CAPÍTULO 12
Lord William prestó atención a los cañones, pero era imposible saber cómo iba la batalla sólo por su sonido, aunque estaba claro que el combate había alcanzado un nuevo nivel de ferocidad.
—Si fractus inlabatur orbis —dijo al tiempo que alzaba la mirada hacia la cubierta de arriba.
Grace no dijo nada.
Lord William se rió.
—¡Oh, vamos, querida! ¿no me digas que has olvidado tu Horacio? Es una de las cosas que más me molesta de ti, que no puedas resistirte a traducir mis coletillas.
—Si el cielo se rompiera —dijo lady Grace sin ánimo.
—¡Oh, venga! No es ni mucho menos adecuado, ¿no crees? —le preguntó lord William con severidad—. Te acepto cielo por orbis, aunque yo preferiría universo, pero el verbo requiere una caída, ¿no es cierto? Nunca fuiste la latinista que creías ser. —Volvió a levantar la vista cuando un lastimero golpe sordo resonó por las maderas del barco—. Parece verdaderamente que el cielo se esté cayendo. ¿Tienes miedo? ¿O te sientes completamente a salvo aquí?
Lady Grace no dijo nada. Sentía que ya no le quedaban lágrimas, que había ido a parar a un lugar de abyecto sufrimiento hostigado por los cañones, el horror, el rencor y el odio.
—Yo estoy a salvo aquí —continuó lord William—, pero a ti, querida, te acosan los miedos, tanto que en cualquier momento agarrarás mi pistola y la volverás hacia ti. Tenías miedo, diré yo, de que se repitiera ese divertido episodio del Calliope cuando tu amante te rescató con tanta valentía, y afirmaré que fue imposible evitar que te aniquilases. Demostraré, por supuesto, una lamentable aunque digna tristeza por tu fallecimiento. Insistiré en que tu precioso cuerpo sea trasladado a casa para que pueda enterrarte en Lincolnshire. Unos penachos negros coronarán los caballos de tu funeral, el obispo pronunciará las exequias y mis lágrimas humedecerán tu cripta. Todo se hará como es debido, y tu lápida, tallada del más fino mármol, recordará tus virtudes. No diré que eras una infame fornicadora que se abrió de piernas ante un vulgar soldado, sino que reunías sabiduría y entendimiento, elegancia y caridad, y que poseías una tolerancia cristiana que era un magnífico ejemplo del sexo femenino. ¿Te gustaría que la inscripción fuera en latín?
Ella lo miró pero no dijo nada.
—Y cuando estés muerta, amor mío —prosiguió lord William—, y bien enterrada bajo una losa que recordará tus virtudes, me dedicaré a destruir a tu amante. Lo haré discretamente, Grace, sutilmente, tanto que nunca sabrá el origen de sus desgracias. Hacer que lo expulsen del ejército será fácil, ¿pero luego qué? Ya pensaré en algo, la verdad es que me proporcionará un gran placer contemplar su destino. Una ejecución en la horca, ¿no crees? Dudo que pueda condenarlo por la muerte del pobre Braithwaite, de la que sin duda es el autor, pero ya ideare algo, y cuando esté ahí colgando, retorciéndose y meándose en los pantalones, yo observaré, sonreiré y me acordaré de ti.
Ella continuó mirándolo fijamente con un rostro inexpresivo.
—Me acordaré de ti —repitió, incapaz de disimular el odio que sentía hacia ella—. Recordaré que eras una puta vulgar y corriente, una esclava de tus sucios deseos, una puerca que dejó que se la tirara un plebeyo. —Alzó la pistola.
Los cañones, situados dos cubiertas más arriba, empezaron a disparar de nuevo y con su retroceso hacían temblar las cuadernas hasta el escondite de la dama.
Pero el disparo de la pistola sonó mucho más fuerte que los grandes cañones. Su sonido resonó en aquel confinado espacio, llenándolo de un espeso humo al tiempo que la sangre brillante salpicaba el forro del escondite de la dama. Si fractus inlabatur orbis.
Las olas eran cada vez más grandes, el cielo más oscuro. Hacía un poco más de viento y las nubes de humo se deslizaban hacia el este, pasando en torno a unos barcos inutilizados que arrastraban mástiles y jarcias caídas. Los cañones seguían hendiendo el aire, pero entonces eran menos numerosos, pues las naves enemigas se estaban rindiendo. Esquifes, barcazas y chalupas, algunas de ellas gravemente dañadas por las balas, remaban entre los combatientes transportando a los oficiales británicos que iban a aceptar la rendición de un enemigo. Algunos barcos franceses y españoles habían arriado las banderas pero entonces, con los caprichos de la batalla, sus oponentes habían seguido avanzando y esos barcos habían vuelto a izar sus enseñas, habían colgado todas las velas que habían podido en sus fracturados mástiles y habían puesto rumbo al este. Quedaban muchos más como presas de guerra capturadas, sus cubiertas un caos, sus cascos acribillados y sus tripulaciones aturdidas por la ferocidad del fuego de artillería británico. Los británicos disparaban más deprisa. Estaban mejor entrenados.
El Redoutable, que seguía amarrado al Victory, ya no era francés. La verdad es que apenas era un barco, pues había perdido todos sus mástiles y el fuego enemigo le había destrozado el casco. Una parte de su alcázar se había derrumbado y una bandera británica ondeaba entonces sobre la popa baja. Al Victory le faltaba el palo de mesana, y el palo mayor y el de trinquete eran meros tocones, pero sus cañones seguían estando bien servidos y todavía eran peligrosos. El enorme Santísima Trinidad estaba silencioso, con la bandera arriada. En aquellos momentos la batalla más feroz tenía lugar al norte de este barco, donde unos cuantos miembros de la vanguardia enemiga se habían arriesgado a volver para ayudar a sus compañeros y habían abierto fuego sobre los barcos británicos cansados por la batalla, que cargaron, dispararon, atacaron y volvieron a disparar. Al sur, allí donde el Royal Sovereign de Collingwood había iniciado la batalla, ardía una embarcación. Las llamas se alzaban a una altura que duplicaba la longitud de los mástiles, y los demás barcos, temerosos de las teas que saldrían despedidas cuando estallaran sus pañoles de pólvora, largaron velas para alejarse de él, aunque algunas naves británicas, conscientes de los horrores que soportaba la tripulación del barco incendiado, mandaron pequeños botes para ponerla a salvo. El barco que ardía era francés, el Achille, y el sonido de su explosión fue como un golpe sordo que retumbó por el mar cubierto de restos como el chasquido de la muerte. Una nube de humo, negra como la noche, bullía allí donde había flotado el barco incendiado, mientras las llamaradas de fuego chamuscaban el aire hacia las nubes, caían al mar, silbaban en el océano y se extinguían.
