5. RIO DE HIELO

LA LUNA ASOMABA por detrás del edificio Chrysler, ya era tarde y se iban encendiendo las farolas; los coches reptaban calle abajo emitiendo un rumor sordo, y el aguanieve tableteaba contra la ventana. Lou Levy encendía y apagaba su magnetófono; llevaba un diamante reluciente en su dedo rosáceo, y el humo de su cigarro lo envolvía de un halo azul. El lugar semejaba una sala de interrogatorios: había una lámpara de techo parecida a un frutero sobre nuestras cabezas, y dos lámparas de pie de latón. A mis pies, las tablas del parqué estaban dispuestas de modo que formaban dibujos decorativos. Era una habitación triste abarrotada de revistas de la industria de la música —Cashbox, Billboard— y gráficos de medición de audiencia, con un viejo archivador en un rincón. Aparte del escritorio de metal de Lou, había un par de sillas de madera. Yo estaba sentado en una de ellas, inclinado hacia delante, rasgando unos acordes a la guitarra.

Había llamado a casa hacía poco. Lo hacía como mínimo un par de veces al mes desde alguno de los incontables teléfonos públicos esparcidos por la ciudad. Las cabinas eran como santuarios. Entrabas en ellas, cerrabas la puerta de acordeón y te recluías en un mundo íntimo y libre de porquería, ajeno al ruido de la ciudad. Las cabinas proporcionaban intimidad, pero no así las líneas telefónicas en mi tierra. Allí, las viviendas tenían línea compartida, y ocho o diez familias se servían de la misma, aunque con números diferentes. Cuando descolgabas raramente estaba libre. Siempre se oían otras voces. Nadie decía jamás nada importante por teléfono ni solía extenderse mucho. Si querías hablar con alguien, normalmente lo hacías en la calle, en un solar, en un sembrado o en un café, nunca por teléfono.

Introduje la moneda en la ranura y llamé a la operadora para solicitar una conferencia a cobro revertido. La comunicación se estableció enseguida. Yo quería que todos supieran que estaba bien. Mi madre solía contarme las pocas novedades que hubiese. Mi padre tenía su propia manera de ver las cosas. Para él la vida consistía en trabajar duro. Pertenecía a una generación que profesaba otros valores, admiraba a otros héroes y escuchaba otra música, y no estaba muy seguro de que la verdad nos hiciera libres. Era pragmático y siempre salía con algún consejo críptico, como «recuerda, Robert: en la vida puede pasar de todo. Incluso si no tienes todo lo que deseas, da las gracias por aquello que no tienes y que no deseas». Concedía una gran importancia a mi educación. Le habría gustado que fuera ingeniero mecánico. Sin embargo, en la escuela me costaba mucho trabajo sacar notas decentes. No tenía madera de estudiante. A mi madre —que Dios la bendiga—, que siempre me había defendido y había estado de mi lado en casi todo, le preocupaba más «la cantidad de tejemanejes que hay en el mundo» y añadía: «Bobby, no olvides que tienes parientes en Nueva Jersey». Ya había estado en Jersey, pero nunca para visitar a los parientes.

Lou apagó el enorme magnetófono después de escuchar atentamente una de mis canciones originales.

—Woody Guthrie, ¿eh? Interesante. ¿Qué te llevó a escribir una canción acerca de él? Me gustaba ir a verlo actuar con su colega Leadbelly. Tocaban a menudo en la sala de actos del sindicato de trabajadores textiles, en la avenida Lexington. ¿Has escuchado alguna vez You Can’t Scare Me, I’m Sticking to the Union’?

Claro que la había escuchado.

—¿Qué se sabe de él?

—Oh, está en Jersey. En el hospital.

Lou mascó ostensiblemente el puro.

—Nada grave, espero. ¿Qué otras canciones tienes? Quiero oírlas todas.

No tenía muchas, pero podía apañar algunas composiciones in situ, haciendo un refrito de versos de viejas baladas de blues, añadiendo una línea original aquí y allá, cualquier cosa que se me ocurriera, e inventándome un título. Traté de hacerlo lo mejor que podía, tenía que justificar lo que estaba percibiendo. Nada podría convencerme de que era un cantautor, pues no lo era, al menos en el sentido convencional de la palabra. Definitivamente, no tenía nada que ver con aquella gente que se mataba trabajando en el edificio Brill, la factoría de canciones que se hallaba a unas pocas manzanas de allí, aunque para mí era como si estuviera en la otra punta del universo. Allí producían en serie los temas facilones que llegaban a las listas de éxitos de la radio. Jóvenes cantautores como Gerry Goffin y Carole King, o Barry Mann y Cynthia Weil, o Pomus y Shuman, Leiber y Stoller eran los compositores estrella del mundo occidental. Todos los temas populares de melodías pegadizas y letras sencillas que invadían las ondas como grandes composiciones eran obra suya. Uno de mis favoritos era Neil Sedaka porque escribía e interpretaba sus propias canciones. Mi camino nunca se cruzó con el de ninguna de esas personas porque las canciones populares no guardaban la menor relación con el folk ni con el panorama musical del centro de la ciudad.

Yo estaba metido en el rollo tradicional con T mayúscula y lo más alejado posible del ambiente quinceañero. Ante la grabadora de Lou podía sacar canciones de la nada basándome en la estructura de la música folk, con toda naturalidad. En cuanto a componer seriamente, los temas que me habría gustado escribir, si hubiese tenido el talento suficiente, eran los que deseaba cantar. Aparte de Woody Guthrie, no conocía a nadie capaz de ello. Sentado en el despacho de Lou, evocaba frases y versos basados en el material que conocía: Cumberland Gap, Fire on The Mountain, Shady Grove, Hard, Ain’t It Hard. Cambiaba unas palabras por otras y añadía cosas de mi cosecha aquí y allá. Nada serio ni realmente elaborado, simplemente progresiones típicas del modo mayor, y de vez en cuando algún recurso propio del modo menor, en la línea de Sixteen Tons. Con esa melodía se podían componer más de veinte canciones con sólo introducir leves modificaciones. En ocasiones insertaba versos de viejos espirituales o de temas de blues. No tenía nada de malo; todo el mundo lo hacía. Tampoco requería un gran esfuerzo mental. Normalmente, empezaba con algo como una frase conocida de toda la vida y agregaba una nueva para darle la vuelta, de modo que juntas significaran algo totalmente distinto. No practicaba mucho esta técnica ni me devanaba los sesos con ella: no pensaba empleada en concierto.

Lou nunca había oído una cosa parecida, pero se mostraba tan inexpresivo que no logré sacar en claro qué opinaba al respecto. De vez en cuando, paraba la máquina y me pedía que empezara de nuevo. «Suena bien», me decía y me animaba a repetirlo. Cuando esto sucedía, yo solía hacer algo distinto porque no había prestado atención a lo que acababa de cantar, de modo que me era imposible reproducir exactamente lo que Lou había escuchado. Yo no tenía idea de lo que él pensaba hacer con todo aquello. No había nada más apartado de lo convencional. Leeds Music había editado canciones como Boogie Woogie Bugle Boy, C’est si bon, Under Paris Skies, All or Nothing at All, algunas de Henry Mancini como Peter Gunn, I’ll Never Smile Again y todas las que se habían compuesto para Bye Bye Birdie, un gran éxito de Broadway.

La canción que me había abierto las puertas de Leeds Music, la que había convencido a John Hammond de llevarme hasta allí, no era una composición muy accesible, sino una suerte de homenaje, tanto por la melodía como por la letra, al hombre que había marcado el punto de partida de mi identidad y destino: el gran Woody Guthrie. La escribí pensando en él y me inspiré en la tonada de una de sus viejas canciones, sin sospechar que acabaría por componer mil más. Mi vida cambió para siempre el día que me pusieron un disco de Woody en Minneapolis, unos años atrás. Al escucharlo sentí como si hubiera estallado una bomba de un millón de megatones.

En el verano de 1959, estaba en Minneapolis, después de abandonar mi casa a principios de primavera. Venía del norte de Minnesota, de Mesabi Range, la región de las minas de hierro, capital del acero de Estados Unidos. Había crecido en Hibbing, pero había nacido en Duluth, unos ciento veinte kilómetros al este, a la orilla del lago Superior, que los indios denominan Gitche Gumee. Aunque vivíamos en Hibbing, ocasionalmente subíamos al viejo Buick Roadmaster de mi padre y nos íbamos a pasar el fin de semana a Duluth. Mi padre había nacido y crecido en ese lugar, y aún tenía allí a sus amigos. Se crió con cuatro hermanos, y había trabajado toda su vida, incluso de niño. A los dieciséis años, vio que un coche se estampaba contra un poste de teléfono y estallaba en llamas. Saltó de la bicicleta, corrió hasta el conductor y lo sacó, protegiéndole el cuerpo con el suyo propio, arriesgando la vida por salvar a un desconocido. Tiempo después, acabó por matricularse en la escuela nocturna para tomar clases de contabilidad. Cuando yo nací, él trabajaba para la Standard Oil de Indiana. La polio, que le había dejado cojo, también lo obligó a marchar de Duluth. Perdió su empleo y por eso fuimos a dar allí, acabamos en el Cinturón del Hierro, de donde venía mi familia materna. Cerca de Duluth, tenía primos al otro lado del puente colgante de Superior, Wisconsin, conocido centro de juego y prostitución. Algunas veces me alojaba en su casa.

Lo que más recuerdo de Duluth son los cielos de color gris pizarra, las inquietantes sirenas de los barcos, las tormentas violentas que siempre parecían venir a por ti y los despiadados y aulladores vientos procedentes del gran y misterioso lago negro en el que se levantaban traicioneras olas de tres metros. La gente decía que adentrarse en el agua era un suicidio. La mayor parte de Duluth se asienta en una pendiente. No hay un centímetro de tierra llana allí. La ciudad está construida sobre una cuesta, y siempre te ves subiendo o bajando.

En cierta ocasión, mis padres me llevaron a ver un mitin de Harry Truman en el parque Leif Erickson de Duluth. Leif Erickson era un vikingo supuestamente llegado a esta región mucho antes de que los peregrinos desembarcaran en Plymouth Rock. Por entonces yo debía de contar siete u ocho años, pero resulta sorprendente que aquellas sensaciones sigan tan vivas en mi mente. Recuerdo la emoción que me causaba estar allí entre el gentío, sentado sobre los hombros de uno de mis tíos, con mis pequeñas botas y sombrero de vaquero. Me contagié del entusiasmo del público al oír las aclamaciones y las manifestaciones de júbilo que le dedicaban a Truman… Truman, con su sombrero gris y su figura delgada, hablaba con el timbre y tono nasal de un cantante country. Me hipnotizaron su dicción arrastrada, su seriedad y el modo en que la gente estaba pendiente de cada palabra que pronunciaba. Unos años más tarde, llegó a decir que la Casa Blanca era como una celda. Truman era un tipo campechano. Una vez llegó a amenazar a un periodista por poner en duda las habilidades como pianista de su hija. En Duluth no hizo nada de eso.

La parte superior del Medio Oeste era una zona muy activa políticamente y extremamente volátil, donde tenían cierto peso el Partido Agrícola del Trabajo, los socialdemócratas, los socialistas y los comunistas. Era un personal difícil de complacer y que simpatizaba poco con los republicanos. Siendo senador y antes de ser elegido presidente, John Kennedy pasó por Hibbing en su gira de campaña, pero fue seis meses después de que yo me marchara. Mi madre me contó que dieciocho mil personas acudieron a verlo al monumento a los veteranos. Había personas colgadas de las vigas y otras fuera, en la calle. Según mi madre, Kennedy era un rayo de esperanza y había entendido perfectamente en qué parte del país se hallaba. Pronunció un discurso heroico que llenó de ilusión a la gente. El Cinturón del Hierro era un área poco visitada por los políticos conocidos a escala nacional o los personajes famosos. (Woodrow Wilson había estado allí a principios de siglo y había hablado desde un furgón de cola. Mi madre también lo había visto, cuando tenía diez años.) Si yo hubiera sido votante, habría votado a Kennedy sólo por haber venido hasta aquí. Ojalá hubiera asistido a su mitin.

Mi familia materna es de una pequeña ciudad llamada Letonia, situada al otro lado de las vías del tren, no muy lejos de Hibbing. En sus orígenes, la ciudad constaba de un almacén, una gasolinera, algunos establos y una escuela. El mundo en el que yo crecí era distinto, algo más moderno, pero todavía repleto de caminos de grava, marismas, colinas de hielo, árboles imponentes a las afueras, bosques frondosos, lagos prístinos de todos los tamaños, minas, trenes y carreteras angostas. Eran habituales los inviernos a veinte grados bajo cero con una sensación térmica de treinta bajo cero, las primaveras de deshielo y los veranos calurosos y húmedos, con un sol abrasador y temperaturas que subían por encima de los treinta y cinco grados. Veranos plagados de mosquitos que te picaban a través de las botas e inviernos de ventiscas que podían matarte por congelación. Los otoños eran maravillosos.

En aquellos años, me dedicaba básicamente a esperar a que llegara mi momento. Sabía que había un mundo mucho más grande ahí fuera, pero aquel en el que vivía tampoco estaba mal. Como no había muchos medios de comunicación de masas, la vida se reducía básicamente a lo que uno veía en torno a sí. Las cosas que solía hacer de crío eran las que pensaba que todo el mundo hacía: participar en desfiles, organizar carreras de bicis, jugar a hockey sobre hielo… (no se esperaba que todo el mundo jugara al baloncesto o al fútbol americano, pero sí que supiese patinar y jugar al hockey). Además, nos gustaba bañarnos en riachuelos, pescar en estanques, montar en trineo y agarrarnos del parachoques trasero de un coche y deslizarnos con los pies sobre la nieve; los fuegos artificiales del 4 de julio, construir casitas sobre los árboles… Había un sinfín de formas de pasar el tiempo. También se podía saltar fácilmente a un tren de mercancías y sujetarse de las escalerillas de hierro laterales para dirigirse a uno de los varios lagos de la zona y darse una zambullida. Lo hacíamos a menudo. De niños, también disparábamos con escopetas y carabinas de aire comprimido y de las buenas —del 22— contra latas, botellas y ratas gordas de vertedero. También entablábamos batallas de tirachinas. Hacíamos nuestros tirachinas con ramas de pino cortadas en forma de L. Se agarraban por el extremo más corto, que llevaba una pinza de ropa pegada con cinta adhesiva. El caucho que por entonces extraíamos de las cámaras de los neumáticos era auténtico, una goma gruesa que cortábamos en tiras circulares, atábamos con un lazo y extendíamos desde el percutor, que era la punta de la pinza, hasta el extremo del cañón. Cuando sostenías el arma por la empuñadura (las podías hacer de tamaños diferentes) y la apretabas, la goma salía disparada hacia delante con una fuerza súbita y violenta que te permitía dar en un blanco situado a tres o cuatro metros de distancia. Podías hacerle daño a alguien. Si te alcanzaban, escocía como el demonio y te salían ronchas. Estos juegos se sucedían a lo largo de todo el día. Normalmente, nos dividíamos en equipos al comienzo de cada juego. Después de eso no quedaba más que rezar para que no te sacaran un ojo. Algunos chavales llevaban hasta tres o cuatro armas. Si te daban, tenías que refugiarte bajo un árbol y esperar a que empezara otra tanda del juego. Un año todo cambió porque las minas empezaron a utilizar para sus camiones y tractores cámaras de goma sintética, que no era tan buena ni precisa como la auténtica. Se soltaba a menudo del extremo del cañón, y a veces caía al suelo tras recorrer poco más de un metro en el aire. Aquello no funcionaba. Ahora pienso que si alguien utilizara goma de verdad le parecería que está jugando con balas explosivas.

