4. «OH MERCY»

ERA 1987, y estaba recuperándome de un accidente espantoso que me había lesionado terriblemente la mano. Aplastada y desgarrada hasta el hueso, aún se encontraba en estado grave; ni siquiera la sentía como mía. No sabía lo que se me había venido encima en ese vuelco insólito del destino. Todas las posibilidades que se abrían ante mí se habían ido al garete. Tenía cien actuaciones programadas para después del invierno, y no estaba claro que pudiera llevarlas a cabo. Fue como un jarro de agua fría. Todavía estábamos en enero, pero mi mano iba a necesitar mucho tiempo para sanar y rehabilitarse. Al mirar a través de la puerta vidriera el jardín cubierto de maleza, con la mano escayolada casi hasta el codo, me di cuenta de que era muy posible que mis días de conciertos hubiesen llegado a su fin. En cierto sentido, habría sido lo apropiado, pues había estado engañándome hasta entonces, explotando el poco o mucho talento que tenía hasta sobrepasar el límite. Había cobrado conciencia de ello hacía un tiempo. Recientemente, no obstante, el panorama había cambiado y ahora las implicaciones históricas de la situación me fastidiaban.

Habíamos administrado al público una dosis regular de mis grabaciones discográficas durante años, pero al parecer mis actuaciones en vivo nunca captaron el alma de las canciones; narraban el efecto preciso. La intimidad, entre muchas otras cosas, se perdía.

Para los oyentes debió de ser como avanzar por entre huertos abandonados y malas hierbas. Ahora, mi audiencia o futura audiencia podría explorar los campos recién arados en los que estaba por adentrarme. Había muchas razones para todo ello, razones por las que el whisky se había evaporado. Siempre había sido prolífico, pero nunca exacto, y demasiadas distracciones habían transformado mi senda musical en una maraña de enredaderas. Mantenía hábitos establecidos hacía largo tiempo, pero no funcionaban. Las ventanas llevaban años cegadas y cubiertas de telarañas, y no es que yo no lo supiera.

Antes de eso, las cosas habían cambiado, y no de un modo abstracto. Pocos meses atrás había ocurrido algo fuera de lo común y descubrí una serie de principios dinámicos que me permitirían transformar mis actuaciones. Mediante la combinación de ciertos elementos técnicos que se activan unos a otros podía modificar los niveles de percepción, estructuras temporales y sistemas rítmicos, para insuflar vida a mis canciones, levantadas de la tumba. Distendía sus cuerpos y los enderezaba. Era como si partes de mi psique se comunicaran con ángeles. Un gran fuego ardía en el hogar, y el viento lo hacía aullar. Se había alzado el telón. En Navidad se desató un tornado que se llevó a los Santa Claus impostores y los escombros. Resultaba desconcertante que esto hubiese tardado tanto en producirse. Era una putada que no hubiera sucedido antes. Yo también sabía que había escrito letras perfectas para complementar el estilo de música que interpretaba. Los diez años anteriores me habían dejado exhausto y derrotado desde el punto de vista profesional. Muchas veces me acercaba al escenario antes de actuar y me sorprendía pensando que estaba faltando a mi palabra. No recordaba exactamente en qué consistía esa promesa, pero sabía que estaba en algún rincón de mi mente. Traté de centrarme, pero no di con fórmula alguna.

Quizá si la hubiera visto venir, la habría agarrado por las solapas, pero no fue así. Mis ajetreados días de actuaciones se habían espaciado hasta terminarse casi por completo. Me había disparado deliberadamente en el pie en demasiadas ocasiones. Es bonito que te conozcan como leyenda —la gente paga para verlas—, pero para la mayoría basta con una vez. Hay que cumplir, sin desperdiciar tu tiempo ni el de los demás. No había desaparecido de escena, aunque el camino se había estrechado y estaba casi bloqueado cuando esperaba que estuviese totalmente despejado. Pero todavía no me había ido. Seguía vivo, remoloneando en la calzada. Notaba la ausencia de una persona dentro de mí y debía encontrarla. Lo intentaba de cuando en cuando, trataba duramente de forzar las cosas. En la naturaleza hay remedio para todo, y ahí es donde suelo emprender mis búsquedas. A veces acababa en una casa flotante, móvil, esperando oír una voz, arrastrándome afanosamente, o boca arriba, de noche, en una playa salvaje y protectora, rodeado de alces, osos, ciervos y el esquivo lobo gris que acechaba no muy lejos, o escuchando la llamada del somorgujo en un tranquilo atardecer estival. Reflexionaba sobre las cosas. Pero no sirvió de nada. Me sentía acabado, los restos de un naufragio en llamas. Había demasiado ruido en mi cabeza, y me era imposible expulsarlo. Dondequiera que vaya, soy un trovador de los sesenta, una reliquia del folkrock, un rapsoda de tiempos pasados, un jefe de Estado ficticio de un lugar que nadie conoce. Me encuentro en el abismo sin fondo del olvido cultural. Llámalo como quieras. No me lo puedo quitar de encima. Cuando emerjo de los bosques, la gente me ve venir. Siempre he sabido qué están pensando. Hay que conceder a las cosas la importancia que merecen.

Había estado en una gira de dieciocho meses con Tom Petty and The Heartbreakers. Iba a ser la última. Había perdido por completo la inspiración. Toda la que tenía, ya fuera mucha o poca, había decrecido, se había disipado. Tom estaba en la cúspide, y yo en el fondo del barranco. No podía superar la desventaja. Todo había caído por tierra. Mis propias canciones me resultaban ajenas, ya no poseía la habilidad de tocar su fibra ni de penetrar bajo la superficie. Mi momento de gloria había pasado. Sólo me quedaba un canturreo hueco en la cabeza, y ya estaba ansioso por liar los bártulos y retirarme. Daría otro concierto con Petty, cobraría mi parte de la pingüe recaudación y me iría a casa. Como suele decirse, estaba acabado. Si no tenía cuidado acabaría despotricando contra la pared en un desvarío. El espejo se había vuelto del revés y me mostraba el futuro: un viejo actor hurgando en los cubos de basura junto al teatro donde había cosechado sus viejos éxitos.

Yo había compuesto y grabado innumerables canciones, pero no tocaba muchas en vivo. Creo que mi repertorio se reducía a unas veinte. Las demás se me antojaban demasiado crípticas, impulsadas por una fuerza oscura, y ya no era capaz de hacer nada radicalmente creativo con ellas. Era como llevar conmigo a todas partes un paquete de carne podrida. No entendía de dónde venían. La chispa se apagó y la cerilla se consumió. Empecé a interpretar el material maquinalmente. Por mucho que lo intentara, los motores no se ponían en marcha.

Benmont Tench, uno de los músicos del grupo de Petty, siempre me pedía, casi implorante, que incluyera otros temas en las actuaciones. «Chimes of Freedom, ¿lo probamos? ¿Y My Back Pages, o Spanish Harlem Incident?» Yo siempre me inventaba alguna excusa patética. De hecho, no sé quién se excusaba, pues le había cerrado la puerta a mi propio yo. El problema residía en que después de confiar durante tanto tiempo en el instinto y la intuición, ambas musas se habían convertido en buitres que me estaban dejando en los huesos. Incluso la espontaneidad se había convertido en una cabra ciega. No había atado bien las balas de paja, y el viento empezaba a asustarme.

La gira con Petty se dividió en varias etapas, y durante uno de los recesos, uno de los organizadores, Elliot Roberts, me contrató para unas actuaciones con The Grateful Dead. Me hacía falta ensayar con el grupo para aquellos bolos, así que me fui a San Rafael para reunirme con ellos. Pensé que sería tan fácil como saltar la comba. Después de más o menos una hora, me quedó claro que el grupo quería ensayar más canciones de las que yo solía interpretar con Petty. Querían repasarlo todo, los temas que les gustaban, los menos conocidos. Me hallaba en una situación peculiar y oía en mi cabeza el chirrido de los frenos. Si lo hubiera sabido, quizá no me habría apuntado. No sentía un apego particular por ninguna de aquellas canciones y no sabía cómo cargarlas de significado. Además, seguramente muchas de ellas sólo las había cantado una vez, en el momento de su grabación. Había tantas que me resultaba imposible distinguir entre ellas, temía que acabara por confundir las palabras de unas y otras. Necesitaba armar bloques de letras para comprender de qué hablaban, y cuando las estudié, especialmente las de las composiciones más antiguas y oscuras, me sentí incapaz de imprimir algo de emoción a aquel material.

Me sentía como un bobo y no tenía ganas de quedarme. Es posible que todo aquello fuera un error. A lo mejor me convenía recluirme en una institución mental y pensar en ello.

Después de decir que me había dejado algo en el hotel, salí a la calle Front y eché a andar con la cabeza gacha bajo la llovizna. No pensaba volver. Si has de mentir, hazlo deprisa y lo mejor que sepas. Me dirigí calle arriba, unas cinco o seis manzanas, hasta que llegó a mis oídos el son de una banda de jazz algo más adelante. Tras cruzar la puerta de un bar diminuto, paseé la vista por el interior y vi que los músicos tocaban en el otro extremo del local. Llovía y había poca gente. Alguien se reía de algo. Aquello parecía la última parada del tren a ninguna parte, y el ambiente estaba cargado de humo. Algo me invitaba a adentrarme, de modo que recorrí la barra larga y estrecha hacia donde se encontraban los músicos, tocando sobre un estrado ante una pared de ladrillo. Me quedé a un metro del escenario, me acodé sobre la barra, pedí un gin-tonic y me volví hacia el cantante. Era un hombre mayor vestido con traje de mohair, tocado con una gorra de plato y una corbata lustrosa. El batería llevaba un vaquero Stetson, y tanto el bajo como el pianista iban pulcramente vestidos. Interpretaban baladas de jazz, cosas como Time on My Hands y Gloomy Sunday. El cantante me recordaba a Billy Eckstine. No era muy enérgico, pero no tenía por qué; aunque estaba relajado demostraba su natural poderío al cantar. De pronto y sin previo aviso, me asaltó la sensación de que el tipo tenía una ventana abierta a mi alma, de que me decía: «Deberías hacerlo así». De repente, comprendí una cosa más rápidamente de lo que jamás me había percatado de algo. Percibía el esfuerzo que le costaba reunir esas energías, lo que hacía para conseguirlas. Sabía de dónde procedían y no era de la voz, aunque fue ésta lo que me devolvió a mis sentidos de improviso. «Yo solía hacer lo mismo —pensé—. Fue hace mucho tiempo, y me salía solo». Nadie me lo había enseñado. Se trataba de una técnica sumamente elemental y sencilla que había olvidado, como quien olvida cómo atarse los zapatos. Me preguntaba si sería capaz de recuperarla. Al menos, quería una oportunidad para intentarlo. Si de algún modo lograba acercarme al dominio de esa técnica, podría superar aquella carrera de obstáculos.

Regresé al local de ensayo de The Grateful Dead como si nada hubiera pasado, reanudé el trabajo donde lo había dejado, impaciente. Nos pusimos a ensayar una de las canciones que ellos querían, y yo probé a poner en práctica el método que empleaba el viejo cantante. Tenía la corazonada de que algo iba a pasar. De entrada, resultó trabajoso, como taladrar granito. Notaba el sabor del polvo en la boca. Pero, milagrosamente, algo brotó desbocado de mi interior. Al principio todo lo que conseguí fue un carraspeo atragantado por la sangre que estalló en el fondo de mi ser primario pero no hizo parada en el cerebro. Nunca antes me había sucedido algo así. Escocía, pero me sacaba del letargo en que me hallaba sumido. El plan no estaba plenamente urdido; iba a necesitar unos cuantos retoques, pero capté la idea. Debía concentrarme al máximo para servirme de más de una estratagema a la vez, pero ahora sabía que podía interpretar cualquiera de aquellas canciones sin restringidas al mero mundo de las palabras. Era toda una revelación. Llevé a cabo aquellos bolos con The Grateful Dead sin una vacilación. Tal vez me habían puesto algo en la bebida, no sé, pero todo lo que se les ocurría me parecía bien. Se lo debía al viejo cantante de jazz.

Me volví a juntar con Petty para la última parte de aquella dilatada gira y le aseguré a la banda de Tom que estaba dispuesto a tocar cualquier cosa que quisieran. Empezamos en Oriente Medio con dos conciertos en Israel, uno en Tel Aviv y otro en Jerusalén, luego pasamos a Suiza, y de ahí a Italia. En esos primeros cuatro canté ochenta canciones distintas, sin repetir ninguna, sólo para averiguar si era capaz. Parecía fácil. Recurría a entonaciones difíciles pero altamente eficaces. Gracias a ese nuevo enfoque programático de la técnica vocal, nunca perdía la voz y podía cantar sin pausa ni fatiga.

Noche tras noche, salía a actuar en piloto automático. Independientemente de todo aquello, seguía pensando en dejarlo, retirarme de la escena. No pretendía ir más allá ni me había convencido de lo contrario. Además, no creía tener ya muchos seguidores. Incluso en aquella gira, por numeroso que fuera el público, en su mayoría asistían para ver a Petty. De todos modos, antes de juntarme con él no salía de gira con regularidad. Me hastiaba tener que reunir y disolver grupos para una tanda de treinta o cuarenta conciertos. Resultaba monótono. Mis interpretaciones se habían vuelto rutinarias, y la liturgia me aburría. Incluso en los bolos con Petty, divisaba personas entre la multitud que parecían peleles de una barraca de tiro; no había conexión con ellos; no eran más que sujetos aleatorios. Estaba harto de aquello, harto de vivir en un espejismo. Llegaba el momento de partir peras. La perspectiva del retiro no me abrumaba en absoluto. Había dado vueltas a la idea y me había acomodado a ella. Lo único que cambiaba desde entonces era que actuar ya no suponía un esfuerzo agotador para mí. Navegaba por inercia.

Pero, repentinamente, una noche, en la Piazza Grande de Locarno, Suiza, todo se vino abajo. Me precipité por unos instantes en un agujero negro. El escenario estaba al aire libre y soplaba un vendaval que amenazaba con llevárselo todo por delante. Abrí la boca para cantar y el aire se tensó; la presencia vocal se había extinguido, y no salió nada. No daba crédito: las técnicas no estaban funcionando. Pensaba que lo tenía todo bajo control, pero no era más que otro truco. Uno lo pasa mal en situaciones así. Puedes acabar por sucumbir a un ataque de pánico. Estás ante treinta mil personas que te miran, y no sale nada. Las cosas a veces adquieren visos de lo más absurdo. Pensando que no tenía nada que perder y sin tomar ningún tipo de precaución, eché mano de otro tipo de mecanismo para arrancar los resortes que no funcionaban. Lo hice automáticamente, a partir de la nada; lancé mi conjuro para expulsar al demonio. Fue como si un pura sangre hubiera cargado contra el vallado. Todo volvió a su sitio y en forma multidimensional. Incluso yo me sorprendí. Me quedé temblando. Inmediatamente, despegué a las alturas. Esta novedad se había producido ante los ojos de todo el mundo. Puede que la gente percibiera cierto cambio de energía, pero eso fue todo. Nadie notó la metamorfosis. La energía afluía ahora desde cien direcciones distintas, completamente impredecibles. Poseía una facultad nueva que parecía superar todos los otros requisitos humanos. Si quería un objetivo diferente, ya lo tenía. Era como si me hubiera convertido en otro músico, desconocido en toda la extensión de la palabra. En más de treinta años de actuaciones, nunca había visto aquel lugar, nunca lo había visitado. Si yo no hubiera existido, alguien tendría que haberme inventado.

Los conciertos con Petty terminaron en diciembre, y en lugar de quedarme varado al final de la historia, estaba en la antesala de una nueva. Mi decisión de retirarme podía esperar. A lo mejor resultaría interesante empezar de nuevo, ponerme al servicio del público. Sabía que me llevaría años perfeccionar y refinar aquel lenguaje, pero mi fama y reputación me brindaban la oportunidad. Parecía el momento justo para ello. Un día después del fin de la gira, estaba sentado en el St. James Club de Londres con Elliot Roberts, que había organizado los conciertos con Petty y The Grateful Dead, y le comenté que necesitaba dar doscientos conciertos el año siguiente. Elliot, con su pragmatismo característico, me aconsejó que me tomara un par de años sabáticos y regresara luego.

—La cosa está perfecta como está —dijo—. No la toques.

—No —repuse—. No está perfecta y debo corregirla.

Vacié la última botella de cerveza en dos vasos y lo oí decir que quizá sería más práctico esperar hasta la primavera, pues necesitaba más tiempo para montarlo.

—Muy bien —accedí—. Está bien.

—Te conseguiré también el grupo —se ofreció.

—Claro, no hay problema.

