Epílogo
La muerte de las estrellas

Cuando las estrellas mueren, muchas acaban como bolas superdensas de materia nuclear entremezclada con un mar de electrones, denominadas «enanas blancas». Este será el destino del Sol cuando se agote su combustible nuclear dentro de unos 5.000 millones de años. También lo será para más del 95% de las estrellas de nuestra galaxia. Utilizando tan solo bolígrafo, papel y un poco de razonamiento, podemos calcular la mayor masa posible para estas estrellas. Fue Subrahmanyan Chandrasekhar en 1930 quien desarrolló por primera vez este cálculo, que utiliza la teoría cuántica y la relatividad para obtener dos predicciones muy claras. En primer lugar, el propio hecho de que debe existir tal cosa como una estrella enana blanca, una bola de materia que resiste a la presión aplastante de su propia gravedad gracias al principio de exclusión de Pauli. En segundo lugar, que si levantamos la vista de la hoja de papel con nuestros garabatos teóricos y miramos el firmamento nunca veremos una enana blanca cuya masa sea mayor que 1,4 veces la masa del Sol. Ambas predicciones son espectacularmente osadas.

A día de hoy, los astrónomos han catalogado alrededor de 10.000 estrellas enanas blancas. La mayoría poseen masas de alrededor de 0,6 masas solares, pero la mayor masa de la que tenemos constancia es ligeramente inferior a 1,4 masas solares. Este único número, «1,4», es un triunfo del método científico. Se basa en una comprensión de la física nuclear, la física cuántica y la teoría de la relatividad especial de Einstein, tres áreas entrelazadas de la física del siglo XX. Para calcularlo también son necesarias las constantes fundamentales de la naturaleza que hemos visto a lo largo de este libro. Al final de este capítulo veremos que la masa máxima viene determinada por la fórmula:

Fijémonos bien en lo que acabamos de escribir: depende de la constante de Planck, la velocidad de la luz, la constante de la gravitación de Newton y la masa del protón. ¿No es maravilloso que podamos predecir el límite superior para la masa de una estrella moribunda utilizando esta combinación de constantes fundamentales? La combinación a tres bandas de gravedad, relatividad y el cuanto de acción que aparece en la expresión (hc/G)1/2 se denomina masa de Planck, y cuando introducimos los valores numéricos resulta ser de unos 55 microgramos. Así pues, la masa de Chandrasekhar se obtiene, asombrosamente, considerando dos masas: una del tamaño de un grano de arena y la otra de un solo protón. A partir de números tan diminutos surge una nueva escala de masas en la naturaleza: la masa de una estrella moribunda.

Podríamos presentar una visión muy amplia de cómo se llega a la masa de Chandrasekhar, pero preferimos hacer algo más: nos gustaría describir el cálculo en sí, porque eso es lo que realmente pone la piel de gallina. No llegaremos a calcular realmente el número exacto (1,4 masas solares), pero nos quedaremos cerca y veremos cómo se las apañan los físicos profesionales para extraer conclusiones profundas aplicando una serie de pasos lógicos cuidadosamente encadenados, recurriendo en el camino a principios físicos muy conocidos. No habrá ningún acto de fe: mantendremos la cabeza fría y llegaremos, lenta pero inexorablemente, a la más apasionante de las conclusiones.

Nuestro punto de partida debe ser «¿Qué es una estrella?». El universo visible está compuesto principalmente de hidrógeno y helio, los dos elementos más sencillos que se formaron en los primeros minutos tras el big bang. Después de alrededor de 500 millones de años de expansión, el universo se había enfriado lo suficiente para que las regiones ligeramente más densas de las nubes de gases se empezaran a concentrar bajo su propia gravedad. Estos fueron los embriones de las galaxias y, en su interior, alrededor de concentraciones más pequeñas, se empezaron a formar las primeras estrellas.

El gas en estas primeras protoestrellas se fue calentando a medida que se contraían sobre sí mismas, porque, como sabe cualquiera que haya usado una bomba de bicicleta, cuando un gas se comprime, se calienta. Cuando el gas alcanza temperaturas del orden de los 100.000 grados, los electrones ya no pueden permanecer en órbita alrededor de los núcleos de hidrógeno y helio, y los átomos se descomponen, dejando un plasma caliente de núcleos desnudos y electrones. El gas caliente trata de expandirse y evitar que la contracción continúe, pero cuando las concentraciones tienen masa suficiente la gravedad gana la partida. Como los protones poseen carga eléctrica positiva, se repelerán entre sí, pero, a medida que la contracción gravitatoria continúa y la temperatura sigue aumentando, los protones se mueven cada vez más rápido. Llega un momento, a una temperatura de varios millones de grados, en el que los protones se mueven tan deprisa que llegan a aproximarse entre sí lo suficiente para que la fuerza nuclear débil asuma el mando. Cuando esto sucede, dos protones pueden reaccionar entre sí: uno de ellos se transforma espontáneamente en un neutrón, con la emisión simultánea de un positrón y un neutrino (tal y como se ilustra en la figura 11.3). Libres de la repulsión eléctrica, el protón y el neutrón se fusionan bajo el influjo de la fuerza nuclear fuerte para dar lugar a un deuterón. El proceso libera enormes cantidades de energía, porque, como sucede también en la formación de una molécula de hidrógeno, el hecho de enlazar cosas entre sí libera energía.

La energía liberada en un solo evento de fusión no es grande a escala macroscópica. Un millón de reacciones de fusión protón-protón generan aproximadamente la misma cantidad de energía que tiene un mosquito en vuelo en forma de energía cinética, o lo que una bombilla de cien vatios irradia en un nanosegundo. Pero esta es una cantidad enorme a escala atómica, y recordemos que estamos hablando del denso núcleo de una nube de gas en plena contracción en el que hay alrededor de 1026 protones por centímetro cúbico. Si todos los protones en un centímetro cúbico se fusionasen en deuterones, se liberarían 1023 julios de energía, una cantidad suficiente para cubrir las necesidades de un pueblo pequeño durante un año.

Con la fusión de dos protones en un deuterón da comienzo una bacanal de fusión. El propio deuterón está deseoso de fusionarse con un tercer protón para producir una versión ligera del helio (llamada helio 3) con la emisión de un fotón, y estos núcleos de helio a continuación se emparejan y se fusionan para dar lugar a helio normal (o helio 4) con la emisión de dos fotones. En cada estadio, la fusión libera cantidades crecientes de energía. Y, por si no fuera suficiente, el positrón que se ha emitido al principio de la cadena también se fusiona rápidamente con uno de los electrones del plasma que lo rodea para producir un par de fotones. Toda esta energía liberada contribuye a la aparición de un gas caliente de fotones, electrones y núcleos que ejerce una presión hacia el exterior que se contrapone a la de la materia atraída hacia el interior hasta llegar a detener la contracción gravitatoria. Esto es una estrella: la fusión nuclear consume combustible nuclear en el núcleo, y esto genera una presión hacia fuera que estabiliza la estrella contra la contracción gravitatoria.

