CAPÍTULO 3

El aburrimiento en el barco era palpable.

Algunos pasajeros leían, pero Sharpe, a quien todavía le resultaba difícil la lectura, no obtuvo ningún alivio de los libros que tomó prestados al comandante Dalton, quien se pasaba el tiempo haciendo anotaciones para una memoria que planeaba escribir sobre la guerra contra los mahratta.

—Dudo que nadie la lea, Sharpe —admitió el comandante con modestia—, pero sería una lástima que no quedara constancia de los triunfos del ejército. ¿Querría usted complacerme contándome sus mejores recuerdos?

Algunos hombres pasaban el rato practicando con armas pequeñas o batiéndose en duelos simulados con espada y sable de un extremo a otro de la cubierta principal hasta que quedaban empapados de sudor. Durante la segunda semana de travesía surgió un repentino entusiasmo por el tiro al blanco; se utilizaban los pesados mosquetes de servicio marítimo del barco para disparar contra botellas vacías que se arrojaban a las olas, pero al cabo de cinco días el capitán Cromwell declaró que las descargas estaban reduciendo las reservas de pólvora del Calliope y el pasatiempo terminó. Más adelante, aquella misma semana, un marinero afirmó haber visto una sirena al amanecer y durante uno o dos días los pasajeros permanecieron en las barandillas escrutando en vano el mar vacío para ver si la veían. Lord William negó con desdén la existencia de semejantes criaturas, pero el comandante Dalton decía haber visto una cuando era niño.

—La exhibieron en Edimburgo —le dijo a Sharpe—, después de que la pobre criatura hubiera sido arrastrada por la corriente hasta la costa de Inchkeith Rock. Recuerdo que estaba una habitación muy oscura y que era bastante peluda. Iba muy despeinada. Olía muy mal, pero me acuerdo de su cola y también creo recordar que estaba muy bien dotada en la parte de arriba. —Se sonrojó—. Pobre muchacha, estaba bien muerta.

Una mañana se avistó un navío desconocido, y se vivió una hora de nerviosismo mientras los servidores de los cañones se congregaban, el convoy se agrupaba con torpeza y la fragata de la Compañía desplegaba las alas para estudiar al extraño, que resultó ser un dhow árabe que se dirigía a Cochin y, sin duda, no representaba ninguna amenaza para el gran barco de la Compañía de las Indias Orientales.

Los pasajeros de popa, la gente rica que habitaba los camarotes del alcázar y la gran cabina, jugaban al whist. Había otro grupo que se entretenía con el mismo juego en el entrepuente, pero Sharpe nunca había aprendido a jugar y, además, no le tentaba apostar. Se dio cuenta de que se ganaban y se perdían grandes sumas de dinero y, aunque el reglamento de la Compañía lo prohibía, el capitán Cromwell no ponía ninguna objeción. Es más, a veces incluso jugaba una mano.

—Él gana —le explicó Pohlmann a Sharpe—, él gana siempre.

—¿Y usted pierde?

—Un poco. —Pohlmann se encogió de hombros, como si no importara.

Pohlmann estaba sentado en uno de los cañones amarrados. Iba a menudo a hablar con Sharpe, normalmente de Assaye, donde había sufrido una gran derrota.

—Su William Dodd —le dijo a Sharpe— afirmaba que sir Arthur era un general prudente. No lo es. —Siempre se refería a Dodd como «su William Dodd», como si el casaca roja renegado hubiera sido compañero de Sharpe.

—Wellesley es muy obstinado —dijo Sharpe con admiración—. Ve una oportunidad y la aprovecha.

—¿Y se fue a su casa a Inglaterra?

—Zarpó hacia allí el año pasado —respondió Sharpe.

Sir Arthur, tal como correspondía a su rango, había embarcado en el Trident, el buque insignia del almirante Rainier, y era probable que para entonces ya estuviera en Gran Bretaña.

—Estará aburrido en casa —dijo Pohlmann.

—¿Aburrido? ¿Por qué?

—Porque nuestro adusto capitán tiene razón. Gran Bretaña no puede combatir con Francia en Europa. Puede luchar contra ella en los confines del mundo, pero no en Europa. El ejército francés, mi querido Sharpe, es una verdadera horda. No es como el suyo. No depende de delincuentes habituales, fracasados y borrachos, sino que es un ejército de reclutas. Por consiguiente es enorme.

Sharpe sonrió.

—Los delincuentes habituales, fracasados y borrachos le dieron una lección.

—Sí, lo hicieron —reconoció Pohlmann sin ofenderse—, pero no resistirán contra el inmenso ejército francés. Nadie puede hacerlo. Ahora no. Y cuando los franceses decidan construir una armada como es debido, amigo mío, entonces verá cómo el mundo baila al compás que ellos toquen.

—¿Y usted? —preguntó Sharpe—. ¿Dónde bailará usted?

—¿En Hannover, tal vez? —sugirió Pohlmann—. Compraré una casa grande, la llenaré de mujeres y observaré el mundo desde mis ventanas. O tal vez me vaya a vivir a Francia. Allí las mujeres son más hermosas, y si algo he aprendido en la vida, Sharpe, es que a las mujeres les gusta el dinero. ¿Por qué cree que lady Grace se casó con lord William? —Hizo un gesto con la cabeza hacia el alcázar, donde lady Grace, acompañada por su doncella, caminaba de un lado a otro—. ¿Cómo va su campaña con la dama?

—No va —replicó Sharpe con un gruñido—. Y no es una campaña.

Pohlmann se rió.

—¿Entonces por qué acepta mis invitaciones a cenar?

La verdad, y Sharpe lo sabía, era que estaba obsesionado con la tal lady Grace. Desde el instante mismo en que se despertaba por la mañana hasta que por fin se dormía apenas pensaba en otra cosa que no fuera ella. Parecía inalcanzable, indiferente, inaccesible, y eso no hacía más que aumentar su obsesión. Había hablado con él una vez y luego no había vuelto a hacerlo, y cuando Sharpe se la encontraba en la cena en el comedor del capitán e intentaba entablar conversación, ella se apartaba como si su presencia la ofendiera.

Sharpe pensaba en ella constantemente, y constantemente estaba pendiente de si la veía, aunque se cuidaba mucho de no dejar traslucir su obsesión. Pero ahí estaba, atormentándolo, llenando las horas de tedio, mientras el Calliope se abría paso pesadamente por el océano Índico. Los vientos se mantenían favorables, y el primer oficial, el teniente Tufnell, informaba cada día del progreso del convoy: setenta y dos millas, sesenta y ocho millas, setenta millas, más o menos siempre la misma distancia.

El tiempo era bueno y seco y, sin embargo, bajo cubierta parecía que la humedad estuviera pudriendo el barco. A pesar de los vientos tropicales que impulsaban el convoy hacia el sudoeste, a través de las cerradas portas inferiores entraba un poco de agua y los alojamientos de la cubierta inferior donde Sharpe dormía nunca estaban secos. Las mantas estaban húmedas, los maderos del barco estaban fríos y mojados. De hecho, todo el Calliope, tanto si brillaba el sol como si no, supuraba agua por todas partes, hedía, se estaba deteriorando, estaba plagado de hongos e infestado de ratas. Los marineros atendían sin descanso las cuatro bombas del barco y el agua salía por los tubos de madera de olmo y caía en unos desagües de la cubierta inferior que conducían la hedionda agua de pantoque por encima de la borda. Pero por mucho que bombearan, cada vez había que succionar más agua fuera del casco.