Me parecía fabuloso. Ni se me había ocurrido la posibilidad de que alguien se ocupara de encontrarme grupo. Me quitaba un gran peso de encima. También le dije que quería que programase un número parecido de conciertos en las mismas ciudades para los dos años siguientes: un plan trianual que cubriese aproximadamente las mismas poblaciones. Calculé que tardaría al menos tres años en regresar al punto de partida, en encontrar el público adecuado o en conseguir que el público adecuado me encontrara a mí. Mi razonamiento era el siguiente: tras el primer año, buena parte del público mayor dejaría de asistir, pero fans más jóvenes se traerían consigo a sus amigos para el segundo año y la asistencia sería más o menos la misma. Y al tercer año, aquella gente, a su vez, se traería también a sus amigos, y eso constituiría el núcleo de mi público futuro. El hecho de que algunas de mis canciones tuvieran más de veinte años no importaba. Debía empezar por abajo y todavía no había llegado. Todo aquello interrumpía el desarrollo evolutivo normal, por lo que nadie se lo esperaba. Sin saberlo a ciencia cierta, algo me decía que había creado un nuevo género, un estilo que todavía no existía y que sería enteramente mío. Todos los cilindros se hallaban en estado operativo, y el vehículo necesitaba pasajero. Sin duda, me convenía un público nuevo porque el mío ya había crecido con mis discos y, comprensiblemente, no estaba en condiciones de aceptarme como artista nuevo. En muchos sentidos, ese público andaba de capa caída y había perdido reflejos. Venían a mirar sin participar. Eso no me importaba, pero el tipo de multitud que iba a tener que encontrarme no debía estar al tanto de qué pasó ayer. Había alcanzado una fama enorme que bastaba por sí sola para llenar estadios, pero era como un diploma pintoresco que no me daba acceso a ninguna universidad. Los promotores tampoco querían saber nada de mí. Se habían quemado a menudo en el pasado y no se les había pasado el enfado. Decían cosas como: «Estoy contigo en todo —y al momento añadían—: pero no puedo hacerlo». En realidad, yo era poco más que un músico de cabaret. Apenas llenaba pequeñas salas. No había atajos milagrosos. En cuanto a los críticos, no tenían problemas para ponerme verde, de modo que no podría contar con ellos para relatar mi historia. En cualquier caso, los periodistas musicales, en su mayoría, se habían convertido en poco más que profesionales de las relaciones públicas. Sólo me quedaba el boca oreja. Me aferraría a ello como a un clavo ardiendo. Este tipo de publicidad se propaga como un incendio, no se detiene ante nada. Me habría gustado ser al menos veinte años más joven y ser un recién llegado a la escena. Pero ¿qué iba a hacer? Habría agradecido cualquier ayuda, aunque no la esperaba. Ya llevaba demasiado tiempo en aquel mundillo para eso. Iba a hacer lo que me recomendaba Roberts: aguardar a la primavera. Me iría a casa sabiendo que me hallaba a las puertas de algo; quizá algo no tan puro como el agua de lluvia, pero que, fuera lo que fuese, se haría más profundo con los años.

La primavera se me presentaba como una larga espera, pero puedo ser paciente. Quizá debía buscarme algo para leer. Ya vendrían muchos días en los que todo cobraría sentido. Mi destino se me figuraba plata brillando al sol. La vida había perdido sus efectos tóxicos. Ya no tenía por qué quejarme… Y entonces sucedió.

Al regresar de la sala de urgencias con el brazo sepultado en y eso, me desplomé en una silla, abrumado por una carga muy pesada. Era como si una pantera se hubiera abalanzado sobre mí para desgarrarme la piel andrajosa. Dolía mucho. Después de estar en el umbral de un proyecto arrojado, innovador y audaz, estaba ahora acabado, en el umbral de la nada. Aquella podía ser la última vuelta de tuerca. El sendero acababa allí. Pocas horas antes, acariciaba un plan saludable y metódico. Estaba deseando que llegara la primavera, ilusionado por subirme de nuevo al escenario donde desempeñaría los papeles de autor, actor, apuntador, director de escena, público y crítico. Sería distinto de todo lo que había hecho hasta entonces. Ahora, contemplaba ante mí la oscuridad de la que parecían emanar todas las cosas. Al igual que Falstaff, había estado pasando de una obra a otra, pero ahora el propio destino me había jugado una trastada de pesadilla. Ya no era Falstaff.

Mis ojos habían perdido su brillo, y nada podía hacer. Salvo refunfuñar. He aquí por qué: aparte de la nueva técnica vocal que había empezado a emplear con entusiasmo, algo más me ayudaría a dar nueva vida a mis canciones. Hasta entonces, al parecer, siempre me había acompañado a mí mismo a la guitarra. Tocaba con la púa al más puro estilo de la Carter Family, más o menos de forma rutinaria. Esta forma de tocar siempre había sido clara y legible, pero no reflejaba mi psique. No tenía por qué. Resultaba práctica, pero ahora también la iba a dejar de lado para reemplazarla por algo más activo, con una presencia más definida.

Ese estilo no lo inventé yo. Me lo había enseñado Lonnie Johnson a principios de los sesenta. Lonnie era un gran artista de jazz y blues de los años treinta que seguía actuando tres décadas después. Robert Johnson había aprendido mucho de él. Una noche me llevó aparte y me enseñó un modo de tocar basado en un sistema ternario en lugar de binario. Me hizo tocar unos acordes y me mostró cómo hacerlo. Era algo que él conocía, pero que no utilizaba constantemente, pues tenía un repertorio muy variado. «Esto quizá te sirva de algo», me dijo, y tuve la impresión de que estaba revelándome un secreto, aunque por entonces no le vi mucha utilidad porque yo necesitaba rasguear la guitarra a fin de expresar mis ideas. Se trata de un método que requiere un control considerable y se basa en las notas de una escala, en el modo en que combinan numéricamente, en las melodías que forman a partir de tresillos y que van ligadas al ritmo y las progresiones de acordes. Yo nunca había recurrido a ese estilo, no me parecía tener sentido. Pero de pronto me había venido a la cabeza de nuevo y caí en la cuenta de que ese modo de tocar revitalizaría mi mundo. El método funciona en mayor o menor grado según pautas diferentes y la síncopa de la pieza. Poca gente lo ha adoptado porque no tiene nada que ver con la técnica, que es lo que los músicos se esfuerzan durante toda su vida por dominar. Probablemente, nadie que no fuera también cantante prestaría la menor atención al método en cuestión. A mí no me costó asimilarlo. Entendía las reglas y los elementos básicos porque Lonnie me los había enseñado perfectamente. Ahora era cosa mía extirpar todo lo que no encajara. Tendría que depurar el estilo y adaptar mi forma de cantar a él.

El método funciona de manera cíclica. Dado que quien lo pone en práctica piensa en números ternarios, está ajustándose a un sistema de valores distinto. La música popular se basa normalmente en el número 2 y luego se rellena con tramas, colores, efectos y adornos para conseguir un efecto. Sin embargo, el resultado en conjunto suele ser deprimente y opresivo; un callejón sin salida que en el mejor de los casos llega a durar por pura nostalgia. Si te sirves de un sistema numérico impar, muchos elementos que fortalecen la actuación se conjugan para convertirla en algo memorable. No hace falta planificar ni pensar por adelantado. En una escala diatónica hay ocho notas, y en una pentatónica, cinco. Si estás utilizando la primera y formas una frase con los grados 2, 5 y 7 Y la repites, se crea una melodía. O bien puedes usar 2 tres veces. O bien 4 una vez, y 7 dos. Hay infinidad de combinaciones, y cada vez surge una melodía diferente. Las posibilidades son ilimitadas. La canción se ejecuta a sí misma en varios frentes, lo que te permite prescindir de los hábitos musicales. Todo lo que necesitas es un batería y un bajo, y cualquier deficiencia resulta irrelevante siempre y cuando te ciñas al sistema. Con un poco de imaginación, puedes tocar notas a intervalos y entre los acentos del segundo y cuarto tiempos, creando líneas de contrapunto, y entonces cantar encima de ello. No tiene ningún misterio ni se trata de un truco técnico. El planteamiento va en serio. Yo iba sacar mucho jugo a ese estilo, un diseño delicado sobre cuya base dispondría la estructura de cualquier pieza que interpretara. El oyente reconocería y sentiría la dinámica inmediatamente. Las cosas podían estallar o replegarse en cualquier momento, y no habría modo de predecir la conciencia de las canciones. Además, dado que todo esto funciona según su propia fórmula matemática, no falla. No soy numerólogo. No sé por qué el número 3 es metafísicamente más poderoso que el 2, pero es así. La pasión y el entusiasmo, que a veces bastan para emocionar a la multitud, ni siquiera resultan imprescindibles. Siempre te puedes sacar un as de la manga y hay un infinito número de patrones y frases que sirven para pasar de un tono a otro. Todo parece engañosamente sencillo. Uno adquiere poder con el mínimo esfuerzo, confía en que los oyentes aten sus propios cabos, y raramente dejan de hacerlo. Los errores de cálculo suelen ser más bien inocuos. Siempre y cuando los detectes, puedes invertir arquitectónicamente la dinámica en un segundo.

Se trata sin duda de un estilo que beneficia al cantante. Se acomoda perfectamente a las canciones de orientación folk y las de jazz-blues. Yo necesitaba adoptarlo, aunque sin hacerme notar en exceso, pues la música que iba a tocar era básicamente orquestal y, por tanto, habría una combinación de instrumentos interpretando su parte. No tenía tiempo que invertir en aquello, no me veía capaz de conseguirlo. Debía ser más sutil. Me parecía que si mi instrumento quedaba sepultado bajo la mezcla, donde sólo yo alcanzara a oído, el efecto sería más certero. No intentaba convertirme en guitarra solista ni impresionar a nadie. Lo que necesitaba era basar el fraseo de la canción en el esqueleto de lo que yo tocaba. Lo ideal para mí habría sido tomar una canción y tocarla varias veces delante de un musicólogo a fin de que escribiese los arreglos para una versión orquestal. La orquesta podría incluso interpretar la melodía principal. Yo ni siquiera tendría que estar allí.

Lo que era diferente acerca de esto es que en el pasado mis discos no presentaban arreglos cinéticos de ninguna clase. En el estudio sólo bosquejábamos las canciones, pero nunca las extraíamos de las tinieblas. Siempre había demasiados problemas: lidiar con el fraseo de la letra, cambiarla, modificar las líneas melódicas, la tonalidad, el tempo, cualquier cosa al tiempo que se intentaba dar con la identidad estilística de la canción. Quienes habían seguido mi evolución a lo largo de los años y pensaban que conocían mis canciones tal vez quedarían algo confundidos por el modo en que iban a interpretarse a partir de ahora. El efecto global sería fisiológico; las estructuras de tresillo moldearían melodías a intervalos. En eso consistiría el alma de la canción, y no necesariamente en su contenido lírico. Tenía fe en este sistema y sabía que funcionaría. Me atraía tocar de ese modo. Mucha gente diría que las canciones habían sido alteradas y otros que así deberían haber sonado de entrada. Podrías elegir.

Una vez que comprendí lo que hacía, descubrí que no era el primero, que Link Wray había hecho lo mismo en su clásico Rumble muchos años antes. El tema de Link no tenía letra, pero lo tocaba con el mismo sistema numérico. Yo jamás habría podido identificar de dónde provenía la energía de la canción, porque el sonido me hipnotizaba. Creo que también vi a Martha Reeves emplear el mismo método. Años atrás había asistido en Nueva York a una de sus actuaciones con Motown Revue. El grupo era incapaz de mantener su ritmo, no tenía idea de lo que ella hacía y se limitaba a seguirla trabajosamente. Martha tocaba la pandereta marcando tresillos, la sostenía junto a su oído y fraseaba la canción como si la pandereta fuera el grupo entero. Con una pandereta no se pueden ejecutar líneas melódicas, pero el concepto es parecido.

Cuando Lonnie me enseñó aquello tantos años atrás fue como si me estuviera contando algo en otro idioma. Entendí la etimología, pero no le veía aplicaciones posibles. Ahora se me encendió la luz y había llegado el momento de meterme de lleno en ello. Con un encantamiento nuevo para conferir a mi voz una presencia definida podía llegar lejos, sacar inconscientemente muchos trapos sucios al sol. Los tresillos temáticos creaban un ambiente hipnótico. Incluso llegaba a hipnotizarme a mí mismo. Podría hacer eso una noche tras otra, sin caer en la fatiga ni el hastío. Contaba con todo el bagaje técnico que iba a necesitar. Mi público dejaría de ser un ejército sombrío de gente sin rostro. Naturalmente, algunos de ellos seguirían concentrándose únicamente en las letras y posiblemente quedarían consternados al notar que el rasgueo del compás binario al que se habían habituado durante tanto tiempo ahora estaba desplazado, replanteado para impulsar la canción hacia el corazón de territorios ignotos. Pero daba igual, seguro que lo soportarían.

En cualquier caso, yo llevaba demasiado tiempo congelado en el templo secular de un museo. El método no es en absoluto complicado. Hay miles, tal vez millones, de variaciones de estas pautas, de modo que nunca se te agotan las ideas. Siempre te encuentras delante de un camino por explotar. No se trata de algo particularmente abstruso, es geométrico. No se me dan muy bien las mates, pero sé que el universo se rige según principios matemáticos, los entienda o no, y me iba a dejar orientar por ello. Mi modo de tocar iba a comunicar equilibrio a mi voz, y yo me serviría de diferentes algoritmos a los que el oído no está habituado, aunque debería.

Todo esto llegaba en el momento oportuno de mi vida. Sería como si me hubiese tocado la lotería. Mis letras, algunas escritas veinte años atrás, eclosionarían ahora musicalmente como una nube de hielo. Nadie tocaba así, y yo lo consideraba una nueva forma de música, estricta y ortodoxa. Nada de improvisación, sino todo lo contrario. Improvisar no me habría hecho ningún bien; me habría llevado en la dirección opuesta. Además, no hace falta estar de un humor en particular para tocar así. No funciona por emoción. Eso constituía otro factor positivo. Desde hacía tiempo había ido abandonando cantidad de canciones como conejos muertos. No sucedería más. Por desgracia, necesitaba dos manos. Si no podía tocar, nada iba a mejorar. Nada estaría bien del todo.

Era mediodía y andaba arrastrándome por mi jardín, que era como los de antes. Atravesando el solar hacia un arriate de flores campestres por donde andaban mis perros y caballos, el graznido ahogado de una gaviota hendió el aire. De regreso a casa, atisbé un destello de mar entre las frondosas ramas de los pinos. No estaba cerca, pero sentía la fuerza que latía bajo sus colores. Me parecía estar atrapado en una red en la que sólo conseguía enmarañarme más si pugnaba por librarme. Me había hecho un buen tajo en la mano; había perdido toda sensibilidad. Quizá nunca sanaría, nunca volvería a su condición original, y cuanto antes me hiciese a la idea, mejor. Oh, las amargas ironías de la vida. Me habían pegado una patada cósmica en el culo. Tendría que haber llevado una cota de malla.

Las cosas cambiaron un poco a lo largo de la semana, cuando fui a ver una representación de mi hija en la escuela. La energía creativa desplegada en escena me devolvió a mis sentidos. En mitad de todo ello, sobrevinieron otras desgracias. Mi velero de veinte metros de eslora había encallado contra un arrecife en Panamá. Se había producido un error al interpretar las luces de puerto. El barco se escoró, y el timón se soltó. No podía salir del arrecife, y el viento lo arrimaba aún más. Se quedó flotando sobre un flanco durante una semana y no hubo tiempo de recuperarlo. Buena parte del aparejo se partió al tratar de enderezarlo; al final, se lo llevó el mar. Durante los diez años que lo había tenido, mi familia y yo habíamos navegado por todo el Caribe y amarrado en cada una de las islas desde Martinica hasta Barbados. Esa pérdida palidecía en comparación con la lesión de mi mano, pero le tenía mucho apego a la embarcación y la noticia fue una sorpresa desagradable.

Una noche puse la tele y vi al cantante de soul Joe Tex en el Tonight Show with Johnny Carson. Joe cantó y se fue. Johnny no lo entrevistó, como solía hacer con otros invitados. Se limitó a saludarlo desde su mesa. Carson gustaba de hablar con los invitados sobre golf y cosas así, pero no tenía nada que decirle a Joe.

Tampoco creo que hubiera tenido nada que decirme a mí. Todos sus invitados intentaban ser graciosos, mostrarse desenfadados y risueños, imitar a Gene Kelly y cantar bajo la lluvia incluso bajo un aguacero. Si yo lo hubiera hecho, habría pillado una neumonía. Tenías que comportarte como si todo fuera maravilloso. Al igual que Joe Tex, yo siempre había nadado más bien a contracorriente. Pensé que me parecía mucho más a él que a Carson y apagué la tele.

Fuera, un pájaro carpintero martilleaba un tronco en la oscuridad. Mientras estuviera vivo debía mantenerme interesado en algo. Si mi mano no sanaba, ¿qué iba a hacer con el resto de mis días? Abandonar la industria de la música, por descontado. Alejarme de ella tanto como fuera posible. Fantaseé acerca del mundo de los negocios ¿Qué podía resultar más simple y elegante que aventurarse por allí? Quizá sería interesante probar a llevar una vida convencional durante un tiempo. Estaba adelantándome a los acontecimientos. Llamé a un amigo que me puso en contacto con un agente de bolsa que compraba y vendía empresas. Ya había descartado definitivamente la posibilidad de montar una desde cero. «Estoy pensando en vender todo lo que tengo para empezar a operar comercialmente —le dije—.

¿Qué es lo que tienes?» Vino a verme a casa y se trajo consigo folletos repletos de datos y cifras sobre prácticamente todos los negocios imaginables: caña de azúcar, camiones y tractores, una fábrica de piernas ortopédicas de Carolina del Norte, otra de muebles de Alabama, una piscifactoría, plantaciones y demás. Resultaba abrumador. Sólo de mirar aquello sentía que me pesaban los párpados. ¿Cómo se decide uno entre tantas opciones, sobre todo si no tiene un interés particular en ninguna de ellas? Mi mecánico y hombre de confianza, que siempre me ayudaba a resolver problemas prácticos, dijo:

«Déjamelo a mí, jefe. Le echaré un vistazo y ya encontraré lo mejor para ti». Sabía que era perfectamente capaz de ello, de salir al mundo y encontrar algo. Por otro lado, yo no quería precipitarme ni hacer nada de lo que después pudiera arrepentirme. Le dije que concretaría una fecha en otra ocasión. No estaba muy ansioso por continuar con aquello.

Cada vez veía menos la luz del día. Me repantingaba en un sillón para descansar la vista y despertaba dos o tres horas después. Me levantaba a buscar algo y olvidaba qué había ido a buscar. Me alegro de que mi esposa estuviera por allí. En momentos así, es bueno estar con alguien que desea las mismas cosas que tú y se muestra receptivo a tu energía. Gracias a ella, no siempre me sentía sumido en un agujero dejado de la mano de Dios. Un día que ella llevaba gafas de sol metálicas me vi reflejado en miniatura y pensé en lo mucho que había empequeñecido todo.