Evidentemente, la cantidad de hidrógeno que se puede consumir como combustible es limitada, y llegará un momento en que se agote. Si se deja de liberar energía, cesa la presión hacia fuera, la gravedad retoma el control y la estrella prosigue con la contracción pospuesta. Si la masa de la estrella es suficientemente grande, el núcleo se calentará hasta alcanzar temperaturas del orden de los 100 millones de grados. Entonces el helio, que se había producido como residuo en la fase de combustión del hidrógeno, entra en ignición, fusionándose entre sí para producir carbono y oxígeno, y de nuevo la contracción gravitatoria se detiene temporalmente.

Pero ¿qué ocurre si la masa de la estrella no es suficiente para que se desencadene la fusión del helio? Este es el caso de las estrellas cuya masa es menor que media masa solar. La estrella se calienta al contraerse, pero, antes de que el núcleo alcance los 100 millones de grados, otro fenómeno detiene la contracción. Se trata de la presión que ejercen los electrones debida al hecho de que están sometidos al principio de exclusión de Pauli. Como sabemos, el principio de Pauli es fundamental para explicar por qué los átomos permanecen estables, y es básico para entender las propiedades de la materia. He aquí otro de sus méritos: explica la existencia de estrellas compactas que sobreviven a pesar de que hayan dejado de consumir combustible nuclear. ¿Cómo lo hace?

A medida que la gravedad aplasta la estrella, los electrones en su interior quedan confinados en un volumen cada vez menor. Podemos imaginar un electrón dentro de la estrella en función de su momento, p, y, por lo tanto, de su correspondiente longitud de onda de De Broglie, h/p. En particular, la partícula solo puede describirse mediante un paquete de ondas que tenga un tamaño al menos igual a su longitud de onda asociada.[12.1] Esto significa que, cuando la densidad de la estrella es suficientemente elevada, los electrones deben superponerse entre sí, es decir, no podemos imaginar que están descritos por paquetes de onda aislados. Lo cual a su vez implica que los efectos mecanocuánticos, y el principio de Pauli en particular, son importantes a la hora de describir los electrones. En concreto, se están aplastando juntos hasta el punto de que dos electrones están intentando ocupar la misma región del espacio, y sabemos que, debido al principio de Pauli, se resisten a hacerlo. Así pues, en una estrella moribunda los electrones se evitan mutuamente, y esto proporciona una rigidez que se opone a la contracción gravitatoria.

Este es el destino de las estrellas más ligeras, pero ¿qué hay de las que son como el Sol? Las hemos dejado un par de párrafos arriba, quemando helio para producir carbono y oxígeno. ¿Qué sucede cuando se les acaba el helio? También deben entonces empezar a contraerse bajo su propia gravedad, lo que implica que sus electrones se apiñarán. Y, como sucede en las estrellas más ligeras, llegará un momento en que el principio de Pauli entre en acción y detenga la contracción. Pero, para las estrellas más masivas, incluso el principio de exclusión de Pauli tiene sus límites. Al mismo tiempo que la estrella se contrae y los electrones se apiñan, el núcleo se calienta y los electrones se mueven cada vez más rápido. Si la masa de la estrella es suficientemente grande, los electrones acabarán moviéndose tan rápido que se aproximarán a la velocidad de la luz, y es entonces cuando sucede algo nuevo. Cuando se acercan a la velocidad de la luz, la presión que los electrones son capaces de ejercer para resistirse a la gravedad se reduce hasta el punto de que dejan de estar a la altura de su cometido. Sencillamente, ya no pueden vencer a la gravedad y detener la contracción. Nuestra tarea en este capítulo consiste en calcular cuándo sucede esto, y ya hemos destripado el final. Para estrellas con masas superiores a 1,4 veces la del Sol, los electrones pierden y la gravedad gana.

Esto completa la visión general que servirá de base a nuestros cálculos. Ahora podemos seguir adelante y olvidar todo lo relativo a la fusión nuclear, porque las estrellas que aún arden no son las que nos interesan. Lo que queremos entender es lo que sucede en el interior de las estrellas muertas. Queremos ver cómo la presión cuántica de los electrones apiñados contrarresta la fuerza de la gravedad, y cómo esa presión disminuye si los electrones se mueven demasiado rápido. La esencia de nuestro análisis es, por lo tanto, un juego de equilibrios: la gravedad contra la presión cuántica. Si podemos hacer que se compensen, tendremos una estrella enana blanca, pero si la gravedad vence, lo que tendremos será una catástrofe.

Aunque no es relevante para nuestro cálculo, no podemos quedarnos con este suspense. Cuando una estrella masiva implosiona, aún le quedan dos opciones. Si no es demasiado pesada, seguirá apiñando los fotones y los electrones hasta que también estos puedan fusionarse para producir neutrones. En particular, un protón y un electrón se convierten espontáneamente en un neutrón con la emisión de un neutrino, de nuevo a través de la fuerza nuclear débil. De esta manera, la estrella se transforma inexorablemente en una diminuta bola de neutrones. En palabras del físico ruso Lev Landau, la estrella se convierte en «un núcleo gigantesco». Landau escribió estas palabras en su artículo de 1932 titulado «Sobre la teoría de las estrellas», que se publicó el mismo mes en que James Chadwick descubrió el neutrón. Probablemente sea algo exagerado decir que Landau predijo la existencia de las estrellas de neutrones, pero, con gran clarividencia, desde luego sí imaginó algo parecido. Puede que el mérito haya que atribuírselo a Walter Baade y Fritz Zwicky, que al año siguiente escribieron: «Con toda cautela, proponemos la idea de que las supernovas representan las transiciones de estrellas normales a estrellas de neutrones, que en sus etapas finales consisten en cúmulos de neutrones extremadamente compactos». La idea se consideró tan extravagante que incluso fue objeto de una parodia en Los Angeles Times (véase la figura 12.1), y las estrellas de neutrones siguieron siendo una curiosidad teórica hasta mediados de la década de 1960.

FIGURA 12.1. Viñeta de la edición del 19 de enero de 1934 de Los Angeles Times.

En 1965, Anthony Hewish y Samuel Okoye encontraron «evidencia de una fuente inusual de ondas de radio de alta intensidad en la nebulosa del Cangrejo», aunque no supieron identificarla como una estrella de neutrones. La identificación positiva llegó en 1967, por parte de Iósiv Shklovski y, poco después, tras observaciones más detalladas, por Jocelyn Bell y el propio Hewish. El primer ejemplo de uno de los objetos más exóticos del universo acabaría recibiendo el nombre de «púlsar de Hewish Okoye». Curiosamente, los astrónomos habían observado mil años antes esa misma supernova que creó el púlsar de Hewish Okoye. La gran supernova de 1054, la más brillante de la que se tiene constancia en toda la historia, fue observada por astrónomos chinos y, como demuestra un famoso dibujo del borde sobresaliente de un acantilado, por los pueblos del cañón del Chaco, en el sudoeste de Estados Unidos.

Aún no hemos dicho cómo logran estos neutrones contrarrestar la gravedad y evitar que continúe la contracción, aunque probablemente ya imagine lo que sucede. Los neutrones (como los electrones) están sujetos al principio de Pauli. Y también son capaces de detener la contracción, por lo que, como las enanas blancas, las estrellas de neutrones representan un posible estadio final en la vida de las estrellas. Las estrellas de neutrones suponen una digresión en nuestra historia, pero no podemos abandonarlas sin señalar que son objetos realmente especiales dentro de nuestro asombroso universo: son estrellas del tamaño de una ciudad, tan densas que una cucharadita pesa tanto como una montaña, y que perduran debido únicamente a la aversión natural que las partículas de espín semientero sienten las unas por las otras.