Nelson murió.
Hasta el momento catorce barcos enemigos habían arriado sus banderas. Una docena más seguían luchando. Uno se quemó y se hundió, los demás huían.
El capitán Montmorin, a sabiendas de que Chase tenía intención de abordarlo, había enviado hombres con hachas para que cortaran el palo mayor caído. Otros hombres arremetieron contra las cuerdas de los rezones que sujetaban el Revenant al Pucelle. Montmorin intentaba liberarse cortando los cabos, con la esperanza de poder regresar cojeando a Cádiz y de seguir con vida para combatir en otra batalla.
—¡Quiero que esas carronadas trabajen! —gritó Chase, y los artilleros que habían ayudado a rechazar el abordaje corrieron entonces hacia las achaparradas armas y las apuntaron para disparar contra los hombres que intentaban liberar el Revenant, que aún tenía más problemas, puesto que su vela trinquete se había incendiado. Las llamas se propagaron con extraordinaria rapidez y envolvieron la gran extensión de lona agujereada por las balas, pero los hombres de Montmorin fueron igual de rápidos en cortar las drizas que sujetaban la verga de la vela y dejarla caer a cubierta, donde se expusieron al fuego para arrojar la lona ardiendo por la borda—. ¡Déjenlos! —bramó Chase a los miembros de su tripulación que apuntaban los mosquetes hacia los esforzados marineros franceses. Sabía que el fuego podía extenderse hasta el Pucelle y entonces los dos barcos arderían juntos y explotarían—. ¡Bien hecho! ¡Bien hecho! —Chase aplaudió a la tripulación de su oponente cuando arrojaron el último resto ardiente por la borda. Luego las carronadas retrocedieron en sus correderas y escupieron barriles de balas de mosquete, que mataron a los hacheros que seguían tratando de liberar a los dos barcos de su abrazo mutuo. Un cañón estalló en el Revenant y su sonido resonó terriblemente, mientras los pedazos de la destrozada recámara segaban a los artilleros de la cubierta inferior de Montmorin. Estaban disparando más cañones británicos, pues el Revenant había perdido una docena cuando lo barrieron y el Pucelle seguía hiriendo al barco francés de forma implacable. Un guardiamarina que estaba al mando de los cañones de la cubierta inferior del Pucelle vio que los dos cascos estaban tan cerca que las llamas que salían por la boca de sus treinta y dos libras estaban prendiendo fuego a la madera astillada de la cubierta inferior del Revenant, de modo que ordenó a media docena de hombres que arrojaran cubos de agua a las llamas, no fuera que prendieran y se extendieran hasta el Pucelle.
—¡Infantes de marina! —gritaba Sharpe—. ¡Infantes de marina! —Había reunido a treinta y dos infantes de marina e imaginó que el resto estarían muertos, heridos o vigilando los pañoles de pólvora o a los prisioneros franceses de popa. Tendría que bastar con aquellos treinta y dos—. ¡Vamos a abordarlo! —gritó Sharpe por encima del bramido de los cañones—. Necesitan picas, hachas, alfanjes. ¡Asegúrense de que sus mosquetes están cargados! ¡Deprisa! —Se dio la vuelta al oír el sonido de una espada al desenvainarse y vio al guardiamarina Collier, con los ojos brillantes y todavía empapado con la sangre del teniente Haskell, de pie bajo el palo mayor francés caído que serviría como puente para el abordaje—. ¿Qué demonios hace aquí, Harry? —le preguntó Sharpe.
—Voy con usted, señor.
—¡Y un cuerno! Vaya a vigilar el maldito reloj.
—Ya no hay reloj.
—¡Pues vaya a vigilar otra cosa! —le espetó Sharpe. Los artilleros de la cubierta de intemperie, con el pecho desnudo, manchados de sangre y ennegrecidos por la pólvora, se estaban congregando con picas y alfanjes. Los cañones de la cubierta inferior seguían disparando, sacudiendo ambos barcos con cada disparo. Un par de cañones franceses respondieron y una bala atravesó el grupo de hombres que se reunían para el abordaje, abriendo un sendero de sangre por la cubierta del Pucelle—. ¿Quién tiene una pistola de descarga múltiple? —gritó Sharpe, y un sargento de los infantes de marina sostuvo en alto una de aquellas armas retaconas—. ¿Está cargada? —preguntó.
—Sí, señor.
—Tráigala entonces. —Tomó la pistola, que intercambió por su mosquete, y a continuación comprobó que la sangre seca no hubiera pegado el alfanje a su vaina—. ¡Síganme hasta el alcázar! —gritó Sharpe.
El mástil caído sobresalía por la cubierta de intemperie, pero estaba demasiado alto para poder llegar a él a menos que uno se subiera al caliente tubo de un cañón y se encaramara desde allí. Sería más fácil, consideró Sharpe, ir al alcázar y luego volver por la pasarela de estribor del Pucelle. Desde allí se podría pasar al mástil. Entonces tendría que correr, manteniendo el equilibrio sobre el palo de pino roto antes de saltar a la cubierta del Revenant, y como los dos barcos se movían de forma desigual con el alto oleaje, el mástil cabecearía y se balancearía. Por Dios, pensó Sharpe, por Dios bendito que aquel era un lugar terrible para estar. Le pareció que era como atravesar la brecha de una fortaleza enemiga. Subió las escaleras del alcázar, torció hacia la pasarela e intentó no pensar en lo que estaba a punto de ocurrir. En la pasarela de enfrente había infantes de marina franceses y una horda de defensores armados que esperaban en el combés empapado de sangre del Revenant. Montmorin sabía lo que se avecinaba. En aquel preciso momento la carronada de proa lanzó un demoledor barril de balas de mosquete contra el vientre del Revenant y soltó una cortina de humo por encima de la embarcación.
—¡Ahora! —exclamó Sharpe, y se encaramó al mástil, pero una mano lo retuvo y se dio la vuelta, maldiciendo, para encontrarse con que era Chase.
—Yo primero, Sharpe —lo reprendió Chase.
—¡Señor! —protestó Sharpe.
—¡Ahora, muchachos! —Chase llevaba la espada desenvainada y corría por el improvisado puente.
