3. «NEW MORNING»

ACABABA DE LLEGAR a Woodstock desde el Medio Oeste —del funeral de mi padre— y tenía una carta de Archibald MacLeish sobre la mesa. MacLeish era uno de los poetas laureados de Estados Unidos. Carl Sandburg, poeta de la pradera y la ciudad, y Robert Frost, poeta de las meditaciones sombrías, eran los otros. MacLeish era el poeta de las piedras nocturnas y la tierra veloz. Los tres, los Yeats, Browning y Shelley del Nuevo Mundo, eran figuras colosales que habían definido el paisaje de la América del siglo XX. Lo habían puesto todo en perspectiva. Aunque no conocieras sus poemas, te sonaban sus nombres.

La semana anterior me había dejado exhausto. Había regresado a la ciudad donde habían transcurrido mis primeros años por un motivo que nunca habría imaginado: para asistir al entierro de mi padre. Ya jamás podría oír las palabras que nunca fui capaz de decirle. Durante mi juventud, las diferencias culturales y generacionales habían resultado insalvables; todo contacto se reducía al sonido de las voces, a una charla desvaída y átona. Mi padre, que no se andaba con rodeos, preguntó una vez: «¿Artistas no son los que pintan?», tras comentarle uno de mis profesores que su hijo poseía dotes de artista. Por lo visto yo siempre iba en pos de algo, de cualquier cosa que se moviera —un coche, un pájaro, una hoja al viento—, que pudiera conducirme a algún otro sitio mejor iluminado, a alguna tierra ignota río abajo. No tenía la más remota idea del mundo desgarrado en el que vivía, de lo que la sociedad puede hacer a las personas.

Cuando abandoné el hogar, me sentía como Colón al adentrarse en el desolado Atlántico. Había conseguido llegar hasta los confines de la tierra el límite de las aguas, y ahora estaba de regreso en España, de nuevo donde todo había empezado, en la Corte de la reina Isabel con ojos vidriosos y barba de tres días. «¿y esa decoración?», preguntó uno de los vecinos que habían venido a dar el pésame, señalando mi cara. En el breve espacio de tiempo que pasé allí, me vinieron a la cabeza los viejos tiempos, toda la cháchara, el orden que imperaba desde antiguo y la simpleza de algunas personas. Además, cobré conciencia de que mi padre era el mejor hombre del mundo y valía probablemente cien veces lo que yo; pero jamás me comprendió. La ciudad en la que vivía él no era la mía. Al margen de eso, ahora teníamos más cosas en común que nunca —yo también era padre, por triplicado—, había muchas cosas que yo habría deseado compartir con él. Y estaba en posición de ayudarlo de muchas maneras.

La carta de Archie decía que quería conocerme para discutir la posibilidad de que yo compusiera algunas canciones para una obra que estaba escribiendo, llamada Scratch, basada en un relato de Stephen Vincent Benet. MacLeish ya había ganado un Tony por una obra de Broadway que se llamaba JB. Mi esposa y yo fuimos en coche hasta Conway, Massachusetts, donde vivía él, para departir sobre el tema. Parecía lo más civilizado. MacLeish escribía poemas profundos; era el hombre de las arenas impías. Tenía la habilidad de convertir a figuras históricas como Carlomagno, Moctezuma o Hernán Cortés, en personajes cercanos, por medio del toque delicado del creador. Cantaba al sol y al ancho cielo. Visitado me parecía sumamente adecuado.

Los acontecimientos del momento, toda aquella mascarada cultural, me estaban aprisionando el alma; me daban náuseas: líderes políticos y de los derechos civiles acribillados a balazos, levantamiento de barricadas, represión gubernamental, estudiantes y manifestantes radicales contra policías y sindicatos. Las calles en llamas, un hervidero de ira y fuego. Las comunas contestatarias, las mentiras estridentes: el amor libre, el movimiento por un sistema sin dinero, todo el tinglado.

Yo estaba decidido a quedarme al margen. Ahora era padre de familia y no quería figurar en esa foto.

La casa de MacLeish estaba más allá de un pueblo pintoresco, junto a una apacible carretera bordeada de kalmias y al lado de la cual discurría un sendero en torno al que se amontonaban las lustrosas hojas de arce. Bastaba con cruzar el pequeño puente para llegar a un claro sombreado y un caserío de piedra restaurado con modernos electrodomésticos de cocina: el estudio de MacLeish. Un celador nos hizo pasar, al tiempo que su mujer servía el té en una bandeja, nos dirigía unas palabras amables y se retiraba. Mi esposa se fue con ella. Miré en derredor. Había botas de jardín en un rincón, fotos sobre el escritorio y otras enmarcadas en la pared. Hortensias de tallo oscuro; cestas de flores, geranios, flores de hojas polvorientas. Un mantel blanco, cubertería de plata, un hogar encendido que proyectaba sombras circulares… En el exterior, un bosque de galería en plena floración.

Descubrí el aspecto de MacLeish gracias a las fotos. Había un retrato suyo de niño sobre un poni ensillado, cuyas riendas sujetaba una mujer tocada con un sombrero. En otras fotos aparecía Archie delante del resto de su clase en Harvard y en Yale, y con su uniforme de capitán de artillería durante la Primera Guerra Mundial. En otra se encontraba con un grupo reducido ante la torre Eiffel. También salía frente a la Biblioteca del Congreso, sentado ante una mesa con el consejo editorial de la revista Fortune o recibiendo el premio Pulitzer, y otra donde se lo veía en compañía de unos abogados de Boston. Oí sus pasos acercarse por el camino de piedra. Entró en la casa, se acercó y me tendió su mano.

Tenía el porte de un gobernador, de un mandamás —un oficial en toda regla, de un caballero errante con la seguridad en sí mismo que confiere el poder que emana de la propia sangre. Fue directamente al grano, sin rodeos. Reiteró algunos de los puntos ya enunciados en la carta. (En ella mencionaba unos versos de una canción mía en la que T. S. Eliot y Ezra Pound se enzarzaban en una lucha simbólica en la torre del capitán.)

—Pound y Eliot eran demasiado escolásticos, ¿no te parece? —preguntó.

Lo único que yo sabía de Pound era que había sido simpatizante nazi en la Segunda Guerra Mundial y que emitió mensajes antiamericanos por la radio desde Italia. Nunca leí nada suyo. En cambio, T. S. Eliot me gustaba. Valía la pena.

—Los conocí a los dos —dijo Archie—. Hombres duros. Ya hablaremos de ellos. Pero sé a qué te refieres cuando los pones a luchar en la torre de un capitán.

MacLeish llevaba la voz cantante en la conversación. Me contó cosas extraordinarias del novelista Stephen Crane, autor de La roja insignia del valor. Al parecer, era un reportero enfermizo que siempre estuvo del lado de los desvalidos. Escribía historias del Bowery para revistas y en cierta ocasión defendió en un artículo a una prostituta que había sido cacheada por la brigada antivicio. Con eso sólo consiguió que la brigada antivicio fuese a por él y lo llevase a los tribunales. No asistía a fiestas ni a galas. Se fue a Cuba como corresponsal de guerra, bebía mucho y murió de tuberculosis a los veintiocho años. MacLeish, cuyos conocimientos sobre Crane no eran en absoluto superficiales, lo pintó como un hombre que se las arreglaba por su cuenta y me aconsejó que leyese La roja insignia del valor. Para él Crane era algo así como el Robert Johnson de la literatura. Jimmie Rodgers también murió de tuberculosis. Me pregunto si alguna vez sus caminos llegaron a cruzarse.

Archie comentó que le gustaba una canción mía llamada John Brown, acerca de un chaval que se va a la guerra.

—Tengo la impresión de que la canción no es sobre este crío en absoluto. Es más bien como una tragedia griega, ¿no? Es sobre las madres —me aseguró—. Los distintos tipos de madres: biológicas, honoríficas… Todas las madres en un mismo paquete.