Por la misma época en que apareció la goma sintética, surgieron los cines al aire libre. Al principio se trataba de una actividad familiar, porque había que tener coche para ir. También había otras cosas. Carreras de camionetas en las noches frescas de verano, en su mayoría modelos Ford del 49 o 50 abollados, armatostes como ataúdes, cajas contrahechas, barras antivuelco y extintores; con los asientos arrancados, las puertas soldadas, petardeando, pegando sacudidas, frenazos y derrapes en una pista de casi un kilómetro, dando vueltas de campana sobre el camino sembrado de vehículos desguazados. Había circos de tres pistas que venían a la ciudad varias veces al año y ferias en toda regla con sus rarezas humanas, cabareteras y artistas cuya actuación consistía en hacer cosas repulsivas. En la feria del condado asistí a uno de los últimos espectáculos de revista en los que los blancos se pintaban de negro. Estrellas muy conocidas de country-western tocaban en el monumento a los veteranos, y una vez Buddy Rich y su banda actuaron en el auditorio de la escuela. El acontecimiento más emocionante del verano era cuando venía el equipo de astros de sófbol del Rey y su Corte y desafiaba a los mejores jugadores del condado. Si te gustaba el béisbol no podías perdértelo. El Rey y su Corte eran cuatro jugadores: lanzador, receptor, primera base y un entrebase. El lanzador era asombroso. Unas veces lanzaba desde la segunda base, otras con una venda en los ojos, y otras por entre las piernas. Muy pocos conseguían darle a la bola cuando él lanzaba, y el Rey y su Corte nunca perdían un partido. La televisión ya había llegado, pero no todas las casas tenían un receptor. Recuerdo aquellas pantallas redondeadas. Los programas solían empezar a emitir hacia las tres de la tarde una carta de ajuste que duraba unas horas. Después ponían programas realizados en Nueva York o Hollywood. Hacia las siete o las ocho finalizaba la emisión. No había mucho que ver… Milton Berle, Howdy Doody, Cisco Kid, Lucy y su esposo, el director de orquesta cubano, Desi, la familia de The Father Knows Best, donde todos iban muy elegantes incluso en su propia casa. No era como en las grandes ciudades, donde pasaban muchas más cosas por televisión. Nosotros no recibíamos American Bandstand ni otros programas dedicados a la música moderna. Naturalmente, había otras cosas que hacer. Aun así, eran cosas de ciudad pequeña, estrecha, y provinciana, donde todos saben la vida y milagros de los demás.

Ahora, por lo menos, estaba en Minneapolis, donde me sentía liberado y lejos, sin intención alguna de regresar. Había llegado sin avisar en un autobús de Greyhound. Nadie me esperaba, nadie me conocía y eso me gustaba. Mi madre me había dado la dirección de un club estudiantil en University Avenue. Mi primo Chucky, al que apenas conocía, había sido su presidente. Cuatro años mayor que yo, sacaba muy buenas notas en todas las asignaturas durante sus años de instituto; además, era capitán del equipo de fútbol americano, encargado de pronunciar el discurso de despedida, delegado de la clase. No era de extrañar que lo hubieran nombrado presidente del club. Mi madre me dijo que le había planteado a mi tía la posibilidad de llamar a Chucky para que me dejara alojarme allí; al menos, durante el verano, cuando casi todos sus residentes estaban ausentes. Al llegar me encontré con un par de chicos, y uno de ellos me dijo que podía ocupar una de las habitaciones de arriba, la del final del corredor. Era un cuartucho con una litera y una mesa junto a una ventana desprovista de cortinas. Dejé mis maletas y eché un vistazo al exterior.

Supongo que venía buscando lo que había leído en el libro En el camino: la gran ciudad, su ritmo frenético, su sonido, lo que Allen Ginsberg había denominado el «mundo de las máquinas de discos de hidrógeno». Quizá había vivido en él toda la vida, ¿quién sabe? Nadie lo llamaba así. Lawrence Ferlinghetti, otro de los poetas beatniks, lo había calificado como «el mundo a prueba de besos con asientos de retrete de plástico, Tampax y taxis». No estaba mal, pero en mi opinión el poema «Bomb» de Gregory Corso da más en el clavo y encaja mejor en el espíritu de los tiempos; habla de un mundo residual y totalmente mecanizado, de buscavidas y ajetreo, con cantidad de estantes por limpiar y cajas por apilar. No iba a cifrar mis esperanzas en aquello. Creativamente, no daba mucho de sí. Yo había aterrizado ya en un universo paralelo, en cualquier caso, en el que imperaban principios y valores más arcaicos; un universo de acciones y virtudes a la vieja usanza y en el que juzgar al prójimo estaba fuera de lugar; una cultura con mujeres forajidas, supermatones, adoradores del diablo y verdades evangélicas, calles y valles, ricas turberas, terratenientes y petroleros, Stagger Lees, Pretty Pollys y John Henrys. Un mundo invisible que se erguía hasta las alturas con sus muros de relucientes corredores. Todo estaba allí, y bien a la vista —ideal y temeroso de Dios—, pero tenías que salir a buscarlo. No venía servido en bandeja de plata. La música folk era una realidad que pertenecía a una dimensión más brillante. Trascendía la comprensión humana y si oías su llamada, podías desaparecer absorbido por ella. Me sentía como en casa en este mítico reino integrado no tanto por individuos cuanto por arquetipos, arquetipos de humanidad vívidamente perfilados, de forma metafísica, almas turbulentas imbuidas de conocimiento natural y sabiduría interior, todas merecedoras de cierto respeto. Todo aquel espectro me resultaba creíble y me impulsaba a cantar sobre él. Era más real, más fidedigno que la propia vida: la magnificación de la vida. La música folk era todo lo que yo necesitaba para existir. Por desgracia, no había bastante. Estaba pasada de moda, no conectaba con la actualidad, con las tendencias del momento. Era algo inmenso pero difícil de asimilar. Una vez que me hube introducido de lleno en ella, fue como si mi guitarra de seis cuerdas se convirtiera en una varita mágica de cristal que me permitiría modificar el mundo a mi antojo. Más allá de la música folk, no tenía intereses ni ocupaciones. Programaba mi vida en función de ella y tenía poco en común con quienes no compartían esos intereses.

Me asomé a la ventana del segundo piso del club estudiantil desde la que se alcanzaba a ver, a través de los verdes olmos, el tráfico que avanzaba lentamente por University Avenue, bajo unas nubes bajas. Los pájaros trinaban. Era como si se levantara un telón. Principios de junio, un perfecto día de primavera. Sólo había unos pocos chicos más en aquella casa aparte de mi primo Chucky. Solían juntarse en la cocina-comedor, un sótano tan amplio como una planta entera del edificio. Todos se acababan de licenciar y hacían trabajillos ocasionales de verano mientras intentaban buscar un empleo mejor. Se pasaban buena parte del día sentados jugando a cartas y tomando cerveza, vestidos con camisetas raídas y tejanos ajados. Panda de pichas flojas. Pasaban totalmente de mí. Yo entraba y salía de allí sin que nadie me agobiara.

Lo primero que hice fue ir a cambiar mi guitarra eléctrica, que no me habría servido de nada, por una Martin acústica doble O. El trato que me ofreció el dependiente de la tienda me pareció justo, y me fui a casa con la guitarra en su funda. La toqué durante los siguientes dos años. El barrio en el que se hallaba la universidad se conocía como Dinkytown, una suerte de pequeño Village, sin relación alguna con el resto del Minneapolis convencional. Se componía básicamente de casas victorianas destinadas sobre todo a acoger estudiantes. El período lectivo había terminado, de modo que casi todas estaban vacías. Encontré la tienda de discos local en el corazón de Dinkytown. Buscaba discos folk, y el primero que vi fue uno de Odetta, del sello Tradition. Entré en la cabina para escucharlo. Odetta era fabulosa. No había oído hablar de ella hasta entonces. Era una cantante de voz profunda que tocaba la guitarra con un rasgueo potente y ligados ascendentes. Me aprendí casi todas las canciones del disco allí mismo, los ligados y todo.

Equipado con un nuevo repertorio, salí y me dirigí calle arriba hasta el Ten O’Clock Scholar, un café de ambiente beatnik. Iba en busca de músicos con intenciones análogas. El primer tipo como yo que conocí en Mineápolis estaba allí sentado. Se llamaba John Koerner y también tenía una guitarra acústica. Koerner era un tipo alto y delgado, con la expresión de quien lo encuentra todo divertido. Nos pusimos manos a la obra enseguida. Había algunas canciones que nos sabíamos los dos, como Wabash Cannonball y Waiting for a Train. Koerner acababa de salirse del cuerpo de marines y estudiaba ingeniería aeronáutica. Era de Rochester, Nueva York, estaba casado y se había metido en la música folk un par de años antes que yo; había aprendido muchas canciones de un tipo llamado Harry Webber, sobre todo baladas callejeras. También tocaba mucho material de blues y canciones tabernarias de siempre. Nos sentábamos y yo tocaba mis canciones de Odetta y algunas de Leadbelly, cuyo disco había escuchado antes que el de Odetta. John tocaba Casey Jones, Golden Vanity y muchas composiciones de ragtime, como Dalias Rag. Tenía un hablar pausado y suave, pero al cantar pegaba auténticos berridos. Koerner me pareció estimulante como cantante. Empezamos a tocar juntos a menudo.

Aprendí muchas canciones de Koerner al practicar armonías vocales con él, y en su apartamento tenía discos folk de intérpretes que jamás había oído nombrar. Los escuchaba mucho, sobre todo a The New Lost City Ramblers. Me enganché a ese grupo enseguida. Todo en ellos me atraía: su estilo, su manera de cantar, su sonido. Me gustaba su pinta, su atuendo y sobre todo su nombre. Sus canciones recorrían toda la gama de estilos, desde baladas montañesas hasta melodías de violín, pasando por el blues ferroviario. Todas sus canciones encerraban cierta verdad abismal y profética. Podía escuchar a The Ramblers durante días. Por entonces, no sabía que estaban reproduciendo todo lo que habían sacado de viejos discos de 78 revoluciones, pero ¿qué más daba? Aunque lo hubiera sabido no me habría importado. Para mí rebosaban originalidad, eran auténticos magos. No me hartaba de escucharlos. Koerner tenía otros discos imprescindibles, casi todos del sello Folkways; «Foc’sle Songs and Sea Shanties» era uno que me gustaba escuchar una y otra vez. En él colaboraban Dave Van Ronk, Roger Abrams y algunos otros. Este disco me dejó alucinado. Estaba lleno de canciones de gran fuerza coral y elevado calibre armónico como Haul Away Joe, Hangin’ Johnny o Radcliffe Highway. A veces, Koerner y yo las cantábamos a dúo. Otro de sus discos era una antología de canciones folk de varios intérpretes, editado por Elektra. En él escuché por vez primera a Dave Van Ronk y Peggy Seeger, incluso al propio Alan Lomax, que cantaba el tema vaquero Doney Gal, que añadí a mi repertorio. Koerner tenía algunos otros discos, recopilatorios de blues del sello Arhoolie gracias a los cuales conocí a Blind Lemon Jefferson, Blind Blake, Charlie Patton y Tommy Johnson.

También escuchaba mucho un disco de John Jacob Niles. Niles no era un artista tradicional, pero cantaba canciones tradicionales. Este personaje mefistofélico salido de California aporreaba un instrumento similar a un arpa y cantaba en una voz de soprano que te helaba los huesos. El estilo de Niles era inquietante e ilógico, tan tremendamente intenso que te ponía la piel de gallina. Poseía la personalidad de un iluminado, casi como un hechicero. Su voz se antojaba de otro mundo, y al cantar se desgañitaba, formulando extraños conjuros. Escuché Maid Freed from the Gallows y Go Away from My Window infinidad de veces.

Koerner insistía en que yo debía conocer a un tipo llamado Harry Webber y finalmente me lo presentó. Era profesor de literatura inglesa e iba vestido de tweed, como un intelectual a la antigua. Se sabía cantidad de canciones, sobre todo baladas de trotamundos; sus letras eran muy duras, pintaban un mundo cruel. Me aprendí una titulada Old Greybeard, que trata de una muchacha cuya madre le indica que vaya a besar a un hombre con quien la ha prometido en matrimonio, y la hija le responde que vaya ella, que aproveche que el viejo acaba de afeitarse la barba gris. La canción está cantada en primera, segunda y tercera personas. Enseguida quedé cautivado por todas esas baladas. Eran románticas a más no poder y estaban muy por encima de todos los temas de amor populares que había escuchado. Estas canciones te permitían agotar todas las combinaciones de tu vocabulario sin tener que aprender palabras nuevas. Las letras funcionaban en un plano sobrenatural y llevaban implícito un significado propio. No tenías que buscárselo tú. También solía cantar otra llamada When a Man’s in Love, en la que un chico enamorado avanza sobre nieve helada, sin reparar en el frío, para ir en busca de su chica y llevársela a un lugar silencioso. Empezaba a sentirme como un personaje de una de esas canciones, incluso a pensar como ellos. Roger Esquire, otro tema que aprendí de Webber, versaba sobre el modo en que el dinero y la belleza encienden las pasiones y emborronan la vista.

Podía recitar de memoria todos esos temas sin la menor dificultad como si aquellas palabras sabias y poéticas fueran mías y de nadie más. Las canciones tenían melodías preciosas y eran un desfile de héroes cotidianos como barberos y sirvientes, amantes y soldados, marineros, braceros y obreras. Cuando hablaban pasaban a formar parte de tu vida. Pero es algo más que eso…, mucho más. También me iba el blues rural; era como mi sosias. En ese estilo estaban las raíces del primer rock and roll, y me gustaba porque era más antiguo que Muddy y Wolf. La carretera 61, la ruta principal del country blues, arranca no muy lejos de donde yo vengo… De Duluth, para ser precisos. Siempre sentí que mis orígenes se encontraban en esa ruta, que siempre había estado en ella y podía ir a cualquier lado desde allí, incluso al delta del Misisipi. Era el mismo trayecto, con las mismas contradicciones, los mismos pueblos de mala muerte, los mismos ancestros espirituales. El Misisipi, la corriente sanguínea del blues, también nace cerca de mis pagos. Nunca me alejé demasiado de allí. Era mi lugar en el universo, siempre lo sentí en mi sangre.

A Minneapolis y Saint Paul, las Ciudades Gemelas, venían cantantes de folk de los que también se podían aprender canciones, intérpretes de antaño como Joe Hickerson, Roger Abrams, Ellen Stekert o Rolf Kahn. Los discos folk eran tan escasos como los dientes de gallina. Había que conocer a gente que los coleccionase. Era el caso de Koerner y de otros, pero formaban un grupo muy reducido, y en las tiendas de discos se encontraban pocos, pues no había mucha demanda. Músicos como Koerner y yo mismo acudíamos a donde hiciera falta para escuchar alguno que creíamos desconocer. Una vez fuimos a Saint Paul a casa de un tipo que presuntamente tenía un disco de 78 de Blind Andy Jenkins cantando Death of Floyd Collins. El interesado había salido, de modo que nunca llegamos a escucharlo. Pero oí a Tom Darby y Jimmy Tarleton en casa del padre de alguien que poseía un ejemplar de uno de sus discos. Siempre pensé que la frase «auop-bop-a-lu-lop a lop-bam-bu» lo decía todo hasta que tuve la oportunidad de oír a Darby y Tarleton interpretando Way Down in Florida on a Hog. Aquellos dos también eran de otro mundo.

