CAPÍTULO 1

—Ciento quince rupias —dijo el alférez Richard Sharpe, contando el dinero que había sobre la mesa.

Nana Rao farfulló unas palabras de desaprobación, traqueteó algunas cuentas por las barras de alambre de su ábaco y negó con la cabeza.

—Ciento treinta y ocho rupias, sahib.

—¡Ciento quince, maldita sea! —insistió Sharpe—. Eran catorce libras, siete chelines y tres peniques y medio.

Nana Rao examinó a su cliente mientras consideraba si continuar o no con la discusión. Vio a un joven oficial, un simple abanderado sin importancia, pero aquel humilde inglés tenía un rostro de expresión muy dura, con una cicatriz en la mejilla derecha, y no demostraba ningún temor ante los dos descomunales guardaespaldas que protegían a Nana Rao y su almacén.

—Ciento quince, como usted diga —admitió el mercader, y barrió las monedas con la mano para meterlas en una gran caja negra donde guardaba el dinero. Se encogió de hombros como para disculparse ante Sharpe—. Me hago viejo, sahib, ¡y me encuentro con que no sé contar!

—Claro que sabe contar —respondió Sharpe—, aunque piensa que yo no…

—Pero seguro que quedará muy satisfecho con sus compras —dijo Nana Rao, porque Sharpe se acababa de convertir en el poseedor de una cama colgante, dos mantas, un arcón de viaje de teca, un farol y una caja de velas, un tonel de arrack, un balde de madera, una caja de jabón, otra de tabaco y un aparato para filtrar hecho de latón y madera de olmo que, según le habían asegurado, convertía el agua de los más sucios barriles almacenados en lo más hondo de la bodega de un barco en el más dulce y agradable de los líquidos.

Nana Rao había hecho una demostración de cómo usar el filtro y le había asegurado que lo habían traído desde Londres como parte del equipaje de un directivo de la Compañía de las Indias Orientales que había insistido en que su equipo fuera de la mejor calidad.

—Usted pone el agua aquí, ¿lo ve? —El mercader había vertido aproximadamente una pinta de agua turbia en el compartimento superior de latón—. Y entonces deja que el agua se aclare, señor Sharpe. En cinco minutos será transparente como el cristal. Observe, observe. —Levantó el compartimento superior para mostrar que el agua chorreaba por las apretadas capas de muselina del filtro—. Yo mismo he limpiado el filtro, señor Sharpe, y le garantizo la eficacia del artículo. Sería una pena lamentable que muriera de oclusión intestinal a causa del lodo por no haber comprado este trasto.

De modo que Sharpe lo compró. No quiso adquirir una silla, una librería, un sofá ni un lavabo, piezas de mobiliario todas ellas que habían utilizado los pasajeros que habían hecho el viaje de Londres a Bombay, pero sí pagó por el aparato de filtrar y todos los demás artículos, porque de lo contrario su travesía de regreso a casa sería terriblemente incómoda. Los pasajeros del gran barco mercante de la Compañía de las Indias Orientales tenían que proveerse ellos mismos de mobiliario.

—A no ser que quiera usted dormir en cubierta, sahib. ¡Es muy duro! ¡Muy duro! —Nana Rao se rió. Era un hombre regordete y de apariencia amistosa, con un largo bigote negro y sonrisa fácil. Su negocio consistía en comprar el mobiliario de los pasajeros que llegaban, para luego vendérselo a los que regresaban a casa—. Usted deje la mercancía aquí —le dijo a Sharpe— y el día que tenga que embarcar, mi primo se la entregará en el barco. ¿Cuál es su barco?

—El Calliope —respondió Sharpe.

—¡Ah! ¡El Calliope! El capitán Cromwell… Lamentablemente el Calliope está anclado en el fondeadero, así que las mercancías deberán transportarse hasta él en bote, pero mi primo cobra muy poco por un servicio de este tipo, señor Sharpe, muy poco, y cuando usted haya llegado felizmente a Londres podrá vender los artículos y sacar unos buenos beneficios.

Lo cual podría ser o, más probablemente, no ser verdad, aunque al final resultó irrelevante porque aquella misma noche, dos días antes de que Sharpe embarcara, el almacén de Nana Rao ardió hasta quedar reducido a cenizas y toda la mercancía (camas, librerías, faroles, filtros de agua, mantas, cajas, mesas y sillas, el arrack, jabón, tabaco, brandy y vino) supuestamente se consumió con él. Por la mañana no quedaban más que cenizas, humo y un grupo de dolientes chillones que lamentaban que el bondadoso Nana Rao hubiera muerto en el incendio. Por suerte había otro almacén, situado a menos de trescientos metros del arruinado negocio de Nana Rao, que estaba bien surtido con todo lo necesario para el viaje, y este segundo almacén sí hizo un negocio estupendo cuando los contrariados pasajeros hubieron de reemplazar sus artículos desaparecidos a unos precios que casi duplicaban lo que Nana Rao les había cobrado.

Richard Sharpe no compró nada en aquel segundo almacén. Llevaba cinco meses en Bombay y la mayor parte de ese tiempo se lo había pasado temblando y sudando en el hospital del castillo. Sin embargo, cuando la fiebre remitió, y mientras aguardaba la llegada del convoy anual procedente de Gran Bretaña con el barco que lo debía llevar a casa, se había dedicado a explorar la ciudad, desde las ricas viviendas de las colinas malabares hasta los pestilentes callejones cercanos a los muelles. En aquellos callejones había encontrado compañía, y fue uno de esos conocidos quien, a cambio de una guinea de oro, le proporcionó a Sharpe una pizca de información que, en opinión del alférez, valía mucho más de una guinea. En realidad valía ciento quince rupias, y por ese motivo al caer la noche Sharpe se encontraba en otro callejón de las afueras del lado oeste de la ciudad. Vestía su uniforme, aunque encima se había puesto una envolvente capa hecha de arpillera barata, que estaba abundantemente impregnada de barro y mugre. Caminaba cojeando y arrastrando los pies, con el cuerpo inclinado y una mano extendida como si estuviera mendigando. Iba rezongando para sí mismo y sacudiéndose, y a veces se daba la vuelta y le gruñía a algún incauto sin ningún motivo aparente. Pasó totalmente inadvertido.

Encontró la casa que buscaba y se sentó en cuclillas junto a la pared. Una veintena de mendigos, algunos de ellos horriblemente mutilados, se agrupaba al lado de la puerta junto con casi un centenar de solicitantes que esperaban a que el propietario de la casa, un adinerado mercader, regresara de su lugar de negocios. El mercader llegó cuando ya había anochecido, montado en un palanquín encortinado que transportaban ocho hombres, mientras otra docena de ellos iba apartando a los mendigos a golpes con unos palos largos. Sin embargo, cuando el palanquín del mercader estuvo a salvo dentro del patio, las puertas se dejaron abiertas para que los solicitantes y los mendigos pudieran entrar. A los mendigos, y a Sharpe entre ellos, los empujaron a un lado del patio, y en cambio los peticionarios se agruparon al pie de los anchos peldaños que ascendían hasta la puerta de la casa. De los cocoteros que se arqueaban por encima del patio colgaban unos faroles, mientras que en el interior de la gran casa la débil luz de las velas brillaba tras los postigos de filigranas. Sharpe, abriéndose camino a empujones, se acercó todo lo que pudo a la casa y permaneció en la sombra junto a los troncos de las palmeras. Bajo la capa grasienta, llevaba su sable de caballería y una pistola cargada, aunque esperaba no necesitar ninguna de las dos armas.

El mercader, que se llamaba Panjit, hizo esperar a los solicitantes y mendigos hasta que se hubo tomado la cena. Entonces se abrió la puerta de la casa y Panjit, resplandeciente en una larga túnica de seda amarilla bordada, apareció en lo alto de la escalera. Los solicitantes empezaron a decirle cosas en voz alta y los mendigos avanzaron arrastrando los pies hasta que los palos de los guardaespaldas los hicieron retroceder. El mercader sonrió y luego hizo sonar una campanilla para captar la benevolencia de un dios pintado con vivos colores ubicado en una hornacina del muro del patio. Panjit hizo una reverencia ante el dios y entonces, en respuesta a los ruegos de Sharpe, un segundo hombre, vestido con una túnica de seda roja, salió por la puerta de la casa.

