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Todo lo que puede suceder, sucede

Hemos establecido un marco dentro del cual podemos explorar la teoría cuántica en detalle. Las ideas clave son muy sencillas en cuanto a su contenido técnico, si bien su dificultad estriba en que nos obligan a enfrentarnos a nuestros prejuicios sobre el mundo. Hemos dicho que representaremos una partícula mediante un montón de pequeños relojes desperdigados y que la longitud de la manecilla de cada reloj (elevada al cuadrado) representa la probabilidad de que la partícula se encuentre en ese lugar. Los relojes no son lo más importante, son un artefacto matemático que utilizaremos para llevar la cuenta de las probabilidades de encontrar una partícula en cada lugar. También nos hemos provisto de un procedimiento para sumar los relojes, necesario para describir el fenómeno de la interferencia. Ahora necesitamos atar el último cabo suelto, y buscar la regla que nos diga cómo cambian los relojes de un momento al siguiente. Esta regla sustituirá a la primera ley de Newton, en el sentido de que nos permitirá predecir cómo se comportará una partícula si la dejamos a su aire. Empecemos por el principio e imaginemos que colocamos una única partícula en un punto.

Sabemos cómo representar una partícula en un punto (es lo que se representa en la figura 4.1). Habrá un único reloj situado en ese punto, con una manecilla de longitud uno (porque uno al cuadrado es igual a uno, lo que significa que la probabilidad de encontrar la partícula ahí es del cien por cien). Supongamos que el reloj marca las 12 en punto, aunque esta elección es completamente arbitraria. En lo que se refiere a la probabilidad, la manecilla puede señalar en cualquier dirección, pero debe tomar algún valor inicial, y las 12 en punto es tan bueno como cualquier otro. La pregunta para la que buscamos respuesta es la siguiente: ¿cuál es la probabilidad de que la partícula esté situada en algún otro punto en un instante posterior? Dicho de otra manera, ¿cuántos relojes tendremos que dibujar y dónde tendremos que colocarlos en ese momento posterior? Para Isaac Newton esta habría sido una cuestión muy poco interesante: si colocamos una partícula en algún lugar y no hacemos nada con ella, no se moverá de ahí. Pero la naturaleza afirma, de manera muy categórica, que eso es simplemente erróneo. Newton no podía estar más equivocado.

FIGURA 4.1. El único reloj que representa una partícula que está situada en un punto determinado del espacio.

Esta es la respuesta correcta: en un instante posterior la partícula puede estar en cualquier lugar del universo. Esto significa que tenemos que dibujar un número infinito de relojes, uno en cada punto del espacio que podamos imaginar. Esta frase merece más de una relectura. Y probablemente tengamos que decir algo más al respecto.

Permitir que la partícula esté en cualquier lugar equivale a no suponer nada respecto a su movimiento. Es lo menos sesgado que podemos hacer, lo cual tiene su punto de atractivo ascético,[4.1] aunque hay que reconocer que viola las leyes del sentido común, y quizá también las de la física.

Un reloj es una representación de algo concreto: la probabilidad de que una partícula se encuentre en la posición del reloj. Si sabemos que una partícula está en un lugar determinado en un instante determinado, la representamos mediante un único reloj en dicho punto. La propuesta es que, si partimos de una partícula en reposo en una posición definida en el instante cero, en un instante «cero más un poquito» tendremos que dibujar una cantidad enorme (infinita, de hecho) de relojes en todos los lugares del universo. Esto supone reconocer la posibilidad de que la partícula salte en un instante a cualquier otro lugar del universo. Nuestra partícula se encontrará simultáneamente tanto a un nanómetro como a 1.000 millones de años luz de distancia de la posición inicial, en el núcleo de una estrella en una galaxia remota. Hablando en plata, esto parece una tontería. Para aclarar las cosas: la teoría debe ser capaz de explicar el experimento de la doble rendija y, al igual que provocamos que una onda se expanda cuando metemos el dedo en el agua en calma, con el paso del tiempo un electrón situado inicialmente en algún lugar debe propagarse. Lo que tenemos que determinar con exactitud es cómo se produce esa propagación.

A diferencia de la onda en el agua, lo que proponemos aquí es que la onda de electrón se propaga de manera instantánea hasta ocupar todo el universo. Técnicamente, diríamos que la regla para la propagación de partículas es diferente de la correspondiente a las ondas en el agua, aunque ambas se propagan de acuerdo con una «ecuación de ondas». La ecuación para las ondas en el agua es distinta de la de las ondas de partículas (que es la famosa ecuación de Schrödinger que se ha mencionado en el capítulo anterior), pero ambas codifican la física ondulatoria. Las diferencias están en los detalles de cómo se propagan las cosas de un lugar a otro. Por cierto, si usted sabe algo sobre la teoría de la relatividad de Einstein quizá le inquiete el hecho de que hablemos de que una partícula atraviesa el universo en un instante, porque podría tener la impresión de que hay algo que viaja más rápido que la luz. En realidad, la idea de que una partícula puede estar aquí y, un instante después, en algún otro lugar remoto no contradice por sí misma las teorías de Einstein, porque lo que estas realmente dicen es que la información no puede viajar más rápido que la velocidad de la luz, limitación que también constriñe a la teoría cuántica. Como veremos, la dinámica correspondiente a una partícula que atraviesa el universo de un salto es completamente opuesta a la transferencia de información, porque no podemos saber de antemano adónde saltará la partícula. Parece que estemos construyendo una teoría basada en la pura anarquía, y es natural que haya quien piense que no es posible que la naturaleza se comporte así. Pero, como veremos a lo largo del libro, el orden que observamos en nuestro mundo cotidiano surge en realidad de ese comportamiento increíblemente absurdo.

Si le cuesta aceptar esta anárquica propuesta (que debemos llenar el universo de relojes para poder describir el comportamiento de una sola partícula subatómica de un momento al siguiente), ha de saber que no es el único. Levantar el velo que cubre la teoría cuántica y tratar de interpretar sus mecanismos internos es algo que desconcierta a todo el mundo. Es famosa la afirmación de Niels Bohr según la cual: «Si alguien no experimenta asombro al entrar en contacto con la mecánica cuántica, es porque no la entiende», y Richard Feynman, en la introducción al tercer volumen de sus Feynman Lectures on Physics, escribió que: «Creo que puedo afirmar sin temor a equivocarme que nadie entiende la mecánica cuántica». Por suerte, seguir las reglas es muchísimo más sencillo que tratar de visualizar lo que significan en realidad. La capacidad de extraer cuidadosamente las consecuencias de una serie de hipótesis, sin dejarse distraer por sus implicaciones filosóficas, es una de las habilidades más importantes para un físico. Esto encaja a la perfección con el espíritu de Heisenberg: planteemos nuestras hipótesis iniciales y calculemos sus consecuencias. Si llegamos a un conjunto de predicciones que concuerdan con lo que observamos en el mundo que nos rodea, deberíamos dar por buena la teoría.

Muchos problemas son demasiado complicados para resolverlos de un solo salto mental, y el conocimiento profundo rara vez surge de momentos de «¡eureka!». El truco consiste en cerciorarse de que entendemos cada pequeño paso y, tras un número suficiente de ellos, surgirá una representación más general. O eso, o nos damos cuenta de que hemos tomado un camino equivocado y tenemos que empezar de nuevo desde cero. Los pequeños pasos que hemos esbozado hasta ahora no son complicados en sí mismos, pero la idea de que hemos decidido tomar un solo reloj y convertirlo en una infinidad de ellos es sin duda un concepto chocante, sobre todo si imaginamos que tenemos que dibujarlos todos. Como diría Woody Allen, la eternidad se hace larga, sobre todo al final. Nuestro consejo es no dejarse llevar por el pánico ni darse por vencidos y, en todo caso, lo del infinito es solo un detalle. Nuestra siguiente tarea es determinar la regla que nos diga qué aspecto deben tener todos esos relojes en algún instante posterior al inicial.