Koerner y yo cantábamos y tocábamos mucho a dúo, pero también hacíamos música por separado. De hecho, yo tocaba mañana, tarde y noche. Es lo único que hacía; normalmente me dormía con la guitarra en las manos. Así es como pasé el verano. Un día de otoño, estaba sentado a la barra de Gray’s, un establecimiento en el corazón de Dinkytown. Me había trasladado a una habitación situada justo encima. Las clases se habían reanudado y la vida universitaria recuperaba su ritmo normal. Mi primo Chucky y sus colegas se habían largado del club estudiantil, y los miembros que quedaban o los que aspiraban a serio reaparecieron enseguida. Me preguntaron quién era y qué hacía allí. Nada, no hacía nada…, dormía allí. Naturalmente, me imaginé lo que ocurriría a continuación, de modo que agarré mis bolsas y me fui. El cuarto que se hallaba encima de Gray’s costaba treinta pavos al mes. No estaba mal y me lo podía permitir.

Por entonces, sacaba de tres a cinco dólares cada vez que tocaba en alguno de los cafés de por allí o en una pizzería de Saint Paul llamada Purple Onion. Mi guarida era poco más que un trastero con un lavabo y una ventana que daba a un callejón. Ni armario ni nada. El retrete estaba en el pasillo. Puse un colchón en el suelo, compré una cómoda de segunda mano y coloqué un hornillo eléctrico encima. El alféizar me servía de nevera cuando apretaba el frío. Un día, sentado ante la barra de Gray’s, el viento rompió a aullar sobre el puente de Central Avenue, y un manto de nieve empezó a tapizar el pavimento; el invierno se había adelantado. Flo Castner, una chica que conocía de uno de los cafés, The Bastille, vino y se sentó junto a mí. Flo era una actriz de la academia de teatro, una aspirante, de aspecto peculiar pero estrambóticamente bello, larga melena pelirroja y tez clara, que iba vestida de negro de pies a cabeza. Su actitud la delataba como niña de familia bien pero con un toque de campechanía; era una mística trascendentalista; creía en el poder oculto de los árboles y cosas así. Y también se tomaba en serio lo de la reencarnación. Manteníamos conversaciones extrañas.

—En otra vida, yo podría haber sido tú —soltaba.

—Ya, pero entonces no habría sido la misma persona en esa vida.

—Es verdad. Hay que tener eso en cuenta.

Ese mismo día, mientras estábamos sentados charlando, me preguntó si había oído hablar de Woody Guthrie. Le respondí que sí, que lo había escuchado en los discos de Stinson con Sonny Terry y Cisco Houston. Entonces quiso saber si había escuchado sus discos en solitario. Le contesté que me parecía que no. Flo me dijo que su hermano Lyn tenía algunos de sus discos y que me llevaría a su casa para que los escuchase; no podía ir por la vida sin haber escuchado a Woody Guthrie. De su tono se desprendía que se trataba de algo verdaderamente importante, por lo que consiguió suscitar mi interés. La casa de su hermano no estaba muy lejos de allí, a un kilómetro más o menos. Su hermano Lyn, abogado del servicio de asistencia social del ayuntamiento, llevaba pajarita y gafas como James Joyce. A lo largo del verano nos habíamos visto en un par de ocasiones. Lo había visto tocar algunas canciones folk, pero como no hablaba mucho nunca había departido con él, ni él me había invitado a escuchar discos.

Estaba en casa cuando Flo me hizo pasar. Nos dio permiso para hurgar en su discoteca, sacó algunos álbumes de 78 y me los recomendó especialmente. Uno era «Spirituals to Swing Concert at Carnegie Hall»; una colección de discos de 78 con Count Basie, Meade Lux Lewis, Joe Turner y Pete Johnson y Sister Rosetta Tharpe, entre otros. La otra colección era aquélla de la que me había hablado Flo: una serie de cerca de doce dobles, también de 78, de Woody Guthrie. Puse uno en el plato y cuando la aguja descendió, me quedé anonadado; no sabía si iba ciego o sobrio. Escuché a Woody cantar gran cantidad de sus propias composiciones, canciones como Ludlow Massacre, 1913 Massacre, Jesus Christ, Pretty Boy Floyd, Hard Travelin’, Jackhammer John, Grand Coulee pam, Pastures of Plenty, Talkin’ Dust Bowl Blues y This Land Is Your Land.

Oír todas esas canciones, una tras otra, me dejó mareado, con ganas de gritar. Era como si la tierra se abriera a mis pies. Ya había escuchado a Guthrie con anterioridad, pero sólo alguna canción aislada; en general cosas que interpretaba con otros artistas. De hecho, no lo conocía, al menos no con esa contundencia aplastante. No daba crédito. Guthrie captaba como nadie la esencia de las cosas. Era tan poético, duro y rítmico a la vez… Transmitía una gran intensidad, y su voz era como un estilete. No tenía nada que ver con el resto de los cantantes que había escuchado, ni tampoco sus canciones. Su estilo personal, el modo en que su lengua iba desgranando la letra, tumbaba de espaldas. Era como si el tocadiscos me hubiera agarrado para arrojarme contra la pared. Me fijé muy bien en su dicción. Tenía una técnica muy trabajada en la que al parecer nadie había pensado. Soltaba el sonido de la última letra de una palabra cuando le apetecía y la cosa causaba el efecto de una andanada. Las canciones en sí, su repertorio, eran inclasificables. Presentaban una huella indeleble de humanidad. Entre todas aquellas composiciones no había una sola mediocre. Woody Guthrie arrasaba con todo lo que encontraba a su paso. Para mí fue como una revelación, como si un ancla muy pesada acabara de sumergirse en las aguas de un puerto.

Pasé toda la tarde escuchando a Guthrie, sumido en una especie de trance, y sentí que había descubierto algún principio básico del autodominio, que me había metido en el bolsillo interior del sistema y que por fin era yo mismo. Una voz en mi cabeza decía: «Así que se trataba de esto». Podía cantar todas esas canciones, sin excepción, y no deseaba cantar otra cosa. Era como si hubiera estado a oscuras y alguien hubiera activado un pararrayos.

Además, me invadió una fuerte curiosidad acerca del hombre que había detrás de aquella música. Tenía que averiguar quién era Woody Guthrie. No me llevó mucho tiempo. Dave Whittaker, uno de los beatniks con aire de chamán de aquel ambiente me prestó su autobiografía, Bound for Glory. La devoré de principio a fin de una sentada, bebiendo cada palabra. El libro me cantaba como una radio. Guthrie escribe como un torbellino, y el mero sonido de las palabras basta para colocarte. Puedes abrir el libro por cualquier página; todas desbordan energía. ¿Quién es él? Un ex rotulista errabundo de Oklahoma, un antimaterialista que creció durante la Depresión, en los tiempos de las tormentas de polvo; emigró al Oeste, tuvo una infancia trágica, una vida marcada por el fuego, tanto figurativa como literalmente. Es un vaquero cantante, pero es más que eso. Woody posee un alma profundamente poética; es el poeta de la tierra reseca y del cieno espeso. Guthrie divide el mundo entre los que trabajan y los que no y está interesado en la liberación de la humanidad y en crear un mundo donde valga la pena vivir. Bound for Glory es un libro tremendo, gigantesco, casi excesivo.

Pero sus canciones van más allá de eso, e incluso aunque no hayas leído el libro, acabas por enterarte de quién fue gracias a ellas. Para mí, aquellas composiciones hicieron que todo lo demás se detuviese de un frenazo. Entonces, allí mismo, decidí no interpretar más canciones que las de Guthrie. Prácticamente no tenía opción. Me gustaba mi repertorio tal como estaba, con temas como Cornbread, Meat and Molasse, Betty and Dupree y Pick a Bale of Callan, pero decidí dejarlo todo de lado por una temporada, sin saber si lo retomaría. A través de las composiciones de Woody, mi visión del mundo empezaba a aclararse. Me propuse convertirme en su mayor discípulo. Sin duda valdría la pena. Casi lo consideraba un pariente. Desde la distancia y sin haberlo visto jamás, veía su rostro con nitidez en mi mente. Guardaba cierto parecido con mi padre en sus años mozos. Yo sabía muy poco de Woody. Incluso ignoraba si seguía vivo. Al leer el libro, uno se queda con la impresión de que es un personaje del pasado. Sin embargo, Whittaker me informó de que estaba enfermo en algún lugar del Este, y eso me hizo pensar.

En el transcurso de las semanas siguientes regresé varias veces a casa de Lyn para escuchar aquellos discos. Por lo visto nadie tenía tantos como él. Uno a uno, empecé a aprendérmelos todos. Me sentía muy vinculado a estas canciones a todos los niveles. Eran cósmicas. Woody Guthrie jamás me había visto ni había oído hablar de mí, de eso estoy seguro, pero era como si lo oyese decir en mi cabeza: «Me voy a ir, pero lo dejo en tus manos. Sé que puedo contar contigo».

Ahora que había cruzado la línea divisoria, estaba condenado a cantar únicamente canciones de Guthrie, en fiestas, en los cafés, por las esquinas, con Koerner o sin él; si hubiera tenido una ducha también las habría cantado allí. Había muchas, y fuera de las más conocidas, resultaban difíciles de encontrar. No había reediciones de sus discos más antiguos; sólo estaban los originales, pero yo estaba determinado a mover cielo y tierra para encontrarlos. Incluso me acerqué a la sección de Folkways de la biblioteca pública de Minneapolis (las bibliotecas eran, por algún motivo, los lugares que albergaban mayor cantidad de discos de Folkways). Siempre que venía un cantante a la ciudad, yo intentaba averiguar qué canciones de Guthrie conocía. Empezaba a formarme una idea de lo extraordinariamente amplia que era la gama de sus composiciones: baladas sobre Sacco y Vanzetti, canciones infantiles o sobre la polvorienta zona central del país, temas que hablaban de la construcción de la presa de Grand Coulee, canciones sobre enfermedades venéreas, baladas de sindicatos y trabajadores, y hasta ásperas baladas de desencantos amorosos. Cada una de ellas semejaba un edificio imponente en el que se desarrollaban múltiples tramas, todas ellas apropiadas para situaciones distintas. Woody confería peso a cada una de sus palabras; pintaba con ellas. Eso, junto con su particular forma de cantar, su fraseo característico y el tono aparentemente inexpresivo propio del Oeste árido, aunque sorprendentemente grave y melódico, penetraba como una sierra radial en mi cerebro, y yo trataba de emularlo a toda costa. Quizá mucha gente consideraba que las canciones de Woody habían quedado anticuadas, pero yo no. Para mí eran plenamente vigentes, actuales e incluso proféticas. Ya no me veía a mí mismo como a un joven cantante folk de tres al cuarto que acababa de empezar de cero seis meses antes. Me sentía más bien como si me hubieran ascendido de recluta a caballero de honor, con galones y estrellas doradas.

Ése era el efecto que las canciones de Woody estaban obrando en mí; ejercían su influjo en cada uno de mis pasos, en lo que comía y en cómo vestía, en el interés que sentía o dejaba de sentir por conocer a alguien. A finales de los cincuenta y principios de los sesenta, la rebelión juvenil empezaba a hacer ruido, pero aquel panorama no me atraía, al menos no de manera irresistible. No tenía un perfil definido. La actitud del rebelde sin causa no me parecía práctica; para mí, incluso una causa perdida valía más que ninguna. Para los beatniks el demonio eran las convenciones burguesas, la hipocresía social y el hombre del traje de franela gris.

Las canciones folk se oponían directamente a la esencia de todo aquello, y las de Woody estaban en contra incluso de eso. En comparación con ellas, las demás resultaban unidimensionales. Las melodías de folk y de blues ya me habían imbuido de un concepto propio de cultura, y las canciones de Guthrie habían catapultado mi corazón y mi cabeza hasta otro rincón cosmológico de aquella cultura. El resto de las culturas del mundo estaba bien, pero por lo que a mí respectaba, aquella en la que había nacido valía por todas, y las canciones de Woody lo trascendían todo.

El sol me iluminaba el camino. Me sentía como si hubiera traspasado el umbral y no hubiera nada a la vista. Cantar las canciones de Woody me permitía mantenerme a una distancia prudencial de cuanto me rodeaba. No obstante, esta fantasía no duró mucho. Convencido de que lucía el uniforme más elegante y las botas más relucientes, de pronto noté una sacudida y algo me paró en seco. Era como si me hubieran arrancado un trozo. John Pankake, un purista entusiasta del folk y profesor ocasional de literatura, amén de cinéfilo consumado, que había estado siguiendo mis actuaciones, se encargó de comunicarme que mi artimaña no le había pasado inadvertida. «¿Qué te crees que estás haciendo? No haces más que cantar canciones de Guthrie», me acusó, hincándome el dedo en el pecho como si estuviera hablando con un idiota. Pankake destilaba autoridad, por lo que costaba tomarse a broma lo que decía. Era de dominio público que contaba con una amplia discoteca de auténticos álbumes folk y que podía hablar durante horas sobre ella. Formaba parte de la policía folk; era su comisario jefe, y los nuevos talentos no le impresionaban. Para él nadie estaba dotado de verdadera maestría, nadie que osara probar suerte con el material tradicional tenía las menores garantías de éxito. Sin duda Pankake estaba en lo cierto, pero él mismo no tocaba ni cantaba. No se exponía al juicio de otros.

También hacía sus pinitos como crítico cinematográfico. Mientras otros individuos de corte intelectual se dedicaban a discutir las diferencias poéticas entre T. S. Eliot y E. E. cummings, Pankake elaboraba argumentos para explicar por qué John Wayne era mejor vaquero en Río Bravo que en Arenas de muerte. Se explayaba en sus teorías sobre directores como Howard Hawks y John Ford, que a diferencia de otros sabían captar la esencia de Wayne. Quizá Pankake tenía razón, quizá no. Tampoco importaba mucho. Por lo que se refiere a Wayne, lo conocí a mediados de los sesenta. El Duque era la gran estrella cinematográfica masculina del momento y se hallaba rodando una película sobre Pearl Harbor, Primera victoria, en Hawai. Una amiga mía de Minneapolis, Bonnie Beecher, se había hecho actriz y había conseguido un papel secundario. Mi grupo, The Hawks, y yo habíamos hecho escala ahí de camino a Australia y ella me invitó al escenario del rodaje, un barco de guerra. Me presentó al Duque, que iba completamente uniformado de militar y estaba rodeado de gente. Lo vi rodar una escena, y luego Bonnie me llevó hasta él.

—Dicen que eres cantante folk —comentó, y asentí con la cabeza—. Canta algo.

Saqué la guitarra y canté Buffalo Skinners. Él sonrió, se volvió hacia Burgess Meredith, que estaba sentado en una silla de lona y me miró de nuevo a mí.

—Me gusta —dijo—. Con que «dejé los huesos del arriero secándose al sol», ¿eh?

—Sí.

Me preguntó si me sabía Blood on the Saddle. La conocía, o como mínimo una parte, pero me sabía mejor High Noon. Acaricié la idea de cantarla y quizá, si hubiera estado ante Gary Cooper, lo habría hecho. Pero Wayne no era Gary Coopero No sé si le habría gustado. El Duque era una figura imponente. Parecía un tronco macizo, y daba la impresión de que nadie podía plantarle cara. Al menos en las películas. Pensé en preguntarle por qué algunas de sus películas de vaqueros eran mejores que otras, pero habría sido una locura. O quizá no…, quién sabe. En cualquier caso, cuando me encontraba en Minneapolis, frente a frente con Jon Pankake, no soñaba siquiera con que un día me vería en un acorazado, en algún lugar del Pacífico, cantando para el gran vaquero John Wayne…

—Le pones ganas, pero nunca serás Woody Guthrie —sentenció Pankake clavando en mí una mirada altiva, como si algo hubiera violentado su instinto. Con Pankake no me divertía. Me ponía nervioso. Echaba fuego por la nariz—. Más vale que pienses en otra cosa. Lo que haces no tiene ningún sentido. Jack Elliott pasó por la etapa en la que estás y la superó. ¿Lo conoces? No. Jamás había oído hablar de él. Era la primera vez.