Las cabras cogieron una infección y la mayoría de ellas murieron durante la primera quincena de la travesía, de modo que no hubo leche fresca para los pasajeros del entrepuente. La comida fresca se terminó enseguida, y la que quedaba era salada, correosa, rancia y monótona. El agua estaba asquerosa, amarillenta y olía mal, sólo servía para hacer té fuerte. Aunque el filtro de Sharpe eliminaba algunas impurezas, no mejoraba en absoluto el sabor, y al cabo de dos semanas estaba tan obstruido de porquería marrón que Sharpe hubo de tirar el artilugio al mar. Bebía arrack o cerveza agria o, en el comedor del capitán Cromwell, un vino que era poco mejor que vinagre.

El desayuno era cada mañana a las ocho. Los pasajeros del entrepuente se dividían en grupos de diez y los hombres se turnaban para ir a buscar a la cocina del castillo de proa un caldero de burgoo para cada grupo. El burgoo era una mezcla de harina de avena y pedacitos de grasa de ternera que hervían a fuego lento durante toda la noche en la lumbre de la cocina. El almuerzo se servía al mediodía y consistía nuevamente en burgoo, aunque de vez en cuando las gachas, requemadas y grumosas, tenían flotando unos trozos más grandes de carne o fibrosos trozos de pescado seco. Los domingos había pescado salado y galletas de barco duras como la piedra, que aun así estaban infestadas de gorgojos que había que sacar a golpecitos. El té se servía a las cuatro, pero sólo para los pasajeros que viajaban en la popa del barco. Los que iban en el entrepuente tenían que esperar a la cena, que consistía en más pescado seco, galletas y un queso duro en el que los gusanos rojos hacían túneles en miniatura.

—Los seres humanos no deberían comer estas cosas —sentenció Malachi Braithwaite, estremeciéndose después de una cena particularmente mala. Se había reunido con Sharpe en la cubierta principal para contemplar la puesta de sol con su esplendor de dorada rojez.

—Ya comió de este modo en la ida, ¿no? —preguntó Sharpe.

—Viajé como secretario privado de un mercader londinense —explicó Braithwaite con presunción— que me acomodó en la gran cabina y me alimentó a sus expensas. Se lo comenté a su señoría, pero se niega a asumir ese gasto. —Parecía estar dolido. Braithwaite era un hombre orgulloso pero pobre, y muy susceptible a cualquier ofensa contra su amor propio. Pasaba las tardes en los camarotes de popa, donde, según le contó a Sharpe, lord William estaba redactando un informe para la junta de Control. El informe había de sugerir el nuevo gobierno de la India y Braithwaite disfrutaba con el trabajo, pero cada día a media tarde lo despedían de vuelta a la cubierta inferior y al sufrimiento que lo atormentaba. Se sentía avergonzado de que lo hubieran hecho viajar en el entrepuente, detestaba ser uno de los servidores de los cañones y aborrecía ir a buscar los calderos para su grupo de comedor, pues creía que dicha tarea lo rebajaba a la categoría del criado más vulgar, no mejor que el ayuda de cámara de lord William o la doncella de lady Grace—. Soy un secretario —protestó una vez que hablaba con Sharpe—. ¡Yo fui a Oxford!

—¿Cómo se convirtió usted en el secretario de lord William? —le preguntó entonces Sharpe.

Braithwaite sopesó la pregunta como si ésta encerrara alguna trampa, pero luego decidió que no suponía ningún peligro contestarla.

—El secretario que tenía murió en Calcuta. De una mordedura de serpiente, creo, y su señoría tuvo la amabilidad de ofrecerme el puesto.

—¿Y ahora lamenta haberlo aceptado?

—¡Por supuesto que no! —respondió Braithwaite con brusquedad—. Su señoría es un hombre importante. Es amigo íntimo del primer ministro —esto se lo confió en un tono de admiración—. La verdad es que el informe en el que estamos trabajando no será solamente para la junta de Control, sino que irá directamente ¡al mismísimo Pitt! Muchas cosas dependen de las conclusiones de su señoría. Tal vez incluso un puesto en el ministerio. Bien podría ser que dentro de uno o dos años su señoría se convirtiera en ministro de exteriores, ¿y eso en qué me convertiría a mí?

—En un secretario al que harán trabajar demasiado —contestó Sharpe.

—Pero tendré influencia —replicó Braithwaite con entusiasmo—, y su señoría tendrá una de las casas más fabulosas de Londres. Su esposa presidirá un salón que será un centro de ingenio y un núcleo de gran influencia.

—Si es que habla con alguien alguna vez —comentó Sharpe con sequedad—. A mí no me dirige la palabra.

—Pues claro que no —dijo Braithwaite, enojado—. Está acostumbrada únicamente a la conversación más elevada. —El secretario miró hacia el alcázar, pero si esperaba ver allí a lady Grace se llevó una decepción—. Es un ángel, Sharpe —soltó—. Una de las mejores mujeres que he tenido el privilegio de conocer. ¡Y su inteligencia no le va a la zaga! Ni siquiera yo, que tengo una licenciatura de Oxford, señor Sharpe, estoy a la altura de la señora en cuanto a conocimientos sobre las Geórgicas.

«Que vete a saber qué demonios serán», pensó Sharpe.

—Es una mujer de aspecto poco común —dijo en tono suave, preguntándose si aquello provocaría otro arrebato de franqueza en Braithwaite.

Lo hizo.

—¿«De aspecto poco común»? —preguntó Braithwaite con sarcasmo—. Es una belleza, señor Sharpe. La quintaesencia misma de la virtud, la hermosura y la inteligencia femeninas.

Sharpe se rió.

—Está usted enamorado de ella, Braithwaite.

El secretario lanzó a Sharpe una mirada fulminante.

—Si no fuera usted un soldado con fama de salvaje, Sharpe, consideraría esta afirmación una impertinencia.

—Puede que yo sea el salvaje —dijo Sharpe, hurgando en el orgullo herido del secretario—, pero soy el que ha cenado con ella hoy.

Sin embargo, aquella noche lady Grace no había hablado con Sharpe, y, de hecho, ni siquiera pareció percatarse de su presencia en el comedor, donde la comida apenas era mejor que la bazofia que daban en el entrepuente. A los pasajeros más ricos les ofrecieron las cabras que habían muerto guisadas y servidas con una salsa de vinagre; al capitán Cromwell le gustó especialmente la carne de cerdo con guisantes, aunque éstos se habían secado y salado hasta adquirir la misma consistencia que las balas y la textura del cuero viejo. La mayoría de las noches había pudín, luego vino de Oporto o brandy, café, cigarros y whist. Para desayunar se servían huevos y café, un lujo que nunca se daba en el entrepuente, pero Sharpe no estaba invitado a compartir el desayuno con la gente privilegiada.

