2. LA TIERRA PERDIDA
ME INCORPORÉ en la cama y miré en derredor. La cama era en realidad un sofá del salón. El radiador de hierro emitía ondas de calor. Sobre el hogar, me miraba el retrato enmarcado de un colono con peluca. Junto al sofá había un armario de madera sobre columnas acanaladas, y cerca de éste, una mesa oval con cajones redondeados, una silla en forma de carretilla y un pequeño escritorio revestido con madera de palisandro con cajones que se abrían hacia abajo. También había un asiento posterior de coche tapizado y con muelles que hacía las veces de diván, un sillón bajo de respaldo semi ovalado y brazos en voluta, una espesa alfombra francesa en el suelo, una luz plateada que se colaba por entre las persianas y tablones pintados que hacían resaltar los contornos del techo.
La estancia olía a ginebra y tónica. El apartamento estaba en el piso superior de un edificio sin ascensor de estilo neoclásico cercano a la calle Vestry, por debajo de Canal y próximo al río Hudson. En la misma manzana estaba Bull’s Head, una bodega en la que en su día solía beber John Wilkes Booth, el Bruto americano. Estuve allí una vez y vi su espectro en el espejo; un espíritu ominoso. Paul Clayton, un cantante folk amigo de Van Ronk, un tipo afable, triste y melancólico que probablemente había sacado unos treinta discos pero era completamente desconocido para el público estadounidense —un intelectual, estudioso y romántico con un saber enciclopédico sobre el mundo de las baladas—, me había presentado a Ray Gooch y Chloe Kiel, los ocupantes de la casa. Me acerqué a la ventana y dirigí la vista a las calles blancas, grises, y luego hacia el río. El aire era de un frío cortante, siempre bajo cero, pero el fuego en mi mente, una veleta que giraba sin cesar, no se extinguía. Era media tarde, y Ray y Chloe habían salido.
Ray venía de Virginia y tenía unos diez años más que yo. Me recordaba a un lobo viejo, demacrado y herido en batalla. Entre sus ascendientes había obispos, generales e incluso un gobernador colonial. Era un inconformista, contrario a la integración de los negros, un nacionalista sureño. Él y Chloe vivían allí como a escondidas. Ray parecía un tipo salido de una de las canciones que yo cantaba, alguien con muchas vivencias y aventuras amorosas a sus espaldas; se había movido y conocía muy bien el país y su situación. Aunque ya existía una corriente subterránea de agitación que en pocos años convulsionaría las ciudades americanas, a Ray todo aquello le interesaba poco; decía que la auténtica acción estaba «en el Congo».
Chloe tenía el cabello rojizo con tonos dorados, ojos color de avellana, una sonrisa ilegible, rostro de muñeca, un cuerpo que lo superaba, las uñas pintadas de negro. Trabajaba como encargada del guardarropa en Egyptian Gardens, un local con bailarinas del vientre en la Octava Avenida, y también posaba como modelo para la revista Cavalier. «Siempre he trabajado», decía. Vivían como marido y mujer, o como hermanos o primos; era difícil saberlo, pues sencillamente vivían allí, juntos. Chloe tenía una visión primaria del mundo, siempre decía cosas incoherentes que cobraban sentido de manera críptica. Cierta vez me aconsejó que me aplicara sombra de ojos porque protegía contra el mal de ojo. Cuando le pregunté quién querría echarme mal de ojo, me contestó: «Perico de los Palotes». Según ella, Drácula gobernaba el mundo y era el hijo de Gutenberg, el tipo que inventó la imprenta.
Por mi condición de heredero de la cultura de los años cuarenta y cincuenta, ese tipo de charla no me importunaba. Gutenberg también era un individuo que podría haber salido de una canción folk. A efectos prácticos, la cultura de los cincuenta era como un juez en sus últimos días en activo. Estaba a punto de retirarse. Antes de que pasaran diez años, lucharía por resurgir y acabaría desplomándose. Las canciones folk estaban tan incrustadas en mi mente como una religión, así que no importaba. La canción folk trascendía la cultura inmediata.
Antes de trasladarme a mi propia casa, me alojé prácticamente por todo el Village. En algunos lugares sólo me quedaba una noche o dos; en otros, varias semanas o más. Residí durante mucho tiempo en casa de Van Ronk. Y probablemente pasé en la calle Vestry, entrando y saliendo, más tiempo que en ningún otro sitio. Me gustaba estar en casa de Ray y Chloe. Me sentía a gusto. Ray era de buena familia; incluso había estudiado en la academia militar de Camden, en Carolina del Sur, que abandonó, movido por «una aversión declarada y total». También había sido «expulsado con gratitud» del Divinity School de Wake Forest, una universidad religiosa. Podía recitar de memoria parte del Don Juan de Byron, así como algunos hermosos versos de Evangeline, el poema de Longfellow. Era empleado de una fábrica de herramientas y troqueles de Brooklyn, pero antes de eso pasó una época a la deriva, había trabajado en una planta de Studebaker en South Bend y también en un matadero de Omaha. Una vez le pregunté cómo era aquello. «¿Has oído hablar de Auschwitz?». Claro, ¿quién no? Era uno de los campos de exterminio nazis en Europa, y Adolf Eichmann, jefe de la sección de «asuntos judíos» de la Gestapo, había sido procesado recientemente en Jerusalén. Consiguió escapar tras la guerra, y los israelíes lo habían capturado en una parada de autobús en Argentina. Su juicio levantó un gran revuelo. En el estrado, Eichmann declaró que él se había limitado a cumplir órdenes, pero los fiscales no tuvieron problema en demostrar que llevó a cabo su misión con entusiasmo y celo monstruosos. Se le había declarado culpable, y ahora estaba pendiente de sentencia. Se hablaba mucho de salvarle la vida, incluso de mandarlo de regreso a Argentina, pero habría sido una locura. Aun si lo liberaban, no habría durado una hora. El Estado de Israel se reservaba el derecho de actuar como heredero y albacea de todos los que habían perecido en la solución final. El proceso era un recordatorio al mundo entero de lo que condujo a la fundación del Estado de Israel.
Yo nací en la primavera de 1941. La Segunda Guerra Mundial ya asolaba Europa, y Estados Unidos pronto intervendría en ella. El mundo estaba saltando en mil pedazos, y el caos recibía a los recién llegados con un puñetazo en la cara. Si estabas vivo, aunque hubieses nacido hacía poco, notabas en el ambiente que el viejo mundo estaba desapareciendo para ceder el paso al nuevo. Era como retrasar el reloj hasta el momento en que a. C. se convirtió en d. C. Todos los que nacimos por aquel entonces formábamos parte de ambos mundos. Hitler, Churchill, Mussolini, Stalin, Roosevelt, figuras imponentes que el mundo no volvería a dar, hombres que confiaban en su propia determinación, para bien o para mal, todos preparados para actuar a solas, sin buscar la aprobación de nadie, indiferentes a la riqueza y al amor, tenían en sus manos el destino de la humanidad y estaban reduciendo el mundo a cenizas. De la estirpe de Alejandro, Julio César, Gengis Kan, Carlomagno y Napoleón, se repartieron la tierra como una cena suculenta. Da igual si se peinaban con la raya en medio o iban tocados con casco vikingo; nadie se interpondría en su camino ni les plantaría cara: eran bárbaros despiadados que estaban asolando la tierra y perfilando el mapa a martillazos.
Mi padre contrajo la polio, lo que lo salvó de ir a la guerra, pero todos mis tíos fueron y regresaron con vida. El tío Paul, el tío Maurice, Jack, Max, Louis, Vernon y otros habían estado en Filipinas, Anzio, Sicilia, el norte de África, Francia y Bélgica. Al regresar, trajeron consigo recuerdos y souvenirs —una pitillera de paja y una bolsa del pan de Alemania, una taza esmaltada británica, unas gafas protectoras alemanas, un cuchillo de combate británico, una pistola Luger—, todo tipo de cachivaches. Y reanudaron su vida de civiles como ni nada hubiera pasado, sin decir una palabra sobre lo que hicieron o vieron.
En 1951 yo iba a la escuela primaria. Una de las cosas que nos enseñaban era a escondernos y buscar refugio bajo nuestros pupitres cuando sonaban las alarmas antiaéreas porque los rusos podían bombardearnos. También nos decían que podían saltar sobre la ciudad en paracaídas en cualquier momento. Eran los mismos rusos en cuyo bando habían luchado mis tíos pocos años antes. Ahora se habían convertido en monstruos que iban a degollarnos y a quemarnos vivos. Resultaba curioso. Un ambiente de temor constante acaba por arrebatarle el espíritu infantil a quien se cría en él. Una cosa es asustarse cuando a uno lo apuntan con una pistola, y otra muy distinta temer algo que no es del todo real. Sin embargo, mucha gente se tomaba en serio la amenaza, y al final uno se contagiaba. Era fácil caer víctima de su extravagante fantasía. En la escuela tenía los mismos profesores que había tenido mi madre. Habían sido jóvenes en la época de ella y eran ya mayores en la mía. En la clase de historia de Estados Unidos nos enseñaban que los comunistas no podrían destruir América únicamente con armas o bombas, sino que tendrían que destruir también la Constitución; el documento sobre el que se había fundado este país. No es que eso cambiara gran cosa. Cuando se disparaban las sirenas, tenías que acurrucarte de todas maneras bajo el pupitre, boca abajo, sin mover un dedo y sin hacer el menor ruido. Como si eso pudiera salvarte de las bombas. La amenaza de aniquilación era algo aterrador. No sabíamos qué les habíamos hecho para que se enfadaran tanto. Nos aseguraban que los rojos, sedientos de sangre, rondaban por todas partes. ¿Dónde estaban mis tíos, los defensores del país? Pues ocupados tratando de salir adelante, trabajando, ganando todo el dinero que podían y esforzándose por estirarlo.
¿Cómo iban a saber lo que sucedía en las escuelas, el miedo que se inculcaba a los alumnos?
Ahora todo aquello se había acabado. Yo estaba en Nueva York, con o sin comunistas. Probablemente había muchos por allí. Y cantidad de fascistas también. El lugar estaba lleno de aspirantes a dictadores de izquierdas y de derechas, radicales de todo pelaje. Se decía que la Segunda Guerra Mundial había supuesto el principio del fin de la era de la Ilustración, pero a mí no me lo parecía. Yo seguía inmerso en ella. De algún modo, los recuerdos y sensaciones de todo aquello permanecían vivos en mi cabeza. Había leído a esa gente —Voltaire, Rousseau, John Locke, Montesquieu, Lutero—; visionarios, revolucionarios… Era como si los conociera, como si hubieran estado viviendo en mi patio trasero.
Crucé la sala hacia las cortinas de color crema, subí la persiana y contemplé las calles nevadas. El mobiliario del apartamento era bonito; incluso había algunas piezas hechas a mano. Eso me gustaba: armarios roperos con elaboradas tallas y floreados picaportes; librerías ornadas que cubrían parte de la pared desde el suelo hasta el techo; una estrecha mesa rectangular con incrustaciones metálicas y dibujos geométricos que parecían seguir una pauta descontrolada; y un objeto especialmente divertido: una consola de contorno orgánico en forma de dedo del pie. Había enchufes ingeniosamente instalados en los estantes de los armarios. La pequeña cocina era como una selva. En ella abundaban los tarros repletos de poleo, asperilla, hojas de lila, entre otras hierbas. Chloe, una sureña con sangre yanqui, era muy ducha en el empleo del tendedero del baño, ya veces me encontraba alguna de mis camisas colgada allí. Solía llegar antes del alba y tenderme en el sofá cama, situado en el salón de altos techos. A menudo me dormía arrullado por el rumor y el traqueteo del tren nocturno que atravesaba Jersey, el caballo de hierro con sangre de vapor.
Estaba familiarizado con el paso de los trenes desde mi primera infancia, por lo que verlos y oírlos siempre me infundía una sensación de seguridad. Los grandes furgones, los vagones que transportaban mineral de hierro, los trenes de mercancías o de viajeros, los coches cama. En mi ciudad natal no podía uno ir a ninguna parte sin tener que parar en un paso a nivel y esperar a que pasaran los largos trenes. Las vías cruzaban los caminos y corrían también paralelas a ellos. El sonido de los trenes a lo lejos me hacía sentir más o menos como en casa, como si no me faltara nada, como si me hallara en un lugar tranquilo, libre de amenazas importantes, como si todo encajara.
Al otro lado de la calle se alzaba una iglesia con un campanario. El tañido de las campanas también me hacía sentir como en casa. Siempre había escuchado con atención el canto de las campanas, ya fueran de hierro, plata o latón. Los domingos y días de fiesta tocaban a misa. Sonaban cuando moría alguien importante, cuando la gente se casaba. En cualquier ocasión especial repicaban las campanas. Al oídas me embargaba un sentimiento placentero. Me gustaban incluso los timbres y la señal horaria de la NBC en la radio. Miré por el ventanal hacia la iglesia. Las campanas estaban ahora en silencio mientras la nieve se arremolinaba sobre los tejados. La ciudad parecía sitiada por la ventisca, y la vida giraba sobre un fondo gris, frío y cubierto de hielo.
A medio camino, un tipo con chaqueta de cuero quitaba escarcha del parabrisas frontal de un Mercury Montclair negro cubierto de nieve. Detrás, un sacerdote vestido con un manto púrpura salía del patio de la iglesia por una verja para cumplir con algún deber sagrado. Cerca de allí, una mujer con la cabeza descubierta y calzada con botas avanzaba penosamente calle arriba cargada con la bolsa de la colada. Había un millón de historias, simples situaciones cotidianas de Nueva York, en las que pensar. Se desarrollaban siempre ante ti, entrecruzadas, pero había que aisladas para que cobraran sentido. El día de San Valentín, fiesta de los enamorados, había llegado y se había ido sin que me diera cuenta. No tenía tiempo para el amor. Me alejé de la ventana, a través de la cual brillaba el sol invernal, crucé el salón, me acerqué al hornillo y me preparé una taza de chocolate caliente que me serví y encendí el transistor.
Me gustaba pasar de una emisora a otra para ver qué pescaba. Al igual que los trenes y las campanas, la radio formaba parte de la banda sonora de mi vida. Estuve moviendo el dial arriba y abajo hasta que la potente voz de Roy Orbison salió de los pequeños altavoces. Running Scared, su nueva canción, atronó el salón. Últimamente, me interesaba escuchar canciones con connotaciones folk. Ya había oído algunas en el pasado: Big Bad John, Michael Row the Boat Ashore, A Hundred Pounds of Clay. Brook Benton había convertido Boll Weevil en un éxito del momento. The Kingston Trio y Brothers Four conseguían que les dedicaran bastante tiempo en antena. Me gustaba The Kingston Trio. Pese a su estilo pulido y universitario, me agradaba la mayor parte de su material, canciones como Getaway John, Rememeber the Alamo, y Long Black Rifle. Siempre acababa por abrirse camino alguna canción de tinte folk. Endless Sleep, el tema de Jodie Reynolds que había pegado fuerte antes, era folk hasta en carácter. Orbison, no obstante trascendía todos los géneros; folk, country, rock and roll, lo que fuera. Su material mezclaba todos los estilos e incluso algunos que no se habían inventado siquiera. Podía adoptar un tono agresivo y perverso en un verso y luego cantar con voz de falsete a lo Frankie Valli en el siguiente. Con Roy no sabías si estabas escuchando ópera o a una banda de mariachis. Te mantenía alerta. Todo en él era muy visceral. Sonaba como si cantara desde la cima del monte Olimpo y realmente se lo creyera. Una de sus primeras canciones, Ooby Dooby, se había hecho bastante popular mucho antes, pero la nueva no tenía nada que ver. Ooby Dooby era engañosamente sencilla, y sin embargo, Hoy había progresado. Interpretaba ahora sus composiciones aprovechando su extensión vocal de tres o cuatro octavas que te daba ganas de arrojarte en coche por un acantilado. Cantaba como un criminal profesional. Por lo general, empezaba en un tono grave, casi inaudible, y se mantenía allí hasta que, de pronto, se entregaba al histrionismo. Tenía una voz capaz de sacudir un cadáver y dejarte musitando algo como: «Tío, no me lo puedo creer». Había canciones dentro de sus canciones. Pasaban del modo menor al mayor sin lógica alguna. Orbison iba muy en serio; no se andaba con niñerías ni con pinitos de novato. En la radio no había nadie como él. Esperé a que terminara con la esperanza de que pusieran otra canción suya, pero después de Hoy el repertorio era un muermo sin matices, insulso y convencional. Las emisoras te asediaban con esa clase de material como si no tuvieras cerebro. Aparte quizá de George Jones, tampoco me gustaba la música country. Al escuchar a Jim Reeves y Eddy Arnold, resultaba difícil saber qué tenía aquello de country. Todo lo que había de salvaje y extravagante en ese género se había exiliado. Elvis Presley. Ya nadie lo escuchaba. Habían pasado años desde su irrupción en el panorama musical con su estilo novedoso que elevaba las canciones a otra órbita. Yo seguía poniendo la radio, más por hábito inconsciente que por otra cosa. Tristemente, todo lo que oía no era más que un tazón de leche caliente con azúcar sin un ápice del espíritu de la época, a lo doctor Jekyll y mister Hyde. Las ideologías callejeras de On the Road, Howl y Gasoline que empezaban a marcar un nuevo tipo de experiencia vital no estaban allí, pero ¿cómo iban a estarlo? Los discos de 45 revoluciones por minuto no daban para tanto.