—No sé quién es. ¿Qué tal suena?

John dijo que me pondría sus discos y que me iba a llevar una sorpresa.

Pankake vivía en un apartamento situado encima de la librería McCosh, especializada en libros viejos y eclécticos, textos de la antigüedad, panfletos político-filosóficos del siglo XIX en adelante. El establecimiento, frecuentado por los intelectuales y los beatniks del barrio, ocupaba la planta baja de una vieja casa victoriana a unas pocas manzanas de donde estábamos. Me encaminé hacia allí con Pankake y, efectivamente, tenía un montón de discos increíbles que yo nunca había visto ni sabría dónde conseguir. Era sorprendente que semejante colección obrase en poder de alguien que no cantaba ni tocaba. El primero que seleccionó y me puso era Jack Takes the Floor, del sello londinense Topic; un disco importado, una verdadera rareza. Probablemente no había más que diez copias en todo el país, o quizá Pankake tenía la única existente. No lo sé. Lo más seguro es que si Pankake no me lo hubiera puesto jamás lo habría escuchado. El disco empezó a girar, y la voz de Jack atronó la habitación. Visto y no visto, San Francisco Bay Blues, Ol’ Riley y Bed Bug Blues sonaron una detrás de otra. «Joder —pienso—, este tío es brutal. Suena como un Woody Guthrie más escueto y perverso. Y las canciones no son de Guthrie». Me sentí arrojado a un infierno repentino.

Jack era un maestro de los trucos musicales. La carátula del disco era misteriosa, pero no siniestra. En ella aparecía un personaje de grácil desenvoltura y aire desenfadado, un apuesto trotamundos vestido de vaquero. Canta en un tono de voz agudo, centrado y penetrante, arrastrando las palabras con tal seguridad que te pone enfermo. Además, toca la guitarra sin esfuerzo, manejando la púa con destreza y fluidez. Su voz brinca perezosamente por toda la sala hasta cobrar una sonoridad explosiva en el momento deseado. Se nota que domina al dedillo el estilo de Woody Guthrie y que ha ido más allá. Por añadidura, ameniza con gracia el espectáculo, algo que la mayoría de los músicos folk no suelen molestarse en hacer. Casi todos esperan que el público acuda a ellos. Jack te agarra de las solapas. Elliott, nacido diez años antes que yo, había viajado con Guthrie, había aprendido sus canciones y su forma de interpretadas de primera mano y las había asimilado completamente.

Pankake tenía razón. Elliott me llevaba mucha ventaja. Había otros discos de él. En uno de ellos colaboraba con Derroll Adams, un colega de Portland que tocaba el banjo como Bascom Lamar Lunsford y cantaba con un ingenioso estilo seco y lacónico que le venía como anillo al dedo a Jack. Juntos sonaban como caballos al galope. Interpretaban More Pretty Girls Than One, Worried Man Blues y Death of John Henry. Pero Jack lo superaba en solitario. En la cubierta de Jack Takes the Floor, casi se le ven los ojos. Están diciendo algo, pero no alcanzo a dilucidar qué. Pankake me lo dejó escuchar repetidas veces. Suponía una inspiración para mí, pero también un lastre. Pankake había declarado antes algo así como que Jack era el rey de los cantantes folk, al menos de los urbanos. Al escucharlo, no dudé de que andaba en lo cierto. No sé si Pankake estaba tratando de iluminarme o de desanimarme. No importaba. Efectivamente, Elliott había ido más allá de Guthrie y yo todavía no había llegado. Yo no tenía nada comparable al aplomo que había escuchado en aquel disco.

Abandoné la casa con el rabo entre las piernas y deambulé por las frías calles. Sentía que no tenía adonde ir, como un zombi que vaga por las catacumbas. Habría sido imposible impedir que el tipo que acababa de escuchar influyese en mí. Pero tenía que ahuyentarlo de mi cabeza, olvidarlo, persuadirme de que no lo había oído, de que no existía. De todos modos, estaba en Europa, en un exilio voluntario. Estados Unidos no estaba listo para él. Mejor. Ojalá se quedara allí. Yo continuaría a la caza de canciones de Woody.

Unas semanas después, Pankake me vio tocar de nuevo y no tardó en señalar que yo a él no lo engañaba, que había estado imitando a Guthrie y ahora imitaba a Elliott, y que cómo se me ocurría equipararme con él. Pankake me sugirió que volviese a tocar rock and roll; sabía que a eso me dedicaba antes. No sé cómo se había enterado, quizá también era un espía, pero en cualquier caso yo no estaba tratando de engañar a nadie. Me limitaba a hacer lo que podía con lo que tenía en el sitio donde estaba. Pero a Pankake no le faltaba razón. No puedes tomar cuatro clases de baile y creerte Fred Astaire.

Jon era uno de los clásicos esnobs del folk tradicional. Despreciaban cualquier cosa que oliera a música comercial y no dudaban en decírtelo. Los esnobs del folk tradicional consideraban carroñeros sacrílegos a grupos como The Brothers Four, Chad Mitchell Trio, Journeymen y Highwaymen. Bueno, a mí tampoco me producían cosquillas de placer, pero no los veía como una amenaza, así que me daba igual. Buena parte del mundillo del folk ponía por los suelos el folk comercial. Para el gran público, la música folk consistía en canciones como Waltzing Matilda, Little Brown Bag y The Banana Boat Song. Todo eso me gustaba años atrás, y no sentía necesidad de cargármelo. En honor a la verdad, debo decir que del otro bando también había esnobs; esnobs del folk comercial. Estos miraban por encima del hombro a los cantantes tradicionales, como si estuviesen fuera de onda y envueltos en telarañas. Bob Gibson, un cantante de folk comercial relamido que venía de Chicago, gozaba de una popularidad considerable y vendía bastantes discos. Si se dejaba caer para verte tocar se ponía en primera fila. Después del primer o segundo tema, si tu estilo le parecía poco comercial, demasiado crudo o áspero, se levantaba sin el menor disimulo, armaba cierto revuelo y te dejaba con un palmo de narices. No había término medio: por lo visto todos eran esnobs de una u otra tendencia. Yo me esforzaba por guardar cierta distancia.

Me daban igual las opiniones de la gente, ya fueran buenas o malas; no me comía la cabeza con aquello. Por otro lado, no tenía un público concreto en mente. Lo que me interesaba era seguir recto hacia delante, y eso hice. El camino por recorrer siempre está plagado de seres sombríos con los que hay que lidiar de un modo u otro. Ahora acababa de sumárseles otro más. Ahora yo sabía que Jack existía y había interiorizado lo que Pankake había dicho de él. Era verdad. Jack era el rey de los cantantes folk.

En cuanto a la reina, ésa era Joan Baez. Joan nació el mismo año que yo, y nuestros caminos acabarían cruzándose, pero habría sido ridículo pensar en ello por entonces. El sello Vanguard había sacado un disco suyo llamado Joan Baez, y la había visto en la tele. Había aparecido en un programa de música folk que emitía la CBS desde Nueva York para todo el país. Por allí también pasaron Cisco Houston, Josh White y Lightnin' Hopkins. Joan interpretó algunas baladas por su cuenta y luego se sentó con Lightnin’ y cantaron algo a dúo. Yo no podía dejar de mirarla. Ni siquiera me atrevía a parpadear. Ella tenía un aspecto espectacular, con su lustrosa cabellera negra que caía hasta la curva de unas caderas estrechas, y sus pestañas lánguidas, ligeramente curvadas hacia arriba. Era lo más alejado posible de una muñequita de trapo. Me quedé embobado frente a la pantalla. Además, estaba su voz. Una voz que ahuyentaba los malos espíritus. Parecía de otro planeta.

Sus discos se vendían muy bien, y era comprensible. Hasta ese momento, las cantantes folk más emblemáticas eran Peggy Seeger, Jean Ritchie y Barbara Dane, intérpretes que no acababan de encajar en el mundo actual. Joan no se les parecía en nada. Faltaban algunos años para que Judy Collins o Joni Mitchell aparecieran en escena. Me gustaban las viejas cantantes como Aunt Molly Jackson y Jeanie Robinson, pero no poseían aquella cualidad incisiva de Joan. También había escuchado a algunas de las antiguas cantantes de blues como Memphis Minnie y Ma Rainey y, en cierto modo, Joan se asemejaba más a ellas. No adolecían de aquel aire aniñado, y Joan tampoco. Tan escocesa como mexicana, ella se me figuraba un icono religioso, alguien por quien te ofrecerías en sacrificio, y cantaba con una voz dirigida directamente a Dios… Además, era una instrumentista consumada.

El disco de Vanguard no era ninguna chorrada. Casi asustaba: un repertorio impecable de marcado corte tradicional. Parecía muy madura, seductora, intensa, mágica. Todo lo que hacía funcionaba. El hecho de que tuviera la misma edad que yo casi me hacía sentir inútil. Por ilógico que parezca, algo me dijo que era mi alma gemela, que era la cantante con la que mi voz podía armonizar perfectamente. Sin embargo, en esa época mediaba un abismo entre nosotros. Yo seguía atascado en el patio de atrás. Pero tenía la extraña corazonada de que tarde o temprano nos conoceríamos. No sabía mucho de ella. No sospechaba que siempre había sido un ave solitaria, un poco como yo, aunque había dado muchas vueltas y vivido en todas partes, desde Bagdad hasta San José. Tenía mucho más mundo que yo. Aun así, pensar que era quizá más como yo que yo mismo habría parecido algo excesivo.

Nada en sus discos inducía a pensar que estuviese interesada en cambios sociales o cosas así. La consideraba muy afortunada por haber elegido el estilo justo de música folk hacía tiempo y haberse empapado de él; se había convertido en una intérprete experta, por encima de toda crítica o intento de catalogación. No había nadie más como ella en su promoción. Era remota e inalcanzable, como Cleopatra en un palacio italiano. Cuando cantaba, te quedabas boquiabierto. Al igual que John Jacob Niles, era extremamente rara. Pensaba que me sentiría intimidado ante su presencia, como si fuese a clavarme los colmillos en el cuello. No quería conocerla, pero sabía que estaba escrito. Iba en la misma dirección que ella, aunque muy por detrás, todavía. Yo estaba convencido de que el fuego que ardía en su interior era igual que el mío. Para empezar, yo podía interpretar las mismas canciones que ella: Mary Hamilton, Silver Dagger, John Riley, Henry Martín. Podía tocarlas de forma que todas las piezas encajaran, como ella, pero de manera distinta. No todo el mundo puede cantar esas canciones de modo convincente. El cantante tiene que conseguir que el público se crea lo que está oyendo, y Joan sabía hacerlo. Creía que la madre de Joan mataría a alguien a quien amaba. Lo creía. Estaba convencido de que se había criado en el seno de una familia de ese tipo. Tienes que creer. La música folk, ante todo, debe convertir a sus oyentes en seres crédulos. También me creía a Dave Guard de The Kingston Trio. Me creía que mataría o había matado ya a la pobre Laura Foster. También creía que mataría alguien más. No pensaba que estuviera fanfarroneando.

En la ciudad había otros cantantes, pero no muchos. Estaba Dave Ray, un chico del instituto que interpretaba temas de Leadbelly y Bo Diddley con su guitarra de doce cuerdas, quizá la única que había en todo el Medio Oeste; estaba Tony Glover, un armonicista que a veces tocaba conmigo y con Koerner. Cantaba algunas canciones, pero básicamente tocaba la armónica, ahuecando las manos a la manera de Sonny Terry o Little Walter. Yo también la tocaba, pero con soporte…, quizá el único soporte de armónica que había en el Medio Oeste en aquellos tiempos. Los soportes eran imposibles de encontrar. Durante un tiempo utilicé una percha invertida, pero no funcionaba del todo bien. El soporte auténtico lo encontré en una tienda de música de la avenida Hennipen, en una caja sin abrir desde 1948. En cuanto al modo de tocar, tendía a lo sencillo.

No podía tocar como Glover o alguien así, ni lo intentaba. Me limitaba a imitar en la medida de lo posible a Woody Guthrie y ya está. El estilo de Glover era conocido, y en la ciudad todo el mundo hablaba de él, pero nadie decía una palabra del mío. Jamás oí un comentario sobre mi manera de tocar sino hasta unos años más tarde, en la habitación de un hotel del bajo Broadway, donde se hospedaba John Lee Hooker. Sonny Boy Williamson, que también estaba allí, me oyó tocar y dijo: «Chaval, vas muy deprisa».

Al final, llegó la hora de marcharme de Minneapolis. Al igual que Hibbing, las Ciudades Gemelas empezaban a venirme pequeñas y ya no me quedaba mucho por hacer allí. El mundo de la música folk era demasiado cerrado, y la ciudad se había convertido para mí en una charca repleta de barro. Nueva York era el sitio donde quería estar, así que un día, al alba, después de dormir en la trastienda de la pizzería Purple Onion en Saint Paul, donde Koerner y yo tocábamos, recogí mi maleta, en la que había metido cuatro harapos, la guitarra y el soporte de la armónica, me encaminé a las afueras de la ciudad bajo la nieve que caía y me puse a hacer autostop para viajar al Este en pos de Woody Guthrie. Él seguía siendo el amo. Hacía un día gélido, y aunque quizá no me había aplicado a fondo en algunas cosas, mi mente estaba entrenada, en orden, por lo que no sentía el frío. Poco después, recorría en un coche las llanuras nevadas de Wisconsin, con las sombras de Baez y Elliott a mis espaldas, pero cerca. En realidad, el mundo al que me dirigía, aunque iba a experimentar muchos cambios, era el de Jack Elliott y Joan Baez. A pesar de ello, yo blandía un machete para abrirme camino hacia donde la vida prometía algo más, donde sintiera que mi voz y mi guitarra casaban con el entorno.

Nueva York en mitad del invierno de 1961. Lo que estaba haciendo, fuera lo que fuese, iba bien, y pretendía mantener el rumbo, pues intuía que me acercaba a algo. Tocaba regularmente en el Village Gaslight, el club principal de la festiva calle MacDougal. Cuando empecé a trabajar allí, el Gaslight estaba regentado por John Mitchell, un renegado y narrador, hijo de Brooklyn. Lo vi sólo unas pocas veces. Era belicoso y combativo y tenía una novia de aire exótico en la que Jack Kerouac había basado una novela. El Village estaba en buena medida en manos de italianos, y Mitchell no había cedido un ápice ante los mafiosos locales. Era bien sabido que no aceptaba chantajes por principio. Los jefes de bomberos, la policía y los inspectores de sanidad acostumbraban a presentarse de improviso en el local. Sin embargo, Mitchell tenía sus abogados, que llevaron sus batallas hasta el ayuntamiento, y el establecimiento permaneció abierto. Mitchell solía llevar una pistola y. una navaja. También era maestro carpintero. Durante mi estancia allí, alguien de Misisipi compró el local sin verlo siquiera. Había topado con un anuncio publicado en una revista sureña. Mitchell no le avisó a nadie que lo vendía ni que el sitio cambiaría de amo. Cobró su dinero y abandonó del país.

Aquel club de folk gótico estaba en un sótano, pero no lo parecía porque fuera habían rebajado el nivel de la acera. De la noche a la mañana se alternaban entre seis y ocho intérpretes. La paga era de sesenta dólares a la semana, al menos para mí. Quizá algunos sacaban más. Trabajar allí representaba un progreso gigantesco respecto de los antros del barrio donde recaudabas propinas.