La que buscamos es la regla fundamental de la teoría cuántica, aunque tendremos que añadir una segunda regla cuando consideremos la posibilidad de que el universo contenga más de una partícula. Pero lo primero es lo primero: de momento, centrémonos en el caso de una única partícula sola en el universo (nadie podrá acusarnos de ir demasiado rápido). Supondremos que sabemos exactamente dónde se encuentra en determinado instante, lo que nos permitirá representarla mediante un único y solitario reloj. Nuestra tarea específica consiste en identificar la regla que nos dirá cuál habrá de ser el aspecto, en un instante posterior, de todos y cada uno de los nuevos relojes, distribuidos a lo largo y ancho del universo.

Empezaremos por plantear la regla sin ninguna justificación. Enseguida expondremos por qué la regla tiene el aspecto que tiene, pero de momento la trataremos como si fuese una de las reglas de un juego. Dice así: en un tiempo futuro t, la manecilla de un reloj situado a una distancia x del reloj original se ha desplazado en el sentido contrario a las agujas del reloj en un ángulo proporcional a x2. El ángulo es también proporcional a la masa de la partícula, m, e inversamente al tiempo, t. En símbolos, esto significa que debemos girar la manecilla del reloj en sentido antihorario un ángulo proporcional a mx2/t. En palabras, significa que el ángulo será mayor para una partícula más masiva, y también cuanto más alejado se encuentre el segundo reloj del original; y menor cuanto mayor sea el tiempo transcurrido. Este es un algoritmo —o una receta, si se prefiere— que nos dice exactamente qué hemos de hacer para calcular el aspecto de una distribución de relojes en algún instante futuro. En cualquier punto del universo, dibujamos un reloj cuya aguja señala en la dirección que viene dada por nuestra regla. Esto refleja nuestra afirmación de que la partícula puede saltar, y de hecho salta, de su posición inicial a todos los demás puntos del universo, con la consiguiente aparición de nuevos relojes.

Para simplificar la situación, hemos imaginado que al principio solo había un reloj, pero, evidentemente, en cualquier instante del tiempo podría haber ya muchos relojes, que representarían el hecho de que la partícula no se encuentra en una posición definida. ¿Cómo podemos saber lo que hemos de hacer con toda una nube de relojes? La respuesta es que haremos, para cada uno de ellos, lo mismo que hemos hecho en el caso de un solo reloj. La figura 4.2 ilustra esta idea. La nube inicial de relojes se representa mediante pequeños círculos, y las flechas indican que la partícula salta de la ubicación de cada reloj inicial al punto X. Obviamente, esto da lugar a un nuevo reloj en dicho punto por cada reloj inicial, y debemos sumarlos todos para construir el reloj final y definitivo en el punto X. El tamaño de la manecilla de dicho reloj nos dará la probabilidad de encontrar la partícula en X en un instante posterior.

No es tan raro tener que sumar relojes cuando varios de ellos llegan a un mismo punto. Cada reloj corresponde a una manera distinta en que la partícula podría haber llegado a X. Esta suma de relojes tiene sentido si recordamos el experimento de la doble rendija: solo estamos tratando de reformular la descripción de la onda usando relojes. Podemos imaginar dos relojes iniciales, uno en cada rendija. En un instante posterior, cada uno de ellos dará lugar a un reloj en un punto determinado de la pantalla, y tendremos que sumar ambos relojes para obtener el patrón de interferencia.[4.2] Por lo tanto, en resumen, la regla para calcular el aspecto que tendrá el reloj en cualquier punto consiste en transportar todos los relojes iniciales a dicho punto, uno por uno, y a continuación sumarlos todos utilizando la regla para la adición que hemos visto en el capítulo anterior.

FIGURA 4.2. Los saltos de los relojes. Los círculos indican las posiciones de la partícula en cierto instante; debemos asociar un reloj con cada punto. Para calcular la probabilidad de encontrar la partícula en el punto X tenemos que permitir que la partícula salte hasta él desde todas las posiciones iniciales. Las flechas representan algunos de los saltos. La forma de las líneas no tiene ningún significado y, desde luego, no implica que la partícula haya seguido alguna trayectoria entre la ubicación de un reloj y el punto X.

Puesto que hemos desarrollado este lenguaje para describir la propagación de ondas, también podemos utilizarlo para pensar en otros tipos de ondas más habituales. De hecho, la idea se remonta a mucho tiempo atrás. Como es bien sabido, ya en 1690 el físico holandés Christiaan Huygens describió así la propagación de ondas de luz. Él no hablaba de relojes imaginarios, sino que insistía en que debíamos ver cada punto de una onda de luz como una fuente de ondas secundarias (igual que cada reloj da lugar a muchos relojes secundarios). Después estas ondas secundarias se combinan para producir la nueva onda resultante. El proceso se repite, de manera que cada punto en la nueva onda actúa también como fuente de más ondas, que de nuevo se combinan, y así es como avanza la onda.

Ahora podemos volver sobre algo que, muy legítimamente, podría haber estado resultando molesto. ¿Por qué diablos elegimos la cantidad mx2/t para determinar el ángulo en que debe girar la manecilla del reloj? Esta cantidad tiene un nombre: «acción», y su historia dentro de la física es larga y venerable. Nadie entiende realmente por qué la naturaleza hace uso de ella de una manera tan fundamental, lo que significa que nadie puede explicar por qué las manecillas de los relojes se giran en los ángulos en que se giran. Lo cual a su vez da pie a que nos preguntemos: ¿cómo se dio cuenta alguien de que esto era tan importante? Apareció por primera vez en una obra inédita escrita en 1669 por el filósofo y matemático alemán Gottfried Leibniz, que sin embargo no encontró la manera de utilizarla para realizar cálculos. El científico francés Pierre-Louis Moreau de Maupertuis la volvió a introducir en 1744 y, posteriormente, su amigo el matemático Leonard Euler la utilizó para formular un nuevo y potente principio de la naturaleza. Imaginemos una bola que vuela por el aire. Euler descubrió que la bola recorre una trayectoria tal que la acción calculada entre cualesquiera dos puntos de la misma tiene siempre el valor mínimo posible. En el caso de la bola, la acción está relacionada con la diferencia entre su energía cinética y su energía potencial.[4.3] Es lo que se conoce como el «principio de mínima acción», que se puede utilizar para obtener una alternativa a las leyes del movimiento de Newton. A primera vista, es un principio bastante extraño, porque parece que, para volar de manera que se minimice la acción, la bola debería conocer de antemano adónde se dirige antes de llegar allí. ¿Cómo si no podría viajar por el aire de manera que, al final, la cantidad llamada acción sea mínima? Expresado así, el principio de mínima acción parece teleológico (esto es, da la impresión de que las cosas suceden para alcanzar un objetivo predeterminado). En general, las ideas teleológicas tienen bastante mala reputación en la ciencia, y es fácil entender por qué. En biología, una explicación teleológica de la aparición de criaturas complejas sería equivalente a defender la existencia de alguien que las hubiera diseñado, mientras que la teoría de la evolución a través de la selección natural de Darwin ofrece una explicación más sencilla que cuadra perfectamente con los datos de que disponemos. No hay un componente teleológico en la teoría de Darwin: mutaciones aleatorias producen variaciones en los organismos, y las presiones externas debidas al entorno y a otros seres vivos determinan cuáles de estas variaciones se transmiten a la siguiente generación. Basta con este proceso para dar cuenta de la complejidad que observamos actualmente en la vida sobre la Tierra. Dicho de otro modo, no es necesario un gran designio ni la ascensión gradual de la vida hacia algún tipo de perfección, sino que la evolución de la vida es una caminata aleatoria, generada por la copia imperfecta de genes en un entorno externo en constante cambio. El biólogo francés Jacques Monod, galardonado con el premio Nobel, llegó al extremo de ver en «la negación sistemática o axiomática de la posibilidad de que el conocimiento científico se pueda obtener mediante teorías que impliquen, explícitamente o no, un principio teleológico» uno de los cimientos de la biología moderna.