Yo ansiaba grabar un disco, pero no sencillos, el tipo de canciones que pinchaban en la radio. Los cantantes de folk, los artistas de jazz y los intérpretes de música clásica hacían LP, discos de larga duración con cantidad de canciones sobre el vinilo, y con ello forjaban identidades e inclinaban la balanza, ofrecían un cuadro más extenso. Los LP eran como la fuerza de gravedad. Tenían tapas, delante y detrás, que podías contemplar durante horas. A su lado, los discos de 45 revoluciones parecían insustanciales e incompletos. Se amontonaban en pilas y presentaban un aspecto intrascendente. En cualquier caso, en mi repertorio no había canciones aptas para la radio comercial. Las letras sobre contrabandistas depravados, madres que ahogan a sus propios hijos, Cadillacs que consumen cuatro litros cada ocho kilómetros, inundaciones, incendios en sedes de sindicatos o las tinieblas y cadáveres en el fondo del río no eran para radioyentes típicos. No había nada plácido en las canciones que yo interpretaba. No eran pegadizas ni melifluas. No transcurrían de principio a fin sin sobresaltos. Se puede decir que no eran comerciales. Además, mi estilo, demasiado errático, no era fácil de encasillar para la radio, y yo atribuía a mis canciones una importancia mayor que la de un mero pasatiempo. Las consideraba mi preceptor y guía hacia una conciencia alterada de la realidad, hacia otra república, una república liberada. Treinta años más tarde, Greil Marcus, el historiador de la música, la llamaría «la república invisible». En cualquier caso, no es que yo fuera contrario a la cultura popular ni nada parecido, y tampoco tenía afán de agitar conciencias. Lo que ocurría es que para mí la cultura mayoritaria era relamida, un engaño. Me recordaba a la capa lisa de escarcha que re cubría la calle y que te obligaba a usar un calzado incómodo para caminar por ella. No sabía en qué época de la historia nos encontrábamos ni en qué consistía la realidad de todo ello. A nadie le importaba. Si decías la verdad, fantástico, y si decías la no-verdad, pues también. Las canciones folk me lo habían enseñado. Por lo que respecta al tiempo en que vivíamos, era un amanecer constante, y yo, que sabía también algo de historia —la historia de algunas naciones y estados—, era consciente de que siempre se repite la misma pauta. A un temprano período primitivo en que la sociedad se desarrolla y prospera, sigue un período clásico en que la sociedad alcanza su madurez y luego otro de flojera en que todo decae y se desploma. No sabía en cuál de esos estadios se hallaba Estados Unidos. No había un entendido a quien consultar. Aunque un cierto ritmo turbulento lo estaba sacudiendo todo, no valía la pena pensar en ello. Cualquier cosa que se te ocurriera podía estar completamente fuera de lugar.
Apagué la radio, atravesé la sala, vacilé por un instante y puse el televisor en blanco y negro. Estaban dando la serie del Oeste Wagon Train. Las imágenes parecían centellear desde un país lejano. También lo apagué y me fui a otra habitación, una sin ventanas con la puerta pintada; una caverna oscura con una biblioteca hasta el techo. Encendí la luz. La presencia abrumadora de la literatura que se respiraba en ese cuarto te empujaba de forma implacable a abandonar tu pasión por la idiotez. Las referencias culturales con las que había crecido me habían dejado el cerebro tiznado de hollín. Brando. James Dean. Milton Berle. Marilyn Monroe. Lucy. Earl Warren y Jruschov, Castro. Little Rock y Peyton Place. Tennessee Williams y Joe DiMaggio. J. Edgar Hoover y Westinghouse. Los Nelson. Los hoteles Holiday Inn y los Chevrolets. Mickey Spillane y Joe McCarthy. Levittown.
En aquel cuarto todo eso quedaba reducido a una broma. Allí había de todo, volúmenes sobre tipografía, epigrafía, filosofía, ideologías políticas. Material que hacía que te saltaran los ojos de las órbitas. Libros como El libro de los mártires, de Juan Foxe, Los doce césares, los discursos de Tácito y las epístolas a Bruto. El estado ideal de la democracia, de Pericles, El general ateniense, de Tucídides, un relato que producía escalofríos. Escrito cuatrocientos años antes de Cristo, sostiene que la naturaleza humana es siempre enemiga de los valores superiores. Tucídides muestra cómo ha cambiado el significado de las palabras hasta sus días, y de qué modo las acciones y las opiniones pueden dar un giro de ciento ochenta grados en un abrir y cerrar de ojos. Me daba la impresión de que nada había cambiado de su época a la mía.
Había novelas de Gógol y Balzac, Maupassant, Hugo y Dickens. Normalmente, abría algún libro por la mitad, leía unas pocas páginas y si me gustaba empezaba por el principio. Materia Medica (causas y curas para las enfermedades) era muy bueno. Buscaba llenar con aquellas lecturas las lagunas que había en mi educación. A veces abría un libro y encontraba una nota garabateada a mano, como en El príncipe de Maquiavelo, donde alguien había escrito: «El espíritu del buscavidas». «El hombre cosmopolita», podía leerse en la cubierta del Infierno de Dante. Los libros no estaban dispuestos según un orden particular ni por temas. El contrato social de Rousseau estaba junto a la Tentación de san Antonio, y Las Metamorfosis de Ovidio, espeluznante cuento de terror, junto a la autobiografía de Davy Crockett. Hileras interminables de libros: el de Sófocles sobre la naturaleza y la función de los dioses, que explica por qué existen dos sexos únicamente. Alejandro Magno marcha sobre Persia; cuando la conquista, a fin de mantenerla bajo su dominio, anima a todos sus hombres a casarse con lugareñas. Gracias a eso, jamás tuvo problemas con la población, ni se vio obligado a aplastar revueltas u otras cosas por el estilo. Alejandro sabía cómo hacerse con el control absoluto. También estaba la biografía de Simón Bolívar. Me apetecía devorar todos esos libros, pero para ello tendría que haber estado recluido en un asilo o algo parecido. Leí parte de El ruido y la furia; no lo pillé del todo, pero Faulkner tenía fuerza. Eché un vistazo al libro de Alberto Magno, el tipo que mezclaba teorías científicas con teología. Comparado con Tucídides, era una lectura ligera. Me imaginaba a Magno como un tipo con insomnio que escribía sus cosas bien entrada la noche con la ropa adherida a un cuerpo húmedo y pegajoso. Muchos de esos libros eran demasiado voluminosos para resultar manejables, como zapatos gigantes para gente con pies enormes. Leí sobre todo los de poesía. Byron y Shelley y Longfellow y Poe. Memoricé el poema de Poe «The Bells» y busqué un acompañamiento para él con la guitarra. Había un libro sobre Joseph Smith, el auténtico profeta americano que se identifica a sí mismo con el Enoch bíblico y dice que Adán es el primer hombre-dios. Todo eso también palidece en comparación con Tucídides. Aquellos libros parecían sacudir el cuarto de manera nauseabunda y enérgica. Las palabras de «La vita solitaria» de Leopardi se me antojaban salidas del tronco de un árbol, sentimientos desolados e infrangibles.
Había un libro de Sigmund Freud, el rey del subconsciente, llamado Más allá del principio del placer. Lo estaba hojeando cuando Ray entró, lo vio y comentó: «Los mejores en ese campo trabajan para agencias de publicidad. Venden humo». Repuse el libro en el estante y ya no lo volví a agarrar. Pero leí una biografía de Robert E. Lee. Su padre, que había salido desfigurado de un altercado (le habían echado lejía en los ojos) abandonó a su familia para irse a las Antillas. Robert E. Lee había crecido sin padre, pero se acabó convirtiendo en alguien. No sólo eso, sino que fue únicamente su palabra lo que impidió que Estados Unidos entrara en una guerra de guerrillas que probablemente habría durado hasta hoy. Los libros eran algo fantástico. Sin duda. Leía muchos pasajes en voz alta, degustando el sonido de las palabras, el lenguaje. Recuerdo el poema de protesta de Milton «De la última matanza del Piamonte», unos versos políticos acerca del asesinato de inocentes por obra del duque de Saboya, en Italia. Eran como letras de canciones folk, incluso más elegantes.
Todas las obras rusas que había en aquella biblioteca tenían una presencia especialmente tenebrosa. Estaban los poemas políticos de Pushkin, considerado un revolucionario. Murió en un duelo en 1837. Había un libro del conde León Tolstoi, cuya finca —la hacienda familiar, donde educaba a los campesinos— yo visitaría unos veinte años más tarde. Se encontraba a las afueras de Moscú, y fue donde se instaló en los últimos días de su vida, renegando de sus escritos y rechazando toda forma de guerra. Cierto día, con ochenta y dos años, dejó una nota a la familia pidiéndoles que lo dejaran en paz y se adentró en los bosques nevados. Unos días después hallaron su cadáver. Había muerto de neumonía. El guía turístico me dejó montar en su bicicleta. También Dostoievski había llevado una vida dura y sombría. El zar lo envió a un campo de prisioneros en Siberia en 1849. Se le acusaba de escribir propaganda socialista. Finalmente, se le concedió el perdón y escribió para mantener alejados a sus acreedores. A principios de los años setenta, yo hacía exactamente lo mismo.
En el pasado, nunca me habían entusiasmado los libros ni los escritores, aunque me gustaban las historias. Historias de Edgar Rice Burroughs, que escribía sobre una África mítica; Luke Short, el de los míticos relatos del Oeste; Julio Verne; H. G. Wells. Eran mis favoritos antes de que descubriese a los cantantes folk. Éstos eran capaces de expresar en unos pocos versos lo mismo que un libro entero. Cuesta determinar qué convierte a un personaje o acontecimiento en material folk. Quizá tenga que ver con el hecho de que sus protagonistas posean un carácter franco, honesto y abierto, así como cierto arrojo, en un sentido abstracto. Al Capone fue un gángster de éxito que llegó a dominar los bajos fondos de Chicago, pero nadie escribía canciones acerca de él. No resulta interesante o heroico en ningún aspecto. Es una figura anodina. Una rémora, un hombre que jamás en su vida se aventuró a solas en la naturaleza. Pasó a la historia como un matón y un chulo que me recuerda a aquella canción de bluegrass, Looking for that Bully of the Town [buscando al matón de la ciudad]. No merece siquiera la reputación de la que goza; para mí no era más que un vampiro despiadado. Al legendario atracador de bancos Pretty Boy Floyd, por el contrario, lo rodea un halo aventurero. Incluso su nombre dice algo. Hay algo vivo y auténtico en el fango que lo envuelve. Nunca llegó a ser el amo de una ciudad, no supo manipular el sistema ni someter a la gente a su voluntad, pero era de carne y hueso, representa a la humanidad en general y nos permite atisbar lo que es el verdadero poder. Al menos antes de que lo pillaran en un lugar dejado de la mano de Dios.
La casa de Ray era muy silenciosa, excepto cuando alguien ponía la radio o escuchaba discos. Salvo en esas ocasiones, imperaba una quietud sepulcral, y yo siempre acababa volviendo a los libros… Hurgaba entre ellos como un arqueólogo. Leí la biografía de Thaddeus Stevens, el republicano radical que vivió a principios del siglo XIX y fue todo un personaje. Natural de Gettysburg, andaba cojo como Byron. Creció pobre, se hizo rico y, desde entonces, abanderó la causa de los débiles y de cualquier otro grupo incapaz de luchar en igualdad de condiciones. Tenía un sentido de humor lúgubre, una lengua venenosa y un odio visceral hacia los arrogantes aristócratas de su época. Se proponía apoderarse de las tierras de la elite esclavista, y una vez dijo de un colega del Congreso que «chapoteaba en su propio cieno». Stevens era antimasónico y se refirió/a sus adversarios como «aquellos cuyas bocas hieden a sangre humana». Irrumpió allí, llamó a sus enemigos un «hatajo de reptiles rastreros que rehuían la luz y acechaban desde sus madrigueras». Stevens se hacía difícil de olvidar. Me causó una gran impresión, pues me parecía un personaje inspirador, al igual que Teddy Roosevelt, quizá el presidente con más carácter que haya tenido Estados Unidos en toda su historia. También leí acerca de Teddy: ganadero y azote de criminales, le habría declarado la guerra a California si no lo hubiesen contenido, y mantuvo un severo contencioso con J. P. Morgan, casi un dios a quien pertenecía la mayor parte de Estados Unidos por aquel entonces. Roosevelt lo amedrentó, amenazándolo con meterlo en la cárcel.
Cualquiera de esos tipos, Stevens o Roosevelt, quizá también el propio Morgan, podrían haberse convertido en protagonistas de una canción folk del estilo de Walkin’ Boss, The Prisioner’s Song, o incluso de Ballad of Charles Guiteau. En realidad esas letras hablan de ellos, aunque quizá no de manera explícita. Hasta algunas de las primeras canciones de rock and roll hablan de ellos, con electricidad y batería incorporadas.
También había libros de arte en los estantes, de Motherwell y del primer Jasper Johns, panfletos impresionistas alemanes, Grünewald, cosas de Adolf von Menzel. Manuales de primeros auxilios que te enseñaban a arreglar una rodilla dislocada, a atender un parto, a llevar a cabo una operación de apendicitis en casa…; cosas que avivaban la imaginación de cualquiera. En aquella habitación había otros objetos llamativos: esbozos de Ferraris y Ducatis trazados con tiza, volúmenes sobre amazonas o sobre el Egipto de los faraones, libros de fotografías de acróbatas circenses, amantes, tumbas. No había grandes librerías cerca de allí, de modo que era poco probable que todos esos libros procedieran de un único sitio. Me encantaban las biografías y leí parte de la de Federico el Grande, quien, además de reinar en Prusia, era compositor, dato que me sorprendió bastante. También miré por encima De la guerra, el libro de Clausewitz. Algunos lo consideraban el principal filósofo de la guerra. A juzgar por su nombre, uno creería que presentaba el mismo aspecto que Hindenburg, pero no es así. En el retrato que aparece en el libro tiene un aire a Robert Burns, el poeta, y a Montgomery Clift, el actor. El libro fue publicado en 1832, y Clausewitz llevaba en el ejército desde los doce años. Sus tropas se componían de profesionales altamente preparados, difícilmente reemplazables, y no de jóvenes que servían sólo unos pocos años. La obra dedica muchas páginas a exponer las tácticas para situarse en una posición estratégica de modo que el otro bando concluya que está en clara desventaja y deponga las armas. En su época había poco que ganar y mucho que perder en una batalla seria. Para Clausewitz, la guerra, o al menos su concepto idealizado de la misma, no consistía en arrojar piedras. Abunda asimismo en la incidencia de factores psicológicos y accidentales como el tiempo y las corrientes de aire en el campo de batalla.
Ese tipo de cosas ejercía una fascinación morbosa sobre mí. Años atrás, antes de saber que iba a ser cantante y cuando mi mente estaba en pleno desarrollo, llegué a desear ir a la academia militar de West Point. Siempre había imaginado que moriría en alguna batalla heroica, más que en la cama. Quería ser un general con mi propio batallón pero ignoraba cuál era el mejor sistema para acceder a aquel mundo maravilloso. Cuando le pregunté a mi padre cómo podía ingresar en West Point, replicó algo alterado que mi apellido no empezaba con un «De» o un «Von» y que se necesitaban contactos y referencias para entrar allí. Me aconsejó que me centrase en procurar conseguirlos. Mi tío se mostró aún menos dispuesto a ayudarme a cumplir mi sueño. Me dijo: «No te conviene trabajar para el gobierno. Un soldado es un ama de casa, un conejillo de Indias. Para eso mejor vete a trabajar a una mina».
Pero no eran las minas, sino los contactos y las referencias, lo que me inquietaba. Me preocupaba el hecho de necesitarlos, me daba la sensación de que sufría una grave carencia. No tardé mucho en descubrir qué eran y cómo podían interferir en mis planes. Cuando empecé a montar mis primeros grupos, algún otro cantante al que le hacía falta uno me los solía arrebatar. Aparentemente sucedía cada vez que reunía una banda completa. Yo no entendía por qué, pues ninguno de esos tipos era mejor cantante ni músico que yo. Lo que sí tenían era la puerta abierta a actuaciones en las que había dinero de verdad. Cualquiera que formase parte de un grupo podía tocar en pabellones de parque, concursos de aficionados, parques de atracciones, subastas e inauguraciones de comercios, pero en esos bolos no pagaban nada salvo para cubrir gastos, en el mejor de los casos. En cambio, los otros vocalistas podían actuar en pequeñas convenciones, bodas y aniversarios de boda celebrados en hoteles, actos de los Caballeros de Colón y cosas así… Allí había pasta. La promesa de dinero era lo que siempre alejaba al grupo de mí. Yo le contaba mis penas a mi abuela, que vivía con nosotros y era mi única confidente, y ella me aconsejaba que no lo tomara como algo personal. Intentaba consolarme con frases como: «Hay gente a la que jamás podrás persuadir. Déjalo correr y las cosas se arreglarán». Claro, era fácil decido, pero no me hacía sentir mejor. La verdad es que los chicos que me robaban a los músicos tenían vínculos familiares con peces gordos de la cámara de comercio, el ayuntamiento o asociaciones de comerciantes; agrupaciones conectadas a distintos comités en todos los condados. El rollo de los contactos familiares impresionaba a la gente y a mí me dejaba como desnudo.
Esto no era más que un reflejo del problema de fondo: en el mundo algunos disfrutaban de privilegios injustos, mientras que otros se quedaban en la cuneta. ¿Cómo podía uno aspirar a algo si carecía de esos privilegios? Parecía ley de vida, pero, aunque lo fuese, yo no estaba dispuesto a dejarme llevar por el resentimiento ni, como decía la abuela, a tomármelo como algo personal. Los contactos familiares eran legítimos. No podías culpar a nadie por tenerlos. Al final yo ya daba por sentado que perdería a mi grupo, de modo que cuando sucedía ni siquiera me sorprendía. Siempre volvía a formar otro porque estaba decidido a tocar. Eso suponía una espera tensa y constante, poco reconocimiento y nula seguridad, pero a veces lo único que se necesita es un guiño o asentimiento por parte de una persona inesperada para acabar con el tedio de una existencia confusa.
Eso me sucedió cuando el Guapo George, el gran luchador, vino a la ciudad. A mediados de los cincuenta, yo tocaba en el vestíbulo del arsenal de la Guardia Nacional, el edificio construido en memoria de los veteranos de guerra, donde se desarrollaban todos los grandes acontecimientos (ferias de ganado, partidos de hockey, espectáculos de circo, combates de boxeo, mítines de predicadores, festivales country). Yo había ido allí a ver a Slim Whitman, Hank Snow, Webb Pierce y muchos otros. Una vez al año aproximadamente, el Guapo George venía con su troupe a la ciudad: Goliat, el Vampiro, el Contorsionista, el Estrangulador, el Triturador, el Terror Sagrado, enanos y una pareja de mujeres, luchadores, y mucho más. Yo tocaba en un estrado improvisado en el vestíbulo del edificio rodeado de gente que iba y venía sin prestar mucha atención. De pronto, la puertas se abrieron de golpe y apareció el Guapo George en persona. Irrumpió como un vendaval y, en lugar de entrar por entre los bastidores, atravesó el vestíbulo como una legión de cuarenta hombres. Era el Guapo George, en toda su gloria, con toda la majestuosidad y la energía que cabía esperar de él. Tenía asistentes e iba rodeado de mujeres que portaban rosas, llevaba una capa señorial forrada de piel y su rizada cabellera rubia al viento. Pasó junto al estrado y al oír la música se volvió. No se detuvo, pero clavó en mí sus ojos, que despidieron un centelleo a la luz de la luna. Me hizo un guiño y tuve la impresión de que esbozaba con los labios las palabras: «Le estás dando ambiente».