Ese otro hombre era Nana Rao. Lucía una amplia sonrisa; no es de extrañar, pues no había sufrido los estragos del fuego y, tal como había revelado la guinea de Sharpe, también era primo hermano de Panjit, que era el mercader que tanto se había beneficiado al poseer el segundo almacén que había repuesto las mercancías supuestamente destruidas en el desastroso incendio de Nana Rao. Todo había sido un ingenioso engaño que había permitido a los primos vender los mismos artículos dos veces. Aquella noche, ahítos de sus pingües beneficios, estaban eligiendo a los hombres a quienes se les daría el lucrativo trabajo de llevar a remo a los pasajeros con sus pertenencias hasta los grandes barcos que permanecían en el fondeadero. Los elegidos debían pagar por aquel privilegio, enriqueciendo así aún más a Panjit y Nana Rao, y los primos, conscientes de su buena fortuna, pensaban ganarse la benevolencia de los dioses distribuyendo unas insignificantes monedas entre los mendigos. Sharpe pensó que podía acercarse a Nana Rao como suplicante y luego despojarse de la mugrienta capa y avergonzar al hombre de tal manera que le devolviera su dinero. Los guardaespaldas de aspecto feroz que se hallaban al pie de los escalones sugerían que su pobre plan podría resultar más complicado de lo que él preveía, pero Sharpe supuso que Nana Rao no querría que su engaño saliera a relucir, por lo que probablemente no tendría inconveniente en pagarle.

Sharpe estaba ahora más cerca de la casa. Se había fijado en que habían llevado el palanquín a un estrecho y oscuro pasaje que corría junto al edificio y que al parecer desembocaba en un patio situado en la parte trasera de la casa, y estaba considerando la idea de avanzar por aquella calleja y luego volver por el interior del edificio y acercarse a Nana Rao por la espalda, pero los guardaespaldas hacían retroceder a golpes a todos los mendigos que se aventuraban a acercarse al pasaje. A los solicitantes se les dejaba subir por los escalones en pequeños grupos, pero los mendigos tenían que esperar hasta que terminara el negocio principal de la noche.

Sharpe se imaginó que aquélla sería una larga noche, pero se resignó a esperar, con la capucha de la capa echada por encima del rostro. Se agachó junto a la pared a observar, al acecho de una oportunidad para meterse corriendo en el pasaje que avanzaba junto a la casa, pero entonces un criado que había estado vigilando la puerta exterior se abrió paso a empujones entre la multitud y le dijo algo al oído a Panjit. Por un instante el mercader pareció alarmado y se hizo el silencio en el patio, pero entonces le susurró algo a Nana Rao, que se limitó a encogerse de hombros. Panjit dio unas palmadas y les soltó unos gritos a los guardaespaldas, que hicieron retroceder enérgicamente a los solicitantes para que abrieran un paso entre la puerta y los escalones. Estaba claro que alguien venía a la casa, y Nana Rao, nervioso ante su aparición, se sumergió en la negra sombra de la parte trasera del porche.

Ahora Sharpe tenía el camino despejado para meterse en el pasaje próximo a la casa, pero curiosamente se quedó donde estaba. Se oyó un alboroto procedente del callejón, parecido a los abucheos y el barullo que siempre acompañan a un grupo de agentes de policía cuando recorren las calles menores de Londres. Entonces la puerta exterior se abrió del todo y Sharpe no pudo hacer otra cosa que quedarse mirando asombrado.

En la puerta había un grupo de marineros británicos a las órdenes de un capitán de la marina (nada menos que un capitán), que iba impecable, con bicornio, levita azul, bombachos y medias de seda, zapatos con hebilla de plata y una fina espada. La luz de los faroles se reflejaba en el cordón dorado de sus charreteras gemelas. Se quitó el sombrero, dejando al descubierto un espeso cabello rubio, sonrió e hizo una reverencia.

—¿Tengo el honor —preguntó— de haber llegado a la casa de Panjit Lashti?

Panjit asintió con un cauteloso movimiento de cabeza.

—Sí, ésta es su casa —dijo en inglés.

El capitán de la marina se volvió a poner el sombrero.

—He venido —anunció con una voz amistosa que tenía un marcado acento de Devonshire— a buscar a Nana Rao.

—No está aquí —contestó Panjit.

El capitán dirigió una rápida mirada a la figura con la túnica roja entre las sombras del porche.

—Su fantasma ya nos sirve.

—Ya se lo he dicho —dijo Panjit, y el desafío hizo que su voz sonara enojada—. No está aquí. Está muerto.

El capitán sonrió.

—Me llamo Chase —dijo con cortesía—, capitán Joel Chase, de la Marina de Su Majestad Británica, y le agradecería mucho que Nana Rao viniera conmigo.

—Su cuerpo fue incinerado —declaró Panjit, furioso— y sus cenizas se arrojaron al río. ¿Por qué no lo busca allí?

—No está más muerto que usted o que yo —replicó Chase, y con una señal de la mano indicó a sus hombres que avanzaran. Había llevado consigo a una docena de marineros, todos vestidos de forma idéntica, con pantalones blancos de dril, holgadas camisas blancas y unos sombreros de paja endurecidos con brea y ceñidos con unas cintas rojas y blancas. Iban peinados con largas coletas y llevaban unos palos gruesos que Sharpe supuso que eran barras de cabrestante. Su líder era un hombre enorme cuyos antebrazos desnudos estaban llenos de tatuajes; a su lado había un negro, igual de alto que él, que empuñaba la barra de cabrestante como si fuera un bastón de mando de avellano—. Nana Rao —Chase dejó de fingir que el mercader estaba muerto—, me debe usted un montón de dinero y he venido a buscarlo.

—¿Con qué autoridad se presenta usted aquí? —quiso saber Panjit. La multitud, que en su mayoría no entendía el inglés, observaba a los marineros con nerviosismo, pero los guardaespaldas de Panjit, que superaban en número a los hombres de Chase e iban igual de bien armados, parecían ansiosos por lanzarse sobre los marineros.

—Mi autoridad —dijo Chase presuntuosamente— es mi monedero vacío. —Sonrió—. Seguro que no desea que utilice la fuerza, ¿verdad?

—Utilice la fuerza, capitán Chase —respondió Panjit con la misma presuntuosidad—, y al amanecer se verá usted ante un juez.

—Acudiré gustosamente a los tribunales —replicó Chase— siempre y cuando Nana Rao esté a mi lado.

Panjit agitó las manos como si ahuyentara a Chase y a sus hombres para que se fueran de su patio.

—Usted va a marcharse, capitán. Usted va a marcharse de mi casa ahora mismo.

—Me temo que no —dijo Chase.

—¡Váyase! ¡O llamaré a las autoridades! —insistió Panjit.

Chase se volvió hacia el enorme hombre tatuado.

—Nana Rao es ese bastardo del bigote y la túnica de seda roja, contramaestre. Cójalo.

Los marineros británicos se abalanzaron hacia delante, entusiasmados ante la oportunidad de una pelea, pero no menos ansiosos estaban los guardaespaldas de Panjit, de modo que los dos grupos se encontraron en el centro del patio con un escalofriante entrechocar de palos, cráneos y puños. Al principio los marineros fueron los mejor parados, pues habían embestido con tal ferocidad que habían hecho retroceder a los guardaespaldas hasta el pie de los escalones, pero los hombres de Panjit eran más numerosos y estaban más acostumbrados a las luchas con aquellos largos garrotes. Se agruparon en las escaleras y utilizaron los palos como si fueran lanzas para enredarlos en las piernas de los marineros y, uno a uno, los hombres con coleta tropezaron y fueron abatidos. El contramaestre y el negro fueron los últimos en caer. Intentaron proteger a su capitán, que se valía de sus puños con destreza, pero por desgracia los marineros británicos habían subestimado a sus oponentes y ya no tenían nada que hacer.

Sharpe se desplazó sigilosamente hacia las escaleras, apartando a los mendigos a codazos. La multitud abucheaba a los derrotados marineros británicos, Panjit y Nana Rao se reían, en tanto que los solicitantes, envalentonados por el éxito de los guardaespaldas, se empujaban los unos a los otros para poder pegarles una patada a los hombres caídos. Algunos guardaespaldas lucían los sombreros alquitranados, y otro se pavoneaba triunfalmente con el bicornio de Chase en la cabeza. Habían hecho prisionero al capitán: dos hombres lo tenían inmovilizado sujetándolo por los brazos.

Uno de los guardaespaldas se había quedado con Panjit y advirtió que Sharpe se dirigía hacia los escalones. Bajó tras él a toda prisa, gritándole a Sharpe que debía retroceder, y cuando vio que el mendigo con capa no obedecía intentó propinarle un puntapié. Sharpe agarró el pie de aquel hombre y lo empujó hacia arriba, de manera que éste cayó de espaldas y su cabeza golpeó contra el primer escalón con un horrible golpe sordo que pasó desapercibido en medio de aquella ruidosa celebración de la derrota británica. Panjit gritaba pidiendo silencio, con las manos en alto. Nana Rao se reía y sus hombros temblaban con el júbilo. Mientras tanto, Sharpe permanecía en la sombra de los arbustos a un lado de la escalera.

Los victoriosos guardaespaldas empujaron a los solicitantes y a los mendigos para apartarlos de los magullados y ensangrentados marineros que, desarmados, lo único que podían hacer era observar cómo a su despeinado capitán lo conducían ignominiosamente y a empellones hacia el pie de la escalera. Panjit meneó la cabeza con fingida tristeza.