En lo que a la física se refiere, no hay debate en torno a la validez del principio de mínima acción, ya que permite efectuar cálculos que describen correctamente la naturaleza, y constituye una de sus piedras angulares. Es posible argumentar que el principio de mínima acción no es en absoluto teleológico, pero en cualquier caso el debate queda neutralizado una vez que uno entiende la aproximación de Feynman a la mecánica cuántica. La bola que vuela por el aire «sabe» qué trayectoria elegir porque en realidad explora en secreto todos los caminos posibles.

¿Cómo se descubrió que la regla sobre los ángulos de los relojes tenía algo que ver con esa cantidad denominada acción? Desde un punto de vista histórico, Dirac fue el primero en tratar de encontrar una formulación de la teoría cuántica en la que interviniese la acción, pero, en un gesto de excentricidad, optó por publicar sus resultados en una revista soviética para mostrar así su apoyo a la ciencia de ese país. El artículo, titulado «El lagrangiano en mecánica cuántica», se publicó en 1933 y permaneció muchos años en la oscuridad. En la primavera de 1941, el joven Richard Feynman había estado pensando sobre la manera de desarrollar una nueva aproximación a la teoría cuántica utilizando la formulación lagrangiana de la mecánica clásica (que es la formulación que se deriva del principio de mínima acción). En una fiesta conoció a Herbert Jehle, un físico europeo que estaba pasando una temporada en Princeton, y, como es habitual entre los físicos cuando han tomado unas copas, empezaron a comentar las ideas que estaban investigando. Jehle recordó el oscuro artículo de Dirac, y al día siguiente lo encontraron en la biblioteca de Princeton. Feynman empezó inmediatamente a calcular utilizando el formalismo de Dirac y, a lo largo de una tarde en compañía de Jehle, descubrió que podía derivar la ecuación de Schrödinger de un principio de acción. Fue un gran avance, aunque al principio Feynman supuso que Dirac ya lo habría hecho, porque era muy fácil. Fácil, claro está, si uno es Richard Feynman. Más adelante, Feynman le preguntaría a Dirac si sabía que, con unos pocos pasos matemáticos más, su artículo de 1933 se podía utilizar de esa manera. Tiempo después, Feynman recordaría cómo Dirac, tumbado en el césped en Princeton tras haber impartido una conferencia más bien deslucida, respondió simplemente: «No, no lo sabía. Es interesante». Dirac fue uno de los físicos más importantes de todos los tiempos, pero también era un hombre de pocas palabras. Eugene Wigner, otro de los grandes, decía que «Feynman es un segundo Dirac, pero humano».

Recapitulemos: hemos planteado una regla que nos permite plasmar toda la nube de relojes que representa el estado de una partícula en un instante dado. Es una regla un poco rara: llene el universo de un número infinito de relojes, la dirección de cuyas agujas diferirá entre sí en una cantidad que depende de una magnitud bastante extraña pero históricamente muy importante llamada «acción». Si en un punto coinciden dos o más relojes, se suman. La regla se basa en la premisa de que debemos darle a la partícula la libertad de saltar desde cualquier lugar del universo a absolutamente cualquier otro en un instante infinitamente pequeño. Hemos dicho al principio que, en última instancia, estas extravagantes ideas deben someterse a prueba en la naturaleza para ver si de ellas surge algo que tenga sentido. Para empezar a hacerlo, veamos cómo algo muy concreto, una de las bases de la teoría cuántica, surge de esta aparente anarquía: el principio de indeterminación de Heisenberg.

EL PRINCIPIO DE INDETERMINACIÓN DE HEISENBERG

El principio de indeterminación de Heisenberg es una de las partes de la teoría cuántica más malinterpretadas, una vía a través de la que todo tipo de charlatanes y mercachifles de sandeces pueden colar sus divagaciones filosóficas. Lo presentó en 1927 en un artículo cuyo título, «Über den anschaulichen Inhalt der quantentheoretischen Kinematik und Mechanik», es de muy difícil traducción. En particular la palabra anschaulich, que significa algo como «físico» o «intuitivo». Al parecer, le movía el profundo disgusto que le producía el hecho de que la versión de Schrödinger de la teoría cuántica, más intuitiva, gozaba de una mayor aceptación que la suya, a pesar de que ambos formalismos producían los mismos resultados. En la primavera de 1926, Schrödinger estaba convencido de que su ecuación para la función de onda ofrecía una representación visual de lo que sucedía en el interior de los átomos. Pensaba que su función de onda era algo que se podría visualizar, y que estaba relacionada con la distribución de carga eléctrica dentro del átomo. Lo cual resultó ser incorrecto, pero al menos hizo que los físicos se sintieran bien durante los primeros seis meses de 1926, hasta que Born introdujo su interpretación probabilista.

Heisenberg, por su parte, había construido su teoría utilizando matemáticas abstractas, lo que permitía predecir con gran precisión los resultados de los experimentos, pero no era susceptible de ofrecer una interpretación física clara. Heisenberg expresó su irritación en una carta a Pauli de 8 de junio de 1926, pocas semanas antes de que Born pusiese sus palos metafóricos en las ruedas de la aproximación intuitiva de Schrödinger. «Cuanto más pienso en el aspecto físico de la teoría de Schrödinger, más me desagrada. Lo que escribe sobre la Anschaulichkeit de su teoría […], yo lo considero Mist». La traducción de la palabra alemana mist es «basura», «mierda»… o «sandez».

Heisenberg decidió entonces explorar cuál debería ser el significado de la «representación intuitiva», o Anschaulichkeit, de una teoría física. Se planteó la siguiente cuestión: ¿qué puede decir la teoría cuántica respecto a las propiedades familiares de las partículas, como la posición? En el espíritu de su teoría original, propuso que solo tiene sentido hablar de la posición de una partícula si se especifica también cómo se mide. Así, no podemos preguntarnos dónde se encuentra realmente un electrón en el interior de un átomo de hidrógeno sin describir con exactitud qué haríamos para obtener esa información. Puede parecer una cuestión semántica, pero no lo es en absoluto. Heisenberg se dio cuenta de que el mero acto de medir algo introduce una perturbación, y como consecuencia de ello existe un límite a la precisión con la que podemos «conocer» un electrón. En particular, en su artículo original Heisenberg fue capaz de estimar cuál es la relación entre la precisión con la que podemos medir simultáneamente la posición y el momento de una partícula. En su famoso principio de indeterminación, afirmó que si Δx es la incertidumbre con la que conocemos la posición de un partícula (Δ es el símbolo de la letra griega delta, de manera que Δx se pronuncia «delta de x») y la letra griega Δp es la incertidumbre correspondiente al momento, entonces

donde h es la constante de Planck y el símbolo «~» significa «del orden de magnitud de». En una palabra: el producto de la incertidumbre en la posición de una partícula y la incertidumbre en su momento será aproximadamente igual a la constante de Planck. Esto significa que, cuanto mayor sea la precisión con la que determinamos la posición de una partícula, menos podremos saber sobre el valor de su momento, y viceversa. Heisenberg llegó a esta conclusión al reflexionar sobre la dispersión de fotones por electrones. Los fotones son el medio que tenemos para «ver» el electrón, de la misma manera en que vemos todos los objetos cotidianos cuando detectamos con los ojos los fotones dispersados por dichos objetos. Normalmente, la luz que rebota en un objeto provoca en él una perturbación imperceptible, pero eso no debe hacernos creer que podemos separar por completo el objeto que estamos midiendo del propio acto de medida. Alguien podría suponer que, mediante un experimento convenientemente ingenioso, es posible superar las limitaciones del principio de indeterminación. Demostraremos que no es así, y que este principio es fundamental, porque vamos a llegar a él partiendo únicamente de nuestra teoría de los relojes.