Las noches que Sharpe comía abajo, después subía a cubierta para ver bailar a los marineros al son que tocaba una orquesta de cuatro hombres: dos violinistas, un flautista y un tambor que golpeaba el extremo de medio barril con las manos. Una noche cayó un violento y repentino aguacero, que repiqueteaba contra las velas. Sharpe se quedó de pie con el pecho desnudo, la cabeza hacia atrás y la boca abierta para beber el agua limpia. Pero por lo visto la mayor parte de la lluvia que cayó sobre el barco se abrió camino entre las cubiertas, que de este modo apestaron aún más. Todo parecía estar podrido, oxidado o enmohecido. Los domingos el sobrecargo oficiaba el servicio religioso. El cuarteto tocaba y los pasajeros, los ricos en el alcázar y los menos privilegiados más abajo en la cubierta principal, cantaban: «Despierta, alma mía, y lleva a cabo tus obligaciones diarias con el sol». El comandante Dalton cantaba a rachas, marcando el tiempo con la mano. A Pohlmann la ceremonia parecía divertirle; en cambio, lord William y su esposa, contraviniendo las órdenes del capitán, no asistían a ella. Cuando se acababa el himno, el sobrecargo leía una monótona plegaria que tanto a Sharpe como a los demás pasajeros que prestaban atención les parecía alarmante: «Oh, glorioso y misericordioso Dios nuestro señor, que estás en los cielos pero que todo lo ves; mira hacia abajo, te lo suplicamos, y escucha cómo alzamos la voz desde las profundidades del sufrimiento y las garras de esta muerte que ahora está dispuesta a engullirnos. Sálvanos, señor, o pereceremos».

Pero no perecieron, y el mar y las millas se sucedían interminablemente, sin que aparecieran ni un atisbo de tierra ni una nave hostil. Al mediodía, los oficiales tomaban solemnemente la altura del sol con sus sextantes y luego se dirigían a toda prisa al camarote del capitán Cromwell para realizar los cálculos. Finalmente, a mediados de la tercera semana, hubo un día en que el cielo estaba tan encapotado que no se pudo hacer ninguna medición. Al capitán Cromwell se le oyó comentar que al Calliope lo iba a pillar un vendaval, y se pasó el día yendo y viniendo a grandes Zancadas por el alcázar con una mirada de adusto placer. El viento soplaba sin prisa pero sin pausa y hacía que los pasajeros se tambalearan por la escorada cubierta y se sujetaran los sombreros. Muchos de los que habían superado el mareo inicial volvieron a sucumbir entonces, y la rociada que batía contra las amuras del barco golpeteaba en las velas y caía sobre cubierta. A media tarde empezó a llover con tanta intensidad que unos velos grisáceos lo ocultaron todo menos las embarcaciones más próximas del convoy.

Sharpe volvía a ser el invitado de Pohlmann para la cena. Cuando bajó para ponerse su camisa menos sucia y la casaca, que uno de los marineros de la cofa de trinquete había zurcido muy bien, se encontró el entrepuente lleno de agua y vómitos. Los niños lloraban, un perro atado con una correa ladraba. Braithwaite se había acomodado encima de un cañón para no mojarse. Cada vez que el barco descendía con el viento, el agua se abría camino a través de las portas cerradas y resbalaba por la cubierta con un susurro, y cuando la nave hundía sus amuras en el mar, una auténtica riada entraba por los escobenes y caía sobre los inundados tablones.

El agua bajaba en cascada por la escalera de cámara cuando Sharpe volvió a subir hacia los restos de luz del día. Pasó tambaleándose por el alcázar, donde seis hombres se aferraban a la rueda, atravesó de golpe la puerta de la toldilla y se vio despedido al pequeño vestíbulo antes de entrar, chocando contra todas partes, en el comedor, donde tan sólo aguardaban el capitán, el comandante Dalton, Pholmann, Mathilde, lord William y lady Grace. Los otros tres pasajeros o estaban mareados o bien iban a cenar en sus propios camarotes.

—¿El barón lo ha invitado otra vez? —le preguntó Cromwell de forma harto significativa.

—Supongo que no le importará que el señor Sharpe sea mi invitado… —replicó Pohlmann acaloradamente.

—Come de su bolsillo, barón, no del mío —respondió Cromwell con un gruñido, y a continuación indicó a Sharpe con un gesto de la mano que se sentara en su silla de siempre—. Siéntese, señor Sharpe, por Dios. —Alzó una mano enorme y esperó mientras el barco se bamboleaba. Los mamparos se movieron de forma alarmante y la cubertería se deslizó sobre la mesa—. Que el Señor bendiga estos alimentos —dijo Cromwell— y nos haga estar agradecidos por su sustento, en el nombre de Dios, amén.

—Amén —dijo lady Grace con actitud distante. Su marido estaba pálido y se agarraba al borde de la mesa como si así pudiera paliar el rápido movimiento del barco. En cambio, a lady Grace no se la veía en absoluto afectada por el mal tiempo. Llevaba puesto un vestido rojo, de corte bajo y lucía un collar de perlas en su esbelto cuello. Llevaba el pelo recogido en lo alto y sujeto con horquillas con incrustaciones de perlas.

Se habían colocado unos topes en la mesa para que los cuchillos, tenedores, cucharas, vasos, platos y vinagreras no resbalaran, pero las sacudidas del barco convirtieron la cena en una experiencia peligrosa. El mayordomo de Cromwell sirvió una sopa espesa de primero.

—¡Pescado fresco! —alardeó Cromwell—. Pescado esta mañana. No tengo ni idea de qué peces eran, pero en mi barco nadie ha muerto todavía por comer pescado no identificado. Han muerto de otras cosas, claro. —El capitán se llevó una cucharada de aquel puré lleno de espinas ala boca al tiempo que sujetaba el plato con destreza para que su contenido no se derramara con los bamboleos de la embarcación—. Hay hombres que caen de la obra muerta, gente que se muere por la fiebre, e incluso tuve un pasajero que se quitó la vida por un amor no correspondido… Pero nunca se me ha muerto nadie envenenado con el pescado.

—¿Un amor no correspondido? —preguntó Pohlmann, divertido.

—Son cosas que ocurren, barón, cosas que ocurren —dijo Cromwell con deleite—. Es un fenómeno bien atestiguado que las travesías por mar despiertan los instintos más básicos. Perdóneme por mencionar el tema, señora —se apresuró a añadir dirigiéndose a lady Grace, que hizo caso omiso de su grosería.

Lord William probó la sopa de pescado y luego se apartó, dejando que el plato se vaciara solo derramándose sobre la mesa. Lady Grace logró tomar unas cuantas cucharadas, pero, como no le gustaba el sabor, a continuación empujó el plato con aquella bazofia maloliente hacia el interior de la mesa. El comandante comió con ganas, Pohlmann y Mathilde con avidez, y Sharpe con cautela, pues no quería sentirse avergonzado al dar muestras de mala educación delante de lady Grace. Las espinas se le metían entre los dientes y él intentó sacárselas sutilmente, porque había visto que lady Grace se estremecía cada vez que Pohlmann las escupía sobre la mesa.