—¡Vamos! —gritó Sharpe. Corrió detrás de Chase con el pesado fusil de siete cañones en las manos. Aquello era como caminar por la cuerda floja. Miró hacia abajo y vio el mar revuelto y blanco entre los dos cascos, se sintió mareado y se imaginó que caía para morir aplastado cuando los dos cascos chocaran, entonces una bala pasó junto a él, vio que Chase saltaba desde el destrozado extremo del mástil y Sharpe lo siguió, gritando al tiempo que atravesaba el humo de un salto.
Chase había ido hacia la izquierda y había saltado a un espacio despejado por la carronada, aunque todavía estaba abarrotado de cuerpos que se retorcían y la cubierta resbalaba con la sangre reciente. Avanzó a trompicones entre los cadáveres. Los franceses lo vieron, pues sus galones dorados brillaban en la humareda, y gritaron al cargar, pero entonces Sharpe disparó la pistola de descarga múltiple desde el palo y las balas hicieron retroceder a los franceses con una sacudida en medio de una nube de humo. Sharpe bajó de un salto, tiró la pistola de siete cañones a un lado y desenvainó su alfanje. Se había introducido de un salto en la humeante locura de la batalla, no en la calma deliberada de un combate disciplinado en el que los batallones disparaban descargas cerradas, o cuando los majestuosos barcos intercambiaban fuego de artillería, sino en el horror visceral de un combate intestino. Chase había caído entre dos de los cañones franceses de estribor y éstos lo protegían, pero Sharpe se hallaba expuesto y le gritó al enemigo, apartó una pica con un golpe de su alfanje, arremetió contra los ojos de un hombre, falló, entonces un infante de marina le saltó a la espalda al francés y lo arrojó hacia delante, Sharpe le dio una patada en la cabeza al tiempo que al infante de marina le clavaban una pica en la espalda. Blandió el alfanje hacia la derecha, con lo que sin darse cuenta frustró la arremetida de otra pica, luego alargó la mano, agarró de la camisa al marinero francés y tiró de él directo hacia la hoja del alfanje. Sharpe retorció el acero en él vientre de aquel hombre y luego lo extrajo de un tirón. Chillaba como un demonio. Utilizó ambas manos para dar otro golpe con el alfanje a su izquierda y alejó a un oficial francés, que tropezó con el moribundo infante de marina británico y cayó fuera de su alcance. Los muertos formaban una barrera que protegía a Sharpe y a Chase, pero un infante de marina francés estaba trepando por uno de los cañones. Chase se puso en pie como pudo, arremetió con su fina espada contra su atacante y luego disparó una pistola hacia el otro cañón. Sharpe volvió a blandir el alfanje y luego soltó una ovación, cuando un tumulto de infantes de marina y marineros británicos se dejaron caer en cubierta.
—¡Por aquí! —Sharpe saltó por encima de los muertos para llevar el combate hacia la amura del Revenant. Los defensores franceses eran numerosos, pero el camino hacia la popa estaba bloqueado por un número igual de hombres. Los mosquetes chasquearon desde el alcázar, hubo más que dispararon desde el castillo de proa y al menos un defensor resultó muerto por los de su propio bando en medio de aquel fuego enloquecido; Los hombres del Revenant superaban ampliamente a los atacantes, pero los efectivos británicos aumentaban a cada segundo y la tripulación del Pucelle quería vengarse por el barrido con el que les había castigado el Revenant. Arremetían a cuchilladas y estocadas, gritaban, golpeaban y derribaban a los enemigos. Un artillero que blandía una pica apartó una espada de un golpe, le aplastó la cabeza a un francés y luego se vio empujado por los que venían por detrás. Chase les gritaba a los hombres que lo siguieran hacia la popa, hacia el alcázar, en tanto que Sharpe encabezaba un enjambre de hombres enloquecidos hacia la proa—. ¡Mátenlos! —gritó—. ¡Mátenlos!
Después no recordaría casi nada de aquel combate, pues rara vez se acordaba de semejantes reyertas. Eran demasiado confusas, demasiado estruendosas, demasiado llenas de horror, tan llenas de horror que en realidad se avergonzaba cuando recordaba lo que disfrutaba con ello, pero lo cierto es que disfrutaba. Era la felicidad de ser arrojado a la carnicería, de que te despojaran de cualquier vínculo con la civilización. También era lo que se le daba bien a Sharpe. Era el motivo por el que llevaba un fajín de oficial en lugar del cinturón de soldado raso, porque en casi todas las batallas llegaba un momento en que las disciplinadas filas se disolvían y uno simplemente tenía que clavar las uñas, arañar y matar como una bestia. En aquel tipo de combate no matabas a nadie a larga distancia, sino que antes de masacrar al enemigo te acercabas a él tanto como un amante.
Para enzarzarse en aquel tipo de reyerta hacía falta una cierta ira, una cierta locura, o una cierta desesperación. No obstante, eran ésas las cualidades que conducían el combate y que eran avivadas por una determinación por ganar. Sólo eso. Derrotar a los hijos de puta, demostrar que el enemigo no tenía la misma valía. Un buen soldado era el dueño de un estercolero empapado de sangre, y Richard Sharpe era un buen soldado.
Su ira se enfriaba durante el combate. Puede que el miedo lo hubiera acosado antes de empezar la batalla y que tuviera muchas ganas de haber encontrado una excusa para no cruzar el tembloroso puente del mástil que lo arrojaría a una multitud de enemigos, pero una vez allí luchó con una precisión que resultaba letal. Le daba la impresión de que el paso del tiempo se hacía más lento y que eso le permitía ver claramente las intenciones de todos sus enemigos. A su derecha, un hombre retiraba una pica, de modo que podía ignorar la amenaza porque la pica tardaría al menos unos instantes en embestir, y mientras tanto un hombre con barba que tenía enfrente ya hacía descender su alfanje. Sharpe hizo girar la punta de su propia hoja en la garganta de aquel hombre y a continuación echó rápidamente el alfanje a la derecha para detener la arremetida de la pica, aunque Sharpe estaba mirando a su izquierda. No vio ningún peligro inminente, volvió a mirar a la derecha, levantó la hoja y le dio en la cara al piquero, miró de nuevo al frente y entonces cargó contra el piquero empujándolo con el hombro. Lo hizo retroceder de manera que cayó contra un cañón y Sharpe pudo levantar el alfanje y, con ambas manos, hacerlo descender hasta clavarlo en el vientre de aquel hombre. La punta dio en la cureña de madera del arma y Sharpe desperdició un segundo tirando de ella para soltarla. Los marineros británicos pasaron junto a él con un retumbo y obligaron a los franceses a retroceder dos o tres pasos más en su cubierta. Sharpe trepó al cañón y saltó por el otro lado. Allí un francés intentó rendirse, pero Sharpe no se atrevió a dejar a un hombre a sus espaldas, por lo que propinó un corte en la muñeca al francés para que de este modo no pudiera utilizar el hacha que había soltado, y luego le dio una buena patada en la entrepierna antes de subir al siguiente cañón. Los espacios entre los cañones servían de refugio a los franceses, y Sharpe quería hacerlos salir de ahí y conducirlos hacia las picas y hojas de los asaltantes.