Nunca se me había ocurrido, pero lo encontré bastante acertado. Citó un verso de una de mis canciones que dice que «la bondad se esconde tras sus puertas», y me preguntó si realmente opinaba así. Yo le contesté que a veces así me lo parecía. En un momento determinado, estuve a punto de preguntarle qué pensaba de aquellos escritores tan de moda y a la última como Ginsberg, Corso y Kerouac, pero se antojaba una pregunta vacía. Él quiso saber si yo había leído a Safo o a Sócrates. Respondí que no, no los había leído, y me preguntó entonces por Dante y por Donne. Dije que no mucho, y me reveló que lo que había que recordar de ellos es que uno siempre salía por donde había entrado.

MacLeish afirmó que me consideraba un poeta de verdad, que mi obra sería piedra de toque para generaciones venideras, que yo era un poeta de posguerra de la Edad de Hierro, aunque aparentemente había heredado algo metafísico de una era perdida. Apreciaba mis canciones por su compromiso social, y según él teníamos mucho en común y yo pasaba de ciertas cosas con la misma actitud que él. Poco después se excusó por un segundo y abandonó la habitación. Miré afuera por la ventana. El sol vespertino empezaba a asomar entre las nubes, irradiando tenuemente la tierra. Una liebre pasó correteando por entre las astillas esparcidas junto a la pila de leña. Al regresar MacLeish, las cosas volvieron a su sitio. Reanudó la charla allí donde la había dejado. Me contó que Hornero, autor de la Ilíada, era un bardo ciego y que su nombre significaba «rehén». También me dijo que el arte y la propaganda son cosas distintas y me explicó la diferencia entre sus efectos. Me preguntó si había leído a Fraçois Villon, el poeta francés, le dije que sí y comentó que notaba cierta influencia suya en mi trabajo. A continuación habló de verso libre, rima, elegías, baladas, sainetes y sonetos. Mostró curiosidad respecto a qué había sacrificado yo para ir en pos de mis sueños. Aseguró que el valor de las cosas no debe medirse por su precio, sino por lo que cuesta conseguirlas, que si algo te cuesta tu fe o tu familia, el precio resulta demasiado elevado y que hay cosas que jamás se desvanecen. MacLeish, que había sido compañero de clase de Douglas MacArthur en West Point, me habló de él. Al igual que Miguel Ángel, MacArthur no tenía amigos de ninguna clase ni le interesaba tenerlos, no hablaba con nadie. Archie me dijo que muchos sucesos que se habían producido durante su juventud habían caído en el olvido. Me habló de J. P. Morgan, el financiero, uno de los seis u ocho amos del país a principios del siglo XX. Morgan había dicho: «Estados Unidos es un país lo bastante bueno para mí», y algún senador comentó que si cambiaba de parecer que lo devolviera. No había manera de calibrar el alma de un hombre así.

MacLeish me preguntó quiénes eran los héroes de mi niñez. —Robin Hood y san Jorge el matadragones —respondí.

—No los querrías como enemigos —rió entre dientes.

Me confesó que había olvidado el significado de muchos de sus primeros poemas y que un poeta de verdad crea su propio estilo, que sólo unas pocas obras maestras resisten el paso de los años. La obra de teatro para la que quería que yo escribiera unas canciones reposaba sobre el escritorio. Deseaba que las canciones sirviesen como glosas a las escenas. Empezó a leer en voz alta los diálogos y a sugerir algunos títulos: Padre de la noche, Mano rojas, Submundo.

Tras escucharlo atentamente, intuí que todo aquello no era para mí. Una vez leída parte del guión, no me pareció que nuestros destinos pudieran llegar a coincidir. La obra era sombría y retrataba un mundo de paranoia, culpabilidad y temor; un panorama muy negro que chocaba de frente con la era atómica y olía a juego sucio. No había mucho que añadir ni que decir al respecto. La obra anunciaba el fin de la sociedad con la humanidad tumbada boca abajo sobre su propia sangre. De la obra se desprendía un mensaje que iba más allá del Apocalipsis: algo así como que la misión del hombre consistía en destruir la tierra. Parecía que, entre las llamas, había algo que MacLeish quería decimos. Todo aquello apuntaba a una conclusión que yo prefería no saber. A pesar de todo, le dije a MacLeish que me lo pensaría.

En 1968, los Beatles estaban en India. Estados Unidos andaba envuelto en un manto de furia. Los estudiantes destrozaban coches y rompían escaparates. La guerra de Vietnam estaba sumiendo al país en una honda depresión. Las ciudades ardían, las porras se abatían. Miembros de los sindicatos de la construcción atizaban a chavales con bates de béisbol. El ficticio Don Juan, un misterioso curandero llegado de México, había causado furor y blandía como un machete las nuevas teorías sobre la conciencia y la fuerza vital. Los libros sobre él volaban de los estantes. La experimentación con ácido estaba en plena efervescencia; esta droga ayudaba a la gente a adoptar la actitud adecuada. La nueva visión del mundo estaba cambiando a la sociedad y todo iba muy deprisa, a toda leche. Luces estroboscópicas, rayos infrarrojos; viajes, la ola del futuro. Muchos estudiantes trataban de hacerse con el control de universidades públicas, y activistas contrarios a la guerra fomentaban agrias polémicas. Maoístas, marxistas, castristas; izquierdistas que leían manuales de instrucciones del Che Guevara y salían a la calle a hundir la economía. Kerouac se había retirado, y la prensa organizada estaba enardeciendo los ánimos, avivando las llamas de la histeria. Al ver las noticias, uno pensaba que el país entero estaba en llamas. Parecía que cada día se desencadenaban nuevos disturbios en una ciudad diferente, que todo estaba al borde del peligro y el cambio; que estaban arrasando las junglas del país. Lo que antes estaba en clásico blanco y negro estallaba ahora con todo su luminoso colorido.

Yo había sufrido un accidente de moto del que había salido malherido, pero me recuperé. La verdad es que quería rehuir la ardua competitividad de la vida moderna. Tener hijos había cambiado mi vida y me había aislado de casi todo el mundo y de prácticamente todo lo que sucedía. Aparte de mi familia, nada tenía mucho interés para mí, y lo veía todo desde otra óptica. Incluso al pensar en las horripilantes noticias del momento —el asesinato de los Kennedy, King, Malcolm X—, no veía a las víctimas como a líderes acribillados, sino más bien como a padres cuyas familias habían quedado destrozadas. Nacido y educado en Estados Unidos, siempre he observado los valores de la igualdad y la libertad. Estaba decidido a imbuir a mis hijos de esos ideales.

Años atrás, Ronnie Gilbert, miembro de The Weavers, me había presentado en el Festival de Folk de Newport diciendo: «y aquí lo tenemos… Tomadlo, ya lo conocéis, es todo vuestro». En ese entonces pasé por alto el siniestro presagio que entrañaban aquellas palabras. Elvis nunca había sido presentado de ese modo. «¡Tomadlo, es todo vuestro!» ¡Menuda idiotez! A la mierda. Por lo que yo sé, no pertenecía a nadie entonces ni pertenezco a nadie ahora. Tenía una esposa e hijos a los que quería más que a nada en el mundo. Intentaba mantenerlos y ahorrarles problemas, pero los moscones de la prensa seguían proclamándome el portavoz, el defensor e incluso la conciencia de una generación. Qué divertido. Todo lo que había hecho era cantar canciones que expresaban sin ambages una realidad nueva e imparable. Tenía muy poco en común con la generación a la que se suponía que daba voz, y la conocía aún menos. Había dejado mi ciudad natal hacía sólo diez años, no estaba vociferando las opiniones de nadie. Mi destino se encontraba al final de un camino por el que me llevaba la vida y no tenía nada que ver con propugnar un tipo concreto de civilización. Se trataba simplemente de ser coherente. Me sentía más vaquero que el Flautista de Hamelin.

La gente piensa que la fama y la riqueza se traducen en poder, que proporcionan gloria, honor y felicidad. Puede que sea así, pero no siempre. Me encontré perdido en Woodstock, vulnerable y con una familia a la que proteger. Sin embargo, en la prensa se me retrataba de un modo totalmente distinto. Resultaba asombroso lo densa que se había hecho la humareda. Por lo visto, el mundo necesita siempre un chivo expiatorio, alguien que encabece la carga contra el Imperio romano. Pero Estados Unidos no era el Imperio romano, y yo no estaba dispuesto a ofrecerme voluntario. En realidad nunca fui más que un músico folk que contemplaba la neblina grisácea con ojos cegados por las lágrimas y componía canciones que flotaban en una bruma luminosa. Ahora la fama me había estallado en la cara y pesaba como una losa sobre mí. Yo no era un predicador milagrero. Eso habría enloquecido a cualquiera.