Importa poco que lo dijera o no. Lo importante es lo que me pareció oír, y nunca lo he olvidado. Era todo el reconocimiento y ánimo que iba a necesitar en años venideros. A veces, basta con eso, con el reconocimiento que llega cuando haces las cosas con ganas y con cierto talento, aunque nadie más lo haya notado todavía. El Guapo George. Un espíritu poderoso. La gente decía que era tan grande como su casta. Quizá lo era. Inevitablemente, yo no tardaría en perder a los músicos que tocaban conmigo en el vestíbulo del monumento a los veteranos. Alguien les echó el ojo y se los llevó. Tendría que esforzarme por hacer contactos. También empezaba a darme cuenta de que me convenía aprender a cantar y tocar por mí mismo para no depender de un grupo hasta que pudiera permitirme pagar y mantener uno. Los contactos y las referencias debían convertirse en algo irrelevante, pero me sentí bien por un momento. Cruzarme con el Guapo George fue fabuloso.
El libro de Clausewitz parecía pasado de moda, pero mucho de lo que dice sigue siendo válido, y al leerlo uno comprende cantidad de cosas sobre la vida cotidiana y las presiones del entorno. Cuando el autor señala que la política ha usurpado el lugar de la moral y que se basa en la fuerza bruta, no bromea. Tienes que creerlo. Haces lo que otros te dicen, quienquiera que seas. Si no pasas por el aro, estás acabado. No quiero saber nada de esos cuentos sobre la esperanza y la justicia, ni por supuesto de esas pamplinas de que Dios está con nosotros o que provee nuestras necesidades. Vayamos al grano. No existe ningún orden moral. Olvídalo. La moralidad no tiene nada que ver con la política. No está ahí para que la transgredamos. Están la virtud o la bajeza, y punto. El mundo está hecho así y nadie va a cambiarlo. Es un lugar abigarrado y enloquecido al que hay que mirar a los ojos. Clausewitz fue en cierto modo un profeta. De modo inconsciente, ciertos pasajes del libro pueden perfilar tus ideas. Si te crees un soñador, léelo y verás que ni siquiera estás capacitado para soñar. Soñar es peligroso, y Clausewitz hace que no te tomes tus ideas tan en serio.
También leí La diosa blanca de Robert Graves. La invocación de la musa poética era algo con lo que todavía no estaba familiarizado. Al menos, no sabía lo bastante como para empezar a preocuparme por ello. Pocos años después, conocería al propio Robert Graves en Londres. Dimos un largo paseo por Paddington Square. Quería hacerle algunas preguntas acerca del libro, pero ya no recordaba gran cosa. Me gustaba mucho el escritor francés Balzac. Leí La piel de zapa y El primo Pons. Las obras de Balzac me parecían muy divertidas. Su filosofía es sencilla; viene a decir que el materialismo puro es una receta para la locura. Por lo visto, el único conocimiento verdadero para Balzac se encuentra en la superstición, Todo es susceptible de análisis. Ahorra energías: ése es el secreto de la vida. Se puede aprender mucho del señor B.
Resulta gracioso tenerlo como compañía. Viste con una túnica de monje y bebe infinitas tazas de café. Duerme tanto que tiene la mente embotada. Cuando se le cae un diente, dice: «¿Qué significará esto?». Lo cuestiona todo. Al acercarse a una vela, su ropa empieza a arder. Él se pregunta si el fuego es buena señal. Balzac es hilarante.
El Gaslight no era un sitio de postín; en él no había ni mesas de primera ni nada por el estilo, pero estaba siempre atestado. Algunos clientes se sentaban a las mesas, otros se quedaban de pie, apiñados junto a la pared de obra vista en aquel recinto de iluminación tenue y tuberías vistas. Incluso en las frías noches de invierno había cola, se formaban aglomeraciones escaleras abajo, ante la puerta doble. Había tanta gente que costaba respirar. No sé cuánta cabía en el lugar, pero siempre parecía que hubiera unas diez mil personas. Los inspectores del cuerpo de bomberos solían ir y venir; siempre flotaba en el aire una gran expectación y cierto temor que movía a comportarse con osadía. Daba la impresión de que algo o alguien iba a aparecer en cualquier momento para disipar la bruma.
Yo tocaba en tandas de veinte minutos. Interpretaba las canciones folk de que me había apropiado, siempre atento a lo que pasaba alrededor. Hacía excesivo calor y el ambiente era demasiado claustrofóbico para quedarse después de la actuación, de modo que, cuando terminaban, los músicos solían pulular por uno de los cuartos traseros de la planta baja. Para llegar allí había que salir de la cocina al patio y subir por la escalera de incendios. Siempre había timba allí arriba. Van Ronk, Stookey, Romney, Hal Waters, Paul Clayton, Luke Faust, Len Chandler y otros jugaban al póquer durante toda la noche sin parar. Podías entrar y salir sin problemas. Un pequeño altavoz anunciaba quién estaba tocando abajo, y así te enterabas de cuándo tenías que volver. Se solía apostar de cinco a diez céntimos, hasta cuartos de dólar, y a veces el bote llegaba a los 20 dólares, Yo solía retirarme si para el segundo o tercer descarte no tenía ya una pareja. Chandler me dijo una vez: «Tienes que aprender a tirarte faroles. Nunca ganarás si no lo haces. A veces incluso es útil que te pillen en un farol, por si luego te sale una buena mano y quieres que piensen que se la estás pegando».
Yo no pasaba mucho tiempo en el sótano porque estaba hasta los topes y el aire allí estaba muy viciado. Cuando no me encontraba en el cuarto del póquer me iba al bar de al lado, el Kettle of Fish Tavern. Aquello también solía estar abarrotado cualquier noche de la semana. Reinaba una atmósfera frenética: todo tipo de personajes, algunos encantadores, otros disolutos, hablando atropelladamente y moviéndose a toda prisa. Hombres de barba negra con aspecto de literatos, intelectuales de aire grave, chicas eclécticas, no exactamente caseras. Abundaba la clase de gente que salía de ningún lado y más tarde regresaba allí; un rabino con pistola, Una chica con dientes desiguales y un gran crucifijo entre los senos…, toda suerte de personajes en busca de un poco de calor humano. Me sentía como si los viera a todos sentados al borde del abismo. Algunos incluso tenían títulos «El Hombre que hizo Historia», «El Eslabón entre Razas», y así era como querían que los llamasen. Cómicos con número propio, como Richard Pryor, también solían dejarse caer por allí. Podías sentarte en un taburete junto al bar y ver por la ventana la gente importante que pasaba por la calle nevada: David Amram, arrebujado en su abrigo, Gregory Corso, Ted Joans, Fred Hellerman.
Una noche un individuo llamado Bobby Neuwirth entró con un par de amigos y armó un buen alboroto. Bobby y yo nos conocimos tiempo después en un festival folk. Ya de entrada, se notaba que Neuwirth tenía tendencia a la provocación y que no estaba dispuesto a detenerse ante nadie. Se había declarado en franca rebeldía contra algo. Había que armarse de paciencia para hablar con él. Tenía más o menos mi edad, era de Akron, Ohio, tocaba el banjo al estilo clawhammer y sabía algunas canciones. Estudiaba bellas artes en Boston y también pintaba. Me contó que esa primavera volvería a casa de sus padres en Ohio para quitar las contraventanas e instalar las mosquiteras. Era lo que acostumbraba a hacer, al igual que yo en otra época. Pero yo no pensaba regresar. Con el tiempo, trabamos amistad y viajamos por ahí juntos. Del mismo modo en que Kerouac había inmortalizado a Neil Cassady en la novela En el camino, alguien debería haber escrito sobre Neuwirth. Era todo un personaje. Podía hablar con quienquiera hasta hacerle sentir que su inteligencia se había agotado. Tenía una lengua cáustica y mordaz que incomodaba a cualquiera, y con ella podía salir de cualquier apuro. Nadie sabía qué pensar de él. Si hubo jamás un hombre renacentista que saltara de un tema a otro sin el menor esfuerzo, tenía que ser él. Neuwirth era de lo más agresivo. A mí no me provocaba, sin embargo, de ningún modo. Todo lo que hacía me divertía, y él me caía bien. Tenía talento, pero carecía por completo de ambición. Compartíamos los mismos gustos, incluso en lo que a las canciones de la máquina de discos se refiere. En la máquina del Gaslight había sobre todo discos de jazz. Zoot Simms, Hampton Hawes, Stan Getz y algo de rhythm-and-blues; Bumble Bee Slim, Slim Galliard, Percy Mayfield… Los beatniks toleraban la música folk, pero en realidad no les gustaba. Escuchaban exclusivamente jazz moderno, bebop. En un par de ocasiones eché una moneda en la ranura y puse The Man That Got Away de Judy Garland. Ese tema siempre me producía un efecto curioso, aunque nada muy espectacular ni brutal. No suscitaba pensamientos extraños en mí. Simplemente era bonito escucharla. Judy Garland había nacido en Grand Rapids, Minnesota, ciudad situada a unos treinta kilómetros de donde venía yo. Escuchar a Judy se me figuraba como escuchar a la vecina. Era muy anterior a mi época y, como dice la canción de Elton John, «me habría gustado conocerte, pero no era más que un crío». Harold Arlen era el compositor de The Man That Got Away y la cósmica Somewhere Over the Rainbow, que también cantaba Judy Garland. Había compuesto muchas otras canciones populares: la tremenda Blues in the Night, Stormy Weather, Come Rain or Come Shine, Get Happy… En los temas de Harold yo detectaba toques de blues rural y folk. Había un vínculo emocional y no podía dejar de notario. Las canciones de Woody Guthrie gobernaban mi mundo, pero antes de eso Hank Williams había sido mi cantautor favorito, aunque más bien lo consideraba un cantante. Hank Snow venía inmediatamente después. Sin embargo, nunca logré escapar del universo agridulce, intenso y desolado de Harold Arlen. Van Ronk sabía cantar y tocar esas canciones. Yo también, pero jamás se me habría ocurrido hacerlo. No figuraban en mi guión. No entraban en mi futuro. ¿Qué era el futuro? Un muro macizo, ni amenazador ni prometedor…, pura palabrería. Nada te ofrecía garantías, ni siquiera de que la vida no fuera una humorada.
Nunca sabías con quien ibas a toparte en Kettle of Fish. Todos se parecían a alguien y a nadie al mismo tiempo. Una noche, Clayton y yo estábamos sentados a una mesa bebiendo vino con otra gente, y resultó que uno de los tipos de allí se había dedicado a realizar efectos de sonido en programas de radio. Buena parte de mis recuerdos relativos a la época que pasé en el Medio Oeste, cuando creía estar viviendo una juventud perpetua, giraban en torno a los programas de radio: Inner Sanctum, The Lone Ranger, This Is Your FBI, Fibber McGee and Molly, The Fat Man, The Shadow, Suspense… En este último sonaba siempre el crujido de una puerta lo más espeluznante que puedas imaginar, en medio de relatos pavorosos que te hacían un nudo en el estómago una semana tras otra. Inner Sanctum, terror y humor a partes iguales. Lone Ranger, el Llanero Solitario, con el radiofónico traqueteo de carrozas y el tintineo de espuelas. The Shadow, la Sombra, el hombre acaudalado y estudiante de ciencias que se ponía en acción para enderezar entuertos. Dragnet era un programa de policías cuyo tema musical parecía sacado de una sinfonía de Beethoven. Con The Colgate Comedy Hour te partías de risa.
Ningún sitio estaba demasiado lejos. Lo tenía todo al alcance de la mano, gracias a la radio. Lo único que necesitaba saber sobre San Francisco era que Paladin vivía allí en un hotel como pistolero a sueldo. Estaba al corriente de que las «piedras» eran joyas, de que los villanos iban en descapotable y de que si había que esconder un árbol, lo mejor era esconderlo en el bosque. Me crié escuchando todos aquellos programas que me hacían estremecer de emoción. Me daban pistas sobre cómo funcionaba el mundo y alimentaban mis fantasías, poniendo a trabajar mi imaginación a deshoras. Los seriales de radio eran la expresión de un arte peculiar.
Antes de haber entrado jamás en unos grandes almacenes, yo ya era un consumidor imaginario. Utilizaba jabón Lava Soap, me afeitaba con Gillette Blue Blades, consultaba la hora en un Boliva, me ponía tónico Vitalis en el pelo, consumía chicles laxantes Feenamint, pastillas para la acidez y polvos dentífricos del doctor Lyon. Iba de Mike Hammer por la vida, tomándome la justicia por mi mano. Los tribunales, demasiado lentos y complicados, no se encargaban debidamente de los delincuentes. En mi opinión, la ley estaba bien, pero esta vez, la leyera yo; los muertos no pueden defenderse. Yo lo hago por ellos, ¿vale? Le pregunté al tipo que había trabajado en la radio cómo conseguían el efecto sonoro de la silla eléctrica y me contestó que ponían beicon a freír. ¿Y los huesos partidos? Se llevaba un caramelo a la boca y lo partía con los dientes.
No estoy muy seguro de cuándo se me ocurrió empezar a componer mis propias canciones. Jamás se me habría ocurrido algo comparable a las letras folk que ya cantaba para expresar mis impresiones sobre el mundo. Supongo que vas entrando poco a poco. No te levantas un buen día y decides que necesitas escribir canciones, sobre todo si ya eres un cantante con un repertorio considerable y cada día aprendes otras nuevas. Siempre se puede presentar una oportunidad de convertir algo que ya existe en algo que aún no había cobrado forma. Eso es quizá el principio. A veces, sólo quieres hacer las cosas a tu manera, averiguar por ti mismo qué hay tras el telón oscuro. No es como si vieras venir las canciones y las invitaras a pasar. No resulta tan fácil. Quieres componer canciones colosales. Quieres hablar sobre las cosas extrañas que te han pasado, que has visto. Tienes que conocer bien algo, comprenderlo, y trascender entonces el lugar común. La precisión escalofriante con que los compositores de antes trataban los temas de sus letras no era una menudencia. A veces, al escuchar una canción, tu mente pegaba un brinco. Percibías cierta analogía con tu manera de ver las cosas. Yo nunca juzgaba una canción como buena o como mala, para mí sólo había distintas clases de canciones buenas.
Algunas de ellas son reales como la vida misma. Había estado escuchando una canción llamada I Dreamed I Saw Joe Hill. Tenía la idea de que Joe Hill había sido una persona importante, pero no sabía quién era exactamente, de modo que se lo pregunté a Izzy, del Folklore Center. Izzy sacó del cuarto trasero unos panfletos sobre él y me los dio para que los leyera. Todo aquello podría haber salido de una novela de misterio. Joe Hill fue un inmigrante sueco que luchó en la guerra mexicano-estadounidense. Tras llevar una vida austera plagada de penurias, se convirtió en activista sindical en el Oeste, hacia 1910, y llegó a ser una figura mesiánica que aspiraba a abolir el sistema salarial del capitalismo. Mecánico, músico y poeta, lo llamaban el Robert Burns proletario. Joe escribió la canción Pie in the Sky y se le considera precursor de Woody Guthrie. Eso era todo lo que yo necesitaba saber. Las autoridades lo condenaron por asesinato basándose en pruebas circunstanciales y lo fusilaron en Utah. La historia de su vida es densa y profunda. Fue uno de los líderes de los Wobblies, la organización más combativa de la clase trabajadora americana.
Lo procesaron por matar a un verdulero y a su hijo en un atraco chapucero, y lo único que dijo en su defensa fue: «¡Probadlo!». Pasó que el hijo del verdulero, antes de morir, disparó un arma, pero no hubo pruebas de que el tiro alcanzara a nadie. Sin embargo, Joe presentó una herida de bala, lo que parecía un indicio de su culpabilidad. Aquella misma noche, cinco heridos de bala fueron atendidos en el mismo hospital, les concedieron el alta y nadie volvió a saber de ellos. Joe aseguró que estaba en otro sitio a la hora del crimen, pero no especificó dónde ni con quién. No nombró a nadie, ni siquiera para salvar el pellejo. Se piensa que hubo una mujer implicada a la que Joe no quiso avergonzar. La cosa se puso fea. Otro tipo, buen amigo de Joe, desapareció el día después.
Todo estuvo envuelto en un velo de confusión. Joe, muy popular entre todos los trabajadores del país —mineros y matarifes, rotulistas y herreros, yeseros, montadores de calderas, fundidores—, los unió y luchó por los derechos de todos, arriesgó su vida para mejorar las condiciones de las clases bajas, los desheredados, los trabajadores peor pagados y tratados del país. Basta con leer su historia para formarse una idea del personaje y llegar a la conclusión de que no era el tipo de persona que roba y asesina sin más a un tendero. Eso no concuerda con su manera de ser. Cuesta creer que lo hiciera por cuatro perras. Su vida es un ejemplo de honor y justicia. Era un hombre sin rumbo, un espíritu protector, un soldado de a pie. Sin embargo, los políticos e industriales que lo odiaban lo consideraban un criminal curtido, enemigo de la sociedad, y esperaron durante años la ocasión de deshacerse de él. Lo declararon culpable incluso antes del proceso.
Toda la historia resulta asombrosa. En 1915 se organizaron marchas y concentraciones en su favor que congestionaron las calles de todas las grandes ciudades estadounidenses —Cleveland, Indianapolis, San Luis, Brooklyn, Detroit y muchas otras—, allí donde hubiera trabajadores y sindicatos. Incluso el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, trató de persuadir a las autoridades de Utah para que revisaran el caso, pero el gobernador se hizo el sordo. Poco antes de morir, Joe dijo: «Esparcid mis cenizas por donde sea menos en Utah».
