CAPÍTULO 6

El primer miembro de la tripulación del Pucelle en subir a bordo del Calliope fue el mismísimo capitán Chase, que se abrió paso con destreza por un costado del mercante en medio de las ovaciones de los pasajeros liberados. El officier marinier, al no tener ninguna espada que rendir, le ofreció estoicamente a Chase un punzón. Chase sonrió, cogió el punzón y a continuación se lo devolvió con cortesía al officier marinier; quien, con resignación, encabezó la marcha junto a sus hombres hacia su reclusión bajo cubierta, en tanto que Chase se descubría, estrechaba manos con los pasajeros de la cubierta principal e intentaba responder a una docena de preguntas al mismo tiempo. Malachi Braithwaite se mantuvo apartado de los felices pasajeros, mirando con aire taciturno a Sharpe, que estaba en el alcázar. El secretario había permanecido retenido en el entrepuente desde que los franceses tomaron el barco, y debían de haberlo invadido los celos al imaginar que Sharpe estaría en popa con lady Grace.

—He aquí un afortunado capitán de la marina —dijo Ebenezer Fairley. Se había puesto al lado de Sharpe en el alcázar y miraba la multitud de pasajeros de tercera clase que rodeaban a Chase—. Acaba de hacer una fortuna con esta presa, pero ahora tendrá que luchar por ella como es debido, ya lo creo.

—¿Qué quiere decir?

—¿Cree usted que los abogados no querrán su parte? —preguntó Fairley con acritud—. La Compañía de las Indias Orientales hará que unos abogados digan que los franchutes no llegaron a apresar el barco de manera propiamente dicha, de modo que no puede ser una presa de guerra, y el agente de Chase tendrá a otra serie de abogados aduciendo lo contrario, y entre todos tendrán ocupados a los tribunales durante años, se harán ricos y todos los demás pobres. —Dio un resoplido—. Supongo que yo también podría contratar a uno o dos abogados, puesto que una buena parte de la carga es mía, pero no voy a molestarme en hacerlo. Por lo que a mí respecta, ese capitán puede llevarse el botín si quiere. Prefiero que se quede él el dinero antes que una de esas sanguijuelas de abogados. —Fairley hizo una mueca—. Una vez se me ocurrió una buena idea sobre cómo mejorar enormemente la prosperidad de Gran Bretaña, Sharpe. Mi plan consistía en que todos los hombres con propiedades pudieran matar a un abogado al año sin miedo a que se les castigara. El Parlamento no se mostró interesado, pero, claro, el Parlamento está lleno de sanguijuelas…

El capitán Chase consiguió escapar de la multitud que había en la cubierta principal y subió al alcázar. Allí, a la primera persona que vio fue a Sharpe.

—¡Mi querido Sharpe! —exclamó Chase al tiempo que se le iluminaba el rostro—. ¡Mi querido Sharpe! Ahora estamos en paz, ¿eh? Usted me rescató y ahora lo rescato yo. ¿Cómo está? —Le agarró firmemente la mano entre las suyas, fue presentado a Fairley y entonces vio a lord William Hale—. ¡Oh, Dios! Había olvidado que estaba a bordo. ¿Cómo está usted, milord? ¿Se encuentra bien? ¡Eso es bueno, eso es bueno! —En realidad, lord William no había respondido al capitán, aunque estaba ansioso por hablar con él en privado, pero Chase se dio la vuelta y se alejó, tomó a Tufnell por el brazo y los dos marinos se embarcaron en una prolongada discusión sobre cómo había caído el Calliope presa del Revenant. Un grupo de marineros del Calliope bajó para reparar las cuerdas de la caña del timón, en tanto que algunos del Pucelle, capitaneados por Hopper, el grandullón que estaba al mando del chinchorro del capitán Chase, izaban una enseña británica por encima de la bandera francesa.

Lord William, visiblemente irritado por el hecho de que Chase no le hiciera caso, esperaba el momento adecuado para atraer la atención del capitán, pero algo que dijo Tufnell hizo que Chase ignorara a su señoría y se dirigiera hacia los otros pasajeros.

—Quiero saber todo lo que puedan contarme —dijo Chase en tono apremiante— sobre el hombre que se hace pasar por el criado del barón Von Dornberg.

La mayoría de pasajeros parecieron desconcertados.

El comandante Dalton comentó que el barón había resultado un tipo decente, aunque un poco vocinglero, pero que la verdad era que nadie había mencionado nada sobre el criado.

—No se relacionaba con nadie —dijo Dalton.

—Una vez me habló en francés —dijo Sharpe.

—¿Ah, sí? —Chase giró sobre sus talones con impaciencia.

—Sólo una vez —dijo Sharpe—, pero también hablaba inglés y alemán. Él dijo que era suizo. Pero no sé si en realidad era un criado.

—¿Qué quiere decir?

—Cuando dejó el barco llevaba una espada, señor. No hay muchos criados que lleven espada.

—Los sirvientes hannoverianos quizá lo hagan —dijo Fairley—. Extranjeros, extrañas costumbres.

—¿Y qué sabemos sobre el barón? —preguntó Chase.

—Era un bufón —gruñó Fairley.

—Era buena persona —protestó Dalton—, y un hombre generoso.

Sharpe podía haber proporcionado una respuesta mucho más detallada, pero aún se resistía a admitir que hubiera estado engañando al Calliope tanto tiempo.

—Es extraño, señor —le dijo en cambio a Chase—, y la verdad es que no pensé en ello hasta que el barón abandonó el barco, pero se parecía a un tipo llamado Anthony Pohlmann.

—¿Ah, sí, Sharpe? —preguntó Dalton, sorprendido.

—Tienen la misma complexión —dijo Sharpe—. Aunque yo sólo he visto a Pohlmann a través de un catalejo. —Esto no era cierto, pero Sharpe tenía que borrar su rastro.

—¿Quién es —interrumpió Chase— Anthony Pohlmann?