—¿Qué voy a hacer con usted, capitán?

Chase se soltó las manos de una sacudida. Su cabello rubio estaba oscurecido por la sangre que le bajaba en un hilo por la mejilla, pero aun así se mostró desafiante.

—Le sugiero —dijo— que me entregue a Nana Rao y que le rece al dios en quien confíe, sea cual sea, para que no lo lleve ante los jueces.

Panjit pareció afligido.

—Será usted, capitán, quien vaya a los tribunales —dijo él—, ¿y qué imagen va a dar con ello? ¿El capitán Chase, de la Marina de Su Majestad Británica, condenado por entrar por la fuerza en una casa particular y armar camorra como un borracho? Creo, capitán Chase, que será mejor que usted y yo discutamos los términos de un acuerdo para evitar semejante destino. —Panjit aguardó, pero Chase no dijo nada. Era un hombre derrotado. Panjit miró con el ceño fruncido al guardaespaldas que tenía el sombrero del capitán y le ordenó que se lo devolviera. Acto seguido sonrió—. Yo deseo evitar un escándalo tanto como usted, capitán, pero yo voy a sobrevivir a cualquier escándalo que suscite este triste asunto, y en cambio usted no. Así pues, creo que sería mejor que me hiciera una oferta.

Un fuerte chasquido interrumpió a Panjit. No fue un único chasquido, sino algo más parecido a un fuerte chirrido metálico que terminó con el sonido consistente de una pistola al ser amartillada, Panjit se dio la vuelta y vio que un oficial de casaca roja, cabello negro y una cicatriz en el rostro se hallaba de pie junto a su primo y sujetaba la ennegrecida boca de la pistola contra la sien de Nana Rao.

Los guardaespaldas miraron a Panjit, vieron que se tambaleaba y algunos de ellos alzaron sus palos y avanzaron hacia las escaleras, pero Sharpe agarró del pelo a Nana Rao con la mano izquierda y le dio una patada en la parte trasera de las rodillas, de modo que el mercader se desplomó con fuerza soltando un grito de dolida sorpresa. La repentina brutalidad y la evidente disposición de Sharpe para apretar el gatillo frenaron a los guardaespaldas.

—Creo que será mejor que me haga una oferta —le dijo Sharpe a Panjit—, porque este primo muerto suyo me debe catorce libras, siete chelines y tres peniques y medio.

—Guarde esa pistola —dijo Panjit al mismo tiempo que, con un gesto de la mano, indicaba a los guardaespaldas que retrocedieran. Estaba nervioso. Tratar con un educado capitán de la marina que sin duda era un caballero era una cosa, pero el alférez de casaca roja parecía un salvaje y a Nana Rao se le clavaba la boca de la pistola en la cabeza, con lo que el mercader gimoteaba de dolor—. Guarde la pistola —dijo Panjit con voz tranquilizadora.

—¿Cree que soy tonto? —replicó Sharpe en tono despectivo—. Además, el juez no puede hacerme nada si le pego un tiro a su primo. ¡Ya está muerto! Usted mismo lo dijo. No es más que cenizas en el río. —Le retorció el pelo a Nana Rao, y eso hizo que el hombre postrado de rodillas soltara un grito ahogado—. Catorce libras —dijo Sharpe—, siete chelines y tres peniques y medio.

—¡Pagaré! —exclamó Nana Rao con voz entrecortada.

—Y el capitán Chase también quiere su dinero —dijo Sharpe.

—Doscientas dieciséis guineas —terció Chase, que estaba sacudiendo el polvo del sombrero—, aunque creo que nos merecemos un poco más por haber hecho el milagro de devolverle a la vida a Nana Rao…

Panjit no era idiota. Miró a los marineros de Chase, que estaban recogiendo sus barras de cabrestante y se preparaban para continuar con la pelea.

—¿Sin jueces? —le preguntó a Sharpe.

—Detesto a los jueces —respondió éste.

En el rostro de Panjit se asomó una sonrisa.

—Si le soltara el pelo a mi primo —sugirió— entonces creo que podríamos hablar de negocios.

Sharpe dejó a Nana Rao, bajó el pedernal de la pistola y dio un paso hacia atrás. Se puso por un momento en posición de firmes.

—Alférez Sharpe, señor —se presentó a Chase.

—Usted no es un alférez, Sharpe, sino un ángel del Señor. —Chase subió los escalones con la mano extendida. A pesar de la sangre que tenía en la cara, seguía siendo un hombre bien parecido, seguro y simpático, lo que parecía provenir de su carácter satisfecho y afable—. Usted ha sido el deux ex machina, alférez, y es bienvenido igual que una puta en la cubierta de batería o que una brisa en las zonas de calmas subtropicales. —Hablaba en tono desenfadado, pero no cabía duda sobre el fervor de su agradecimiento y, en lugar de darle a Sharpe la mano, lo abrazó—. Gracias —susurró, y luego se apartó—. ¡Hopper!

—¿Señor? —El enorme contramaestre de brazos tatuados que había estado tumbando enemigos a diestro y siniestro antes de que lo arrollaran dio un paso al frente.

—Despeje las cubiertas, Hopper. Nuestros enemigos desean discutir los términos de su rendición.

—A la orden, mi capitán.

—Éste es el alférez Sharpe, Hopper. Hay que tratarlo como al más honrado de los amigos.

—A la orden, mi capitán —dijo Hopper con una sonrisa.

—Hopper está al mando de la tripulación de mi barcaza —le explicó Chase a Sharpe—, y esos maltrechos caballeros son sus remeros. Tal vez esta noche no se recuerde como una de nuestras grandes victorias, caballeros —Chase se dirigía entonces a sus hombres magullados y ensangrentados—, pero no deja de ser una victoria, y les doy las gracias por ello.

Se despejó el patio, fueron a buscar sillas a la casa y se discutieron los términos del acuerdo.

«Ha sido una guinea muy bien gastada», pensó Sharpe.

—Esos tipos me caían bastante bien —dijo Chase.

—¿Panjit y Nana Rao? Son unos granujas —comentó Sharpe—. Pero a mí también me caían bien.

—Aceptaron su derrota como caballeros.

—Tuvieron suerte —dijo Sharpe—. Debieron de hacer una fortuna con ese incendio.

—Es el truco más viejo del mundo —dijo el capitán Chase—. En la Isla de los Perros había un tipo que siempre aseguraba que los ladrones se le habían llevado las provisiones la noche antes de que zarpara un barco extranjero, y las víctimas siempre picaban. —Chase se rió y Sharpe no dijo nada. Conocía al hombre del que hablaba Chase, y una noche hasta lo había ayudado a vaciar el almacén, pero creyó que era mejor guardar silencio—. Pero usted y yo estamos bien, Sharpe —continuó Chase—, aparte de algún arañazo y algún moretón, y eso es lo único que importa, ¿eh?

—Sí, señor: estamos bien —asintió Sharpe. Los dos hombres, seguidos por la tripulación de la barcaza de Chase, regresaban andando a través de los callejones de acre olor de Bombay y ambos llevaban dinero. Al principio Chase había celebrado un contrato con Rao para que abasteciera su barco de ron, brandy, vino y tabaco, y ahora, en lugar de las doscientas dieciséis guineas que le había pagado al mercader, llevaba trescientas, y, por su parte, Sharpe tenía doscientas rupias, de modo que en conjunto había sido una noche productiva, especialmente porque Panjit había prometido suministrarle a Sharpe la cama, las mantas, el balde, el farol, el arcón, el arrack, el tabaco, el jabón y el filtro, todo lo cual se le entregaría en el Calliope al amanecer sin que Sharpe tuviera que pagar nada. Los dos indios se habían mostrado ansiosos por apaciguar a los ingleses en cuanto se dieron cuenta de que Chase y Sharpe no tenían intención de contarles a las víctimas desplumadas que Nana Rao seguía vivo; así pues, los mercaderes dieron de comer a sus no deseados invitados, les sirvieron un montón de arrack, les pagaron el dinero, les juraron amistad eterna y les dieron las buenas noches.

Ahora Chase y Sharpe se abrían camino a tientas por la oscura ciudad.

—¡Dios, este lugar apesta! —dijo Chase.

—¿No había estado aquí nunca? —preguntó Sharpe, sorprendido.

—Llevo cinco meses en la India —respondió Chase—, pero siempre he dado en el mar. Ahora hace una semana que vivo en tierra, y esto apesta. ¡Dios mío, qué mal huele este lugar!

—No más que Londres —replicó Sharpe. Y era cierto, pero allí los olores eran distintos. En lugar de a gases de carbón, olía a estiércol de buey y a los intensos aromas de las especias y las aguas residuales. Era un olor dulce, quizás incluso fuerte, pero no era desagradable. Sharpe se acordó de cuando había llegado por primera vez, y de cómo había retrocedido ante aquel olor que entonces le parecía acogedor e incluso apetecible—. Yo lo voy a echar de menos —admitió Sharpe—. A veces pienso que ojalá no regresara a Inglaterra.