Solo queda una opción más para las estrellas más masivas del universo, estrellas en las que incluso los neutrones se mueven a velocidades cercanas a la de la luz. A esos gigantes les espera el desastre, porque los neutrones ya no son capaces de generar presión suficiente para resistir a la gravedad. No existe mecanismo físico conocido que pueda impedir la implosión de un núcleo estelar cuya masa sea superior a unas tres masas solares, y el resultado es un agujero negro: un lugar donde las leyes de la física tal y como las conocemos se vienen abajo. Suponemos que las leyes de la naturaleza no dejan de operar, pero para entender debidamente el funcionamiento interno de un agujero negro sería necesaria una teoría cuántica de la gravedad que a día de hoy no existe.

Retomemos ahora el hilo y centrémonos en nuestro doble objetivo de demostrar la existencia de las estrellas enanas blancas y calcular la masa de Chandrasekhar. Sabemos cómo hemos de proceder: debemos compensar la presión de los electrones con la gravedad. Este no va a ser un cálculo que podamos hacer mentalmente, por lo que convendría tener un plan de acción, como el que exponemos a continuación. Es bastante extenso, porque primero queremos aclarar algunos detalles previos para preparar el terreno para el cálculo en sí.

Paso 1: Necesitamos determinar cuál es la presión en el interior de la estrella debida a los electrones altamente comprimidos. Alguien podría preguntarse por qué no nos preocupa el resto de las cosas que hay dentro de la estrella, como los núcleos y los fotones. Estos últimos no están sujetos al principio de Pauli y además, si transcurre un tiempo suficiente, abandonarán la estrella. No tienen ninguna posibilidad de resistir a la gravedad. En cuanto a los núcleos, los que poseen espín semientero sí están sujetos a la regla de Pauli, pero (como veremos) el hecho de que tengan más masa implica que ejercen una presión menor que los electrones, y podemos ignorar tranquilamente su contribución al juego de equilibrios. Esto simplifica enormemente la situación: lo único que necesitamos es la presión de los electrones, y en eso debemos concentrar nuestros esfuerzos.

Paso 2: Una vez que hayamos calculado la presión de los electrones, necesitaremos determinar el equilibrio. Puede que no sea evidente cómo habrá que proceder. Una cosa es decir: «La gravedad tira hacia dentro y los electrones empujan hacia fuera» y otra muy distinta es expresarlo en números.

La presión variará dentro de la estrella, será mayor en el centro y menor en la superficie. El hecho de que exista un gradiente de presión es crucial. Imaginemos un cubo de materia estelar situado en algún lugar en el interior de la estrella, como se ilustra en la figura 12.2. La gravedad actuará para atraerlo hacia el centro de la estrella, y queremos saber cómo hace la presión de los electrones para contrarrestarla. El gas de electrones ejerce una presión sobre cada una de las seis caras del cubo, y la fuerza es igual a la presión en esta cara multiplicada por el área de la misma. Esta afirmación es exacta. Hasta ahora hemos utilizado la palabra «presión» suponiendo que todos tenemos una idea intuitiva de que un gas a alta presión «empuja más» que otro a una presión más baja. Es algo que cualquiera que haya tenido que hinchar un neumático de coche con un pinchazo sabe.

FIGURA 12.2. Un pequeño cubo en algún lugar del corazón de la estrella. Las flechas indican la presión ejercida sobre el cubo por los electrones en el interior de la estrella.

Puesto que vamos a necesitar comprender la presión correctamente, se impone un breve desvío hacia un territorio más familiar. Siguiendo con el ejemplo del neumático, un físico diría que está pinchado porque la presión del aire en su interior es insuficiente para soportar el peso del coche sin que el neumático se deforme: por eso a los físicos nos invitan a las mejores fiestas. Ahora podemos calcular cuál debería ser la presión correcta para un coche de 1.500 kilos de masa si queremos que haya 5 centímetros de neumático en contacto con el suelo, como se ilustra en la figura 12.3. Y nos toca volver a usar la tiza.

FIGURA 12.3. Un neumático se deforma ligeramente al soportar el peso de un coche.

Si el neumático tiene 20 centímetros de ancho y queremos que una extensión de 5 centímetros esté en contacto con la carretera, el área del neumático en contacto con el suelo será de 20 × 5 = 100 centímetros cuadrados. Aún no sabemos cuál es la presión que requiere el neumático —esto es lo que queremos calcular—, así que la vamos a representar mediante el símbolo P. Necesitamos conocer la fuerza vertical hacia el suelo que ejerce el aire en el interior del neumático. Esto es igual a la presión multiplicada por el área del neumático en contacto con el suelo, es decir, P × 100 centímetros cuadrados. Deberíamos multiplicar este resultado por cuatro, porque nuestro coche tiene cuatro ruedas: P × 400 centímetros cuadrados. Esta es la fuerza total que ejerce sobre el suelo el aire contenido en los neumáticos. Pensémoslo así: las moléculas de aire dentro del neumático están golpeando el suelo (están, si queremos ser pedantes, golpeando la goma del neumático en contacto con el suelo, pero esto no es importante). Normalmente, el suelo no se deforma, y empuja de vuelta hacia arriba con una fuerza de igual magnitud pero en dirección opuesta (así que acabamos utilizando la tercera ley de Newton). El suelo empuja el coche hacia arriba y la gravedad lo empuja hacia abajo y, puesto que no salta en el aire ni se hunde en el suelo, sabemos que ambas fuerzas deben compensarse. Podemos, por lo tanto, igualar los P × 400 centímetros cuadrados de fuerza hacia arriba con la fuerza hacia abajo debida a la gravedad. Esta fuerza no es más que el peso del coche, y sabemos cómo calcularlo usando la segunda ley de Newton, F = ma, donde a es la aceleración debida a la gravedad en la superficie terrestre, que es de 9,81 m/s2. Así pues, el peso es 1.500 kg × 9,81 m/s2 = 14.700 newtons (un newton es igual a 1 kg m/s2, que es aproximadamente el peso de una manzana). Igualando ambas fuerzas, tenemos que

P × 400 cm2 = 14.700 N.

Esta es una ecuación fácil de resolver: P = (14.700/400) N/cm2 = 36,75 N/cm2. Una presión de 36,75 newtons por centímetro cuadrado probablemente no sea una manera muy habitual de expresar la presión de un neumático, pero podemos convertirla a una unidad más familiar, el «bar». Un bar es la presión atmosférica estándar, y es igual a 101.000 newtons por metro cuadrado. Hay 10.000 centímetros cuadrados en un metro cuadrado, por lo que 101.000 newtons por metro cuadrado es equivalente a 10,1 newtons por centímetro cuadrado. La presión del neumático que buscamos es, por lo tanto, 36,75/10,1 = 3,6 bares. También podemos utilizar nuestra ecuación para deducir que, si la presión del neumático disminuye un 50%, hasta 1,8 bares, tendremos que doblar el área en contacto con el suelo, lo que hace que el neumático esté más plano. Después de este curso de repaso sobre la presión, podemos volver al pequeño cubo de materia estelar de la figura 12.2.