—Es un soldado hannoveriano, señor, que estuvo al frente de los ejércitos mahratta en Assaye.

—Sharpe —dijo Chase muy serio—, ¿está usted seguro?

—Se parecía —contestó Sharpe, sonrojándose—, se parecía mucho.

—Que Dios me ayude —dijo Chase con su acento de Devonshire, y frunció el ceño mientras pensaba. Lord William se le volvió a acercar, pero Chase le hizo señas distraídamente para que se apartara. Lord William, que ya se había sentido insultado por la indiferencia del capitán, ahora pareció ofenderse aún más—. Pero lo más importante —prosiguió Chase— es que ese tal Von Dornberg y su criado, si es que es un criado, ahora se encuentran en el Revenant. ¡Hopper!

—¿Señor? —gritó el contramaestre desde la cubierta principal.

—Quiero a toda la tripulación del Pucelle de nuevo a bordo y enseguida. Pero usted espere en mi barcaza. ¡Señor Horrocks! ¡Venga, por favor! —Horrocks era el cuarto teniente del Pucelle que tomaría el mando de la tripulación de presa, sólo tres marineros, que Chase dejaría a bordo del Calliope. Aquellos hombres no eran necesarios para manejar el barco, pues eso podían hacerlo Tufnell y los propios marineros del Calliope, pero debían quedarse a bordo del barco de la Compañía de las Indias Orientales para certificar el derecho de Chase sobre la embarcación que entonces se dirigiría a Ciudad del Cabo, donde los prisioneros franceses se dejarían a cargo de la guarnición británica y el barco podría volverse a avituallar para su travesía de regreso a Gran Bretaña y a los abogados que allí aguardaban. Chase dio sus órdenes a Horrocks, insistiendo en que debía dirigirse al teniente Tufnell para todos los asuntos relativos al manejo del Calliope. También dio instrucciones a Horrocks para que seleccionara a veinte de los mejores marineros del Calliope y los obligara a subir al Pucelle.

—No me gusta hacerlo —le dijo a Sharpe—, pero andamos cortos de personal. A los pobres tipos no les hará ninguna gracia, pero ¿quién sabe? Puede que algunos hasta se ofrezcan voluntarios. —No parecía muy optimista—. ¿Y qué me dice de usted, Sharpe? ¿Navegará con nosotros?

—¿Yo, señor?

—Como pasajero —se apresuró a explicar Chase—. Resulta que llevamos el mismo camino que usted, y llegará a Inglaterra mucho más deprisa si navega conmigo que si se queda a bordo de este lanchón. ¡Pues claro que quiere venir! ¡Clouter! —llamó a uno de los tripulantes de su barcaza que se hallaba en el combés—. Traiga a cubierta el equipaje del señor Sharpe. ¡Vamos, con brío! Él le mostrará dónde está.

Sharpe protestó.

—Debería quedarme aquí, señor —dijo—. No quiero inmiscuirme en su camino.

—No tengo tiempo para discutirlo, Sharpe —replicó Chase alegremente—. Por supuesto que va a venir conmigo. —Finalmente, el capitán se volvió hacia lord William Hale, que se había ido enojando cada vez más ante la falta de atención de Chase. Chase se alejó con su señoría, mientras Clouter, el hombretón de color que con tanta dureza había peleado la noche en que Sharpe había conocido a Chase, subía al alcázar.

—¿Adónde vamos, señor? —preguntó Clouter.

—El equipaje puede esperar un poco —respondió Sharpe. No quería abandonar el Calliope, no mientras lady Grace siguiera a bordo, aunque para rechazar la invitación de Chase primero tendría que inventar alguna excusa apremiante. Así, de pronto, no se le ocurría nada, pero la idea de abandonar a lady Grace le resultaba insoportable. En el peor de los casos, decidió, se arriesgaría a ofender a Chase negándose simplemente a cambiar de barco.

En esos momentos Chase caminaba impacientemente de un lado a otro de la popa mientras escuchaba a lord William, que era el que más hablaba. Chase asentía con la cabeza. Al final el capitán pareció encogerse de hombros con resignación y luego se dio la vuelta de pronto para volver a reunirse con Sharpe.

—¡Maldita sea! —exclamó con amargura—. ¡Maldita, maldita sea! ¿Todavía está usted aquí, Clouter? ¡Vaya a buscar el equipaje de Sharpe! No contiene nada que pese demasiado. No hay ningún pianoforte ni ninguna cama con cuatro columnas.

—Yo le dije que esperara —intervino Sharpe.

Chase puso mala cara.

—No irá a discutir conmigo, ¿verdad, Sharpe? Ya tengo bastantes problemas. Su condenada señoría asegura que necesita llegar a Gran Bretaña rápidamente, y no pude negar que vamos de camino al Atlántico.

—¿El Atlántico? —preguntó Sharpe, asombrado.

—¡Pues claro! Ya le dije que llevábamos el mismo camino. Además, es allí donde ha ido el Revenant. Podría jurarlo. Incluso estoy arriesgando mi reputación con ello. Y lord William me dice que lleva despachos para el gobierno, pero ¿será cierto? No lo sé. Creo que lo único que quiere es ir en un barco más grande y seguro. De todos modos, no puedo negarme. Me gustaría, pero no puedo. ¡Maldita sea su estampa! No estará escuchando esto, ¿verdad, Clouter? Son palabras para sus superiores. ¡Maldición! Ahora tengo que cargar con el condenado lord William Hale y su condenada esposa, sus condenados sirvientes y su condenado secretario. ¡Maldición!

—Clouter —dijo Sharpe enérgicamente—. Camarotes de la cubierta inferior, a babor. ¡Deprisa! —Casi se puso a cantar mientras bajaba las escaleras. ¡Grace iba a ir con él!

Sharpe disimuló su euforia al despedirse. Lamentaba separarse de Ebenezer Fairley y del comandante Dalton, que insistieron para que fuera a visitarlos a sus respectivos domicilios. La señora Fairley estrechó a Sharpe contra su considerable pecho y se empeñó en que se llevara una botella de brandy y otra de ron.