La tripulación de la barcaza de Chase había seguido a éste hacia la popa, librando su propia batalla hacia las escaleras del alcázar, pero Clouter había llegado tarde a la lucha, puesto que había sido él quien había disparado la carronada proel de estribor del Pucelle contra la concentración de defensores justo cuando Chase encabezada la carga por el mástil. El negro grandote se acercó por el palo mayor caído, saltó a cubierta y se dirigió a la popa dando alaridos para que los apiñados marineros le dejaran paso. En cuanto estuvo en la primera fila, despejó el lado de babor de la cubierta de intemperie del Revenant, en tanto que Sharpe conducía el ataque a lo largo del costado de estribor. Clouter utilizaba un hacha que blandía con una mano, y no hacía caso de los hombres que intentaban rendirse, sino que acababa con ellos en una orgiástica matanza. En esos momentos los marineros se entregaban, soltaban hachas o espadas, levantaban las manos o se arrojaban a cubierta para fingirse muertos. Sharpe apartó una pica con un golpe de su hoja, hirió en los ojos a un francés y luego no encontró a nadie que se le opusiera, pero una bala de mosquete le dio en el dobladillo de la casaca y se dio la vuelta para buscar a sus infantes de marina.
—¡Disparen a esos hijos de puta! —gritó mientras señalaba hacia la cubierta del castillo de proa, donde algunos miembros de la tripulación de Montmorin seguían defendiéndose. Uno de los infantes de marina apuntó un fusil de siete cañones, pero Sharpe se lo arrebató—. Usa el mosquete, muchacho.
Envainó el alfanje, empujando la hoja manchada de sangre coagulada por el cuello de la vaina, luego corrió entre los franceses derrotados y se dirigió a la escalera de cámara de proa que conducía a la cubierta inferior. El Revenant era el buque gemelo del Pucelle; de hecho, a Sharpe le parecía que estaba luchando en el Pucelle de tanto como se parecían los dos barcos. Se abrió paso a empujones entre el enemigo y se metió en las sombras del castillo de proa. Un artillero arremetió de manera desganada contra Sharpe con la lanada de un cañón y éste le golpeó en la cabeza con la culata del fusil de descarga múltiple y luego les gritó a esos cabrones que se apartaran de su camino. Los infantes de marina lo seguían. Dos acobardados franceses estaban escondidos en la cocina, cuyo enorme fogón de hierro habían destrozado los disparos. Sharpe oía los grandes cañones que disparaban abajo y que llenaban el barco con su estruendoso retumbo, aunque no sabía si eran los cañones del Revenant o del Pucelle los que disparaban. Bajó por la escalera de cámara hacia la penumbra de la cubierta inferior.
Se deslizó sobre su trasero, aterrizó con un golpe sordo y acto seguido apuntó la pistola de descarga múltiple por la cubierta inferior. Apretó el gatillo, añadiendo más humo al que ya se arremolinaba bajo los baos, y entonces desenvainó el alfanje.
—¡Se ha terminado! —gritó—. ¡Dejen de disparar! ¡Dejen de disparar! —lamentó no saber francés—. ¡Dejen de disparar, cabrones! ¡Alto el fuego! ¡Se ha terminado! —Un artillero, sordo a los gritos de Sharpe y medio cegado por el humo, empujó un canutillo lleno de pólvora en el oído del cañón y Sharpe le dio un golpe con el alfanje—. ¡Ya basta, he dicho! ¡Dejen de disparar!
Dos disparos del Pucelle resonaron por todo el barco. Sharpe desenfundó su pistola. Los artilleros franceses más próximos no hacían otra cosa que mirarlo fijamente. En la cubierta yacían docenas de muertos, algunos de ellos con grandes astillas de madera sobresaliéndoles del cuerpo. El palo mayor tenía un pedazo arrancado en un lado. La cubierta estaba chamuscada allí donde el cañón había estallado.
—¡Se ha terminado! —chilló Sharpe—. Aléjense de ese cañón. ¡Aléjense! —Puede que los franceses no hablaran inglés, pero entendieron perfectamente la pistola y el alfanje. Sharpe se dirigió a una porta—. ¡Pucelle! ¡Pucelle!
—¿Quién es? —le respondió una voz.
—¡El alférez Sharpe! ¡Han dejado de luchar! ¡No disparen! ¡No disparen!
Una última pieza escupió humo y llamas contra el vientre del Revenant y luego se hizo el silencio: los grandes cañones habían dejado por fin de disparar. Un artillero salió arrastrándose por una de las portas inferiores del Pucelle y se metió en el Revenant, por cuya cubierta caminaba Sharpe, pasando por encima de los cadáveres, trepando por un cañón caído, haciendo gestos para que los artilleros franceses se arrodillaran o se tumbaran en el suelo. Lo seguían tres infantes de marina con las bayonetas caladas.
—¡Al suelo! —espetaba Sharpe al enemigo ennegrecido por la pólvora y con los ojos desorbitados—. ¡Al suelo! —Se dio la vuelta y vio que por la escalera de cámara acudían más infantes de marina y marineros británicos—. Desarmen a estos cabrones —gritó— y llévenlos a cubierta. Pasó por encima de los restos astillados de una de las bombas del barco. Un oficial francés se acercó a él con la espada desenvainada, pero al ver el rostro de Sharpe soltó la hoja, que cayó al suelo con un repiqueteo. Nuevos artilleros del Pucelle se escurrían por las portas del barco británico y se introducían por las portas francesas para saquear todo lo que pudieran.
Sharpe atravesó una ennegrecida zona de cubierta donde había explotado una de sus granadas. Los franceses lo miraban con recelo. Apartó a un hombre con la hoja de su alfanje y luego torció por la escalera de cámara de popa y se metió en la bañera del barco, que estaba iluminada con una docena de faroles.