Si había algo que no tenía ningunas ganas de hacer era componer canciones. No había escrito una en mucho tiempo, de todos modos. Lo había dejado, no estaba de humor. Además, el último par de discos que había grabado no contenía muchas composiciones mías. Como compositor adopté una actitud de lo más despreocupada. Había escrito cantidad de temas y me daba por satisfecho. Puse todo mi empeño en llegar hasta allí, había alcanzado mi meta y ya no albergaba más ambiciones al respecto. Hacía tiempo que había dejado de desvivirme por ello. Cuando surgiese una idea —si es que algún día surgía—, no hurgaría en busca de la raíz de su poder. Podría desecharla fácilmente y olvidarme de ella. No iba a forzarme a desarrollarla. Había renunciado a seguir componiendo. Ya no necesitaba más canciones.

Una noche en la que todo el mundo dormía, me senté ante la mesa de la cocina. No se divisaba en la ladera de la colina más que un manto de luces brillantes. Todo había cambiado. Escribí unos veinte versos para una canción llamada Political World, la primera de una veintena aproximada que iba a escribir a lo largo de aquel mes. Salieron de la nada. Quizá no las habría escrito si no me hubiera visto reducido a ese estado. Quizá. Eran fáciles de escribir, flotaban río abajo con la corriente. No aparecían desdibujadas o remotas, sino que las tenía ante mí, pero si las hubiese mirado fijamente, se habrían desvanecido.

Las canciones son como sueños que debes luchar por hacer realidad; países ignotos en los que hay que penetrar. Puedes escribir una canción donde sea, en el compartimento de un tren, en un barco, a caballo; el movimiento alimenta la inspiración. A veces, personas dotadas de un gran talento para componer canciones no componen ninguna porque no se mueven. Al componer aquellos temas no estaba moviéndome, al menos externamente. Aun así, me salieron como si lo estuviera haciendo. A veces, cosas que ves y oyes influyen en una canción. Puede que la canción Political World fuese fruto de los acontecimientos recientes. La carrera hacia la Casa Blanca era un tema candente, y resultaba imposible no estar al corriente de ello. Pero a mí la política no me interesaba en absoluto como forma de arte, de modo que no creo que la canción dimanase exclusivamente de esa coyuntura: su alcance es mayor. El mundo político del que habla la canción representa más bien un submundo, y no el marco en el que los hombres viven, trabajan y mueren como hombres. Pensé que con esa letra empezaba a abrir camino a través del túnel. Era como despertar de un sueño profundo y narcótico al oír el tañido de un pequeño gong de plata. Tenía el doble de versos de los que luego se grabaron. Versos como: «Vivimos en un mundo político. Banderas ondeando al viento. Nace de la nada y avanza hacia ti, como un cuchillo tajando queso».

Al fondo de la cocina, los rayos plateados de luna atravesaban el cristal emplomado de la ventana e iluminaban la mesa. La canción ya no daba más de sí, así que dejé de escribir y me mecí hacia atrás en la silla. Me entraron ganas de encender un buen puro y darme un baño caliente. Era la primera canción que escribía en mucho tiempo, y aquellas letras parecían trazadas con las garras. Sabía que si algún día volvía a grabar, aquello serviría. Era consciente de que yo no aparecía en ella, pero daba igual; no me apetecía figurar como personaje. Guardé la canción en un cajón, pues, al fin y al cabo, no podía tocarla, y me sacudí el trance de encima.

El rugido sordo de una moto se acercó por la calzada y pasó junto al garaje. Al abrir la ventana de par en par, percibí el aroma de los granados en flor que flotaba en la brisa. Paseé la vista por la belleza del paisaje. Hacía tiempo que no escribía una canción entera de corrido. Political World me recordaba a otro tema que había compuesto dos años atrás llamado Clean-Cut Kid. En aquél tampoco aparecía yo.

Al final de la semana fuimos al teatro a ver Largo viaje hacia la noche, de Eugene O’Neill. Me costó aguantar la obra hasta el final; retrataba los peores aspectos de la vida en familia, una familia compuesta por morfinómanos egocéntricos. Me alegré cuando terminó. Los personajes me daban lástima, pero no me sentí identificado con ninguno. Después, fuimos a Harvelle’s, un club local de blues en la calle Cuatro, para ver a Guitar Shorty y a J. J. «Badboy» Jones. Las actuaciones de Shorty son un auténtico espectáculo. Toca la guitarra con todo menos con las manos. Ojalá yo fuera capaz de hacerlo. Su estilo suena como el de Guitar Slim, pero es mucho más audaz. Mientras regresábamos al coche por la calle Cuatro, vi que dos polis le ordenaban a un indigente que se sostenía la cabeza entre las manos que circulase. Un spaniel diminuto se encontraba a los pies del hombre, siguiendo los movimientos del amo con sus ojos negros pequeños y brillantes. No me pareció que los agentes se enorgulleciesen de lo que hacían.

Esa misma noche empecé a escribir la canción What Good Am I? en casa. Me encerré en un pequeño taller que había en la finca. Era algo más que un taller. Contenía un equipo para soldar por arco que yo utilizaba para hacer verjas de hierro con chatarra en el recinto que semejaba un granero. El pavimento era todo de cemento, salvo por una parte, que era de linóleo. Había una mesa y una ventana con las persianas bajadas que daba a una hondonada. La canción entera se me ocurrió de golpe; no sé de dónde me vino la inspiración. Quizá la escena del indigente, el perro y los polis, aquella deprimente obra de teatro o posiblemente las virguerías de Guitar Shorty tenían algo que ver con ello.

¿Quién sabe? A veces en la vida asistes a espectáculos que te pudren el corazón y te revuelven las tripas hasta la náusea, y tratas de plasmar esa sensación sin entrar en detalles. También para ese tema escribí versos de sobra, como éste: «¿Para qué sirvo si voy pisando huevos, si me embarga un frenesí salvaje y si llevo mojada la entrepierna?». Guardé la canción en el mismo cajón en que había metido Political World. ¿Qué tendrían que decirse la una a la otra? No había compuesto melodía para ninguna de las dos. Me fui a dormir.

Mi madre y mi tía Etta, que estaban pasando unos días en casa se levantaban temprano, así que también yo quería despertarme de buena mañana. El día siguiente amaneció nublado y neblinoso. Mi tía estaba en la cocina y me senté con ella a tomar café y a charlar. La radio estaba encendida y daban las noticias de la mañana. Me impresionó mucho enterarme de que Pete Maravich, el jugador de baloncesto, se había desplomado en una cancha en Pasadena. Se cayó y ya no se levantó. Había visto jugar a Pete Maravich en Nueva Orleans, cuando los Utah Jazz eran los New Orleans Jazz. Era digno de contemplar, con su pelambrera castaña y sus calcetines holgados: el terror del mundo del baloncesto, el mago que parecía volar sobre la pista. Durante el partido que presencié, regateaba con la cabeza, marcaba de espaldas sin mirar la cesta; dribló a los contrarios a lo largo de toda la pista, lanzó la pelota al tablero y se hizo con el propio rebote. Era fabuloso. Marcó unos treinta y ocho puntos. Podía jugar a ciegas. Pete Pistola había dejado de jugar como profesional durante un tiempo y muchos lo consideraban una figura venida a menos. Pero yo no lo había olvidado. Algunas personas se difuminan, pero cuando desaparecen de verdad uno tiene la impresión de que siempre han estado en primera línea.

Empecé y acabé la canción Dignity el mismo día que oí la triste noticia de Pete Pistola. Me puse a escribirla a primera hora de la tarde, cuando las noticias matinales empezaban a diluirse, y me llevó el resto del día y parte de la noche terminarla. Es como si hubiera vislumbrado la canción ante mí y la hubiera atrapado al vuelo, como si se me hubieran presentado a la vista todos sus personajes y yo hubiese decidido unir mi suerte a la suya. A veces tengo problemas para recordar el verdadero nombre de las personas, de modo que les pongo otro que los designa con mayor precisión como hice en esa composición. Había más versos en los que interactuaban otros individuos: el Boina Verde, la Hechicera, la Virgen María, el Tipo Equivocado, Big Ben, y el Tullido y el Blanquito. La lista podría ser interminable. Un desfile de personajes identificables se coló en la letra, pero muchos, por un motivo u otro, no sobrevivieron. Escuché la pieza entera en mi cabeza, con todo: el ritmo, el tempo, la línea melódica. Sería capaz de retenerla para siempre. El viento nunca me la arrancaría de la mente. Era buena compañía. En canciones como ésa las cosas no parecen tener fin. Iluminas a alguien con una linterna y le estudias el rostro. Para mí es tremendamente sencillo, sin complicaciones; todo cobra sentido. Mientras las cosas que ves no se desdibujen en un turbio claroscuro, todo va bien. Amor, temor, odio, felicidad, todo en términos inequívocos, con mil y una ramificaciones sutiles. Esa canción es así. Cada verso prepara el terreno para el siguiente, como cuando tu pie izquierdo da un paso y el derecho lo sigue. Si hubiera poseído el don de componer así diez años atrás, me habría ido directo al estudio de grabación, pero habían cambiado muchas cosas, y el ansia y el afán de grabar se habían extinguido, ya no lo necesitaba. De hecho, ni siquiera tenía ganas. Resultaba tedioso y no me gustaban los sonidos actuales; ni los míos ni los de los demás. No sé porqué me sonaba mejor una vieja grabación en vivo de Alan Lomax, pero así era. No me veía capaz de hacer un buen disco ni aunque lo intentara durante un siglo.

Fui un día a la clínica a que me examinaran la mano. El médico dijo que la cura iba por buen camino y que posiblemente no tardaría en recuperar pronto la sensibilidad. Era una noticia alentadora. Regresé a casa; mi hijo mayor estaba sentado en la cocina con quien pronto sería su esposa. Había una sopa de pescado hirviendo al fuego y al pasar levanté la tapa para catarla.

—¿Qué te parece? —preguntó mi futura nuera.

—¿Qué hay de la salsa de whisky?

—Falta preparara —respondió.

Coloqué la tapa en su sitio y salí al garaje. El resto del día pasó volando como un soplo de viento.

La canción Disease Of Conceit tiene unos toques inconfundibles de gospel. Debo decir de nuevo que los acontecimientos suelen ayudar a concebir nuevas canciones; de vez en cuando, ponen el motor en marcha. Recientemente, la dirección de la Asamblea de Dios había expulsado al popular predicador baptista Jimmy Swaggart por negarse a dejar de predicar. Jimmy, primo de Jerry Lee Lewis, era una gran estrella televisiva. La noticia causó un gran revuelo. Se le había relacionado con una prostituta, y alguien le había tomado una foto saliendo en pantalón de chándal de su cuarto de motel. Le ordenaron que dejara el púlpito temporalmente. Lloró en público y pidió perdón, pero no consiguió que le levantaran el castigo. Sin embargo, incapaz de contenerse, reanudó sus prédicas como si nada hubiera pasado, de modo que lo apartaron del ministerio. La historia era de lo más extraña. Sin duda, Swaggart no estaba en forma y había perdido reflejos. Nada de aquello tenía el menor sentido. La Biblia está plagada de relatos similares. Muchos de aquellos viejos reyes y patriarcas tuvieron innumerables esposas y concubinas, y el profeta Oseas incluso se casó con una prostituta, lo que no le restó un ápice de santidad. Pero los tiempos habían cambiado, y Swaggart había llegado al final del trayecto. La realidad puede resultar abrumadora. También puede ser una sombra, según como la mires. En cuanto a mí, sólo me preguntaba qué aspecto debía de ofrecer aquella ramera para impeler a tan afamado predicador a revolcarse en el lodo. ¿Se trataba de una doncella escultural y de tentadora belleza? Probablemente. No podía ser de otro modo. Si perdías un solo minuto calentándote los cascos con aquellos culebrones, con lo que sale por entre las puertas y ventanas mal cerradas de todos aquellos engreídos, corrías el riesgo de acabar en un manicomio. Quizá el germen de la canción se hallaba en este incidente, pero tampoco estoy seguro. La vanidad no es necesariamente una enfermedad, sino más bien una flaqueza. Una persona vanidosa resulta fácil de engañar y, por tanto, de hundir. Digámoslo sin rodeos: un vanidoso tiene un concepto erróneo de la propia valía, una visión hinchada de sí mismo. Lo puedes manipular sin problemas si sabes qué teclas pulsar. En cierto sentido, de eso es de lo que habla la letra. La canción fue cobrando forma hasta que logré descifrar su mirada. En la calma del atardecer, no tuve que ir lejos en su busca. Como de costumbre, algunos versos se quedaron en el tintero. «Hay gran cantidad de gente soñando esta noche en el mal de la vanidad, cantidad de gente gritando esta noche por el mal de la vanidad. Te levantaré, te dejaré caer y derribaré tu casa. Cortaré un trozo de tu tarta antes de abandonar la ciudad. Agarra número y siéntate víctima del mal de la vanidad».

Acabé la letra, salí del estudio y regresé a casa. El viento soplaba por entre los altos tallos de bambú. El voluminoso guardabarros cromado de mi desvencijado Buick relucía bajo la luz de la luna. Como no lo había conducido durante años, pensaba en desguazarlo y utilizar la chatarra para mis esculturas. La oscura hondonada estaba poblada de malas hierbas, y un zorro o coyote andaba rondando por ahí. Los perros ladraban y perseguían algo. Las luces de la casa brillaban como el interior de un casino. Entré, las apagué y posé la mirada en una de mis guitarras que no había tocado en algún tiempo. Me resistía a echarle mano. No me vendría mal descansar, pensé, y me metí en la cama.

Componer What Was It You Wanted? también me llevó muy poco tiempo. Escuché en mi mente la letra con melodía y todo, que estaba en tono menor. Al escribir una canción así hay que economizar. Si alguna vez has sido objeto de la curiosidad ajena, sabes de qué habla la letra. No requiere grandes explicaciones. Los tipos blandos e impotentes son los que a veces hacen más daño. Pueden estorbar tus planes de incontables maneras. No tiene sentido oponer resistencia o lidiar con ellos por la fuerza. A veces, te ves obligado a morderte la lengua y ponerte gafas de sol. Las canciones tan raras como ésa no son una compañía agradecida. También esta vez había versos de más: «¿

Qué es lo que querías? ¿Puedo ayudarte en algo? ¿Puedo hacer algo por ti?

¿Tengo jugo suficiente? Dondequiera que vayas, hay algo que deberías saber: te quedan setecientas millas por recorrer». La canción casi se escribió sola. Me vino al pensamiento sin más. Quizá un par de años antes, la habría rechazado sin terminarla jamás. Pero ahora no.

Otro tema, Everything Is Broken, lo compuse con brochazos inconexos. Todo el significado reside en el sonido de las palabras. La letra es tu pareja de baile. Funciona desde el punto de vista mecánico. Todo está roto o lo parece; astillado, desportillado, falto de reparación. Las cosas están rotas, se vuelven a romper, se convierten en otras distintas y se rompen de nuevo. Una vez, tendido en una playa de Coney Island vi una radio portátil en la arena, una General Electric preciosa, autorrecargable, sólida como un acorazado… y rota. A lo mejor evoqué esa imagen mientras componía la canción. Pero había visto muchas otras cosas rotas: tazones, lámparas de latón, vasijas, jarras y jarrones, edificios, autobuses, aceras, árboles, paisajes. Todas esas cosas, cuando están rotas, te hacen sentir incómodo. Pensé en las mejores cosas del mundo, las cosas por las que sentía mayor apego. A veces, se trata de un lugar, un lugar donde empezar la noche y prolongarla hasta la madrugada, pero luego esos sitios se rompen también, y no hay manera de recomponerlos. El mobiliario y los cristales se quiebran y se hacen añicos. Algo se resquebraja sin previo aviso. A veces, se trata de tu posesión más preciada. Resulta brutalmente difícil arreglar cualquier cosa. Esta canción también tenía versos sobrantes: «Briznas rotas de hierba en la pradera. Una lupa rota. Visité el orfanato roto y cabalgué sobre el puente roto. Cruzo el río camino de Hoboken. Quizá allí las cosas no estén rotas». Ése era mi toque de optimismo para aquella canción. Guardé estas letras junto con algunas otras en el cajón, y ahí se quedaron durante un tiempo. Aunque no las veía, notaba su presencia.

Con el tiempo, mi mano se restableció, cosa bastante irónica porque entonces dejé de escribir canciones. El doctor me animó a tocar la guitarra, pues ejercitar los dedos constituía una buena terapia, al menos para mi mano, de modo que me puse a practicar mucho. Podría emprender la gira que tenía programada, en cuanto llegara la primavera. Tenía la sensación de haber vuelto al punto de partida.

Una noche, Bono, el cantante de U2, vino a cenar con otros amigos. Pasar el rato con Bono era como cenar en un tren; sientes que avanzas, que te diriges a alguna parte. Bono tiene el alma de un poeta viejo, y hay que tener cuidado con él. Puede bramar hasta hacer estremecer la tierra. Además, es un filósofo de salón. Se trajo una caja de Guinness. Conversamos sobre las cosas de las que se suele hablar cuando uno pasa el invierno con alguien. Hablamos de Jack Kerouac. Bono está bastante familiarizado con las ideas de Kerouac, el Kerouac que ensalzó poblaciones estadounidenses como Truckee, Fargo, Butte y Madora; ciudades que la mayoría de los americanos nunca ha oído nombrar. Parece extraño que él supiera más de Kerouac que la mayoría de los americanos. Bono es un tipo de lo más persuasivo. Me recuerda al típico personaje de las películas viejas que logra arrancarle una confesión al soplón atizándole con las manos desnudas. Si Bono hubiera emigrado a Estados Unidos a principios de siglo habría sido poli. Demuestra tener muchos conocimientos sobre el país y siente curiosidad por lo que no sabe.