No mucho tiempo después, se compuso Joe Hill. Yo ya había escuchado algunas canciones protesta: Bourgeois Blues, de Leadbelly, Jesus Christ y Ludlow Massacre, de Woody, Strange Fruit, de Billie Holiday, y algunas otras; todas mejores que ésta. Es difícil escribir una canción protesta sin caer en el maniqueísmo ni en lo panfletario. Una buena composición muestra a las personas una faceta de sí mismas que desconocen. La canción Joe Hill no se acerca a ese ideal, pero si alguien ha merecido jamás que se le dedicara una canción, ese fue él. Joe tenía luz en sus ojos. Llegué a fantasear con que si yo la hubiera compuesto, lo habría inmortalizado de otro modo, más como a Casey Jones o a Jesse James; era de justicia. Había pensado en dos posibilidades. Una consistía en titular la canción «Esparcid mis cenizas por donde sea menos en Utah» y emplear esta frase como estribillo. La otra era poner las palabras en boca de un muerto que habla desde el más allá, como en Long Black Veil. Se trata de una balada en la que un hombre, para salvar la honra de una mujer, se ve obligado a pagar con la vida por un crimen cometido por otro al que protege con su silencio. Cuantas más vueltas le daba en la cabeza, más se me antojaba que Long Black Veil era una canción escrita por el propio Joe Hill: la última.
No compuse una canción en su honor. Pensé en cómo hacerla, pero no la hice. La primera canción de cierta sustancia que escribí estaba inspirada en la figura de Woody Guthrie.
Era un invierno gélido, y el aire parecía crepitar de tan frío y límpido en las noches teñidas de neblina azul. Tenía la sensación de que habían pasado siglos desde que me tendiera en la hierba, aspirando el aroma inconfundible del verano, entre destellos de luz reflejada en los lagos y mariposas amarillas que revoloteaban sobre carreteras alquitranadas. Ocasionalmente, al caminar a primera hora de la mañana por la Séptima Avenida, veía gente durmiendo en el asiento trasero de un coche. Era un tipo afortunado por tener un sitio donde dormir; algunos neoyorquinos no lo tenían. Pero me faltaban muchas cosas; cierta identidad por ejemplo. Como decía la canción tradicional, «soy un vagabundo, soy un jugador. Estoy muy lejos de casa». Eso lo resumía todo.
En cuanto a lo que pasaba en el resto del mundo, Picasso, a los setenta y nueve años, se acababa de casar con su modelo de treinta y cinco. Caray. Sin duda, Picasso no andaba haraganeando por las aceras atestadas, ni la vida lo había pasado de largo aún. Picasso había fracturado el mundo del. arte y abierto en él una brecha enorme. Era un revolucionario. Yo quería ser así.
En la calle 12, en el Village, había un cine de arte y ensayo donde se proyectaban películas extranjeras; francesas, italianas, alemanas… Tenía sentido. El propio Alan Lomax, el gran archivero del folk, había declarado en algún lado que si querías salir de América tenías que ir a Greenwich Village. Allí vi un par de películas de Fellini: una llamada La strada, que significa «La calle», y La dolce vita. Esta última trata de un tipo que vende su alma para triunfar como periodista de las páginas de sociedad. Parece la vida reflejada en un espejo deformante, aunque en el filme no aparece ninguna mujer barbuda; sólo gente normal actuando anormalmente. Me quedé absorto en él, pensando que quizá no lo volvería a ver. Uno de los actores, Evan Jones, también era dramaturgo, y yo lo conocí años después cuando viajé a Londres para actuar en una obra escrita por él. Al verlo me resultó familiar. Nunca olvido una cara.
En Estados Unidos estaban cambiando muchas cosas. Los sociólogos decían que la televisión albergaba intenciones aviesas y que estaba destruyendo las mentes y la imaginación de los jóvenes, además de debilitar su capacidad de atención. Quizá sea cierto, pero la canción de tres minutos causaba el mismo efecto. Las sinfonías y las óperas son increíblemente largas, pero la audiencia nunca pierde el hilo. En cambio, con la canción de tres minutos, el oyente no tiene que acordarse siquiera de lo que oyó hace diez minutos. No hay cabos que atar ni detalles que recordar. Muchas de las canciones que yo cantaba eran largas, quizá no tanto como una ópera o una sinfonía, pero largas, a pesar de todo…, al menos por lo que a la letra se refiere. Tom Joad tenía como mínimo dieciséis versos, Barbara Allen unos veinte. Fair Ellender, Lord Lovell, Little Mattie Groves y otras constaban de muchos versos y no me costaba recordar ni cantar las frases.
Me había quitado el hábito de pensar en ciclos de canciones cortos y empecé a leer poemas cada vez más largos para ver si era capaz de recordar algo de lo que había leído al principio. Me estuve ejercitando para ello, abandoné costumbres poco recomendables y senté un poco la cabeza. Leí el Don Juan de Lord Byron, intensamente concentrado de principio a fin, y el Kubla Khan de Coleridge. Empecé a atiborrarme el cerebro de toda suerte de poemas profundos. Tenía la impresión de que había estado empujando un vagón vacío durante mucho tiempo y ahora empezaba a rellenarlo, lo que me obligaría a tirar de él con mayor fuerza. Era como si estuviese saliendo de un cenagal. También estaba cambiando en otros sentidos. Ya no daba importancia a cosas que me afectaban antes. No me preocupaban demasiado la gente ni sus motivos. No sentía la necesidad de observar con atención a cada extraño que se presentara.
Ray me había aconsejado que leyera a Faulkner. «No es fácil lo que hace —me aseguró—. Cuesta mucho expresar sentimientos hondos con palabras. Resulta más sencillo escribir El capital». Ray era fumador de opio. Lo fumaba en una pipa de bambú con cazoleta en forma de hongo. Una vez prepararon la droga en la cocina, hirviendo algunos kilos de bloques rectangulares hasta que adquirían la consistencia del chicle. Los hervían una y otra vez y escurrían el líquido a través de un trozo de tela. La cocina olía a meados de gato. Guardaban la sustancia así obtenida en una jarra de barro. Ray no era un yonqui acabado que tuviera que drogarse para estar en condiciones; tampoco era un yonqui a tiempo parcial, no estaba enganchado. Jamás robaría para pagarse el vicio. No era eso. Hay muchas cosas que no sabía de él, como por ejemplo qué lo salvó de ir a la cárcel.
Una vez, Clayton y yo llegamos tarde a casa y Ray dormía en el sillón, o al menos parecía dormido ahí, con la luz en la cara, bolsas oscuras bajo los ojos y el rostro sudoroso. Casi se me figuraba que dormía el sueño de la muerte. Nos quedamos allí, mirándolo. Paul es alto, de cabello oscuro y barba puntiaguda; tiene un aire a Gauguin. A menudo respira hondo y contiene el aliento durante lo que parece una eternidad, luego se vuelve y se va. Ray vestía de distintas maneras. A veces llevaba un traje a rayas con las puntas del cuello muy largas y pantalones de pinzas. Otras, se ponía un jersey, un pantalón de pana y botas de vaquero. Con frecuencia, iba vestido con un mono como un mecánico. Y siempre se ponía un abrigo largo de piel de camello encima de cualquier cosa.
A los pocos meses de estar en Nueva York yo ya había perdido el ansia de vivir todo lo que En el camino de Kerouac ilustra tan bien. Aquel libro, que había sido la Biblia para mí, ya no lo era. Todavía me encantaba la pulsión dinámica y extrema del fraseo poético estilo bop que fluía de la pluma de Jack, pero ahora Moriarty me parecía un personaje fuera de lugar, sin sentido, que inspiraba idiotez. Iba por la vida dando tumbos como un toro desatado.
Ray no era así. No era alguien destinado a dejar su impronta en las arenas del tiempo, pero había algo especial en él. Tenía sangre en la mirada y la expresión de un hombre incapaz de hacer el mal, una expresión desprovista por completo de crueldad, malicia o incluso inclinación al pecado. Parecía un hombre que podía conquistar y mandar cuando quisiera. Ray era misterioso como el demonio.
El estrecho pasillo del apartamento que discurría ante una o dos estancias de tipo victoriano conducía a una mayor con una gran ventana que daba a un callejón. El espacio estaba habilitado como taller y en él había trastos de todo tipo. La mayor parte de ellos se apilaba sobre una larga mesa de madera o encima de otra con el tablero de pizarra. En un rincón unas flores de hierro colgaban de una vid en forma de espiral y pintada de blanco. Por todas partes se veían herramientas —martillos, sierras, destornilladores, alicates, cortaalambres y palancas, cinceles, cajas con engranajes— que brillaban al resol. También había material para soldar, libretas de dibujo, tubos de pintura, indicadores, taladros, latas de sustancias que impermeabilizaban o protegían contra el fuego.
Todo a la vista. Cantidad de armas de fuego también. Uno podía pensar que Ray estaba en la policía o era armero de oficio o algo así. Había piezas de pistolas de todos los tamaños, amontonadas como desechos, una Taurus Tracker, una de bolsillo, guardamontes… También había pistolas trucadas, pistolas con los cañones recortados, pistolas de distintas marcas —Ruger, Browning, un revólver de la Marina—, todas bien pulidas y listas para usar. Cuando entraba en aquel cuarto me sentía bajo la vigilancia de un ojo insomne. Daba un poco de grima. Pero Ray era cualquier cosa menos un matón. Una vez le pregunté por qué guardaba todo aquello allí, para qué lo quería. «Defensa táctica», respondió.
Yo ya había visto armas con anterioridad. Mi novia del pueblo, mi Becky Thatcher, era hija de un hombre que no se parecía en nada al juez Thatcher, el padre de la novia de Tom Sawyer. Tenía un auténtico arsenal en casa. Rifles de caza y escopetas, algunas pistolas de cañón largo…, algo escalofriante. Vivía en una casa de madera de las afueras, donde terminaba el asfalto. Era un poco peligroso acercarse por allí, pues el viejo tenía fama de gruñón. Resultaba curioso, porque la madre era la mujer más encantadora del mundo, una especie de Madre Tierra. Su marido, sin embargo, un hombre de rostro curtido, siempre sin afeitar, que se deslomaba y ganaba poco —tenía las manos callosas— y llevaba una gorra de cazador, era un tipo bastante simpático si había estado trabajando; en caso contrario había que ir con cuidado. Nunca sabías de qué humor lo ibas a encontrar. Era de esa clase de personas convencidas de que siempre hay alguien dispuesto a aprovecharse de ellas. Cuando no trabajaba, bebía, acababa en un estado lamentable y la cosa se ponía fea. Entraba en casa y musitaba algo entre dientes. Una noche un amigo y yo salimos corriendo por el camino de grava porque nos disparó con una escopeta para ahuyentarnos. Sin embargo, en otras ocasiones se mostraba considerado. Nunca se sabía. Una de las razones por las que me gustaba ir allí, aparte de las amorosas carantoñas de Becky, era que tenían los viejos discos de Jimmy Rodgers de 78 revoluciones. Solía quedarme sentado, hipnotizado, oyéndolo cantar: «Soy un buscavidas de Tennessee, no tengo que trabajar». Yo tampoco quería trabajar.
Al contemplar aquellas armas en casa de Ray, me puse a pensar en mi novia de entonces, preguntándome en qué andaría. La última vez que la vi, se dirigía al Oeste. Todos decían que se parecía a Brigitte Bardot, y es verdad.
Había otras cosas en el cuarto, otras delicias. Una máquina de escribir Remington, el cuello de un saxofón, sinuoso como un cisne, prismáticos de aluminio forrados de cuero marroquí, objetos con los que maravillarse: un aparatito convertidor con salida de cuatro voltios, una grabadora Mohawk, fotos curiosas —una de Florence Nightingale con un búho sobre el hombro—, postales de tienda de baratijas, entre ellas una de California con una palmera.
Yo nunca había estado en California. Parecía la morada de una clase de gente especial y sofisticada. Sabía que las películas venían de allí y que había un club de folk en Los Ángeles llamado Ash Crove. En el Folklore Center había visto pósters de actuaciones en el Ash Crove y soñaba con tocar allí. Me parecía tan lejano… Nunca pensé que llegaría, pero resultó que no sólo llegué, sino que una vez en California evité completamente el Ash Crove, cuando mis canciones y reputación ya me precedían. Columbia ya había editado mis discos, de modo que fui a tocar al auditorio de Santa Mónica, donde conocí a todos los intérpretes que habían hecho versiones de canciones mías, artistas como The Birds, que grabaron Mr. Tambourine Man; Sonny y Cher, que cantaban All I Really Want to Do; The Turtles, que versionaron It Ain’t Me, Babe; Glen Campbell, que había sacado Don’t Think Twice; y Johnny Rivers, que había grabado Positively 4th Street.
De todas las versiones de mis canciones, la de Johnny Rivers era mi favorita. Estaba claro que veníamos del mismo barrio, conocíamos las mismas citas, procedíamos de la misma familia musical y estábamos hechos de la misma pasta. Cuando escuché su interpretación de Positively 4th Street me gustó más que la mía. La escuché una y otra vez. La mayor parte de las versiones de mis canciones acababan por perder de vista su esencia, pero Rivers captó perfectamente el tono y el sentido de la melodía, incluso hasta el punto de superar el sentimiento con que yo la cantaba. No debería haberme sorprendido, pues Rivers había hecho lo mismo con Maybellene y Memphis de Chuck Berry. Cuando oí a Johnny interpretando mi canción, comprendí enseguida que la vida lo zarandeaba con tanta fuerza como a mí.
Pero todavía me faltaban unos años para llegar al estado más soleado del país. Miré en derredor y vi, por la ventana del fondo, que se avecinaba el crepúsculo. La barandilla de la escalera de incendios estaba re cubierta de una espesa capa de hielo. Dirigí la mirada al callejón y luego la paseé de un tejado a otro. Empezaba a nevar otra vez, y la nieve cubría la tierra asfaltada. No parecía realmente que estuviera iniciando una vida nueva. Tampoco es que hubiese retomado una antigua. En todo caso, quería comprender las cosas antes de liberarme de ellas. Necesitaba aprender a abarcarlas, como las ideas. Todo era demasiado grande y complejo para verlo de golpe, como los libros en los estantes y los objetos esparcidos sobre las mesas. Si lograbas formarte una idea general de todo quizá podías condensarlo después en una estrofa o en un solo verso de una canción.
A veces, intuyes que las cosas tienen que cambiar, que van a cambiar, pero únicamente lo sientes —como en la canción de Sam Cooke, Change Is Gonna Come—, sin saberlo con seguridad. Algunos detalles prefiguran lo que está por venir, pero uno no siempre los reconoce. Entonces, pasa algo inmediato que te proyecta a otro mundo, a lo desconocido, y lo entiendes instintivamente. Entonces eres libre. No necesitas hacer preguntas y ya te sabes la música. Cuando eso sucede, uno tiene la impresión de que ocurre deprisa, como un truco de magia, pero no es así. Uno no oye un estampido sordo que anuncia que el momento ya está aquí; uno no abre los ojos de repente y lo ve todo con absoluta nitidez. Se trata de un proceso más lento. Es como si hubieras estado trabajando a la luz del día y de pronto te percatas de que oscurece antes, independientemente de donde estés. Es como un reflejo. Alguien sostiene el espejo en alto y descorre el cerrojo: la puerta se abre de par en par y algo te empuja hacia el interior aunque tu cabeza esté en otro sitio. A veces se necesita la intervención de alguien especial para que te des cuenta.
Mike Seeger produjo ese efecto en mí. Había hablado con él recientemente en casa de Camilla Adams. Camilla era una dama exótica, de cabello negro y cuerpo voluptuoso que me recordaba a Ava Gardner. Solía verla en Gerde’s Folk City, el club de folk más importante de Estados Unidos. Estaba en la calle Mercer, cerca de Broadway Oeste, en el límite del Village. Era un club del estilo del Blue Angel, más propio de la parte alta, pero estaba en el centro. Contrataba a renombrados cantantes de folk que ya habían sacado discos, y para tocar allí se necesitaba un carné del sindicato y permiso para trabajar en establecimientos nocturnos de Nueva York. En las noches del lunes, que se conocían como veladas folk, dejaban actuar a cantantes desconocidos. En una de esas noches conocí a Camilla y, a partir de entonces, empecé a tratar un poco con ella. Solía ir acompañada de tipos con pinta de detectives privados. Era una estampa soberbia de mujer, buena amiga de Josh White y Cisco Houston. Cisco padecía una enfermedad terminal. Ofreció algunos de sus últimos recitales en Folk City, y allí estaba yo para escucharlo. Ya lo había oído muchas veces en los discos de Woody Guthrie y en los suyos propios, estaba familiarizado con todas las canciones de vaqueros, leñadores y trenes, así como con sus baladas de hombres malos. Complementaba a Woody perfectamente con aquella balsámica voz de barítono, y había viajado a lo largo y ancho del país y trabajado con él en todas las ciudades, había grabado con él y con él se había embarcado en un buque de la marina mercante durante la Segunda Guerra Mundial. Cisco, guapo y apuesto con un bigote tan fino como si estuviese trazado a lápiz, semejaba un tahúr del Misisipi, al igual que Errol Flynn. La gente decía que podría haber sido una estrella de cine, que una vez rechazó un papel protagonista al lado de Myrna Loy. Burt Ives, que sí llegó a convertirse en estrella de cine, había tocado con Cisco en campamentos de peones durante la Gran Depresión. Cisco también tuvo su propio programa de televisión en la CBS, pero fue durante la era McCarthy, y la cadena se lo tuvo que quitar de encima. Yo lo sabía todo sobre él. Una noche, Camilla estaba sentada con él durante un receso y me lo presentó. Le dijo a Cisco que yo era un joven cantante folk y que interpretaba muchas canciones de Woody. Cisco se mostró afable; tenía un aire digno, hablaba como cantaba. No necesitaba decir mucho: yo era consciente de que había pasado por todo y había realizado algunas hazañas loables y meritorias de las que nadie hablaba. Lo observé durante su actuación. No se notaba en absoluto que estaba a un paso de la muerte. Camilla estaba organizando una reunión en su honor al final de la semana, una fiesta de despedida, y me invitó. Vivía en un gran ático de la Quinta Avenida, cerca de Washington Square en una finca de inspiración románica.
Aunque no estoy seguro, es posible que ella influyera en el hecho de que los propietarios de Gerde’s Folk City, Mike Porco y su hermano John me contrataran por dos semanas, junto a John Lee Hooker. Como yo era menor de edad, Mike firmó en calidad de mi tutor para que me concedieran el carné del sindicato y el permiso para trabajar en locales nocturnos, de modo que se convirtió en una suerte de padre para mí, el padre siciliano que nunca tuve. Me presenté en casa de Camilla con mi especie de novia a tiempo parcial, Delores Dixon, la cantante de The New World Singers, un grupo con el que me unía cierta afinidad. Delores era una ex reportera y ex bailarina de Alabama.