—De segundo hay ternera fría y arroz —anunció el capitán, como si les estuviera ofreciendo un manjar—. Dígame, barón, ¿cómo hizo usted su fortuna? Comerciaba, ¿no es cierto?

—Sí, capitán, comerciaba.

Lady Grace levantó la mirada de golpe, puso mala cara y luego fingió que la conversación no le interesaba. Las licoreras golpeteaban contra su cesta metálica. El barco entero crujía, chirriaba y temblaba cada vez que una ola más fuerte que las demás rompía contra sus amuras.

—En Inglaterra —dijo Cromwell, lanzando una clara indirecta— la aristocracia no se dedica al comercio. Consideran que es indigno de ellos.

—Los nobles ingleses tienen tierras —dijo Pohlmann—, pero mi familia perdió sus propiedades hace cien años, y cuando uno no posee tierras tiene que trabajar para vivir.

—¿Haciendo qué, si puede saberse? —preguntó Cromwell. Su largo cabello mojado le caía lacio sobre los hombros.

—Compro, vendo… —respondió Pohlmann, a todas luces indiferente al interrogatorio del capitán.

—¡Y con éxito! —Al parecer, el capitán Cromwell estaba conversando para que sus invitados no pensarán en los cabeceos y bamboleos del barco—. Y ahora se lleva el beneficio a casa, y bien que hace. Dígame, ¿dónde está su casa? ¿En Bavaria? ¿Prusia? ¿Hesse?

—Hannover —dijo Pohlmann—, pero he estado pensando que quizá debería comprarme una casa en Londres. Sin duda, lord William podría aconsejarme, ¿no? —Ofreció una sonrisa a lord William, que estaba sentado al otro lado de la mesa y que, a modo de respuesta, se puso en pie bruscamente, se llevó una servilleta a la boca y salió corriendo del comedor. Las gotas salpicaron los cristales de la lumbrera y algunas cayeron sobre la mesa.

—Mi marido es muy mal marinero —comentó lady Grace en tono calmado.

—¿Y usted no, señora? —preguntó Pohlmann.

—Me gusta el mar —contestó ella casi con indignación—. Siempre me ha gustado el mar.

Cromwell se rió.

—Dicen, señora, que los que van al mar por placer visitarían el infierno como pasatiempo.

Ella se encogió de hombros, como si lo que otros dijeran le diera lo mismo. El comandante Dalton retomó el peso de la conversación.

—¿Alguna vez se ha mareado en un barco, Sharpe?

—No, señor, he tenido suerte.

—Yo tampoco —dijo Dalton—. Mi madre siempre creyó que un bistec de ternera era un específico para eso.

—Un bistec… ¡Tonterías! —gruñó Cromwell—. Lo único que sirve es ron y aceite.

—¿Ron y aceite? —preguntó Pohlmann con una mueca.

—Le haces tragar al paciente una pinta de ron y a continuación una de aceite. Cualquier aceite sirve, incluso el de una lámpara, porque el paciente lo echará todo. Pero al día siguiente estará más fresco que una rosa. —Cromwell dirigió una mirada un tanto sarcástica hacia lady Grace—. ¿Quiere que mande aceite y ron a su camarote, señora?

Lady Grace ni siquiera se molestó en contestar. Se quedó mirando fijamente los paneles donde una pequeña pintura al óleo de una iglesia rural inglesa se balanceaba con el movimiento del barco.

—¿Cuánto durará esta tormenta? —preguntó Mathilde con su inglés con acento.

—¿Tormenta? —gritó Cromwell—. ¿Cree usted que esto es una tormenta? Esto, señora, no es nada más que una ventolera. Tan sólo un poco de viento y lluvia que no hará daño a ningún hombre ni a ningún barco. Una tormenta, señora, es violenta, ¡violenta! Esto es delicado comparado con lo que cabe esperar frente a las costas de la provincia del Cabo.

Nadie tenía el estómago para un postre de pudín y pasas, de modo que Pohlmann sugirió que echaran una partida de whist en su camarote.

—Tengo un brandy excelente, capitán —dijo—, y si el comandante Dalton tiene ganas de jugar podemos hacer dos parejas. Ya sé que Sharpe no va a jugar. —Señaló que Mathilde y él serían los otros jugadores y a continuación sonrió a lady Grace—. A menos que pudiera convencerla para que jugara usted, señora.

—Yo no juego. —Por el tono en que contestó se hubiera dicho que Pohlmann la había invitado a revolcarse en su vómito. Se puso en pie, logrando de alguna manera conservar la elegancia a pesar de las sacudidas del barco. Los hombres apartaron las sillas de inmediato y se echaron a un lado para permitir que abandonara el comedor.

—Quédese y termínese el vino, Sharpe —le dijo Pohlmann al tiempo que conducía a sus jugadores de whist hacia fuera.

Sharpe se quedó solo en el comedor. Se terminó el vino, sacó la licorera de su armazón metálico en el aparador y se sirvió otro vaso. Se había hecho de noche y la fragata, preocupada por que el convoy no se dispersara en la oscuridad, disparaba un cañón cada diez minutos. Sharpe se dijo que se quedaría hasta que hubieran disparado tres cañones y luego se dirigiría a la fétida bodega e intentaría dormir.

Entonces se abrió la puerta y lady Grace volvió a entrar al comedor. Llevaba puesto un pañuelo por encima del cuello que ocultaba las perlas y la suave piel de sus hombros. Dirigió a Sharpe una mirada hostil y se mostró indiferente ante su nervioso saludo. Sharpe se imaginó que se marcharía enseguida, pues supuso que sólo habría ido a buscar algo que se había dejado olvidado allí, pero para su sorpresa ella se sentó en la silla de Cromwell y lo miró con el ceño fruncido.

—Siéntese, señor Sharpe.

—¿Un poco de vino, señora?

—Siéntese —dijo ella con firmeza.

Sharpe tomó asiento en el extremo opuesto de la mesa. La araña de latón se balanceaba colgada del bao y reflejaba destellos de la luz de las velas que provenía de dos faroles cubiertos que había en los mamparos. Las llamas parpadeantes acentuaban los prominentes huesos del rostro de lady Grace.

—¿Conoce usted bien al barón Von Dornberg? —preguntó bruscamente.

Sharpe parpadeó, sorprendido ante aquella pregunta.

—No muy bien, señora.

—¿Lo conoció en la India?

—Sí, señora.

—¿Dónde? —inquirió en tono perentorio—. ¿Y cómo?

Sharpe frunció el ceño. Había prometido no revelar la identidad de Pohlmann, de modo que tendría que responder a la insistencia de lady Grace con mucho tacto.

—Durante un tiempo serví con un oficial explorador de una compañía, señora —dijo—, y él con frecuencia cabalgaba más allá de las líneas enemigas. Así es como conocí a P…, al barón. —Se quedó pensando uno o dos segundos—. Debí de verlo unas cuatro veces, tal vez cinco.

—¿A qué enemigo se refiere?

—A los mahratta, señora.

—¿Entonces él era amigo de los mahratta?

—Supongo que sí, señora.

Ella se lo quedó mirando fijamente, como si sopesara la veracidad de sus palabras.

—Da la impresión de que le tiene mucho cariño, señor Sharpe.