—¿En qué barco está?

—En el Calliope.

Aquello a Chase pareció divertirlo.

—¿Y qué le parece Peculiar?

—¿Peculiar? —preguntó Sharpe.

—Peculiar Cromwell, por supuesto; el capitán —Chase miró a Sharpe—. Lo habrá conocido ¿no?

—No. Nunca he oído hablar de él.

—Pero el convoy debió de llegar hace dos meses —dijo Chase.

—Así es.

—Entonces tendría que haber hecho un esfuerzo para ver a Peculiar. Es su verdadero nombre, por cierto: Peculiar Cromwell. Raro, ¿eh? Estuvo en la marina, la mayoría de los capitanes de la Compañía de las Indias Orientales estuvieron en la armada, pero Peculiar dimitió porque quería hacerse rico. También creía que deberían haberlo nombrado almirante, y no haber tenido que pasar unos años tediosos como mero capitán. Es un tipo extraño, pero gobierna un barco muy ordenado, y muy rápido también. No puedo creer que no hiciera lo posible por conocerle.

—¿Y por qué debería haberlo hecho? —preguntó Sharpe.

—Pues para asegurarse de obtener ciertos privilegios a bordo, claro está. ¿Puedo suponer que viaja usted en el entrepuente?

—Viajo barato, si es eso a lo que se refiere —contestó Sharpe. Lo dijo con amargura, pues aunque había pagado la tarifa más barata que había, su pasaje le había costado ciento siete libras y quince chelines. Al principio creyó que el ejército le pagaría el viaje, pero se habían negado a hacerlo alegando que Sharpe había aceptado una invitación para unirse al 95.º de Fusileros y que si el 95.º de Fusileros no quería pagarle el pasaje, que se fueran al carajo, al carajo sus casacas de color equivocado y al carajo Sharpe. De modo que había arrancado uno de los valiosos diamantes del dobladillo de su casaca roja y él mismo se había pagado la travesía. Seguía teniendo un dineral en piedras preciosas, las que se había llevado del cuerpo del Tippoo Sultán en un túnel frío y húmedo de Seringapatam, pero le molestaba utilizar el botín para pagar a la Compañía de las Indias Orientales. Gran Bretaña había enviado a Sharpe a la India y, a juicio de Sharpe, era Gran Bretaña la que debía encargarse de su regreso.

—Pues lo más inteligente, Sharpe —dijo Chase—, hubiera sido presentarse a Peculiar mientras éste se alojaba en tierra y ofrecerle un regalo a ese cabrón avaricioso, porque entonces le hubiera asignado unas dependencias decentes. Pero si no le ha untado la mano a Peculiar, Sharpe, lo más probable es que le haga viajar en la cubierta inferior con las ratas. Viajar en la cubierta principal es mucho mejor y no cuesta ni un penique más; en la cubierta baja no hay nada más que pedos, vómito y sufrimiento durante todo el camino hasta casa. —Los dos hombres habían abandonado los estrechos callejones e iban a la cabeza de la tripulación de la gabarra por una calle bordeada de zanjas llenas de aguas residuales. Aquél era un barrio de hojalateros; las fraguas ya ardían intensamente y el sonido de los martillos repiqueteaba en la noche. Unas pálidas vacas vieron pasar a los marineros. Los perros ladraron frenéticamente, despertando a los pobres sin hogar que se acurrucaban entre las zanjas y las paredes de las casas—. Es una lástima que zarpe usted en un convoy —añadió Chase.

—¿Por qué, señor?

—Porque un convoy va a la velocidad de su embarcación más lenta —explicó Chase—. El Calliope podría llegar a Inglaterra en tres meses si se le permitiera volar, pero tendrá que ir renqueando. Ojalá pudiera navegar con usted. Yo mismo le ofrecería pasaje como agradecimiento por haberme rescatado esta noche, pero lamentablemente me dirijo a la caza de fantasmas…

—¿A la caza de fantasmas, señor?

—¿Ha oído hablar del Revenant?

—No, señor.

—¡Qué ignorancia la de ustedes los soldados! —dijo Chase, divertido—. El Revenant, mi querido Sharpe, es un setenta y cuatro francés que ronda por el océano Índico. Se esconde en Mauricio, realiza incursiones para atrapar a sus presas y luego vuelve a escabullirse rápidamente antes de que podamos atraparlo. Yo estoy aquí para contener su fervor, aunque antes de darle caza tengo que rascar bien la carena. Tras ocho meses en alta mar, mi barco va demasiado lento, de modo que estamos limpiando las bromas del casco para que vaya más deprisa.

—Le deseo buena suerte, señor —dijo Sharpe, y a continuación frunció el ceño—. Pero, ¿qué tiene eso que ver con los fantasmas? —Normalmente no le gustaba hacer semejantes preguntas. Tiempo atrás Sharpe había marchado en las filas de un batallón de casacas rojas, pero luego lo habían hecho oficial, y así se había encontrado inmerso en un mundo donde casi todos eran hombres cultos menos él. Se había acostumbrado a dejar que se le escaparan pequeños misterios, pero esta vez decidió que no le importaba poner de manifiesto su ignorancia ante un hombre de talante tan afable como Chase.

Revenant es la palabra francesa para decir fantasma —dijo Chase—. Sustantivo, masculino. Yo tuve un profesor particular para estas cosas que me inculcó el lenguaje a golpes, y ahora a mí me gustaría sacárselo a él a azotes. —En un patio cercano cacareó un gallo y Chase levantó la vista al cielo—. Está a punto de amanecer —dijo—. ¿Me permitirá que le ofrezca el desayuno? Después mis muchachos lo llevarán hasta el Calliope. Y entonces, que Dios le acompañe de vuelta a casa, ¿eh?

A casa. A Sharpe aquélla le resultaba una palabra extraña, porque no tenía más casa que el ejército y hacía seis años que no veía Inglaterra. ¡Seis años! Y, sin embargo, no sentía ninguna oleada de gozo ante la perspectiva de zarpar rumbo a Inglaterra. No pensaba en ella como en su hogar, la verdad es que no tenía ni idea de lo que era un hogar, pero, estuviera donde estuviera aquel esquivo lugar, allí se dirigía él.

Mientras limpiaban su barco de algas, Chase se alojaba en tierra.

—Lo volcamos, le limpiamos la carena revestida de cobre y lo ponemos a flote —explicó mientras los sirvientes traían café, huevos duros, panecillos, jamón, pollo frío y un cesto de mangos—. Restregar la carena es un maldito fastidio. Hay que trasladar todos los cañones a otro sitio y sacar la mitad de la carga de la bodega, pero cuando esté hecho navegará de maravilla. ¡Sírvase más huevos, Sharpe! Debe de estar hambriento. Yo lo estoy. ¿Le gusta la casa? Pertenece al primo hermano de mi esposa. Es comerciante aquí, aunque ahora mismo se encuentra en las colinas haciendo lo que sea que hacen los comerciantes para enriquecerse. Fue su mayordomo quien me alertó de las trampas de Nana Rao. Siéntese, Sharpe, siéntese. Coma.

Tomaron el desayuno a la sombra de una ancha galería que daba a un pequeño jardín, un camino y el mar. Chase era cortés, generoso y aparentemente indiferente al enorme abismo que existía entre un mero alférez, el oficial de menor jerarquía del ejército, y un capitán de la marina, que oficialmente era el equivalente a un coronel del ejército, aunque a bordo de su barco un hombre así estaba por encima de los mismísimos poderes del cielo. Al principio Sharpe había sido consciente de ese abismo, pero poco a poco había ido descubriendo que Joel Chase era una persona bondadosa de verdad, y el oficial de la marina, cuya sincera gratitud no tenía límites, no tardó en ganarse la simpatía de Sharpe.

—¿Se da cuenta de que ese bastardo de Panjit realmente podría haberme llevado ante los tribunales? —preguntó Chase—. ¡Dios mío, Sharpe, eso habría sido un lío! Y Nana Rao hubiera desaparecido, ¿y quién iba a creerme si decía que el muerto había vuelto ala vida? Sírvase más jamón, por favor. Como mínimo, eso hubiera supuesto una investigación, y casi seguro un consejo de guerra. He tenido una suerte bárbara por haber sobrevivido con mis hombres intactos. ¿Pero cómo iba yo a saber que tenía un ejército privado?

—Salimos bien de ésta, señor.

—Gracias a usted, Sharpe, gracias a usted. —Chase se estremeció—. Mi padre siempre decía que antes de cumplir los treinta estaría muerto, y ya los he sobrepasado en cinco años. Pero un día me meteré en problemas y no habrá ningún alférez para sacarme de ellos. —Dio unas palmaditas a la bolsa que contenía el dinero recibido de Nana Rao y Panjit—. Y, entre usted y yo, Sharpe: este dinero me viene como caído del cielo. ¡Como caído del cielo! ¿Cree usted que en Inglaterra podríamos cultivar mangos?