El maestro de ceremonias era Noel Stookey, que luego pasaría a formar parte de Peter, Paul and Mary. Era imitador, cómico, cantante y guitarrista. Durante el día trabajaba en una tienda de fotografía. De noche, se enfundaba un pulcro traje con chaleco. Alto y delgado, siempre iba bien acicalado y tenía una perilla pequeña y perfil romano. Algunos lo describirían como huraño. Presentaba el aspecto de alguien surgido de las páginas de una vieja revista. Era capaz de imitar prácticamente todos los sonidos: tuberías atascadas, la cadena del retrete, barcos de vapor y aserraderos, el tráfico, violines y trombones. Incluso imitaba a cantantes imitando a otros cantantes. Era muy gracioso. Uno de sus números más delirantes era Dean Martin imitando a Little Richard.

Hugh Romney, que luego se convertiría en el payaso psicodélico Wavy Gravy, también actuaba allí. Cuando todavía era Hugh Romney, tenía la apariencia más conservadora del mundo; iba elegantemente vestido, normalmente con traje gris de Brooks Brothers. Era monologuista y pronunciaba largos e íntimos sermones contra el orden establecido. Como entornaba los ojos, nunca sabías si los tenía abiertos o cerrados, como si padeciese algún problema de la vista. Salía al escenario, fijaba la mirada en el foco azul y empezaba a hablar como si acabara de llegar de un largo viaje a un reino distante, Constantinopla o El Cairo, y estuviera a punto de revelar al público un misterio arcano. La gracia no residía tanto en lo que decía como en el modo en que lo decía. Había otros que se dedicaban a lo mismo, pero Romney era el más conocido. Romney acusaba influencias de Lord Buckley, pero no estaba en absoluto al mismo nivel.

Buckley era el eminente predicador bebop que escapaba a todas las etiquetas. No se trataba de un poeta beatnik amargado, sino de un cuentacuentos entusiasta que pronunciaba soliloquios acerca de cualquier cosa, desde los supermercados hasta las bombas, pasando por la crucifixión. Hacía críticas mordaces de personajes como Gandhi y Julio César. Incluso había organizado algo denominado la Iglesia del Swing Vivo (una confesión jazzística). Buckley tenía un modo mágico de hablar, con palabras alargadas. Dejó huella en mucha gente, incluido yo. Murió un año antes de que yo llegara a la ciudad, así que nunca llegué a verlo, pero escuché sus discos.

Otros músicos del Gaslight eran Hal Waters, que interpretaba canciones folk con cierto refinamiento, John Wynn, que tocaba la guitarra con cuerdas de tripa e interpretaba composiciones folk con voz de cantante de ópera. Unos con un temperamento más próximo al mío eran Luke Faust, que tocaba un banjo de cinco cuerdas y cantaba baladas de los Apalaches, y otro tipo llamado Luke Askew, que luego se convirtió en actor de Hollywood. Luke era de Georgia y entonaba canciones de Muddy, Wolf y Jimmy Reed. No tocaba la guitarra, pero lo acompañaba un guitarrista. Luke era un blanco que sonaba como la Bobby Blue Band.

Len Chandler también tocaba en el Gaslight. Len, que provenía de Ohio, era un músico de verdad que había tocado el oboe en una orquesta de su ciudad natal y sabía leer, componer y hacer arreglos de música sinfónica. Cantaba material de tinte folk con un toque comercial y era enérgico, tenía aquello que la gente llama carisma. Sus actuaciones resultaban avasalladoras, y su personalidad eclipsaba el repertorio. También componía canciones sobre temas de actualidad, basadas en los sucesos que salían en primera plana.

Paul Clayton también hacía bolos ocasionales allí. Todas sus canciones eran adaptaciones de textos antiguos. Conocía cientos de temas y debía de tener una memoria fotográfica. Clayton era único, elegíaco y principesco, mitad caballero yanqui, mitad disoluto dandi sureño. Vestía de negro de la cabeza a los pies y a menudo citaba a Shakespeare. Como viajaba regularmente de Virginia a Nueva York, acabamos por trabar amistad. Sus colegas eran de fuera de la ciudad y, al igual que él, pertenecían a «otra casta»; tenían una postura ante la vida, pero sólo ellos la conocían; definitivamente no componían una camarilla folk. Eran verdaderos inconformistas, perros callejeros, pero no de la corriente de Kerouac, no llevaban una existencia errante ni sabías muy bien en que andaban. Me caía bien Clayton, y me caían bien sus amigos. A través de Paul conocí aquí y allá a gente que no tenía inconveniente en acogerme en su apartamento durante el tiempo que quisiera.

Clayton también cultivaba la amistad de Van Ronk, el músico que yo ardía en deseos de conocer. Era muy bueno en disco, pero mejor aún en persona. Se había criado en Brooklyn, tenía licencia de marino, un espeso bigote de marsopa y una melena castaña lacia que le tapaba media cara. Convertía cada canción en un drama surrealista, en una pieza teatral cargada de suspense hasta el final. Dave iba al fondo de las cosas. Era como si dispusiese de una provisión infinita de veneno, y yo quería un poco…,necesitaba una dosis periódica. Van Ronk parecía salido de otra época, curtido en mil batallas. Cada noche yo sentía que me sentaba al pie de un monumento desgastado por el tiempo. El hombre cantaba canciones folk, temas clásicos de jazz y de las bandas sureñas, baladas de blues, todo ello sin ningún orden específico ni un solo detalle superfluo en el repertorio. Eran canciones delicadas, expansivas, personales, históricas y etéreas, todo a un tiempo. Lo mezclaba todo en la chistera y —voilá!— sacaba algo nuevo. Supuso una importante influencia para mí. Cuando grabé mi primer álbum, la mitad del material consistía en versiones de canciones que interpretaba Van Ronk. No lo había planeado así, pero así es como salió. Inconscientemente, confiaba más en sus cosas que en las mías.

La voz de Van Ronk era como metralla oxidada, lo que no le impedía arrancarle matices sutiles, delicados, suaves, ásperos, explosivos, a veces todos en una sola canción. Podía evocar cualquier cosa: expresiones de terror y de desesperación. También era un guitarrista experto y, además, estaba dotado de un humor sardónico. Van Ronk significaba para mí algo distinto que el resto de las grandes figuras, pues me había abierto el redil, y cada noche yo era feliz tocando junto a él en el Gaslight. Era un auténtico escenario con público de verdad, y allí estaba la acción. Van Ronk también me ayudó de otras maneras. Su apartamento en Waverly Place tenía un sofá donde me dejaba tumbarme siempre que quisiera. Además, me paseó por las guaridas de Greenwich Village, sobre todo por clubes de jazz como el de Trudy Heller, el Vanguard, el Village Gate y el Blue Note. Tuve ocasión de contemplar a los grandes del jazz de bien cerca. Como músico, había algo más en Van Ronk que me intrigaba.

Uno de sus efectos teatrales característicos era el de quedarse mirando fijamente a alguien del público. Le clavaba la vista como si sólo cantara para esos ojos, susurrándoles algún secreto, confesándoles el hilo del que pendía su vida. Además, nunca fraseaba un verso del mismo modo. A veces, lo escuchaba tocar una canción que había interpretado en una actuación anterior y me impactaba de manera completamente distinta. Tocaba algo y era como si no lo hubiera oído nunca antes, o al menos no coincidía con lo que yo recordaba. Sus temas eran perversamente complejos y a la vez muy simples. Lo tenía todo controlado y podía hipnotizar a la audiencia, aturdirla o hacerla aullar y gritar. Lo que fuera. Era corpulento como un leñador y un gran bebedor, no hablaba mucho y había demarcado su territorio, para tirar adelante, a toda máquina. David era el gran dragón. Si ibas a la calle MacDougal al atardecer para ver tocar a alguien, él era la primera y última opción esencial de la noche. Presidía las calles como una mole, pero nunca se convertiría en una gran estrella. No era ése su objetivo. No estaba dispuesto a venderse ni a dejarse tratar como un pelele. Era grande, llegaba hasta el cielo, y yo lo admiraba. Venía de tierra de gigantes.

La mujer de Van Ronk, Terri, no era en absoluto un personaje de segunda fila, se encargaba de las contrataciones de Dave, especialmente las de fuera de Nueva York, y trató de echarme una mano. Era igual de franca y tenaz en sus opiniones que Dave, sobre todo en lo tocante a la política, no tanto la política general como las pomposas ideas teológicas que hay detrás de los sistemas políticos. Se trataba de una política de corte nietzscheano, una política solemne, pesada. Intelectualmente, era difícil estar a la altura. Si lo intentabas, acababas en territorio desconocido. Ambos eran antiimperialistas y antimaterialistas. «Qué chorrada, un abrelatas eléctrico —comentó Terri una vez, al pasar ante el escaparate de una ferretería en la calle Ocho—. ¿Qué clase de idiota compraría una cosa así?»

Terri se las había arreglado para que contrataran a Dave en sitios como Boston y Filadelfia…, incluso en un lugar tan lejano como Saint Louis, en un club de folk llamado Laughing Buddha. Esa clase de bolos quedaba totalmente fuera de mi alcance. Como mínimo necesitabas haber sacado un disco, aunque fuera editado por un sello pequeño, para poder tocar en esos clubes. Terri me consiguió alguna cosilla en sitios como Elizabeth, Nueva Jersey, y Hartford; una vez en un club folk de Pittsburgh, otra, en un local de Montreal. Cosas sueltas. En general, yo andaba siempre en Nueva York. No deseaba realmente salir de la ciudad. De lo contrario, no habría venido a Nueva York de entrada. Tenía suerte de contar con mi número fijo en el Gaslight, y no pensaba perder el tiempo buscando otras cosas lejos de allí. Podía respirar. Era libre. No me sentía atado a nada. Entre actuaciones, merodeaba por el bar, bebía chupitos de whisky Wild Turkey y cerveza Schlitz en el Kettle of Fish Tavern, que estaba aliado, o jugaba a cartas en el cuarto de arriba del Gaslight. Las cosas iban sobre ruedas. Aprendía todo lo que podía y lo pasaba bien. Una vez, Terri se ofreció a llevarme a conocer a Jac Holzman, que gestionaba Elektra Records, una de las discográficas que editaban los discos de Dave.

—Puedo conseguirte una cita ¿Quieres sentarte a charlar con él?

—La verdad es que no me apetece mucho sentarme a charlar con nadie.

La idea no me atraía mucho. Tiempo después, en el verano, Terri consiguió introducirme en un megamusical folk en vivo emitido por la radio desde Riverside Church en Riverside Drive. Las cosas estaban a punto de cambiar nuevamente para mí. Iban a dar un giro de lo más extraño.

Tras el escenario, la humedad iba en aumento. Los intérpretes entraban y salían, esperaban su tumo y se arremolinaban por ahí. Como de costumbre, el auténtico espectáculo estaba entre bambalinas. Yo estaba hablando con una chica morena, Carla Rotolo, a la que conocía un poco. Era la asistente personal de Alan Lomax. Carla me presentó a su hermana. Se llamaba Susie, pero pronunciaba su nombre como si se llamase Suze. y ya no pude quitarle la mirada de encima. Era la cosa más erótica sobre la que jamás había posado los ojos. De tez clara y cabello dorado, pura sangre italiana. El aire se llenó súbitamente de hojas de banano. Nos pusimos a charlar, y la cabeza me empezó a dar vueltas. La flecha de Cupido ya había pasado zumbando junto a mis oídos con anterioridad, pero esta vez me acertó en el corazón, y su peso me hizo caer por la borda. Suze tenía diecisiete años y era de la Costa Este. Había crecido en Queens, en el seno de una familia de izquierdas. Su padre había trabajado en una fábrica y acababa de morir. Estaba metida en el ambiente artístico de Nueva York, pintaba y hacía ilustraciones para varias publicaciones, realizaba trabajos de diseño gráfico y participaba en producciones teatrales del Off-Broadway, además de colaborar en comités por los derechos civiles. Estaba metida en un montón de cosas. Conocerla fue como adentrarse en los cuentos de las Mil y una noches. Tenía una sonrisa capaz de iluminar una calle atestada y poseía una vitalidad asombrosa, amén de un tipo peculiar de voluptuosidad: un Rodin viviente. Me recordaba a una heroína libertina. Era mi tipo.

A lo largo de la semana siguiente pensé mucho en ella; no podía sacármela de la cabeza y esperaba encontrármela de nuevo. Sentía como si me hubiera enamorado por primera vez en la vida y percibía su vibración a cincuenta kilómetros, quería tener su cuerpo a mi lado. Ahora. Ya mismo. Las películas siempre habían representado una experiencia mágica para mí, y los cines de Times Square, los que parecían pagodas, eran el mejor lugar para verlas. Recientemente, había visto Quo Vadis y La soga, y ahora me disponía a ir a una sesión doble: La Atlántida, el continente perdido y Rey de reyes. Necesitaba despejarme la cabeza, apartar mi pensamiento de Suze por un momento. En Rey de reyes actuaban Rip Torn, Rita Gam y Jeffrey Hunter, que encarnaba el papel de Cristo. El megaespectáculo de la pantalla no bastó para captar mi atención. Con la segunda, La Atlántida, el continente perdido, la cosa no fue mejor. Aparecían cristales de rayos letales, submarinos en forma de peces gigantescos, terremotos, volcanes, maremotos y demás. Puede que fuera la película más entretenida de todos los tiempos, ¿quién sabe? No logré concentrarme.

Como dicta el destino, me topé con Carla y le pregunté por su hermana.

—¿Te gustaría verla?

—Claro, no sabes cuánto —respondí.

—Oh, a ella también le gustaría —aseguró.

Pronto concertamos una cita y empezamos a vernos cada vez más. Con el tiempo, nos volvimos inseparables. Aparte de mi música, estar con ella me parecía lo más importante del mundo. Quizá éramos almas gemelas.

Su madre, Mary, que trabajaba como traductora para revistas médicas, no opinaba lo mismo. Mary vivía en un ático en Sheridan Square y me trataba como si tuviera gonorrea. Si de ella hubiera dependido, me habrían encerrado en la cárcel. La madre de Suze era una mujer menuda y enérgica, voluble, de ojos penetrantes y negros como el azabache, y con un fuerte instinto protector. Siempre te hacía sentir que habías hecho algo mal.

Pensaba que me ganaba la vida de un modo vergonzoso y que jamás sería capaz de mantener a nadie, pero creo que su aversión obedecía a causas más profundas. Sospecho que aparecí en el peor momento.

— ¿Cuánto te costó esa guitarra? —preguntó una vez.

—No mucho.

—Ya sé que no mucho, pero algo.

—Casi nada —dije.

Me fulminó con la mirada, sin sacarse el cigarrillo de la boca. Siempre intentaba provocarme para que me enzarzara en una discusión con ella. Mi presencia le resultaba sumamente desagradable aunque yo jamás le había causado problemas. No era culpa mía que Suze hubiera perdido a su padre. Una vez le solté que no pensaba que estuviera siendo justa conmigo. Me miró fijamente a los ojos como si oteara algún objeto distante y me dijo: «Hazme un favor. No pienses cuando esté cerca». Suze me dijo tiempo después que no tenía malas intenciones. Pero lo cierto es que las tenía. Hizo todo lo que estuvo en su mano para separamos, y a pesar de todo seguimos viéndonos.

Este ambiente opresivo resultaba muy incómodo, y yo empecé a sentir la necesidad de tener casa propia, con su cama, cocina y mesa. Ya tocaba. Supongo que podría haberme encargado de ello antes, pero me gustaba alojarme en casa de otra gente. Para mí era más fácil, comportaba menos complicaciones y responsabilidades; me dejaban ir y venir libremente, a veces con mi propia llave, ponían a mi disposición cuartos con cantidad de libros de tapa dura sobre los estantes y pilas de discos antiguos. Cuando no andaba ocupado en otra cosa, hojeaba los libros y escuchaba los discos.