Sharpe estuvo a punto de soltar una maldición cuando el vaso de vino se deslizó y cayó por encima del tope. El cristal se hizo añicos contra el suelo y salpicó de vino la alfombra de lona.

—La última vez que nos vimos, señora, le hice un favor. Fue después de un combate.

—¿Y él estaba en el otro bando? —lo interrumpió.

—Sí, estaba en el otro bando, señora —dijo Sharpe con cautela, ocultándole que Pohlmann era en realidad el general que estaba al mando del otro bando—. Se vio envuelto en la desbandada. Yo pude haberlo capturado, supongo, pero no parecía representar ningún peligro, de modo que lo dejé marchar. Está agradecido por ello, estoy seguro.

—Gracias —dijo ella, y dio la impresión de que iba a ponerse de pie.

—¿Por qué tantas preguntas, señora? —inquirió Sharpe, con la esperanza de que se quedara.

Ella se relajó un poco y luego se lo quedó mirando durante un largo rato, sin duda considerando si responder o no a su pregunta. Luego quitó las manos de la mesa y se encogió de hombros.

—¿Ha oído usted la conversación del capitán con el barón esta noche?

—Sí, señora.

—Da la impresión de que son dos desconocidos, ¿no?

—Lo son, en efecto —asintió Sharpe—, y Cromwell me dijo eso mismo.

—Y sin embargo, señor Sharpe, cada noche se reúnen y hablan. Sólo ellos dos. Vienen aquí después de medianoche, se sientan a la mesa el uno frente al otro y hablan. Y en ocasiones el criado del barón está aquí con ellos. —Hizo una pausa—. Con frecuencia me cuesta dormir, y si hace buena noche voy a cubierta. Los oigo a través de la lumbrera. No escucho a escondidas —comentó mordazmente—, sino que oigo sus voces.

—¿De modo que se conocen mucho mejor de lo que aparentan? —dijo Sharpe.

—Eso parece —respondió ella.

—Es extraño, señora —comentó Sharpe.

Ella se encogió de hombros como si quisiera insinuar que la opinión de Sharpe no le interesaba.

—Es posible que sólo jueguen al backgammon —dijo con frialdad.

De nuevo volvió a dar la impresión de que se iba a marchar y Sharpe se apresuró a proseguir con la conversación.

—El barón me dijo que tal vez fuera a vivir a Francia, señora.

—¿Y no a Londres?

—Francia o Hannover, dijo.

—Pero no puede esperar que confíe en usted —dijo con desdén—, teniendo en cuenta lo poco que se conocen. —Se levantó.

Sharpe echó su silla hacia atrás y corrió a abrir la puerta. Ella agradeció su cortesía con un gesto de la cabeza. En ese momento una ola inesperada levantó al Calliope e hizo que lady Grace se tambaleara. Sharpe extendió instintivamente una mano para sujetarla, y la mano le rodeó la cintura y aguantó su peso, por lo que ella quedó apoyada contra él con el rostro a apenas unos centímetros del suyo. Sintió un deseo irrefrenable de besarla y sabía que ella no pondría ninguna objeción porque, aunque el barco se estabilizó, ella no se apartaba. Sharpe notaba su esbelta cintura bajo la suave tela de su vestido. La cabeza le daba vueltas porque los ojos de la mujer, tan grandes y serios, estaban clavados en los suyos; una vez más, al igual que le había ocurrido la primera vez que la vio, intuyó cierta melancolía en su rostro, pero entonces la puerta del alcázar se abrió de golpe y el mayordomo de Cromwell soltó una maldición mientras llevaba una bandeja hacia el comedor. Lady Grace se zafó del brazo de Sharpe y, sin decir una sola palabra, atravesó la puerta.

—Está lloviendo a cántaros, ya lo creo —dijo el camarero—. Hasta un maldito pez podría ahogarse en cubierta, se lo digo yo.

—Mierda —dijo Sharpe—, mierda. —Levantó la licorera por el cuello, se la llevó a la boca y la apuró.

El viento y la lluvia arreciaron durante la noche. Cromwell había arrizado las velas al anochecer y los pocos pasajeros que se atrevieron a subir a cubierta al alba se encontraron con que el Calliope cabeceaba bajo unas nubes bajas y oscuras y unas negras borrascas silbaban por un mar coronado de blanco. Sharpe, que no tenía gabán y no quería empaparse la casaca ni la camisa, subió a cubierta con el pecho desnudo. Se volvió hacia el alcázar e inclinó la cabeza respetuosamente para saludar al invisible capitán, y luego se dirigió medio corriendo medio caminando hacia el castillo de proa, donde las gachas del desayuno aguardaban a que alguien fuera a buscarlas. En la cocina encontró a un grupo de marineros, uno de los cuales era el comandante de cabello cano del cañón número cinco, quien saludó a Sharpe con una sonrisa manchada de tabaco.

—Hemos perdido al convoy, señor.

—¿Cómo, perdido?

—Se habrá ido al carajo, imagino. —El hombre se rió—. Y por lo que sé, no ha sido por accidente.

—¿Y qué es lo que usted sabe, Jem? —preguntó un hombre más joven.

—Más que de lo que sabe usted, y más de lo que llegará a saber nunca.

—¿Por qué dice que no fue un accidente? —le preguntó Sharpe.

Jem agachó la cabeza para escupir jugo de tabaco.

—El capitán lleva al timón desde medianoche, señor, eso es, y nos ha estado llevando todo hacia el sur. En plena noche nos hizo subir a cubierta y ceñir el viento. Ahora vamos derechos hacia el sur, señor, en lugar de hacia el sudoeste.

—El viento cambió —observó un hombre.

—¡Aquí el viento no cambia! —exclamó Jem con desprecio—. ¡En esta época del año no! Aquí el viento es del nordeste, firme como una roca. Nueve de cada diez días, señor, es del nordeste. No hace falta manejar el timón para salir de Bombay, señor. Dejas atrás el fondeadero de Basalore, cuelgas los trapos grandes en los palos y este viento te llevará directo a Madagascar, como una bola por la pista de una bolera, señor.

—¿Entonces por qué ha virado hacia el sur? —preguntó Sharpe.

—Porque el nuestro es un barco rápido, señor, y a Peculiar le crispaba los nervios estar atado a esas viejas y lentas bañeras del convoy. Espere usted y verá, señor: nos hará colgar en las jarcias hasta las camisas para atrapar el viento y llegaremos a casa volando como una gaviota. —Guiñó el ojo—. El primer barco que llega obtiene el mejor precio por la carga, ¿sabe, señor?

El cocinero vertió el burgoo con un cucharón en el caldero de Sharpe. Jem le abrió la puerta del castillo de proa para que pasara, pero Sharpe casi chocó con el criado de Pohlmann, el anciano que tan relajadamente descansaba en el sofá de su amo la primera noche que Sharpe estuvo de visita en la cabina.

Pardonnez-moi —dijo el sirviente de forma instintiva, al tiempo que retrocedía rápidamente para que Sharpe no le manchara con las gachas la ropa de color gris que llevaba.

Sharpe lo miró.

—¿Es usted francés?