Charlamos acerca de la fama y ambos convinimos en que lo curioso de la fama es que nadie se cree que eres tú cuando te ve. También conversamos sobre la figura de Warhol. Warhol, el rey del Pop Art. Un crítico de arte de la época ofreció un millón de dólares a quien encontrara una pizca de esperanza o amor en su obra, como si eso importara. Muchos nombres salían a colación para luego desaparecer, nombres de figuras de peso como Idi Amin, Lenny Bruce, Roman Polanski, Herman Melville, Mose Allison, o Soutine el pintor, el Jimmy Reed del mundo artístico. Cuando Bono o yo no estábamos completamente seguros de algo, lo inventábamos. Ambos tenemos la habilidad de alargar cualquier tema extendiéndonos en consideraciones sobre algo real o imaginario. Ninguno de los dos peca de nostálgico; la nostalgia no entra en nuestras conversaciones, y nos vamos a asegurar de que continúe sin entrar. Bono me contó algo acerca de la llegada de los ingleses a Jamestown y de los irlandeses que construyeron Nueva York. Y me habló de justicia, riqueza, gloria, belleza, las maravillas y la magnificencia de América. Le aconsejé que, si quería ver la cuna de Estados Unidos, visitase Alexandria, Minnesota.

Bono y yo estábamos sentados solos a la mesa. Los demás andaban desperdigados por ahí. Mi esposa se acercó para avisar que subía a acostarse.

—Sube —le dije—, yo voy en un minuto. —Pero me entretuve algo más que eso, y prácticamente dimos buena cuenta de todas las Guinness.

—¿Dónde está Alexandria? —preguntó Bono.

Le expliqué que era donde los vikingos desembarcaron y se asentaron en el siglo XIV, que allí se erguía una estatua de madera de un vikingo cuya pinta difería enormemente del norte honorable de los padres fundadores del país. Barbudo, con casco, botas atadas hasta la rodilla y una larga daga envainada, sostenía una lanza al costado e iba vestido con falda escocesa. Llevaba un escudo que rezaba: «La cuna de América». Me preguntó cómo llegar y le dije que debía dirigirse río arriba, pasar por Winona, Lake City, Fontenac, salir a la autopista 10 hasta Wadena y tomar la 29. No tenía pérdida. Bono me preguntó de dónde era yo y le dije que del Cinturón del Hierro, del Mesabi Range.

— ¿Qué significa Mesabi? —inquirió.

Le contesté que es una palabra ojibwa que significa «tierra de gigantes».

La noche se iba deshilachando. A lo lejos, en el mar, se avistaban de vez en cuando las luces de un mercante. Bono quería saber si había compuesto canciones nuevas que no hubiera grabado. Resultó que sí. Me fui a la otra habitación y las saqué del cajón, las traje y se las mostré. Las repasó y dijo que debía grabarlas. Respondí que no lo veía muy claro, que me parecía que quizá debía prenderles fuego, pues había atravesado muchas dificultades al grabar los discos anteriores, tratando de que funcionaran. «No, no», repuso y mencionó el nombre de Daniel Lanois. U2 había trabajado con él y se había revelado como el socio perfecto. Sería el colaborador ideal para mí, pues reunía todos los ingredientes de la receta. Las ideas musicales de Lanois eran compatibles con las mías. Bono descolgó el auricular y marcó el número, me lo pasó y hablamos un momento. Lo que me vino a decir Lanois es que trabajaba en las afueras de Nueva Orleans y que si pasaba por allí, que le hiciera una visita. Le prometí que así lo haría. En todo caso, no estaba en absoluto impaciente por grabar. Lo que tenía en mente por encima de todo era actuar. Si jamás volvía a hacer otro disco, tendría que guardar algo en común con ese proyecto. El camino se extendía expedito ante mí y no quería echar por la borda la posibilidad de recuperar mi libertad. Necesitaba que las cosas volvieran a su cauce y evitar caer de nuevo en la confusión.

Era otoño en Nueva Orleans y me hallaba en el hotel Marie Antoinette, sentado junto a la piscina del patio con G. E. Smith, el guitarrista de mi grupo. Esperaba a Daniel Lanois. Se respiraba una humedad pegajosa. Nos encontrábamos a la sombra de las ramas de los árboles, junto a una espaldera de madera pegada al muro del jardín. Los nenúfares flotaban en una fuente cuadrada de aguas oscuras, en cuyo fondo de piedra había losetas de mármol incrustadas y dispuestas en círculo. Estábamos sentados a una mesita, cerca de una pequeña escultura de Cleo de nariz roma. La estatua parecía consciente de nuestra presencia. La puerta del patio se abrió y apareció Danny. G. E., que observaba el mundo con un par de acerados ojos azules impávidos, levantó la vista con recelo y su mirada se cruzó con la de Lanois. «Te veo dentro de un rato», dijo G. E., Y acto seguido se levantó y se fue. Sobre el patio se cernían espíritus amistosos y un vago aroma a rosas perfumadas y lavanda. Lanois se sentó. Su estilo era noir de la cabeza a los pies: llevaba sombrero oscuro, pantalones negros, botas altas, guantes. Todo él, sombra y silueta; borroso, un príncipe negro de las colinas negras. Inoxidable. Pidió una cerveza y yo una aspirina con Coca-Cola. Fue directamente al grano, preguntó qué tipo de canciones tenía, qué tipo de disco pretendía grabar. En realidad, más que de una pregunta, se trataba sólo de un pretexto para iniciar una conversación.

Al cabo de más o menos una hora, decidí que podía trabajar con aquel tío, que me sentía seguro con él. No sabía qué tipo de disco pretendía grabar. Ni siquiera sabía si las canciones eran buenas. No había vuelto a echarles un vistazo desde que se las había enseñado a Bono, que aseveró que le gustaban mucho, aunque quién sabe si era cierto. En su mayor parte no tenían siquiera melodía.

—Puedes hacer un disco estupendo, ya lo sabes, si tú quieres —señaló Danny.

—Naturalmente, necesitaré tu ayuda —respondí sin más, y él asintió. Quería saber si había pensado en los músicos. Cuando le dije que no, me preguntó por el grupo con el que me había visto tocar la noche anterior—. Esta vez no dije.

Me aseguró que los grandes éxitos no le importaban. —Miles Davis nunca llegó a la lista de éxitos. Me parecía estupendo.

En ese momento todavía no teníamos pensada una fecha para empezar, sino que nos limitábamos a cotejar nuestro ideario para ver si estábamos más o menos en la misma onda. Hablamos toda la tarde, y la luz púrpura del crepúsculo empezó a desdibujarse. Danny me preguntó si quería escuchar el disco que estaba haciendo con The Neville Brothers y accedí encantado. Nos fuimos al estudio de grabación improvisado que había montado en una mansión victoriana en la avenida Saint Charles, un bulevar flanqueado por gigantescos robles por el que los tranvías verde oliva recorrían un trayecto de veinte kilómetros. El disco de The Neville Brothers Yellow Moon estaba casi acabado y nos sentamos a escuchar alguno de los temas grabados. Uno de los miembros del grupo descansaba en la habitación, con las manos enlazadas sobre el regazo, la cabeza hacia atrás, una gorra sobre la cara y los pies encima de una silla. Me sorprendió oír dos de mis canciones (Hollis Brown y With God on Our Side) cantadas por Aaron Neville. Qué coincidencia. Aaron es uno de los mejores vocalistas del mundo, un personaje de dureza inquebrantable, robusto como un tanque, pero con la más angelical de las voces, una voz capaz de redimir un alma perdida. Al principio el contraste resulta de lo más chocante. Como para fiarse de las apariencias. Hay tal espiritualidad en su canto que da la impresión de que podría devolver la cordura a un mundo enloquecido. Siempre me sorprende escuchar una canción mía interpretada por un artista que está en lo más alto. A lo largo de los años, muchas canciones se alejan de ti, pero versiones como aquélla siempre las acercan de nuevo.

Tras oír las grabaciones de Aaron, recordé vagamente la razón por la que estábamos allí. Danny me preguntó si alguna de mis nuevas canciones era como aquéllas. Le dije que me parecía que no mucho, pero que ya veríamos. Me gustaba mucho la atmósfera y el modo en que estaba dispuesto todo allí. Lanois me sugirió que alquilara otra casa en el barrio para acondicionada también como estudio de grabación. Toqué al piano algunas melodías fragmentadas que encajaban con algunas de mis letras y lo dejamos por ese día. No imaginé que aquellas melodías espontáneas quedarían grabadas en su cerebro y que él me las recordaría más adelante. Acordamos reencontrarnos la primavera siguiente, si era posible. Lanois me caía bien. No tenía un ego colosal, parecía disciplinado, nada chapucero y destilaba una pasión extraordinaria por la música. Si había alguien que irradiase energía interior, ése debía de ser Danny. Se me figuraba el tipo de individuo que, al trabajar en algo, lo hacía como si el destino del mundo dependiera del resultado. Como en las profecías de las Escrituras, estaba escrito que volveríamos a vernos en marzo.

Me desplacé a Nueva Orleans a principios de primavera y me trasladé a una gran casa alquilada cerca de Audubon Park. Era una vivienda confortable, con habitaciones espaciosas, amuebladas con sencillez y equipadas, casi todas, con armarios roperos. No podríamos haber encontrado un lugar mejor. Era perfecto. Allí podría trabajar a mi ritmo. Me esperaban en el estudio, pero no estaba de humor. Tarde o temprano tendría que encararme con ello, pero la grabación podía esperar. Había traído conmigo cantidad de canciones y estaba notablemente seguro de que estarían a la altura.

Salí a la oscuridad. Se respiraba un aire húmedo y embriagador. En la esquina, un gato descomunal pero macilento estaba agazapado sobre una repisa de hormigón. Me acerqué, me paré y el gato permaneció inmóvil. Lamenté no poder ofrecerle un tazón de leche. Yo escrutaba lo que me rodeaba con los ojos y los oídos abiertos, y la conciencia bien despierta. Lo primero que te llama la atención en Nueva Orleans son los cementerios. Constituyen un testimonio frío y sereno, son de lo mejor que se ve por allí. Al pasar junto a ellos, uno intenta moverse con el mayor sigilo posible, para dejarlos dormir. Panteones de estilo griego y romano; mausoleos palaciegos edificados a medida, símbolos y señales fantasmagóricos de celada decadencia; espectros de hombres y mujeres muertos que pecaron y que viven ahora en sus tumbas. El pasado no se aleja tan deprisa en esos sitios. Da igual si uno lleva mucho tiempo muerto. Las almas, los espíritus decididos a llegar a alguna parte corren hacia la luz; casi se alcanza a oír su resuello entrecortado. Nueva Orleans, a diferencia de muchos lugares a los que regresas para descubrir que su magia se ha esfumado, todavía conserva la suya. La noche puede engullirte, pero nada de eso te afecta. A la vuelta de cualquier esquina está la promesa de algo osado e ideal, y las cosas siguen su curso. Detrás de cada puerta se intuye cierta obscenidad festiva, o bien hay alguien llorando con la cabeza sobre el regazo. Un ritmo cansino palpita bajo el ambiente onírico, y la atmósfera está cargada de duelos pasados, amoríos de otra época, llamadas de auxilio de unos camaradas a otros. No lo ves, pero sabes que está allí. Siempre hay alguien que se hunde. Allí, parece que quien no desciende de alguna antigua familia sureña, es un extraño. No cambiaría nada de eso por nada.

Hay muchos sitios que me gustan, pero ninguno tanto como Nueva Orleans. A cada instante se presentan mil perspectivas distintas. En cualquier momento te puedes topar con un ritual celebrado en honor de una reina poco conocida; sangre azul, nobles cegados por la bebida que se reclinan desmadejadamente contra los muros y se arrastran por la alcantarilla. Hasta ellos hacen reflexiones que vale la pena escuchar. Nada parece inapropiado. La ciudad es un poema infinito. Jardines llenos de pensamientos, petunias rosadas, opiáceos. Los santuarios engalanados de flores, mirto blanco, buganvillas y adelfas moradas estimulan los sentidos y te hacen sentir vivo y despejado.

En Nueva Orleans todo es buena idea. Casitas primorosas con aire de templo se alzan junto a poéticas catedrales, mansiones y estructuras de elegancia imponente, de estilo italiano, gótico, románico, helénico, dispuestas en hilera bajo la lluvia. Porches amplísimos, torretas, balcones con barandas de hierro forjado, columnas de diez metros de altura, de gloriosa belleza. Tejados de dos aguas y toda la arquitectura del mundo entero, inamovible. Además, hay una plaza donde se llevaban a cabo las ejecuciones públicas. En Nueva Orleans casi percibes otras dimensiones. Todo el mundo vive el día a día; cae la noche y el mañana se convierte en hoy. De los árboles pende una melancolía crónica. Nunca te cansa. Al cabo de un rato, empiezas a sentirte como un espectro salido de una de las tumbas, como si estuvieras en un museo de cera bajo nubes carmesí. Los espíritus imperan. Y los ricos también. Se dice que uno de los generales de Napoleón, Lallemand, viajó a Nueva Orleans en busca de un sitio que sirviese de refugio a su superior después de Waterloo. Hizo su reconocimiento, se marchó y declaró que en aquel lugar el diablo estaba maldito, al igual que el resto de la gente, pero más. El diablo pasa por allí y suspira. Nueva Orleans. Exquisita, a la vieja usanza. Un gran sitio donde vivir a través de la experiencia de otros. Nada importa ni te hiere; un gran sitio para encontrar cosas. Alguien deposita una bebida ante ti y quizá te la tomes. Es la ciudad perfecta para proteger tu intimidad o permanecer ocioso. Un lugar al que acudir con la esperanza de que la inteligencia despierte; un lugar donde alimentar palomas pedigüeñas. Un lugar fantástico para grabar. O así me lo parecía.

Lanois lo había dejado todo listo en uno de sus estudios móviles. Esta vez lo había instalado en una mansión victoriana en la calle Soniat, no muy lejos del cementerio Lafayette n.º 1. Grandes ventanales, persianas, altos techos de inspiración gótica, un patio cerrado, bungalós y garajes en la parte trasera. Había mantas gruesas colgadas de las ventanas para insonorizar el lugar.

Dan había reclutado a una ecléctica cuadrilla de músicos. Entre ellos figuraba Mason Ruffner, el guitarrista y cantante de Fort Worth, que tocaba en clubes de la calle Bourbon como el Old Absinthe Bar. Ruffner, una estrella local, lucía un voluminoso tupé y una sonrisa en la que destellaba un diente de oro con la figura de una guitarra grabada. Había sacado a la venta algunos discos y tenía montones de riffs explosivos con toques funky y un trémolo de reminiscencias rockabilly; también componía, y decía que se había pasado horas en las bibliotecas de Tejas leyendo a Rimbaud y Baudelaire a fin de perfeccionar su dominio del idioma. Me contó que de adolescente había tocado con Memphis Slim. Me parecía que teníamos algo en común. Yo toqué con Big Joe Williamson cuando sólo era un crío. Mason tenía algunas canciones excelentes. Una de ellas decía: «Cuando haces algo bueno por los demás ellos se vuelven malos». Yo habría contemplado la posibilidad de grabarla si no hubiera tenido las mías propias. El otro guitarrista, Brian Stoltz, de Slidell, también tocaba de manera incendiaria y vibrante, pero con una actitud más relajada y partiendo de esquemas más articulados (había tocado con los Neville durante años). El fraseo de Brian estaba concebido como solos pianísticos. Podía trasladar a la guitarra los riffs de piano de James Booker. Tony Hall era el bajo. Willie Creen tocaba la batería, y Cyril Neville, la percusión. Malcolm Burns, el ingeniero de sonido de Lanois, tocaba el teclado, y el propio Danny, toda una gama de instrumentos (mandolinas, mandolas, guitarras que parecían violoncelos y demás instrumentos de cuerda, incluidas algunas novedades de plástico que parecían de juguete). Danny disponía de todo el equipo necesario.

Con un grupo así, era impensable que algo pudiera salir mal a menos que alguien se volviera loco. La primera canción que saqué de la cartera fue Political World, y enseguida nos pusimos a buscar la mejor manera de abordarla. No había traído guitarras conmigo, de modo que agarré una de las anticuadas Telecaster de Lanois: sonaba de maravilla sobre el suelo de cemento y bajo un techo de chapas de cinc onduladas, aunque a veces ese sonido resultaba demasiado quebradizo. Me sentí a gusto tocándola, así que me quedé con ella. Atacamos Political World desde varios ángulos, pero no parecíamos estar yendo a ningún lado. El efecto que causaba era siempre el mismo. La primera versión era tan buena como la última, pero en algún punto, ya bien entrada la noche, a Lanois le dio por imprimirle un matiz funky. Había escuchado una de las frases de Mason a la guitarra y decidió adaptar toda la canción a ella. Entonces empezó a sonar de un modo claramente distinto. Al tocarla tantas veces llegué a otras conclusiones: la letra quizá funcionaría mejor con un ritmo fragmentado que me permitiría desprenderme de muchos de los versos y añadir una parte con un arreglo diferente, aunque todavía no sabía en qué podía consistir esa parte.

Intentaba desentrañar lo que Danny tenía en mente, su forma de trabajar. Pero para ello no bastaba con un solo día o una sola sesión. Grabar un disco en cualquier lado, en cualquier momento y con quien sea es posible en teoría, pero en la práctica la cosa no resulta tan sencilla. Tienes que rodearte de músicos con intenciones análogas. Existen métodos que yo habría utilizado instintivamente en el pasado para enfrentarme a una canción así, pero en este caso no habrían funcionado. Antes servían; ahora, no.