Casi deseó no haber bajado por la escalera porque allí había montones de hombres sangrando y muriendo. El vientre del barco, mojado de rojo, era el reino de la muerte, el lugar donde los hombres que habían recibido heridas muy graves acudían para enfrentarse al cirujano y, con toda probabilidad, a la eternidad. Olía a sangre, a excrementos, a orina y a terror. El cirujano, un hombre de pelo cano con una barba manchada de sangre, levantó la vista de la mesa donde, con unas manos rojas hasta las muñecas, hurgaba en el vientre de un hombre.
—Salga de aquí —le dijo en un buen inglés.
—Cierre la boca —replicó Sharpe con un gruñido—. Todavía no he matado a ningún cirujano, pero no me importa empezar con usted.
El cirujano pareció sobresaltado, pero no dijo nada más y Sharpe entró en la santabárbara, donde un oficial y seis marineros yacían vendados en el suelo. Metió el alfanje en la vaina, apartó suavemente a un herido y agarró la anilla de la escotilla que llevaba al escondite de la dama del Revenant. La levantó y apuntó la pistola hacia el espacio iluminado por los faroles.
Allí había un hombre y una mujer. La mujer era Mathilde y el hombre era el supuesto criado de Pohlmann, el hombre que afirmaba ser suizo pero que en realidad era un astuto enemigo de Gran Bretaña. Por encima de Sharpe, bajo la humeante luz del sol, sonaron unas ovaciones cuando la bandera tricolor del Revenant, que estaba colgada del astillado coronamiento de popa, se retiró, se lió y se le entregó a Joel Chase. El «fantasma» había sido cazado y el barco capturado.
—¡Suba! —le dijo Sharpe a Michel Vaillard—. ¡Suba! —Habían perseguido a aquel hombre por dos océanos y Sharpe sentía una ira furibunda por la traición del Calliope.
Michel Vaillard mostró sus manos vacías y miró con ojos de miope por la escotilla. Parpadeó. Reconoció perfectamente a Sharpe, pero no sabía de dónde. Luego recordó exactamente quién era y en un instante comprendió que los británicos debían de haber capturado el Calliope.
—¡Es usted! —parecía resentido.
—Soy yo. ¡Y ahora suba! ¿Dónde está Pohlmann?
—¿En cubierta, tal vez? —sugirió Vaillard. Trepó por la escalera, se sacudió el polvo de las manos y a continuación se agachó para ayudar a Mathilde a trepar por la escotilla—. ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Vaillard a Sharpe—. ¿Cómo ha llegado usted aquí?
Sharpe no hizo caso de las preguntas.
—Usted se quedará aquí, señora —le dijo Sharpe a Mathilde—. Allí hay un cirujano que necesita ayuda. —Le separó a Vaillard los brazos del cuerpo y al echarle hacia atrás la casaca vio la empuñadura de una pistola. La sacó de allí y la arrojó al escondite de la dama—. Usted venga conmigo.
—No soy más que un criado —dijo Vaillard.
—Es un montón de traicionera mierda francesa —replicó Sharpe—. ¡Y ahora vamos! —Empujó a Vaillard por delante de él y lo obligó a subir por la escalera de cámara hacia la cubierta inferior, donde los grandes cañones, calientes como las ollas en la lumbre, estaban entonces abandonados. Quedaban los franceses muertos y heridos, y una docena de marineros británicos registraban sus cuerpos.
Vaillard se negó a seguir adelante y se volvió hacia Sharpe.
—Soy un diplomático, señor Sharpe —dijo en tono grave. Tenía un rostro inteligente y una mirada dulce. Llevaba puesto un traje gris y un fular negro atado al cuello de encaje de su camisa blanca. Tenía un aspecto calmado, inocente y confiado—. No puede matarme —informó a Sharpe— y no tiene derecho a hacerme prisionero. No soy un soldado, ni un marinero, sino un diplomático acreditado. Puede que haya ganado esta batalla, pero dentro de uno o dos días su almirante me enviará a Cádiz porque ésa es la manera de tratar a los diplomáticos —sonrió—. Es la norma internacional, alférez. Usted es un soldado, y puede morir, pero yo soy un diplomático y debo vivir. Mi vida es sagrada.
Sharpe lo pinchó con la pistola y lo obligó a seguir hacia la sala de oficiales, a popa. Al igual que en el Pucelle, se habían retirado todos los mamparos, pero la cubierta desnuda de pronto dio paso a una alfombra de lona pintada que estaba manchada de sangre, y allí los baos tenían un toque de pintura dorada. Los cañones del Spartiate habían hecho añicos las ventanas de la gran galería, no quedaba ningún cristal y los restos del asiento de elegantes curvas junto a la ventana estaban cubiertos de cristales rotos. Sharpe abrió una puerta del lado de estribor de la sala de oficiales y vio que el jardín, donde estaba la letrina de los oficiales, había sido arrancado de cuajo por la andanada del Spartiate, de modo que la puerta se abría únicamente al océano. A lo lejos, casi más abajo del horizonte, los pocos barcos enemigos que habían escapado a la batalla navegaban hacia la costa de España.
—¿Quiere ir a Cádiz? —le preguntó Sharpe a Vaillard.
—¡Soy un diplomático! —protestó el francés—. ¡Tiene que tratarme como a tal!
—Lo trataré como me dé la gana —dijo Sharpe—. Aquí abajo no hay ninguna condenada norma y usted se va a Cádiz. —Agarró a Vaillard por la chaqueta gris. El francés se resistió e intentó alejarse de la puerta abierta, tras la cual los restos de la letrina colgaban sobre el mar. Sharpe le pegó en la cabeza con la culata de la pistola, lo arrastró hacia la puerta y lo empujó fuera. Vaillard se aferró a los bordes de la puerta con ambas manos; su rostro mostraba tanto asombro como miedo. Sharpe golpeó la pistola contra la mano derecha del francés, le propinó una patada en la barriga y estrelló el arma contra los nudillos de la mano izquierda. Vaillard se soltó lanzando un último grito de protesta y cayó al mar.
Un marinero británico con una coleta que le llegaba casi a la cintura había visto el asesinato.
—¿Se supone que tenía que hacerlo, señor?
—Quería aprender a nadar —dijo Sharpe al tiempo que enfundaba la pistola.
—Los franchutes deberían saber nadar, señor —dijo el marinero—. Está en su naturaleza. —Se quedó de pie junto a Sharpe y miró al agua—. Pero éste no sabe.
—Entonces no es un franchute demasiado bueno —dijo Sharpe.