El hecho de no tener mi propia casa comenzaba a exacerbar mi susceptibilidad, de modo que aproximadamente un año después de llegar a la ciudad, alquilé un apartamento en un tercer piso de una finca sin ascensor en el 161 de la calle 4 Oeste, por sesenta dólares al mes. No era gran cosa: dos habitaciones situadas encima del restaurante italiano Bruno’s, que estaba entre una tienda de discos y otra de muebles. El apartamento constaba de un pequeño dormitorio que más bien semejaba un armario grande, una cocinilla, una sala con chimenea y dos ventanas que daban a las escaleras de incendio y a un patio pequeño. Apenas había espacio para una sola persona, y al oscurecer apagaban la calefacción, de modo que para calentarme encendía los quemadores a todo gas. El piso estaba vacío y, poco después de trasladarme, pedí prestadas unas herramientas y construí algunos muebles: un par de mesas —una de las cuales serviría también como escritorio—, una cómoda y el armazón de una cama. Todas las piezas de madera las saqué de la tienda de abajo, y las uní entre sí con los chismes metálicos que venían incluidos: clavos, aldabas, bisagras, tornillos, escuadras de hierro forjado, cobre y latón. No tuve que ir lejos para conseguir todo eso; lo encontré en el mismo edificio donde vivía. Utilicé sierras, formones de acero y destornilladores. Incluso fabriqué un par de espejos con planchas de cristal, mercurio y papel de estaño, aplicando una vieja técnica que había aprendido en la clase de manualidades del instituto.

Además de tocar música, me gustaba hacer ese tipo de cosas. Compré un televisor de segunda mano, lo coloqué encima de una de las cómodas, compré un colchón y conseguí una alfombra que extendí sobre el suelo de madera. Me hice con un tocadiscos en Woolworth’s y lo coloqué sobre una mesa. La diminuta habitación me parecía inmaculada, y por primera vez sentía que tenía mi propio hogar.

Cada vez pasaba más tiempo con Suze, y empecé a ampliar mis horizontes, a interesarme por su mundo, sobre todo por el circuito del Off-Broadway… Fui a ver cantidad de obras de Le-Roi Jones, como Dutchman, The Baptism… También vi una de Gelber sobre yonquis, The Connection y The Brig, montada por el Living Theater, y otras que valían la pena. Salía con ella a los sitios que frecuentaban los artistas y pintores, como el Caffe Cino, Camino Gallery y Aegis Gallery. Fuimos un par de veces a la Comedia Del’ Arte, una tienda del Lower East Side reconvertida en pequeño teatro donde marionetas tan grandes como personas se agitaban y meneaban. En una de las representaciones, una sola marioneta encarnaba a un soldado, una prostituta, un juez y un abogado. Dado su tamaño y el del recinto, los muñecos resultaban inquietantes, extraños, amenazadores…, nada parecido a Charlie McCarthy, el gracioso muñeco de ventrílocuo de Edgar Bergen, que vestía de esmoquin y a quien tanto conocíamos y amábamos.

Un nuevo panorama artístico se abría ante mí. A veces, temprano por la mañana, nos íbamos a la parte alta a visitar los museos para contemplar los gigantescos lienzos al óleo de Velázquez, Goya, Delacroix, Rubens, El Greco. También admirábamos cuadros del siglo XX: Picasso, Braque, Kandinsky, Rouault, Bonnard. El artista contemporáneo preferido de Suze era Red Grooms, y acabó siendo el mío también. Me encantaba el modo en que todo lo que hacía se contraía para configurar un mundo frágil, lleno de elementos abigarrados que, vistos desde cierta distancia, componían un conjunto definido. Las pinturas de Groom me inspiraban enormemente. Seguía sus progresos más que los de ningún otro artista. Su obra me parecía extravagante, como realizada bajo los efectos del ácido. Me gustaba cómo conjugaba todas sus técnicas (lápices de colores, acuarela, gouache, escultura, técnica mixta, collage). Su estilo era audaz, se manifestaba en detalles intensos. Había una conexión entre el trabajo de Red y muchas de las canciones que yo interpretaba. Me daba la impresión de que estábamos en el mismo escenario. Lo que expresaban las letras de las canciones folk, lo sugerían visualmente las obras de Red; todos los vagabundos y polis, el ajetreo frenético, los callejones claustrofóbicos, toda aquella actividad frenética. Red era el tío Dave Macon del mundo del arte. Incorporaba todas las cosas vivas a su obra para hacerlas gritar —todas lado a lado, creadas por una mano igualitaria—, cosas como viejas zapatillas de tenis, máquinas expendedoras, caimanes que reptaban por el alcantarillado, pistolas de duelistas, el ferry de Staten Island y Trinity Church, la calle Cuarenta y dos, el perfil de los rascacielos. Toros sagrados, vaqueras, reinas de los rodeos y Mickey Mouse cabezones, torreones y la vaca de la señora O’Leary, tipos raros, jóvenes achulados, todos sonriendo, modelos desnudas enjoyadas, rostros con expresión melancólica, imágenes desdibujadas de tristeza. Todo resultaba hilarante, pero no exactamente gracioso. También aparecían figuras históricas familiares (Lincoln, Hugo, Baudelaire, Rembrandt), trazadas con gráfica exquisitez, sumamente sugestivas y evocadoras. Me encantaba el modo en que Groom recurría a la risa como arma diabólica. De modo inconsciente: me preguntaba si era posible escribir canciones de ese modo.

Por entonces, yo mismo empecé a dibujar. De hecho, es una costumbre que copié de Suze, que era muy aficionada al dibujo. ¿Qué dibujaba yo? Pues empezaba por lo que tenía más a mano.

Me sentaba a la mesa, agarraba lápiz y papel y bosquejaba la máquina de escribir, un crucifijo, una rosa, lápices y cuchillos y chinchetas, paquetes de tabaco vacíos. Perdía completamente la noción del tiempo. A veces transcurrían una hora o dos y se me figuraba un minuto. No es que me considerara un gran dibujante, pero sentía que ponía un poco de orden en el caos circunstante; algo similar a lo que hacía Red, aunque a otro nivel. Curiosamente, notaba que esta práctica purificaba la experiencia visual, de modo que seguí dibujando durante los años venideros.

Se trataba de la misma mesa a la que más tarde me sentaría para componer. Pero todavía no. Uno siempre sigue el ejemplo de alguien, y sólo había pocos músicos que compusieran sus propias canciones. De todos ellos, mi favorito era Len Chandler. Sin embargo, veía sus composiciones como algo personal, de modo que no bastaban para impulsarme a imitarlo. Para mí, Woody Guthrie había escrito las mejores canciones, y no había modo de superarlo. Sin embargo, al final, aunque no me proponía arreglar el mundo, compuse una canción levemente irónica titulada Let Me Die in My Footsteps. Estaba basada en una vieja balada de Roy Acuff e inspirada en la obsesión por los refugios nucleares que surgió durante la guerra fría. Supongo que a algunos les habría parecido una canción radical, pero para mí no lo era en absoluto. En el norte de Minnesota, los refugios nucleares no proliferaron; la gente apenas hablaba de ellos en la Cadena de Hierro. En lo tocante a los comunistas, no había paranoia alguna al respecto. A la gente no les asustaban, veían aquello como una tormenta en un vaso de agua. Para ellos, los rojos no eran más que gente que viajaba al espacio exterior. En cambio, los propietarios de las minas eran un enemigo más real, más temible. A los vendedores de refugios nucleares a domicilio les daban con la puerta en las narices. Las tiendas no los vendían y nadie los construía. Por otro lado, las casas contaban con sótanos de gruesos muros. Además, a nadie le gustaba la idea de que alguien tuviese uno y ellos no, o viceversa. Eso podía acabar por enemistar a vecinos y amigos. Convenía prevenir la eventualidad de que un vecino viniera a aporrear tu puerta gritando algo como: «Oye, es cuestión de vida o muerte, y nuestra amistad te importa un huevo. ¿Es eso lo que tratas de decirme?». Nadie sabría cómo responder a un amigo desesperado que intentara entrar por la fuerza, diciendo: «Mira, tengo críos. Mi hija sólo tiene tres años, y mi hijo, dos. Antes de dejar que los liquiden, te pongo una pistola en la sien. O sea que déjate de rollos». No había salida honorable para un caso como ése. Los refugios nucleares dividían a las familias y podían provocar un motín. Esto no significa que a la gente no le preocupase el hongo nuclear. Sin embargo, los vendedores que pregonaban refugios siempre topaban con rostros inexpresivos.

Además, la opinión general era que en caso de ataque nuclear lo único que realmente necesitabas era un contador Geiger. Podía convertirse en tu posesión más preciada, pues te indicaría qué alimentos eran seguros y cuáles estaban contaminados. Los contadores Geiger eran fáciles de conseguir. De hecho, yo tenía uno en mi apartamento de Nueva York, de modo que componer una canción acerca de la inutilidad de los refugios atómicos no me parecía tan radical. No me acogí a ninguna doctrina para hacerlo. Es verdad que la canción tenía dos vertientes: una personal y otra social. Eso la distinguía de muchas otras. Sin embargo, el tema no supuso un hito en mi carrera. Casi todo lo que pretendía expresar podía encontrarlo en una canción vieja de folk o en una de Woody. Cuando empecé a interpretar Let Me Die in My Footsteps, ni siquiera admitía que la había escrito yo. Me limitaba a insertarla en el repertorio y decía que era de los Weavers.

Mi perspectiva acerca de todo aquello estaba a punto de cambiar. La atmósfera pronto iba a caldearse y hacerse más apremiante. Mi pequeña cabaña en el cosmos se convertiría en gloriosa catedral, al menos por lo que a la composición musical se refiere. Suze había estado trabajando entre bambalinas en una producción musical del Theatre de Lys, en la calle Christopher. Era un espectáculo de canciones escritas por Bertolt Brecht, el dramaturgo antifascista y marxista alemán cuya obra fue prohibida en Alemania, y de Kurt Weill, cuyas melodías eran una suerte de combinación de ópera y jazz. Anteriormente, ya habían cosechado un gran éxito con una balada llamada Mack the Knife que Bobby Darin había popularizado. En rigor, aquello no era una obra de teatro, sino más bien una serie de canciones interpretadas por actores. Me fui para allá a esperar a Suze, y la cruda intensidad de los temas me estimuló enseguida… Morning Anthem, Wedding Song, The World Is Mean, Polly’s Song, Tango Ballad, Ballad of the Easy Life… Eran todas canciones muy duras, erráticas, arrítmicas o Visiones extrañas, espasmódicas. Los personajes que las cantaban eran ladrones, carroñeros o granujas que rugían y aullaban. El mundo entero quedaba claustrofóbicamente delimitado por cuatro calles. Sobre el pequeño escenario, los objetos —farolas, mesas, pórticos, ventanas, esquinas de edificios, la luna que asomaba por entre patios techados— apenas se alcanzaban a vislumbrar en medio de un marco lóbrego y escalofriante. Daba la impresión de que todas las canciones provenían de alguna tradición oscura. Parecían llevar una pistola en el bolsillo trasero, una porra o un bate, y venían a por ti en muletas y sillas de ruedas. Se asemejaban a las canciones folk por su naturaleza, pero su sofisticación las alejaba de esa tradición.

Al cabo de unos minutos, sentí como si no hubiera dormido o probado bocado en treinta horas, a causa de mi ensimismamiento. La canción que me produjo la impresión más intensa era una balada que quitaba el hipo llamada A Ship the Black Freighter. Su auténtico título era Pirate Jenny, pero no lo llegué a escuchar en la letra de la canción, así que en aquel entonces no lo sabía. La interpretaba una mujer vagamente masculina y vestida de fregona mientras hacía camas en una pensión de tercera. De entrada, lo que me llamó la atención de la canción fue la frase acerca del mercante negro que se añade al final de cada verso. Esa frase despertó en mi mente el recuerdo de las sirenas de los barcos que había oído en mi juventud y de la grandiosidad de los sonidos que habían quedado grabados en mi cabeza. Parecían retumbar sobre nosotros.

Aunque Duluth está a tres mil kilómetros del océano más próximo, era un puerto de mar internacional. Barcos de América del Sur, Asia y Europa iban y venían todo el tiempo, y el estruendoso bramido de las sirenas te producía un estremecimiento que te recorría todo el espinazo. Aunque no pudieras ver los barcos entre la niebla, sabías que estaban allí por los toques atronadores que estallaban como la Quinta de Beethoven (dos notas bajas, la primera alargada y profunda como la de un fagot). Las sirenas parecían anunciar un acontecimiento importante. Continuamente entraban y salían los grandes barcos, monstruos de hierro de las profundidades, buques más impresionantes que cualquier otro espectáculo. Para mí, un niño, menudo, introvertido y aquejado de asma, el sonido era tan intenso y envolvente que lo sentía en todo el cuerpo y me vaciaba por dentro. Ahí fuera había algo que podía tragarme vivo.

Después de escuchar la canción un par de veces, casi me olvidé de las sirenas y me puse en la piel de la criada, en cuyo interior anidan sentimientos de extrema frialdad. Sus maneras son toscas y abrasivas. «Los caballeros» para los que hace las camas no tienen idea de la hostilidad que alimenta, y aparentemente el barco, el mercante negro, es símbolo de algo mesiánico. Se va acercando cada vez más y quizá ya tiene el maldito pie en el umbral. La fregona es una mujer poderosa que se hace pasar por una persona insignificante; va cortando cabezas. Todo se desarrolla en un inframundo espantoso donde pronto «todos los edificios… se vienen abajo, hasta que el nauseabundo lugar queda arrasado». Todos menos el suyo. Su edificio sobrevive, y ella está sana y salva. Los caballeros conciben cierta curiosidad por saber quién vive allí. Ignoran que están en apuros. Siempre lo habían estado, sin saberlo. El gentío se arremolina en los muelles, y los caballeros son encadenados y llevados ante ella. Sus esbirros le preguntan cuándo deben morir. De ella depende. Los ojos de la vieja fregona se iluminan al final del cuadro. El barco dispara unas salvas desde proa, y la sonrisa se esfuma del rostro de los caballeros. El buque sigue virando en el puerto. La anciana dice:

«Matadlos ahora mismo, así aprenderán». ¿Qué falta cometieron los caballeros para merecer un castigo así? La canción no lo dice.

Es tremenda. Una letra aleccionadora. Acción sobrecogedora. Cada frase te golpea como si se abalanzara sobre ti desde las alturas, se escabulle por el camino, y entonces otra te sacude como un directo a la mandíbula. Además, está el coro espectral que rodea el barco. Aparece en escena, lo cerca todo y lo tensa como la membrana de un timbal. Es una canción perversa, cantada por un espíritu maligno, y cuando se acaba no hay nada más que decir. Te deja sin resuello. En el momento en que alcanzó su clímax en la pequeña sala, el público, estupefacto, se reclinó en el asiento y se llevó la mano al plexo solar colectivo. Está claro. «Los caballeros» de la canción simbolizan al público. Son las camas de los espectadores las que hace la fregona. Es en su oficina postal donde ella selecciona el correo y en su escuela donde ella enseña. La obra te impactaba y exigía que la tomases en serio. Te dejaba marcado. Woody nunca había escrito un tema así. No era una canción protesta ni de temas de actualidad, y no destilaba en absoluto amor por la gente.