Al cabo de un rato empecé a caerme de sueño y a bostezar aparatosamente, así que me fui a casa, no sin llevarme una cinta de la canción para estudiarla. Al pasar junto al cementerio, me entraron ganas de rezar ante una de las tumbas. Esa misma noche, al escuchar lo que habíamos grabado, creí dar con la solución. Al día siguiente, regresé al estudio y los músicos tocaron la canción para mí de nuevo, con un aire más funky. La noche anterior habían seguido trabajando después de que yo me fuera. Ruffner había añadido frases demoledoras sobre el ritmo extremadamente minimalista que yo marcaba con la Telecaster. Mi guitarra había sido completamente eliminada de la mezcla. Mi voz apenas se distinguía, como si procediese de un corredor de atmósfera sónica. La canción había sido narcotizada. Por más que siguieses el ritmo con el pie, con las palmas o con cabezadas, las puertas del mundo real permanecían cerradas. Era como si estuviera cantando en medio de un rebaño, con estampidos atronadores de artillería al fondo. Cuanto más avanzaba la canción, peor sonaba.

—Dios, ¿todo esto ha sucedido mientras estuve fuera? —pregunté a Lanois.

—¿Qué opinas? —inquirió.

—Que se nos escapa de las manos.

Me fui a la cocinilla situada detrás del patio, saqué una cerveza de la nevera y me hundí en un sillón. Uno de los asistentes de Dan estaba en el sofá viendo la tele. David Duke, ex miembro del Ku Klux Klan, de Metairie, en el condado de Jefferson, había sido elegido diputado de la Cámara de Representantes de Luisiana, y lo estaban entrevistando. Declaró que el estado del bienestar no funcionaba y que el estado del trabajo rendiría mejores frutos. Propugnaba que se obligase a trabajar para la comunidad a los que vivían del subsidio de desempleo, para que ese dinero no les saliera gratis. También proponía destinar a programas de trabajo a los presos de las penitenciarias estatales. Tampoco quería que viviesen a costa del Estado. Yo nunca antes había visto a Duke. Parecía una estrella de cine.

Hice acopio de energías y volví al estudio para trabajar con Dan. «Dios —pensé, no es más que la primera canción. Debería ser más fácil». Lanois me dijo que le gustaba el tono y me preguntó qué era lo que no me gustaba a mí. Le contesté que no podíamos sacarle todo el jugo tal como estaba. Había que desmontarla. Con la ayuda de Lanois, traté de hacerla despegar, pero nada funcionaba. De entrada, recortamos la parte de Mason, pero el bombo y la caja quedaron fuera de lugar porque lo acompañaban a él y no a mí. Cuando volvimos a introducir mi guitarra original en la mezcla, la batería ya no pegaba ni con cola.

Perdimos dos o tres días con experimentos inútiles. En el proceso, empecé a pensar que la canción debía asemejarse más bien a una balada alegre. Tratamos de seccionarla y añadir líneas melódicas a manera de estribillo, pero llevaba demasiado tiempo. Nada iba a dar resultado. Danny creía firmemente en la versión funky. No me parecía que nos estuviéramos comunicando muy bien, y eso empezaba a partirme el corazón. A partir de cierto punto, la cosa empezó a calentarse. Lanois, cada vez más frustrado, montó en cólera, se volvió y estampó una guitarra Dobro contra el suelo como si fuera un juguete. Se produjo un silencio momentáneo. Una chica, que se dedicaba a catalogar pistas y tomar notas, dejó de reír y salió sollozando. Pobre niña. Me sentí fatal por ella. Todo empezaba a derrumbarse, y todavía no habíamos empezado. Tendríamos que olvidarnos de aquella canción. El momento de Political World aún no había llegado. O tal vez ya había pasado. Tendríamos que dejarla a un lado y escucharla más tarde. Quizá sonaría mejor entonces. A veces suceden estas cosas.

La siguiente canción que acometimos fue Most Of the Time. No se me había ocurrido aún una melodía, de modo que tendría que ir rasgueando acordes hasta encontrarla. Nunca me venía a la cabeza una melodía acabada, sólo unos acordes genéricos, pero a Dan le pareció oír algo, algo que evolucionó hacia un tema melancólico y acompasado. Danny hacía tantas aportaciones como cualquiera de los músicos. Añadió varias partes para los distintos instrumentos, y pronto la canción adquirió cierta personalidad y tomó cierto rumbo. El problema residía en que la letra no me llevaba hacia donde yo quería. No estaba desenvolviéndose como debía. Yo podría haber renunciado sin problemas a cinco o seis líneas si hubiera fraseado los versos de otro modo. Sin embargo, habida cuenta de lo que hacíamos, el sistema de Dan era perfecto. Pero me pasó lo mismo que con la otra canción: mi impresión sobre ella empezó a cambiar a medida que avanzábamos. Al parecer eso tenía más que ver con el tiempo en sí que conmigo. Sentía que las campanadas de un reloj como el Big Ben debían oírse en la canción, en varios niveles. Un arreglo para gran orquesta también habría funcionado. Ya me veía cantándola con la Johnny Otis Orchestra. Se imponía la reestructuración de buena parte de la letra, y yo empezaba a sentirme bloqueado. Danny se esforzó al máximo por dotar el tema de un sonido atmosférico y evitó que las cosas se fueran a la deriva, pero yo no quería renunciar a mi enfoque sobre esta canción. Estaba dispuesto a cambiar la letra, pero las pautas estaban marcadas. La melodía ganaba peso a marchas forzadas, y su envoltorio cada vez le venía más pequeño. Todo estaba estancado y a punto de reventar.

Continuamos trabajando en ella hasta llegar a un punto muerto. Dan tendría que haber sido un chamán para lograr sacarla adelante. La canción, que ya de entrada estaba inacabada, lo parecía aún más a medida que intentábamos darle forma. Me preguntaba dónde me había metido. Pensaba que había superado todo el fastidio que me embargaba durante las grabaciones. No es que despreciara la canción, sólo que me faltaba voluntad para completarla. La letra estaba impregnada de connotaciones turbias y no cobraba vida, ni siquiera con toda la atmósfera incorporada.

Tras sentarnos durante un rato a charlar con Danny y Malcolm, grabé la canción Dignity con Brian y Willie solos. Era la primera que hacíamos aprovechando al máximo su potencial y que no se quedaba en un sueño. Escuchamos lo grabado y Dan se animó, comentó que aquello prometía y la noche siguiente la grabó con Rockin’ Dopsie and His Cajun Band. No tenía nada de malo la versión que habíamos hecho nosotros, con una instrumentación mínima sobre la que destacaba la voz, pero entendí lo que Danny intentaba hacer, y aguardé a ver cómo lo resolvía. Así que al enterarme de que iba a regrabar la canción no me dejé llevar por los nervios. No me parecía del todo irrazonable.

De regreso a casa, pasé ante el cine local de la calle Prytania donde daban The Mighty Quinn. Años antes, yo había escrito una canción con el mismo título que fue un éxito en Inglaterra, y me pregunté de qué trataría la película. Acabaría por entrar a verla. Era de misterio y suspense; un thriller jamaicano con Denzel Washington en el papel del arrojado Xavier Quinn, un detective, que resuelve crímenes. Curioso, pues así es como lo había imaginado cuando compuse el tema. Denzel Washington. Debía de se fan mío… años después encarnó al boxeador Hurricane Carter otro personaje sobre quien escribí una canción. Me pregunté si Denzel podría interpretar a Woody Guthrie. En mi esfera de la realidad, sin duda podía.

En la casa de Audubon Place la radio estaba siempre encendida en la cocina y sintonizada a la WWOZ, la gran emisora de Nueva Orleans que pone rhythm and blues de los primeros años y gospel rural. Mi pinchadiscos favorito, con diferencia, era Brown Sugar, una mujer. Su programa se emitía de madrugada, y ella ponía discos de Wynonie Harris, Roy Brown, Ivory Joe Hunter Little Walter, Lightnin’ Hopkins, Chuck Willis, todos los grandes Me hacía mucha compañía cuando todo el mundo dormía. Brown Sugar, quienquiera que fuera, tenía una voz áspera, pausada soñadora y melosa. A juzgar por su forma de hablar era grande como un búfalo. Divagaba, atendía llamadas de teléfono, daba consejos amorosos y ponía los discos. Me preguntaba qué edad tendría y si sospecharía siquiera que su voz me cautivaba y me llenaba de paz interior y serenidad, sanando mi frustración. Me relajaba escucharla, con la vista fija en el aparato de radio. Dijera lo que dijese, yo podía ver cada una de las palabras a medida que las pronunciaba. Era capaz de escucharla durante horas. Me habría encantado meterme de lleno en el lugar donde ella se encontraba, estuviera donde estuviese.

La WWOZ era el tipo de emisora que solía escuchar por la noche durante mi adolescencia, por lo que me transportó a mi atribulada juventud al revivir el espíritu de esa época. En ese entonces, cuando algo iba mal la radio te daba una palmadita en el hombro y te levantaba los ánimos. También había una emisora country que ya desde antes de que amaneciera ponía todas las canciones de los cincuenta, numerosos temas de western swing (ritmos que recordaban al de los caballos al andar, canciones como Jingle, Jangle, Jingle, Under the Double Eagle, There’s a New Moon over My Shoulder, Deck of Cards, de Tex Ritter, que no había escuchado en treinta años, o temas de Red Foley). La escuchaba mucho. En mi ciudad natal también había una emisora como aquélla. De una manera extraña, me invadió la sensación de que estaba empezando de nuevo, empezando otra vez a vivir mi vida. Y también había una emisora de jazz, que ponía sobre todo material actual (Stanley Clarke, Bobby Hutcherson, Charles Earland, Patti Austin y David Benoit). En Nueva Orleans se hallaban las mejores emisoras del mundo.

Elliot Roberts, que estaba organizando mi gira, vino a visitarme a Nueva Orleans. Me mostró el programa y me decepcionó. Difería mucho de lo que habíamos acordado. Incluía muy pocas de las ciudades donde había tocado el año anterior. Estos conciertos iban a tener lugar en Europa. Le dije que no era lo que habíamos hablado, que necesitaba ir a las mismas ciudades del año anterior.

—No puedes tocar en las mismas ciudades cada año. Nadie va a tener una erección con eso. Deja las ciudades en paz. Pasa de ellas por un tiempo —me aconsejó.

Lo entendí, pero no lo acepté.

—Necesito ir al mismo sitio dos, incluso tres veces al año… No importa.

—Tienes una reputación que cuidar. Eres mitológico. Piensa en Jesse James. Había cantidad de ladrones de bancos en ese entonces, muchos que escapaban de la cárcel, atracadores, asaltantes de trenes…, pero Jesse James es el único nombre que recuerda la gente. Era mitológico. No debes tocar en las mismas ciudades cada año, del mismo modo que él no robaba los mismos bancos.

—Chaval, qué bien suena —dije. El argumento no tenía pies ni cabeza, de modo que no valía la pena profundizar en él.

Me llevé a Roberts al estudio, donde Lanois ya había instalado a Rockin’ Dopsie and His Cajun Band en la sala grande. Empezamos a grabar Dignity hacia las nueve. Yo sabía lo que Lanois tenía en mente y pensé que podía salir algo bueno de aquello. La dicotomía de grabar esta canción de tintes líricos y cambios melódicos con un vibrante grupo de cajún podía ser interesante…, pero el único modo de saberlo era averiguándolo. Cuando nos pusimos manos a la obra, la canción pareció agarrotarse bajo un yugo. Los ritmos explosivos empezaron a aprisionar la letra. Parecía un estilo ajeno a su realidad. Tanto Dan como yo nos quedamos completamente perplejos. Tocarla suponía un gasto tremendo de energía. La grabamos varias veces, variando el tempo e incluso el tono, pero era como verse arrojado a un infierno imprevisto. La maqueta que habíamos grabado solos Willie, Brian y yo tenía un sonido natural y fluido. Indudablemente, como Danny había dicho, no sonaba acabada, pero ¿ qué disco lo está? Dopsie se desilusionó casi tanto como yo. Era como si nos hubiésemos montado sobre un toro extraño y furioso. Aun así, ni Dopsie ni su grupo perdieron jamás la compostura. Ésta no era exactamente una canción de doce compases y necesitaba un toque de intimidad para resultar eficaz. Todo se estaba complicando y volviendo demasiado enrevesado. La canción exigía una textura, una atmósfera, y ésa era precisamente la especialidad de Lanois. No entendía por qué no lo conseguíamos. Cuando trabajas tantas horas en algo acabas mareado y pierdes la perspectiva.

Hacia las tres de la madrugada ya estábamos tan cansados que empezamos a tocar temas de antes: Jambalaya, Cheatin’ Heart, There Stands the Class; clásicos country. Sólo tonteábamos, como si estuviéramos de verbena. Dos de los ingenieros de Dan habían estado turnándose desde el principio. La noche había sido calurosa y húmeda. La camisa de franela azul que yo llevaba acabó empapada, y mi rostro quedó bañado en sudor. En medio de todo aquello, toqué otra canción que había escrito, Where Teardrops Fall. Se la enseñé rápidamente a Dopsie y la grabamos.

Nos llevó unos cinco minutos, sin haberla ensayado antes. Hacia el final de la canción, el saxofonista de Dopsie, John Hart, interpretó un solo sollozante que casi me dejó sin resuello. Me incliné hacia adelante y escruté el rostro del músico. Había estado sentado allí la noche entera y yo no había reparado en su presencia. El hombre era la viva imagen de Blind Gary Davis, el reverendo cantante que yo conocía y a quien había seguido durante años. ¿Qué estaba haciendo aquí? El mismo tío, las mismas mejillas; el mentón, el sombrero, las gafas oscuras… La misma complexión y la misma altura, el mismo abrigo negro…, todo coincidía. Resultaba inquietante. Daba la impresión de que Reverend Gary Davis, uno de los magos de la música moderna, se había levantado de la tumba y estaba supervisándolo todo, vigilando cuanto ocurría alrededor. Desde el fondo de la sala me dirigió una mirada extraña, como si poseyera la facultad de ver más allá del momento, como echándome un cable. De repente, caí en la cuenta de que me encontraba en el sitio justo, haciendo lo que debo, y de que Lanois era el hombre idóneo para el trabajo. Me sentí como si al doblar la esquina me hubiera topado cara a cara con un dios.

La noche siguiente nos pusimos a escuchar todas las tomas de Dignity. Lanois las había conservado todas; debían de ser más de veinte. La promesa que Dan había entrevisto en la canción había quedado sepultada bajo un completo desbarajuste. Jamás pudimos volver al punto de origen; formábamos parte de una expedición pesquera a ninguna parte. No dimos marcha atrás en ninguna de las tomas. Nos limitamos a seguir dándole cuerda. Con cada nueva grabación aumentaba el caos. Esas tomas casi te hacían cuestionar la propia existencia.

Entonces, de improviso, cuando estábamos al borde de la desesperación, empezó a sonar Where the Teardrops Fall. Era sólo una balada de tres minutos, pero te impulsaba a ponerte en pie. Producía el mismo efecto que cuando alguien tira del cordel para parar el tren. Era una canción animada, hermosa y mágica, y estaba terminada. Me preguntaba si Danny pensaba lo mismo, y así era. «No recuerdo en absoluto el momento en que grabamos eso», dijo Danny. Bien, nos íbamos a olvidar de Dignity durante un tiempo (de hecho, nunca la retomamos). Lanois dijo que le gustaba la balada, que tenía un no se qué, pero —y era un gran pero— le parecía que podía salir mejor. Le pregunté cómo y contestó que el ritmo estaba algo desajustado y la canción flaqueaba. Quizá sí… Eran las tres de la madrugada. Me propuso que pilláramos a Mason y Daryl y a quien fuera y apañáramos una versión mejor. Accedí y salí por la puerta trasera del estudio al patio hacia la calle Magazine. Entré en una heladería y permanecí un rato allí. Quería estar solo, desconectar de todo.

Estuve hojeando el periódico musical del lugar y me enteré de que Mike Jones, la quintaesencia guitarrera de The Clash, se estaba reponiendo de una neumonía. Según el artículo, había estado a punto de morir. Ojalá se me hubiera ocurrido ficharlo a él para mi grupo. Habría sido perfecto, pero era prematuro pensar en ello. Marianne Faithfull también estaba grabando un nuevo disco. Era la dama suprema del rock, y yo la había tratado durante un tiempo. Hacía años que no la veía. El diario contaba que estaba rehaciendo su vida después de su tratamiento de desintoxicación en Hazelden, una clínica en Minnesota. Me alegraba por ella. Elton John subastaba todos sus disfraces y muebles. Una de las fotos mostraba una imagen de su máquina del millón. Era fabulosa, y me dieron ganas de pujar por ella.

Salí de la heladería a la calle. Un viento húmedo me dio en la cara. La luz de la luna iluminaba las hojas relucientes, y mis pasos espantaron a un grupo de gatos. Un perro gruñó amenazadoramente desde el otro lado de una cerca de hierro forjado. Pasó un sedán negro en el que viajaba un par de borrachuzos. A través de las ventanillas bajadas se oía una canción de Paula Abdul a todo volumen. Crucé la calzada mientras el coche seguía su camino calle arriba y regresé a través de Audubon Park hacia la calle donde residía, pasada la avenida Saint Charles. A pesar de todos aquellos templos, iglesias y cementerios, Nueva Orleans carece de la corriente psíquica propia de los lugares sagrados. Es un hecho irrefutable, pero te lleva un tiempo darte cuenta. En muchos sitios te ves obligado a cambiar para adaptarte a los nuevos tiempos. Aquí no es necesario. Llegué a casa, me fui a la cocina y me quedé sentado un buen rato, escuchando a Brown Sugar. Había puesto Dangerous Woman, de Little Junior Parker. Luego subí y me arrebujé en las sábanas.

Unos días después vinieron unos parientes a quienes les apetecía ir a cenar al famoso Antoine’s. Yo no quería pero fui de todos modos. Cenamos en el reservado del fondo y yo me senté bajo el retrato de la princesa Margarita, en la misma silla en la que presuntamente se había sentado Franklin Delano Roosevelt. Pedí únicamente una sopa de tortuga. No quería comer un plato demasiado pesado, porque luego tenía que regresar al estudio de Lanois. Abandoné pronto el comedor y salí bajo un aguacero torrencial, pero estaba contento de haber ido y haber visto por fin aquel restaurante.