En otros tiempos, Woodstock nos había parecido una localidad muy acogedora. Yo la había descubierto mucho antes de decidirme a trasladarme allí. Una noche, conduciendo desde Syracuse después de una actuación, le hablé del pueblo a mi mánager.

Íbamos a pasar por ahí. Él dijo que estaba buscando un lugar donde comprar una casa de campo. Llegamos, avistó una que le gustaba y la compró inmediatamente. Yo compré otra más tarde, y fue en esa misma casa donde los intrusos empezaron a colarse día y noche. El ambiente se volvió tenso, y la paz, difícil. Lo que había sido un plácido refugio dejó de serlo de pronto. Probablemente alguien puso a disposición de los drogatas y colgados de los cincuenta estados mapas para que pudieran llegar a nuestra granja. Hatajos de gorrones peregrinaban desde California. Tontos del culo irrumpían en casa a todas horas de la noche. Al principio, se trataba de nómadas sin techo que entraban ilegalmente. Se me antojaban más bien inofensivos, pero luego empezaron a llegar radicales sin escrúpulos en busca del Príncipe de la Protesta: personajes de aspecto sospechoso, tipas que semejaban gárgolas, espantajos y vagabundos con ganas de fiesta que saqueaban la despensa. Peter LaFarge, un cantante folk amigo mío, me facilitó un par de Colts de repetición, y yo también tenía por ahí un Winchester cargado, pero me estremecía al pensar en lo que se podía hacer con aquello. Las autoridades, el jefe de policía (en Woodstock había unos tres agentes), me advirtieron que si alguien resultaba herido accidentalmente o incluso como aviso, era yo quien acabaría en la celda. Y no sólo eso: los tiparracos que se encaramaban a nuestro tejado podían presentar cargos contra mí si se caían. La situación resultaba inquietante. Me entraron ganas de quemarlos vivos. Todos esos allanadores, fantasmas, intrusos y demagogos estaban violentado mi vida familiar, y el hecho de que debía extremar precauciones para que no se cabrearan y me denunciaran no acababa de aplacarme. Aquello estaba mal, y el mundo era absurdo. Por culpa de eso estaba apartándome de la gente. Ni siquiera las personas cercanas y queridas conseguían consolarme.

Una vez, en medio de aquella insania estival, iba en un coche con Robbie Robertson, el guitarrista del grupo que más tarde sería conocido como The Band. Yo me sentía como si habitara en otro rincón del Sistema Solar.

—¿Hacia dónde crees que lo vas a llevar? —me soltó Robbie de repente.

—¿Llevar qué? —pregunté.

—Ya sabes, el panorama musical

¡El panorama musical! La ventanilla estaba ligeramente abierta; la bajé del todo para el resto del trayecto y dejé que el viento racheado me soplara en la cara, esperando a que pasara el efecto de sus palabras. Era como una conspiración: ningún sitio estaba lo bastante lejos como para poder huir. No sé sobre qué fantaseaba el resto del mundo, pero mis fantasías giraban en torno a una existencia común y corriente, con una casa en una manzana arbolada con una cerca blanca y rosas en el patio de atrás. Habría sido bonito. Era mi sueño dorado. Con el tiempo, aprendes que la privacidad es algo que puedes vender, pero no recuperar. Woodstock se había convertido en una pesadilla, un caos. Había llegado el momento de largarse en busca de un nuevo resquicio de esperanza, y eso hicimos. Nos trasladamos durante una temporada a Nueva York con el deseo de anular mi identidad pública, pero la cosa no mejoró. Incluso fue a peor. Unos manifestantes dieron con la casa y desfilaron ante ella coreando consignas y aullando, exigiéndome que saliera y los encabezara hacia no sé dónde; que dejara de rehuir mis deberes como conciencia de una generación. Llegaron a bloquear la calle, y nuestra casa fue acosada por piquetes de activistas airados con permiso del ayuntamiento, mientras la multitud rugía acalorada. Los vecinos nos odiaban. Para ellos mi vida debía de ser como una comparsa carnavalera, algo salido del Palacio de las Maravillas. Cuando me topaba con ellos, me miraban como a una cabeza reducida por los jíbaros o a una rata gigante de la selva. Yo fingía que no me importaba.

Al final, probamos a mudarnos al Oeste. Lo intentamos en varios sitios, pero al poco se presentaban reporteros a husmear, esperando descubrir un secreto, o quizá que yo reconociera algún pecado. Entonces nuestra dirección salía publicada en la prensa local y todo volvía a empezar. Incluso si hubiéramos dejado entrar a aquellos periodistas, ¿qué habrían encontrado? Un mogollón de cosas: juegos de construcción, juguetes de madera, mesas para críos y sillitas (grandes cajas de cartón vacías), juegos de química, puzzles, panderetas… No pensaba dejar entrar a nadie. En lo tocante a las reglas de la casa, había más bien pocas. Si los niños querían jugar a baloncesto en la cocina, jugaban a baloncesto en la cocina. Si querían jugar a las cocinitas, les dejábamos los cacharros en el suelo. En casa el caos reinaba tanto en el interior como en el exterior.

Joan Baez grabó una canción protesta sobre mí que las emisoras radiaban profusamente y que me exhortaba a lanzarme; a salir y tomar las riendas, liderar a las masas, convertirme en activista, capitanear la cruzada. La canción me apremiaba desde la radio como quien llama a filas. La prensa jamás se daba por vencida. De vez en cuando, empujado por las circunstancias, me avenía a hacer un gesto de buena voluntad y conceder una entrevista para que no tiraran la puerta abajo. Normalmente, las preguntas empezaban con algo parecido a:

—¿Podemos profundizar en las cosas que están sucediendo? —Claro, ¿cómo qué?

Me acribillaban a preguntas, y yo no dejaba de repetir que no era el portavoz de nada ni de nadie, sólo un músico. Me miraban a los ojos como intentando averiguar si había consumido whisky o anfetaminas. No tengo la menor idea de qué pensaban. Poco después, aparecía un artículo con el titular: «Portavoz niega su condición de portavoz». Me sentía como un trozo de carne que hubieran echado a los perros. El New York Times publicó delirantes interpretaciones de mis canciones. En la portada de un número de la revista Esquire aparecía un monstruo de cuatro cabezas; mi rostro junto al de Malcolm X, Kennedy y Castro. ¿Qué demonios se supone que significaba eso? Era como si me hallase en los límites de la tierra. No sé si había alguien a quien se le hubiera ocurrido algún consejo valioso que darme, porque no recibí ninguno. Al casarse conmigo, mi esposa no se imaginaba en qué se estaba metiendo. Yo tampoco, y la situación ya rayaba en lo imposible.

No cabe duda de que mis canciones tocaron una fibra que jamás se había tocado antes, pero si lo importante era sólo la letra, ¿qué hacía Duane Eddy, el gran guitarrista de rock and roll, grabando un álbum con versiones instrumentales de mis temas?

Los músicos siempre han sabido que el valor de mis composiciones no residía únicamente en las letras, pero la mayoría de la gente no se dedica profesionalmente a la música. Lo que debía hacer era reacondicionar mi cabeza y dejar de culpar a factores externos. Me convenía educarme y librarme de cierto lastre. Lo que me faltaba era pasar tiempo a solas. La contracultura, fuera lo que fuese, ya me tenía harto. Me ponía enfermo el modo en que subvertían mis letras y extrapolaban su significado a conflictos interesados, así como el hecho de que me hubieran proclamado el Gran Buda de la Revuelta, El Sumo Sacerdote de la Protesta, Zar de la Disidencia, Duque de la Desobediencia, Líder de los Gorrones, Káiser de la Apostasía, Arzobispo de la Anarquía, el Pez Gordo. ¿De qué demonios hablaban? Eran títulos espantosos, en cualquier caso. Nada más que eufemismos por «forajido».