—Para que no pase frío, querido —dijo—, y para evitar que Ebenezer se las ventile.

Un bote del Pucelle transportó a los hombres a quienes se había obligado a dejar el Calliope. Se trataba en su mayoría de los marineros más jóvenes, e iban a reemplazar a los miembros de la tripulación de Chase que habían sucumbido a la enfermedad durante la larga travesía del Pucelle. Tenían una expresión taciturna, pues estaban cambiando un buen sueldo por otro escaso.

—Pero ya los animaremos —comentó Chase con ligereza—. No hay nada como una dosis de victoria para animar a un marinero.

Lord William había insistido en que su caro mobiliario fuera trasladado al Pucelle, pero Chase montó en cólera y le dijo a su señoría que podía elegir entre viajar sin mobiliario o no viajar, y su señoría había cedido con frialdad, aunque sí logró convencer a Chase de que su colección de documentos oficiales debía ir con él. Los trajeron todos de su camarote y los llevaron al Pucelle, y después lord William y su esposa abandonaron el Calliope sin despedirse de nadie. Lady Grace parecía destrozada al marcharse. Había estado llorando y en esos momentos estaba realizando un enorme esfuerzo por mantener la dignidad, aunque no pudo evitar dirigir a Sharpe una mirada desesperada cuando la bajaron con una cuerda y un aparejo a la barcaza de Chase. Malachi Braithwaite descendió por el costado del Calliope después de ella y le lanzó una mirada malévolamente triunfante a Sharpe, como para sugerir que ahora sería él quien disfrutase de la compañía de lady Grace, mientras Sharpe se quedaba en el Calliope. Lady Grace se agarró a la borda de la barcaza con una mano de blancos nudillos; entonces el viento le quiso arrebatar el sombrero y le levantó el ala, y cuando ella atrapó el sombrero vio que Sharpe salía por el portalón de entrada y empezaba a descender por el costado del barco. Por una fracción de segundo, su rostro mostró una expresión de puro júbilo. Braithwaite, al ver que Sharpe bajaba por la escalera, se quedó boquiabierto de asombro y dio la impresión de querer protestar, pero su boca sólo se abrió y se cerró como la de un pez en un arpón.

—Haga sitio, Braithwaite —dijo Sharpe—. Voy a hacerle compañía.

—¡Adiós, Sharpe! ¡Escríbame! —le gritó Dalton.

—¡Buena suerte, muchacho! —bramó Fairley.

Chase fue el último en descender por la escalera y ocupar su lugar en la cámara.

—¡Todos juntos! —gritó Hopper, y los remeros hundieron sus palas rojas y blancas y la barcaza se deslizó alejándose del Calliope.

El hedor del Pucelle se percibía por encima del agua. Era el olor de una tripulación numerosa apiñada en un barco de madera, la fetidez de cuerpos sin lavar, de excrementos, de tabaco, alquitrán, sal y podredumbre. Pero el barco se alzaba imponente, una escarpada pared de portas atiborrada de hombres, pólvora y balas.

—¡Adiós! —exclamó Dalton por última vez.

Y de este modo Sharpe se unió al cazador, buscando venganza, de camino a casa.

—No soporto tener mujeres a bordo —dijo Chase con ferocidad—. Trae mala suerte, ¿lo sabía? Las mujeres y los conejos, ambos traen mala suerte. —Tocó la pulida mesa de su camarote para conjurar el mal agüero—. Y no es que no las haya ya —admitió—. Al menos ahí abajo hay seis putas de Portsmouth de las que se supone que no tengo que saber nada, y sospecho que uno de los artilleros tiene a su esposa escondida, pero no es lo mismo que tener a esa dama y a su doncella en la cubierta de intemperie alimentando las sucias fantasías de la tripulación.

Sharpe no dijo nada. El elegante camarote abarcaba toda la anchura del barco y estaba iluminado por una amplia ventana a popa a través de la cual vio al distante Calliope, cuyo casco ya se hundía en el horizonte. Las ventanas tenían unas cortinas de tela de algodón estampada con flores que hacían juego con los cojines esparcidos a lo largo del asiento de la ventana, y la cubierta estaba alfombrada con una lona pintada a cuadros blancos y negros, como un tablero de ajedrez. Había dos mesas, un aparador, un hondo sillón, un diván y una librería giratoria, aunque ese aire de elegante domesticidad quedaba un tanto quebrantado por la presencia de dos cañones de dieciocho libras que apuntaban hacia unas portas pintadas de rojo. En la parte delantera de la cámara, y a estribor, se hallaba el dormitorio de Chase, y a babor había un comedor que podía albergar cómodamente a una docena de personas.

—¡Y de ninguna manera voy a mudarme por ese maldito lord Hale! —gruñó Chase—, aunque está claro que él espera que lo haga. Él puede volver a instalarse en las dependencias del primer teniente y su condenada mujer puede ir en el camarote del subteniente, que es como vinieron de Calcuta. Sabe Dios por qué duermen separados, pero lo hacen. No debería haberle dicho esto.

—No lo he oído —dijo Sharpe.

—El jodido secretario puede ocupar el camarote de Horrocks —decidió Chase. Horrocks era el teniente al que habían nombrado capitán de presa del Calliope—. Y el primer teniente puede quedarse con el camarote del oficial de derrota. Murió hace tres días. Nadie sabe por qué. Se cansó de la vida, o la vida se cansó de él. Sabe Dios dónde se meterá el subteniente. Me imagino que echará al tercer teniente, quien a su vez echará a alguien más, y así sucesivamente hasta llegar al gato del barco, al que arrojarán por la borda, pobrecito. ¡Dios, odio tener pasajeros, sobre todo mujeres! Usted se alojará en mis dependencias.

—¿En sus dependencias? —preguntó Sharpe asombrado.