Había caído una lluvia intermitente durante los últimos tres o cuatro días y ahora volvía a llover. Danny lo había preparado todo para regrabar Where the Teardrops Fall. Regresamos a la misma sala con cuatro o cinco músicos. En un periquete nos pusimos en marcha y a tono. Hicimos una versión musicalmente perfecta, pero no me sentía cómodo con ella. Me costaba cantarla y carecía de la magia de la versión anterior. Me encogí de hombros, no entendía lo que estaba sucediendo, esta versión estaba gafada para grabar. Como vocalista me sentía como si estuviese tratando de trepar por el tronco resbaladizo de un árbol. «¿Por qué no utilizamos la otra grabación?», pensé. ¿Qué tenía de malo? Danny consideraba que no estaba bien y, naturalmente, no lo estaba, al menos desde el punto de vista técnico. Eso ya no tenía arreglo, pero no había motivo para intentar cambiarla. Imponía un poco, eso era indudable. Finalmente Danny y yo nos pusimos de acuerdo, escuchamos la versión de Dopsie y decidimos utilizarla.

Grabamos Series Of Dreams, y aunque a Lanois parecía agradarle, le gustaba más el puente y quería que la canción entera sonara así. Yo entendía a qué se refería, pero eso era imposible. Sin embargo, medité sobre ello durante un rato, ponderando la posibilidad de empezar con el puente como parte principal y de servirnos de la parte principal como puente. Hank Williams lo había hecho una vez con la canción Lovesick Blues, pero por más vueltas que di a la idea, no saqué nada en claro. Además, pensar en la canción desde esa óptica no era saludable. Me parecía que así estaba perfectamente y no quería perderme en conjeturas sobre cómo cambiarla. Danny se afanaba por conseguir que la canción funcionase y tenía suficiente seguridad en sí mismo como para intentar cualquier cosa. Se preocupaba mucho. Creo que a veces demasiado. Habría hecho cualquier cosa con tal de que una canción saliese bien…, limpiar sartenes, fregar los platos, barrer la casa. No importaba. Lo único importante para él era que la canción tuviese ese toque especial. Yo lo comprendía.

Lanois era un yanqui, procedía del norte de Toronto, tierra de las raquetas de nieve y del pensamiento abstracto. Las reflexiones de la gente del Norte se basan en abstracciones. Cuando hace frío, no se alteran, porque saben que volverá el calor…, y cuando hace calor tampoco se preocupan porque saben que acabará haciendo frío. No es como en los sitios cálidos, donde el tiempo siempre es el mismo y no esperas que nada cambie. El modo de pensar de Lanois iba bastante conmigo. Yo también pienso en abstracto. Lanois, además de poseer aptitudes técnicas, es músico. Normalmente toca algún instrumento en todos los discos que produce. Tiene sus ideas acerca de la grabación sobre pistas ya grabadas y teorías sobre la manipulación de cintas y sobre cómo grabar un disco que desarrolló con el productor inglés Brian Eno. Es de convicciones firmes. Pero yo también soy bastante independiente y no me gusta que me pidan que haga algo que no entiendo. Y aquél era el problema que tendríamos que solventar. Una cosa que me gustaba de Lanois es que no trataba de flotar en la superficie. Ni siquiera se esforzaba por nadar. Quería zambullirse y llegar al fondo. Casarse con una sirena. Todo eso me parecía estupendo. Ocasionalmente, durante la grabación de Series of Dreams, decía cosas como: «Necesitamos canciones como Masters of War, Girl from the North Country o With God on Our Side». Empezó a insistirme, día sí, día no, en que canciones como aquéllas nos vendrían de perlas. Asentí. Sabía que así era, pero tuve que reprimir un gruñido. No había compuesto nada parecido a aquellas canciones últimamente.

Cuando empezamos a trabajar en What Good Am I? tuve que buscar una melodía, y tras varias pruebas, Danny dijo que había oído algo que valía la pena. Yo también pensaba que iba por buen camino, pero no creía haber dado todavía con algo definitivo. Me estaba devanando los sesos. Cuando la cosa sale bien, no hay que buscar tanto. Quizá la melodía estaba a la vuelta de la esquina, pero no lo sé. Había agotado mis energías, de modo que opté por acomodarme a lo que le gustaba a Lanois, aunque resultaba demasiado lento para mí. Danny recurrió a una base rítmica de varias capas para crear la atmósfera de la canción. Me gustaba la letra, pero la melodía no era lo bastante especial. No tenía impacto emocional. Dejando de lado nuestras diferencias personales, trabajamos durante unas horas en la canción y la terminamos.

Había oído que se estaba celebrando un festival literario en honor de Tennessee Williams a lo largo de la última semana o dos y quería ver si quedaba algún acto interesante al que asistir. Así que una noche fui a la calle Coliseum, en el Carden District, a una de aquellas casas flanqueadas por columnas, con tejado a dos aguas y doble galería, con la esperanza de aprender algo de Tom, de profundizar en la asombrosa verdad de sus obras. Sobre papel se antojaban algo rígidas. Había que verlas en vivo sobre el escenario para captar su pleno efecto. Yo había conocido a Williams a principios de los sesenta. Tenía un aspecto muy acorde con su genialidad. La conferencia organizada por la sociedad de amigos finalizaba cuando llegué. Mientras me dirigía al interior, salía mucha gente, así que di media vuelta para regresar al estudio de grabación por la calle Loyola, pasando junto al cementerio de Lafayette n.º 2. Lloviznaba, y las ratas correteaban entre los postes de teléfono.

Esa misma noche empezamos a grabar Ring Them Bells. Había un verso en la canción que me interesaba arreglar, pero nunca pude. Era el último: «Acabar con la distinción entre el bien y el mal». Las sílabas se ajustaban, pero las palabras no expresaban lo que yo sentía. «Bueno o malo» encaja perfectamente en la canción de Wanda Jackson, y «lo bueno de lo malo» en la canción de Billy Tate; eso tiene sentido, pero no «el bien y el mal». El concepto no existía en mi subconsciente. Ese tipo de rollo siempre me había desconcertado, no veía ningún ideal moral en ello. El concepto de estar moralmente en lo cierto o equivocado se me antoja mal formulado. Cada día suceden cosas que no están en el guión. Si alguien roba piel y hace zapatos para los pobres, la acción puede considerarse moralmente legítima, pero es ilegal, de modo que está mal. Todo aquello, el aspecto moral y legal de las cosas, me inquietaba. Hay buenas y malas obras. Una buena persona puede hacer algo malo, y una mala puede hacer algo bueno. Pero nunca conseguí arreglar el verso. En esa toma registramos un sonido rotundo y natural sin realizar muchos experimentos. Llegué a la conclusión de que tal vez lo podría haber hecho sin acompañamiento. Al margen de eso, Lanois captó su esencia e insufló magia en su pulso y ritmo. Grabamos la canción tal como iba saliendo…, en dos o tres tomas conmigo al piano, Dan a la guitarra y Malcolm Burn al teclado. Definitivamente, Lanois supo capturar el instante. Incluso es posible que capturase la época entera. Hizo lo que debía: dar con una versión dinámica y precisa. Eso se nota al oírla. La canción se aguanta de principio a fin gracias al penetrante sentido armónico que le imprimió Lanois. En ese tipo de cosas Lanois era mucho más que un ingeniero de sonido. Como un médico, se ceñía a principios científicos.

—Danny, ¿tú eres doctor? —le pregunté en cierta ocasión.

—Sí, pero no en medicina. —Sonrió.

Lanois y su cuadrilla tenían sus Harleys antiguas aparcadas en la parte trasera y en el patio del estudio. En su mayoría eran modelos Panhead con la horquilla frontal Hydra-Glide, faros cromados, sillín individual, neumáticos gruesos, pilotos traseros Tombstone. Me obsesioné por hacerme con una de esas motos. Mark Howard, uno de los ingenieros de Dan y gran motero me encontró una —una Police Special del 66, salida de Florida con el cuadro pintado al polvo, radios de acero inoxidable, llantas y ejes en negro metalizado. Todas las piezas eran las originales, y la moto tiraba bien. Empecé a dar paseos en ella durante los recesos o por la mañana, antes de ir al estudio. Solía recorrer la calle Ferret hacia Canal, a veces me dirigía a Nueva Orleans este cruzando sobre aguas del canal intercostero u ocasionalmente la dejaba cerca de Jackson Square, junto a la catedral de Saint Louis. Una vez la llevé a los jardines Wildlife cerca del lago Borgne, con sus bancos y paisaje acuático, donde Andrew Jackson y su ejército zarrapastroso de piratas, indios choctaws, negros libres, abogados y mercaderes milicianos derrotaron a lo más granado del ejército británico, devolviéndolos para siempre al mar. Se cree que los británicos contaban con diez mil hombres y Jackson con cuatro mil, pero él los venció igualmente, o así lo cuentan los libros. Jackson llegó a decir que arrasaría Nueva Orleans antes de entregarla al enemigo. Jackson, savia americana, señor de sangrientas gestas. Alto, huesudo, con ojos azules y una mata de pelo cano, cascarrabias, un pueblerino que se enfrentó al Banco de Estados Unidos. Al menos no arrojó bombas sobre civiles y niños inocentes en nombre de la gloria patria. No iba a ir al infierno por eso.

Una vez me fui con la moto a la Spanish Plaza y la aparqué al pie de la calle Canal. Cerca de allí había un patín amarrado en el río que vibraba con el ritmo pachanguero, casi frenético, de una banda de cajún que iba a bordo. Bajo la magnolia que crecía más al sur empecé a sentir una canción llamada Shooting Star, que todavía no había escrito. La oía vagamente en mi cabeza. Era de esa clase de canciones que escuchas cuando tienes el cerebro completamente despierto, atento a lo que te rodea, aunque el resto de tu cuerpo esté durmiendo. Temía olvidarla. Antes de abandonar la ciudad, quería escribirla y grabarla. Pensé que tal vez se ajustaba a lo que Lanois andaba buscando.

Everything Is Broken le pareció totalmente desechable a Lanois. Yo no compartía su opinión, pero sólo había una manera de averiguarlo, un solo modo de grabarla, un único estilo marcado por el trémolo. La grabamos en vivo con todo el grupo presente en la sala; Tony Hall tocaba el bajo, Willie Creen, la batería, y Brian y yo, la guitarra. Yo seguía tocando la Telecaster. Cuando grabas una canción así con varios músicos, rara vez se da la coincidencia de que los cinco o seis experimenten el mismo tipo de euforia a la vez. Dan también tocó y contribuyó tanto como cualquier otro. Para mí la canción funcionaba tal como debía; no habría cambiado nada sustancial. Danny no tuvo que condimentarla mucho; ya estaba lo bastante condimentada cuando llegó a sus manos. Por lo general, a los críticos no les gustaba que yo compusiese canciones de este tipo, porque no parecían autobiográficas. Quizá no lo pareciera, pero lo que yo escribo siempre tiene una raíz autobiográfica.

Aunque Lanois mostró poco entusiasmo por el tema, también sabía que no era una mierda. Sé lo que andaba buscando. Quería temas que me definieran como persona, pero lo que yo hago en estudio no me define como persona. Hay demasiada letra pequeña entre miles de páginas para que suceda algo así. De todos modos, él me estaba ayudando como cantante. Un cantante puede quedarse desvalido sin los micrófonos y los amplificadores adecuados, y Lanois hacía todo lo posible por encontrar el mejor equipo. Por la noche, solía marcharse algo abatido del estudio. «Danny —le decía yo a veces—, ¿seguimos siendo amigos?»

Un día, cuando ya llevaba aproximadamente un mes en Nueva Orleans, me levanté temprano y saqué a mi esposa de la cama. Faltaban dos horas para que saliera el sol. «¿Y ahora qué pasa?», preguntó ella. No pasaba nada. En pocos minutos, se quitó la holgada bata y empezó a preparar café. Al alba ya estábamos sobre la Harley, habíamos cruzado el Misisipi hacia Bridge City y avanzábamos por la carretera 90 hacia Thibodaux. No tenía un propósito concreto, sólo se trataba de un sitio adonde ir. En Raceland tomamos la 303. Me sentía algo abrumado, necesitaba salir de la ciudad. Algo no iba bien, como cuando pierdes de vista el mundo y necesitas encontrarlo. Si quería mantenerme despierto durante las sesiones que faltaban, tendría que abrir una ventana y aferrarme a algo como a un clavo ardiendo, sin vacilar ni por un momento.

Atravesando Thibodaux, llegamos cerca de Bayou Lafourche. Hacía un día bochornoso, con lloviznas ocasionales. Empezaron a abrirse claros, y en el horizonte se vislumbraban relámpagos de calor. La ciudad tiene cantidad de calles con nombres de árboles: roble, magnolia, sauce, sicomoro. La calle 1 Oeste discurre a lo largo del pantano. Caminamos por un paseo entablado que se adentraba en el agua y desde el que se abarcaban las tétricas marismas, y, a lo lejos, pequeñas islas de hierba y pontones. Nos rodeaba el silencio. Si uno se fijaba bien podía divisar una serpiente en la rama de un árbol.

Dejé la moto cerca de un destartalado depósito de agua. Nos apeamos y anduvimos por allí, por senderos empequeñecidos por viejos cipreses, algunos de hasta setecientos años de antigüedad. Ya nos sentíamos fuera de la ciudad, en los caminos de grava rodeados por exuberantes plantaciones de caña de azúcar, laberintos de musgo y pantanales. Había cieno por doquier. De nuevo en la moto atravesamos la calle Pecan hasta la iglesia de Saint Joseph, construida a imitación de otra que se hallaba en París o Roma. Al parecer, en su interior está el auténtico brazo seccionado de uno de los primeros mártires cristianos. La Universidad Estatal Nichols, el Harvard de los pobres, se encontraba cerca. En la calle Saint Patrick pasamos ante mansiones palaciegas y grandes haciendas, de espaciosos porches y un sinnúmero de ventanas. Hay un tribunal de antes de la guerra junto a construcciones de tablones. Robles antiguos se alzaban al lado de chamizos decrépitos. Sentaba bien haber salido solos.

Era primera hora de la tarde y ya llevábamos bastante tiempo fuera. El viento levantaba polvo, y yo tenía la boca reseca y la nariz congestionada. Hambrientos, nos detuvimos en Chester’s Cypress Inn en la carretera 20, cerca de Morgan City, un local donde servían pollo frito, pescado y ancas de rana. Empezaba a sentirme fatigado. La camarera se acercó a la mesa y preguntó qué queríamos comer. Estudié la carta y luego miré a mi mujer. Lo que siempre me había encantado de ella es que nunca fue una de esas personas que ven en otro la clave de su felicidad. Ni en mí ni en nadie. Ya llevaba su felicidad incorporada. Yo valoraba su criterio y confiaba en ella. «Pide tú», dije. Y sobre la mesa ya teníamos siluro frito, quingombó y un pastel de chocolate al estilo de Misisipi. La cocina estaba en un edificio anexo. Nos llevaron tanto el siluro como la tarta en platos de cartón. Descubrí que no estaba tan hambriento como pensaba. Sólo me comí unos aros de cebolla.

Luego viajamos al sur hacia Houma. Al lado izquierdo de la carretera había vacas pastando y airones y garzas de patas finas de pie en aguas poco profundas. Vimos pelícanos, casas flotantes, gente pescando a la vera del camino; barcas de pescadores de ostras, de percas y unos escalones que descendían hacia unos pequeños muelles que sobresalían del agua. Seguimos adelante y empezamos a cruzar distintos tipos de puentes, unos colgantes, otros levadizos. Sobre la carretera de Stevensonville atravesamos un canal junto a una tiendecita, y la carretera pasó a ser de grava y a serpentear por entre las marismas. Olía mal: a agua estancada, aire húmedo, rancio y podrido. Continuamos avanzando hacia el sur hasta que divisamos torres de perforación petrolera y barcas de suministro. Entonces dimos la vuelta y regresamos a Thibodaux, una población que no estaba aquí ni allí, por lo que me asaltaron pensamientos contradictorios. Empecé a acariciar la idea de subir hasta el territorio del Yukón o algún otro sitio donde pudiéramos abrigarnos bien. Al anochecer encontramos un lugar donde quedarnos a las afueras de Napoleonville. Nos detuvimos ahí y apagué la moto. Había sido un bonito paseo.

Pernoctamos en un albergue que se hallaba detrás de una hacienda con columnata y senderos salpicados de esculturas que cruzaban el jardín, un bungaló de estuco color crema con cierto encanto que se antojaba la miniatura de un templo griego. La habitación tenía una cómoda cama con dosel, una mesa de anticuario y otros muebles más bien cursis, además de una cocinilla con sus utensilios, pero no comimos allí. Me tendí, escuchando los sonidos de los grillos y de los animales salvajes que rondaban fuera, bajo la negrura fantasmal. Me gustaba la noche. Las cosas crecen de noche. Mi imaginación está despierta de noche. Todos mis prejuicios sobre las cosas se desvanecen. A veces, uno busca el paraíso en el sitio equivocado. Podría estar bajo tus pies. O en tu propia cama.

Me levanté al día siguiente con la sensación de que había descubierto por qué no me acababa de sentir bien con las sesiones de grabación. El tema es que yo no estaba tratando de expresarme de una manera novedosa. Mis hábitos permanecían intactos, tal como habían estado durante años. Ya no había muchas posibilidades de cambiar. No necesitaba escalar otra montaña. En todo caso, lo que quería era afianzarme donde estaba. Dudaba que Lanois fuera capaz de entenderlo. Supongo que nunca se lo dejé claro ni se me ocurrió el modo de decírselo.