Si la cara inferior del cubo está más cerca del centro de la estrella, la presión sobre ella debería ser un poco mayor que en la cara superior. Esta diferencia de presión da lugar a una fuerza sobre el cubo que trata de alejarlo del centro («hacia arriba» en la figura) y eso es exactamente lo que queremos, porque, al mismo tiempo, la gravedad tirará del cubo hacia el centro de la estrella («hacia abajo» en la figura). Si pudiésemos calcular cómo equilibrar ambas fuerzas, habríamos aprendido algo sobre la estrella. Pero es más fácil decirlo que hacerlo, porque, aunque el paso 1 nos permitirá calcular cuánto empuja al cubo la presión hacia fuera de los electrones, aún tendríamos que averiguar cuánto tira de él la gravedad en sentido opuesto. Por cierto, no necesitamos preocuparnos por la presión sobre las caras laterales del cubo, porque estas son equidistantes del centro de la estrella, por lo que la presión en la cara izquierda se compensa con la que experimenta la cara derecha, y eso garantiza que el cubo no se moverá a la izquierda o a la derecha.

Para calcular la fuerza de la gravedad sobre el cubo tendremos que hacer uso de la ley de la gravitación de Newton, que nos dice que cada pedazo de materia dentro de la estrella tira de nuestro pequeño cubo con una intensidad que disminuye con la distancia al cubo. Así, los pedazos más alejados tiran menos que los más próximos. Tener en cuenta el hecho de que el tirón gravitatorio sobre el cubo es distinto para diferentes pedazos de materia estelar, dependiendo de la distancia a la que se encuentren, parece un problema complicado, pero hay una manera de abordarlo, al menos en principio: deberíamos trocear la estrella en un montón de pedazos y después calcular la fuerza que cada uno de ellos ejerce sobre el cubo. Por suerte, no necesitamos imaginar que troceamos la estrella, porque podemos sacar partido de un resultado muy elegante. La ley de Gauss (llamada así en honor del legendario matemático alemán Carl Friedrich Gauss) nos dice que: (a) podemos ignorar la gravedad debida a todos los pedazos que están más alejados del centro de la estrella que nuestro cubo; (b) el efecto gravitatorio neto de todos los pedazos que están más cerca del centro de la estrella es exactamente el mismo que si todos esos pedazos estuviesen apiñados en el mismísimo centro de la estrella. Utilizando la ley de Gauss en combinación con la ley de la gravitación de Newton, podemos decir que el cubo experimenta una fuerza que tira de él hacia el centro de la estrella, cuya magnitud viene dada por:

donde Min es la masa de la estrella que se encuentra dentro de una esfera cuyo radio solo llega hasta donde se encuentra el cubo, Mcubo es la masa del cubo y r es la distancia del cubo al centro de la estrella (y G es la constante de Newton). Por ejemplo, si el cubo se encuentra en la superficie de la estrella, entonces Min es la masa total de la estrella. Para cualquier otra ubicación, Min tiene un valor menor.

Estamos haciendo progresos, porque para equilibrar las fuerzas sobre el cubo (que, recordémoslo, significa que el cubo no se mueve, lo que a su vez implica que la estrella no va a explotar o a implosionar)[12.2] necesitamos que

(1)

donde Pinf y Psup son las presiones que ejerce el gas de electrones sobre las caras inferior y superior del cubo, respectivamente, y A es el área de cada cara del cubo (recordemos que la fuerza ejercida por una presión es igual a dicha presión multiplicada por el área). Hemos marcado esta ecuación como «(1)» porque es muy importante y nos referiremos a ella más adelante.

Paso 3: Preparémonos una taza de té y congratulémonos porque, después de haber llevado a cabo el paso 1, habremos calculado las presiones, Pinf y Psup, y el paso 2 nos dice exactamente cómo equilibrar las fuerzas. Pero aún nos queda hacer el trabajo serio, porque aún tenemos que aplicar realmente el paso 1 y determinar la diferencia de presión que aparece en el lado izquierdo de la ecuación (1). Esta es nuestra siguiente tarea.

Imaginemos una estrella repleta de electrones y de otras cosas. ¿Cómo están distribuidos los electrones? Centrémonos en un electrón «típico». Sabemos que los electrones cumplen el principio de exclusión de Pauli, lo que significa que la probabilidad de encontrar dos electrones en la misma región del espacio es nula. ¿Qué implica esto para el mar de electrones al que nos hemos estado refiriendo como «gas de electrones» en nuestra estrella? Puesto que existe necesariamente una separación entre los electrones, podemos suponer que cada uno de ellos ocupa un diminuto cubo imaginario en el interior de la estrella. En realidad, esto no es del todo correcto porque sabemos que hay dos tipos de electrones (con «espín hacia arriba» y con «espín hacia abajo») y el principio de exclusión de Pauli solo prohíbe que las partículas idénticas se acerquen demasiado, lo que significa que podemos meter dos electrones en un solo cubo. Podemos comparar esta situación con la que se daría si los electrones no cumpliesen el principio de Pauli, en cuyo caso los electrones no estarían localizados de dos en dos en «contenedores virtuales», sino que se dispersarían y disfrutarían de un espacio vital mucho mayor. De hecho, si ignorásemos las varias maneras en que los electrones pueden interactuar entre sí y con las otras partículas de la estrella, el espacio que podrían ocupar sería ilimitado.

Sabemos lo que ocurre cuando confinamos una partícula cuántica: salta de un sitio a otro según el principio de indeterminación de Heisenberg, y cuanto más confinada está, más salta. Esto significa que, a medida que nuestra aspirante a enana blanca se contrae, los electrones se encuentran progresivamente más confinados, lo que hace que se agiten cada vez más. Es la presión debida a su agitación la que detendrá la contracción gravitatoria.

Podemos hacer algo mejor que expresarlo en palabras, porque podemos utilizar el principio de indeterminación de Heisenberg para determinar el momento típico de un electrón. En particular, si lo confinamos a una región de tamaño Δx, saltará de un lado a otro con un momento típico de p ~ hx. De hecho, en el capítulo 4 hemos argumentado que esto es más bien un límite superior para el momento, y que el momento típico se encuentra entre cero y este valor. Conviene recordar este hecho para más adelante. Conocer el momento nos permite inmediatamente saber dos cosas. En primer lugar, si los electrones no cumpliesen el principio de exclusión de Pauli, entonces no estarían confinados en una región de tamaño Δx, sino en otra de un tamaño mucho mayor. Lo cual a su vez resultaría en una agitación mucho menor, y menos agitación significa menos presión. Así pues, está claro cómo interviene el principio de Pauli: estruja los electrones de forma que, a través de Heisenberg, experimenten una agitación turboalimentada. A continuación plasmaremos esta idea de la agitación con turbo en una fórmula para la presión, pero antes deberíamos mencionar la segunda cosa que podemos aprender. Puesto que el momento es p = mv, la velocidad de la agitación también es inversamente proporcional a la masa, de manera que los electrones saltan de un lado a otro con mucha más intensidad que los núcleos más pesados que también componen la estrella, y esta es la razón por la que la presión que ejercen los núcleos es irrelevante. Entonces, ¿cómo pasamos de conocer el momento de un electrón a calcular la presión que ejerce un gas de electrones similares?