—En el dormitorio —dijo Chase—, por esa puerta de ahí. ¡Por Dios bendito, Sharpe, yo tengo esta habitación condenadamente grande! —señaló con un gesto la magnífica cámara con su elegante mobiliario, retratos enmarcados y ventanas encortinadas—. Mi mayordomo puede colgar aquí mi catre y el suyo podemos ponerlo en el camarote pequeño.

—¡No puedo quedarme con su camarote! —protestó Sharpe.

—¡Pues claro que puede! De todos modos no es más que un jodido agujero diminuto, adecuado para un insignificante alférez. Además, Sharpe, soy un tipo al que le gusta tener compañía, y como capitán no puedo ir a la sala de oficiales sin que me inviten, y los oficiales no me invitan muy a menudo. No puedo culparlos por ello: quieren relajarse. Pero acabo quedándome solo. Así pues, usted puede entretenerme. ¿Sabe jugar al ajedrez? ¿No? Yo le enseñaré. ¿Querrá cenar conmigo esta noche? Claro que sí. —Chase, que se había quitado la casaca del uniforme, se estiró en una silla—. ¿De verdad cree que el barón podría ser Pohlmann?

—Lo era —respondió Sharpe con rotundidad.

Chase enarcó una ceja.

—¿Tan seguro está?

—Lo reconocí, señor —admitió Sharpe—, pero no se lo dije a ninguno de los oficiales del Calliope. No creí que fuera importante.

Chase negó con la cabeza, más bien con actitud divertida que con desaprobación.

—No habría servido de nada que se lo hubiera dicho. Y, de hacerlo, probablemente Peculiar lo habría matado. En cuanto a los demás, ¿cómo iban a saber lo que estaba ocurriendo? ¡Dios quiera que lo sepa yo! —Se irguió para coger un pedazo de papel que había en la mesa más grande—. Nosotros, es decir, la Marina de Su Majestad Británica, estamos buscando a un caballero llamado Vaillard. Michel Vaillard. Es un mal tipo, nuestro Vaillard, y parece que está intentando regresar a Europa. ¿Y qué mejor que viajar disfrazado de criado? Nadie se fija en los criados, ¿no es cierto?

—¿Por qué lo buscan, señor?

—Parece ser, Sharpe, que ha estado negociando con los últimos mahrattas, que están aterrorizados de que los británicos tomen lo que queda de su territorio. De modo que Vaillard ha cerrado un trato con uno de sus líderes: ¿Holkar? —miró el papel—. Sí, Holkar, y Vaillard lleva el tratado a París. Holkar accede a hablar de paz con los británicos y mientras tanto monsieur Vaillard, es de suponer que con la ayuda de su amigo Pohlmann, arregla las cosas para proporcionarle a Holkar consejeros, cañones y mosquetes franceses. Ésta es una copia del tratado. —Le acercó el papel a Sharpe, que vio que estaba en francés, aunque alguien había escrito una práctica traducción entre los renglones. Holkar, el más capaz de los líderes mahratta y un hombre que había eludido al ejército de sir Arthur Wellesley pero al que entonces acosaban otras fuerzas británicas, se había comprometido a entablar negociaciones de paz y, bajo esa tapadera, reclutar a un enorme ejército que sería equipado por sus aliados, los franceses. El tratado incluía incluso una lista de aquellos príncipes en territorio británico en quienes se podía confiar que se rebelaran si un ejército como aquél atacaba desde el norte.

—Vaillard y Pohlmann han sido muy listos —dijo Chase—. ¡Utilizar barcos británicos para volver a casa! Es el camino más rápido, ¿sabe? Sobornaron a su amigo Cromwell, y deben de haber enviado un mensaje a Mauricio organizando un encuentro.

—¿Cómo conseguimos una copia de su tratado? —preguntó Sharpe.

—¿Con espías, quizá? —imaginó Chase—. Cuando se marchó usted de Bombay la cosa se animó. El almirante mandó un balandro al mar Rojo por si Vaillard decidía ir por tierra y envió al Porcupine para que adelantara al convoy; también me dijo que mantuviera los ojos bien abiertos, pues detener a ese maldito Vaillard es nuestra tarea más importante. Ahora ya sabemos dónde está ese condenado, o creemos que lo sabemos, de modo que tengo que perseguirlo. Ellos regresan a Europa y nosotros también. Para nosotros es volver a casa, Sharpe; verá usted lo rápido que puede llegar a navegar un barco de guerra de construcción francesa. El problema es que el Revenant es igual de rápido y nos lleva casi una semana de delantera.

—¿Y si lo alcanza?

—Lo haremos pedazos, por supuesto —dijo Chase alegremente—, y nos aseguraremos de que monsieur Vaillard y Herr Pohlmann vayan a parar a los peces.

—Y el capitán Cromwell con ellos —comentó Sharpe en tono vengativo.

—Creo que prefiero atraparlo vivo —repuso Chase— y colgarlo del penol. No hay nada que le levante más el ánimo a un marinero que ver a un capitán balanceándose de un generoso trozo de cáñamo de Bridport.

Sharpe miró por la ventana de popa y vio que el Calliope no era ya más que una borrosa mancha de velas en el horizonte. Se sentía como un tonel arrojado a un rápido río, arrastrado hacia un destino desconocido en un viaje sobre el que él no ejercía ningún control. Sin embargo, se alegraba de que aquello ocurriera, pues seguía estando con lady Grace. El simple hecho de pensar en ella le provocaba un cálido sentimiento en el pecho y, aunque sabía que era una locura, una completa locura, no podía librarse de él. Ni siquiera deseaba librarse de él.

—Aquí está el señor Harold Collier —dijo Chase en respuesta a un golpe en la puerta que trajo al camarote al diminuto guardiamarina que había estado al mando del bote que había trasladado a Sharpe hasta el Calliope hacía tanto tiempo en el puerto de Bombay. Al señor Collier se le ordenó entonces mostrarle el Pucelle a Sharpe.