Era pesado cambiar de residencia cada dos por tres. Como dice la canción de Merle Haggard: «…voy a la deriva, la autopista es mi casa». No sé si Haggard: tuvo alguna vez que mudarse y llevarse a su familia consigo, pero eso hacía yo constantemente. Cuando te ves obligado, la cosa es distinta. El paisaje ardía a nuestras espaldas. La prensa no se daba ninguna prisa en rectificar, y yo no podía cruzarme de brazos; tenía que agarrar al toro por los cuernos y remodelar mi imagen, cambiar la percepción que la gente se había formado de mí. Las emergencias de este tipo se presentan sin manual de instrucciones. Aquello era nuevo para mí, y no estaba acostumbrado a pensar de ese modo. Tendría que enviar una serie de señales equívocas, poner en marcha el tren de socorro, causar una impresión diferente en el público.

Empecé por realizar acciones pequeñas, limitadas al ámbito local, básicamente de orden táctico. Cosas inesperadas como derramar una botella de whisky sobre mi cabeza y entrar en una tienda con andares de borracho, sabedor de que todos se pondrían a hablar en cuanto saliera. Esperaba que los rumores se difundieran. Lo que me importaba era que dejaran respirar a mi familia. Por mí, el mundo espectral al completo podía irse al infierno. Tendría que presentar una imagen exterior algo más confusa, un poco más monótona. Resulta difícil vivir así. Te agota. Lo primero de que debes desprenderte es de cualquier forma de expresión artística propia por la que sientas un gran apego. En comparación con la vida, el arte carece de importancia, así que no tienes elección. En cualquier caso, yo había perdido buena parte del interés por el arte. La creatividad tiene mucho que ver con la experiencia, la observación y la imaginación, y si falta cualquiera de esos elementos clave, no funciona. Ahora, me resultaba imposible observar sin ser observado a mi vez. Incluso al bajar a la tienda de la esquina, siempre había alguien que me divisaba y se escabullía para hacer una llamadita. En Woodstock, a veces me encontraba fuera, en el jardín y veía aparecer un coche. Un tipo saltaba del asiento del pasajero, me señalaba y se alejaba; entonces, un puñado de mirones llegaba corriendo colina abajo. Algunos lugareños, al avistarme en la calle, cambiaban de acera, pues no querían que los pillara en falta y los considerase culpables por complicidad. A veces un comensal me reconocía en un restaurante (mi nombre era ampliamente conocido, pero mi cara no), se iba hacia la cajera, señalaba en mi dirección y susurraba «es aquél de allí». La cajera se lo decía a alguien más, y las noticias circulaban de una mesa a otra. Era como si un rayo hubiera impactado en el local: las cabezas se volvían hacia mí, individuos que estaban masticando un bocado lo escupían y se miraban entre sí, diciendo: «¿aquél?» o «¿te refieres al tipo sentado ahí, rodeado de críos?». Era como tratar de mover una montaña. Mi casa estaba asediada, y los cuervos graznaban a la puerta como pájaros de mal agüero. Me preguntaba si algún tipo de alquimia sería capaz de elaborar un perfume que hiciera reaccionar a una persona apagada, indiferente y apática. Me habría venido bien un poco de ese perfume.

Nunca había previsto las consecuencias de la senda que había tomado, y no me gustaban. No era el maestro de ceremonias de ninguna generación, y la idea generalizada de que lo era debía ser erradicada. Me parecía esencial garantizar mi libertad y la de mis seres queridos. No tenía tiempo que perder, ni me gustaba el Iodo con el que me estaban cubriendo. Había que hacer todo lo posible por mezclar este primer plato de mierda con algo de mantequilla y champiñones. Uno debe empezar por algún lado.

Fui a Jerusalén y me hice fotografiar ante el Muro de las Lamentaciones con la kipá puesta. La imagen se transmitió instantáneamente al mundo entero, y los periodicuchos de mayor tirada me convirtieron en sionista de un día para otro. Eso ayudó un poco. Al regresar, grabé una suerte de disco country-western y me aseguré de imprimirle un tono notablemente contenido y casero. La prensa musical no supo cómo interpretarlo. Además, en él canté con una voz diferente. La gente se rascaba la cabeza. Propagué entre el personal de mi discográfica el rumor de que iba a abandonar la música para matricularme en la universidad, en la Rhode Island School of Design, y la noticia acabó por filtrarse a los columnistas. «No durará un mes», vaticinaron. Algunos periodistas empezaron a preguntar: «¿Qué ha sido del Bob que todos conocíamos?». Por mí podían irse también al infierno. Salieron a la luz artículos que aseguraban que yo trataba de encontrarme a mí mismo, que me hallaba inmerso en una especie de búsqueda eterna, que sufría alguna especie de tormento interior. Todo me parecía bien. Saqué un álbum doble en el que metí lo que me pareció mínimamente decente de todo lo que se me había ocurrido, luego volví atrás y saqué otro disco con lo que sobraba. Falté al festival de Woodstock; no estaba allí. En Altamont (donde la atracción principal eran los Rolling Stones) tampoco estuve. Al final incluso acabaría grabando un disco basado enteramente en relatos de Chéjov. Los críticos pensaron que era autobiográfico. Pues muy bien. Interpreté un papel en una película donde llevaba espuelas de vaquero y galopaba por los caminos. No había que ser un gran actor para eso. Supongo que fui algo cándido.

La obra del novelista Herman Melville posterior a Moby Dick pasó inadvertida. Los críticos opinaban que traspasaba el límite de lo literario y recomendaban quemar el libro. Melville murió en el olvido.

Yo había dado por sentado que si los críticos despreciaban mi trabajo, me sucedería lo mismo, el público me olvidaría. Que tontería. A la larga, tendría que enfrentarme de nuevo a la música, volver a dar conciertos —la gira de reencuentro largamente pregonada—, participar en salidas de moteros, cambiar de ideología como quien cambia de neumáticos, zapatos o cuerdas de guitarra… ¿Qué diferencia hay? Mientras mis convicciones personales continuaran intactas, no le debía nada a nadie. Ya vivía en las tinieblas. Mi familia era mi única luz, y estaba resuelto a protegerla a cualquier precio. A eso iban encaminados todos mis esfuerzos. ¿Qué les debía a los demás? Un higo. ¿La prensa? Llegué a la conclusión de que había que mentirle. De cara a la galería, me transformé en la figura más bucólica y mundana posible. En la vida real, me dedicaba a hacer lo que más me gustaba, y eso era todo lo que importaba. Asistía a los partidos de béisbol de las ligas menores y a fiestas de cumpleaños, llevaba a los niños al cole, salía de excursión, en barca, en canoas, practicaba el rafting, iba a pescar… Vivía de los royalties de mis discos. En realidad prácticamente no existía, en lo que a la imagen pública se refiere. Alguna vez en el pasado había compuesto e interpretado canciones enormemente originales que habían hecho época, y no sabía si eso volvería a pasar, ni me importaba.

El actor Tony Curtis me dijo una vez que la fama es una profesión en sí misma, algo que va aparte. No podía estar más en lo cierto. Mi antigua imagen se desvaneció pronto, y con el tiempo logré liberarme de las influencias malignas. Tiempo después, me endilgaron títulos anacrónicos diversos, menos comprometedores, aunque aparentemente más solemnes: «leyenda», «icono», «enigma» («Buda ataviado a la europea» era mi favorito), cosas así, pero no me molestaba. Eran calificativos anodinos e inocuos, trillados, fáciles de manejar. Profeta, mesías, salvador… esos son más duros.

En la obra Scratch de Archibald MacLeish salían dos personajes, uno de los cuales se llamaba como el título de la obra. Scratch pronuncia las palabras: «Sé que existe el mal en el mundo, el mal primordial, no lo opuesto del bien ni un bien defectuoso, sino algo para lo que el bien en sí es una irrelevancia, una fantasía. Nadie que haya vivido tanto como yo y oído lo que yo ignora eso. También sé, para ser más precisos, que estoy dispuesto a creer que hay algo en el mundo —alguien, si lo prefieres— que planea el mal, que lo pone en práctica deliberadamente… Naciones poderosas de pronto, sin motivo, sin causa aparente…, decaen. Sus hijos se vuelven contra ellas. Sus mujeres pierden la noción de ser mujeres. Sus familias se desintegran». A partir de ahí, la obra no hace más que mejorar. Escribir canciones para un espectáculo teatral no se me antojaba una empresa descabellada, y de hecho ya había compuesto un par de cosas para Archie con el fin de averiguar si se me daba bien. Siempre me había gustado el mundo de la escena y, ante todo, el teatro. Lo consideraba la más suprema de las artes. Con independencia del marco donde estuviese ambientada la obra, un salón de baile, una acera o un polvoriento camino rural, la acción siempre se desarrollaba en el «ahora» eterno.

