajar la cabeza, de forma que así podría penetrarla como y por dónde quisiera. Tiraba del encaje del tanga hacia arriba, de forma que se lo restregaba contra el clítoris, una y otra vez, hasta que se lo apartó del todo y ella sabía lo que eso significaba.
Volvió a penetrarla, tenía el pene tan duro y era tan grande que se estaba volviendo loca. Con las dos manos a la vez le amasaba ahora las nalgas, abriéndolas, cerrándolas, dejando su otra abertura abierta a veces. Eva sabía lo mucho que le gustaba follarle el culo y jugar al pespunte por lo que se había lavado a conciencia. No iba a poder aguantar la tentación mucho tiempo, notaba sus ojos clavados ahí mismo. Le dio unos azotes, con fuerza, con la palma abierta, los suficientes para enervarla más, si eso era ya posible.
Comenzó a introducir su dedo índice en el ano, que estaba húmedo, como toda ella. Luego dos dedos, sin dejar de empujar, hasta que él consideró que estaba ya tan esponjoso como la vulva, y la penetró por detrás, arrancándole gritos de gozo.
A Eva le gustaba que los hombres le hablaran mientras la follaban, y Alfredo siempre decía lo que ella quería oír en cada momento. Sodomizada, con sus uñas clavadas en las caderas, el clítoris frotado sin piedad por la tela del tanga y los pechos aplastados contra los cojines de terciopelo, Eva se olvidó del mundo y tuvo un largo orgasmo, mientras él salía de su ano para penetrar su vulva, y luego su ano otra vez, y de nuevo la vulva, sin cesar, cada vez más rápido, cada vez más salvaje, mientras gemía y decía lo mucho que le gustaba, lo maravillosa que era, el culo tan increíble que tenía Siempre elegía la vulva para correrse, pero esta vez, tras muchas embestidas dentro de ella se inclinó sobre su espalda y agarrándola por el pelo le susurró que todavía no se la había chupado. Le preguntó si quería hacerlo y ella gimió que sí, que deseaba hacer lo que él quisiera, que quería metérsela en la boca.
Se arrodilló frente a él y comenzó a lamer aquel miembro que le gustaba tanto, a metérselo entero en la garganta, como si fuera un caramelo. Alfredo le apartó con suavidad la mano con la que ella sostenía la base de su pene y colocó la suya. Empezó a masturbase, la boca de Eva lamiendo la punta, succionando, con las dos manos sujetando sus fuertes muslos, como si volviera sedienta de vagar por el desierto y necesitase febril que manase ya aquel agua.
Ella sabía que a los hombres les gustaba mirar, que necesitaban ver, no sólo sentir, así que mientras él sujetaba su cabeza con su mano izquierda se apartó un poco, la boca abierta, para que él pudiera ser testigo de cómo su semen caía en sus labios, cómo lo recogía con la lengua, golosa, cómo relamía la punta de su pene buscando más y cómo tragaba una parte mientras otra caía por las comisuras y la empujaba de nuevo para adentro con los dedos, sin dejar de chuparlos.
Alfredo se fue unas horas después, tras la pequeña fiesta que había acabado en un misionero maravilloso, y mientras Eva se estaba quedando dormida, en su cálida y acogedora cama, el teléfono sonó dos veces. Una llamada era de Hans, la otra, unos minutos después, era de Ravi. No respondió a ninguna de las dos. No quería que nada perturbase ese instante en el que le vencía el sueño, aquél momento de paz.