Había llovido a ratos durante toda la noche y ahora volvía a chispear. Era la última hora de la mañana cuando abandonamos el motel. El viento cortante me azotó la cara, pero hacía un día precioso. El cielo estaba plúmbeo. Nos montamos en la Harley azul y rodeamos el lago Verret, sobre senderos elevados, por entre retorcidos robles gigantes, pacanas, parras y tocones de cipreses por las marismas. Llegamos casi hasta Amelia y dimos media vuelta, nos detuvimos en una gasolinera en la carretera 90 cerca de Raceland. Al otro lado de un solar había una oscura tienducha de carretera, una cabaña decrépita llamada King’s Tut’s Museum que me llamó la atención. Después de llenar el depósito, avanzamos lentamente por el camino de cabras hasta el costado de la cabaña. Tenía el armazón de madera y un porche en voladizo sostenido por vigas carcomidas por el tiempo. Había una camioneta cargada de verduras aparcada enfrente, y un destartalado Oldsmobile Golden Rocket de los cincuenta entre las hierbas altas. Una muchacha de oleosos rizos negros vestida con mallas rosas y una toalla de baño sobre los hombros sacudía una alfombra. El polvo flotaba como una nube roja en el aire. Subimos los escalones y yo entré. Mi mujer se quedó fuera, sentada en el balancín de madera.

El tendero vendía baratijas, periódicos, caramelos, objetos de artesanía, cestos de caña tejidos en la zona con elaborados motivos. Había estatuillas y joyas de fantasía, artículos expuestos en vitrinas, paraguas, zapatillas, cuentas azules de vudú y velas votivas. Había objetos de hierro en el pasillo de la entrada, ramas de roble adornadas con bellotas, unos cuantos adhesivos para coche. Uno decía EL MEJOR ABUELO DEL MUNDO. Otro decía SILENCIO. Y otro SIGUE TRANSPORTANDO. Además, a un lado había un pequeño mostrador donde se servía cangrejo de río. De unos ganchos fijados a la pared colgaban diferentes piezas de cerdo: quijadas, orejas… Te daban ganas de chillar. El dependiente era un viejo llamado Sun Pie, uno de los personajes más peculiares con quien podrías cruzarte. Pequeño y nervudo como una pantera, tenía la tez oscura pero con rasgos eslavos y un sombrero chato de ala corta. Recubría sus huesos el pellejo curtido de la tierra. La muchacha que se hallaba en el balcón era su esposa. Semejaba una colegiala. La luz era demasiado intensa en el interior del lugar y arrancaba destellos a las mesas enceradas. Sun Pie estaba trabajando en una silla de respaldo elevado. Parecía salida de una catedral. Desarmada, sujeta a los lados por tornillos de banco y encolada. El hombre estaba lijando la arista de una pata hexagonal.

—¿Busca un buen sitio para pescar?

—No, sólo pasaba por aquí con la moto.

—Hay sitios peores —comentó Sun Pie, e hizo una pausa—. Yo solía hacer lo mismo. —y señaló con un gesto de la cabeza la moto azul de poli—. Eche una ojeada por aquí si quiere. Hay cosas bonitas. Había varios pósters a la vista, uno de Bruce Lee, otro del presidente Mao. Tras el mostrador, pegada al espejo, vi una foto alargada y enmarcada de la Gran Muralla china. En la otra pared de ladrillo colgaba una bandera estadounidense colosal.

Se oía una radio encendida al otro lado de alguna pared. A pesar de que se recibía una señal bastante sucia, reconocí Do You Want to Know a Secret, de los Beatles. Eran tan fáciles de aceptar, tan de una pieza… Me acordé de los tiempos en que empezaban a hacerse famosos. Ofrecían intimidad y compañía como ningún otro grupo. Iban a construir un imperio con sus canciones. Me parecía que eso había ocurrido hacía una eternidad. Do You Want to Know a Secret: una perfecta balada ñoña de los cincuenta que nadie habría podido hacer como ellos. Y curiosamente no resultaba cursi. La canción terminó de forma apoteósica, y Sun Pie dejó sus herramientas. Detrás de él había una contrapuerta con mosquitero que se abría al pantanal. Sun Pie reparaba barcas en un patio trasero repleto de palancas, cadenas rotas y troncos cubiertos de musgo. Mi esposa entró y Sun Pie dirigió la vista hacia la puerta y luego de nuevo hacia mí.

—¿Reza usted? —me preguntó el hombre.

—Ajá.

—Bien. Eso le será útil cuando nos invadan los chinos. —Lo dijo sin mirarme. Tenía un modo de hablar singular que me hacía sentir como si no estuviera en su casa, como si él acabara de aparecer en la mía—. Ya sabe. Los chinos estaban aquí antes. Eran los indios. Ya sabe, los pieles rojas: comanches, sioux, arapahoe, cheyene. Todos esos pueblos eran chinos. Llegaron aquí cuando Jesús andaba sanando enfermos. Todas las squaws y los jefes venían de la China. Cruzaron Asia, bajaron por Alaska y descubrieron el lugar. Se convirtieron en indios muchos después.

Yo había escuchado alguna vez, no sé dónde, aquella historia de que el estrecho de Bering había sido una masa de tierra en otra época y que cualquiera podía pasar desde Asia o Rusia. De modo que es posible que lo que decía Sun Pie fuera cierto.

—Chinos, ¿eh?

—Eso es. La lástima fue que se escindieron en partidos y tribus y empezaron a llevar plumas y se olvidaron de que eran chinos. Se enzarzaron en guerras intestinas por nada, una tribu contra la otra. Cualquiera podía acabar siendo tu enemigo, incluso tu mejor amigo. Eso explica la caída de los indios. Y es la razón por la que cuando el hombre blanco vino de Europa para conquistarlos, le resultó tan fácil. Estaban maduros como melocotones, a punto de caer del árbol.

Lo que Pie decía despertó mi curiosidad, de modo que me senté en una de sus sillas desvencijadas.

—Van a volver, estos chinos, a millones —prosiguió—. Está escrito y ni siquiera tendrán que usar la fuerza. Simplemente vendrán y retomarán su vida donde la habían dejado.

Sun Pie escogió cuidadosamente un formón y empezó a raspar un listón del respaldo de la silla. Había cabezas de leones en el travesaño de las patas e intrincados motivos en espiral grabados en la madera negra. Sun Pie trabajaba muy concentrado. En la radio sonaba la canción de Dale and Grace I’m Leaving It Up to You. Me parecía haber visto antes una cara como la de Sun Pie pero no lograba recordar dónde. Hablaba de manera inusual, pausada pero con palabras que aturdían como un portazo. Dejó su herramienta y sonrió, y, con voz suave, me contó cosas de su vida. No se mostraba distante ni receloso. Me dijo que había estado una vez en la cárcel por rajar a un hombre, cosa que lo puso en grandes aprietos, aunque el tipo se lo había buscado. Me aconsejó que reuniese todos mis diamantes, esmeraldas y rubíes, y los trocara por jade, porque ésa iba a ser la nueva divisa cuando los chinos llegaran con toda su carne y pescado.

—La gente cree que estoy loco, pero no me importa. Los chinos son gente como es debido, no sueltan palabrotas. El ruiseñor chino cantará sobre esta tierra. Tampoco tienen diez mandamientos, no los necesitan. De aquí a Perú, todos chinos. Usted reza, ¿no? ¿Por qué reza? ¿Reza por el mundo?

Nunca se me habría pasado por la cabeza rezar por el mundo. —Rezo para ser mejor persona —contesté.

Seguía lloviznando, y las gotas martilleaban el tejado de cinc. Nueva Orleans empezaba a reclamar mi presencia, y yo ya notaba la carga de aquel verso inacabado. Miré por la ventana, más allá de los cestos colgantes con helechos y flores blancas e intenté ver qué había al otro lado del emparrado de glicinas. Parte del cielo estaba despejado, pero la luz presentaba un matiz verdoso.

Sonó Sea of Love. Me sentía como si alguien me hubiese dejado tirado en medio de la nada y como si fuera hora de volver. Pensé que si había venido a Nueva Orleans con cierta acritud u hostilidad, estos sentimientos ya deberían haberse extinguido a estas alturas.

—Aquí solía haber pistas de carreras y establos —dijo Sun Pie—. Hace unos cien años pasó un huracán. El nivel del agua llegó a tres metros y medio. Dos mil personas murieron. Cuando se avecina tormenta, le ruegas al Creador: «Si me salvas la vida, haré todo lo que me digas». —Agarró una lata de barniz colocada sobre un viejo periódico extendido sobre el suelo—. Pero aquel al que el Creador desea matar, muere. —Remojó una brocha fina en la lata goteante y empezó a pintar uno de los brazos de la silla. Entonces se detuvo y depositó la brocha sobre la lata. Había salpicones de barniz por todo el periódico, pero todavía se alcanzaban a distinguir algunas palabras, algunas caras—. Eso es un arma —dijo, señalando el periódico—. Sólo lo uso para proteger el suelo. Es un arma en manos de la gente mala. Pobres diablos. No tienen ni idea. —Agarró entonces una lima con mango de madera—. No existe la igualdad en este mundo. Algunos de nosotros somos especiales. Otros no. Aquí abajo algunos son más duros e inteligentes, y otros más débiles y no tan listos. No hay nada que hacer. Nadie elige nacer como nace. Algunos resultan mejores médicos y otros mejores víctimas. Otros son mejores pensadores. Algunos son mejores mecánicos, y otros mejores gobernantes. Nadie de por aquí es mejor carpintero que yo, pero yo no sería buen abogado. No entiendo de leyes. Ni siquiera los de la misma raza somos iguales; algunos están arriba, y otros abajo. —Hizo una pausa y agarró un paño grasiento—. Creo que es posible que todo lo bueno de este mundo se haya hecho ya. —Sun Pie hablaba en un lenguaje que no se prestaba a equívocos—. Bruce Lee venía de buena familia y derrotaba a los criminales codiciosos, a los que tenían garras afiladas, a hombres poderosos sin valentía. No eran rivales para él. Que Dios les ayude: tenían conciencias ruines y depravadas.

Sun Pie era un personaje único, el tipo de individuo que acapararía la atención en un desfile, o quizá que se encontraría en el centro de una turba enfurecida.

Mi esposa, que había estado fuera en el patio leyendo su novela de John le Carré después de pasearse por la tienda, había vuelto adentro y se estaba pintando los ojos ante la ventana. No teníamos que comunicarnos para saber que era hora de marcharse.

—Qué, ¿quieren quedarse a cenar? —preguntó Sun Pie, que sabía que ella había venido conmigo.

Un tren silbó en la distancia y yo volví en mí. Era agradable escuchar ese pitido. Le respondí que no estaba muy seguro de que pudiéramos. Sun Pie llevaba gafas de montura dorada. De vez en cuando, centelleaban al sol, cuyos rayos se reflejaban en los bordes como chispas…, como cometas surcando un cielo oscuro.

—La reina de la música country estuvo aquí tiempo atrás. Compró un cenicero de latón.

—¿A quién se refiere exactamente?

—A la dulce Kitty Wells.

—Ah, claro.

El semblante de Sun Pie se alteró ligeramente. Fijó la mirada en el póster de Mao.

—La guerra no es mala. Hace menguar la población. Hay que dejar que todo salga a la superficie. —En mi mente visualicé sangre salpicada y derramada. No sé adónde quería llegar, pero yo compartía su punto de vista—. ¿Le atormenta su conciencia? No importa; la conciencia de un hombre es inútil, al menos la de un hombre vivo, ya sea inocente o culpable. —Eso de la conciencia se me quedó grabado.

Yo sostenía un bastón y me percaté de que lo apretaba con fuerza. Me encaminé hacia la puerta, contemplé los árboles frondosos que se erguían fuera y luego a mi bonita esposa, que me miraba a mí. Pensé que si Sun Pie fuera un hombre de acción, yo no dudaría en apartarme de su camino.

—Estoy lista —dijo ella.

Iba a comprar uno de los adhesivos —el que decía EL MEJOR ABUELO DEL MUNDO—, pero Sun Pie me lo regaló. Iba a serme útil dentro de pocos años, cuando necesitara al menos una docena de ellos. La actitud de Sun Pie me parecía ejemplar, pues no perdía el tiempo en niñerías vacuas. Era el tipo con el que convenía toparse en el momento adecuado, un tipo que iba a la suya.

—¿Así que ya tiene lo que quería? —preguntó.

—Sí, pero necesito algunos más —dije.

Se rió y me comentó que él también. Cruzamos el porche hacia la Harley azul. El sol calentaba como un hierro candente. Nos subimos a la moto, toqué la bocina que sonaba como una trompa, la puse en marcha y nos dirigimos hacia las vías del tren. Nos paramos una vez más, esta vez en Jesuit Bend, pero antes de anochecer ya estábamos de nuevo en la avenida Saint Charles.

Regresé a Nueva Orleans con la mente despejada. Acabaría lo que había empezado con Lanois, incluso compondría para él un par de canciones que, de otro modo, no habría hecho. Una era Man in the Long Black Coat, y la otra Shooting Star. Sólo había hecho algo parecido una vez, para el productor Arthur Barker. Él me había ayudado a producir mi álbum «Empire Burlesque» unos años antes en Nueva York. Todas las canciones estaban mezcladas y acabadas, pero Barker insistía en que debíamos introducir un tema acústico al final del disco, como broche de oro. Medité sobre ello y llegué a la conclusión de que tenía razón, pero no disponía de algo así. Una noche que estábamos dando los toques finales al álbum, le prometí que intentaría escribir algo, pues sabía que era importante. Pasada la medianoche regresé al hotel Plaza de la calle 59, donde me alojaba, atravesé el vestíbulo y me dirigí arriba. Al salir del ascensor, una chica de alterne venía hacia mí; cabello rubio desvaído y abrigo de piel de zorro con unos zapatos de tacón alto lo bastante finos como para perforarte el corazón. Unos círculos azules le rodeaban la parte inferior de los ojos negros, que había resaltado con delineador del mismo color. Parecía que alguien le hubiera pegado una paliza y que ella tuviera miedo de que le volviera a pasar. En la mano sostenía una copa de vino de tonalidad púrpura carmesí.

«Me muero por una copa», dijo al pasar ante mí en el pasillo. Su hermosura no era de este mundo. Pobre infeliz, condenada a recorrer ese pasillo durante mil años.

Esa misma noche me senté ante una ventana que daba a Central Park y escribí la canción Dark Eyes. La grabé al día siguiente solo con una guitarra acústica, y todo salió perfecto. El disco quedó redondo.

Sin embargo, Nueva York no era Nueva Orleans. No era la ciudad de la astrología. No albergaba misterios que acechaban desde rincones recónditos, misterios originados no se sabe por quién ni cuándo. Nueva York era la ciudad donde podías caer muerto congelado en mitad del bullicio callejero sin que nadie se diese cuenta. Nueva Orleans no era así.

Mi esposa estaba a punto de partir. Tenía que ir a Baltimore para actuar en un musical de gospel. Los dos estábamos en el porche ante el balcón, tomando café, con el retumbo sordo de los truenos como sonido de fondo. Me metió la lengua en la oreja.

—Me hace cosquillas —protesté.

Ella, que tenía la facultad de percibir un ápice de verdad en casi todo, sabía que las sesiones de grabación no habían sido plácidas y que se habían puesto tensas en algunos momentos.

—No te coloques demasiado —me recomendó.

Yo había planeado ir al estudio más tarde, pero cambié de parecer y me quedé dormido para despertar poco después. Llegó la mañana, cerré los ojos de nuevo, y volví a dormirme. Me levanté. Había dormido durante todo el día y ya volvía a ser de noche. Me fui a la cocina para preparar algo de café antes de salir. La radio estaba puesta, como de costumbre. Una mujer cantaba que la vida era monótona y una pesadez. Era Eartha Kitt. «Así es, Eartha —pensé—. Tienes toda la razón. Ya somos amigos. Sigue cantando».

Grabamos What Was It You Wanted? con todo el grupo: Malcolm Burn al bajo, Mason Ruffner a la guitarra, Willie Green a la batería, Cyril Neville a la percusión. Yo tocaba la guitarra y la armónica. Lanois también tocaba la guitarra. No hay letra en los interludios, pero seguramente debería haberla. En su momento, era más importante hacer hincapié en el tema de la letra y mantener el pulso rítmico. He grabado canciones más extrañas que ésta. La disposición de los micrófonos enriquece la textura de la atmósfera, algo somnolienta y recargada, sedante, neblinosa. La canción empieza mezclada y cocida en la olla como un potaje, desde el primer tiempo fuerte, onírica y ambigua. Teníamos que mantenerla estable y evitar que se desmandara. La atmósfera creada por Danny la hace sonar como si procediese de alguna tierra misteriosa y silente. La producción desempeña un papel muy activo con una base rítmica muy compleja y compuesta de muchas capas. No creo que Barry White lo hubiera hecho mejor. En esta canción coincidieron todos nuestros intereses.

Empecé a ver que todos aquellos compresores, procesadores, preamplificadores y efectos de reverberación que estábamos utilizando junto con aparatos antiguos inyectaban cierta poesía al sonido que Lanois tenía en mente. El resultado era bastante parecido al que se obtiene al grabar en vivo. Dan no abusaba del overdub. Aunque no se privaba de emplearlo con algún instrumento, no recurría a ello por sistema. La canción producía una sensación similar a la de mirar las palabras invertidas en un espejo. Era como formar una densa pantalla de humo y situar la acción real a diez kilómetros. En algunas tomas, Disease of Conceit se grabó como un blues lastimero con un compás insistente. El si bemol le da un matiz sombrío. Yo toco el piano pero me limito a llevar el ritmo con acordes. Si Allen Toussaint hubiera tocado esa parte, lo habría hecho mejor que yo, y además yo habría estado libre para ocuparme de la guitarra, pero no fue así. Arthur Rubinstein habría sido el intérprete ideal. Eso habría sido perfecto. También me imaginaba la canción interpretada como una marcha. Podría haberse grabado con una banda de metales. Eso habría sido insuperable. Quizá grabamos cuatro o cinco versiones; en todas ellas fuimos directos al grano, y todas ellas parecían durar un instante eterno. No hizo falta retocar mucho ninguna de esas tomas.