DEDUCIR EL PRINCIPIO DE INDETERMINACIÓN DE HEISENBERG A PARTIR DE LA TEORÍA DE LOS RELOJES

En lugar de partir de una partícula situada en un único punto, imaginemos una situación en la que solo sabemos aproximadamente dónde se encuentra la partícula. Si sabemos que una partícula se encuentra en algún lugar dentro de una pequeña región del espacio, entonces deberíamos representarla mediante una nube de relojes que cubra toda esa región. En cada punto de la misma habrá un reloj, que representa la probabilidad de que la partícula se encuentre en dicho punto. Si elevamos al cuadrado las longitudes de las agujas de los relojes en cada punto, y las sumamos, obtendremos en total el valor uno; es decir, la probabilidad de encontrar la partícula dentro de la región es del cien por cien.

Enseguida utilizaremos nuestras reglas cuánticas para realizar un cálculo complicado, pero antes hemos de confesar que hemos olvidado mencionar un importante apéndice a la regla para calcular la dirección de las manecillas de los relojes. No hemos querido introducirlo antes porque es un detalle técnico, pero si lo ignoramos no obtendremos resultados correctos cuando calculemos probabilidades reales. Está relacionado con lo que hemos dicho al final del párrafo anterior.

Si partimos de un solo reloj, su manecilla ha de tener una longitud igual a uno, porque la partícula debe encontrarse en la posición del reloj con una probabilidad del cien por cien. Nuestra regla cuántica nos dice entonces que, para describir la partícula en un instante posterior, deberíamos transportar este reloj a todos los puntos del universo, lo cual corresponde a que la partícula salte desde su posición inicial. Claramente, las manecillas de todos los relojes no pueden tener longitud uno, porque entonces ya no podríamos utilizarla para calcular las probabilidades. Imaginemos, por ejemplo, que la partícula está descrita por cuatro relojes, correspondientes a cuatro posibles posiciones. Si cada uno de ellos tiene longitud uno, la probabilidad de que la partícula se encuentre en alguna de las cuatro posiciones sería del 400%, lo cual evidentemente no tiene sentido. Para solucionar este problema, además de hacer que las agujas giren en sentido antihorario, debemos reducir su longitud. Esta regla de «reducción» dice que, una vez que han aparecido todos los nuevos relojes, la longitud de cada uno de ellos debe dividirse por la raíz cuadrada del número total de relojes.[4.4] Para cuatro relojes, eso implicará que la longitud de cada manecilla debe dividirse por , lo que significa que, para cada uno de los cuatro relojes finales, esta medirá 1/2. Por lo tanto, hay una probabilidad del (1/2)2 = 25% de que la partícula se encuentre en la posición que ocupa cada uno de los cuatro relojes. De esta manera tan sencilla podemos garantizar que la probabilidad total de que la partícula se encuentre en cualquier lugar siempre será del cien por cien. Evidentemente, el número de posiciones posibles podría ser infinito, en cuyo caso los relojes tendrían un tamaño nulo, lo cual puede parecer preocupante, pero las matemáticas saben cómo manejar la situación. Por lo que a nosotros respecta, siempre podemos imaginar que existe un número finito de relojes y, en cualquier caso, no necesitaremos saber nunca en qué proporción mengua realmente el tamaño de un reloj.

Pensemos de nuevo en un universo que contiene una sola partícula cuya posición no se conoce con precisión. Podemos tratar la siguiente sección como un pequeño rompecabezas matemático (es posible que no le resulte fácil seguir el razonamiento la primera vez que lo lee, y quizá merezca la pena releerlo, pero si consigue entender lo que está sucediendo comprenderá cómo surge el principio de incertidumbre). Por simplicidad, hemos supuesto que la partícula se mueve en una dimensión, lo que significa que está situada en algún lugar de una línea. El caso tridimensional, más realista, no es distinto en lo fundamental, pero sí más difícil de dibujar. En la figura 4.3 hemos esbozado esta situación, representando la partícula mediante una línea de tres relojes. Tenemos que imaginar que hay muchos más relojes —uno en cada punto donde podría encontrarse la partícula—, pero eso sería muy difícil de dibujar. El reloj 3 está a la izquierda de la nube inicial de relojes, y el reloj 1 a la derecha. Insistimos, esto representa una situación en la que sabemos que la partícula se encuentra inicialmente en algún lugar entre los relojes 1 y 3. Newton diría que la partícula permanece entre ambos relojes si nada actúa sobre ella, pero ¿qué dice la regla cuántica? Aquí es donde empieza la diversión: vamos a jugar con las reglas de los relojes para dar respuesta a esta pregunta.

Permitamos que el tiempo transcurra y calculemos lo que sucede con esta línea de relojes. Empezaremos por pensar en un punto en particular (marcado con una X en la figura), situado a gran distancia de la nube inicial. Más adelante seremos más explícitos en cuanto a lo que significa «gran distancia», pero de momento entenderemos simplemente que la aguja del reloj dará muchas vueltas.

FIGURA 4.3. Una línea de tres relojes que marcan la misma hora: esto describe una partícula situada inicialmente en la región de los relojes. Queremos calcular cuál es la probabilidad de encontrar la partícula en el punto X en un instante posterior.

Si aplicamos nuestras reglas, deberíamos transportar cada reloj de la nube inicial al punto X, girando la manecilla y contrayéndolo como corresponda. Físicamente, esto corresponde a que la partícula salte desde esa posición dentro de la nube inicial al punto X. A dicho punto llegarán muchos relojes, uno por cada reloj inicial en la línea, y habrá que sumarlos todos. Una vez hecho esto, el cuadrado de la longitud de la aguja del reloj resultante en el punto X nos dará la probabilidad de encontrar la partícula ahí.

Hagamos números y veamos cuál es el resultado. Supongamos que el punto X está a «10 unidades» de distancia del reloj 1, y que la nube inicial de relojes tiene una extensión de «0,2 unidades». Para responder a la pregunta evidente, «¿Qué distancia es 10 unidades?», es para lo que nos será útil la constante de Planck, pero de momento dejaremos este asunto a un lado y diremos simplemente que una unidad de distancia corresponde a una vuelta completa (doce horas) de la manecilla del reloj. Eso significa que el punto X está aproximadamente a 102 = 100 vueltas completas de la nube inicial (recordemos la regla para calcular las vueltas que da la manecilla). También supondremos que todos los relojes iniciales tenían aproximadamente el mismo tamaño, y que marcaban las 12 en punto. Lo primero equivale a suponer que la probabilidad de encontrar la partícula entre los puntos 1 y 3 de la figura es uniforme. El significado de que todos marquen la misma hora lo veremos cuando llegue el momento.

Para llevar un reloj del punto 1 al X, de acuerdo con nuestra regla, debemos rotar la manecilla en sentido antihorario hasta que dé cien vueltas completas. A continuación, hagamos lo propio con el reloj que inicialmente se encuentra en el punto 3, a 0,2 unidades de distancia. Este tiene que recorrer 10,2 unidades, por lo que la aguja girará algo más que antes: 10,22, que es muy aproximadamente igual a 104 vueltas completas.