Era enternecedor lo orgulloso que estaba el chico de su barco. Por su parte, Sharpe quedó sobrecogido. Aquélla era una embarcación enorme, mucho más grande que el Calliope, y el joven Harry Collier recitó sus estadísticas mientras conducía a Sharpe a través del magnífico comedor donde había otro dieciocho libras.

—Tiene cincuenta y cuatro metros de eslora, señor, sin contar el bauprés, claro, y casi quince metros de manga, señor, y cincuenta y tres hasta la verga de señales que está en lo alto del palo mayor, señor, y tenga cuidado con la cabeza, señor. Se construyó en Francia con dos mil robles y pesa casi dos mil toneladas, señor, cuidado con la cabeza, y tiene setenta y cuatro cañones, señor, sin contar las carronadas, claro, de las que tenemos seis, todas de treinta y dos libras, y hay seiscientos diecisiete marineros a bordo, señor, sin contar a los infantes de marina.

—¿Cuántos hay?

—Sesenta y seis, señor. Por aquí, señor. Cuidado con la cabeza, señor.

Collier llevó a Sharpe hacia la cubierta donde ocho largas armas estaban colocadas detrás de sus portas cerradas.

—Dieciocho libras, señor —gritó Collier—, los bebés del barco. Seis a cada lado, señor, incluyendo los cuatro que hay en las dependencias de popa. —Se deslizó por una empinada escalera de cámara hacia la cubierta principal—. Ésta es la cubierta de intemperie, señor. Treinta y dos cañones, señor, todos de veinticuatro libras. —El centro de la cubierta principal, o cubierta de intemperie, no estaba cubierto, sino que las secciones de proa y popa de la cubierta se hallaban entarimadas allí donde se alzaban el castillo de proa y el alcázar. Collier condujo a Sharpe hacia delante, zigzagueando ágilmente entre los enormes cañones y las mesas del comedor instaladas entre ellos, agachándose bajo los coyes en los que dormían los hombres que habían terminado el turno de guardia, rodeando después el cabrestante del ancla y descendiendo por otra escalera hacia la oscuridad estigia de la cubierta inferior, que albergaba los cañones más grandes del barco, los cuales arrojaban todos unas balas de treinta y dos libras—. De estos cañones grandes hay treinta, señor —dijo con orgullo—, cuidado con la cabeza, señor, quince a cada lado. Tenemos suerte de tener tantos. Dicen que hay escasez de estas armas grandes y algunos barcos incluso se ven obligados a poner dieciocho libras en su cubierta inferior, pero el capitán Chase no, él no lo soportaría. Le dije que tuviera cuidado con la cabeza, señor.

Sharpe se frotó el golpe de la frente e intentó calcular el peso de las balas que podía disparar el Pucelle, pero Collier se le adelantó.

—Podemos arrojar 972 libras de metal por cada costado, señor, y tenemos dos costados —añadió amablemente—, como ya debe de haber notado. Y tenemos las seis carronadas, señor, que pueden lanzar treinta y dos libras cada una además de un barril de balas de mosquete, lo cual haría llorar a un francés, o al menos eso me han dicho. Cuidado con la cabeza. —Aquello significaba, pensó Sharpe, que aquel barco podía lanzar más balas por un solo costado que todas las baterías de la artillería del ejército combinadas en la batalla de Assaye. Era un bastión flotante, un implacable asesino de alta mar, y ni siquiera era el barco de guerra más grande que había a flote. Sharpe sabía que algunos de ellos llevaban más de un centenar de cañones. De nuevo Collier tenía las respuestas a sus preguntas, respuestas que había estudiado, pues, al igual que todos los guardiamarinas, se estaba preparando para su examen de teniente—. La armada posee ocho barcos de primera clase, es decir, de los que cuentan con cien o más cañones, tenga cuidado con ese bao bajo, señor, catorce de segunda clase, que llevan unos noventa cañones o más, y ciento treinta de tercera clase como éste.

—¿A esto lo llaman barco de tercera clase? —preguntó Sharpe, atónito.

—Baje por aquí, señor, cuidado con la cabeza, señor. —Collier desapareció por otra escalera de cámara deslizándose por sus largueros y Sharpe lo siguió más lentamente, utilizando los travesaños. Al llegar abajo se encontró en una bodega oscura, húmeda y de techo bajo que olía fatal y que estaba tenuemente iluminada por unos faroles con tapa de cristal repartidos por el lugar—. Ésta es la cubierta del sollado, señor. Cuidado con la cabeza. También llamada bañera. Ojo con ese bao, señor. Aquí estamos justo debajo del agua, señor. El cirujano tiene sus habitaciones allí abajo, pasadas las santabárbaras, y todos rogamos, señor, para no acabar nunca bajo su cuchillo. Por aquí, señor. Tenga cuidado con la cabeza. —Collier mostró a Sharpe el pañol de cables y estachas donde descansaban las cuerdas del ancla, los dos pañoles de pólvora con cortinas de cuero que estaban vigilados por infantes de marina con casaca roja, el pañol de licores, la guarida del cirujano, con las paredes pintadas de rojo para que no se notara la sangre, la enfermería y los camarotes de los guardiamarinas, que apenas eran más grandes que casetas para perros. Luego guió a Sharpe por una última escalera hacia la enorme bodega donde las provisiones del barco se hallaban apiladas en varios montones de toneles. Más abajo sólo estaba la sentina; un lastimero sonido de succión, interrumpido por un repiqueteo, indicó a Sharpe que en aquel preciso momento unos cuantos hombres la bombeaban para vaciarla—. Las seis bombas apenas se detienen —dijo el guardiamarina— porque, no importa lo apretados que se construyan los barcos, el mar siempre se mete dentro. —Le dio una patada a una rata y falló, y luego volvió a subir por la escalera. Le mostró a Sharpe la cocina bajo el castillo de proa y le presentó al sargento de armas, a los cocineros, los contramaestres, los cabos de artillería, al carpintero. Luego se ofreció para llevarlo hasta lo alto del palo mayor.