Después escuchamos la canción a través de los grandes altavoces con el bajo a tope. Danny dijo que debíamos dejarla estar, que ya estaba bien.

—¿Tú crees?

—Sí, tiene un no sé qué… —Eso es lo máximo que puedes sacarle a Lanois. Raramente mostraba emoción por nada, a menos que anduviera revolucionado machacando guitarras. Pero eso no sucedía a menudo. La canción nos vino dada y no hubo que cambiar nada. La noche que la grabamos se desató una tormenta. Las hojas azotaban los bananos. Una mano invisible guiaba la canción hacia buen puerto. Era como si Juana de Arco estuviera allí (o Joan Armatrading). Quienquiera que fuese, alguien estaba trabajando duro ahí fuera.

Para distraerme un poco, me fui otra vez al cine, esta vez a ver Homeboy, con Mickey Rourke, que interpretaba a un vaquero tímido y raro llamado Johnny Walker. Todos los actores estaban bastante bien, pero la interpretación de Mickey era excepcional. La calidad de la peli se disparaba cada vez que salía él. Nadie le llegaba a la suela del zapato. Se limitaba a aportar su presencia, sin tener que dar explicaciones. El mero hecho de verlo actuar me inspiró para grabar las dos últimas canciones del disco.

Shooting Star era una de las canciones que había compuesto en Nueva Orleans. Me sentía como si la hubiera heredado más que escrito. Habría estado bien contar con un trompetista o dos para añadir a la canción un zumbido latente que se entremezclara con la música, pero la tuvimos que grabar con lo que había: Brian a la guitarra, Willie a la batería, Tony al bajo y Lanois al omnicordio, un instrumento de plástico que suena como un autoharpa. Yo me encargué de la guitarra y la armónica. La canción me vino completa a la cabeza, deslumbrándome como si hubiera estado marchando sobre el camino del sol y me hubiese encontrado de pronto con ella. Era una iluminación. Había avistado una estrella fugaz desde el patio trasero de casa, o quizá se trataba de un meteorito.

En la gran sala donde la grabamos no había aire acondicionado, de modo que no parábamos de salir a la calle entre tomas. Pero me gustaba así. Me molesta el aire acondicionado. Es difícil grabar en estancias donde sólo queda aire enlatado. En el patio caía una lluvia espesa y caliente, como sopa.

En Shooting Star me habría gustado combinar algo de cuerda con alguien más que se ocupara de los acordes rítmicos, pero no llegamos tan lejos. En esta canción, colocamos los micros en lugares de lo más extraño. Con ello conseguimos un sonido bastante compacto. Tampoco es que tuviéramos un número creciente de opciones para grabarla. Esperaba que una vez terminada, las diferentes partes sonaran al menos cohesionadas, que tres o cuatro instrumentos produjeran el efecto de una orquesta entera. Pero eso resulta difícil cuando se graban en pistas separadas. En una de las últimas tomas, Dan había reforzado el sonido de la caja de la batería y captado la esencia de la canción. Era gélida y llameante, melancólica. Solitaria e íntima. Encerraba en sí cientos de kilómetros de dolor.

Nueva Orleans se estaba caldeando. El grado de humedad no se había disparado aún hasta el doscientos por ciento, pero se notaba que no faltaba mucho para eso. Fui al Lion’s Den Club de la calle Gravier para oír a Irma Thomas, una de mis cantantes favoritas. No había cosechado un solo éxito desde los sesenta, pero su Fever seguía estando en las máquinas de discos de la ciudad. Actuaba a menudo en el Lion’s. Quería verla, quizá pedirle que cantara conmigo en Shooting Star e hiciese algo similar a lo que hace la chica de Mickey y Silvia. Habría sido interesante.

Enfrente del club, un hombre con gorra de visera estaba limpiando un coche con una manguera. Había gente sentada en los porches y se veía a algunas personas de parranda por la calle. «No está aquí esta noche», me informó el tipo de la gorra. En los inicios de su carrera, los Stones habían grabado una versión de Time Is on My Side parecida a la de Irma. Un periodista le preguntó una vez si eso la hacía feliz. Irma respondió que no le importaba, que ella no la había escrito. Únicamente los del negocio musical podían entender esa respuesta.

En el camino de regreso al estudio, decidí que si volvía a verme en la misma situación, me traería a alguien conmigo a Nueva Orleans, alguien a quien me uniera algo más que la profesión. Alguien que me gustara como músico, que tuviera ideas y fuera capaz de llevarlas a la práctica, que hubiera recorrido la misma senda musical que yo.

Últimamente, había estado pensando en Jim Dickinson y en lo estupendo que habría sido tenerlo allí. Dickinson estaba en Memphis. Habíamos empezado a tocar en la misma época, en 1958 o 1959, escuchábamos las mismas cosas y tocábamos y cantábamos bastante bien. Proveníamos de extremos opuestos del río Misisipi. En aquel entonces, todo el mundo odiaba y abominaba del rock and roll; el folk estaba incluso peor considerado. Dickinson dio la cara por ambos. Sus influencias, al igual que las mías, eran los grupos que tocaban con botellas y otros instrumentos improvisados, y el bebop rockanrolero de los inicios. Había participado en la grabación de Wild Horses con los Stones y había hecho otras cosas, pero ya había grabado mucho antes de eso; de hecho, el último sencillo que sacó la Sun Records de Sam Phillips era una canción suya titulada Cadillac Man. Su férrea determinación rayaba en lo patológico. Teníamos mucho en común, y me habría encantado contar con su colaboración. También tenía hijos que se dedicaban a la música, como alguno de los míos. Pero el hecho es que no pedí a nadie que me acompañase a Nueva Orleans; no me pasó por la cabeza. Ni siquiera traje conmigo al equipo. Supongo que tenía una actitud escéptica de entrada. Quería ver lo que Danny era capaz de hacer por su cuenta. Esperaba que me sorprendiera. Y lo hizo.

Grabamos Man in the Long Black Coat, y la apariencia de las cosas sufrió un cambio peculiar. Tuve un presentimiento sobre ello, y él también. La progresión de los acordes, los acordes dominantes y las modulaciones le confieren de inmediato una cualidad hipnótica que prefigura lo que la letra está por hacer. Las tenebrosas primeras notas producen el efecto de una precipitación frenética. La labor de producción es prácticamente imperceptible, como si los intervalos de la ciudad hubieran desaparecido. El tema surge de la negrura de los abismos: visiones de una mente ida, un sentimiento de irrealidad; el oneroso precio del oro en manos de cualquiera. Nada se sostiene en pie; incluso la corrupción es corrupta. Algo amenazador y terrible subyace en todo ello. La canción se hace cada vez más cercana, se acurruca en el hueco más pequeño. Ni siquiera la ensayamos, empezamos a trabajar en ella a partir de pistas visuales. Se trataba del mundo de Lanois; no podía provenir de ningún otro lado. La letra habla de alguien cuyo cuerpo no le pertenece. Alguien que ama la vida, pero a quien le está vedado vivir, y le desgarra el alma que otros puedan hacerlo. Cualquier otro instrumento que hubiésemos añadido habría dado al traste con el magnetismo. Después de completar varias tomas de la canción, Danny me miró como diciendo «ésta es la buena». Y lo era.

No estaba seguro de haber grabado alguna canción que pasaría a la historia como nos habíamos propuesto hacer, pero pensaba que probablemente nos habíamos acercado con las dos últimas. Man in the Long Black Coat era la reina. En cierto modo, significaba para mí lo que I Walk the Line debió de significar para Johnny Cash. Para mí, esa canción siempre había sido lo máximo, una de las composiciones más misteriosas y revolucionarias de todos los tiempos, una letra que pone el dedo en la llaga; las palabras certeras de un maestro.

Siempre había pensado que Sun Records y el propio Sam Phillips habían creado los discos más importantes, inspirados y potentes que jamás se habían editado. A su lado, el resto deja un regusto dulzón. En Sun Records, los artistas cantaban como si la vida les fuera en ello y sonaban como si hubieran salido del rincón más misterioso del planeta. No hubo justicia para ellos. Eran tan fuertes que te podían arrojar por encima de un muro. Si te alejabas y te volvías hacia ellos, corrías el peligro de convertirte en piedra. Los discos de Johnny Cash no eran ninguna excepción, pero tampoco lo que cabía esperar. Johnny no tenía un grito penetrante, pero diez mil años de cultura se derrumbaban ante él. Podría haber sido un habitante de las cavernas. Canta como si estuviera cerca del fuego o bajo la nieve o en un bosque fantasmagórico; demuestra la frialdad de quien es consciente de su propia fuerza, que utiliza sin vacilar, temerariamente. «Velo atentamente por este corazón mío». Eso es. Debo de haber recitado esos versos en mi fuero interno un millón de veces. La voz de Johnny era tan grande que empequeñecía el mundo, inusualmente grave; oscura y atronadora. Además, lo acompañaba el grupo perfecto que le proporcionaba el ritmo y la cadencia de un mecanismo preciso. En sus palabras latía el imperio de la ley respaldado por el poder de Dios. Cuando escuché por vez primera I Walk the Line, hace ya tantos años atrás, fue como si una voz me preguntara bruscamente: «Chico, ¿qué haces por aquí?». Yo también trataba de mantener los ojos bien abiertos.

No sé cómo habríamos grabado Man in a Long Black Coat sin Lanois. Al igual que Sam Phillips, le gusta presionar psicológicamente a los artistas hasta llevarlos al límite, y eso hizo conmigo, aunque con esta canción no fue necesario.

Nuestra colaboración estaba por tocar a su fin. Danny y yo estábamos sentados en el patio, como el día que nos conocimos. Ráfagas de viento se colaban por la puerta abierta, y otra tormenta se cernía retumbando sobre la tierra. Había un huracán a ciento sesenta kilómetros de allí. La luz se había extinguido. En los árboles, trinaba un pájaro solitario. Lo habíamos hecho como se nos había antojado, y no había más que decir. Una vez que el disco estuviera terminado, yo esperaba que plantase cara a las realidades de la vida. Quería darle las gracias a Lanois, pero a veces se puede mostrar agradecimiento sin abrir la boca, viviéndolo. Había llegado a la ciudad con un batiburrillo de ideas y lo había entregado todo sin escatimar energías bajo la vigilancia de los dioses lares. Se habían producido fricciones en algunos momentos, debido a la disparidad de caracteres, pero nada que resultara agrio ni enconado. Al final, siempre conviene que todas las partes cedan un poco para llegar a un acuerdo, y así ocurrió. En cualquier caso, vi cumplidos mis propósitos con el disco, y él también. No puedo afirmar que es el disco que ambos queríamos.

La dinámica humana siempre desempeña un papel fundamental, y conseguir lo que quieres no es siempre lo más importante en la vida.

Aunque el disco no me iba a introducir de nuevo en el panorama radiofónico, irónicamente tenía dos discos en las listas, uno de ellos entre los diez más vendidos, The Traveling Wilburys. El otro era Dylan & the Dead. El que Danny y yo acabábamos de grabar recibió buenas críticas, pero las críticas no venden discos. Cualquiera que saque un disco consigue al menos una buena crítica, pero entonces aparece una nueva hornada de discos y una nueva serie de críticas. A veces nadie quiere tus discos ni regalados. El negocio de la música es extraño. Lo maldices y lo amas.

Cuando terminamos de grabar parecía que el estudio había estallado en llamas a causa de la intensidad del trabajo que habíamos llevado a cabo allí durante el último par de meses. Lanois había producido un disco evocador, ni titubeante ni inseguro. Me había asegurado que me ayudaría a hacer un disco y no había roto su palabra. El camino daba muchos rodeos, pero habíamos llegado al final. Habíamos conseguido estar en la misma onda, aunque el sonido siempre me pareció más estridente que a él. Sé que intentaba comprenderme, pero eso es algo imposible salvo para alguien a quien le guste resolver puzzles. Y al final creo que desistió. Muchas de las canciones funcionaron espléndidamente, y he interpretado varias de ellas cantidad de veces. Me hubiera gustado darle a Lanois el tipo de canciones que deseaba, como Masters Of War, Hard Rain o Gates Of Eden, pero había compuesto esos temas bajo circunstancias distintas, y éstas jamás se repiten, al menos de forma idéntica. No podía aspirar a sacarme de la manga canciones de ese tipo, ni por él ni por nadie. Para ello, me habría hecho falta tener poder y dominio sobre los espíritus. Lo había hecho una vez, y eso bastaba. Ya aparecería alguien con esa misma facultad, alguien que pudiera penetrar en el corazón de las cosas, no sólo en sentido figurado, y desentrañar su verdad. Alguien que pudiera fundir el metal con la mirada, descubrir su esencia y revelarla con palabras duras y cruda acuidad.

Danny me preguntó a quién había estado escuchando últimamente y le contesté que a Ice-T. Se sorprendió, pero no tenía porqué. Años antes, Kurtis Blow, un rapero de Brooklyn cuyo tema The Breaks había pegado fuerte, me había pedido que tocara en uno de sus discos. Gracias a eso me familiaricé con aquel mundillo: Ice-T, Public Enemy, N.W.A., Run-D.M.C. Definitivamente, esa gente no se andaba con tonterías. Habían irrumpido en escena aporreando tambores y despeñando caballos. Eran poetas y eran conscientes de lo que ocurría alrededor de ellos. Era inevitable que apareciera tarde o temprano alguien diferente, alguien que conociese aquel mundo, que hubiese nacido y se hubiese criado en él, alguien destinado a encarnarlo y a convertirse en una figura destacada de la comunidad. Alguien capaz de mantener el equilibrio con una pierna en la cuerda floja sobre el universo y que resultara claramente reconocible cuando llegara. Sólo habría uno así. El público se entregaría incondicionalmente a él, y con razón. El tipo de música que hacíamos Danny y yo era arcaico. No se lo dije, pero es lo que pensaba. Ice-T y Public Enemy estaban poniendo los cimientos, allanando el terreno para la aparición de un nuevo intérprete, que no sería precisamente del estilo de Elvis Presley. No iba a menear las caderas, con la mirada fija en las chavalas. Pronunciaría palabras duras después de una jornada de dieciocho horas. Sun Pie me había mentado a Elvis, lo había llamado amazona y enemigo de la democracia. Por entonces, me había parecido una majadería, pero al mismo tiempo no estaba muy seguro.

Al componer una canción, uno expresa una visión del mundo, aunque a veces hay pocas probabilidades de que esa visión sea acertada. Y otras veces uno dice cosas que nada tienen que ver con la verdad de lo que se quiere expresar, o dice cosas que todos saben que son verdad. Por otro lado, al mismo tiempo uno piensa que la única verdad sobre la tierra es que no hay ninguna. Todo lo que uno dice, lo dice a voleo. Nunca hay tiempo para reflexionar. Uno echa un remiendo, plancha, hace las maletas y se larga a toda prisa.

Lanois también iba a trasladarse, a otro estudio portátil. El hombre era un concepto andante. Exudaba música. La comía. La vivía. Mucho de lo que hacía era puro genio. Manejó el disco dando muchos tumbos y sacudidas, pero lo sacó adelante. Se mantuvo en lo alto del campanario, oteando tejados y callejones. Mi visión limitada no me permitía abarcar el entorno. Había muchos discos edulcorados en el mercado, cientos de melodías sensibleras, odas al derrotismo, y ninguno de nosotros quería sumarse a sus filas. En un principio, eso es prácticamente todo lo que teníamos en común. No obstante, hay algo mágico acerca de este disco. Tal vez alguien pueda pensar que era cosa de la casa o de la sala grande, pero en la casa no había magia alguna. Lo que aportamos Lanois, Willie Creen, Daryl, Brian Stoltz y yo es lo que le confirió ese carácter. Has de jugar con las cartas que la vida te da. Tienes que pugnar para que las cosas encajen. La voz que se oye en el disco no iba a ser jamás la voz de un hombre martirizado y presa de un pesar constante. Creo que al principio a Danny le costó comprenderlo y que, una vez que renunció a esa idea, las cosas empezaron a salir bien. Nada se planeó así. Aunque yo era incapaz de tomarme en serio muchos de sus accesos emocionales, en cierto modo éramos almas gemelas. Cuando hubiese transcurrido otro millón de días, miles de millones de días, ¿qué significado tendría todo aquello? ¿Hay algo que tenga significado? Yo trato de aprovechar mi material de la manera más eficaz. Compongo mis canciones para glorificar al hombre y no a su derrota, pero todas ellas juntas ni siquiera se acercan a mi visión total de la vida. En ocasiones las cosas que más te gustan y que han significado más para ti son las que no significaron nada cuando las viste o supiste de ellas. Algunas de estas canciones encajan en esa categoría. Supongo que con ellas expreso cosas sencillas, con la máxima naturalidad posible.

Al grabar ese disco, tuve que tomar decisiones precipitadas que quizá no tenían nada que ver con la situación real. Pero no importa. Habría estado bien variar los ritmos. Hay infinidad de posibilidades. Ocho tiempos por compás, o seis o cuatro. Puedes hacer cuatro compases en ritmo de cuatro por cuatro y acentuar el primer y el tercer tiempos, y mitigar el segundo. Y puedes seguir así ad infinitum, cambiando el tempo y el ritmo. Habría estado bien que alguien prestara atención a ese aspecto, a las combinaciones rítmicas de la canción sin atender a la canción en conjunto, dejar que se las apañase sola. Dicho esto, sentía plena admiración por lo que Lanois había hecho. En buena medida, parte de ese material es único y permanente. Danny y yo nos reencontraríamos al cabo de diez años y volveríamos a trabajar juntos de forma frenética. Haríamos un disco y retomaríamos nuestra colaboración allí donde la habíamos dejado.