Más tarde, me sorprendí analizándola inconscientemente, tratando de averiguar qué la hacía funcionar, por qué resultaba tan demoledora. Ninguna de sus cualidades estaba oculta, pero tampoco eran evidentes. Todo estaba sujeto al muro por medio de una pesada ménsula, pero no podías ver el resultado de la suma total de las partes, a menos que retrocedieras unos pasos y aguardaras a que llegase el final. Era como el Guernica de Picasso. Esta canción tan dura constituía un estímulo nuevo para mis sentidos, como si de una canción folk se tratara, pero una canción folk sacada de otro costal en un paraje distinto. Me entraron ganas de hurtar un manojo de llaves y acercarme a explorar aquel lugar, a ver qué más había por ahí. Desmonté la canción y analicé sus partes; era la forma, la asociación libre de versos, la estructura y la ausencia de la certidumbre que confieren los patrones melódicos conocidos lo que le daba consistencia y enjundia. Además, tenía el estribillo ideal para la letra. Quería averiguar cómo manipular y controlar esa estructura y esa forma específicas que sabía que eran la clave de la elasticidad y la contundencia brutal de Pirate Jenny.

Pensaría más tarde en ello en mi leonera. Todavía no había hecho nada, no era cantautor, pero me asombraban las posibilidades físicas e ideológicas que encerraban la letra y la melodía. Era consciente de que el tipo de canciones que me sentía cada vez más inclinado a cantar no existía, de modo que empecé a jugar con la forma, tratando de controlarla, de hacer una canción que trascendiera la información que contenía, los personajes y la trama.

Completamente influido por Pirate Jenny, aunque guardando las distancias respecto de su núcleo ideológico, comencé a experimentar con cosas. Agarré una crónica de la Police Gazette, un incidente sórdido sobre una puta de Cleveland, hija de un sacerdote y llamada Nieve Blanca, que había matado a uno de sus clientes de manera grotesca y horrenda. Tomé ese suceso como punto de partida y, sirviéndome de la otra canción como prototipo, me puse a hilvanar versos, frases breves que me venían a la cabeza…, cinco o seis versos libres, y recurrí a las dos primeras líneas de la balada Frankie & Albert como estribillo. Rezaban así: «Frankie era una buena chica. Todo el mundo lo sabe. Pagó cien dólares por el nuevo traje de Albert». Me atraía la idea de intentarlo, pero la canción no cuajó. Me faltaba algo.

Mi relación con Suze no fue precisamente un paseo por el campo. Con el tiempo, el destino la fue frenando hasta pararla en seco. Tenía que acabar. Ella tomó un camino, y yo otro. Cada uno salió de la vida del otro pero antes de que el fuego se extinguiera, pasamos mucho tiempo juntos en el apartamento de la calle Cuatro. En verano hacia un calor insoportable. El cuchitril era como un horno lleno de un aire tan denso y asfixiante que casi podías mascarlo y tragarlo. En invierno no había calefacción. Hacía un frío glacial y nos calentábamos acurrucados bajo las mantas.

Suze estaba a mi lado cuando empecé a grabar para Columbia Records. Varios sucesos sumamente inesperados hubieron de confluir para que ello ocurriera; yo jamás había aspirado a tratar con una gran discográfica. Habría sido el último en creérmelo si me hubieran dicho que iba a grabar para Columbia Records, una de las principales compañías del país con músicos tan populares como Johnny Mathis, Tony Bennett y Mitch Miller. Si llegué a figurar entre ellos fue gracias a John Hammond. John me había visto y oído tocar en el apartamento de Carolyn Hester. Carolyn era una cantante y guitarrista tejana con quien yo actuaba en distintos locales de la ciudad. Las cosas le iban bien, y no me sorprendía. Tenía un aspecto llamativo, era toda una belleza sureña. El hecho de que hubiera conocido a Buddy Holly y trabajado con él no me dejaba indiferente. Además, me gustaba andar con ella. Buddy era uno de los grandes, y yo sentía que ella era mi vínculo con aquella esfera, con el rock and roll que había tocado antes y con su espíritu.

Carolyn estaba casada con Richard Fariña, un novelista y aventurero a tiempo parcial que, según los rumores, había estado con Fidel Castro en la sierra y había luchado con el IRA. Fuera como fuese, me parecía el tipo más afortunado del mundo por estar casado con Carolyn. Coincidimos en su apartamento el guitarrista Bruce Langhorne, el contrabajista Bill Lee, cuyo hijo de cuatro años se convertiría en Spike Lee, el director de cine, y yo. Con el tiempo, Bruce y Bill acabarían tocando en mis discos. Habían participado en grabaciones de Odetta y dominaban todos los estilos, desde el jazz melódico hasta el blues rockero. Si contabas con su colaboración, no necesitabas nada más para hacer prácticamente cualquier cosa.

Carolyn me había pedido que tocara la armónica en algunas canciones de su primer disco, que editaría Columbia, y que le enseñara un par de cosas que me había visto hacer. Accedí encantado. Hammond quería conocernos y escuchar las canciones que Carolyn pensaba grabar. Y ése fue el motivo de la reunión en que me escuchó por primera vez. Delante de él toqué la armónica y rasgueé la guitarra, incluso canté junto a Carolyn, pero no advertí que me prestara atención. Yo no había acudido con esa intención. Estaba allí exclusivamente por ella. Antes de que me marchara, él me preguntó si había grabado para alguien. Era la primera figura de cierta autoridad que me lo preguntaba. Lo dijo como de pasada. Sacudí la cabeza, no esperé ansioso una respuesta, él no me la dio y eso fue todo.

Entre esa ocasión y la siguiente en que lo vi, fue como si un maremoto hubiera puesto mi mundo patas arriba. Había estado tocando en el club de folk más importante del país, Gerde’s Folk City, estaba en cartel con una banda de bluegrass, The Greenbriar Boys, y el New York Times había publicado una reseña entusiasta de mi actuación en la sección de jazz y folk. Resultaba un poco raro, porque aunque mi nombre aparecía en segundo lugar en el programa, el artículo apenas mencionaba a The Greenbriar Boys. Ya había tocado una vez allí sin que nadie escribiese sobre mí. La reseña apareció la noche anterior a la sesión de grabación de Carolyn, y al día siguiente Hammond vio el periódico. La grabación salió bien, y cuando todo el mundo se disponía a irse, Hammond me pidió que entrara en la cabina de control y me comunicó que quería que grabara para Columbia Records. Le respondí que claro, me gustaría. Sentí como si mi corazón saliera propulsado hasta el cielo, rumbo a una estrella intergaláctica. En mi fuero interno me hallaba en un estado de equilibrio inestable, pero nadie lo habría notado. No daba crédito. Parecía demasiado bueno para ser cierto.

Mi vida entera estaba a punto de dar un giro de ciento ochenta grados. Tenía la sensación de que había pasado una eternidad desde que había estado en el apartamento del hermano de Flo Castner, en el sureste de Mineápolis, escuchando el álbum «Spirituals to Swing» y las canciones de Woody Guthrie. Ahora, increíblemente, me encontraba en las oficinas del hombre responsable de aquel álbum, que me iba a fichar para Columbia Records.

Hammond era un hombre curtido en el mundo de la música. Hablaba atropelladamente, con frases breves y cortantes. Hablábamos el mismo lenguaje; él lo sabía todo de la música que le gustaba y de los músicos que habían grabado para él. Decía lo que pensaba y pensaba lo que decía, y no le faltaban argumentos para respaldar sus palabras. Hammond no se andaba con chorradas. El dinero no le impresionaba mucho. Uno de sus antepasados, Cornelius Vanderbilt, dijo en cierta ocasión: «¿Dinero? ¿Qué me importa el dinero? ¡Tengo poder!». Hammond, un auténtico aristócrata a la americana, pasaba por completo de modas musicales y de tendencias cambiantes. Podía hacer lo que le apetecía con lo que le gustaba, y es lo que llevaba haciendo toda la vida. Había brindado una oportunidad a los modestos e indefensos durante más tiempo del que nadie podía recordar. Ahora, me llevaba a Columbia Records, al corazón del laberinto. Todos los sellos de folk me habían dado la espalda. Ya no me importaba. Me alegraba. Paseé la vista por el despacho del señor Hammond y vi la foto de un amigo mío, John Hammond Jr. John o Jeep, como lo llamábamos en la calle MacDougal, tenía aproximadamente mi edad, y tocaba y cantaba blues. Con el tiempo, se convirtió en un artista aclamado por derecho propio. Cuando lo conocí, acababa de salir de la universidad, y creo que llevaba poco tiempo tocando la guitarra. A veces, íbamos a su casa, que estaba en MacDougal, por debajo de Houston, donde se había criado, y nos poníamos a escuchar discos de su asombrosa discoteca…, en general álbumes de 78 revoluciones de blues y rock and roll clásico. Jamás sospeché que fuera hijo del legendario John Hammond hasta que vi la foto y caí en la cuenta. No creo que nadie supiera quién era el padre de Jeep. Nunca hablaba de ello.

John Hammond me puso un contrato delante, el mismo que firmaban todos los músicos nuevos.

—¿Sabes qué es esto? —preguntó.

Miré la primera página, donde decía «Columbia Records», y dije:

—¿Dónde firmo?

Hammond me mostró dónde y escribí mi nombre con pulso firme. Confiaba en él. ¿Quién desconfiaría? Había quizá un millar de reyes en el mundo, y él era uno de ellos. Antes de que me fuera, me regaló un par de discos descatalogados que supuso que me interesarían. Columbia había comprado los archivos de las discográficas de segunda fila de los años treinta y cuarenta Brunswick, Okeh, Vocalion, ARC —con la intención de editar parte del material. Uno de los discos que me regaló era de los Delmore Brothers con Wayne Rainey, y el otro, «King of the Delta Blues», de un cantante llamado Robert Johnson. Yo solía escuchar a Rainey en la radio; era uno de mis armonicistas y cantantes preferidos, y The Delmore Brothers también me encantaban. Pero no sabía nada de Robert Johnson, el nombre no me sonaba de nada, jamás lo había visto en ningún recopilatorio de blues. Hammond me lo recomendó encarecidamente y aseguró que aquel tipo «le daba mil vueltas a cualquiera». Me mostró las ilustraciones del álbum, una pintura curiosa en la que el pintor contempla desde el techo a un cantante y guitarrista de mirada salvaje e intensa, que no parece muy alto pero tiene hombros de acróbata. Qué carátula más electrizante. La admiré detenidamente. Fuera quien fuese el cantante de la imagen, ya me tenía hipnotizado. Hammond me dijo que sabía de él desde hacía años, que había tratado de contactarlo para que viniese a Nueva York a actuar en el famoso concierto de «Spirituals to Swing», pero entonces había descubierto que Johnson ya no existía, que había muerto misteriosamente en Misisipí. Sólo había grabado unos veinte temas. Columbia había adquirido los derechos de todos y estaba a punto de reeditar algunos.

John escogió una fecha en el calendario para que yo volviera y empezara a grabar, me indicó a qué estudio debía acudir y todo eso, y salí que no cabía en mi de gozo. Me fui en metro al centro y me dirigí a toda prisa al apartamento de Van Ronk. Terri me abrió la puerta. Antes de que llegara estaba en la cocina ocupándose de sus labores. Aquello era un caos: pudin en el horno, migas de pan seco sobre la tabla de cortar, montoncitos de pasas, vainilla y huevos. Estaba extendiendo una capa de margarina en el fondo de un cazo y esperando a que se disolviera el azúcar. «Tengo un disco que quiero que Dave escuche», le dije al entrar. Dave estaba leyendo el Daily News. El Gobierno andaba tirando bombazos en Nevada, realizando pruebas de armamento nuclear. Los rusos hacían lo propio en su país. A James Meredith, un estudiante negro de Misisipi, le habían impedido la entrada a las aulas en la universidad estatal. La cosa pintaba mal. Dave levantó la mirada, observándome por encima de sus gafas de carey. Yo, con el grueso acetato del disco de Robert Johnson entre las manos, le pregunté a Van Ronk si había oído hablar de él. David contestó que no, y yo lo puse en el tocadiscos para escucharlo. Desde la primera nota, las vibraciones en el altavoz me pusieron los pelos de punta. Los sonidos de la guitarra, cortantes como cuchilladas, casi resquebrajaron los cristales. Cuando Johnson empezó a cantar, parecía como un tipo que hubiera salido con armadura y todo de la cabeza de Zeus. Inmediatamente establecí una distinción entre él y cualquier otro que hubiera escuchado. No se trataba de las canciones de blues habituales; eran composiciones depuradas. Todas constaban de cuatro o cinco versos, y cada pareado se enlazaba con el siguiente, no de manera evidente, pero sí extremadamente fluida. Al principio, se sucedían con demasiada rapidez como para captarlo. Los temas y registros variaban enormemente de una canción a otra, todas compuestas de versos breves y enérgicos que en conjunto componían una especie de historia panorámica: el fuego de la humanidad ardía en la superficie de aquel trozo de plástico giratorio. Kind Hearted Woman, Traveling Riverside Blues, Come On in My Kitchen.

La voz y la guitarra de Johnson resonaban en la sala, y yo me vi absorbido por ellas. Para mí era inconcebible que no produjera el mismo efecto en todo el mundo. Sin embargo, Dave no opinaba lo mismo. No dejaba de señalar que esa canción proviene de otra y que aquella es la réplica exacta de una distinta. Johnson no le parecía muy original. Entiendo su punto de vista, pero yo pensaba lo contrario. A mi juicio, la originalidad de Johnson era absoluta, sus canciones no podían compararse con nada. Tiempo después, Dave interpretó algunos temas de Leroy Carr y Skip James y Henry Thomas y dijo: «¿Ves a qué me refiero?». Sí lo veía, pero Woody se había hecho con muchas de las viejas canciones de la Carter Family y les había imprimido su propio sello, de modo que la conclusión de Dave no me decía gran cosa. Según él, Johnson estaba bien, el tipo era bueno, pero todo derivaba de otras cosas. No tenía sentido discutir con él, al menos intelectualmente. Yo tenía mi propio modo primitivo y sencillo de ver las cosas. Mi político preferido era el senador de Arizona Barry Goldwater, que me recordaba a Tom Mix, pero no conseguía que nadie comprendiera mis motivos. No me sentía demasiado cómodo con esa cháchara polémica de tinte psicoanalítico. Eso no iba conmigo. Incluso las noticias de actualidad me ponían nervioso. Prefería las antiguas. Las recientes eran todas malas. Menos mal que no te las restregaban por la cara todo el día. Una cobertura de veinticuatro horas habría sido una pesadilla infernal.

Dejé que Dave regresara a su periódico, le dije que ya nos veríamos luego e introduje el acetato en la funda de cartón blanco. No estaba impresa. La única identificación estaba escrita a mano sobre el propio disco y se limitaba a nombrar a Robert Johnson y a listar sus canciones. El disco, que no había entusiasmado a Dave, me había dejado atónito, como si me hubieran disparado un dardo tranquilizante. Más tarde, en mi apartamento de la calle 4 Oeste, cuando estaba a solas, volví a poner el disco. No quería que nadie más lo escuchara.