Al cruzar la puerta vi que el lugar estaba abarrotado de bohemios, muchos de ellos como los de antes. El aire estaba cargado de perfume y humo, olor a Bourbon y gente. El apartamento estaba decorado muy al estilo victoriano, con cantidad de cosas bonitas: lámparas modernistas, sillas de tocador labradas, sofás de terciopelo y morillos pesados encadenados frente al hogar llameante. Me acerqué a él y me hizo pensar en perritos calientes y nubes de azúcar asadas. Delores y yo no nos sentíamos fuera de lugar, al menos no demasiado. Yo llevaba una gruesa camisa de franela bajo una zamarra, una gorra con visera, pantalón caqui y botas de motorista. Delores iba con un abrigo largo de piel de castor sobre una bata de noche que parecía un vestido. Vi a muchas personas con quienes me volvería a encontrar no muy lejos de allí, entre ellas, muchas de las grandes figuras del folk, que en su mayoría recibían mis aportaciones de aquella época con indiferencia y poco entusiasmo. Tenían claro que no venía de las montañas de Carolina del Norte y que tampoco era un cantante cosmopolita ni comercial. No encajaba. No sabían qué pensar de mí. Aunque Pete Seeger sí; él me saludó. Estaba con Harold Leventhal, manager de The Weavers. Harold hablaba en un susurro bajo y gutural. Tenías que inclinarte hacia él para oír qué decía. Tiempo después, produjo un concierto mío en el Town Hall. Otro tipo que estaba allí, Henry Sheridan, había sido novio de Mae West. Tiempo después, ella grabaría una de mis canciones. Allí estaba todo el mundo, artistas de vanguardia como Judith Dunne, una coreógrafa cuyos espectáculos de danza se basaban en actividades deportivas como la lucha y el béisbol; Ken Jacobs, el director de cine underground que había realizado Blond Cobra; Peter Schumann, de la compañía Bread and Puppet Theatre (en su obra Christmas Story aparecían Herodes fumándose un puro y una marioneta con triple rostro que representaba a los Reyes Magos). Moe Asch, fundador de Folkways Records, también estaba, al igual que Theodore Bikel, que interpretaba al sheriff Max Muller en Fugitivo. Theo era un actor consumado que cantaba canciones folk en otras lenguas. Pocos años después, viajé con él y con Pete a Misisipi para tocar en un mitin destinado a captar votantes. En casa de Camilla me topé con Harry Jackson, el escultor, pintor y cantante vaquero de Wyoming, a quien ya conocía de Folk City. Tenía un estudio en la calle Broome donde posé para un retrato que me hizo. Además, tenía otro en Italia donde realizaba esculturas para espacios públicos. Era un tipo huraño y bronco, con un aspecto similar al del general Grant, cantaba canciones vaqueras y bebía como un cosaco.
Cisco lograba juntar a todo tipo de gente. Había sindicalistas, ex sindicalistas, líderes obreros… Recientemente, había salido información en las noticias sobre un encuentro oficial de la AFL, la federación americana de trabajadores, con el CIO, el congreso de organizaciones industriales, que se había celebrado en Puerto Rico con resultados bastante graciosos. La cosa se había alargado una semana, y los líderes sindicales habían sido fotografiados bebiendo unos daiquiris colosales, visitando casinos y clubes nocturnos, departiendo en albornoz junto a la piscina del hotel, bañándose en el mar, tocados con gafas de sol como las de las estrellas de Hollywood, haciendo el pino sobre el trampolín…
En conjunto presentaban un cuadro muy decadente. Supuestamente, se habían reunido para discutir la marcha sobre Washington cuyo objetivo era poner de manifiesto la gravedad de la situación laboral. Evidentemente, no sabían que los estaban fotografiando.
Los tipos en casa de Camilla no eran así; parecían más bien capitanes de remolcador, mozos o peones vestidos con ropa holgada. Mack Mackenzie había sido activista en los muelles de Brooklyn. Los conocí a él y a su esposa, que había sido bailarina en la compañía de Martha Graham. Vivían en la calle 28. Más tarde, me convertiría en su huésped y dormiría en el sofá de su salón. También había personas del mundo del arte que sabían y comentaban lo que pasaba en Amsterdam, París y Estocolmo. Una de ellas, Robyn Whitlaw, la artista rebelde y provocadora, se movía como si bailase al ralentí.
— ¿Qué pasa? —le pregunté.
—He venido a darme un buen atracón —respondió.
Años después, Whitlaw sería arrestada por allanamiento de morada y robo. En su defensa alegó que era artista y que el acto era una performance. Los cargos fueron retirados, increíblemente.
Irwill Silber, editor de la revista de folk Sing Out!, también estaba allí. Unos pocos años después, me iba a criticar públicamente desde su tribuna por volverle la espalda a la comunidad folk. La carta rebosaba resentimiento. Irwin me caía bien, pero no comulgaba con su punto de vista. Miles Davis sería acusado de algo parecido a causa del álbum Bitches Brew, que no seguía las reglas del jazz moderno, estilo que había estado a punto de salir al mercado de masas…, hasta que aparecieron los discos de Miles, y esa posibilidad se fue al traste. El mundillo del jazz le dio la espalda a Miles, pero dudo que aquello lo alterara en exceso.
También los artistas latinos estaban rompiendo moldes. Músicos como Joao Gilberto, Roberto Menescal y Carlos Lyra se estaban desligando de la samba infestada de percusión y creando un nuevo estilo de música brasileña con cambios melódicos. La llamaban bossa nova. En cuanto a mí, lo que hacía para romper con la norma era basarme en sencillas estructuras folk e introducir en ellas una imaginería y una actitud nuevas, recurrir a frases pegadizas y metáforas junto con nuevas pautas que se transformaban en algo distinto, inaudito. En su carta, Silber me reprendía por ello como si él y otros pocos tuvieran la llave del mundo real. Yo sabía lo que hacía y no me iba a echar atrás por nadie.
En aquella reunión no faltaban actores de Broadway y del Off Broadway: Diana Sands, una actriz eléctrica de quien quizá estuve enamorado en secreto, y algunos más. Había muchos músicos y cantantes: Lee Hayes, Eric Darling (acababa de formar el grupo The Rooftop Singers, que pronto grabaría una nueva versión del viejo tema de Gus Cannon llamado Walk Right In que saltaría a las listas de éxitos), Sonny Terry, Brownie McGhee, Logan English. A Logan también lo conocía de Folk City. Oriundo de Kentucky, llevaba un pañuelo negro en la cabeza y tocaba el banjo… Era un experto en interpretar canciones de Bascom Lamar Lunsford como Mole in the Ground y Grey Eagle. Como un profesor de psicología, Logan era buen intérprete, aunque no destacaba por su originalidad. Había algo muy formal y ortodoxo en él, pero tenía chispa en la mirada y pasión por la música de antes; rubicundo y siempre con una copa en la mano, me llamaba Robert. Millard Thomas, guitarrista de Harry Belafonte, también estaba allí. Todo el mundo consideraba a Harry, con razón, el mejor baladista del país. Era un artista fabuloso, cantaba de amores y esclavos, presidiarios, santos y pecadores, niños. En su repertorio abundaban las viejas composiciones folk como Jerry the Mule, Tol’ My Captain, Darlin’ Coro, John Henry y Sinner’s Prayer, así como muchas canciones caribeñas con arreglos que las hacían atractivas al público más amplio, mucho más amplio que el de The Kingston Trio. Harry había aprendido canciones directamente de Leadbelly y Woody Guthrie. Grababa para RCA, y de uno de sus discos, «Belafonte Sings of the Caribbean», llegó a venderse un millón de copias. También era una estrella de cine, pero no como Elvis. Harry era un tipo duro de verdad, casi como Brando o Rod Steiger. Su estilo de actuación resultaba teatral e intenso; tenía sonrisa de niño y destilaba hostilidad en crudo. En la película Apuestas contra la mañana uno se olvida de que es actor, de que es Harry Belafonte. Su presencia resultaba imponente. Harry era como Valentino. Como intérprete batió todos los récords de asistencia. Podía tocar en un Carnegie Hall abarrotado y aparecer al día siguiente en un mitin sindical. No hacía distingos. Para él, las personas eran personas. Tenía ideales y te hacía sentir como parte de la raza humana. Jamás un cantante sobrepasó tantos límites como Harry. Atraía a todo el mundo, ya fueran trabajadores del acero, amantes de la música clásica, quinceañeras o incluso niños. Poseía ese don. Alguna vez dijo que no le gustaba salir en televisión porque le parecía que la pequeña pantalla no hacía justicia a su música, y probablemente no iba errado. Todo en él era grandioso. Los puristas del folk tenían un problema con él, pero a Harry —que les daba sopas con honda sus críticas le resbalaban; en cierta ocasión declaró, públicamente, como si alguien lo hubiese emplazado a dejar las cosas claras, que todos los cantantes de folk eran intérpretes. Llegó a asegurar que odiaba los temas pop, que le parecían basura. Yo compartía muchas de sus opiniones. En el pasado le habían negado la entrada en el archifamoso club Copacabana por el color de su piel, y tiempo después pasó a ser el artista de cabecera en el local. No podías dejar de preguntarte qué sensación debió de producirle todo aquello. Por asombroso e increíble que parezca, debuté como músico profesional de estudio con Harry, tocando la armónica en uno de sus álbumes, «Midnight Special». Curiosamente, aquella fue la única fecha de una sesión de estudio que se me quedó grabada en la cabeza. Incluso las sesiones para mis propios discos acababan por desvanecerse en abstracciones. Con Belafonte me sentí como ungido. Obró en mí el mismo efecto que el Guapo George. Harry figura entre esas rarezas que rezuman grandeza y de las que esperas que se te pegue algo. El hombre inspira respeto. Sabes que nunca siguió la senda más trillada, aunque pudo.
Se hacía tarde, y Delores y yo nos disponíamos a marchamos cuando de pronto divisé a Mike Seeger. No me había encontrado con él hasta entonces, y lo avisté cuando se dirigía de la pared a la mesa. Mi cerebro despertó completamente, y en el acto me puse de buen humor. Había visto tocar a Mike con The New Lost City Ramblers en una escuela de la calle 10 Este. Era un tipo extraordinario, me provocaba una sensación abrumadora. Mike no tenía precedentes. Era como un duque, un caballero errante. Y como músico folk, era el arquetipo supremo, capaz de hincarle una a Drácula en su negro corazón. De espíritu romántico, igualitario y revolucionario a la vez, le corría la nobleza por las venas. Como una figura de una monarquía restaurada, venía a purificar la Iglesia. No lo imaginaba perdiendo los papeles por nada. También había asistido a un recital suyo en solitario en el loft de Alan Lomax de la calle Tres. Lomax solía organizar un par de fiestas al mes en las que actuaban algunos cantantes de folk. No eran realmente fiestas o conciertos. No sé bien como llamarlas… ¿veladas? Allí tocaban Roscoe Holcomb, Clarence Ashley, Dock Boggs, Mississippi John Hurt, Robert Pete Williams e incluso Don Stover y The Lilly Brothers; a veces, hasta auténticos condenados a trabajos forzados que Lomax sacaba de penitenciarías del estado con un permiso y se traía a Nueva York para que pegaran aullidos en su loft. Los invitados a esas reuniones eran por lo general médicos, dignatario s locales o antropólogos, aunque también había gente común y corriente.
Yo había estado allí en una o dos ocasiones, y en una de ellas vi actuar a Mike con The Ramblers. Interpretaron The Five Mile Chase, Mighty Mississippi, Glande Allen Blues, entre otras. Tocaba todos los instrumentos, el banjo, el violín, la mandolina, la cítara, la guitarra e incluso la armónica, lo que la canción requiriese. Mike era un tipo incisivo, tenso, con cara de póquer y dotes telepáticas que solía llevar una camisa blanca inmaculada con bandas plateadas en las mangas. Conocía bien toda la gama de estilos de antes, tocaba todos los géneros y dominaba todos los lenguajes: blues del Delta, ragtime, canciones juglarescas, buckand-wing (un tipo de claqué rápido), danzas escocesas aceleradas, temas festivos, himnos y gospel. Al verlo allí tan cerca, tuve una revelación: no es que lo tocara todo bien, sino que interpretaba aquellas canciones de la mejor manera posible. Me quedé tan absorto escuchándolo que perdí la conciencia de mí mismo.
En el código genético de Mike ya venía impreso todo lo que yo debía esforzarme por asimilar. Sin duda él llevaba aquella música en la sangre antes de nacer. Era imposible aprender todo aquello desde cero. Entonces comprendí que quizá tendría que modificar mis esquemas mentales, empezar a creer en posibilidades que no me habría planteado antes, me percaté de que había estado reduciendo mi creatividad a una escala estrecha y manejable…, que todo resultaba demasiado familiar y quizá me convenía desorientarme un poco.
Sabía que estaba haciendo las cosas bien, que iba por buen camino, pues estaba adquiriendo todo el conocimiento inmediatamente y de primera mano, memorizando palabras, melodías y estructuras, pero ahora era consciente de que poner en práctica todo ese conocimiento podía llevarme el resto de mi vida, mientras que Mike no tenía que pasar por eso. Ya estaba allí. Era demasiado bueno, y es imposible llegar a ser «demasiado bueno», al menos en este mundo. Para ello prácticamente no hay otro medio que ser él, y nadie más. Las canciones folk son evasivas, ya que tratan de la verdad de la vida, y la vida es más o menos mentira, pero así es como queremos que sea. De otro modo no nos sentiríamos cómodos con ella. Una canción folk tiene más de mil caras y de un momento a otro puede cambiar hasta resultarnos irreconocible. Todo depende de quién toca y quién escucha.
Se me ocurrió que quizá me convenía componer mis propias canciones, canciones que Mike no conociera. La idea me sorprendió. Hasta entonces, había pasado por muchas experiencias y creía saber cómo moverme. Entonces, caí en la cuenta de que ésa era una experiencia que me faltaba por vivir. Abres la puerta de un cuarto oscuro convencido de que estás familiarizado con los objetos que contiene y con su ubicación, pero no lo compruebas realmente hasta que entras. Nunca había asistido a una actuación que acabara convirtiéndose en una vivencia espiritual para mí hasta que fui al loft de Lomax. Reflexioné sobre ello. No estaba listo para obrar en consecuencia, pero de algún modo sabía que si pretendía seguir tocando, tendría que poner más de mí mismo en el empeño. No me quedaría más remedio que pasar por alto muchas cosas —que quizá merecían atención—, pero eso no importaba mucho. Al fin y al cabo, se trataba de cosas sobre las que seguramente no tenía control alguno. Había trazado un mapa en mi cabeza que podía dibujarlo a pulso en caso necesario. Ahora sabía que lo tendría que desechar. No en ese momento ni esa noche, pero pronto.
En el apartamento de Camilla, Moe Asch estaba charlando con Mike como personas que saben de qué hablan. Moe había fundado Folkways Records, que editaba todo el material de The Ramblers, y ése era el sello que más me atraía. Habría sido un sueño hecho realidad que Moe me fichara para la casa. Delores y yo teníamos que marcharnos, de modo que me despedí de Cisco, tras cruzar unas pocas palabras con él; le conté que había estado visitando a Woody en el hospital. Cisco sonrió, dijo que Woody nunca intentaba disimular nada, ¿verdad?, y que lo saludara la próxima vez. Asentí, dije adiós, salí al pasillo, bajé las escaleras y atravesé el vestíbulo hasta la calle.
Una vez fuera, Delores y yo contemplamos los pilares románicos coronados por tallas de bestias mitológicas. Hacía un frío glacial. Me metí las manos en los bolsillos y nos dirigimos hacia la Sexta Avenida. Había mucha actividad, y yo miré a la gente que bullía por la calle. T. S. Eliot escribió un poema sobre una multitud de personas que van y vienen, y la sensación de que todos los que caminan en la dirección contraria están huyendo. Ésa era mi impresión aquella noche, y lo sería a menudo durante algún tiempo. En Más allá del bien y del mal, Nietzsche confiesa que se sentía viejo en su juventud… Yo también me sentía así. Semanas después, me comunicaron que Cisco había muerto.
El país estaba cambiando. Me sentía tocado por el destino y me dejaba arrastrar por esa oleada de cambios. Nueva York era un sitio tan bueno como cualquier otro para vivirlos. Mi conciencia también empezaba a cambiar, a cambiar y a dilatarse. Algo estaba claro: si quería componer canciones iba a necesitar otro molde, una identidad filosófica a prueba de fuego, pero debía surgir por su cuenta; de hecho, sin que yo cobrase conciencia de ello, ya estaba empezando a pasar.
A veces, Paul Clayton y Ray se pasaban la noche hablando. Decían que Nueva York era la capital del mundo. Se sentaban cada uno a una mesa, se reclinaban contra la pared o se inclinaban hacia adelante, y bebían café y copas de brandy. Clayton, buen amigo de Van Ronk, era de New Bedford, Massachussetts, la ciudad ballenera. Cantaba muchas salomas marineras y era de ascendencia puritana, aunque algunos de sus ancestros pertenecían a las primeras familias de Virginia. Era propietario de una cabaña de madera en Charlottesville, adonde solía ir de vez en cuando. Tiempo después, algunos de nosotros acudimos a pasar alrededor de una semana en las montañas. No había agua ni electricidad ni nada; de noche, iluminábamos la casa con lámparas de queroseno y espejos.
Ray, que había nacido en Virginia, tenía antepasados que habían luchado en ambos bandos de la guerra de Secesión. Yo me apoyaba en la pared y cerraba los ojos. Sus voces llegaban hasta mis oídos como si procediesen de otro mundo. Hablaban de perros, de pesca, de incendios forestales, de amor y monarquías y de la guerra de Secesión. Ray sostenía que Nueva York fue la ciudad que ganó la contienda y salió fortalecida, que había perdido el bando equivocado, que la esclavitud era un mal y que se habría extinguido por su cuenta, con Lincoln o sin él. Sus palabras me parecieron misteriosas y desacertadas, pero si las dijo, las dijo y ya está.
Cuando me desperté el sitio estaba vacío. Pasado un rato, bajé las escaleras para encontrarme con un colega cantante, Mark Spoelstra. Teníamos pensado vernos en un café infecto pero céntrico de la calle Bleecker, cerca de Thompson, gestionado por un personaje apodado el Holandés. El Holandés se asemejaba a Rasputín, el chiflado monje siberiano. Arrendaba el local, un garito donde se tocaba jazz principalmente, y donde Cecil Taylor actuaba muy a menudo. Una vez subí al escenario del lugar con él, e interpretamos The Water Is Wide, la vieja canción folk. Cuando quería, Cecil era un pianista bastante aceptable. También toqué con Billy Higgins y Don Cherry. Mark y yo habíamos planeado irnos del café a Gerde’s Folk City para repasar unas canciones con Brother John Sellers, un cantante de gospel blues de Misisipi que hacía las veces de maestro de ceremonias del lugar.