—No lo sé, señor.

—Voy a intentarlo. Plantaré un par de ellos en una zona cálida del jardín y ¿quién sabe? —Chase sirvió café y estiró sus largas piernas. Tenía curiosidad por saber por qué Sharpe, un hombre que rondaba los treinta años, sólo era alférez. Se lo preguntó con exquisito tacto y, en cuanto descubrió que a Sharpe lo habían ascendido desde la tropa, su admiración fue de lo más sincera—. Una vez tuve un capitán que subió desde el escobén —le contó a Sharpe—, ¡y era condenadamente bueno! Sabía lo que hacía. Comprendía lo que pasaba en los sitios oscuros donde la mayoría de capitanes no se atreven a mirar. Creo que el ejército tiene suerte con usted, Sharpe.

—No estoy seguro de que ellos piensen lo mismo, señor.

—Lo susurraré en algunos oídos, Sharpe, aunque si no atrapo al Revenant serán poquísimos los que me escuchen.

—Lo atrapará, señor.

—Rezo para que así sea, pero es una bestia muy rápida. Rápida y escurridiza. Todos los barcos franceses lo son. Dios sabe que esos cabrones no saben gobernarlos, pero sí saben construirlos. Los barcos franceses son como las mujeres francesas, Sharpe. Hermosas y rápidas, pero desastrosamente tripuladas. Póngase un poco de mostaza. —Chase empujó el tarro hacia el otro lado de la mesa y luego acarició a un flaco gatito negro mientras dirigía la mirada más allá de las palmeras hacia el mar—. Me gusta el café —dijo, y a continuación señaló hacia el mar—. Allí está el Calliope.

Sharpe miró, pero lo único que vio fue una concentración de embarcaciones en el puerto, a lo lejos, más allá de las aguas menos profundas, donde transitaban montones de barcazas, lanchas y embarcaciones pesqueras.

—Es el que está secando las gavias —dijo Chase, y Sharpe vio que uno de los distantes barcos había desplegado sus velas más altas, pero desde aquella distancia tenía el mismo aspecto que la otra docena de embarcaciones de la Compañía de las Indias Orientales que iban a zarpar juntas rumbo a casa para protegerse contra los corsarios que rondaban el océano Indico. Desde la costa parecían naves de la marina, pues sus cascos estaban pintados de blanco y negro para insinuar que tras las portas cerradas se ocultaban unas sólidas andanas, aunque aquella artimaña no engañaría a ningún corsario. Aquellos barcos, con sus cascos repletos de las riquezas de la India, eran las presas más sensacionales que cualquier corsario o capitán de la marina francesa podía desear. Si uno quería vivir y morir rico, lo único que tenía que hacer era capturar un barco de la Compañía de las Indias Orientales. Y por esa razón aquellas grandes naves navegaban en convoy.

—¿Dónde está su barco, señor? —preguntó Sharpe.

—Desde aquí no lo veo —respondió Chase—. Lo están carenando en un bajío, en el extremo más alejado de la Isla del Elefante.

—¿Carenando?

—Inclinado a un lado para que podamos limpiarle el casco.

—¿Cómo se llama?

Chase pareció avergonzado.

Pucelle —dijo.

¿Pucelle? Suena francés.

—Es francés, Sharpe. Quiere decir «virgen». —Chase fingió sentirse ofendido cuando Sharpe se rió—. ¿Ha oído hablar de la Pucelle d’Orléans?

—No, señor.

—La doncella de Orleans, Sharpe, era Juana de Arco, y el barco se llama así por ella. Sólo espero que no acabe como Juana, achicharrado…

—Pero, ¿por qué ponerle a un barco el nombre de una mujer francesa, señor? —preguntó Sharpe.

—Nosotros no se lo pusimos. Fueron los franchutes. Era una embarcación francesa hasta que Nelson la capturó en el Nilo. Si capturas un barco, Sharpe, no le cambias el nombre a menos que éste sea absolutamente repugnante. Nelson capturó el Franklin en el Nilo, una nave de ochenta cañones y gran belleza, pero la marina no iba a tener un barco que se llamara como un jodido traidor yanqui, de modo que ahora lo llamamos Canopus. En cambio, mi barco conservó su nombre, y es una bestia encantadora. Encantadora y rápida. ¡Oh, Dios mío, no! —Se puso en pie de golpe y fijó la vista en el camino—. ¡Oh, Dios, no! —Estas últimas palabras las había pronunciado ante la visión de un carruaje abierto que había aminorado la marcha y que entonces se había detenido al otro lado de la verja del jardín. Chase, que hasta ese momento se había mostrado jovial, de repente pareció amargado.

En el carruaje iban sentados un hombre y una mujer, y lo conducía un indio vestido de librea en amarillo y negro. Dos lacayos nativos, ataviados con una librea igual, se apresuraron a abrir la portezuela del carruaje y a desplegar la escalerilla, permitiendo así que el hombre, que vestía una chaqueta blanca de lino, descendiera a la calzada. Inmediatamente un mendigo avanzó balanceándose sobre unas cortas muletas y unos encallecidos muñones en dirección al carruaje, pero uno de los lacayos lo rechazó con una fuerte patada y el cochero lo acabó de ahuyentar con su látigo. El hombre de la chaqueta blanca era de mediana edad y tenía un rostro que a Sharpe le recordó a sir Arthur Wellesley. Tal vez fuera por la nariz prominente, o quizá por la mirada fría y altanera que tenía aquel hombre. O quizá fuera que todo en él, desde su carruaje hasta los criados con librea, hablaba de privilegios.

—Lord William Hale —dijo Chase, que pronunció con desagrado cada una de las sílabas.

—Nunca he oído hablar de él.

—Está en la Junta de Control —explicó Chase, y entonces advirtió las cejas arqueadas de Sharpe—. Seis hombres nombrados por el gobierno para asegurarse de que la Compañía de las Indias Orientales no cometa ninguna estupidez. O más bien para asegurarse de que, si la comete, nada la relacione con el gobierno. —Miró con resentimiento a lord William, que se había detenido a hablar con la mujer que iba en el carruaje—. Ésa es su esposa. Acabo de traerlos de Calcuta para que puedan irse a casa en el mismo convoy que usted. Debería rezar para que no viajen en el Calliope.

Lord William tenía el pelo cano y Sharpe supuso que su esposa también sería de mediana edad, pero cuando ella bajó su blanco parasol Sharpe pudo ver claramente a la señora y la respiración se le detuvo en la garganta. Era mucho más joven que lord William y su rostro pálido y delgado poseía una belleza evocadora e inquietante, casi como un pesar, que golpeó a Sharpe con la fuerza de una bala. Se la quedó mirando fijamente, embelesado.

Chase sonrió al ver la expresión enamorada de Sharpe.

—De soltera era Grace de Laverre Gould, tercera hija del conde de Selby. Tiene veinte años menos que su marido, pero es igual de fría que él.

Sharpe no podía apartar los ojos de la señora, pues era realmente hermosa; increíble, dolorosa e inalcanzablemente hermosa. Su tez, medio ensombrecida cuando se inclinó hacia su marido, era pálida como el marfil y estaba enmarcada por unos vigorosos rizos de cabello negro recogidos aparentemente de cualquier manera pero que, hasta Sharpe se dio cuenta de ello, su doncella habría tardado una eternidad en arreglar. Ella no sonreía, sino que miraba a su marido con solemnidad.

—Más que fría parece triste —dijo Sharpe.

Chase se burló del tono nostálgico de Sharpe.

—¿Y qué motivos tiene para estar triste, Sharpe? Su belleza es su fortuna, y su marido es tan rico como inteligente y ambicioso. Va camino de convertirse en la esposa del primer ministro, siempre y cuando lord William no dé un mal paso, y, créame, camina con la suavidad de un gato.

Lord William concluyó la conversación con su esposa y a continuación hizo un gesto para que un lacayo abriera la verja de Chase.

—Podría haber escogido una casa con una entrada para carruajes —reprendió al capitán de la marina, mientras subía a grandes zancadas por el corto sendero—. Es endemoniadamente molesto que te acosen los mendigos cada vez que haces una visita.

—¡Ay, milord, los marineros somos tan ineptos en tierra! ¿No puedo tentar a su esposa para que tome un poco de café?

—La señora no se encuentra bien. —Lord William subió corriendo los escalones de la galería, le echó un vistazo despreocupado a. Sharpe y entonces le tendió una mano a Chase como si esperara que éste le diera algo. Debió de advertir la sangre que aún formaba costras en el cabello rubio de Chase, pero no hizo ningún comentario—. Y bien, Chase, ¿puede saldar la deuda?