—Hoy no me molestaré en hacerlo —dijo Sharpe.

Collier lo llevó a la sala de oficiales, donde le presentaron a media docena de ellos. Después regresaron al alcázar y fueron hacia popa, pasaron junto a la gran rueda de timón doble y entraron por una puerta que daba directamente al dormitorio del capitán Chase. Tal como había dicho el capitán, era una habitación pequeña, pero estaba revestida con paneles de madera barnizada, tenía una alfombra de lona en el suelo y una escotilla que dejaba entrar la luz del sol. El arcón de Sharpe ocupaba una pared, y entonces Collier lo ayudó a colocar el catre colgante.

—Si lo matan, señor —comentó el muchacho con seriedad—, éste será su ataúd.

—Es mejor que el que me daría el ejército —dijo Sharpe, al tiempo que arrojaba las mantas sobre el catre—. ¿Dónde está el camarote del primer teniente? —preguntó.

—A proel de éste, señor —Collier señaló el mamparo de proa—. Justo ahí delante, señor.

—¿Y el del subteniente? —preguntó Sharpe, que sabía que era allí donde dormiría lady Grace.

—En la cubierta de intemperie, señor, junto a la sala de oficiales —respondió Collier—. Allí tiene un gancho para su farol, señor. Encontrará el jardín del capitán a popa, tras esa puerta, señor, en el lado de babor.

—¿El jardín? —preguntó Sharpe.

—La letrina, señor. Va directamente al mar, señor. Es muy higiénico. El capitán Chase ha dicho que la comparta con él, señor. Además, su mayordomo se ocupará de usted, puesto que es su invitado.

—¿Le cae bien Chase? —preguntó Sharpe, a quien le había llamado la atención el tono afectuoso en la voz del guardiamarina.

—A todo el mundo le cae bien el capitán, señor, a todo el mundo —dijo Collier—. Éste es un barco feliz, señor, que es más de lo que puedo decir de muchos. Permítame que le recuerde que la cena del capitán es al término de la guardia de cuartillo. Eso será a la cuarta campanada, señor, puesto que las guardias de cuartillo sólo duran dos horas.

—¿Y ahora por qué campanada vamos?

—Acaba de sonar la segunda campanada, señor.

—¿Y cuánto queda para la cuarta?

El pequeño rostro de Collier reveló asombro por que alguien tuviera que hacer semejante pregunta.

—Una hora, señor, naturalmente.

—Claro —dijo Sharpe.

Chase había invitado a otras seis personas a cenar. No pudo evitar pedírselo a lord William Hale y a su esposa, pero le confió a Sharpe que Haskell, el primer teniente, era un terrible esnob y se había pasado todo el camino de Calcuta a Bombay adulando a lord William.

—De modo que puede volver a hacerlo ahora si quiere —dijo Chase mientras dirigía una mirada a su primer teniente, un hombre alto y apuesto que estaba inclinado cerca de lord William y al parecer pendiente de todas y cada una de sus palabras—. Y éste es Llewellyn Llewellyn —dijo Chase llevando a Sharpe hacia un hombre de rostro colorado vestido con una casaca de uniforme de color rojo escarlata—. Un hombre que no hace nada a medias y que es el capitán de nuestros infantes de marina, lo que significa que si los franchutes nos abordan, confío en que Llewellyn Llewellyn y sus bribones los arrojen por la borda. ¿Llewellyn Llewellyn es su nombre verdadero?

—Somos descendientes del linaje de antiguos reyes —contestó el capitán Llewellyn con orgullo—, a diferencia de la familia Chase, que, a menos que yo esté muy equivocado, eran unos meros servidores de la caza.

—Sí, íbamos a la caza de los malditos galeses —repuso Chase con una sonrisa. Estaba claro que se trataba de dos viejos amigos que disfrutaban insultándose mutuamente—. Éste es un amigo mío muy especial, Llewellyn, Richard Sharpe.

El capitán de los infantes de marina dio a Sharpe un enérgico apretón de manos y expresó su esperanza de que el alférez se uniese a él y a sus hombres para entrenarse un poco con los mosquetes.

—Tal vez pueda enseñarnos algo, ¿no? —sugirió el capitán.

—Lo dudo, capitán.

—Me vendría bien su ayuda —dijo Llewellyn con entusiasmo—. Tengo un teniente, claro está, pero el muchacho sólo tiene dieciséis años. ¡Ni siquiera se afeita! No estoy seguro ni de que pueda limpiarse el culo él solito. Es bueno tener a otro casaca roja a bordo, Sharpe. Da más nivel al barco.

Chase se rió, luego siguió adelante con Sharpe para que conociese al último invitado, el cirujano del barco, que era un hombre regordete llamado Pickering. Malachi Braithwaite había estado hablando con el cirujano y pareció sentirse incómodo cuando Sharpe fue presentado. Pickering, cuyo rostro era un cúmulo de capilares rotos, le estrechó la mano a Sharpe.

—Confío en que nunca tengamos una relación profesional, alférez, porque poca cosa puedo hacer aparte de rajarlo y murmurar una plegaria entre dientes. Esto último lo hago muy bien, si es que sirve de consuelo. Yo digo que tiene mejor aspecto. —El cirujano se había vuelto a mirar a lady Grace, que lucía un vestido escotado de un azul muy pálido con el cuello y el dobladillo bordados. Tenía diamantes en el cuello y más diamantes en su oscuro cabello, recogido tan arriba que cada vez que se movía rozaba los baos del camarote de Chase—. La otra vez que estuvo a bordo apenas la vi —dijo Pickering—, pero ahora parece mucho más animada. De todas formas, es poco grata.

—¿Poco grata? —preguntó Sharpe.