Ya tenemos dos relojes en X, correspondientes a que la partícula salte desde los puntos 1 y 3, respectivamente, y ahora debemos sumarlos para comenzar a calcular cómo será el reloj final. Puesto que ambos han completado muy aproximadamente un número entero de vueltas, los dos marcarán poco más o menos las 12 en punto, y su suma dará como resultado un reloj con una manecilla más grande que marcará también esa misma hora. Fijémonos en que lo único que importa es la dirección final que señalan las manecillas de los relojes. No tenemos que llevar la cuenta de cuántas vueltas dan. Hasta ahora, todo bien, pero aún no hemos terminado, porque hay muchos otros relojes entre los extremos izquierdo y derecho de la nube inicial.

Centrémonos ahora en el reloj que ocupa la posición intermedia entre ambos extremos, es decir, el que está en el punto 2. Este reloj se encuentra a 10,1 unidades de distancia de X, lo que significa que su manecilla tendrá que dar 10,12 vueltas, que es muy aproximadamente igual a 102 rotaciones completas (de nuevo, un número entero de vueltas). Tenemos que sumar este tercer reloj a los otros en el punto X y, como antes, esto hará que la longitud de la manecilla crezca aún más. Siguiendo con el razonamiento, hay un punto a medio camino entre los puntos 1 y 2, y si el reloj salta desde ahí su aguja tendrá que dar 101 vueltas completas, lo que de nuevo contribuirá al tamaño de la manecilla final. Pero he aquí la idea importante: si volvemos a tomar el punto intermedio entre estos dos, obtenemos un reloj que tendrá que dar 100,5 rotaciones para llegar al punto X, lo cual corresponde a un reloj que marca las 6 en punto. Si lo sumamos al resto, hará que disminuya la longitud de la manecilla final en X. Si lo pensamos un poco, nos convenceremos de que, aunque a partir de los puntos 1, 2 y 3 obtenemos relojes que marcan las 12 en el punto X, y aunque los puntos situados a medio camino entre 1, 2 y 3 también dan lugar a relojes que marcan las 12, los puntos situados a 1/4 y 3/4 de camino entre los puntos 1 y 3, y 2 y 3, producen relojes que marcan las 6 en punto. En total, son 5 relojes que señalan hacia arriba y cuatro que lo hacen hacia abajo. Cuando los sumamos todos, obtenemos que el reloj en X posee una manecilla minúscula, porque casi todos los relojes se cancelan entre sí.

Evidentemente, esta «cancelación de los relojes» se extiende al caso realista en que consideramos cualquier punto posible situado en la región entre 1 y 3. Por ejemplo, el punto que se encuentra a 1/8 de camino desde el punto 1 aporta un reloj que marca las 9, mientras que debido al punto situado a 3/8 del camino marca las 3; de nuevo, ambos se cancelan entre sí. El efecto neto es que los relojes correspondientes a todas las maneras en que la partícula podría haber viajado desde algún lugar de la nube inicial de relojes al punto X se cancelan entre sí. Esta situación se ilustra en la parte derecha de la figura 4.3. Las flechas representan las manecillas de los relojes que llegan a X procedentes de distintos puntos de la nube inicial. El efecto neto de sumar todas estas flechas es que se cancelan entre sí. Este es el mensaje fundamental con el que debemos quedarnos.

Insistimos, acabamos de demostrar que, si la nube inicial es suficientemente grande y el punto X está suficientemente alejado, entonces, para cada reloj que llega a X marcando las 12 en punto, habrá otro que indique las 6 y lo cancele; para cada reloj que llegue marcando las 3 en punto, habrá otro que señale las 9 y lo cancele, etcétera. Esta cancelación generalizada significa que la probabilidad de encontrar la partícula en el punto X es prácticamente cero. Este resultado es muy prometedor e interesante, porque recuerda mucho a la descripción de una partícula que no se mueve. Aunque partimos de una propuesta en apariencia extravagante, según la cual una partícula podía pasar de estar en un único punto del espacio a encontrarse en cualquier lugar del universo un instante después, ahora hemos descubierto que no es eso lo que sucede si inicialmente tenemos una nube de relojes. Para dicha nube, debido a la manera en que todos los relojes interfieren entre sí, la probabilidad de que la partícula esté lejos de su posición es prácticamente nula. Hemos llegado a esta conclusión como resultado de una «orgía de interferencia cuántica», en palabras del profesor de Oxford James Binney.

Para que la orgía de interferencia cuántica y la correspondiente cancelación de los relojes se produzcan, el punto X debe estar lo suficientemente alejado de la nube inicial como para que las manecillas de los relojes puedan dar muchas vueltas. ¿Por qué? Porque si el punto X está demasiado cerca podría suceder que las manecillas de los relojes no tuvieran ocasión de dar siquiera una vuelta completa, lo que significaría que no se cancelarían entre sí de manera tan efectiva. Imaginemos, por ejemplo, que la distancia del reloj en el punto 1 al punto X es de 0,3, en lugar de 10. Ahora el reloj en el extremo de la nube inicial gira únicamente 0,32 = 0,09 vueltas, lo que significa que marca poco después de la 1 en punto. Análogamente, el reloj del punto 3, en el extremo opuesto de la nube inicial, gira 0,52 = 0,25, y marca las 3 en punto. Por consiguiente, todos los relojes que llegan al punto X marcan horas comprendidas entre la 1 y las 3, lo que significa que no se cancelan entre sí, sino que se suman para dar como resultado un gran reloj que marca aproximadamente las 2 en punto. Todo esto equivale a decir que hay una probabilidad razonable de encontrar la partícula en puntos próximos, aunque exteriores, a la nube inicial. Por «próximos» entendemos que las manecillas no han girado lo suficiente para dar una vuelta completa. Esto empieza a tener un aire a principio de indeterminación, pero aún es un poco vago, así que aclararemos qué queremos decir exactamente con una nube inicial de relojes «suficientemente grande» y con un punto «suficientemente alejado».

Siguiendo los pasos de Dirac y Feynman, nuestra aproximación inicial ha consistido en suponer que el ángulo en el que las manecillas giran cuando una partícula de masa m salta a una distancia x en un tiempo t es proporcional a mx2/t. No basta con decir que es «proporcional a» si lo que queremos es calcular números reales. Necesitamos saber con precisión la magnitud del ángulo en el que giran. En el capítulo 2 hemos hablado de la ley de la gravitación de Newton y, para hacer predicciones cuantitativas, hemos introducido la constante de gravitación de Newton, que determina la intensidad de la fuerza gravitatoria. Con la constante, se pueden introducir números en la ecuación y calcular cosas reales, como el período orbital de la Luna o la trayectoria que ha seguido la cápsula Voyager 2 en su recorrido a través del Sistema Solar. Ahora necesitamos algo parecido para la mecánica cuántica, una constante de la naturaleza que «determine la escala» y nos permita partir de la acción y obtener un resultado preciso sobre cuánto han de girar las agujas de los relojes cuando los movemos a una cierta distancia de su posición inicial en un tiempo determinado. Esa constante es la constante de Planck.