Mis primeras apariciones en público habían sido en el auditorio escolar, que no era una cajita de música sino toda una sala de conciertos como el Carnegie Hall. Su construcción se había costeado con dinero procedente de la actividad minera de la Costa Este, y estaba equipada con telón, accesorios, trampilla y foso de orquesta. Hice mis pinitos como actor en Black Hills Passioll Play Of South Dakota, un drama religioso que retrata los últimos días de Cristo. La obra siempre se montaba en la ciudad por Navidad con actores profesionales en los papeles principales, jaulas de palomas, un burro, un camello y un camión cargado de objetos de atrezo. Siempre había escenas para las que se precisaban extras. Un año interpreté a un soldado romano con lanza y casco; con coraza y todo. No tenía frase, pero eso no importaba. Me sentía como una estrella. Me gustaba el disfraz. Producía en mí un efecto de lo más estimulante… Como soldado romano, sentía que formaba parte de algo, que estaba en el ombligo del mundo, que era invencible. Ahora lo recuerdo como si hubiese ocurrido hace un millón de años, como si desde entonces hubiese librado un millón de luchas y hubiese atravesado un millón dificultades personales.

No me sentía muy invencible en aquel entonces. Quizá desafiante. Cualquier cosa menos satisfecho. Cercado. Por lo que a mi respectaba, nada era visible, salvo la cocina. Nada excepto los perritos calientes con magdalenas y tallarines, las galletas de chocolate y los cereales con nata… Todo se reducía a batir harina y huevos en un bol para preparar el pastel de maíz, cambiar pañales y hacer biberones. De algún modo, entre todo aquello, el esfuerzo por moverme por el barrio eludiendo el acoso y los paseos del perro, me las arreglé para sentarme al piano y componer algunas canciones para la obra basándome en los títulos que se me habían dado. La obra en sí transmitía cierta verdad devastadora, pero me propuse mantenerme alejado de aquello. La verdad era lo último que tenía en mente, e incluso si existía no la quería en mi casa. Edipo salió a buscar la verdad y cuando la encontró, su vida se fue al carajo. Como humorada me parecía bastante espantosa. Así de maravillosa era la verdad. Decidí empezar a expresar opiniones distintas según a quien me dirigiera. Si alguna vez me tropezaba con una verdad, me sentaría encima y la mantendría escondida. A principios de semana había ido a Nueva York para hablar con el productor de la obra, Stewart Ostrow. Le había llevado las canciones a su despacho del edificio Brill y las había grabado. Él se encargó de mandar los acetatos a Archie.

Mientras estábamos en Nueva York, mi esposa y yo fuimos al Rainbow Room, en lo alto del Rockefeller Center, para ver a Frank Sinatra Jr., que cantaba con una orquesta entera. ¿Por qué fuimos a verlo a él y no a otro que estuviese más en la onda? Porque ahí no me encontraría con agobios ni con gente que me acosara, por eso… Y quizá también porque sentía cierta afinidad con Frank. Debíamos tener la misma edad, éramos coetáneos. En cualquier caso, él era un cantante excelente. No me importaba si era tan bueno como su viejo o no; cantaba perfectamente, y me gustó su orquesta grande y escandalosa. Una vez que terminó, vino a sentarse con nosotros. Obviamente, estaba sorprendido de que alguien como yo fuera a verlo, pero cuando se enteró de que me encantaban las canciones de los musicales con arreglos orquestales, se relajó y me aseguró que le gustaban algunas de mis canciones, como Blowin’ in the Wind y Don’t Think Twice…, y me preguntó dónde solía tocar (yo me había retirado y vivía como un eremita, pero no se lo dije). Habló del movimiento de los derechos civiles, me contó que su padre se había mostrado activo en ese frente, que siempre había luchado por los desvalidos, pues se sentía uno de ellos. Frank Jr. parecía inteligente, no había nada de falso, amanerado ni jactancioso en sus modales. Lo que hacía era legítimo, y él sabía quién era. La conversación se prolongó un buen rato.

—¿Cómo crees que te sentirías —preguntó— al darte cuenta de que el desvalido en realidad es un hijo de puta?

—No sé —respondí—. Probablemente no muy bien.

A través del muro acristalado, se dominaba un paisaje urbano espectacular. Desde el piso sesenta, el mundo presentaba un aspecto distinto.

Poco después, le compré una flor roja a mi esposa, una de las criaturas más adorables del mundo de las mujeres, nos levantamos y salimos, tras despedirnos de Frank.

Al final llegó una respuesta de MacLeish, en la que planteaba ciertas preguntas, tal como yo sospechaba. Me invitó de nuevo a su casa. Podríamos poner a punto las composiciones, integrarlas y hablar algo más al respecto. Sin dudado, salté al asiento del conductor de nuestro gran Ford familiar y me dirigí a la campiña de Nueva Inglaterra. Incluso al volante, con la vista puesta en la carretera, no lograba deshacerme del estruendo que resonaba en mi mente. Zigzagueando por las carreteras sinuosas, me sentía como un pájaro enjaulado —un refugiado—, como si estuviese cruzando fronteras estatales con un cadáver en el maletero, expuesto a que algún poli lo pare en cualquier momento.

Puse la radio. Johnny Cash cantaba A Boy Named Sue. Hubo un tiempo en que Johnny había matado a un hombre en Reno sólo para verlo morir. Ahora decía que debía apechugar con el nombre de chica que su padre le había puesto. Johnny también trataba de cambiar su imagen. Aparte de eso, yo no veía mucha similitud entre mi situación y la de cualquier otro. Me sentía aislado, sin más compañía que la mía y la de mi pequeña pero creciente familia, enfrentado a un mundo fantástico de brujería.

Algo intrigante que me llamó la atención fue que Jerry Quarry había peleado contra Jimmy Ellis en Oakland y que el asunto se estaba sacando de quicio en el mundo del boxeo. Jimmy Ellis era uno de esos tipos que cobran y se van a casa. El boxeo era su trabajo, ni más ni menos. Tenía una familia a la que alimentar, y lo traía sin cuidado convertirse en una leyenda o romper récords. A Jerry Quarry, un púgil blanco, lo estaban promocionando como la nueva Gran Esperanza Blanca, expresión odiosa donde las haya. Jerry, cuyo padre había llegado a California en un tren de mercancías, no entraba en ese juego. Los militantes blancos que acudían a animarlo no lo conmovían en absoluto. No necesitaba recurrir a trucos publicitarios. Yo me identificaba tanto con Ellis como con Quarry y percibía cierta analogía entre nuestras situaciones y la forma de afrontadas. Al igual que Quarry, me negaba a reconocer mi condición de icono, símbolo o portavoz y, como Ellis, tenía una familia a la que alimentar.

A medida que el coche avanzaba bajo la brillante luz de aquel día otoñal, el escenario fue convirtiéndose en una mancha borrosa. Por un segundo, me asaltó la sensación de estar moviéndome en círculos. Al cabo de un rato, entré en Massachusetts y llegué a la casa de Archie. Como la otra vez, crucé el puente de madera, al final del sendero. Un árbol seco muy alto se alzaba a lo lejos, proyectando sus ramas desde el tronco. Un cuadro muy sereno, muy pintoresco. Atravesé la hondonada erosionada repleta de hojas podridas bajo rayos de sol filtrados que se reflejaban en fragmentos de roca y subí la senda de piedras que conducía hasta la puerta. Pasé ante un rótulo apoyado contra la casa, un panel de aglomerado con una capa de imprimación para exteriores y letras trazadas con pintura de coche y acrílica. Como en mi visita anterior, aguardé, y me volví para contemplar por la ventana un barranco sombrío, un arroyuelo risueño y flores salvajes. Muchas flores adornaban aún la estancia, flores de color púrpura intenso, flores que, como helechos, resultaban ásperas al tacto, flores azules con el centro blanco, brotes con la punta enrollada, como la de un violín… Archie entró en la habitación y me saludó con cordialidad. Era como reencontrarse con un viejo amigo. Me pregunté si iba a tocar temas serios de nuevo, pero no estaba para charlas.