—Pero es rico, señor —recriminó el marinero a Sharpe—: podríamos haberlo registrado antes de que se fuera a nadar.
—Lo siento —dijo Sharpe—, no lo pensé.
—Y ahora se está ahogando —dijo el marinero.
Vaillard chapoteaba desesperadamente, pero sus esfuerzos no hacían más que hundirlo aún más. ¿Habría dicho la verdad sobre su situación protegida como diplomático? Sharpe no estaba seguro, pero si Vaillard había dicho la verdad entonces era mejor que se ahogara allí que soltarlo para que extendiera su veneno en París.
—¡Cádiz está por ahí! —le gritó Sharpe al hombre que se ahogaba, al tiempo que señalaba hacia el este. Pero Vaillard no lo oyó: se estaba muriendo.
Pohlmann ya estaba muerto. Sharpe encontró al hannoveriano en el alcázar, donde había, compartido el peligro con Montmorin y había resultado muerto al principio de la batalla, cuando una bala de cañón le destrozó el pecho. El rostro del alemán, curiosamente limpio de sangre, parecía estar sonriendo. Una ola alzó al Revenant y meció el cuerpo de Pohlmann.
—Era un hombre valiente —dijo una voz. Sharpe levantó la vista y vio que era el capitán Louis Montmorin. Montmorin había rendido el barco a Chase y le había ofrecido su espada con lágrimas en los ojos, pero Chase no había querido tomar la espada. En lugar de eso había estrechado la mano a Montmorin, le había expresado lo mucho que lo sentía y lo había felicitado por las cualidades bélicas de su barco y su tripulación.
—Era un buen soldado —dijo Sharpe mirando al rostro de Pohlmann—. Sólo que tenía la mala costumbre de elegir el bando equivocado.
Lo mismo había hecho Peculiar Cromwell. El capitán del Calliope seguía vivo. Parecía estar asustado, y tenía motivos, pues se enfrentaba a un juicio y un castigo, pero se enderezó al ver a Sharpe. No pareció sorprenderse, tal vez porque ya se había enterado de la suerte del Calliope.
—Le dije a Montmorin que no luchara —dijo cuando Sharpe caminó hacia él. Cromwell se había cortado la melena, tal vez en un intento por cambiar su aspecto, pero su larga mandíbula y sus pobladas cejas eran inconfundibles—. Le dije que no era asunto nuestro. Nosotros teníamos que llegar a Cádiz, nada más, pero él se empeñó en combatir. —Le tendió una mano manchada de brea—. Me alegro de que esté vivo, alférez.
—¿Usted? ¿Alegrarse usted de que yo esté vivo? —Sharpe casi le escupió las palabras en el rostro a Cromwell—. ¡Usted es un cabrón! —Agarró la casaca azul de Cromwell y lo empujó contra la astillada madera de la borda bajo la toldilla—. ¿Dónde está?
—¿Dónde está el qué? —replicó Cromwell.
—No me joda, Peculiar —dijo Sharpe—. Sabe muy bien lo que quiero, de modo que venga, ¿dónde demonios está?
Cromwell vaciló y luego pareció achicarse.
—En la bodega —dijo entre dientes—, en la bodega. —Se encogió al pensar en su derrota. Había vendido su barco porque creía que los franceses iban a dominar el mundo, y ahora se encontraba en medio de las despedazadas esperanzas francesas. Se habían capturado casi una veintena de barcos franceses y españoles y no se había perdido ni un solo barco británico, pero Peculiar Cromwell sí estaba perdido.
—¡Clouter! —Sharpe vio al hombre que subía al alcázar manchado de sangre—. ¡Clouter!
—¿Señor?
—¿Qué le ha pasado en la mano? —le preguntó Sharpe. El alto hombre negro llevaba un harapo empapado de sangre enrollado en su mano izquierda.
—Un alfanje —respondió Clouter con sequedad—. El último hombre con el que luché. Se me llevó tres dedos, señor.
—Lo siento.
—Él murió —dijo Clouter.
—¿Puede sostener esto? —preguntó Sharpe mientras le tendía a Clouter la empuñadura de su pistola. Clouter asintió con un movimiento de la cabeza y tomó el arma—. Lleve a este hijo de puta a la bodega —dijo Sharpe señalando a Cromwell con un gesto—. Le dará unas bolsas con piedras preciosas. Tráigame las piedras y le daré unas cuantas por haberme salvado la vida. También hay un reloj que pertenece a un amigo mío. Me gustaría recuperar ambas cosas, pero si encuentra algo más, es suyo. —Empujó a Cromwell hacia el hombre negro, que lo agarró—. ¡Y si le causa problemas, Clouter, mate a este hijo de puta!
—Lo quiero vivo, Clouter. —El capitán Chase había oído las últimas palabras—. ¡Vivo! —repitió Chase, y se hizo a un lado para dejar pasar a Cromwell. Sonrió a Sharpe—. Tengo que volver a darle las gracias, Richard.
—No, señor. Yo tengo que felicitarlo. —Sharpe miró los dos barcos que seguían amarrados y vio restos, humo, sangre y cuerpos, y en el más ancho mar flotaban cascos y barcos fatigados, pero entonces todos se encontraban bajo bandera británica. Aquélla era la imagen de la victoria, una victoria astillada y manchada de humo, cansada y salpicada de sangre, pero victoria al fin y al cabo. Las campanas de las iglesias doblarían por aquello en Gran Bretaña y las familias aguardarían ansiosamente para saber si sus hombres regresarían a casa—. Lo ha hecho muy bien, señor —dijo Sharpe—, lo ha hecho usted muy bien.
—Todos lo hemos hecho bien —repuso Chase—. Haskell ha muerto, ¿lo sabía? Pobre Haskell. Tenía muchas ganas de ser capitán. Se casó el año pasado. El año pasado, justo antes de que partiéramos hacia la India. —Chase tenía un aspecto igual de cansado que Montmorin, pero al levantar la mirada vio su vieja enseña roja izada por encima de la bandera tricolor francesa en el palo de trinquete del Revenant, el único mástil que le quedaba al barco francés. La enseña alba ondeaba en el palo mayor del Pucelle; su tela blanca estaba manchada con la sangre de Haskell—. No le hemos defraudado, ¿verdad? —dijo Chase con lágrimas en los ojos—. A Nelson, me refiero. No podría vivir con la idea de haberle defraudado.
—Habrá hecho que se sienta orgulloso, señor.