BREVE HISTORIA DE LA CONSTANTE DE PLANCK

En un arranque de genio imaginativo durante la velada del 7 de octubre de 1900, Max Planck fue capaz de encontrar la explicación para la manera en que irradian energía los objetos calientes. A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, uno de los grandes rompecabezas de la física fue encontrar la relación exacta entre la distribución de longitudes de onda de la luz emitida por objetos calientes y su temperatura. Todo objeto caliente emite luz y, a medida que aumenta la temperatura, el carácter de la luz varía. Estamos acostumbrados a la luz de la región visible del espectro, que corresponde a los colores del arcoíris, pero también puede existir luz cuya longitud de onda sea demasiado corta o demasiado larga para que el ojo humano la detecte. La luz con una longitud de onda mayor que la del color rojo se conoce como «infrarroja» y se puede ver usando gafas de visión nocturna. Las longitudes de onda aún mayores corresponden a las ondas de radio. Por su parte, la luz cuya longitud de onda es algo menor que la del color azul se denomina «ultravioleta», y aquella con la menor longitud de onda se conoce genéricamente como «radiación gamma». A temperatura ambiente, un pedazo de carbón que no esté ardiendo emitirá luz en el rango infrarrojo del espectro. Pero si lo lanzamos al fuego empezará a brillar con luz roja. Esto es porque, a medida que aumenta la temperatura del carbón, disminuye el valor medio de la longitud de onda de la radiación que emite. El aumento en la precisión de las medidas experimentales que se produjo durante el siglo XIX evidenció que nadie sabía cuál era la fórmula matemática correcta para describir esta observación. Es lo que en general se conoce como «el problema del cuerpo negro», porque los físicos denominan «cuerpos negros» a los objetos ideales que absorben y reemiten toda la radiación que reciben. Era un problema grave, porque ponía de manifiesto la incapacidad para comprender el carácter de la luz emitida por cualquier objeto.

Planck había estado pensando sobre este asunto y otros relacionados en los campos de la termodinámica y el electromagnetismo durante muchos años antes de ser nombrado catedrático de física teórica en Berlín. Antes de contactar con Planck, les habían ofrecido el puesto a Boltzmann y a Hertz, pero ambos lo habían rechazado. Lo cual resultó ser providencial, porque Berlín era el centro de las investigaciones experimentales sobre la radiación del cuerpo negro, y la inmersión de Planck en el corazón de los trabajos experimentales fue clave para su posterior proeza teórica. A menudo se da la circunstancia de que los físicos trabajan mejor cuando pueden tener conversaciones diversas y casuales con sus colegas.

Conocemos con tanta precisión la fecha y la hora de la revelación de Planck porque había pasado la tarde del domingo 7 de octubre de 1900 con su familia en compañía de su colega Heinrich Rubens. Durante la comida, discutieron la incapacidad de los modelos teóricos de la época para explicar los detalles de la radiación del cuerpo negro. Por la noche, Planck garabateó una ecuación en una postal y se la envió a Rubens. Resultó ser la fórmula correcta, pero era verdaderamente muy extraña. Más tarde, Planck la describiría como «un acto de desesperación», después de haber probado todo lo que se le ocurrió. En realidad, no se sabe a ciencia cierta cómo se le ocurrió la ecuación. En su magnífica biografía de Albert Einstein, El Señor es sutil, Abraham Pais escribe: «Su razonamiento era disparatado, pero su locura poseía esa cualidad divina que solo las más grandes figuras de momentos de transición pueden aportar a la ciencia». La propuesta de Planck era tan inexplicable como revolucionaria. Descubrió que podía explicar la radiación del espectro del cuerpo negro, pero solo si suponía que la luz emitida estaba compuesta de un gran número de pequeños «paquetes» de energía. Dicho de otra manera, la energía total está cuantizada en unidades de una nueva constante fundamental de la naturaleza, que Planck llamó «cuanto de acción» y que hoy conocemos como constante de Planck.

Lo que la fórmula de Planck implica realmente, aunque él no fuese consciente de ello entonces, es que la luz siempre se emite y se absorbe en paquetes o cuantos. En notación moderna, estos paquetes poseen una energía E = hc/λ, donde λ (lambda) es la longitud de onda de la luz, c es la velocidad de la luz y h es la constante de Planck, que en esta ecuación sirve como factor de conversión entre la longitud de onda y la energía del cuanto correspondiente. Fue Albert Einstein quien propuso, sin demasiada confianza en un principio, la idea de que la cuantización de la energía de la luz emitida se debe a que la propia luz está compuesta de partículas. Lo hizo durante su gran estallido de creatividad en 1905, el annus mirabilis que también produjo la teoría de la relatividad especial y la ecuación más famosa de la historia de la ciencia, E = mc2. Einstein obtuvo el premio Nobel en Física en 1921 (que, por oscuras razones burocráticas de la organización del Nobel, recibió en 1922) por su trabajo sobre el efecto fotoeléctrico, y no por sus famosas teorías de la relatividad. Einstein propuso que la luz se podía entender como un flujo de partículas (no utilizó entonces la palabra «fotones») y entendió, de un modo correcto, que la energía de cada fotón es inversamente proporcional a su longitud de onda. Esta conjetura de Einstein es el origen de una de las paradojas más famosas de la teoría cuántica: el hecho de que las partículas se comportan como ondas, y viceversa.

Planck quitó los primeros ladrillos de los cimientos de la representación de la luz de Maxwell al demostrar que la energía de la luz emitida por un objeto caliente solo se puede describir si se emite en cuantos. Fue Einstein quien retiró los ladrillos que hicieron que todo el edificio de la física clásica se viniese abajo. Su interpretación del efecto fotoeléctrico obligaba a asumir no solo que la luz se emite en pequeños paquetes, sino también que interactúa con la materia en forma de paquetes localizados. Esto es, que la luz realmente se comporta como un flujo de partículas.

La idea de que la luz está compuesta de partículas —es decir, que «el campo electromagnético está cuantizado»— suscitó una gran controversia y tardó varias décadas en aceptarse. La reticencia de los colegas de Einstein a asumir la idea del fotón se puede detectar en la propuesta, coescrita por el propio Planck, para el ingreso de Einstein en la prestigiosa Academia Prusiana en 1913, ocho años después de que este introdujese la idea del fotón:

En resumen, podría decirse que no hay ninguno de los grandes problemas en que la física moderna es tan rica a cuya resolución Einstein no haya hecho una contribución notable. No se le debería reprochar demasiado que en ocasiones haya errado el blanco con sus especulaciones, como por ejemplo con su hipótesis de los cuantos de luz, ya que no es posible introducir ideas realmente nuevas incluso en la más exacta de las ciencias sin asumir ciertos riesgos.

En otras palabras, nadie pensaba en realidad que los fotones fueran reales. La creencia más extendida era que Planck pisaba sobre seguro porque su propuesta tenía más que ver con las propiedades de la materia —los pequeños osciladores que emitían la luz— que con la luz en sí. Sencillamente, todo era demasiado raro como para creer que había que sustituir las hermosas ecuaciones ondulatorias de Maxwell por una teoría de partículas.

Mencionamos esta historia en parte para dejar claro que aceptar la teoría cuántica provoca verdaderas dificultades. Es imposible visualizar algo, como un electrón o un fotón, que se comporta un poco como partícula, un poco como onda y otro poco como ninguna de las dos cosas. Einstein nunca llegó a estar del todo convencido al respecto. En 1951, apenas cuatro años antes de su muerte, escribió: «Cincuenta años dándole vueltas y sigo sin tener respuesta para la pregunta de qué son los cuantos de luz».

Sesenta años después, lo que es indiscutible es que la teoría que estamos desarrollando mediante nuestras nubes de relojes describe, con precisión infalible, los resultados de todos y cada uno de los experimentos que se han ideado para ponerla a prueba.

DE VUELTA AL PRINCIPIO DE INDETERMINACIÓN DE HEISENBERG

Esta es, pues, la historia de la introducción de la constante de Planck. Pero, en lo que a nosotros respecta, lo más importante es darse cuenta de que esta constante es una unidad de «acción», lo que significa que es el mismo tipo de magnitud que la cosa que nos dice cuánto han de girar las manecillas de los relojes. Su valor moderno es 6,6260695729 × 10−34 kg m2/s, verdaderamente minúsculo a escala macroscópica. Esta es la razón por la que en nuestra vida cotidiana no notamos sus ubicuos efectos.