—Soy suizo, señor —respondió el hombre respetuosamente, y a continuación se echó a un lado, aunque sin dejar de mirar a Sharpe, que pensó que la mirada de aquel hombre no era la mirada de un criado. Era una mirada como la de lord William, segura, inteligente y cómplice—. Buenos días, señor —dijo el criado en tono respetuoso y con una ligera reverencia. Sharpe pasó junto a él y luego avanzó con las gachas humeantes por la cubierta principal, resbaladiza a causa de la lluvia, hacia la escalera de cámara de popa.

Cromwell eligió aquel momento para aparecer en la baranda del alcázar y, tal como había pronosticado Jem, quiso que hasta la última puntada de vela estuviera en la arboladura. Les bramó a los juaneteros que empezaran a trepar, luego cogió un megáfono que había en la baranda y llamó al primer teniente que se dirigía hacia la proa.

—Largue la cebadera del botalón del foque, señor Tufnell. ¡Venga, con brío! Señor Sharpe, me haría un favor si se vistiera. Éste es un barco de la Compañía de las Indias Orientales, no un sucio barco carbonero del río Tyne.

Sharpe bajó para desayunar y cuando regresó a cubierta, adecuadamente vestido, Cromwell se encontraba en la toldilla y desde allí miraba hacia el norte, temeroso de que la fragata de la Compañía pudiera aparecer para ordenarle que regresara al convoy, pero ni Cromwell ni los hombres que estaban arriba vieron a los demás barcos por ninguna parte. Parecía que Cromwell había escapado del convoy, y ahora podía dejar que el Calliope demostrara su verdadera velocidad. Y lo demostró, pues todas y cada una de las velas que se habían manejado al caer la noche estaban ahora de nuevo en las vergas, extendidas contra el viento húmedo, y mientras avanzaba rápidamente hacia el sur, el Calliope parecía batir el mar y convertirlo en crema.

Durante el día el viento se calmó y las nubes se disgregaron, de modo que al atardecer el cielo volvía a estar despejado y el mar era azul en lugar de gris. A bordo reinaba un clima de efervescencia, como si al liberarse el Calliope del convoy, ello le hubiera alegrado la vida a todo el mundo. Se oían risas en el entrepuente y hubo ovaciones cuando Tufnell aparejó unos molinetes para airear las fétidas cubiertas. Los pasajeros se unieron a los marineros en sus danzas bajo el castillo de proa mientras el sol se ponía con un áureo resplandor anaranjado.

Antes de la cena Pohlmann le llevó un cigarro a Sharpe.

—Hoy no voy a invitarle a cenar con nosotros —dijo—. Joshua Fazackerly va a poner el vino, lo que significa que se creerá con derecho a aburrirnos a todos con sus historias legales. Probablemente resulte una comida tediosa. —Hizo una pausa y echó una bocanada de humo hacia la vela mayor—. ¿Sabe por qué me gustaban los mahratta? Ellos no tenían abogados.

—Ni tampoco ley —dijo Sharpe.

Pohlmann lo miró de reojo.

—Cierto. Pero me gustan las sociedades corruptas, Richard. En una sociedad corrupta, gana el mayor granuja.

—¿Entonces por qué regresa?

—Europa se está corrompiendo —respondió Pohlmann—. Los franceses proclaman a voz en grito la ley y la razón, pero bajo toda esa palabrería no hay nada más que avaricia. Yo entiendo la avaricia, Sharpe.

—¿Y dónde va a vivir? —preguntó Sharpe—. ¿En Londres, Hannover o Francia?

—Tal vez en Italia. O quizás en España. No, en España no. No podría soportar a los curas. Tal vez debería irme a América. Dicen que a los granujas les va muy bien allí.

—O quizá debería irse a Francia, ¿no?

—¿Por qué no? No tengo nada en contra de Francia.

—Lo tendrá si el Revenant nos encuentra.

—¿El Revenant? —preguntó Pohlmann en tono inocente.

—Un barco de guerra francés —dijo Sharpe.

Pohlmann se rió.

—Sería como… ¿Cómo lo dicen ustedes? ¿Encontrar una aguja en un pajar? Aunque yo siempre he pensado que no ha de ser difícil encontrar una aguja en un pajar. Sólo tiene que llevarse a una chica a un almiar y hacerle el amor: puede estar seguro de que la aguja encontrará su trasero. ¿Alguna vez ha hecho el amor en un pajar?

—No.

—No se lo recomiendo. Es como una de esas camas en las que duermen los magos indios. Pero si lo hace, Richard, procure ser usted el que está arriba.

Sharpe contempló el océano que se oscurecía. Ya no había olas con blancas crestas espumosas, sólo un mar infinito que se ondulaba suavemente.

—¿Conoce mucho a Cromwell? —soltó la pregunta de sopetón, debatiéndose entre la renuencia a despertar las sospechas del alemán y el deseo de no creer en dichas sospechas.

Pohlmann dirigió a Sharpe una mirada llena de curiosidad y no poca hostilidad.

—Apenas lo conozco —respondió con frialdad—. Lo vi una o dos veces cuando estaba en tierra en Bombay, porque parecía lo más sensato si queríamos conseguir un alojamiento decente, pero aparte de eso no sé de él más que usted. ¿Por qué lo pregunta?

—Estaba pensando si lo conocía lo bastante como para averiguar por qué abandonó el convoy.

Pohlmann se rió, pues la explicación de Sharpe disipó sus sospechas.

—No creo que lo conozca tan bien como para eso, pero el señor Tufnell me ha dicho que nos dirigimos hacia el este de Madagascar, en tanto que el convoy va hacia el oeste. Cree que así ganaremos tiempo y podremos estar en casa al menos dos semanas antes que los demás barcos. Y eso incrementará el valor de la carga, en la que el capitán tiene un interés considerable. —Pohlmann inhaló el humo del cigarro—. ¿No aprueba usted su iniciativa?

—Ir en grupo proporciona seguridad —dijo Sharpe en tono suave.

—También la proporciona la velocidad. Tufnell dice que ahora deberíamos recorrer al menos noventa millas al día. —El alemán arrojó lo que le quedaba del cigarro por la borda—. Debo cambiarme para la cena.

Sharpe tenía la impresión de que algo no iba bien, pero no sabía el qué. Si lady Grace estaba en lo cierto, Pohlmann y el capitán hablaban con frecuencia, pero Pohlmann afirmaba que apenas conocía a Cromwell. Sharpe se inclinaba a creer a la dama, aunque por nada del mundo veía que ello afectara a nadie aparte de a Pohlmann y Cromwell.

Al cabo de dos días se avistó tierra a lo lejos, al oeste. El grito proveniente del calcés provocó que los pasajeros se precipitaran hacia la baranda de estribor. Nadie podría ver la distante tierra a menos que se dispusiera a trepar a lo alto de las jarcias, pero una franja de espesas nubes en el horizonte mostraba la ubicación de la lejana costa.

—Cabo del Este en Madagascar —anunció el teniente Tufnell, y los pasajeros se pasaron el día mirando a la nube, como si ésta augurara algo importante. Al día siguiente la nube había desaparecido, si bien Tufnell le contó a Sharpe que aún estaban siguiendo la costa de Madagascar, que en aquellos momentos se hallaba más allá del horizonte—. La próxima vez que divisemos tierra será la de la costa africana —dijo Tufnell—, y buscaremos una corriente rápida que nos lleve bordeando Ciudad del Cabo.