A lo largo de las semanas siguientes, lo escuché repetidamente, una canción tras otra, sentado y mirando fijamente el tocadiscos. Siempre que lo hacía, me asaltaba la impresión de que un espectro, una aparición temible, se presentaba en la estancia. La economía de palabras de aquellas canciones era asombrosa. Johnson disimulaba la presencia de más de veinte intérpretes. Me concentré en cada canción preguntándome cómo lo hacía. Componerlas fue sin duda una labor altamente compleja. Cada tema parecía salir directamente de su boca y no de su memoria. Empecé a meditar sobre la construcción de los versos, a determinar en qué se diferenciaban de los de Woody. Las palabras me tensaban los nervios como cuerdas de piano. El significado y el sentimiento que entrañaban eran tan elementales que ofrecían una perspectiva muy profunda de la composición. No es posible analizar con detenimiento cada momento. Faltan demasiados términos y hay demasiada existencia dual. Johnson obvia tediosas descripciones en las que otros compositores de blues habrían centrado canciones enteras. No hay garantía alguna de que una sola de sus frases correspondiese a un hecho real, fuera pronunciada o siquiera imaginada antes. Cuando canta acerca de carámbanos que cuelgan de las ramas de un árbol me produce escalofríos, y cuando canta acerca de la leche que se vuelve azul siento náuseas y me preguntó como lo consigue. Además, todas las canciones tienen cierta resonancia extraña. Al oír una frase tan banal como «si hoy fuera Nochebuena y mañana Navidad», notaba en los huesos las sensaciones características de aquellas particulares fechas. En la Cadena de Hierro era un período claramente dickensiano, como de estampas de libro: ángeles sobre árboles de Navidad, trineos tirados por caballos sobre calles nevadas, abetos de luces brillantes, guirnaldas a la puerta de las tiendas del centro, la banda del Ejército de Salvación tocando en las esquinas, los coros de villancicos yendo de una casa a otra, chimeneas encendidas, bufandas de lana alrededor del cuello, los tañidos de las campanas. Cuando llegaba diciembre, todo se relajaba, reinaban el silencio y un espíritu retrospectivo, blanco como el espeso blanco de nieve que lo cubría todo. Siempre pensé que la Navidad era así para todos, en todas partes. No me cabía en la cabeza que pudiera dejar de serlo algún día. Johnson evocaba estas sensaciones con unas pocas pinceladas, como ninguna otra canción, ni siquiera la gran White Christmas había conseguido hacerlo. Para Johnson, todo es un objetivo legítimo. Hay una canción de pescadores titulada Dead Shrimp Blues que no se parece a nada de lo que puedas imaginar: habla de una excursión de pesca que acaba en tragedia, de sedales ensangrentados, imagen que trasciende cualquier metáfora. Hay una acerca de un Terraplane, un coche destartalado, quizá la más insigne canción que se haya compuesto sobre un automóvil. Aunque nunca hayas visto un Terraplane, al escuchar la canción lo visualizas, aerodinámico y veloz. Esa canción también va más allá de toda metáfora.

Transcribí las letras de Johnson en trozos de papel para examinarlas más atentamente junto con sus estructuras, la construcción de sus frases a la antigua y las asociaciones libres, las alegorías vívidas, verdades como puños envueltas en la cáscara dura de la abstracción sin sentido; temas que surcaban el aire con toda gracilidad. Yo no tenía ninguno de esos sueños o ideas, pero decidí hacerlos míos. Pensaba mucho en Johnson. Me preguntaba qué clase de gente escuchaba su música. Cuesta creer que hubiera braceros y aparceros en locales de baile capaces de conectar con canciones como aquéllas. Cabe plantearse si Johnson tocaba para un público futuro que sólo él podía ver. «Lo que yo tengo te volará los sesos», canta. Johnson va en serio. Es áspero, como la tierra quemada. No hay nada de bufonesco en él ni en sus letras. Yo también quería ser así.

Tiempo después, el disco se reeditó y conmocionó a todos los amantes del blues. Unos pocos estudiosos quedaron pasmados y se pusieron a hurgar en su pasado —lo que quedara de él—, y algunos encontraron lo que buscaban. Johnson grabó en los años treinta, y en los sesenta aún había personas en el delta del Misisipi que sabían de él, e incluso alguna que lo había conocido. Corría el rumor de que había vendido su alma al diablo en un cruce de caminos a medianoche y por eso era tan bueno. Yo no estaría muy seguro de eso. Quienes lo conocieron contaban una historia muy distinta. Decían que se había juntado con viejos intérpretes de blues del Misisipi rural, que tocaba la armónica, que lo habían echado de casa por gamberro y que después de vagar por ahí le había enseñado a tocar la guitarra un bracero llamado Ike Zinnerman, un personaje misterioso ausente de los libros de historia. Quizá fuera misterioso porque su nombre no llegó a figurar en ningún disco. Debió de ser un maestro increíble. Según los conocidos de Johnson, éste aprendió de Ike la técnica básica para tocar prácticamente como cualquiera y luego pulió su estilo por su cuenta, sobre todo escuchando discos. Todavía se conservan los discos originales, las canciones que sirvieron de prototipo para las de Johnson. Eso tiene más sentido que la historia del diablo. Johnson incluso grabó una canción llamada Phonograph Blues que es un homenaje a un tocadiscos con la aguja oxidada. John Hammond sospechaba que Johnson había leído a Walt Whitman. Quizá sí, pero eso no aclara las cosas. Me resultaba imposible imaginar el modo en que la mente de Johnson podía entrar y salir de tantos sitios. Parecía saberlo todo, y cuando le venía en gana hasta soltaba unas máximas dignas de Confucio. Ni la melancolía, ni la desesperanza, ni las cadenas; nada lo detiene. Por muy grandes que sean los grandes, él está un paso por delante. No puedes imaginártelo cantando: «Washington es una ciudad de burgueses». No se habría fijado en eso, y en caso de hacerlo, lo habría juzgado irrelevante.

Más de treinta años después, pude ver al mismísimo Johnson en una filmación de ocho segundos realizada con una cámara de ocho milímetros por unos alemanes en Rulerville, Misisipi, en los años treinta. Algunas personas ponían en duda que se tratara verdaderamente de él, pero si ralentizas la película de forma que dure ochenta segundos, puedes ver que es él de verdad, tiene que serlo; no podría ser otro. Aparece tocando con unas manos enormes que se mueven mágicamente sobre las cuerdas de la guitarra como arañas gigantes. Lleva una armónica con soporte alrededor del cuello. No presenta en absoluto el aspecto de un hombre de piedra o de temperamento colérico. Tiene un aire inocente, casi infantil, una apariencia angelical. Va vestido con una chaqueta holgada de lino blanco, mono y una curiosa gorra dorada como la que llevaba el pequeño lord. Su actitud no es para nada la de un hombre con el perro guardián de los infiernos pisándole los talones. Más bien parece inmune al terror humano. Uno no puede por menos de contemplar su imagen con incredulidad.

En el lapso de unos pocos años, yo llegaría a componer y a cantar temas como It’s Alright Ma (I’m Only Bleeding), Mr. Tambourine Man, Lonesome Death of Hattie Carroll, Who Killed Davey Moore Only a Pawn in Their Game, A Hard Rain’s A-Gonna Fall y otros por el estilo. Si no hubiera acudido al Theatre de Lys ni escuchado la balada Pirate Jenny, quizá no se me habría ocurrido escribirlas, ni se me habría ocurrido que canciones como ésa podían escribirse. Hacia 1964 o 1965, me serví probablemente de cinco o seis estructuras de canción propias de Robert Johnson, inconscientemente, pero ante todo me inspiré en la imaginería de sus letras. Si no hubiera escuchado su disco cuando lo hice, probablemente habría desechado cientos de versos míos que no me habría sentido lo bastante libre o maduro para escribir. Yo no fui el único que aprendió un par de cosas de las composiciones de Johnson. Johnny Winter, el extravagante guitarrista tejano nacido un par de años después que yo, reescribió la canción de Johnson sobre el fonógrafo, reemplazándolo por un televisor. El tubo de Johnny se ha fundido y no emite imagen alguna. A Robert Johnson le habría encantado. Por cierto, Johnny también grabó una canción mía, Highway 61 Revisited, que, a su vez, acusaba el influjo de Johnson. Resulta curioso el modo en que se cierran los círculos. El código lingüístico de Johnson difiere totalmente de cuanto había escuchado antes y de lo que he escuchado desde entonces. Por si eso no bastara, en algún momento Suze me introdujo en la obra del poeta simbolista francés Arthur Rimbaud. Aquello también fue muy importante para mí. Me crucé con una de sus cartas llamada Je est un autre, que se traduce como «Yo es otro». Al leerla, sonaron campanas. Tenía perfecto sentido. Ojalá alguien me lo hubiera mencionado antes. Encajaba estupendamente con la noche oscura del alma de Johnson, con los encendidos sermones sindicales de Woody y con el esquema de Pirate Jenny: Todo estaba en transición, y yo en el umbral. Pronto iba a salir a la palestra, bien equipado, lleno de vida y con el motor revolucionado. Pero todavía no.

Lou Levy gozaba de la misma autonomía en Leeds Music Publishing que John Hammond en Columbia Records. Ninguno de los dos era un burócrata ni un ególatra. Ambos procedían de una época anterior, de un orden más antiguo, más vital. Sabían de dónde venían y tenían agallas para defender su criterio. No convenía defraudarlos. Fueran cuáles fueran tus sueños, tipos así podían materializarlos.

Lou apagó la grabadora y encendió algunas lámparas. Las canciones que yo estaba grabando para él no se parecían en nada a la rítmicas baladas a las que él estaba acostumbrado. Anochecía. El brillo de las farolas ámbar se colaba por las ventanas desde el otro lado de la calle. El aguanieve gélido producía un repiqueteo metálico contra el costado del edificio. Fuera, era como si lloviesen diamantes sobre terciopelo negro. En la estancia contigua sonaban las pisadas apresuradas de la secretaria de Lou que corría a cerrar la ventana.

La discográfica de Lou jamás editaría una sola de mis mejores canciones. Al Grossman se había ocupado de ello. Grossman era un mánager importante que rondaba por Greenwich Village. Ya me había visto por ahí y no me había prestado mucha atención. Después de que sacara mi primer disco con Columbia, cambió de actitud. Aproveché la ocasión porque sabía que Grossman tenía una cartera de clientes y conseguía trabajo para todos. Cuando empezó a representarme, lo primero que quiso fue sacarme de Columbia Records. Me pareció que eso era arriesgarse a joder una situación que estaba bien. Grossman me informó de que, como yo no había cumplido los veintiún años al firmar, y por tanto era menor, eso invalidaba el contrato… Me aconsejó que fuese a Columbia a hablar con John Hammond para decirle que mi contrato era ilegal y que Grossman iba a presentarse para negociar uno nuevo. Sí, claro. Fui a entrevistarme con el señor Hammond, pero no albergaba la menor intención de seguir las instrucciones del mánager. No lo habría hecho ni por una fortuna. Hammond había creído en mí y me había respaldado, me había brindado mi primera oportunidad para salir al escenario del mundo, y nadie, ni siquiera Grossman, podía cambiar eso. Por nada del mundo me volvería contra él para complacer a Grossman, ni en un millón de años. Era consciente, no obstante, de que había que retocar el contrato, de modo que fui a hablar con él. La mera mención de Grossman casi le provocó un ataque de apoplejía. No le gustaba. Dijo que era un cerdo y que lamentaba que me representara, pero que me seguiría apoyando. Hammond decidió arreglar el tema del contrato enseguida antes de que se convirtiera en un problema, y así lo hicimos. Mandó llamar a su despacho a un nuevo abogado joven de la empresa. Se escrituró una enmienda del viejo contrato, y lo firmé allí mismo, ya mayor de edad. El nuevo abogado de la discográfica era el prometedor Clive Davis. En 1967, Clive se lanzaría a pecho descubierto para hacerse con el control de Columbia Records.

Cuando le conté a Grossman lo que había hecho se enfureció. «¿De qué hablas?», espetó. No se lo esperaba. Es verdad que Grossman me había liberado del contrato con Leeds Music. Yo sentía que ese acuerdo carecía de valor, pues en realidad Lou Levy no me había descubierto ni había conseguido mover mis canciones, al menos las que componía por entonces. De hecho, sólo había ido allí para hacerle un favor a Hammond. Con el fin de romper el acuerdo, Grossman me dio mil dólares y me indicó que fuera a ver a Lou Levy, le entregara el dinero y le dijera que quería comprar mi libertad. Así lo hice, y Lou aceptó de buen grado. «Claro, chico —dijo. No había dejado de fumar esos malditos puros—. Hay algo único en tus canciones, pero no me aclaro. Le di los mil dólares y él me devolvió el contrato.

Grossman me colocó en Witmark Music, una editorial de la vieja escuela; algo así como la versión moderna de Tin Pan Alley, que había publicado las partituras de los temas clásicos When Irish Eyes Are Smiling, The Very Thought of You y Jeeper Creepers, entre muchos otros. Mi destino no se iba a manifestar aquí en Leeds Music, pero eso no había modo de saberlo en aquellos momentos mientras escuchábamos mis primeras grabaciones en un magnetófono.

Después de que Lou escuchara mi canción de Woody, me preguntó si había escrito alguna sobre jugadores de béisbol. Le respondí que no y me aseguró que había algunos jugadores que bien merecían una canción. Lou era un fanático del béisbol y se sabía de memoria las estadísticas de diversos jugadores. Una de las fotos enmarcadas sobre la cómoda lo mostraba a él hombro con hombro junto a Ford Frick, el presidente de la liga. En otra aparecía sentado a una mesa al lado de Claire Ruth, la viuda de Babe. Sabía mucho del juego y me preguntó si había oído hablar de Paul Waner. Me explicó que era un jugador que tenía tal precisión al batear que podía devolverle la pelota al lanzador a casi doscientos cincuenta kilómetros por hora y partirle la cara. Los lanzadores rivales temían incluso rozarlo con la pelota. Al parecer, también Ted Williams era capaz de hacer eso… Los lanzadores casi preferían arrojar la bola a tribuna a correr el riesgo de golpear a alguno de los dos. Lou no soportaba los home runs, los consideraba la parte más aburrida del juego… Decía que cuando un jugador bateaba un home run, le entraban ganas de exigir que le devolvieran el dinero. Me largó todo aquel discurso mientras el despacho se llenaba del humo de su gran cigarro. Yo no seguía mucho el béisbol, pero sabía que Roger Maris, que jugaba con los Yankees, estaba punto de romper el récord de home runs de Babe Ruth, y eso no era moco de pavo. Maris era nada menos que de Hibbing, Minnesota. Naturalmente, cuando vivía allí nunca oí hablar de él; nadie lo conocía entonces. Pero ahora oía noticias sobre él todo el tiempo, como el resto del país. En cierta manera, supongo que me enorgullecía que fuéramos de la misma ciudad. Había otros naturales de Minnesota a los que me sentía cercano. Charles Lindbergh, el primer aviador en cruzar el Atlántico en los años veinte. Era de Little Falls. F. Scott Fitzgerald, descendiente de Francis Scott Key, que escribió la letra de The Star-Spangled Banner, el himno de Estados Unidos, y el propio Scott Fitzgerald, que escribió El gran Gatsby, era de Saint Paul. Lo llamaban «el profeta de la era del jazz». Sinclair Lewis fue el primer estadounidense en ganar el premio Nobel de literatura. Había escrito Elmer Gantry y era el maestro del realismo total; lo había inventado. Se había criado en Sauk Center, Minnesota. Y luego estaba Eddie Cochran, uno de los primeros genios del rock and roll, y era de Albert Lee, Minnesota. Paisanos: aventureros, profetas, escritores y músicos. Todos norteños. Cada cual siguió su propia visión, sin importarles lo que mostraban las imágenes. Todos habrían comprendido el significado de mis sueños descoyuntados. Me sentía como uno de ellos, o como todos reunidos en uno.

La escena de la música folk había sido como un paraíso que debía abandonar, del mismo modo que Adán abandonó su jardín. Era demasiado perfecto. En unos pocos años, se iba a desatar una tormenta de mierda. Las cosas empezarían a arder. Sostenes, cartillas militares, banderas americanas y hasta puentes; todos parecían estar aguardando el momento. La psique nacional estaba a punto de cambiar, y en muchos aspectos, iba a asemejarse a la noche de los muertos vivientes. El camino podía ser traicionero, no sabía adónde conduciría, pero lo tomé de todos modos. Ante mí se desplegaba un mundo extraño, como un frente tormentoso con los bordes irregulares e iluminados por los destellos de los relámpagos. Muchos no lo pillaron y ya no fueron capaces de rectificar. Yo me lancé de cabeza a ese mundo. Estaba abierto de par en par. Una cosa era evidente: no sólo no estaba regido por Dios, sino que tampoco lo estaba por el demonio.