Recordemos que hemos dicho que la acción correspondiente al salto de una partícula de un lugar a otro era igual a la masa de la partícula multiplicada por el cuadrado de la distancia del salto, todo ello dividido entre el intervalo de tiempo durante el que se produce el salto. Esto se mide en kg m2/s, las mismas unidades de la constante de Planck, por lo que si dividimos la acción entre esta constante obtendremos un número puro, sin dimensiones. Según Feynman, este número puro es la cantidad de giro de la manecilla del reloj asociada al salto de una partícula de un lugar a otro. Por ejemplo, si ese número es igual a 1, la manecilla deberá dar una vuelta completa; si es 1/2, tendrá que dar media vuelta, etcétera. En símbolos, la cantidad precisa de giro de la manecilla del reloj para dar cuenta de la posibilidad de que una partícula salte una distancia x en un tiempo t es mx2/(2ht). Fijémonos en que ahora aparece en la fórmula un factor 1/2. Podemos entender que es lo que se necesita para que los resultados concuerden con los experimentos o que procede de la definición de la acción.[4.5] Cualquiera de las dos posibilidades es válida. Ahora que conocemos el valor de la constante de Planck, podemos cuantificar la cantidad de giro de las manecillas y abordar el asunto que antes hemos dejado pendiente, a saber: ¿qué significa realmente saltar una distancia de «10»?

Veamos lo que nos dice nuestra teoría sobre algo pequeño a escala macroscópica, como un grano de arena. La teoría de la mecánica cuántica que hemos desarrollado indica que, si lo colocamos en algún lugar, en un instante posterior podría estar en cualquier lugar del universo. Pero, evidentemente, esto no es lo que sucede con los granos de arena reales. Ya hemos vislumbrado una manera de soslayar este posible problema porque, si existe suficiente interferencia entre los relojes, lo que correspondería a que el grano saltase desde múltiples posiciones iniciales, se cancelarían entre sí y el grano permanecería en reposo. La primera pregunta que debemos responder es ¿cuántas vueltas tendrán que dar las manecillas de los relojes si transportamos una partícula con la masa de un grano de arena una distancia de, por ejemplo, 0,001 milímetros en un tiempo de un segundo? Aunque no podríamos distinguir una distancia tan minúscula a simple vista, continúa siendo bastante grande a escala atómica. Podemos hacer los cálculos fácilmente sustituyendo los números en la regla de Feynman para los relojes.[4.6] El resultado es aproximadamente un billón de vueltas completas de la manecilla. Imaginemos cuánta interferencia sería posible. La consecuencia es que el grano de arena permanece donde está y la probabilidad de que salte una distancia detectable es prácticamente nula, aunque para llegar a esa conclusión hemos tenido que considerar la posibilidad de que saltase en secreto a todos los lugares del universo.

Este es un resultado muy importante. Si ha hecho los cálculos por su cuenta, ya imaginará a qué se debe: la razón es el minúsculo valor de la constante de Planck. Escrita con todas sus cifras, su valor es 0,000000​000​000​000​000​000​000​000​000​000​662​606​957​29 kg m2/s. Dividir prácticamente cualquier número macroscópico por este valor resultará en un montón de vueltas de la manecilla y muchísima interferencia, con la consecuencia de que todos los exóticos recorridos de nuestro grano de arena por el universo se cancelan entre sí, y percibimos a este viajero a través del espacio infinito como una anodina mota de polvo inmóvil en una playa.

Por supuesto, a nosotros nos interesan en particular las circunstancias en las que los relojes no se cancelan entre sí y, como hemos visto, esto sucede si las manecillas no giran más de una sola vuelta. En ese caso, la orgía de interferencia no se produce. Veamos lo que esto significa cuantitativamente.

FIGURA 4.4. Igual que la figura 4.3, salvo por el hecho de que ahora no nos limitamos a unos valores particulares del tamaño de la nube de relojes o de la distancia al punto X.

Volvamos a la nube de relojes, que hemos dibujado de nuevo en la figura 4.4, pero en esta ocasión nuestro análisis será más abstracto, en lugar de utilizar números concretos. Supongamos que la nube de relojes tiene una extensión igual a Δx, y que la distancia al punto X desde su extremo más próximo es de x. En este caso, el tamaño de la nube de relojes, Δx, se refiere a la incertidumbre con la que conocemos la posición inicial de la partícula: sabemos que se encontraba inicialmente en algún lugar de una región de tamaño Δx. Empezando por el punto 1, que es el más cercano a X dentro de la nube inicial de relojes, tendremos que girar la manecilla del reloj correspondiente a un salto desde este punto a X en una cantidad

Vayamos ahora al punto más alejado, el punto 3. Cuando trasladamos el reloj desde aquí hasta X, el giro de su manecilla será algo mayor; esto es

Ahora podemos ser más precisos y exponer la condición para que los relojes propagados desde todos los puntos de la nube inicial no se cancelen mutuamente en X: debe existir menos de una vuelta completa de diferencia entre los relojes procedentes de los puntos 1 y 3, es decir,

W3W1 < una vuelta,

lo cual, sustituyendo las expresiones anteriores, equivale a

Ahora consideremos el caso específico en el que el tamaño del grupo de relojes, Δx, es mucho menor que la distancia x. Eso significa que queremos saber cuál es la probabilidad de que nuestra partícula salte lejos de su dominio inicial. En este caso, la condición para que no se produzca la cancelación entre los relojes, derivada directamente de la ecuación anterior, es

Con algunos conocimientos matemáticos, no es difícil obtener este resultado desarrollando el término entre paréntesis y haciendo caso omiso de todos los términos en los que figure x)2. Podemos hacerlo porque hemos dicho que Δx es muy pequeño en comparación con x, y una cantidad pequeña al cuadrado es algo aún más pequeño.

Esta ecuación expresa la condición para que no se produzca la cancelación de los relojes en el punto X. Sabemos que si los relojes no se cancelan en determinado punto, existe una cierta probabilidad de encontrar la partícula ahí. Así pues, hemos descubierto que, si la partícula se encuentra inicialmente en una nube de tamaño Δx, en un instante posterior t habrá una cierta probabilidad de encontrarla a una gran distancia x de la nube si la ecuación anterior se satisface. Además, esa distancia aumenta con el tiempo, puesto que en la fórmula estamos dividiendo por el tiempo t. En otras palabras, cuanto más tiempo transcurre, mayor es la probabilidad de encontrar la partícula lejos de su posición inicial. Esto empieza a parecerse sospechosamente a una partícula en movimiento. Fijémonos asimismo en que la probabilidad de encontrar la partícula a una gran distancia también aumenta cuanto menor es Δx, es decir, cuanto menor es la incertidumbre sobre la posición inicial. En otras palabras, cuanto mayor es la precisión con la que conocemos la posición de la partícula, más rápido se aleja de su posición inicial. Esto se parece mucho al principio de indeterminación de Heisenberg.

Para relacionarlo todo finalmente, reordenemos un poco la ecuación. Tengamos en cuenta que, para que una partícula llegue desde algún lugar en la nube inicial de relojes al punto X en el instante t, debe saltar una distancia x. Si midiésemos realmente la partícula en X, llegaríamos naturalmente a la conclusión de que la partícula se había desplazado a una velocidad igual a x/t. Además, recordemos que la masa de una partícula multiplicada por su velocidad nos da su momento, por lo que la magnitud mx/t es el momento medido de la partícula. Ahora podemos simplificar la ecuación un poco más, y escribir

donde p es el momento. Esta ecuación se puede reordenar así:

y tiene la importancia suficiente para que la comentemos, porque se parece mucho al principio de indeterminación de Heisenberg.

Dejemos aquí las matemáticas de momento, y aunque no haya seguido el desarrollo con demasiado detalle, podrá reincorporarse al razonamiento a partir de aquí.