Lo primero que tenemos que hacer es calcular el tamaño que deben tener los pequeños volúmenes que contienen los pares de electrones. Su volumen debe ser x)3 y, puesto que debemos meter dentro de ellos a todos los que hay en la estrella, podemos expresarlo en función del número de electrones dentro de la estrella (N) dividido por el volumen de la estrella (V). Necesitaremos exactamente N/2 contenedores para acomodar todos los electrones, porque puede haber dos en cada contenedor. Esto significa que cada contenedor ocupará un volumen de V dividido entre N/2, que es igual a 2(V/N). Usaremos mucho la cantidad N/V (el número de electrones por unidad de volumen en el interior de la estrella) en lo que sigue, por lo que le vamos a dar su propio símbolo: n. Podemos entonces escribir cuál debe ser el volumen de los contenedores para que puedan caber en ellos todos los electrones de la estrella, esto es, x)3 = 2/n. Tomando la raíz cúbica de la parte derecha, podemos concluir que

Si ahora introducimos este resultado en nuestra expresión del principio de indeterminación, tendremos que el momento típico de los electrones debido a su agitación cuántica es

(2)

donde el signo ~ significa «del orden de». Claramente, esto es un poco impreciso, porque no todos los electrones se agitarán en la misma medida: algunos lo harán más rápido que el valor típico y otros más despacio. El principio de indeterminación de Heisenberg no es capaz de decirnos exactamente cuántos electrones se mueven a tal velocidad y cuántos a tal otra, sino que ofrece una expresión «a grandes pinceladas» y afirma que, si apretujamos un electrón se agitará con un momento del orden de hx. Tomaremos este momento típico y supondremos que es el mismo para todos los electrones. Al hacerlo, perdemos un poco de precisión en nuestro cálculo, pero a cambio ganamos mucho en simplicidad, y no cabe duda de que estamos pensando en la física de la manera correcta.[12.3]

Ahora conocemos la velocidad de los electrones, y esta información es suficiente para calcular cuánta presión ejercen sobre el pequeño cubo. Para verlo, imaginemos una flota de electrones que se mueven todos en la misma dirección y a la misma velocidad (v) hacia un espejo plano. Chocan con él y rebotan, desplazándose de nuevo a la misma velocidad pero en sentido opuesto. Calculemos la fuerza que ejercen estos electrones sobre el espejo. Una vez hecho esto, podremos tratar de efectuar un cálculo más realista, en el que no todos los electrones se mueven en la misma dirección. Esta metodología es muy habitual en física: primero imaginamos una versión más sencilla del problema que queremos resolver, lo cual nos permite aprender cosas sobre la física que interviene en él sin complicarnos demasiado la vida, y ganar confianza antes de abordar el problema más complejo. Imaginemos que la flota de electrones consta de n partículas por metro cúbico y supongamos que tiene una sección transversal circular de un metro cuadrado de área, tal y como se ilustra en la figura 12.4. En un segundo, nv electrones chocan con el espejo (si v se mide en metros por segundo). Sabemos que es así porque todos los electrones que se encuentren a una distancia de hasta v × 1 segundo (esto es, todos los dibujados en la figura) chocarán con el espejo cada segundo. Puesto que el volumen de un cilindro es igual al área de su sección transversal multiplicado por su longitud, el tubo tiene un volumen de v metros cúbicos y, puesto que hay n electrones por metro cúbico en la flota, se deduce que nv chocan con el espejo cada segundo.

FIGURA 12.4. Una flota de electrones (los puntos) que se desplazan todos en la misma dirección. Todos los electrones contenidos en un tubo de este tamaño chocarán con el espejo cada segundo.

Cuando cada electrón rebota en el espejo, se invierte su momento, lo que significa que varía en una cantidad 2mv. Igual que se necesita una fuerza para detener un autobús en movimiento y hacer que se mueva marcha atrás, también hace falta una fuerza para invertir el momento de un electrón. Aquí aparece de nuevo Isaac Newton. En el capítulo 1 hemos escrito su segunda ley como F = ma, pero este es un caso particular de una formulación más general que afirma que la fuerza es igual al ritmo de variación del momento.[12.4] Así pues, la flota de electrones en su conjunto aplica sobre el espejo una fuerza de F = 2mv × (nv), porque esta es la variación neta del momento de los electrones en un segundo. Debido al hecho de que el haz de electrones tiene un área de 1 metro cuadrado, esto es también igual a la presión ejercida por la flota de electrones sobre el espejo.

Solo un pasito separa la flota de un gas de electrones. En lugar de suponer que todos los electrones se desplazan en la misma dirección, debemos tener en cuenta que algunos se mueven hacia arriba, otros hacia abajo, otros hacia la izquierda, etcétera. El efecto neto es que la presión en cualquier dirección se reduce en un factor 6 (pensemos en las seis caras de un cubo), hasta 2(mv) × (nv)/6 = nmv2/3. Podemos sustituir v en esta ecuación por el valor estimado de las velocidades típicas de los electrones que ha resultado de aplicar el principio de indeterminación de Heisenberg (esto es, la ecuación (2)) para obtener el resultado final para la presión que ejercen los electrones en una estrella enana blanca:[12.5]

Como hemos dicho, esta no es más que una estimación. El resultado completo, utilizando muchas más matemáticas, es

(3)

Es un buen resultado. Nos dice que la presión en algún lugar de la estrella varía proporcionalmente con el número de electrones por unidad de volumen en este punto elevado a la potencia 5/3. No debería preocuparnos el hecho de no haber obtenido el valor correcto de la constante de proporcionalidad mediante nuestro desarrollo aproximado: lo importante es que todo lo demás sí es correcto. De hecho, ya habíamos dicho que era probable que nuestra estimación del momento de los electrones fuera un poco demasiado grande, y esto explica por qué nuestra estimación de la presión es mayor que el valor correcto.

Conocer el valor de la presión en función de la densidad de electrones es un buen punto de partida, pero nos convendría más expresarla en función de la densidad de masa de la estrella. Lo podemos hacer si suponemos (cosa que es muy poco arriesgada) que la inmensa mayor parte de la masa proviene de los núcleos y no de los electrones (la masa de un solo protón es 2.000 veces mayor que la de un electrón). También sabemos que el número de electrones debe ser igual al de protones, porque la estrella es eléctricamente neutra. Para obtener la densidad de masa necesitamos saber cuántos protones y neutrones hay por metro cúbico, y no nos deberíamos olvidar de los neutrones, porque son un producto derivado de la fusión nuclear. En las enanas blancas más ligeras, el núcleo estará compuesto predominantemente por helio 4, el producto final de la fusión del hidrógeno, y esto significa que habrá una misma cantidad de protones y de neutrones. Vamos a introducir un poco de notación. El número de masa atómica, A, se utiliza normalmente para contar el número total de protones y neutrones que hay en un núcleo, y A = 4 para el helio 4. El número de protones en un núcleo se representa mediante el símbolo Z; para el helio, Z = 2. Ahora podemos escribir la relación entre la densidad de electrones, n, y la densidad de masa, ρ, como

n = /(mρA),

donde hemos supuesto que la masa del protón, mρ, es la misma que la del neutrón, lo cual es más que correcto para lo que nos interesa. La magnitud mρA es la masa de cada núcleo; ρ/mρA es entonces el número de núcleos por unidad de volumen, que, multiplicado por Z, da como resultado el número de protones por unidad de volumen, el cual debe ser igual al número de electrones, que es lo que dice la ecuación.