Inquirió por qué las canciones no eran más oscuras, hizo algunas sugerencias; repasó y me explicó algunos personajes, comentó que el protagonista era, entre otras cosas, envidioso, difamador y farsante y que esos rasgos debían ponerse más de relieve. Me vi a mí mismo sentado allí, presa de una irritación creciente, librando una lucha interna. MacLeish quería respuestas claras. Me miró con ojos que destilaban sabiduría. Poseía un mayor conocimiento de la humanidad y sus caprichos del que la mayoría de los hombres lograría adquirir en toda una vida. Hube de reprimir el impulso de soltarle que las cosas andaban revueltas, que la turba había estado rodeando nuestra casa con megáfonos y exigiéndome que saliera a la calle y encabezara una marcha hacia el ayuntamiento, Wall Street, el Capitolio…; que las Parcas habían estado tejiendo el hilo de mi vida y se aprestaban ahora a cortarlo, que había cien mil manifestantes en Washington y que la policía tenía la Casa Blanca cercada con autobuses para proteger a su inquilino, que estaba dentro mirando un partido de fútbol. Gente de la que nunca había oído hablar me apremiaba para que fuese allí y tomase el mando. Todo eso me daba ganas de vomitar. En mis sueños, la multitud cantaba desafiándome, gritando: «Síguenos y participa». Quería señalarle que la vida se había convertido en un león en pos de su presa, que me hacía falta escapar de aquella oleada de patochadas. Miré en derredor. Los estantes estaban llenos de libros y vi el Ulises. Goddard Lieberson, presidente de Columbia Records, me había regalado una primera edición, y yo no sabía ni por donde agarrarlo. James Joyce me parecía el hombre más arrogante de la historia. Tenía los ojos bien abiertos y gran facilidad de palabra, pero yo no entendía ni jota de lo que decía. Quería pedirle a MacLeish que me explicara a Joyce, que arrojara luz sobre algo que se me figuraba tan caótico, y sabía que él me lo habría explicado, pero no se lo pedí. En el fondo, no me cabía la menor duda de que no había nada que yo pudiera añadir a su obra. De todas maneras, no necesitaba mi ayuda. Sólo quería hablar de las canciones para su obra y por eso estaba yo allí, pero enseguida se hizo evidente que no había la menor esperanza de que nuestra colaboración prosperara.

El sol se había puesto y la noche solemne se asentaba. Me pidieron que me quedara a cenar, pero decliné educadamente la invitación. Archie se había mostrado paciente conmigo. De pronto, al salir, mi mente retrocedió en el tiempo al momento en que vi a la Chica Leopardo. A veces te vienen a la cabeza cosas que has visto, viejos recuerdos que has recuperado de entre los escombros de tu vida. La Chica Leopardo. Un charlatán de feria me había contado que su madre, cuando estaba embarazada de ella, vislumbró un leopardo por la noche en una carretera de Carolina del Norte, y que la visión del animal había marcado a su futura hija. Entonces vi a la Chica Leopardo y mis emociones flaquearon.

Ahora me preguntaba si todos nosotros —MacLeish, yo y los demás— habíamos sido marcados antes de nacer, identificados con una etiqueta, alguna señal secreta. De ser así, no estaba en nuestra mano cambiar nada. Todos participamos en la misma carrera salvaje. Jugamos según las reglas establecidas o no jugamos. Si lo de la señal secreta es cierto, entonces no sería justo juzgar a nadie… Y yo esperaba que MacLeish no me juzgara.

Había llegado la hora de marcharse. Si permanecía un rato más en casa de Archie, acabaría por fijar allí mi residencia. Le pregunté, por pura curiosidad, por qué no escribía él mismo las canciones. Me contestó que no era compositor de canciones y que su obra requería otra voz, otro enfoque, pues a veces nos dormimos en los laureles. Mientras me acercaba de vuelta al pequeño arroyo, me parecía estar contemplando la rizada superficie de un río. La obra de Archie era tan dura, tan lúgubre como un asesinato nocturno. No había manera de que yo hiciera mía su determinación, pero fue estupendo conocer a ese hombre que había alcanzado la luna cuando los demás apenas nos habíamos levantado del suelo. En cierto modo, me enseñó a nadar en el Atlántico. Quise agradecérselo, pero me resultó complicado. Desde el camino que llevaba a la carretera nos despedimos con un gesto y supe que jamás volvería a verlo.

Bob Johnston, mi productor discográfico, estaba al teléfono. Me llamaba de Nashville a East Hampton. Vivíamos en una casa alquilada en una calle tranquila a la sombra de majestuosos olmos añejos; una casa colonial con grandes contraventanas de celosía. Unos setos elevados la separaban de la calle. Teníamos un gran jardín trasero y a la llave para acceder a una duna cercada que conducía a una prístina playa del Atlántico. La casa pertenecía a Henry Ford. East Hampton, originalmente una población de granjeros y pescadores, se había convertido ahora en refugio de artistas, escritores y familias acaudaladas. Más que un lugar, era un estado de ánimo. Si alguien había perturbado tu equilibrio emocional, en aquel lugar lo podías recuperar. Las familias de algunos de los que vivían allí se remontaban a trescientos años atrás, y algunas casas databan del siglo XVIII; habían sido testigo de las cazas de brujas en el pasado. Wainscott, Springs, Amagansett, grandes extensiones de verde, molinos de viento al estilo inglés… El sitio, cerca de los bosques y del mar, resultaba encantador durante todo el año y estaba bañado en una luz única.

Allí empecé a pintar paisajes. Había cantidad de cosas que hacer. Teníamos cinco hijos e íbamos a menudo a la playa, paseábamos en bote por la bahía, buscábamos almejas, pasábamos tardes en el faro cerca de Montauk, íbamos a la isla de Gardiner, en busca del tesoro del capitán Kidd. Montábamos en bici, en kart, en carros de los que tirábamos por turnos, íbamos al cine y a los mercadillos, paseábamos por la calle Division. También íbamos a Springs en coche muy a menudo. Era un paraíso para pintores donde De Kooning tenía su estudio. Para alquilar la casa habíamos dado el apellido de soltera de mi madre, por lo que no teníamos problemas para movernos por allí. Mi rostro tampoco era muy conocido, aunque el nombre por sí solo habría bastado para inquietar a los vecinos.

Aquella misma semana habíamos regresado de Princeton, Nueva Jersey, donde me habían nombrado doctor honoris causa. Había resultado una aventura peculiar. Por alguna razón animé a David Crosby a acompañarnos. Formaba parte de un nuevo supergrupo, pero yo lo conocía de cuando estaba con The Birds en el panorama musical de la Costa Oeste. Habían grabado una versión de una canción mía, Mr. Tambourine Man, que se había catapultado a lo alto de las listas. Crosby era un personaje pintoresco e impredecible, llevaba una capa como la de Mandrake el mago, no se llevaba bien con demasiada gente y tenía una voz hermosa. Era un arquitecto de la armonía. Ya entonces se encontraba al borde de la muerte y era capaz de aterrorizar a una manzana de casas entera, pero me caía muy bien. En The Birds estaba fuera de lugar. Y como compañía podía resultar bastante revoltoso.

Nos salimos de la autopista 80 en el Buick Electra del 69 y encontramos la universidad. Era un día caluroso y despejado. Poco después, las autoridades me condujeron a una sala atestada, me pusieron una toga y de repente me vi presidiendo una multitud de gente bien vestida, bajo un sol radiante. Sobre el estrado había otras personas que iban a ser investidas y yo necesitaba mi doctorado tanto como ellos el suyo, pero por otros motivos. Allí estaban Walter Lippmann, el columnista progresista, Coretta Scott King y otros, pero todos los ojos se posaron sobre mí. Permanecí allí, acalorado, mirando a la multitud, soñando despierto; padecía trastornos de atención.