Los dos hombres estaban hablando en el oscurecido alcázar. Era más de medianoche. Habían pasado dos días desde que habían divisado el Cabo del Este y era la tercera noche seguida que Sharpe subía al alcázar de madrugada con la esperanza de que lady Grace estuviera en la toldilla. Tenía que pedir permiso para permanecer en el alcázar, pero el oficial de guardia había recibido muy bien su compañía todas las noches, ajeno a los motivos por los que Sharpe quería estar allí. Lady Grace no había aparecido ninguna de las dos primeras noches, pero en aquellos momentos, mientras Sharpe estaba de pie junto al teniente, oyó el chirrido de una puerta y el suave sonido de unos zapatos que subían las escaleras hacia la cubierta de toldilla. Sharpe aguardó hasta que el teniente se fue a hablar con el timonel, entonces se dio la vuelta y se dirigió también al saltillo de popa.

El fino sable curvo de la luna refulgía sobre el mar y proporcionaba luz suficiente para que Sharpe viera a lady Grace, envuelta en una capa oscura, de pie junto al farol de popa. Estaba sola, sin doncella que la custodiara. Sharpe se reunió con ella y se quedó a un paso a su izquierda, con las manos en la baranda, como ella, y contempló, como ella, la suave estela plateada por la luz de la luna que se sumía, interminable, en la oscuridad. La gran vela cangreja del palo de mesana se alzaba pálida por encima de ellos.

Ninguno de los dos dijo nada. Ella lo miró cuando se puso a su lado, pero no se alejó. Se limitó a observar el océano.

—Pohlmann —dijo Sharpe en voz muy baja, pues dos cristales de la lumbrera del comedor del capitán estaban abiertos y no deseaba que lo oyeran si había alguien abajo— afirma que no conoce al capitán Cromwell.

—¿Pohlmann? —preguntó lady Grace a Sharpe con el ceño fruncido.

—El barón Von Dornberg no es un barón, señora. —Sharpe estaba rompiendo la promesa que le había hecho a Pohlmann, pero no le importaba, no cuando estaba lo bastante cerca como para oler el perfume de lady Grace—. Se llama Anthony Pohlmann y fue sargento en un regimiento hannoveriano que contrató la Compañía de las Indias Orientales, pero desertó. Se convirtió en soldado por cuenta propia, y era muy bueno. Fue el comandante del ejército enemigo en Assaye.

—¿El comandante? —pareció sorprendida.

—Sí, señora. Era el general enemigo.

Volvió a fijar la vista en el mar.

—¿Y usted por qué lo ha protegido?

—Me cae bien —respondió Sharpe—. Siempre me ha caído bien. Una vez intentó convertirme en oficial del ejército mahratta y confieso que estuve tentado. Dijo que me haría rico.

Ella sonrió al oír aquello.

—¿Y usted quiere ser rico, señor Sharpe?

—Es mejor que ser pobre, señora.

—Sí —repuso ella—, lo es. ¿Y por qué me cuenta ahora lo de Pohlmann?

—Porque me mintió, señora.

—¿Le mintió?

—Me dijo que no conocía al capitán, y usted me aseguró que sí lo conoce.

Ella se volvió de nuevo hacia él.

—Tal vez le mintiera yo.

—¿Lo hizo?

—No. —Echó un vistazo a la lumbrera del comedor y luego caminó hacia el rincón más alejado de cubierta, donde había un pequeño cañón de señales amarrado a la borda. Se quedó en el rincón entre el cañón y el coronamiento de popa y Sharpe, tras unos instantes de vacilación, se reunió con ella allí—. No me gusta nada —dijo en voz baja.

—¿Qué es lo que no le gusta nada, señora?

—Que estemos navegando hacia el este de Madagascar. ¿Por qué hacerlo?

Sharpe se encogió de hombros.

—Polhmann me ha dicho que intentamos tomarle la delantera al convoy, para llegar a Londres primero y llevar el cargamento al mercado.

—Nadie navega frente a Madagascar —dijo—, ¡nadie! Estamos perdiendo la corriente de las Agulhas, lo que significa que iremos más lentos. Y yendo por aquí nos acercamos mucho más a la Île-de-France.

—¿A Mauricio? —preguntó Sharpe.

Ella asintió con la cabeza. Mauricio, o la Île-de-France, era la base enemiga en el océano Índico… una fortaleza insular para lanchas de asalto y barcos de guerra con un puerto principal protegido por traicioneros arrecifes de coral y fuertes de piedra.

—Le conté a William todo esto —dijo con amargura—, pero se rió de mí. ¿Qué iba a saber yo de todo aquello? Cromwell sabe lo que hace, dice él, y lo que tendría que hacer yo es no meterme en camisas de once varas. —Se quedó callada y de pronto Sharpe se percató, con cierta incomodidad, de que estaba llorando. Se quedó pasmado al darse cuenta de que, por un momento, ella había estado tan distante como siempre, y ahora estaba sollozando. Estaba de pie con las manos sobre la baranda mientras las lágrimas le corrían silenciosamente por las mejillas—. Yo odiaba la India —dijo al cabo de un rato.

—¿Por qué, señora?

—Todo se muere en la India —respondió amargamente—. Murieron mis dos perros y luego murió mi hijo.

—¡Oh, Dios! Lo siento.

Ella hizo caso omiso de sus condolencias.

—Y casi me muero yo. Por la fiebre, evidentemente —se sorbió la nariz—. Y había veces en las que deseaba morir.

—¿Cuántos años tenía su hijo?

—Tres meses —contestó en voz baja—. Era nuestro primer hijo, y era tan pequeño y perfecto, con unos dedos pequeñitos, y estaba empezando a sonreír… Empezaba a sonreír y luego se pudrió. Todo se pudre en la India. ¡Todo se pone negro y se pudre! —Empezó a llorar más fuerte, y los hombros se le agitaban con los sollozos. Sharpe simplemente hizo que se diera la vuelta y la atrajo hacia si, y ella se acercó y lloró en su hombro.

Al cabo de un rato se calmó.

—Lo lamento —susurró, y se apartó a medias, pero parecía conforme con dejar que Sharpe mantuviera las manos en sus hombros.

—No hay por qué lamentarlo —dijo Sharpe.

Tenía la cabeza gacha y a Sharpe le llegaba el olor de su cabello. Entonces ella alzó el rostro y lo miró.

—¿Alguna vez ha deseado morir, señor Sharpe?

Él le sonrió.

—Siempre me ha parecido que sería un terrible desperdicio, señora.

Ella frunció el ceño ante aquella respuesta y luego, de un modo totalmente inesperado, se echó a reír, y su rostro, por primera vez desde que Sharpe la conocía, se llenó de vida, y él pensó que nunca había visto, ni nunca vería, una mujer tan encantadora como aquélla. Tan encantadora que Sharpe se inclinó hacia delante y la besó. Ella lo apartó de un empujón y él retrocedió, avergonzado y preparando ya unas disculpas incoherentes, pero ella sólo estaba sacando los brazos que habían quedado atrapados entre sus cuerpos y, cuando los soltó, rodeó con ellos el cuello de Sharpe, acercó su rostro al suyo y lo besó con tanta pasión que Sharpe notó el sabor de la sangre en sus labios. Ella suspiró y luego apoyó su mejilla contra la de él.