Podemos emplear esta ecuación para sustituir n en la ecuación (3) y, puesto que n es proporcional a ρ, la consecuencia es que la presión varía proporcionalmente a la densidad elevada a la potencia 5/3. La notable relación física que acabamos de descubrir es que

(4)

y los valores absolutos de presión, cosa que abstraemos utilizando el símbolo κ. Conviene señalar que κ depende de la relación entre Z y A, por lo que tendrá distintos valores para diferentes tipos de enana blanca. Agrupar varios números en un símbolo nos ayuda a «ver» lo que es importante. En este caso, los símbolos podrían distraernos de la idea principal, que es la relación entre la presión y la densidad en la estrella.

Antes de seguir adelante, fijémonos en que la presión debida a la agitación cuántica no depende de la temperatura, sino solo de cuánto estrujamos la estrella. También habrá una contribución adicional a la presión de los electrones correspondiente simplemente al hecho de que estos se mueven «normalmente» de un sitio a otro debido a su temperatura, y cuanto más caliente esté la estrella, más rápido se moverán. No nos hemos molestado en hablar de esta fuente de presión porque no tenemos mucho tiempo y, si la calculásemos, veríamos que su magnitud es muchísimo menor que la de la presión cuántica.

Por fin estamos en disposición de introducir nuestra fórmula para la presión cuántica en la ecuación clave (1), que se merece que la repitamos aquí:

(1)

Pero no es tan fácil como parece, porque necesitamos conocer la diferencia de presiones entre las caras superior e inferior del cubo. Podríamos reescribir por completo la ecuación (1) en función de la densidad en el interior de la estrella, que a su vez varía de un punto a otro (como debe ser, pues de lo contrario no habría diferencia de presión entre las caras del cubo) y, a continuación, podríamos tratar de resolver la ecuación para determinar cómo varía la densidad con la distancia respecto al centro de la estrella. Hacer esto supone resolver una ecuación diferencial, y queremos evitar este nivel de matemáticas. Así que vamos a ser más ingeniosos y a pensar más (y calcular menos) para poder sacar provecho de la ecuación (1) para deducir una relación entre la masa y el radio de una enana blanca.

Obviamente, el tamaño de nuestro pequeño cubo y su ubicación dentro de la estrella son completamente arbitrarios, y ninguna de las conclusiones que vamos a extraer sobre la estrella en su conjunto puede depender de los detalles del cubo. Empecemos por hacer algo que podría parecer inútil. Tenemos todo el derecho de expresar la ubicación y el tamaño del cubo en función del tamaño de la estrella. Si R es el radio de la estrella, entonces podemos escribir la distancia del cubo al centro de la estrella como r = aR, donde a es simplemente un número sin dimensiones entre 0 y 1. Sin dimensiones quiere decir que es un número puro, sin unidades asociadas. Si a = 1, el cubo se encuentra en la superficie de la estrella, y si a = 1/2, está a medio camino entre el centro y la superficie. Análogamente, podemos escribir el tamaño del cubo en función del radio de la estrella. Si L es la longitud de una cara del cubo, podemos escribir L = bR, donde de nuevo b es un número puro, que será muy pequeño si queremos que el cubo sea pequeño en comparación con la estrella. Todo esto no tiene absolutamente nada de profundo y, a estas alturas, debería parecernos tan evidente que podríamos pensar que es inútil. Lo único digno de mención es que R es la distancia natural que hemos de utilizar, porque no hay otras distancias relevantes para una estrella enana blanca que hubieran podido servir como alternativas razonables.

Del mismo modo, podemos seguir con nuestra extraña obsesión y expresar la densidad de la estrella en la ubicación del cubo en función de la densidad media de la estrella. Es decir, podemos escribir κ = f donde f es, una vez más, un número adimensional, y es la densidad media de la estrella. Como ya hemos señalado, la densidad del cubo depende de su posición dentro de la estrella (si está más cerca del centro, será más denso). Puesto que la densidad media no depende de la posición del cubo, f sí tiene que hacerlo (esto es, f depende de la distancia r, lo cual evidentemente significa que depende del producto aR). Esta es la información clave en la que se basa el resto de nuestro cálculo: f es un número adimensional y R no lo es (porque mide una distancia). Esto implica que f solo puede depender de a, pero no de R. Este es un resultado muy importante, porque nos dice que el perfil de densidad de una enana blanca es «invariante de escala». Esto significa que la densidad varía con el radio de la misma manera, con independencia de cuál sea el radio de la estrella. Por ejemplo, la densidad de un punto situado a ³⁄₄ de camino desde el centro de la estrella a la superficie será la misma proporción de la densidad media en todas las enanas blancas, independientemente del tamaño de la estrella. Hay dos maneras de valorar este resultado fundamental, y hemos decidido presentarlas ambas. Uno de nosotros lo explicó así: «Es porque cualquier función de r que carezca de dimensiones (como es el caso de f) solo puede ser adimensional si es función de una variable también adimensional, y la única que tenemos es r/R = a, porque R es la única magnitud con dimensiones de distancia que tenemos a nuestra disposición».

El otro, en cambio, cree que lo siguiente es más claro: «f puede en general depender de una manera complicada de r, la distancia del cubo al centro de la estrella. Pero supongamos en este párrafo que es directamente proporcional a r; esto es, f r. Dicho de otro modo, f = Br, donde B es una constante. Aquí la idea fundamental es que queremos que f sea un número puro, mientras que r se mide en metros (por ejemplo). Esto significa que B debe medirse en 1/metros, para que las unidades de distancia se cancelen mutuamente. Así pues, ¿qué valor debería tener B? No podemos elegir cualquier cosa arbitraria, como “1/metro”, porque esto no tendría sentido ni guardaría relación alguna con la estrella. ¿Por qué no elegir “1/año luz”, por ejemplo, y obtener así un resultado muy distinto? La única distancia que tenemos entre manos es R, el radio físico de la estrella, y estamos, por lo tanto, obligados a utilizarla para asegurarnos de que f siempre será un número puro. Esto significa que f depende únicamente de r/R. Usted debería ser capaz de ver que se puede llegar a la misma conclusión si partimos de la suposición de que f r2, por ejemplo». Que es justo lo que él decía, solo que más largo.