Chase sacó a regañadientes la gran bolsa de cuero que contenía las monedas que había obtenido de Nana Rao y contó una parte sustancial, que le entregó a lord William. Su señoría se estremeció ante la idea de manejar aquel dinero mugriento, pero se obligó a cogerlo y se lo metió en los bolsillos de los faldones de su chaqueta.

—Su recibo —dijo, y le entregó a Chase un pedazo de papel—. ¿Supongo que no ha recibido nuevas órdenes?

—Lamentablemente no, milord. Todavía tenemos orden de encontrar el Revenant.

—Tenía la esperanza de que, en lugar de eso, se iría a casa. Es crucial que llegue a Londres cuanto antes. —Frunció el ceño y, sin añadir palabra, se dio la vuelta para marcharse.

—¿Me brindará usted la oportunidad, milord —dijo Chase—, de presentarle a mi muy especial amigo el señor Sharpe?

Lord William concedió una segunda y veloz mirada a Sharpe, pero su señoría no vio nada que contradijera su primera opinión, a saber, que el alférez no tenía ni dinero ni poder, por lo que se limitó a mirarlo, a calcular y a apartar la vista sin ofrecerle ningún saludo. Sin embargo, en aquel breve cruce de miradas Sharpe había recibido una impresión de fuerza, seguridad y arrogancia. Lord William era un hombre que tenía más poder que la parte que le correspondía, quería más y no iba a perder el tiempo con aquellos que nada tenían que ofrecerle.

—El señor Sharpe sirvió a las órdenes de sir Arthur Wellesley —dijo Chase.

—Igual que otros miles, según creo —replicó con indiferencia, y entonces frunció el ceño—. Hay una cosa que podría hacer por mí, Chase.

—Estoy totalmente a disposición de su señoría, por supuesto —dijo Chase con educación.

—¿Tiene una barcaza y tripulación?

—Todos los capitanes las tienen —respondió Chase.

—Debemos llegar al Calliope. ¿Podría llevarnos hasta allí?

—Lamentablemente, milord, le he prometido la barcaza al señor Sharpe —dijo Chase—, pero estoy seguro de que la compartirá con usted con mucho gusto. Él también se dirige al Calliope.

—Me complacería poder ayudarles —dijo Sharpe.

La expresión de lord William dio a entender que la ayuda de Sharpe era lo último que requeriría nunca.

—Dejemos que nuestro acuerdo actual quede tal como estaba —le dijo a Chase y, sin perder más tiempo, se marchó.

Chase se rió por lo bajo.

—¿Compartir un bote con usted, Sharpe? Antes le saldrían alas y echaría a volar.

—A mí no me importaría compartir un bote con ella —dijo Sharpe sin dejar de mirar a la tal lady Grace, que a su vez mantenía la mirada clavada al frente mientras un montón de mendigos gimoteaba a una distancia prudencial del hiriente látigo del cochero.

—Mi querido Sharpe —dijo Chase al tiempo que observaba alejarse el carruaje—, va a contar con la compañía de esa dama al menos durante cuatro meses, aunque dudo que llegue siquiera a verla. Lord William afirma que tiene los nervios delicados y es reacia a tener compañía. La tuve a bordo del Pucelle durante casi un mes, y puede que la viera un par de veces. Se queda en el camarote, o si no camina por la toldilla de noche, cuando nadie puede importunarla, y le apuesto un mes de su paga contra un año de la mía a que cuando lleguen a Inglaterra ni siquiera sabrá su nombre.

Sharpe sonrió.

—Yo no apuesto.

—Bien por usted —dijo Chase—. Este último mes, como un idiota, yo he jugado demasiado al whist. Le prometí a mi esposa que no arriesgaría mucho dinero, y Dios me castigó por ello. ¡Si llego a ser estúpido! Desde Calcuta hasta aquí jugué casi cada noche y perdí ciento setenta guineas con ese adinerado cabrón. Es culpa mía —admitió con arrepentimiento—, y no volveré a sucumbir. —Alargó el brazo para tocar la tabla de madera de la mesa, como si no confiara en su propia determinación—. Pero uno siempre anda corto de dinero, ¿no es cierto? Tendré que capturar al Revenant y ganarme un buen dinero con el botín de guerra.

—Lo conseguirá —dijo Sharpe a modo de consuelo.

Chase sonrió.

—Eso espero. Lo espero fervientemente, pero de vez en cuando, Sharpe, esos malditos franchutes producen un marinero de verdad, y el Revenant está en manos del capitán Louis Montmorin. Es bueno, sus hombres son buenos y su barco es bueno.

—Pero usted es británico —repuso Sharpe—, de modo que ha de ser mejor.

—Amén a eso —dijo Chase—, amén. —Escribió su dirección de Inglaterra en un pedazo de papel y luego se empeñó en acompañar a Sharpe hasta el fuerte, donde el alférez recogió su macuto. Luego los dos hombres pasaron junto a las ruinas aún humeantes del almacén de Nana Rao, en dirección al muelle donde aguardaba la barcaza de Chase. El capitán de la marina estrechó la mano a Sharpe—. Sigo estando totalmente en deuda con usted, Sharpe.

—Lo está exagerando un poco, señor.

Chase movió la cabeza en señal de negación.

—Anoche fui un tonto, y de no haber sido por usted esta mañana habría parecido más tonto aún. Estoy en deuda con usted, Sharpe, y no lo olvidaré. Nos volveremos a encontrar, estoy seguro de ello.

—Eso espero, señor —dijo Sharpe, y a continuación descendió por los grasientos escalones. Era hora de irse a casa.

Los miembros de la tripulación de la barcaza del capitán Chase, aunque magullados y todavía ensangrentados, estaban de muy buen humor tras su aventura nocturna. Hopper, el contramaestre que con tanta firmeza había peleado, ayudó a Sharpe a descender a la barcaza, que estaba pintada de un blanco deslumbrante con una franja roja alrededor de la borda que hacía juego con las bandas rojas pintadas en los remos de mango blanco.

—¿Ha desayunado, señor? —le preguntó Hopper.

—El capitán Chase cuidó de mí.

—Es un buen hombre —dijo Hopper con afecto—. No hay nadie mejor.

—¿Hace tiempo que lo conoce? —inquirió Sharpe.

—Desde que tenía la edad del señor Collier —respondió el contramaestre al tiempo que señalaba con la cabeza a un chiquillo, de unos doce años tal vez, que estaba sentado a su lado en la popa. El señor Collier era guardiamarina y, en cuanto hubieran dejado a Sharpe sano y salvo en el Calliope, tenía la responsabilidad de ir a buscar el licor para la reserva privada del capitán Chase—. El señor Collier —prosiguió el contramaestre— está a cargo de este bote, ¿no es así, señor?

—Sí, lo estoy —dijo Collier, que todavía no había cambiado la voz. Le tendió una mano a Sharpe—. Harry Collier, señor. —No tenía necesidad de llamar «señor» a Sharpe, puesto que el rango de un guardiamarina era equivalente al de alférez, pero Sharpe era mucho mayor que él y, además, era amigo del capitán.

—El señor Collier está a cargo de este bote —repitió Hopper—, así que si nos ordena que ataquemos un barco, lo atacaremos. Debemos obedecerle hasta la muerte, ¿no es cierto, señor Collier?

—Si usted lo dice, señor Hopper…

La tripulación sonreía.

—¡Borrad esas sonrisitas de vuestras horribles caras! —gritó Hopper, y a continuación escupió un chorro de jugo de tabaco por encima de la borda. Le faltaban los dos dientes delanteros superiores, y eso le hacía mucho más fácil escupir el jugo de tabaco—. Sí, señor —siguió diciendo, mirando a Sharpe—. He servido con el capitán Chase desde que era un chaval. Estaba con él cuando capturó el Bouvines.

—¿El Bouvines?

—Una fragata franchute, señor, con treinta y dos cañones, y estuvimos en el Spritely, con veintiocho, y tardamos veintidós minutos desde el primer cañón al último, y cuando terminamos con él la sangre goteaba por los imbornales. Y algún día, señor Collier —bajó la vista con severidad hacia el muchacho, cuyo rostro estaba prácticamente oculto por un sombrero bicornio que le iba demasiado grande—, estará usted a cargo de uno de los barcos de Su Majestad y será su deber y privilegio tumbar a un estúpido franchute.

—Eso espero, señor Hopper.

La barcaza avanzaba suavemente por el agua sucia, donde flotaban desperdicios, hojas de palmera y los abotargados cadáveres de ratas, perros y gatos. Una veintena más de botes, algunos de ellos cargados con equipaje, remaban también hacia el convoy, que estaba esperando. Los pasajeros más afortunados eran aquellos cuyos barcos estaban amarrados en los muelles de la Compañía, pero esos muelles no eran lo bastante grandes para todos los mercantes que iban a zarpar rumbo a casa, de manera que a la mayoría de los viajeros los estaban transportando hasta el fondeadero.