—El Spartiate nos ayudó un poco. ¡Qué buen tipo es Francis Lavory! Espero que él también haya conseguido una presa. —El viento agitó las enseñas y se llevó rápidamente por el mar la humareda que se disipaba. Las altas olas se rizaban con el viento y la espuma blanca salpicaba en torno a los restos flotantes que llenaban el mar. Sólo había una docena de barcos a la vista que todavía conservaban sus mástiles y jarcias intactos. Nelson había empezado la jornada con veintiocho barcos, y ahora había cuarenta y seis en su flota y el resto del enemigo había huido—. Tenemos que buscar a Vaillard —dijo Chase al acordarse de pronto del francés.
—Está muerto, señor.
—¿Muerto? —Chase se encogió de hombros—. Supongo que es lo mejor. —El viento hinchó las velas hechas jirones de los dos barcos—. Dios mío —dijo Chase—, por fin hay viento, y no es poco, me temo. Tendremos que ponernos a trabajar. —Miró al Pucelle—. Se ve maltrecho, ¿no? Pobrecito. ¡Señor Collier! ¡Ha sobrevivido!
—Estoy vivo, señor —dijo Harold Collier con una sonrisa. Todavía llevaba la espada desenvainada, con la hoja manchada de sangre.
—Ya puede usted envainar la espada, Harry —le dijo Chase con suavidad.
—Le dieron a la vaina, señor —dijo Collier, y levantó el estuche para mostrar el lugar donde una bala de mosquete la había doblado.
—Lo ha hecho usted bien, señor Collier —le dijo Chase—. Ahora reunirá a los hombres para que separen los barcos.
—A la orden, mi capitán.
Llevaron a Montmorin a bordo del Pucelle, pero el resto de su tripulación fue hecha prisionera bajo las cubiertas del Revenant. El viento gemía en las jarcias rotas y el mar rompía en crestas blancas y espumosas. Llevaron a un guardiamarina y veinte hombres a bordo del Revenant como tripulación de presa y luego los dos barcos fueron separados. Se había colocado un cabo en la popa del Pucelle para que su presa pudiera ser remolcada hasta el puerto. El teniente Peel tenía a una veintena de hombres colocando nuevos cables en los mástiles que quedaban para intentar apuntalarlos contra la tormenta que se avecinaba. Se cerraron las portas, se desmontaron los pedernales de las recamaras de los cañones y se amarraron las piezas. Volvieron a encenderse los fuegos de la cocina; su primera tarea fue calentar unos enormes tanques llenos de vinagre con los que se restregarían las cubiertas ensangrentadas, pues se creía que sólo el vinagre caliente era capaz de sacar la sangre de la madera. Sharpe, que se hallaba de nuevo a bordo del Pucelle, encontró unas cuantas naranjas en los imbornales, se comió una y se llenó los bolsillos con las demás.
Los muertos fueron arrojados por la borda. Chapuzón tras chapuzón. Los hombres se movían con lentitud, muertos de cansancio tras una tarde de sangre, sed y lucha, pero la caída de la noche y el viento que se levantaba trajeron las peores nuevas del día. Un bote del Conqueror pasó por allí y un oficial gritó la noticia hacia el destrozado alcázar de Chase. Nelson había muerto, dijo el oficial, lo había alcanzado una bala de mosquete en la cubierta del Victory. Los marineros del Pucelle apenas se atrevían a dar crédito a la información y Sharpe se enteró cuando vio llorar a Chase.
—¿Está usted herido, señor? —le preguntó.
Chase parecía estar totalmente desconsolado, como un hombre derrotado en lugar de un capitán con una rica presa.
—El almirante ha muerto, Sharpe —dijo Chase—. Está muerto.
—¿Nelson? —preguntó Sharpe—. ¿Nelson?
—¡Muerto! —exclamó Chase—. ¡Oh, Dios! ¿Por qué?
Sharpe sólo sintió un vacío en su interior. Toda la tripulación parecía afectada, como si el muerto fuera un amigo y no un comandante. Nelson estaba muerto. Algunos no se lo creían, pero la bandera del comandante en jefe que ondeaba en el Royal Sovereign confirmaba que en aquellos momentos era Collingwood quien gobernaba la victoriosa flota. Y si Collingwood estaba al mando, entonces Nelson estaba muerto. Chase lloró por él, y sólo se enjugó las lágrimas con la manga cuando se tiró por la borda el último cadáver.
No hubo ninguna ceremonia por aquel último cuerpo, pero ninguno de los que habían muerto aquel día tuvo ninguna. El cadáver se llevó al alcázar y, en la creciente penumbra, fue arrojado al mar. De pronto parecía hacer frío. El viento era cortante y Sharpe se estremeció. Chase observó el cadáver que se alejaba flotando en las olas y luego negó con la cabeza, desconcertado.
—Debió de decidir unirse al combate —dijo Chase—. ¿Puede usted creerlo?
—Todo el mundo tenía que cumplir con su obligación, señor —repuso Sharpe con impasibilidad.
—Sí, y es lo que hicieron, pero nadie esperaba de él que combatiera o que se llevara una bala en la cabeza. Pobre tipo. Era más valiente de lo que nunca me habría imaginado. ¿Lo sabe su esposa?
—Si le parece se lo puedo decir yo, señor.
—¿Lo haría? —preguntó Chase—. Sí, claro que lo hará. Nadie mejor que usted. Le estoy muy agradecido, Richard, muy agradecido. —Se dio la vuelta para observar la flota que, con los faroles de popa ya encendidos, avanzaba con dificultad y la mitad de las velas en el viento cada vez más intenso. Sólo el Victory estaba a oscuras, en él no se veía ni una sola luz—. ¡Oh, pobre Nelson! —se lamentó Chase—, y pobre Inglaterra.
En cuanto estuvo nuevamente a bordo del Pucelle, Sharpe había bajado a la bañera, que hedía a sangre igual que la del Revenant. Pickering estaba serrándole el hueso del muslo a un hombre y el sudor le resbalaba por el rostro y caía sobre la carne destrozada. El paciente, con una mordaza de cuero entre los dientes, se sacudía mientras la desafilada sierra rascaba el hueso. Dos marineros lo sujetaban. Ni ellos ni el cirujano habían visto a Sharpe dirigirse hacia la santabárbara, donde alzó la escotilla del escondite de la dama y vio que la parte inferior estaba salpicada de sangre. Lord William yacía despatarrado en aquel estrecho espacio, tenía la cabeza abierta y ensangrentada allí por donde había salido la bala de la pistola. Grace se había acurrucado abrazándose las rodillas, y temblaba. Soltó un grito ahogado cuando se abrió la escotilla, luego se estremeció con alivio al ver que era Sharpe.