Cuando me tocó el turno de aceptar el honor, el ponente que me presentaba dijo algo así como que yo destacaba en el carminibus canendi y que ahora iba a gozar de todos los derechos y privilegios individuales que la universidad otorgaba, siempre que procediese, pero añadió: «Aunque millones de personas conocen su nombre, rehúye la publicidad y las asociaciones, pues prefiere la solidaridad de su familia y el aislamiento del mundo, y aunque se acerca a la arriesgada edad de los treinta, sigue siendo la auténtica expresión de la conciencia inquieta y militante de la América joven». ¡Dios Nuestro Señor! Fue como una sacudida. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, pero me mantuve inexpresivo ¡La conciencia inquieta de la América Joven! Me habían vuelto a engañar. El ponente podría haber dicho muchas cosas, hecho hincapié en detalles sobre mi música. Cuando proclamó ante la multitud que yo prefería el aislamiento del mundo, parecía estar diciendo que me prefería vivir recluido en una celda de hierro donde me echaran la comida por una trampilla.

La luz del sol me deslumbraba, pero aun así alcanzaba a ver las caras de quienes me miraban con expresiones de lo más extrañas, boquiabiertos. Estaba tan enfurecido que me entraron ganas de pegarme un mordisco. Últimamente, la percepción que el público tenía de mí había empezado a variar y oscilar como un yoyó, pero una cosa así podía dar al traste con todos los avances que había conseguido en ese sentido ¿Acaso no se enteraban de lo que pasaba? Incluso el diario ruso Pravda me había tildado de capitalista ávido de dinero. Hasta los Weathermen, un grupo tristemente célebre que fabricaba bombas caseras en sótanos para volar edificios públicos y se llamaba así por una de mis canciones, había cambiado su nombre por el de Weather Underground. Yo estaba perdiendo toda credibilidad. Estaban sucediendo cantidad de cosas. A pesar de todo, me alegraba de haber ido a recoger el título. Me sería útil; presentaba la apariencia, el tacto y el aroma de la respetabilidad y cierto espíritu universal. Después de mascullar unas palabras para cumplir con mi papel en la ceremonia, me entregaron el rollo honorífico. Nos apiñamos en el Buick y nos fuimos. Había sido un día raro. «Panda de gilipollas a piñón fijo», sentenció Crosby.

Johnston me preguntó por teléfono si estaba pensando en volver a grabar. Claro que lo estaba. Mientras mis discos siguieran vendiéndose, ¿por qué no iba a querer grabar? No había compuesto gran cantidad de canciones nuevas, pero tenía las que había escrito para MacLeish; y pensé que podía añadir otras, inventarme algunas más en el estudio si era necesario. Johnston estaba ansioso por empezar… Trabajar con él era como conducir borracho y sin papeles. Era un individuo interesante. Nacido en Texas y trasplantado a Tennessee, tenía complexión de luchador, muñecas gruesas y grandes brazos, un torso fornido. Pese a su baja estatura, su personalidad expansiva lo hacía parecer bastante corpulento. Músico y compositor, había escrito un par de canciones que acabó grabando Elvis.

Johnston quería que nos trasladáramos a Nashville, y cada vez que íbamos allí intentaba vendérnoslo como un sitio muy relajado donde no falta de nada. «Ha cambiado —nos aseguró—. La gente se ocupa de sus cosas y nadie se mete en la vida de los demás. Podrías quedarte parado en una esquina hasta la madrugada y nadie se fijaría».

Yo había estado allí varias veces para grabar, la primera vez en 1966. Aquella ciudad se me figuraba tan cerrada como una pompa de jabón. Casi nos echaron a Al Kooper, Robbie Robertson y a mí por llevar el pelo largo. Todas las canciones que salían por entonces de los estudios eran acerca de esposas guarras que engañaban a sus maridos o viceversa.

Conduciendo despacio por Nashville con su Eldorado rojo descapotable, Johnston iba señalando los monumentos. «Ésa es la casa de Eddy Arnold».

Luego otra: «Ahí es donde vive Wylon, y ésa de ahí es la de Tom T. Hall. Aquélla es de Faron Young». Doblaba una esquina y señalaba algún otro enclave. «La casa de Porter Wagoner está calle arriba». Me recliné en el gran asiento tapizado de piel, paseando la vista de este a oeste. Johnston despedía fuego por los ojos. Estaba pletórico de aquello que alguna gente llama «ímpetu». Se le notaba en el semblante, y él compartía ese fuego, ese espíritu, con quienes lo rodeaban. El principal productor de folk y country de la Columbia había nacido con un siglo de retraso. Lo imaginaba perfectamente vestido con una amplia capa y un sombrero con pluma, blandiendo bien alto su espada. Johnston desoía cualquier advertencia o consejo que se interpusiera en su camino. Su idea de producir un disco consistía en mantener las máquinas bien engrasadas, ponerlas en marcha y a todo gas… Nunca sabías a quien llevaría consigo al estudio, donde reinaba un ajetreo constante, pero siempre encontraba un hueco para todos. Si una canción no estaba saliendo bien o las cosas avanzaban a trompicones, él entraba en el estudio y soltaba algo así como «caballeros, aquí hay demasiada gente». Ése era su modo de arreglar las cosas. Johnston se alimentaba a base de carne asada típica de la región y rebosaba encanto; se refería a uno de sus amigos jueces de Nashville como «aquel político rabicorto». «Tienes que conocerlo —decía—, os presentaré algún día».

Johnston parecía un personaje sacado de alguna obra de ficción. En cualquier caso, esta vez no íbamos a grabar en Nashville. Lo haríamos en Nueva York, y él tendría que contratar a los músicos y traérselos consigo o encontrarlos allí.

Me preguntaba a quién llevaría a las sesiones esta vez y esperaba que fuera Charlie Daniels. Ya lo había invitado otras veces, pero no lo traía siempre. Yo me sentía muy identificado con Charlie, por el tipo de frases que empleaba, su sentido del humor, su relación con el trabajo, su tolerancia hacia determinadas cosas. Yo intuía que ambos habíamos soñado con los mismos horizontes lejanos. Buena parte de sus recuerdos parecían coincidir con los míos. Charlie daba mil vueltas a las cosas y acababa por sacarles jugo. En ese entonces, yo no tenía grupo y confiaba en que el A&R[2] o el productor reuniesen uno para mí. Cuando Charlie andaba por allí, solía salir algo bueno de la sesión. Johnston lo había trasladado a Nashville desde Carolina del Norte para que tocase la guitarra en grabaciones de otros artistas. Charlie también dominaba el violín, pero Johnston no le dejaba tocarlo en mis sesiones. Años antes, había tenido un grupo en su ciudad natal llamado The Jaguars, que sacó algunos discos de rockabilly playero, y aunque yo no había llegado a grabar en mi ciudad, también tenía grupo por entonces. Nuestros antecedentes eran muy similares. Al final, Charlie saltó a la fama. Al escuchar a los Allman Brothers y a los explosivos Lynyrd Skynyrd, decidió que aquello era lo suyo y demostró lo que valía con su propio estilo, una suerte de boogie con toques de música montañesa que era un derroche de genialidad. Energía atómica con intervención surrealista de dos violines y grandes melodías como Devil Went Down to Georgia. Durante un tiempo, Charlie fue el rey.

Al Kooper, que había descubierto a Lynyrd Skynyrd, había tocado en algunos de mis mejores discos, así que le pedí a Johnston que lo llamara. Aquélla fue la única sugerencia que le hice en lo tocante a la contratación de músicos. Además, pensaba que Al debía de encontrarse en Nueva York. Kooper era de Brooklyn o Queens y de jovencito había formado parte del grupo de quinceañeros The Royal Teens, que había alcanzado un gran éxito con la canción Short Shorts. Kooper tocaba varios instrumentos, y todos bien. Tenía la sensibilidad idónea. También era compositor; Gene Pitney había grabado una canción suya. Kooper fundó grupos como Blood, Sweat and Tears, The Blues Project e incluso de un supergrupo con Steven Stills y Michael Bloomfield, pero se salió de todos. También era un cazatalentos, algo así como el Ike Turner de la música blanca. Lo único que le faltaba era una cantante torbellino. Janis Joplin habría sido perfecta para Al. Una vez se lo mencioné a Albert Grossman, el hombre que había sido mi mánager y lo era ahora de Janis. Grossman replicó que era lo más estúpido que había oído. A mí no me parecía tan estúpido, habría sido ideal. Tristemente, Janis dejaría de respirar en breve, y Kooper reptaría eternamente en el limbo musical. Yo tendría que haber sido mánager.