Si partimos de una situación en la que nuestra partícula está localizada en una región de tamaño Δx, acabamos de descubrir que, una vez transcurrido un cierto tiempo, podremos encontrarla en cualquier lugar dentro de una región más amplia x. La situación se ilustra en la figura 4.5. Para ser más precisos, esto significa que, si hubiésemos tratado de localizar la partícula inicialmente, lo más probable es que la hubiéramos encontrado en la región interior. Si, por el contrario, no la hubiésemos buscado inicialmente y hubiéramos esperado un poco, habría una cierta probabilidad de encontrarla en un instante posterior en cualquier punto de la región más amplia. Esto significa que la partícula podría haberse movido de una posición en la región interna a otra dentro de la región más amplia. No tiene por qué haberse movido, y aún hay una cierta probabilidad de que se encuentre en la región de dimensión Δx. Pero es muy posible que una medición revele que la partícula se ha alejado hasta el borde de la región más grande.[4.7] Si una medida diese como resultado este caso extremo, llegaríamos a la conclusión de que la partícula se mueve con un momento dado por la ecuación que acabamos de deducir (si no ha seguido el desarrollo matemático, tendrá que confiar en nosotros), esto es, p = hx.

FIGURA 4.5. Una pequeña nube crece con el transcurso del tiempo, lo que corresponde a una partícula inicialmente localizada que se deslocaliza con el tiempo.

Podríamos empezar de nuevo desde el principio y organizarlo todo exactamente igual que antes, para que la partícula se encontrase inicialmente en la región más pequeña, de tamaño Δx. Si midiésemos la partícula, probablemente la encontraríamos en algún lugar del interior de la región más grande, no en su límite externo, y llegaríamos a la conclusión de que su momento es menor que el valor extremo, hx.

Si imaginamos que repetimos este experimento una y otra vez, midiendo el momento de una partícula que se encuentra inicialmente dentro de una pequeña zona de tamaño Δx, normalmente obtendríamos para p un rango de valores entre cero y hx. Decir que «si realizamos este experimento muchas veces, predigo que obtendremos para el momento valores entre cero y hx» equivale a decir que «el momento de la partícula posee una indeterminación de hx». Como con la indeterminación en la posición, los físicos le asignan el símbolo Δp a esta indeterminación, y escriben ΔpΔx ~ h. El símbolo «~» indica que el producto de las indeterminaciones en la posición y en el momento es aproximadamente igual a la constante de Planck (podría ser algo mayor, o algo menor). Si hiciésemos los cálculos con un poco más de precisión, podríamos obtener la ecuación exactamente correcta. El resultado dependería de los detalles de la nube inicial de relojes, pero no merece la pena dedicar más tiempo y esfuerzo a hacerlo, porque esto es suficiente para recoger las ideas fundamentales.

La afirmación de que la indeterminación en la posición de una partícula, multiplicada por la indeterminación en su momento, es (aproximadamente) igual a la constante de Planck es quizá la forma más habitual de expresar el principio de indeterminación de Heisenberg. Lo que nos dice es que, sabiendo que la partícula está localizada en cierta región en un instante inicial, una medición de su posición en algún instante posterior revelará que la partícula se mueve con un momento cuyo valor no se puede predecir con mayor precisión que «algo entre cero y hx». Es decir, si empezamos confinando la partícula en una pequeña región, tiende a saltar cada vez más lejos de dicha región inicial. Esto es algo tan importante que conviene insistir en ello una tercera vez: cuanta mayor es la precisión con la que conocemos la posición de una partícula en un determinado instante, menos sabremos sobre la velocidad con la que se mueve y, por lo tanto, sobre dónde se encontrará en un algún instante posterior.

Esta es exactamente la formulación de Heisenberg de su principio de indeterminación. Constituye el núcleo de la teoría cuántica, pero debe quedar muy claro que en sí misma no es una afirmación nada imprecisa. Es una afirmación sobre nuestra incapacidad de seguir el movimiento de las partículas con precisión, y no hay más espacio para la magia cuántica que el que existe para la magia newtoniana. Lo que hemos hecho a lo largo de las últimas páginas ha sido deducir el principio de indeterminación de Heisenberg a partir de las reglas fundamentales de la física cuántica, plasmadas en las reglas sobre el giro y el tamaño de las manecillas de los relojes, y sobre su suma. De hecho, su origen radica en nuestra proposición de que una partícula puede encontrarse en cualquier lugar del universo un instante después de que hayamos medido su posición. La orgía de interferencia cuántica ha introducido cierta moderación en nuestra extravagante propuesta inicial de que la partícula puede estar en cualquier sitio del universo, y el principio de indeterminación es en cierto sentido todo lo que queda de la anarquía inicial.

Antes de seguir adelante, tenemos que decir algo muy importante respecto a la manera de interpretar el principio de indeterminación. No debemos cometer el error de pensar que la partícula se encuentra realmente en un solo lugar determinado y que la dispersión inicial de los relojes refleja en realidad alguna limitación de nuestro conocimiento. Si pensásemos así, no habríamos podido obtener correctamente el principio de indeterminación, porque no reconoceríamos que debemos tomar los relojes de todos y cada uno de los puntos de la nube inicial, trasladarlos al lejano punto X y después sumarlos todos. Ha sido el hecho de hacer esto lo que nos ha permitido llegar a nuestro resultado. Es decir, hemos tenido que suponer que la partícula llega a X a través de una superposición de muchos recorridos posibles. Más adelante aplicaremos el principio de Heisenberg a varios ejemplos del mundo real. De momento resulta satisfactorio saber que hemos deducido uno de los resultados fundamentales de la teoría cuántica usando nada más que manipulaciones simples de relojes imaginarios.

Para hacernos una mejor idea de lo que significan, introduzcamos algunos números en las ecuaciones. ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar para que haya una probabilidad razonable de que un grano de arena salte fuera de una caja de cerillas? Supongamos que los lados de dicha caja miden 3 centímetros y que el grano de arena pesa 1 microgramo. Recordemos que la condición para que exista una cierta probabilidad de que el grano salte una determinada distancia viene dada por

donde Δx es el tamaño de la caja de cerillas. Calculemos cuál ha de ser el valor de t si queremos que el grano salte a una distancia de x = 4 cm, que excedería cómodamente el tamaño de la caja. Con una sencilla operación algebraica, tenemos

que, si introducimos los números, nos dice que t debe ser mayor que aproximadamente 1021 segundos. Lo cual equivale a unos 6 × 1013 años, que es más de mil veces la edad del universo. Así que es probable que no suceda. La mecánica cuántica es rara, pero no tanto como para permitir que un grano de arena salte sin más fuera de una caja de cerillas.

Para cerrar el capítulo y lanzarnos hacia el siguiente, haremos una última observación. Nuestra deducción del principio de indeterminación se ha basado en la configuración de relojes reflejada en la figura 4.4. En particular, hemos organizado la nube inicial de relojes de tal manera que todos ellos tienen las manecillas del mismo tamaño y marcan la misma hora. Esta disposición corresponde a una partícula inicialmente en reposo dentro de cierta región del espacio (un grano de arena en una caja de cerillas, por ejemplo). Aunque hemos descubierto que lo más probable era que la partícula no permaneciese en reposo, también hemos descubierto que para objetos grandes (y un grano de arena es de hecho muy grande a escala cuántica) este movimiento es completamente indetectable. De manera que en nuestra teoría hay cierto movimiento, pero es imperceptible para objetos lo suficientemente grandes. Obviamente, no estamos teniendo en cuenta algo muy importante, porque lo cierto es que las cosas grandes sí se mueven de un sitio a otro y, recordémoslo, la teoría cuántica es una teoría de todas las cosas, grandes y pequeñas. A continuación, abordaremos este problema: ¿cómo podemos explicar el movimiento?