—¿Richard? ¿Eres tú? —Estaba llorando de nuevo—. Van a colgarme, Richard. Van a colgarme, pero tuve que dispararle. Iba a matarme. Tuve que dispararle.
Sharpe se había dejado caer en el escondite de la dama.
—No van a ahorcarte, señora —dijo—. Falleció en cubierta. Eso es lo que pensará todo el mundo. Falleció en cubierta.
—¡Tuve que hacerlo! —gimió ella.
—Lo hicieron los franchutes. —Sharpe le quitó la pistola y se la metió en un bolsillo, luego agarró a lord William por las axilas y lo levantó para intentar empujarlo a través de la escotilla, pero era difícil hacer pasar el cadáver por aquel estrecho espacio.
—Van a colgarme —lloró Grace.
Sharpe dejó caer el cuerpo, se giró y se agachó junto a ella.
—Nadie va a colgarte. Nadie lo sabrá. Si lo encuentran aquí abajo diré que le he disparado yo, pero con un poco de suerte podré llevarlo a cubierta y todo el mundo pensará que lo hicieron los franchutes.
Ella le rodeó el cuello con los brazos.
—Estás a salvo. ¡Oh, Dios! Estás a salvo. ¿Qué ha ocurrido?
—Hemos ganado —dijo Sharpe—. Hemos ganado. —La besó y la abrazó con fuerza unos instantes antes de volver a forcejear con el cadáver. Si encontraban allí a lord William nadie creería que lo había matado el enemigo y Chase tendría la obligación de llevar a cabo una investigación sobre la muerte, de modo que el cuerpo debía llevarse más arriba de la cubierta del sollado, pero la escotilla era estrecha y Sharpe no podía hacer pasar el cadáver por ella. Entonces apareció una mano que agarró el cuello ensangrentado de lord William y lo subió sin esfuerzo. Sharpe había soltado una maldición entre dientes. Había maldecido porque otra persona sabía que a lord William le habían disparado en el escondite de la dama. Al trepar a la santabárbara tenuemente iluminada se encontró con que era Clouter, quien, con una mano, demostraba ser igual de fuerte que muchos hombres con las dos.
—Lo vi bajar, señor —dijo Clouter—, y venía a darle esto.
—Le entregó las piedras preciosas a Sharpe, todas ellas, y el reloj del comandante Dalton, y Sharpe las cogió e intentó darle a Clouter algunas esmeraldas y diamantes.
—Yo no hice nada —protestó el hombre.
—Me salvó la vida, Clouter —dijo Sharpe, y dobló aquellos dedos grandes y negros sobre las gemas—, y ahora va a volver a hacerlo. ¿Puede subir a este hijo de puta a cubierta?
Clouter sonrió.
—¿Al lugar donde murió, señor? —preguntó, y Sharpe apenas podía creer que Clouter hubiera entendido con tanta rapidez el problema y su solución. Se quedó mirando fijamente a aquel alto hombre negro que volvía a sonreír—. Hace semanas que tendría que haberle pegado un tiro, señor, pero los franchutes lo hicieron por usted y no hay nadie a bordo que no vaya a decir lo mismo. —Se agachó y se echó el cadáver al hombro mientras Sharpe ayudaba a lady Grace a salir por la escotilla. Le dijo que esperara allí mientras él iba con Clouter al alcázar y allí, en la creciente oscuridad y el viento cada vez más fuerte, lord William fue arrojado por la borda.
Nadie se había fijado en el cuerpo que era transportado por el barco, porque ¿qué importancia tenía otro cadáver más recogido tras pasar por el cuchillo del cirujano? «Era más valiente de lo que me imaginaba», había dicho Chase.
Sharpe regresó a la santabárbara, donde lady Grace miraba con unos ojos muy abiertos y el rostro pálido a Pickering, que ataba vasos sanguíneos y luego cosía una solapa de carne sobre el muñón recién hecho. Sharpe la tomó del brazo y la condujo a uno de los diminutos camarotes de los guardiamarinas situados en la parte trasera de la bañera. Cerró la puerta, aunque allí apenas tenían intimidad, puesto que las puertas estaban hechas de unos listones de madera a través de los cuales cualquiera podría verlos. Pero nadie tenía ojos para el camarote.
—Quiero que sepas lo que ha ocurrido —dijo lady Grace cuando estuvo sola con Sharpe en el camarote del guardiamarina, pero no pudo continuar.
—Sé lo que ha ocurrido —dijo Sharpe.
—Iba a matarme —explicó ella.
—Entonces hiciste lo correcto —aseguró Sharpe—, pero todos los demás creen que murió como un hombre valiente. Creen que subió a cubierta a luchar y le dispararon. Eso es lo que piensa Chase, es lo que piensa todo el mundo. ¿Lo entiendes?
Ella asintió con un movimiento de cabeza. Estaba temblando, pero no era de frío. Tenía el pelo manchado con la sangre de su marido.
—Y tú lo esperaste —dijo Sharpe—, pero no regresó.
Ella volvió la mirada hacia la puerta de la santabárbara que ocultaba la escotilla del escondite de la dama.
—Pero la sangre… —gimió ella—, ¡la sangre!
—El barco está lleno de sangre —dijo Sharpe—, demasiada sangre. Tu marido murió en cubierta. Murió como un héroe.
—Sí —asintió ella—, así es. —Lo miró, unos ojos enormes en la oscuridad, y luego lo abrazó con fuerza. Sharpe notó que su cuerpo temblaba—. Pensé que debías de estar muerto —dijo.
—Ni un rasguño —repuso él acariciándole el pelo.
Ella se estremeció y echó la cabeza hacia atrás para mirarlo.
—Somos libres, Richard —comentó con un punto de sorpresa—. ¿Te das cuenta? ¡Somos libres!
—Sí, mi señora, somos libres.
—¿Qué vamos a hacer?
—Lo que queramos —respondió Sharpe—, lo que podamos.
Ella lo abrazó y él la abrazó a ella, el barco se inclinó a merced del temporal, los heridos gimieron y las últimas nubes de humo se desvanecieron en la noche, mientras el vendaval se levantaba por el oscurecido oeste y maltrataba unos barcos que ya habían sufrido hasta la extenuación.
Pero Sharpe tenía a su mujer, era libre y al fin iba a regresar a casa.