Menos de una semana después, yo me hallaba en los estudios de Columbia en Nueva York. Johnston estaba al timón, convencido de que todo lo que yo grababa era espléndido. Siempre se lo parece. Cree que ha dado con un filón y que todo está perfectamente conjuntado. Al contrario: nada estaba jamás debidamente conjuntado. Ni siquiera las canciones terminadas y mezcladas quedaban redondas. Para uno de aquellos temas, Kooper tocó unos riffs de Teddy Wilson al piano. Había tres chicas en el estudio que sonaban como recién salidas de un coro, y una de ellas improvisaba algo de scat. Todo se hizo en una sola toma y se llamó If Dogs Run Free.

Grabé parte del primer material que compuse para la obra de MacLeish que ya tenía melodía y por lo visto salió bien. Todo lo demás encajaba en el proyecto: fragmentos, melodías, frases excéntricas. No importaba. Mi reputación estaba bajo control. Al menos, estas canciones no iban a suscitar espeluznantes titulares. ¿Canciones con mensaje? No había ninguna. Cualquiera que los buscara se decepcionaría. Como si yo fuera a basar mi trayectoria en eso. Aun así, todavía se respiraban esperanzas en el ambiente. ¿Cuándo volverá Bob a ser el de antes? ¿Cuándo se abrirá la puerta para que el mundo vea al aguafiestas ya amansado? Otro día. Tenía la sensación de que esas canciones podían desvanecerse en una nube de humo, y me parecía estupendamente. El hecho de que mis discos siguieran vendiéndose me sorprendía incluso a mí. Quién sabe, a lo mejor contenían algunas buenas canciones, o a lo mejor no. En todo caso, no eran de las que resuenan como un bramido atronador en tu cabeza. Conocía bien ese tipo de temas, y los míos definitivamente no eran así. No es que me faltara talento, simplemente que en mi interior no se agitaba ninguna tormenta, ni se producían explosiones estelares. Reclinado sobre el panel de control, escuché lo que acabábamos de grabar. Sonaba bien.

Johnston me había preguntado antes cómo pensaba titular este disco.

¡Títulos! A todo el mundo le gustan. Un título dice mucho. Pero yo no lo sabía ni lo había pensado. Algo que sí sabía es que en la carátula aparecería una foto donde salgo yo con Victoria Spivey. Nos la habían tomado unos años atrás en un estudio de grabación. Había decidido ponerla en la portada incluso antes de grabar las canciones. Quizá acabé por hacer el disco porque tenía la cubierta en mente y necesitaba algo para poner dentro de la funda. Puede ser.

Down and Out on the Scene, ¿qué tal suena?

Johnston me miró e hizo uno de sus típicos comentarios: —Vaya, eso los va a dejar a todos sin colmillos.

Yo no sabía quiénes eran «todos», quizá los ejecutivos de Columbia Records. Johnston siempre estaba en guerra con ellos por algún motivo u otro. Los consideraba un hatajo de víboras.

—¿Cuál es el escenario al que aludes en el título? —preguntó—. Debe de ser un lugar espectacular. —A Johnston los nombres de localidades le resultaban muy sugestivos. Había producido el disco «Johnny Cash at San Quentin». Le gustaba nombrar lugares; pensaba que evocaban atmósferas.

—No sé, algún sitio en la cima del mundo. París, Barcelona, Atenas… uno de esos sitios.

Johnston levantó la mirada.

—Mierda, tío, tengo que conseguir un póster de esos sitios. ¡Es fabuloso!

Pero no lo era tanto. En cualquier caso, era demasiado pronto para hablar de títulos.

Recorrí la habitación con la vista, me levanté y caminé nerviosamente de un lado a otro varias veces, miré el reloj de pared; parecía ir hacia atrás. Me volví a sentar con la sensación de que las arrugas surcaban mi rostro y el blanco de mis ojos se volvía amarillo. Al Kooper andaba haciendo el payaso, contando chistes absurdos e inacabables. Yo escuchaba a Daniels, que estaba practicando escalas con el violín, mientras hojeaba las revistas de la mesa: Collier’s, Billboard, Look. Me distraje durante un rato leyendo un artículo en la revista Male sobre un tipo, James Lally, locutor de radio cuyo avión se había estrellado en las Filipinas durante la segunda guerra mundial. Era un relato muy crudo que te revolvía las tripas. El piloto, Armstrong, murió al instante, pero Lally fue capturado por los japoneses, que lo llevaron a un campo de prisioneros y lo decapitaron con una katana: Luego se habían servido de su cabeza para ejercitarse en el uso de la bayoneta. Puse la revista a un lado. Russ Kunkel, el batería de aquella sesiones, estaba sentado en el sofá con los ojos entornados, golpeteando las baquetas entre sí, mirando a través del cristal con aire sombrío. Yo no podía dejar de pensar en Lally y me moría ganas de aullar al viento.

Buzzy Feiten, uno de los guitarristas, estaba puliendo los arreglos de una melodía que íbamos a grabar al día siguiente o al otro, o quizá nunca. Entró Johnston, animado como siempre, cargado de energías. A poca gente le dura el entusiasmo, pero él cuenta con reservas inacabables, y no es simulado. Yo acababa de oír la grabación de New Morning y pensé que nos había salido bastante bien. New Morning se me antojaba un buen título para el disco. Después de meditar sobre ello, se lo dije a Johnston. «Tío, me has leído la mente. Van a venir a comer de tu mano.

Tendrán que tomar uno de esos cursillos de desarrollo mental que haces en sueños para entenderlo». Exacto. Y yo iba a tener que tomar uno de esos cursillos de lectura de mentes para adivinar de qué estaba hablando Johnston. No importaba, ya sabía de dónde había sacado Bob aquello del desarrollo mental. Yo me había llevado al estudio un libro, Secret Of Mind Power de Harry Lorayne, y lo había dejado sobre uno de los sofás. Pensé que el libro podría ayudarme a presentar una imagen congelada de mí mismo, a aprender el modo de mostrar al mundo únicamente las sombras de una personalidad.

De todos modos, Harry Lorayne no habría sido rival para Maquiavelo. Unos años antes yo había leído El príncipe y me había gustado mucho. Casi todo lo que dice tiene sentido, aunque se equivoca en algunas cosas; como el sabio consejo de que más vale ser temido que amado. Casi te lleva a preguntarte qué tenía Maquiavelo en mente al escribir eso. Sé a qué se refiere, pero a veces en la vida alguien que es amado puede inspirar más temor del que Maquiavelo habría soñado.

El disco en el que estábamos trabajando se acabó llamando «New Morning» (título de una de las canciones que compuse para la obra de MacLeish) y en la carátula apareció la foto que nos habían tomado a Vickie y a mí. Salió a la venta con doce canciones, y el aluvión de reseñas no tardó en llegar. Algunos críticos opinaron que el disco resultaba deslucido y sentimental, algo bobalicón. Vaya. Otros lo ensalzaron como el esperado regreso del viejo Bob. Tampoco era decir mucho. Lo interpreté todo como una buena señal. Por cierto, ninguna de las canciones hacía alusión a los grilletes y cerrojos que atenazaban al país, en las letras no había nada que amenazara el statu quo. Todo esto formaba parte de lo que los críticos llamarían más tarde mi «período intermedio», y en muchos ámbitos se consideraba que este álbum marcaba mi reaparición. y no se equivocaban: pronto lo seguirían muchos otros.

La obra de MacLeish Scratch se estrenó en el Saint James Theatre de Broadway el 6 de mayo de 1971 y fue retirada de cartel el 8 del mismo mes, a los dos días.