—¡Oh, Dios! —exclamó en voz baja—. Deseaba que hicieras esto desde el primer momento en que te vi.

Sharpe ocultó su asombro.

—Pensaba que no te habías fijado en mí.

—Entonces es que eres un tonto, Richard Sharpe.

—¿Y tú, mi señora?

Ella echó la cabeza hacia atrás sin dejar de rodearle el cuello con los brazos.

—¡Oh, sí! Soy tonta. Eso ya lo sé. ¿Cuántos años tienes?

—Veintiocho, señora, que yo sepa.

Ella sonrió y Sharpe pensó que nunca había visto un rostro tan transformado por la dicha. Ella se inclinó hacia delante y lo besó suavemente en los labios.

—Me llamo Grace —dijo en voz baja—, ¿y por qué que tú sepas?

—No conocí a mi madre ni a mi padre.

—¿Nunca? ¿Y quién te educó?

—La verdad es que no me educó nadie, señora. Lo siento. Grace. —Se sonrojó al decirlo, pues aunque podía imaginarse besándola, y aunque podía imaginarse tendiéndola en una cama, no se acostumbraba a usar su nombre—. Pasé unos cuantos años en una inclusa, una que estaba adscrita a un asilo de pobres, y luego me las arreglé solo.

—Yo también tengo veintiocho años —dijo ella—, y no creo haber sido feliz nunca. Y por eso soy una tonta. —Sharpe no dijo nada, se limitó a quedársela mirando sin creerla. Ella notó su incredulidad y se rió—. Es cierto, Richard.

—¿Por qué?

Se oyó un murmullo de voces procedentes del alcázar y el repentino resplandor de una luz cuando se retiró el protector de la aguja de la bitácora, iluminada por un farol. Lady Grace se apartó de Sharpe y él de ella, y ambos se volvieron instintivamente a mirar al mar. La luz de la bitácora se apagó. Lady Grace estuvo un rato sin decir nada y Sharpe se preguntó si estaría lamentando lo que había ocurrido, pero entonces habló en voz baja.

—Tú eres como una mala hierba, Richard: creces en cualquier sitio. Una mala hierba grande y fuerte, y probablemente tengas pinchos y unas hojas que produzcan escozor. Yo, sin embargo, era como una rosa en un jardín: guiada, podada y mimada, pero no se me permitía crecer en ningún sitio aparte de allí donde me quería el jardinero —se encogió de hombros—. No busco tu compasión, Richard. Nunca se debe malgastar la compasión con los privilegiados. Sólo lo digo para descubrir por qué estoy aquí contigo.

—¿Y por qué estás aquí?

—Porque me siento sola —respondió con firmeza—, e infeliz, y porque me intrigas. —Extendió la mano y, con mucha suavidad, pasó el dedo por la cicatriz de su mejilla derecha—. Eres un hombre terriblemente atractivo, Richard Sharpe, pero si me encontrara contigo en una calle de Londres me daría mucho miedo tu cara.

—Malo y peligroso —dijo Sharpe—: ése soy yo.

—Y estoy aquí —siguió diciendo lady Grace— porque es un placer hacer cosas que sabemos que no deberíamos hacer. Eso que el capitán Cromwell llama nuestros instintos más básicos, supongo, y que imagino que acabará en lágrimas, aunque eso no impide que sea un placer. —Lo miró con expresión interrogativa—. A veces pareces muy cruel. ¿Eres cruel?

—No —respondió Sharpe—. Quizá con los enemigos del rey. Quizá con mis enemigos, pero sólo si son igual de fuertes que yo. Soy un soldado, no un bravucón.

Ella volvió a acariciarle la cicatriz.

—Richard Sharpe, mi intrépido soldado.

—Tú me aterrabas —admitió Sharpe—. Me aterraste desde el momento mismo en que te vi.

—¿Te aterraba? —Ella parecía desconcertada de verdad—. Pensaba que me despreciabas. ¡Me mirabas con tanta severidad!

—No niego que no te despreciara —dijo Sharpe con fingida seriedad—, pero desde el primer momento en que te vi quise estar contigo.

Ella se rió.

—Podrás estar conmigo aquí —dijo—, pero sólo si hace buena noche. Vengo aquí cuando no puedo dormir. William duerme en el camarote de popa —explicó—, y yo duermo en el sofá de la cabina. Mi doncella utiliza una cama abatible.

—¿No duermes con él? —osó preguntar Sharpe.

—Tengo que irme a la cama con él —admitió—, pero toma láudano cada noche porque asegura que no puede dormir. Toma demasiada cantidad y duerme como un cerdo, de modo que cuando está dormido me voy ala cabina. —Se estremeció—. El remedio le provoca estreñimiento, con lo cual todavía está de peor humor.

—Yo tengo un camarote —dijo Sharpe.

Ella lo miró con seriedad y Sharpe temió haberla ofendido, pero entonces sonrió.

—¿Para ti solo?

Él movió la cabeza afirmativamente.

—Creo que te gustará. Mide un metro ochenta por dos metros, tiene paredes de madera mojada y una lona húmeda.

—¿Y allí te meces en tu hamaca solitaria? —preguntó ella sin dejar de sonreír.

—Al diablo con la hamaca —dijo Sharpe—. Tengo un catre colgante como es debido, con un colchón húmedo.

Ella suspiró.

—Y no hace ni seis meses que un hombre me ofreció un palacio con paredes de marfil tallado, un jardín de fuentes y un pabellón con una cama de oro… Era un príncipe, y debo decir que fue muy delicado.

—¿Y lo fuiste tú? —preguntó Sharpe, súbitamente celoso de aquel hombre—. ¿Fuiste tú delicada?

—Lo dejé helado.

—Eso se te da bien.

—Y por la mañana —añadió—, deberé volver a hacerlo bien.

—Sí, señora, tendrás que hacerlo.

Ella sonrió al darse cuenta de que Sharpe comprendía la necesidad del engaño.

—Pero no se hará de día —dijo— hasta dentro de unas tres horas.

—Cuatro, casi.

—Y tengo ganas de explorar el barco —dijo—. Lo único que veo siempre son los camarotes de popa, el comedor del capitán y la cubierta de la toldilla.

Sharpe la tomó de la mano.

—Abajo estará oscuro como boca de lobo.

—Creo que probablemente eso resultará útil —dijo ella con gravedad. Retiró la mano de la suya—. Ve tú primero —dijo—, y yo iré después. Nos encontraremos en la cubierta principal.

Así pues, Sharpe esperó bajo la bovedilla y luego ella fue detrás, y él la condujo hacia abajo, donde olvidaron sus sospechas sobre Pohlmann y Cromwell.

Quien, lo más probable, pensó Sharpe cuando amaneció y yacía pasmado y de nuevo solo en su cama, habría estado jugando al backgammon. Cerró los ojos, asombrado de su felicidad y rezando para que aquella travesía durara para siempre.