Me dirigía al encuentro con Mark por la calle Carmine, pasando junto a garajes, barberías, lavanderías, ferreterías. Del interior de los cafés salía el sonido de la radio. En aquellas calles nevadas repletas de desechos, se respiraba tristeza y un olor a gasolina. Los cafés y locales folk estaban a sólo unas manzanas, pero me abrumaba la impresión de que faltaban kilómetros por recorrer.
Cuando llegué, Spoelstra ya estaba allí, y también el Holandés. Yacía muerto a la entrada de su local. Había salpicaduras de sangre sobre el hielo y regueros rojos sobre la nieve que se entrecruzaban como los hilos de una telaraña. El anciano propietario del edificio había estado esperándolo y le había asestado una cuchillada. El Holandés llevaba todavía su gorra de piel, un largo abrigo marrón y botas de montar, y tenía el cuello doblado, pues su cabeza descansaba sobre el bordillo bajo el cielo gris perla. El problema es que el Holandés se negaba rotundamente a pagar el alquiler y se mostraba agresivo al respecto. A menudo había echado al viejo por la fuerza. El vejete ya había tragado mucho y le ajustó las cuentas. Debía de haberse lanzado por los aires como Houdini; para clavarle un cuchillo a través del pesado abrigo marrón se necesitaba mucha maña y agilidad. Al contemplar al Holandés tumbado, con su larga melena castaña y crespa y la barba helada, se me figuró un mercenario caído en Gettysburg. El viejo se hallaba sentado dentro con la puerta abierta, de cara a la calle, flanqueado por dos polis. Su rostro parecía deformado, contrahecho, casi mutilado, del color de la masilla. Tenía la mirada perdida y evidentemente había perdido la noción de donde estaba.
Algunos peatones pasaban sin siquiera pararse a mirar. Spoelstra y yo nos alejamos en dirección a la calle Sullivan.
—Qué triste. Es una auténtica desgracia, pero ¿qué se le va a hacer? comentó él sin esperar respuesta.
—Sí que lo es —dije, pero en el fondo no lo sentía. Lo único en lo que pensaba era en aquella visión desagradable y mareante y en que quizá ya no volvería a aquel local. Y creo que no volví.
Por otro lado, el impacto de la escena me conmocionó en cierto modo, quizá porque ya había oído hablar de ello la noche anterior, me recordaba a viejas estampas que había visto de la guerra civil americana. ¿Qué sabía yo de aquel acontecimiento catastrófico? Probablemente casi nada. Donde yo crecí no se entablaron grandes batallas. No hubo Chancellorsvilles ni Bull Runs ni Fredericksburgs ni Peachtree Creeks. Lo que me habían contado es que fue una guerra que se libró por los derechos de los estados y que puso fin a la esclavitud. Por algún motivo extraño, mi curiosidad iba en aumento, de modo que le pregunté a Van Ronk —tan politizado como cualquiera— qué sabía acerca de los derechos de los estados. Van Ronk podía hablar durante todo el día sobre paraísos socialistas y utopías políticas: democracias burguesas, trotskistas y marxistas y el proletariado internacional. Aquello lo tenía bien digerido, pero cuando le consulté acerca de los derechos de los estados, me miró con expresión confusa. «La guerra de Secesión se hizo para liberar a los esclavos —aseguró—, no hay más misterio. —Y, como era su costumbre, Van Ronk añadió una apostilla que dejaba clara su manera particular de ver las cosas—. Mira, tío, incluso si los magnates de la elite sureña hubieran liberado a sus cautivos, no les habría servido de nada. Habríamos ido allí y los habríamos aniquilado e invadido igualmente para arrebatarles sus tierras. A eso se le llama imperialismo. —Van Ronk adoptó la óptica marxista—. Fue una gran batalla entre dos sistemas económicos rivales, eso es todo».
Debo reconocer que el discurso de Van Ronk nunca resultaba soso ni enrevesado. Cantábamos el mismo tipo de canciones, todas ellas interpretadas originalmente por cantantes que parecían ir a tientas en pos de la palabra, casi en una lengua ajena. En mi mente empezaba a tomar cuerpo la idea de que quizá el lenguaje guardaba alguna relación con las causas y los ideales vinculados a las circunstancias sangrientas de lo acaecido cien años en torno a la secesión, al menos para aquellas generaciones que se vieron atrapadas en ello. De pronto, no se me antojaba tan remoto.
Una vez llamé a casa para hablar con mis viejos, y mi padre se puso y preguntó dónde estaba. Le contesté que estaba en Nueva York, la capital del mundo. «Mira cómo me río», dijo. Pero yo no bromeaba. Nueva York era el imán, la fuerza que atraía los objetos, sin la cual todo se vendría abajo.
Ray tenía una cabellera rubia suelta y ondulada como Jerry Lee Lewis o Billy Graham, el evangelista; el tipo de pelo de los predicadores, la melena que imitaban los primeros cantantes de rock and roll. La clase de peinado que creaba escuela. Aunque Ray no era predicador, las prédicas se le daban bien y podía resultar gracioso. Decía que si predicara a los granjeros, los exhortaría a arar los surcos con semillas de amor para cosechar la salvación. También se le ocurrían sermones dirigidos a los hombres de negocios, algo así como: «Hermanas y hermanos, ¡comerciar con el pecado no da beneficios! La vida eterna no se compra ni se vende». Tenía un discurso para cada cual. Ray era sureño y a mucha honra; de haber vivido en aquella época se habría declarado contrario a la esclavitud pero también a la Unión. «La esclavitud debería haberse prohibido de entrada —decía—. Era diabólica. Imposibilitaba que los trabajadores libres se ganasen la vida dignamente, por lo que tenía que ser abolida». Ray era pragmático. A veces tanto que parecía un desalmado.
El apartamento constaba de cinco o seis habitaciones. En una de ellas había un magnífico escritorio de persiana, macizo, de aspecto indestructible. Era un secreter de madera de roble con un reloj de doble esfera en el tablero, ninfas labradas y un medallón de Minerva; además de mecanismos para abrir cajones escondidos, paneles laterales en la parte superior y tiradores de bronce dorado con símbolos matemáticos y astronómicos grabados. Era increíble. Me senté ante él, rígido, saqué una hoja de papel y garabateé una carta para mi prima Reenie. Ella y yo crecimos bastante unidos; teníamos bicis iguales, de aquellas Schwinns con freno de contrapedal. A veces me acompañaba cuando yo iba a tocar, incluso me bordó un dibujo muy llamativo en una camisa para las actuaciones y me cosió unas cintas a las perneras de un pantalón.
En cierta ocasión me preguntó por qué utilizaba un nombre distinto cada vez que tocaba, sobre todo en las ciudades vecinas. ¿Acaso no quería que la gente supiera quién era?
—¿Quién es Elston Gunn? —me preguntó—. No serás tú, ¿verdad?
—Ah —respondí—, ya lo verás.
Lo de Elston Gunn era sólo temporal. Tan pronto como me fuera de casa me haría llamar Robert Allen. Por lo que a mí respectaba, ése era yo, así me habían puesto mis padres. Sonaba como el nombre de un rey escocés y me gustaba. Reflejaba bien mi identidad. Pero luego me desconcertó un artículo en la revista Downbeat que hablaba de un saxofonista de la Costa Oeste llamado David Allyn. Sospechaba que el músico había cambiado la ortografía de Allen por Allyn. Ya veía por qué. Resultaba más exótico, inescrutable. Yo haría lo mismo. En lugar de Robert Allen, sería Robert Allyn. Pero poco tiempo después, inesperadamente, leí unos poemas de Dylan Thomas. La pronunciación de Dylan y de Allyn era muy similar. Robert Dylan. Robert Allyn. No acababa de decidirme. La letra D tenía más fuerza. Sin embargo, el nombre Robert Dylan no era tan atractivo a la vista ni al oído como Robert Allyn. La gente siempre me había llamado Robert o Bobby, pero Bobby Dylan me parecía algo cursi y, además, ya estaban Bobby Darin, Bobby Vee, Bobby Rydell, Bobby Neely y muchos otros Bobbies. Bob Dylan sonaba y era mejor que Bob Allyn. La primera vez que me preguntaron mi nombre en Saint Paul, Minneapolis, instintiva y automáticamente solté: «Bob Dylan».
Ahora, tendría que acostumbrarme a que la gente me llamara Bob. Nunca me habían llamado así antes, y me llevó un tiempo darme por aludido cuando lo hacían. En cuanto a Bobby Zimmerman, lo explicaré una sola vez y podéis comprobarlo. Uno de los primeros presidentes de los San Bernardino Angels, un equipo de béisbol, fue Bobby Zimmerman, que se mató en la carrera de Bass Lake de 1964. Se le desprendió el silenciador de la moto, él giró en redondo para recuperarlo ante el pelotón, que lo atropelló. Murió al instante. Esa persona ya no existe. Se acabó.
Terminé la carta para Reenie y la firmé como Bobby. Era el apelativo por el que ella me conocía, y así sería siempre. La forma de escribir cuenta. Si hubiera tenido que elegir entre Robert Dillon o Robert Allyn, me habría decantado por este último porque queda más vistoso en letra impresa. Bob Allyn jamás habría funcionado; parecía el nombre de un vendedor de coches usados. Sospecho que, en su momento, Dylan debió de llamarse Dillon y cambió unas letras por otras, pero no había modo de saberlo con certeza.
Hablando de Bobbies, una nueva canción de mi viejo amigo y colega Bobby Vee llamada Take Good Care Of My Baby había llegado a las listas. Bobby Vee era de Fargo, Dakota del Norte, y se crió no muy lejos de donde yo nací. En el verano del 59 cosechó un éxito local con el disco Suzie Baby, editado por un sello del lugar. Su grupo se llamaba The Shadows, y yo hice autostop para entrevistarme con él y convencerlo de que me incorporara como pianista en algunos de los bolos locales, uno de ellos en la cripta de una iglesia. De este modo, logré tocar con él ocasionalmente, aunque Bobby no necesitaba realmente un pianista, por no hablar de lo que costaba encontrar un piano afinado en los auditorios donde tocábamos.
Bobby Vee y yo teníamos mucho en común, a pesar de que después tomáramos caminos muy distintos. Compartíamos el mismo bagaje musical y veníamos del mismo sitio y de la misma época. Él también había salido del Medio Oeste y había llegado a Hollywood. La voz de Bobby poseía un timbre metálico y nervioso, tan musical como una campana de plata, como la de Buddy Holly, pero más profunda. Cuando lo conocí era un gran cantante de rockabilly, pero se había pasado al pop y era una estrella. Grababa para Liberty Records y sus temas se catapultaban a las listas de éxitos una y otra vez, incluso después de que los Beatles invadieran el país. El que estaba pegando entonces, Take Good Care Of My Baby, era tan certero como cualquier otro de los suyos.
Me vinieron ganas de volver a verlo, de modo que tomé un tren de la línea D hacia el Brooklyn Paramount Theatre, situado en la avenida Flatbush, donde él compartía cartel con The Shirelles, Danny and the Juniors, Jackie Wilson, Ben E. King, Maxine Brown y algunos otros. Estaba en la cresta de la ola. Aparentemente le habían sucedido muchas cosas en muy poco tiempo. Bobby salió a recibirme, tan campechano como siempre, con un lustroso traje de seda y una corbata fina. Parecía verdaderamente contento de verme y ni siquiera se mostró sorprendido. Charlamos durante un rato. Me preguntó qué tal se vivía en Nueva York. «Se camina mucho. Hay que tener los pies en forma», contesté.
Le conté que tocaba en clubes de folk, pero nada de lo que le dijera le permitiría formarse una idea de lo que era aquello. Seguramente sus únicas referencias al respecto eran The Kingston Trio, Brothers Four y grupos por el estilo. Ahora se dedicaba a complacer al público con música popo Yo no tenía nada en contra de las canciones pop, pero la definición de dicho estilo estaba cambiando, y las de ese momento ya no parecían tan buenas como las de otros tiempos. Me encantaban temas como Without a Song, Old Man River, Stardust y muchas más. Mi favorita entre las nuevas era Moon River. La podía cantar hasta en sueños. Como dice la letra, tal vez mi amigo Huckleberry también andaba por allí, esperando tras una esquina, quizá de la calle Catorce. En Ray’s, donde no había muchos discos folk, yo ponía a menudo la fenomenal Ebb Tide de Frank Sinatra, que nunca dejaba de asombrarme. Cuando la cantaba Frank, su voz lo expresaba todo: la muerte, Dios y el universo, todo. Pero yo me traía otras cosas entre manos y no podía entretenerme con aquello.
No quería robarle más tiempo a Bobby, así que me despedí y enfilé un pasillo lateral del teatro para salir por una puerta secundaria. Fuera, una muchedumbre de chicas jóvenes lo aguardaba en el frío. Me abrí paso entre ellas hacia los taxis y coches que avanzaban lentamente por las calles heladas y regresé a la parada de Metro. A Bobby Vee no lo iba a ver en treinta años y, aunque las cosas cambiarían mucho en ese lapso, siempre lo consideré un hermano. Cada vez que leía su nombre en algún sitio era como si él estuviera allí, a mi lado.
Greenwich Village estaba plagado de clubes de folk, bares y cafés, y quienes tocábamos en ellos recurríamos a viejas canciones folk, de blues rural y bailables. Había unos pocos que componían sus propias canciones, como Tom Paxton y Len Chandler, y el público acogía con agrado las nuevas letras que se cantaban al son de viejas melodías. Tanto Len como Tom trataban temas de actualidad basados en artículos y en toda clase de historias fragmentarias y delirantes: monjas que se casaban, un profesor de instituto que se lanzaba al vacío desde el puente de Brooklyn, turistas que atracaban una gasolinera, princesas de Broadway apaleadas y abandonadas en la nieve, cosas así. Normalmente, Len era capaz de forjar un canción con todo aquello, encontrar el enfoque adecuado. También las composiciones de Tom eran de interés actual, aunque la más famosa, Last Thing on My Mind, era una acaramelada balada romántica. Yo escribí un par y las incluí en mi repertorio como quien no quiere la cosa, pero no me parecía que encajaran.
En cualquier caso, yo mismo había estado interpretando cantidad de canciones sobre temas que fueron candentes en otro tiempo. Esto sucede siempre con las letras inspiradas en sucesos reales, pero uno puede adoptar cierto punto de vista y sacarle provecho. El autor no está obligado a ceñirse a los hechos, pues la gente se cree cualquier cosa.
Billy Gashade, el hombre que presumiblemente compuso la balada de Jesse James, nos hace creer que Jesse robaba a los ricos para dárselo a los pobres y que lo mató un «cobarde hijo de puta». En la canción, Jesse roba bancos y entrega el dinero a los desheredados, y al final un amigo lo traiciona. Según se sabe, Jesse fue un asesino sanguinario sin parecido alguno con el Robin Hood al que loa la balada. Pero Billy Gashade tiene la última palabra, y su versión le da la vuelta a la realidad.
Las canciones de interés actual no eran canciones protesta. De hecho, la expresión «canción protesta» no existía, y tampoco se había acuñado aún el término «cantautor». O eras un intérprete, un cantante folk, o no lo eras, y punto. La gente hablaba de «canciones de disidencia», pero incluso esta expresión resultaba rara. Más tarde, traté de explicar que no me veía como un cantante protesta, que alguien se había confundido. No creía estar protestando contra nada, del mismo modo que no pensaba que las canciones de Woody Guthrie fuesen de denuncia. No consideraba a Woody un cantante protesta. Si él lo era, entonces había que meter en el mismo saco a Sleepy John Estes y Jelly Roll Morton. Lo que sí escuchaba a menudo eran canciones de lucha, que me emocionaban de verdad. The Clancy Brothers —Tom, Paddy y Liam— y su colega Tommy Makem las cantaban todo el tiempo.
Trabé amistad con Liam y empecé a ir de madrugada al White Horse Tavern en la calle Hudson, en esencia un bar irlandés frecuentado sobre todo por tipos de la isla verde. Toda la noche entonaban canciones de taberna, baladas country y enardecedores cantos de lucha que inflamaban los ánimos. Las canciones de lucha eran algo serio. Empleaban un lenguaje llamativo y provocador, la letra rebosaba acción y los intérpretes las cantaban con gran entusiasmo. Sus ojos siempre despedían un brillo de euforia, como no podía ser de otra manera. Yo adoraba esas canciones, que resonaban en mis oídos una vez concluidas y hasta al día siguiente. Pero no eran de protesta, eran baladas rebeldes… Incluso en las baladas melódicas y galantes latía el espíritu de sedición. Era algo inevitable. También en mi repertorio había temas así, en los que algo hermoso se trastocaba, pero en lugar de desatarse una rebelión, era la muerte quien se presentaba, la Parca. En realidad la rebelión me resultaba más atractiva. El rebelde estaba sano y salvo, era romántico y honorable. La Parca, no.
Empezaba a pensar que quizá debía cambiar de estilo. Sin embargo, el paisaje irlandés no se parecía mucho al americano, de modo que tendría que dar con unas tablillas cuneiformes, con un grial arcaico que iluminara el camino. Me había formado una idea del tipo de canciones que quería escribir, pero todavía no sabía cómo hacerlo.
Todo lo hacía deprisa. Pensaba deprisa, comía deprisa, hablaba deprisa y caminaba deprisa. Incluso cantaba deprisa. Me convenía relajarme si quería convertirme en un compositor con algo que decir.