—Vi su mercancía cargada en un bote nativo, señor —dijo Hopper—, y les dije a esos cabrones que se iba a armar la gorda si no la entregaban limpia y ordenada. Les gustan sus jueguecitos, señor, ya lo creo. —Entrecerró los ojos y miró al frente—. ¿Lo ve? Ahora mismo hay uno de esos hijos de puta que está tramando algo, y nada bueno.

—¿Nada bueno? —preguntó Sharpe. Lo único que él veía eran dos pequeños botes que estaban parados en el agua. En uno de los dos botes se apilaba el equipaje de cuero y en el otro iban tres pasajeros.

—Los cabrones te dicen que te costará una rupia llegar hasta el barco, señor —explicó Hopper—. Luego llegan a mitad de camino y triplican el precio, y si no les pagas, vuelven remando al muelle. Nuestros muchachos hacen lo mismo cuando recogen pasajeros en Deal para llevarlos a remo hasta los Downs. —Tiró de un cabo del timón para rodear a los dos botes.

Sharpe vio que los pasajeros del primer bote eran lord William Hale, su esposa y un joven, mientras que en el segundo se amontonaban dos criados y el equipaje. Lord William hablaba airadamente con un indio sonriente a quien la ira de su señoría parecía dejar indiferente.

—Su maldita señoría tendrá que pagar —dijo Hopper—, o de lo contrario lo volverán a llevar a tierra.

—Acerque nuestro bote.

Hopper lo miró y luego se encogió de hombros como para sugerir que no era asunto suyo si Sharpe quería comportarse como un idiota.

—¡Alcen los remos! —gritó, y la tripulación levantó del agua las palas chorreantes, dejando que la barcaza siguiera deslizándose hasta situarse a unos pocos palmos de los inmóviles botes—. ¡Remos al agua! —exclamó Hopper con brusquedad, y los remos volvieron a hundirse para detener el elegante bote.

Sharpe se puso en pie.

—¿Tiene usted problemas, milord?

Lord William miró a Sharpe con expresión poco amistosa, pero no dijo nada, y su esposa se las arregló para sugerir que un hedor aún más nocivo que los demás olores del puerto se había acercado de alguna manera a su delicada nariz. Se limitó a quedarse mirando fijamente a popa y a hacer caso omiso de la tripulación india, de su marido y de Sharpe. Fue el tercer pasajero, el joven que iba vestido con la misma sobriedad que un coadjutor, el que se levantó y explicó el problema que tenían:

—No van a moverse —se quejó.

—Cállese, Braithwaite, cállese y siéntese —le espetó su señoría, desdeñando así la ayuda de Sharpe.

No es que Sharpe desease ayudar a lord William, pero su esposa era otro cantar, y fue por ella por quien Sharpe desenfundó su pistola y la amartilló.

—¡Sigan remando! —ordenó al indio, que respondió escupiendo por la borda.

—¿Qué está haciendo, en nombre de Dios? —Finalmente, lord William se había dirigido a Sharpe—. ¡Mi esposa está a bordo! ¡Tenga cuidado con esa pistola, idiota! ¿Quién diablos es usted?

—Nos presentaron hace menos de una hora, milord —dijo Sharpe—. Me llamo Richard Sharpe. —Disparó y la bala de la pistola alcanzó una tabla del bote justo en la línea de flotación, entre el reacio patrón y sus pasajeros. Lady Grace se llevó una mano a la boca, alarmada, aunque la bala no había lastimado a nadie: simplemente había hecho un agujero en el bote, de modo que el indio tuvo que agacharse para tapar el desperfecto con el pulgar. Sharpe empezó a recargar la pistola—. ¡Siga remando, cabrón! —gritó.

El indio echó un vistazo por encima del hombro como si considerara la distancia que había hasta la costa, pero Hopper ordenó a su tripulación que ciaran y la barcaza se movió lentamente hasta colocarse detrás de los dos botes, cortándoles el camino hacia tierra. Lord William parecía demasiado asombrado para hablar y se quedó mirando con indignación cómo Sharpe atacaba una segunda bala por el corto cañón del arma.

El indio no quería que otra bala se le incrustara en el bote, por lo que se irguió bruscamente y les gritó a sus hombres que empezaran a darle con fuerza a los remos. Hopper asintió con la cabeza en señal de aprobación.

—Entre el viento y el agua, señor. El capitán Chase estaría orgulloso de usted.

—¿Entre el viento y el agua? —preguntó Sharpe.

—Le ha hecho un agujero en la línea de flotación a ese desgraciado, señor. Se hundirá si no lo mantiene tapado.

Sharpe miró a la dama, quien, finalmente, volvió la mirada hacia su rescatador. Tenía unos ojos enormes, que tal vez fuesen el rasgo que la hacía parecer tan triste. Pero Sharpe seguía asombrado por su belleza y no pudo resistir guiñarle un ojo.

—Ahora sí que se acordará de mi nombre —dijo.

—¿Lo ha hecho por eso? —preguntó Hopper, que se puso a reír cuando vio que Sharpe no le respondía.

El bote de lord William fue el primero en acercarse al Calliope. Se suponía que los criados, que iban en el segundo bote, tenían que subir lo mejor que pudieran por el costado del barco mientras los marineros izaban el equipaje en redes, pero lord William y su esposa bajaron de su bote a una plataforma flotante y desde ésta subieron por un portalón al combés del barco. Mientras esperaba su turno, a Sharpe le llegó el olor de agua de pantoque, sal y alquitrán. Un chorro de agua sucia surgió de un agujero que había arriba en el casco.

—Le bombeamos el fondo, señor —dijo Hopper.

—¿Quiere decir que el barco hace agua?

—Todos los barcos hacen agua, señor. Está en la propia naturaleza de los barcos, señor.

Otra lancha se había alineado con la amura del Calliope, y los marineros izaban sus redes llenas de cabras que intentaban liberarse y sus cajones de gallinas protestonas.

—Leche y huevos —dijo Hopper alegremente, y a continuación le rugió a su tripulación que se pusiera a los remos para poder acercar a Sharpe—. Le deseo una rápida y segura travesía, señor —dijo el contramaestre—. De vuelta a la vieja Inglaterra, ¿eh?

—De vuelta a Inglaterra —dijo Sharpe, y observó cómo los remos se alzaban de golpe cuando Hopper aprovechaba el último impulso de su barcaza para colocarla suavemente junto a la plataforma flotante. Sharpe le dio una moneda a Hopper, se llevó la mano al sombrero para saludar al señor Collie, dio las gracias a la tripulación del bote y saltó a la plataforma, desde la que trepó hasta la cubierta principal pasando junto a una porta abierta que mostraba la bruñida boca de un cañón.

En el portalón de entrada aguardaba un oficial.

—¿Su nombre? —preguntó en tono perentorio.

—Richard Sharpe.

El oficial miró una lista con detenimiento.

—Su equipaje ya está a bordo, señor Sharpe. Esto es para usted. —Se sacó una hoja doblada de un bolsillo y se la entregó a Sharpe—. El reglamento del barco. Léalo, préstele atención, apréndaselo y obedézcalo a rajatabla. Su puesto de combate es el cañón número cinco.

—¿Mi qué? —preguntó Sharpe.

—Se supone que todos los pasajeros varones tienen que ayudar en la defensa del barco, señor Sharpe. Cañón número cinco. —El oficial señaló con un gesto de la mano hacia el otro extremo de la cubierta, donde el equipaje se amontonaba de tal manera que no podía verse ninguno de los cañones del otro lado—. ¡Señor Binns!

Un oficial muy joven se acercó a toda prisa por entre las pilas de equipaje.

—¿Señor?

—Lleve al señor Sharpe al entrepuente de la cubierta inferior. A uno de esos siete por seis, señor Binns, siete por seis. Mazo y clavos, ¡venga, con brío!

—Por aquí, señor —le dijo Binns a Sharpe al tiempo que se encaminaba rápidamente hacia la popa—. Yo tengo el mazo y los clavos, señor.

—¿El qué? —preguntó Sharpe.

—El mazo y los clavos, señor, para que pueda usted clavar sus muebles a la cubierta. No queremos que vayan deslizándose desordenadamente de un lado a otro si tenemos mal tiempo, señor, lo que, por otra parte, no debería ocurrir, señor, al menos hasta que lleguemos a los estrechos de Madagascar, donde puede ser muy movido, señor, muy movido.

Binns siguió avanzando a toda prisa y desapareció por una escalera de cámara como un conejo en su madriguera. Sharpe lo siguió, pero antes de llegar a la escalera fue abordado por lord William Hale, quien le salió al paso por detrás de un montón de cajas. El joven de la ropa sepulcral estaba junto a su señoría.

—¿Cómo se llama usted? —quiso saber Hale.

Sharpe se irritó. Lo más sensato era pasar por el aro, pues estaba claro que Hale era un hombre que imponía en Londres, pero Sharpe le había tomado una profunda antipatía a su señoría.