Esto significa que podemos expresar la masa de nuestro cubo, de tamaño L, volumen L3 y situado a una distancia r del centro de la estrella, como Mcubo = f(a)L3ρ Hemos escrito f(a) en lugar de únicamente f, para recordarnos que en realidad f solo depende del valor de a = r/R, y no de las propiedades a gran escala de la estrella. Puede utilizarse el mismo argumento para decir que podemos escribir Min = g(a)M, donde g(a) es de nuevo función únicamente de a. Por ejemplo, la función g(a) evaluada en a = 1/2 nos da la proporción de la masa de la estrella en una esfera cuyo radio es la mitad del de la propia estrella, y nos dice que es igual para todas las enanas blancas, independientemente de cuál sea su radio, según el argumento del párrafo anterior.[12.6] Puede que se haya dado cuenta de que estamos repasando uno por uno los distintos símbolos que aparecen en la ecuación (1) y sustituyéndolos por cantidades adimensionales (a, b, f y g) multiplicadas por magnitudes que dependen únicamente de la masa y el radio de la estrella (la densidad media de la estrella se puede expresar en función de M y R, porque = M/V y V = 4πR3/3, el volumen de una esfera). Para completar la tarea, solo necesitamos hacer lo mismo para la diferencia de presión, que podemos escribir (gracias a la ecuación (4)) como (PinfPsup)A = h(a, b)π5/3, donde h(a, b) es una cantidad adimensional. El hecho de que h(a, b) dependa tanto de a como de b se debe a que la diferencia de presión no solo depende de la posición del cubo (representada por a), sino también de su tamaño (representado por b): un cubo más grande experimentará una mayor diferencia de presión. Lo importante es que, igual que f(a) y g(a), h(a, b) no puede depender del radio de la estrella.

Podemos utilizar las expresiones que acabamos de deducir para reescribir la ecuación (1):

cuyo enunciado es muy complicado. Cuesta creer que estemos a una página de alcanzar nuestro objetivo. Lo más importante es darse cuenta de que esto expresa una relación entre la masa de la estrella y su radio, una relación concreta entre ambos que está a nuestro alcance (aunque, si las matemáticas le han parecido muy complicadas, aún tendrá que hacer un esfuerzo adicional para entenderla). Después de sustituir la fórmula para la densidad media de la estrella (esto es, ρ = M/(4πR3/3)), esta ecuación tan liosa se puede reordenar hasta dar:

(5)

donde

Ahora solo λ depende de las cantidades adimensionales a, b, f, g y h, lo que significa que no depende de las magnitudes que describen la estrella en su conjunto, M y R, y, por lo tanto, debe tomar el mismo valor para todas las enanas blancas.

Si le preocupa lo que sucedería si cambiásemos a y/o b (que equivale a cambiar la ubicación y/o tamaño de nuestro cubo), entonces no ha captado la potencia de este argumento. Si se toma en sentido literal, desde luego parece que modificar a y b alteraría el valor de λ, lo que daría un resultado diferente para RM1/3. Pero esto es imposible, porque sabemos que RM1/3 es algo que depende de la estrella, y no de las propiedades específicas de un pequeño cubo que podamos o no habernos molestado en imaginar. Esto significa que cualquier variación en a o b debe compensarse con los correspondientes cambios en f, g y h.

La ecuación (5) nos dice, muy específicamente, que las enanas blancas pueden existir. Lo dice porque hemos logrado establecer un equilibrio entre la gravedad y la presión (ecuación (1)). Esto no es nada trivial: podría haber sucedido que la ecuación no se cumpliese para ninguna combinación de valores de M y R. La ecuación (5) también predice que la magnitud RM1/3 debe ser constante. Es decir, que, si observamos el firmamento y medimos el radio y la masa de las enanas blancas, deberíamos ver que el radio multiplicado por la raíz cúbica de la masa da el mismo número para todas las enanas blancas. Una predicción realmente osada.

El argumento que acabamos de presentar se puede refinar, porque es posible calcular exactamente cuál debería ser el valor de λ, pero para hacerlo necesitamos resolver una ecuación diferencial de segundo orden en la densidad, algo que queda fuera del alcance de este libro. Recordemos que λ es un número puro: simplemente «es lo que es» y podemos, con unas pocas matemáticas de un nivel más alto, calcularlo. El hecho de que no vayamos a hacerlo explícitamente aquí no resta ningún mérito a nuestros logros: hemos demostrado que las enanas blancas pueden existir y hemos conseguido hacer una predicción que relaciona su masa con su radio. Después de calcular λ(cosa que puede hacerse con un ordenador personal), y de sustituir los valores de κ y G, la predicción es que

RM1/3 = (3,5 × 1017 kg1/3 m) × (Z/A)5/3,

que es igual a 1,1 × 1017 kg1/3 m para núcleos de helio, carbono u oxígeno puros (Z/A = 1/2). Para núcleos de hierro, Z/A = 26/56 y el valor de 1,1 se reduce ligeramente hasta 1,0. Hemos rastreado la literatura académica y recopilado los datos de las masas y radio de 16 estrellas enanas blancas distribuidas por la Vía Láctea, nuestro vecindario galáctico. Para cada una de ellas, hemos calculado el valor de RM1/3 y el resultado es que las observaciones astronómicas revelan que RM1/3 ≈ 0,9 × 1017 kg1/3 m. El grado de acuerdo entre las observaciones y la teoría es alucinante: hemos conseguido predecir la relación entre masa y radio de las enanas blancas utilizando el principio de exclusión de Pauli, el principio de indeterminación de Heisenberg y la ley de la gravedad de Newton.

Evidentemente, existe una cierta discrepancia entre estos valores (el valor teórico de 1,0 o 1,1 y el obtenido a partir de las observaciones de 0,9). Un análisis científico formal pasaría ahora a discutir cuál es la probabilidad de que concuerden teoría y experimento, pero para lo que a nosotros nos interesa este nivel de análisis es innecesario, porque el grado de acuerdo ya es extraordinariamente bueno. De hecho, es asombroso que hayamos sido capaces de obtener este resultado con un margen de error de alrededor del 10%, y es una prueba convincente de que comprendemos medianamente bien las estrellas y la mecánica cuántica.

Los físicos y astrónomos profesionales no dejarían las cosas aquí. Querrían poner a prueba nuestra comprensión teórica con el mayor nivel de detalle posible, y hacerlo implica mejorar la descripción que hemos presentado en este capítulo. En particular, un análisis mejorado tendría en cuenta que la temperatura de la estrella sí tiene cierta influencia sobre su estructura. Además, el mar de electrones se mueve de un sitio a otro en presencia de los núcleos atómicos, de carga eléctrica positiva, y en nuestro cálculo hemos ignorado por completo la interacción entre los electrones y los núcleos (y de los electrones entre sí). Despreciamos estas cosas porque hemos dicho que producirían correcciones bastante pequeñas a nuestro tratamiento más sencillo. Esa afirmación se basa en cálculos más detallados, y es la razón por la que nuestro enfoque simplificado concuerda tan bien con los datos.