No podía expresar exactamente con palabras lo que buscaba, pero inicié la búsqueda en la Biblioteca Pública de Nueva York, un edificio monumental con suelos y paredes de mármol, y espaciosas cavernas desiertas bajo los techos abovedados. Al entrar, uno se sobrecoge ante la majestuosidad gloriosa y triunfal del lugar. Empecé a leer en microfilm artículos de periódicos de entre 1855 y 1865 para ilustrarme sobre la vida cotidiana en aquella época. No me interesaban tanto los temas como el lenguaje y la retórica de los tiempos. Se trataba de periódicos como el Chicago Tribune, el Brooklyn Daily Times, y el Pennsylvania Freeman, amén de otros como el Memphis Daily Eagle, el Savannah Daily Herald y el Cincinnati Enquirer. Llegué a la conclusión de que no era otro mundo, sino el mismo, aunque con un espíritu más apremiante, y el tema de la esclavitud no era la única preocupación. Había noticias acerca de movimientos reformistas, ligas antijuego, criminalidad en aumento, trabajo infantil, abstinencia, fábricas que pagaban sueldos miserables, juramentos de fidelidad y rebrote s religiosos. Daba la impresión de que los propios periódicos estaban a punto de explotar y la tormenta definitiva se desencadenaría para borrarnos de la faz de la tierra. Todos apelan al mismo Dios, citan la misma Biblia y las mismas leyes y escrituras. A unos esclavócratas de Virginia los acusan de criar y vender a sus propios hijos. En las ciudades del Norte se extiende el descontento, y la deuda se dispara sin control. La aristocracia terrateniente rige sus plantaciones como si de ciudades-estado se tratara. Como en la República romana, una elite gobierna supuestamente por el bien de todos. Poseen aserraderos, molinos, destilerías, tiendas, etcétera. A cada estado de ánimo se opone su contrario; piedad cristiana y filosofías extravagantes se mezclan en sus cabezas. Oradores incendiarios como William Lloyd Garrison, un abolicionista declarado de Boston que dirige su propio periódico. Disturbios en Memphis y Nueva Orleans. Como resultado de unos disturbios en Nueva York mueren doscientas personas en el Metropolitan Opera House porque el papel de un actor americano ha re caído en un actor inglés. Activistas contrarios a la esclavitud enardecen a la multitud en Cincinnati, Buffalo y Cleveland: si se permite que los estados sureños se salgan con la suya, las fábricas del Norte se verán forzadas a emplear a esclavos como trabajadores libres. Esto también provoca alborotos.
Lincoln entra en escena hacia finales de los años cincuenta. La prensa del Norte lo retrata como a un babuino o una jirafa y publica cantidad de caricaturas de él. Nadie lo toma en serio. Es imposible imaginar que más tarde se convertiría en la figura paterna que es actualmente. Uno se pregunta cómo personas unidas por la geografía y los ideales religiosos podían convertirse en enemigos acérrimos. Al final, sólo queda una cultura del sentimiento, de días negros, del cisma, del ojo por ojo, del destino común de la humanidad descarriada. Todo se reduce a una larga canción fúnebre, con cierta imperfección en los temas, una ideología de elevadas abstracciones, muchos personajes barbudos y épicos, hombres exaltados no necesariamente buenos. Ni una sola idea te satisface por mucho tiempo. Tampoco resulta fácil hallar alguna de las virtudes neoclásicas. Toda esa retórica acerca de la caballerosidad y el honor debió de añadirse después, al igual que aquello de la feminidad sureña. Lo que les sucedió a las mujeres es una vergüenza. A la mayoría de ellas las abandonaron para que muriesen de hambre en la granja con sus hijos, desprotegidas, forzadas a arreglárselas por su cuenta, a merced de los elementos. El sufrimiento es infinito, y el castigo, eterno. Todo está envuelto en un manto de irrealidad, grandeza y mojigatería. También había una diferencia en cuanto al concepto del tiempo. En el Sur, la gente se regía por el movimiento del sol: el alba, el mediodía, el crepúsculo, la primavera, el verano… En el norte, la gente se regía por el reloj: la sirena de la fábrica, los silbatos, las campanas… Los del Norte siempre se afanaban por «llegar a tiempo». En cierto modo, la guerra de Secesión iba a ser una batalla entre dos ideas del tiempo. Por lo visto nadie concedía mucha importancia a la abolición de la esclavitud cuando sonaron los primeros disparos en Ford Sumter. Pensar en ello provoca escalofríos. La época en que yo vivía, tan distinta de aquélla, guardaba al mismo tiempo cierto parecido misterioso y tradicional con ella. Un gran parecido, de hecho. Mi existencia se asentaba sobre un amplio abanico de posibilidades y bienestar del que derivaba la psicología básica de la vida. Si lo exponías a la luz, podías ver toda la complejidad de la naturaleza humana. Por aquel entonces, el país fue crucificado, murió y resucitó. No había nada sintético en ello. La terrible verdad de esto se reflejaría en el molde que, con pretensión de abarcarlo todo, yo utilizaría para componer. Me empapé al máximo de todos estos datos y los relegué a un rincón de mi mente. Ya los recuperaría cuando me hicieran falta.
En el Village nada parecía ir mal. La vida estaba exenta de complejidad. Todo el mundo buscaba una oportunidad; algunos la encontraban y ya no los volvías a ver, y a otros no se les presentaba jamás. La mía surgiría pronto, pero no de inmediato.
Len Chandler, un músico de formación clásica de Ohio, tocaba en el Gaslight, al igual que yo, y acabamos siendo amigos. Pasábamos el rato en el cuarto del póquer entre una y otra actuación o a veces en el Metro Diner, cerca de la Sexta Avenida. Len era educado y se tomaba la vida en serio. Incluso trabajaba con su mujer para montar una escuela de niños desfavorecidos en el centro. Se dedicaba a escribir canciones sobre temas actuales para las que hallaba inspiración en los periódicos. Normalmente adaptaba letras nuevas a melodías antiguas, pero a veces componía también la música.
Una de sus canciones más pintorescas era la de un negligente conductor de autobús escolar en Colorado que accidentalmente despeñaba el vehículo lleno de niños. La melodía era original, y como me gustaba mucho escribí mi propia letra basada en ella. A Len no pareció importarle. Solíamos tomar café y hojear los periódicos del día que los clientes abandonaban en el mostrador, para ver si había material aprovechable. Después de consultar los diarios de la Biblioteca Municipal, aquéllos parecían llenos de artículos trillados y anodinos.
Francia salía en las noticias porque había hecho explotar una bomba atómica en el desierto del Sahara. Tras cien años de dominio colonial, el Vietnam del Norte de Ho Chi Minh acababa de echar a Francia a patadas. Los franceses lo tenían harto. Habían convertido Hanoi, la capital, en el «París de Oriente, infestado de burdeles». Después, Ho iba a recibir ayudas materiales de Bulgaria y Checoslovaquia. Los franceses habían saqueado el país durante años. Según la prensa, Hanoi estaba mugriento y desolado, la gente llevaba chaquetas chinas informes que no permitían distinguir a los hombres de las mujeres y todos iban en bicicleta y practicaban calistenia en público tres veces al día. Los periódicos lo pintaban como un sitio estrafalario. Quizá había que enderezar a los vietnamitas. Tal vez había llegado el momento de mandar a unos americanos para allá.
En cualquier caso, Francia se había incorporado a la era atómica, y por todos lados surgían movimientos que propugnaban la abolición de las bombas francesas, estadounidenses, rusas y demás, pero esta corriente de opinión también tenía sus detractores. Reputados psiquiatras sostenían que algunas de esas personas que se manifestaban contrarias a las pruebas nucleares eran en realidad milenaristas y que si se eliminaban las armas nucleares, ellos se verían despojados de su reconfortante catastrofismo.
Len y yo no dábamos crédito. Había artículos sobre cosas como fobias modernas, todas con llamativos nombres latinos, como el miedo a las flores, a la oscuridad, a la altura, a cruzar puentes, a las serpientes, a hacerse viejo, a las nubes… Cualquier cosa podía resultar aterradora. Mi gran temor era que se me desafinara la guitarra. Las mujeres también hacían declaraciones públicas, desafiando el statu quo. Algunas se quejaban de que les dijeran que necesitaban y merecían los mismos derechos, y luego, cuando los obtenían, las acusaban de comportarse como los hombres.
Algunas querían que las llamasen «mujer» al cumplir los veintiún años. Las chicas, o mujeres, que atendían en las tiendas no querían ser llamadas «dependientas». En las iglesias las cosas también estaban algo movidas. Algunos sacerdotes blancos no querían que los llamaran «el reverendo», sino «reverendo», a secas.
La semántica y las etiquetas te podían volver loco. La moraleja de muchas de esas historias era que si un hombre deseaba tener éxito debía convertirse en un individualista pertinaz, aunque luego tenía que realizar ciertos ajustes. Después de eso, debía conformarse con lo establecido. Podías pasar de individualista pertinaz a conformista en un abrir y cerrar de ojos.
Len y yo pensábamos que todo aquello era una idiotez. La realidad no era tan simple, y todo el mundo tenía su propia opinión al respecto. La obra de Jean Genet El balcón se representaba en el Village y retrataba el mundo como una casa de putas colosal en la que impera el caos y donde el hombre está solo y abandonado en un cosmos sin sentido. La obra tenía un enfoque muy centrado y, a juzgar por lo que yo había estudiado sobre la guerra de Secesión, podría haber sido escrita cien años atrás. Las canciones que iba a componer serían así. No se ceñirían a ideas modernas. Todavía no había empezado a escribir una canción detrás de otra como haría luego, pero Len sí, y todo lo que nos rodeaba parecía absurdo; éramos bastante conscientes de la locura imperante. Incluso las fotos de Jackie Kennedy entrando y saliendo por las puertas giratorias del hotel Carlyle, en la parte alta de la ciudad, cargada de bolsas de ropa recién comprada, resultaban inquietantes. Cerca de allí, en el Biltmore, estaba reunido el Consejo Revolucionario Cubano, el gobierno cubano en el exilio. Recientemente, en una conferencia de prensa, habían dicho que necesitaban bazucas, fusiles sin retroceso y expertos en demolición y que todo aquello costaba dinero. Si conseguían donativos suficientes, podrían reconquistar Cuba, la vieja Cuba, tierra de plantaciones, caña de azúcar, arroz, tabaco y patricios. La República romana. Las páginas de deportes informaban de que los New York Rangers, habían ganado a los Chicago Blackhawks en un partido de hockey sobre hielo por 2 a 1, y Vic Hadfield había marcado los dos goles. Nuestro vicepresidente tejano, Lyndon Johnson, además de alto, era todo un personaje. Había perdido la chaveta y se había enfadado con el servicio secreto de Estados Unidos. Les exigió que dejaran de acosarlo, de espiarlo, de seguirlo por todas partes. Johnson era de los que agarran a los tipos de las solapas y les aprietan el cogote para que entiendan lo que se les pide. Me recordaba a Tex Ritter, por su aire sencillo y campechano. Tiempo después, cuando se convirtió en presidente, empleó la frase «We shall overcome» [venceremos] en su discurso dirigido al pueblo estadounidense. We Shall Overcome era el himno espiritual del movimiento por los derechos civiles. Había sido el grito de batalla de los oprimidos durante muchos años. Johnson, en lugar de intentar erradicar esa idea, la interpretó a su conveniencia. No era tan llanote como parecía. El mito dominante del momento era que cualquiera podía lograrlo todo, incluso ir a la Luna. Todo estaba a tu alcance, según los anuncios y los artículos, que te animaban a pasar por alto tus limitaciones, a superadas. Si eras una persona insegura, podías convertirte en un líder y ponerte un pantalón corto tirolés. Si eras ama de casa, podías convertirte en una belleza con gafas oscuras de baratillo. ¿Eres un lerdo? No pasa nada, puedes ser un genio superdotado. Si eras viejo, podías ser joven. Todo era posible. Era como una guerra contra uno mismo. El mundo del arte también estaba cambiando, lo estaban volviendo del revés. La pintura abstracta y la música atonal entraron en escena, mutilando la realidad reconocible. El propio Goya habría naufragado si hubiera tenido que navegar por la nueva corriente artística. Len y yo no le concedíamos a todo aquello más importancia de la que merecía.
Un tipo que salía constantemente en las noticias era Caryl Chessman, un conocido violador al que llamaban el Bandido de la Luz Roja. Estaba en el corredor de la muerte en California después de que lo procesaran y sentenciaran por violar a mujeres jóvenes. En realidad su modus operandi demostraba bastante creatividad: llevaba una luz intermitente roja en el techo de su coche y paraba a las chicas al margen de la carretera, las hacía salir y las arrastraba hasta el bosque más cercano, donde les robaba y las violaba. Ya llevaba mucho tiempo aguardando su ejecución, y apelaba una y otra vez la sentencia, pero su última apelación fue desestimada, y ya tenía fecha para entrar en la cámara de gas. El de Chessman se había convertido en un caso muy sonado, y diversas figuras del mundo de la cultura habían abrazado su causa: Norman Mailer, Ray Bradbury, Aldous Huxley, Robert Frost e incluso Eleanor Roosevelt clamaban por la vida del reo. Un grupo contrario a la pena de muerte le había pedido a Len que compusiera una canción sobre Chessman.
— ¿Cómo se escribe una canción acerca de un paria que viola chicas? ¿Qué enfoque se le da? —me preguntó él como si se le hubiese disparado la imaginación.
—No lo sé, Len. Supongo que hay que ir paso a paso… Quizá podrías empezar por la luz roja.
Len nunca escribió la canción, pero creo que alguien lo hizo. Hay que reconocerle un mérito a Chandler: no tenía miedo. No soportaba a los idiotas ni dejaba que nadie se interpusiese en su camino. Era de constitución robusta, como un jugador de fútbol americano, y podía pegarle una soberana paliza a cualquiera. Había estudiado económicas y ciencias, y lo tenía digerido. Brillante y bondadoso, Len figuraba entre aquellas personas que creían que una iniciativa individual podía repercutir en la sociedad entera.
Aparte de compositor de canciones, era un tipo temerario. Una gélida noche de invierno yo viajaba de paquete en su Vespa, que él conducía a todo gas por el puente de Brooklyn, y el corazón se me subió a la garganta. La moto iba a toda velocidad sobre aquella rejilla, a merced de un viento muy intenso, y yo sentía que en cualquier momento nos íbamos a precipitar al vacío. Mientras nos abríamos paso entre el tráfico nocturno, deslizándonos sobre el acero helado, yo iba ciscado de miedo. Aunque desde el principio del trayecto se me habían puesto los nervios de punta, sentía que Chandler lo tenía todo bajo control, pues iba con los ojos bien abiertos, muy atento. No cabía duda, los hados estaban de su parte. Muy poca gente me ha producido una impresión parecida.
Cuando no me alojaba en casa de Van Ronk, solía quedarme en la de Ray. Regresaba antes del alba, subía las escaleras a oscuras y cerraba cuidadosamente la puerta tras de mí. Me tumbaba en el sofá cama con tanto sigilo como si entrara en una cripta. Ray no era un cabeza hueca. Tenía las ideas claras y sabía expresarlas; no había lugar a error en su vida. Las cosas mundanas no prendían en él. Aparentemente captaba la realidad mejor que nadie, manteniéndose ajeno a las nimiedades. Citaba los Salmos y dormía con una pistola junto a la cama. A veces, hacía comentarios de una crudeza extrema. En una ocasión vaticinó que el presidente Kennedy no agotaría la legislatura porque era católico. Al decirlo me recordó a mi abuela, que sostenía que el Papa es el rey de los judíos. Ray vivía en un ático dúplex de la calle 5 en Duluth. Una ventana de la habitación trasera daba al lago Superior, de aspecto siniestro, y desde allí se divisaban a lo lejos las barcazas y la mole férrea de los cargueros, y se percibía el sonido de las sirenas de niebla. Mi abuela sólo tenía una pierna y había sido costurera. Algunos fines de semana, mis padres conducían de Iron Range a Duluth y me dejaban en su casa durante un par de días. Era una dama morena que fumaba en pipa. La otra rama familiar era de tez más clara y también más rubia. La voz de mi abuela poseía una cualidad hipnótica, y su rostro siempre estaba crispado en una expresión doliente. No había llevado una vida fácil. Había emigrado a Estados Unidos desde Odessa, una ciudad portuaria de la Rusia meridional. No era muy distinta de Duluth; en ambas encontraba uno el mismo temperamento, el mismo clima y el mismo paisaje, a la orilla de una enorme masa de agua.
Originaria de Turquía, mi abuela zarpó del puerto de Trabzon para cruzar el mar Negro, que los griegos clásicos llamaban el Ponto Euxino, y sobre el que Lord Byron escribió en su Don Juan. Su familia procedía de Kagizman, una población turca cercana a la frontera armenia, y el apellido familiar era Kirghiz. Los padres de mi abuelo también venían de ese lugar, donde se habían ganado el sustento básicamente como zapateros y peleteros.
Los ancestros de mi abuela venían de Constantinopla. En mi adolescencia yo solía cantar la canción de Ritchie Valens In a Turkish Town con sus frases sobre «los turcos misteriosos y las estrellas en el cielo». Creo que me gustaba más que La Bamba, la canción de Ritchie que estaba en labios de todo el mundo aunque jamás comprendí por qué. Mi madre incluso tenía una amiga llamada Nellie Turk que siempre estaba por casa.
Ray no tenía discos de Ritchie Valens, ni Turkish Town ni otros, sino más bien de música clásica y grupos de jazz. Ray había comprado toda su colección de discos a un picapleitos que se estaba divorciando. Había fugas de Bach y sinfonías de Berlioz; el Mesías de Haendel y la Polonesa en la bemol mayor de Chopin. Había también madrigal es y piezas religiosas, conciertos de violín de Darius Milhaud, serenatas de cuerda cuyos temas sonaban como poleas. Las poleas siempre me hacían hervir la sangre. Fue el primer tipo de música alegre y en vivo que escuché. Los sábados por la noche las tabernas solían estar atestadas de grupos de polca. También me gustaban los discos de Franz Liszt; me impresionaba que un piano pudiera sonar como toda una orquesta. Una vez, puse la sonata Patética de Beethoven; era melódica, pero en ella parecían abundar los eructos y los sonidos de otras funciones corporales. Era graciosa, casi me recordaba a la música de los dibujos animados. Al leer la información en la tapa del disco, me enteré de que Beethoven había sido un niño prodigio a quien su padre había explotado, lo que provocó que perdiera la confianza en la gente para el resto de su vida. Aun así, no dejó de componer sinfonías.