—Trae una mala suerte monstruosa tener mujeres a bordo, una suerte monstruosa. —Pickering levantó la mano y tocó una viga supersticiosamente—. Pero debo decir que resulta decorativa. Esta noche se van a decir cosas odiosas en el castillo de proa, se lo aseguro. ¡Ah! Bueno, tenemos que sobrevivir con lo que el buen Dios nos manda, aunque sea una mujer. Nuestro capitán dice que es usted un famoso soldado, Sharpe…

—¿Eso dice? —preguntó Sharpe. Braithwaite había retrocedido, dando a entender con ello que no quería participar en la conversación.

—El primero en entrar en la brecha y toda esa clase de cosas —dijo Pickering—. Por lo que a mí respecta, querido amigo, en cuanto empiezan a sonar los cañones me largo a la bañera, donde no pueda alcanzarme ninguna bala francesa. ¿Sabe cuál es el truco para una larga vida, Sharpe? Permanecer fuera del campo de tiro. ¡Ahí lo tiene! Un buen consejo médico, ¡y gratis!

La comida en la mesa del capitán Chase era mucho mejor que la que había ofrecido Peculiar Cromwell. Empezaron con unas lonchas de pescado ahumado servido con limón y pan de verdad, luego comieron un asado de cordero que Sharpe imaginó que sería de cabra, pero que de todos modos estaba delicioso con su salsa de vinagre, y terminaron con un postre de naranjas, brandy y almíbar. Lord William y lady Grace se sentaron uno a cada lado de Chase, y el primer teniente tomó asiento junto a la señora e intentó convencerla de que bebiera más vino del que ella quería. El vino tinto se llamaba blackstrap y estaba agrio; el vino blanco se llamaba Miss Taylor, un nombre que dejó desconcertado a Sharpe hasta que vio la etiqueta de una de las botellas: mistela. Sharpe estaba en el extremo más alejado de la mesa, y el capitán Llewellyn lo interrogaba a fondo sobre las acciones que había presenciado en la India. El galés se quedó intrigado con la noticia de que Sharpe iba a incorporarse al 95.º de fusileros.

—La idea de un cañón estriado puede que funcione en tierra firme —dijo Llewellyn—, pero en el mar nunca servirá.

—¿Por qué no?

—¡La precisión no es buena a bordo de un barco! Las cosas no dejan de subir y bajar y no puedes apuntar bien. No, lo que hay que hacer es lanzar una avalancha de fuego sobre la cubierta enemiga y rezar para que no se desperdicie todo. Lo cual me recuerda que tenemos a bordo unos juguetes nuevos: ¡fusiles de siete cañones! ¡Unos trastos monstruosos! Escupen siete balas de media pulgada a la vez. Tiene que probar uno.

—Me gustaría.

—A mí me gustaría ver unos cuantos fusiles de siete cañones en las cofas —dijo Llewellyn con entusiasmo—. ¡Podrían hacer mucho daño, Sharpe, mucho, mucho daño!

Chase había oído el último comentario de Llewellyn, pues intervino desde el otro extremo de la mesa.

—Nelson no permitirá que haya mosquetes en las cofas, Llewellyn. Dice que prenden fuego a las velas.

—Ese hombre está equivocado —replicó Llewellyn, ofendido—, está completamente equivocado.

—¿Conoce usted a lord Nelson? —preguntó lady Grace al capitán.

—Serví a sus órdenes una corta temporada, señora —respondió Chase con entusiasmo—, demasiado corta. Por aquel entonces yo tenía una fragata, pero por desgracia nunca presencié ninguna acción con su señoría al mando.

—Ruego a Dios que no presenciemos ninguna ahora —dijo lord William en tono piadoso.

—Amén —terció Braitwaite, rompiendo su silencio. Se había pasado la mayor parte de la comida mirando a lady Grace como un bobo y estremeciéndose cada vez que Sharpe hablaba.

—¡Por Dios, espero que sí veamos acción! —replicó Chase—. ¡Tenemos que detener a nuestro amigo alemán y a su presunto criado!

—¿Cree que puede alcanzar al Revenant? —preguntó lady Grace.

—Eso espero, señora, aunque será por los pelos. Montmorin es un buen marino, y el Revenant una embarcación rápida, pero tendrá el fondo más sucio que el nuestro.

—A mí me pareció limpio —dijo Sharpe.

—¿Limpio? —Chase pareció alarmado.

—No había caparrosa verde en la línea de flotación, señor. Estaba todo brillante.

—¡Condenado! —dijo Chase, refiriéndose a Montmorin—. Ha limpiado el casco, ¿verdad? Eso hará que sea más difícil alcanzarlo. Y yo he apostado con el señor Haskell que nos lo encontraríamos el día de mi cumpleaños…

—¿Y eso cuándo es? —quiso saber lady Grace.

—El veintiuno de octubre, señora, y a mí me parece que para entonces deberíamos estar en algún lugar frente a las costas de Portugal.

—No estará frente a las costas de Portugal —sugirió el primer teniente— porque no navegará directamente hacia Francia. Llegará a Cádiz, señor, y apuesto a que lo alcanzaremos durante la segunda semana de octubre en algún punto frente a las costas africanas.

—Hay diez guineas en juego en el resultado —dijo Chase—, y sé que había renunciado al juego, pero le pagaré con mucho gusto siempre y cuando lo alcancemos. En ese caso tendremos un inusitado combate, señora, pero déjeme asegurarle que estará usted a salvo bajo la línea de flotación.

Lady Grace sonrió.

—¿Tengo que perderme todo el espectáculo de a bordo, capitán?

Aquello provocó risas. Sharpe nunca había visto a su señoría tan relajada en compañía de otras personas. La luz de las velas se reflejaba en sus pendientes y su collar de diamantes, en las joyas que llevaba en los dedos y en sus ojos brillantes. Su vivacidad estaba cautivando a toda la mesa, a todos menos a su marido, que fruncía levemente el ceño, como si temiera que su esposa hubiese bebido demasiado blackstrap o Miss Taylor. A Sharpe le sobrevino la celosa idea de que tal vez ella estuviera respondiendo al atractivo y genial Chase, pero en el preciso momento en que sintió aquella envidia, ella dirigió la vista hacia el extremo de la mesa y sus miradas se cruzaron unos instantes. Braithwaite lo vio y clavó los ojos en su plato.