—Igual que hace diez minutos —respondió en tono cortante.

Lord William dirigió su mirada al rostro de Sharpe, un rostro duro, bronceado y rajado por la siniestra cicatriz.

—Es usted un impertinente —dijo lord William—, y no soporto la impertinencia. —Echó un vistazo a las mugrientas vueltas blancas de la casaca de Sharpe—. ¿Así que el 74.º? Conozco al coronel Wallace y lo pondré al corriente de su insubordinación. —De momento lord William no había alzado la voz, que en cualquier caso ya era bastante fría de por sí, pero sí dejó traslucir un dejo de indignación—. ¡Podría haberme matado con esa pistola!

—¿Matarle? —preguntó Sharpe—. No, no hubiera podido. No lo apuntaba a usted.

—Ahora mismo va a escribir al coronel Wallace, Braithwaite —le dijo lord William al joven vestido de negro—, y se cerciorará usted de que la carta llegue a tierra antes de que zarpemos.

—Por supuesto, milord. Enseguida, milord —replicó Braithwaite. Estaba claro que se trataba del secretario de lord William. Lanzó a Sharpe una mirada de lastimera condescendencia, sugiriendo con ello que el alférez había topado con unas fuerzas demasiado poderosas para él.

Lord William se hizo a un lado y permitió que Sharpe alcanzara al joven Binns, que había observado el enfrentamiento desde la escalera de cámara.

A Sharpe no le preocupaba la amenaza de lord William. Su señoría ya podía escribir mil cartas al coronel Wallace que no le serviría de nada, porque Sharpe ya no estaba en el 74.º. Llevaba el uniforme porque no tenía otra ropa, pero en cuanto volviera a Gran Bretaña se uniría al 95.º, con su extraño uniforme nuevo de casaca verde. No le hacía gracia la idea de vestir de verde. Siempre había ido de rojo.

Binns aguardaba al pie de la escalera.

—Cubierta inferior, señor —dijo, luego apartó una cortina de lona y penetró en un espacio oscuro, húmedo y maloliente—. Esto es el entrepuente, señor.

—¿Por qué se llama así?

—Antes gobernaban los barcos desde aquí, señor; hace mucho, antes de que hubiera ruedas de timón. Cuadrillas de hombres tirando de las cuerdas, señor, debía de ser un infierno. —Seguía pareciendo un infierno. Unos cuantos faroles ardían con luz parpadeante, luchando contra la penumbra en la que una veintena de marineros estaban clavando unas cortinas de lona para dividir aquel fétido espacio en un laberinto de pequeños compartimentos—. Un siete por seis —gritó Binns, y un marinero hizo un gesto hacia el lado de estribor, donde las cortinas ya estaban colocadas—. Elija el que quiera, señor —dijo Binns—, puesto que ha sido usted uno de los primeros caballeros en subir a bordo, pero si quiere un consejo, yo me quedaría lo más cerca de popa que pudiera, y es mejor no compartir el espacio con un cañón, señor. —Señaló un cañón de dieciocho libras que ocupaba la mitad de un camarote. El arma estaba amarrada a la cubierta y apuntaba a una porta cerrada. Binns hizo entrar a Sharpe en el cubículo vacío de al lado y allí dejó una bolsa de lino en el suelo—. Ahí hay un mazo y clavos, señor, y en cuanto le entreguen sus efectos personales puede asegurarlo todo de forma limpia y ordenada. —Retiró y sujetó uno de los lados del compartimento de lona, lo que permitió que algo de la tenue luz del farol se filtrara en el camarote. Luego dio unos golpecitos en cubierta con el pie—. Todo el dinero está ahí abajo, señor —dijo alegremente.

—¿El dinero? —preguntó Sharpe.

—Un cargamento de índigo, salitre, lingotes de plata y seda, señor. Lo suficiente como para hacernos mil veces más ricos a todos. —Sonrió y luego dejó que Sharpe contemplara el diminuto espacio que iba a ser su hogar durante los cuatro meses siguientes.

La pared trasera de su camarote correspondía al lado curvo del barco. El techo era bajo y lo cruzaban unos pesados baos negros en los que se oxidaban algunos ganchos. El suelo era la cubierta, y estaba lleno de marcas de antiguos agujeros allí donde los anteriores pasajeros habían clavado sus arcones. Las tres paredes restantes estaban hechas de lona sucia. Y sin embargo, aquello era un paraíso comparado con el alojamiento que le habían dado cuando navegó de Gran Bretaña a la India. Por aquel entonces era un soldado raso y se había conformado con un coy y apenas medio metro de espacio para colgarlo.

Se agachó en la entrada del camarote, donde un farol le proporcionaba un poco de luz, y desplegó el reglamento del barco. Era un texto impreso, aunque después se le habían añadido algunas cosas en tinta. Tenía prohibido ir al alcázar a menos que fuera invitado por el capitán o por el oficial de guardia; a aquella prohibición alguien le había añadido la advertencia de que, aun siendo invitado, nunca debía situarse entre el capitán y la baranda de la cubierta de intemperie. Sharpe ni siquiera sabía lo que era la cubierta de intemperie. Al subir a cubierta debía llevarse la mano al sombrero para saludar al alcázar aunque el capitán no estuviera a la vista. El juego estaba prohibido. El sobrecargo celebraría el oficio religioso cada domingo, siempre y cuando el tiempo lo permitiera, y los pasajeros estaban obligados a asistir a menos que el cirujano del barco los dispensara de ello. El desayuno se ofrecería a las ocho de la mañana, la comida a mediodía, el té se serviría a las cuatro y la cena a las ocho. Todos los pasajeros de sexo masculino tenían que familiarizarse con el sollado al que estaban asignados sus puestos de combate. No se podía encender ninguna llama sin protección bajo cubierta y todos los faroles debían apagarse a las nueve de la noche. Estaba prohibido fumar por el peligro de incendio y los pasajeros que mascaban tabaco tenían que utilizar las escupideras. Escupir en cubierta estaba totalmente prohibido. Ningún pasajero podía trepar a las jarcias sin el permiso de un oficial del barco. A los pasajeros del entrepuente, como Sharpe, les estaba vedado entrar en la gran cabina y en el camarote del alcázar a menos que alguien los hubiera invitado. No se permitiría el lenguaje grosero a bordo.

—¡Por Dios todopoderoso! —refunfuñó un marinero mientras forcejeaba con el barril de arrack de Sharpe. Otros dos marineros le traían la cama y otros dos su arcón—. ¿Tiene alguna cuerda, señor? —preguntó uno de ellos.

—No.

El marinero sacó un trozo de cuerda de cáñamo y le mostró a Sharpe cómo asegurar el arcón de madera y el pesado tonel que prácticamente llenaba aquel pequeño espacio. Sharpe le dio al marinero una rupia como muestra de agradecimiento y a continuación se puso a clavar los clavos a la cubierta a través de las esquinas del arcón y amarró el tonel a una de las vigas del costado del barco. La cama era un catre de madera, de la medida de un ataúd, que colgó de los ganchos que había en los baos. Al lado colgó también el balde.

—Es mejor orinar por la porta de popa cuando no está sumergida —le había dicho el marinero— y reservar el cubo para los sólidos, si entiende lo que quiero decir, señor. O subir a cubierta y utilizar las letrinas que están hacia la proa, pero no cuando hay mar gruesa, señor, porque entonces probablemente caería por la borda y nadie se daría cuenta. Sobre todo por la noche, señor. Más de un hombre bueno se ha ido a ver a los ángeles por haberle entrado unas ganas terribles de ir al baño en una mala noche.

Una mujer protestaba a voz en cuello por su alojamiento en el lado más alejado de cubierta, mientras su marido aseguraba dócilmente que no podían pagar nada mejor. Dos niños pequeños, acalorados y sudorosos, berreaban. Un perro estuvo ladrando hasta que lo hicieron callar de un puntapié. Cuando un pasajero de la cubierta principal se puso a darle martillazos a una grapa o a un clavo, empezó a caer polvo del bao del techo. Las cabras balaban. La bomba de la sentina traqueteaba, succionaba, engullía y escupía agua sucia al mar.

Sharpe se sentó en el arcón. Había suficiente luz para leer el papel que el capitán Chase se había empeñado en darle. Era una carta de presentación para la esposa de Chase, que vivía en la casa que el capitán tenía cerca de Topsham, en Devon.

—Sabe Dios cuándo volveré a ver a Florence y a los niños —había dicho Chase—, pero si está usted por el West Country, Sharpe, vaya y preséntese. La casa no es gran cosa. Una docena de acres, unos deteriorados establos y un par de graneros, pero Florence lo acogerá.

Nadie más lo haría, pensó Sharpe, porque no había nadie que lo esperara en Inglaterra; ninguna chimenea ardería por él y ninguna familia le daría la bienvenida. Pero era su hogar. Y, le gustara o no, allí se dirigía.