Yo escuchaba mucho jazz y discos de bebop, de George Russell, Johnny Cole, Red Garland, Don Byas, Roland Kirk, Gil Evans… Evans había grabado una versión de Ella Speed, la canción de Leadbelly. Yo trataba de identificar melodías y estructuras. Había muchas similitudes entre cierto tipo de jazz y la música folk. Tattoo Bride, A Drum Is a Woman, Tourist Point of View y Jump for Joy —todas de Duke Ellington— se me figuraban canciones folk sofisticadas. Mi universo musical crecía día tras día, con el descubrimiento de discos de Dizzy Gillespie, Fats Navarro, Art Farmer y algunos asombrosos de Charlie Christian y Benny Goodman. Si acababa de levantarme y tenía que despabilarme rápidamente, ponía Swing Low Sweet Cadillac o Umbrella Man de Dizzy Gillespie. Bot Bouse de Charlie Parker también era un buen disco para despertar. Sólo algunos afortunados vivos habían visto y escuchado a Charlie Parker, lo que por lo visto les había infundido una especie de esencia vital secreta. Ruby, My Dear, de Monk, era otra maravilla. Monk tocaba en el Blue Note, en la calle 3, junto a John Ore al bajo y el batería Frankie Dunlop.
Algunas tardes se sentaba al piano y tocaba en solitario temas que me recordaban a los Ivory Joe Hunter, con medio bocadillo encima del piano. Una de esas tardes que me acerqué al Blue Note para escucharlo, le comenté que tocaba música folk no muy lejos de allí. «Todos tocamos música folk», dijo. Monk vivía en su propio universo dinámico hasta cuando haraganeaba por ahí. Incluso entonces, insuflaba vida a sombras mágicas.
Me gustaba mucho el jazz moderno, me gustaba escucharlo en los clubes…, pero no me mantenía al día ni estaba metido en él. En ese género no había letras ordinarias con significados específicos, y yo necesitaba oír las cosas en un lenguaje claro y llano. Nada me hablaba de manera más directa que las canciones folk. Tony Bennett cantaba en un lenguaje claro y llano. Había uno de sus discos por ahí, «Hit Songs of Tony Bennett», que incluía In the Middle of an Island, Rags to Riches y la canción de Hank Williams Cold, Cold Heart.
La primera vez que escuché a Hank fue en Grand Ole Opry, un programa radiofónico que emitían los sábados por la noche desde Nashville. A Roy Acuff, presentador del mismo, lo anunciaban como «el rey de la música country», y siempre presentaban a alguna de las estrellas invitadas como «el próximo gobernador de Tennessee». El programa hacía publicidad de comida para perros y planes de pensiones. Hank interpretó allí Move It On Over, una canción sobre alguien que llevaba una vida de perros, y que me llamó mucho la atención. También cantó espirituales como When God Comes and Gathers His Jewels y Are You Walking and a-Talking For the Lord. El sonido de su voz me sacudió como una descarga eléctrica. Conseguí hacerme con algunos de sus discos de 78 —Baby, We’re Really in Love, Honky Tonkin’ y Lost Highway y los ponía sin cesar.
Lo llamaban «cantante montañés», pero nunca supe por qué. Homero y Yitro se acercaban más a lo que yo consideraba cantantes montañeses. Hank no era un paleto. No tenía nada de payaso. Incluso de joven, me identificaba plenamente con él. No hacía falta compartir la experiencia de Hank para saber sobre qué hablaban sus canciones. Yo jamás había visto llorar a un tordo, pero era capaz de imaginario y me entristecía. Cuando él cantaba: «La noticia se ha propagado por toda la ciudad», sabía de qué noticia se trataba, aunque en realidad no lo supiera. A la primera oportunidad que se presentara, yo también me iba a ir a bailar y desgastar mis zapatos, como él. Cuando más tarde me dijeron que Hank había muerto en el asiento trasero de un coche el día de Año Nuevo, crucé los dedos, deseando que no fuera cierto. Pero lo era. Para mí fue como si se hubiera desplomado un árbol gigantesco. La muerte de Hank me causó un impacto tremendo. El silencio del espacio exterior nunca me había parecido tan atronador. Sin embargo, sabía por intuición que su voz, hermosa como la de una trompa, jamás perdería su fuerza ni se desvanecería.
Mucho después, me enteré de que Hank había sufrido dolores terribles durante toda su vida, pues padecía graves problemas de columna. El dolor debió de ser un martirio. A la luz de esta información escuchar sus discos me produce un efecto aún más inaudito. Es como si hubiera desafiado la ley de la gravedad. Casi gasté el álbum «Luke the Drifter» de tanto ponerlo. Es aquel en el que canta y recita parábolas, como en las Bienaventuranzas. Podía escuchar «Luke the Drifter» durante todo el día y dejar vagar mi mente, plenamente convencido de la bondad del hombre. Cuando oigo cantar a Hank, todo movimiento cesa. El menor susurro me parece un sacrilegio.
Con el tiempo, me di cuenta de que las canciones grabadas por Hank cumplían las normas arquetípicas de la composición poética. Sus elementos estructurales son como pilares de mármol que no pueden dejar de estar presentes. De hecho, la sílabas de sus letras se dividen con precisión matemática. Se puede aprender mucho sobre la importancia de la estructura en la composición de canciones escuchando sus discos, y yo los escuché mucho y los interioricé. Unos años después, Robert Shelton, el crítico de jazz del New York Times, escribió, en una reseña de una de mis actuaciones, algo así como, «un cruce entre monaguillo y beatnik…, rompe todas las reglas de la composición, pero sin nada que decir». Ignoro si Shelton lo sabía o no, pero esas reglas eran las de Hank, aunque en realidad yo no me había propuesto romperlas. Simplemente, lo que trataba de expresar estaba en otra órbita.
Una noche, Albert Grossman, manager de Odetta y Bob Gibson, vino al Gaslight para entrevistarse con Van Ronk. Cuando aparecía por allí no podías dejar de reparar en él. Se asemejaba a Sidney Greenstreet en El halcón maltés, tenía una presencia dominante, vestía siempre con un traje convencional y corbata y se sentaba a una mesa esquinera. Solía hablar en voz muy alta, como un redoble de tambores de guerra. Grossman era de Chicago, y aunque sus raíces no estaban en el mundo del espectáculo, no dejaba que eso interfiriera en su labor. No era el típico tendero; había regentado un club nocturno en Chicago, la Ciudad del Viento, donde tenía que lidiar con jefes de distrito y con las ordenanzas por medio de todo tipo de amaños. Llevaba una 45. Grossman no era un palurdo. Van Ronk me dijo luego que había discutido con él la posibilidad de que Dave participase en el ambicioso proyecto de un nuevo grupo folk que iba a formar. Grossman no albergaba ilusiones ni dudas acerca de que el grupo llegaría a la cima y sería enormemente popular.
Al final, Dave, que no estaba muy entusiasmado por el proyecto, le cedió la oportunidad a Noel Stookey, que aceptó la oferta. Grossman le cambió el nombre por Paul, y el grupo aquel acabó siendo Peter, Paul and Mary. Yo había conocido a Peter tiempo atrás en Minneapolis cuando era guitarrista de una compañía de baile que pasó por la ciudad, y a Mary la conocía de mis primeras incursiones en el Village.
Habría sido interesante que Grossman me hubiera pedido estar en el grupo. También me habría tenido que cambiar el nombre por el de Paul. Grossman me había oído tocar alguna vez, pero no tenía idea de qué le parecía. En cualquier caso, todavía era pronto para eso. Aún no era el músico poeta en que iba a convertirme y él no podía irme detrás de momento. Ya lo haría.
Me levanté hacia mediodía al percibir el aroma a bistec y cebollas fritos. En la cocina, Chloe sostenía la paella que chisporroteaba. Llevaba mí quimono japonés sobre una camisa roja de franela, y aquel olor estaba agrediendo mi pituitaria. Necesitaba una mascarilla.
Había planeado ir a ver a Woody Guthrie, pero al levantarme el tiempo andaba muy revuelto. Trataba de visitarlo con regularidad, pero últimamente resultaba difícil. Woody estaba ingresado en el hospital Greystone de Morristown, Nueva Jersey. Desde la terminal de la Autoridad Portuaria tomaba el autobús y, tras hora y media de viaje, recorría a pie el tramo de cerca de un kilómetro colina arriba hasta el hospital, un edificio de granito sombrío y amenazador como una fortaleza medieval. Woody siempre me pedía que le llevara cigarrillos marca Raleigh. Normalmente, durante la tarde le tocaba sus canciones. A veces pedía alguna en concreto: Rangers Command, Do Re Me, Dust Bowl Blues, Pretty Boy Floyd o Tom Joad, la canción que había compuesto después de ver Las uvas de la ira. Me sabía todas esas canciones y muchas más. Woody no era un personaje célebre en aquel lugar, un entorno extraño para reunirse con alguien, sobre todo si ese alguien era la auténtica voz del espíritu americano.
El hospital era un auténtico manicomio desprovisto de cualquier atisbo de esperanza espiritual. Se oían gemidos por los pasillos. La mayoría de los pacientes llevaba un uniforme a rayas que no era de su talla, y entraban y salían arrastrándose sin rumbo mientras yo interpretaba las canciones de Woody. Uno de ellos hundía constantemente la cabeza entre las rodillas. Entonces se erguía y caía de nuevo. Otro estaba convencido de que lo perseguían las arañas y daba vueltas en círculos palmeándose brazos y piernas. Otro que se creía el presidente iba tocado con un sombrero del Tío Sam. Por todas partes veía pacientes que ponían los ojos en blanco, chasqueaban la lengua, olisqueaban el aire. Había uno que no dejaba de relamerse. Un asistente de bata blanca me dijo que aquel se zampaba comunistas para desayunar. La escena resultaba aterradora, pero Woody Guthrie permanecía ajeno a ella. Un enfermero lo sacaba para que me viera y, al poco rato, se lo llevaba. La experiencia me daba que pensar y me desangraba psicológicamente.
En una de mis visitas, Woody me habló de unas cajas llenas de canciones y poemas inéditos escritos por él y para los que no se había compuesto melodía. Estaban guardadas en el sótano de su casa en Coney Island, y me dio permiso para ir a buscarlas. Me animó a ir a ver a Margie, su esposa, si estaba interesado, y a explicarle por qué estaba allí. Ella me abriría esas cajas. Me dio instrucciones para encontrar la casa. Al día siguiente o así, tomé el metro en la estación de la calle 4 Oeste hasta la última parada, como me había indicado, me apeé en el andén y salí en busca de la casa. Woody había dicho que era fácil de encontrar. Al otro lado de un terreno baldío divisé lo que parecía ser una hilera de viviendas como la que me había descrito y me encaminé hacia allí. No tardé en descubrir que estaba atravesando una ciénaga. Me hundí en el agua hasta las rodillas, pero seguí adelante, de todos modos vislumbraba ante mí las luces mientras avanzaba y no veía otro modo de llegar. Cuando llegué al otro extremo, tenía los pantalones empapados de la rodilla para abajo, congelados, y los pies ateridos, pero encontré la casa y llamé a la puerta. La entreabrió una niñera que me informó de que Margie, la mujer de Woody, no estaba. Uno de sus hijos, Arlo, que posteriormente se convertiría en cantante y compositor por derecho propio, le dijo a la niñera que me dejara pasar. Arlo contaba unos diez o doce años y no sabía nada de los manuscritos guardados en el sótano. Yo no quería incordiar —saltaba a la vista que la niñera se sentía incómoda—, de modo que me quedé sólo hasta que entré en calor, me despedí y salí con las botas todavía anegadas para volver a cruzar trabajosamente la ciénaga hacia el andén del metro.
Cuarenta años después, esas letras caerían en manos de Billy Bragg y del grupo Wilco, que les pondrían melodía y les darían vida para grabarlas. Todo se llevó a cabo bajo la supervisión de Nora, la hija de Woody. Aquellos intérpretes quizá no habían nacido siquiera cuando realicé la expedición a Brooklyn.
Ese día decidí no ir a ver a Woody. Estaba sentado en la cocina de Chloe, y el viento soplaba y aullaba frente a la ventana. Desde ahí se abarcaba la calle, en ambas direcciones. La nieve caía como polvo blanco. Calle arriba, hacia el río, avisté a una dama rubia con abrigo de pieles acompañada de un tipo arrebujado en un pesado sobretodo que cojeaba. Los miré durante un rato y luego me puse a contemplar el calendario en la pared.
Marzo estaba por abalanzarse sobre mí como un león, y de nuevo me pregunté qué se necesitaba para entrar en un estudio de grabación y que te fichara un sello discográfico de folk. ¿Estaba más cerca de mi objetivo? No Happiness for Slater, una canción del último disco de The Modern Jazz Quartet, sonaba en el apartamento. Una de las aficiones de Chloe consistía en ponerles hebillas muy afiligranadas a zapatos viejos y se ofreció a hacerlo con los míos. —Esos zapatones estarían mejor con unas hebillas señaló. Le dije que no gracias, no quería hebillas.
—Tienes cuarenta y ocho horas para cambiar de parecer —me advirtió.
No iba a cambiar de parecer. A veces, Chloe me daba consejos maternales, sobre todo acerca del sexo opuesto… Solía recomendarme que dejara que la gente solucionase sus propios problemas y que no me preocupara por nadie más de lo que los demás se preocupaban por sí mismos. Aquel apartamento era un buen lugar para hibernar.
Una vez me hallaba en la cocina escuchando a Malcolm X por la radio. Soltaba un discurso sobre por qué no había que comer cerdo o jamón: según él, el cerdo en realidad era una mezcla a partes iguales de gato, rata y perro, un animal poco higiénico, por lo que más vale no comérselo. Son curiosas las cosas que se te quedan grabadas. Unos diez años después, fui a cenar a casa de Johnny Cash a las afueras de Nashville. Había muchos cantautores: Joni Mitchell, Graham Nash, Harlan Howard, Kris Kristofferson y Mickey Newberry, entre otros. Joe y Janette Carter también se encontraban allí. Joe y Jeanette eran los hijos de Alvin P. Carter y su mujer Sarah y primos de June Carter, la esposa de Johnny. Formaban parte de la realeza de la música country.
La chimenea de Johnny Cash llameaba y crepitaba. Después de cenar, pasamos al rústico salón de techo elevado con vigas de madera y amplios ventanales con vistas al lago. Nos sentamos en círculo para que cada cantautor tocara una canción y le pasara la guitarra al siguiente. Normalmente, esto suscitaba comentarios del tipo «la has clavado» o «sí señor, lo has dicho todo en cuatro palabras», o bien cosas como «esa canción es toda una historia» o «has puesto lo mejor de ti mismo en la melodía». En general, se trataba de comentarios lisonjeros. Yo toqué Lay, Lady, Lay y le pasé la guitarra a Graham Nash, esperando algún tipo de reacción. Ésta no tardó mucho en llegar:
—Tú no comes cerdo, ¿verdad? —preguntó Joe Carter. Ése fue su comentario.
Aguardé un segundo antes de responder:
—Eh… No, señor. No como cerdo.
Kristofferson casi se traga el tenedor.
—¿Por qué? —preguntó Joe.
Entonces recordé el discurso de Malcolm X.
—Bueno, señor, eso es algo más bien personal. No como de eso, no. No como nada que sea en parte gato, en parte rata y en parte perro. No sabe bien.
Se impuso un incómodo silencio pasajero y tan denso que podría haberse cortado con uno de los cuchillos de la cena. Fue entonces cuando Johnny Cash rompió a reír, doblado sobre sí mismo. Kristofferson se limitó a sacudir la cabeza. Joe Carter era todo un personaje.
En el apartamento tampoco había discos de la familia Carter. Chloe me echó un bistec y algo cebolla en el plato y dijo «ahí tienes; te sentará bien». Era una chica impasible, muy en la onda, un gato maltés, una fumeta, aunque siempre ponía el dedo en la llaga. No sé cuánta hierba fumaba, pero mucha. También tenía sus ideas muy personales acerca de la naturaleza de las cosas. En una ocasión me dijo que la muerte era un impostor y que el nacimiento supone una invasión de la intimidad. ¿Qué podía contestar yo? Me quedaba sin palabras cuando ella soltaba cosas así. Tampoco podía demostrar que no estuviese en lo cierto. Nueva York no la impresionaba en absoluto. «Esta ciudad está plagada de monos», aseguraba. Al hablar con ella entendías enseguida a qué se refería. Me puse mi sombrero y el abrigo, agarré la guitarra y empecé a recoger mis cosas. Chloe sabía que yo trataba de llegar lejos. «¡Quizá en el futuro tu nombre se propagará por el país como un incendio forestal —dijo—. Si algún día ganas algunos pavos, cómprame algo».
Cerré la puerta detrás de mí, salí al pasillo y bajé la escalera en espiral, llegué al vestíbulo con piso de mármol y atravesé el estrecho patio de entrada. Las paredes olían a cloruro. Salí a paso lento por la puerta y crucé la verja hasta la acera. Me pasé una bufanda por la cara y me encaminé hacia la calle Van Dam. En la esquina, pasé ante una carroza tirada por caballos repleta de flores envueltas en plástico, sin conductor a la vista. La ciudad estaba llena de cosas así.
Las canciones folk resonaban en mi cabeza, como siempre. Narran historias ocultas, latentes. Si alguien preguntase qué pasa, le responderían: «Al señor Garfield le han pegado un tiro, yace en el suelo. No hay nada que hacer». Eso es lo que pasa. Nadie necesita preguntar quién era el señor Garfield; todos se limitan a asentir, pues lo saben. Es de lo que habla el país. Todo en el folk es sencillo y cobra sentido de forma admirable a través de las fórmulas.
Nueva York era una ciudad fría, contenida y misteriosa, la capital del mundo. En la Séptima Avenida pasé por delante del edificio donde Walt Whitman había vivido y trabajado. Me detuve por un segundo y lo imaginé escribiendo frenéticamente y entonando la verdadera canción de su alma. También me había parado ante la casa de Poe en la calle Tres para hacer lo mismo: contemplar las ventanas con melancolía. La ciudad era como un bloque sin labrar, anónimo e informe, sin muestras de favoritismo. Todo era siempre nuevo, siempre cambiante. En la calle nunca te topabas con la misma multitud.
Crucé de Hudson a Spring, pasé ante un contenedor de basura lleno de ladrillos y entré en un café. La camarera que me atendió en el mostrador llevaba una blusa ceñida de ante que acentuaba el redondeado contorno de su cuerpo. Tenía el cabello negro azulado cubierto por un pañuelo y penetrantes ojos azules, con las cejas bien perfiladas. Deseé que me pusiera una rosa en el ojal, como decía la vieja canción. Me sirvió una taza de café humeante y me volví hacia la ventana que daba a la calle. La ciudad entera se abría ante mis narices. Tenía una idea muy clara de dónde estaba todo. No había que preocuparse por el futuro. Estaba a la vuelta de la esquina.