Evidentemente, ya hemos aprendido mucho: hemos determinado que la presión de los electrones es capaz de sostener a una estrella enana blanca, y hemos sido capaces de predecir con cierta precisión cómo varía el radio de la estrella si aumenta o disminuye su masa. Observemos que, a diferencia de las estrellas «normales», que consumen ávidamente combustible, las enanas blancas poseen la característica de que, si se les añade masa, su tamaño decrece. Esto sucede porque la materia adicional hace que aumente la gravedad de la estrella, lo que provoca su contracción. En sentido literal, la relación que se expresa en la ecuación (5) parece implicar que necesitaríamos añadir una cantidad infinita de masa para que el tamaño de la estrella se redujese hasta cero. Pero no es eso lo que sucede. Lo importante, como hemos comentado al principio de este capítulo, es que llega un momento en que entramos en un régimen en el que los electrones están tan empaquetados que la teoría de la relatividad especial de Einstein cobra relevancia porque la velocidad de los electrones empieza a aproximarse a la de la luz. El efecto sobre nuestro cálculo es que debemos dejar de utilizar las leyes del movimiento de Newton y sustituirlas por las de Einstein. Esto, como veremos, supone una gran diferencia.

Lo que estamos a punto de descubrir es que, a medida que crece la masa de la estrella, la presión que ejercen los electrones dejará de ser proporcional a la densidad elevada a una potencia de 5/3 y pasará a aumentar más lentamente con la densidad. Haremos el cálculo a continuación, pero podemos ver directamente que esto podría tener consecuencias catastróficas para la estrella. Significa que, cuando añadimos más masa, se producirá el habitual incremento de la gravedad pero un menor aumento de la presión. El destino de la estrella depende de hasta qué punto la presión varíe «más lentamente» con la gravedad cuando los electrones se mueven rápido. Claramente ha llegado el momento de calcular cuál es la presión de un gas de electrones «relativista».

Afortunadamente, no necesitamos sacar la maquinaria pesada de la teoría de Einstein porque el cálculo de la presión en un gas de electrones que se mueven a velocidades próximas a la de la luz sigue un razonamiento muy similar al que acabamos de presentar para un gas de electrones «lentos». La diferencia fundamental es que no podemos escribir que el momento es p = mv, porque esto ya no es correcto. Lo que sí es correcto, no obstante, es que la fuerza que ejercen los electrones sigue siendo igual a la variación de su momento por unidad de tiempo. Anteriormente, hemos deducido que una flota de electrones que rebota en un espejo ejerce una presión de P = 2mv × (nv). En el caso relativista, podemos escribir la misma expresión, siempre que sustituyamos mv por el momento, p. También estamos suponiendo que la velocidad de los electrones es cercana a la de la luz, por lo que podemos sustituir v por c. Por último, aún tenemos que dividir entre 6 para obtener la presión en la estrella. Esto significa que podemos escribir la presión para el gas relativista como P = 2p × nc/6 = pnc/3. Como antes, ahora vamos a utilizar el principio de indeterminación de Heisenberg para decir que el momento típico de los electrones confinados es de h(n/2)1/3, y así

De nuevo, podemos comparar esto con el resultado exacto, que es

Por último, podemos seguir la misma metodología que antes para expresar la presión en función de la densidad de masa en la estrella y deducir la alternativa a la ecuación (4):

P = κρ4/3,

donde κ' hc × (Z/(Amρ))4/3. Como hemos prometido, la presión crece más lentamente con el aumento de la densidad que en el caso no relativista. En concreto, la densidad aumenta proporcionalmente a potencia de 4/3. La razón para esta variación más lenta tiene su origen en el hecho de que los electrones no pueden ir más rápido que la velocidad de la luz. Esto significa que el factor «de flujo», nv, que utilizamos para calcular la presión se satura en un valor de nc y el gas no es capaz de llevar electrones hasta el espejo (o a la cara del cubo) a un ritmo suficiente como para mantener el comportamiento proporcional a ρ5/3.

Ahora podemos explorar las consecuencias de este cambio, porque podemos reutilizar el mismo argumento que en el caso no relativista para derivar la ecuación homóloga a la (5):

κM4/3 GM2.

Este es un resultado muy importante, porque, a diferencia de la ecuación (5), no depende en absoluto del radio de la estrella. La ecuación nos dice que la masa de este tipo de estrella, repleta de electrones que se mueven a la velocidad de la luz, solo puede tomar un valor muy específico. Si sustituimos el valor de κ' del párrafo anterior, obtenemos la predicción de que

Este es exactamente el resultado que hemos presentado al principio de este capítulo para el valor máximo posible de la masa de una enana blanca. Estamos a punto de reproducir el resultado de Chandrasekhar. Lo único que nos queda por entender es por qué este valor en particular es el máximo posible.

Hemos aprendido que, para las enanas blancas que no son demasiado masivas, el radio no es demasiado pequeño y los electrones no están demasiado apretujados. Por lo tanto, su agitación cuántica no es excesiva y sus velocidades son pequeñas en comparación con la de la luz. Hemos visto que estas estrellas son estables, con una relación entre masa y radio de la forma RM1/3 = constante. Imaginemos ahora que añadimos más masa a la estrella. La relación entre masa y radio nos dice que la estrella se contrae y, en consecuencia, los electrones están más comprimidos, lo que significa que se agitan más rápido. Si seguimos añadiendo masa, la estrella se contrae aún más. Así pues, añadir masa hace que aumente la velocidad de los electrones, hasta que llega un momento en que se mueven a velocidades comparables a la de la luz. Al mismo tiempo, la presión pasará lentamente de P ρ−5/3 a P ρ−4/3 y, en este último caso, la estrella solo es estable para un valor concreto de la masa. Si la masa aumenta por encima de dicho valor, la parte derecha de κ'M4/3 GM2 se vuelve más grande que la izquierda, y la ecuación se descompensa. Esto significa que la presión de los electrones (que reside en la mitad izquierda de la ecuación) es insuficiente para contrarrestar el tirón hacia el centro de la gravedad (que se plasma en la mitad derecha) y la estrella debe desmoronarse inexorablemente.

Si fuésemos más cuidadosos en nuestro tratamiento del momento del electrón y nos hubiésemos molestado en sacar las matemáticas avanzadas para calcular los números que faltan (de nuevo, una tarea perfectamente al alcance de un ordenador personal), podríamos hacer una predicción precisa respecto a la masa máxima de una enana blanca, según la cual:

donde ahora hemos expresado la combinación de constantes físicas en función de la masa del Sol (). Fijémonos, por cierto, en que todo el trabajo adicional que nos hemos ahorrado sirve simplemente para obtener la constante de proporcionalidad, cuyo valor es de 0,2. Esta ecuación nos proporciona el límite de Chandrasekhar que buscábamos: 1,4 masas solares para Z/A = 1/2.

Este es realmente el final de nuestro recorrido. El cálculo que hemos llevado a cabo en este capítulo ha sido de un nivel matemático superior al del resto del libro, pero es, en nuestra opinión, una de las demostraciones más espectaculares de la potencia de la física moderna. Desde luego, no es algo «útil», pero sí se trata, sin duda, de uno de los grandes logros de la mente humana. Hemos utilizado la relatividad, la mecánica cuántica y un cuidadoso razonamiento matemático para calcular correctamente el tamaño máximo de un pegote de materia que el principio de exclusión puede sostener contra la gravedad. Esto significa que la ciencia es correcta, que la mecánica cuántica, por extraña que pueda parecer, es una teoría que describe el mundo real. Y esta es una buena manera de terminar.