—Nunca he acabado de entender —dijo lord William, rompiendo con la atmósfera del momento— por qué insisten ustedes en acercar sus barcos al enemigo y arremeter contra su casco. ¿No sería más fácil mantenerse a cierta distancia y destruir las jarcias desde allí? Seguro que sí.

—Ése es el método francés, señor —respondió Chase—. Balas redondas, balas encadenadas y palanquetas disparadas con el movimiento ascendente de la nave con la intención de dejarnos sin palos. Pero una vez desarbolados, cuando nos quedemos como un tronco en el agua, aún tendrán que hacernos prisioneros.

—Pero si ellos tienen mástiles y velas y usted no —señaló lord William—, ¿por qué no iban a poder dirigir sus andanadas contra su popa?

—Da usted por sentado, milord, que mientras nuestro teórico barco francés intenta desarbolarnos nosotros no estamos haciendo nada. —Chase sonrió para suavizar sus palabras—. Los navíos de línea, señor, no son más que baterías de artillería flotantes. Si destruyes las velas sigues teniendo una batería de cañones, pero si desmontas los cañones, astillas sus cubiertas y matas a los artilleros, le habrás negado al barco su verdadera razón de ser. Los franceses intentan cortarnos el pelo y desde muy lejos, en tanto que nosotros nos acercamos y les destrozamos las tripas. —Se volvió hacia lady Grace—. Debe de resultarle tedioso, los hombres hablando de batallas.

—Durante estas últimas semanas me he acostumbrado a ello —dijo Grace—. Había un comandante escocés en el Calliope que siempre estaba tratando de convencer al señor Sharpe de que nos contara historias como éstas —se dirigió a Sharpe—. Nunca nos ha explicado, señor Sharpe, lo que ocurrió cuando le salvó la vida a mi primo.

—Mi esposa ha adquirido un excesivo interés por uno de sus primos más lejanos —interrumpió lord William— desde que éste obtuvo cierta notoriedad en la India. Es extraordinario que un tipo como Wellesley pueda ascender en el ejército, ¿no es verdad?

—¿Le salvó la vida a Wellesley, Sharpe? —preguntó Chase, sin hacer caso del sarcasmo de su señoría.

—Eso no lo sé, señor. Probablemente sólo evité que lo capturaran.

—¿Se la hizo entonces, esa cicatriz? —preguntó Llewellyn.

—Eso fue en Gawilghur, señor —Sharpe deseaba que la conversación se desviara hacia otro tema; intentó desesperadamente encontrar algo que decir que pudiera hacerla cambiar de rumbo, pero se quedó en blanco.

—Díganos, ¿qué ocurrió? —preguntó Chase.

—Lo desmontaron, señor —dijo Sharpe, sonrojándose—, en las líneas enemigas.

—Seguro que no estaba solo, ¿verdad? —preguntó lord William.

—Lo estaba, señor. Aparte de mí, claro.

—Muy descuidado por su parte —sugirió lord William.

—¿Y cuántos enemigos había? —preguntó Chase.

—Unos cuantos, señor.

—¿Y usted los rechazó a todos?

Sharpe asintió con la cabeza.

—La verdad es que no tenía muchas opciones, señor.

—¡Permanecer fuera del campo de tiro! —bramó el cirujano—. ¡Ése es mi consejo! ¡Permanecer fuera del campo de tiro!

Lord William felicitó al capitán Chase por el mejunje de naranjas y Chase alardeó de su cocinero y su mayordomo. Ello dio pie a iniciar una discusión general sobre el problema de los criados de confianza, que sólo terminó cuando a Sharpe, como oficial de menor rango entre los presentes, se le pidió que hiciera el brindis real.

—Por el rey Jorge —exclamó Sharpe—. Que Dios le bendiga.

—Y que maldiga a sus enemigos —añadió Chase, volviendo a beber de nuevo—, sobre todo a monsieur Vaillard.

Lady Grace retiró su silla hacia atrás. El capitán Chase intentó que no se fuera, diciéndole que sin ningún problema podía quedarse a aspirar el humo de cigarro que estaba a punto de inundar el camarote, pero ella insistió en marcharse, por lo que todos los de la mesa se pusieron en pie.

—¿No tendrá usted ningún inconveniente, capitán, en que camine un rato por su cubierta? —preguntó lady Grace.

—Estaré encantado de tener ese honor, señora.

Se sacó brandy y cigarros, pero los invitados no permanecieron juntos mucho tiempo. Lord William sugirió una mano de whist, pero Chase había perdido demasiado dinero en su primer viaje con su señoría y explicó que había decidido dejar de jugar a cartas del todo. El teniente Haskell prometió una animada partida en la sala de oficiales y lord William y los demás lo siguieron hasta la cubierta de intemperie y luego a popa. Chase deseó buenas noches a sus visitas y luego invitó a Sharpe a que lo acompañara un rato en su camarote de popa.

—Un último brandy, Sharpe.

—No quiero robarle el sueño, señor.

—Cuando me canse, ya me encargaré yo de ponerlo de patitas en la calle. Tenga. —Le dio un vaso a Sharpe y a continuación pasó delante hacia la más cómoda cámara—. ¡Por Dios que ese lord William es un pelmazo! Aunque confieso que su esposa me ha sorprendido. ¡Nunca la había visto tan animada! La última vez que estuvo a bordo pensé que iba a languidecer y a morir.

—Tal vez fuera el vino de esta noche —sugirió Sharpe.

—Tal vez, pero he oído rumores.

—¿Rumores? —preguntó Sharpe con recelo.

—De que usted no sólo rescató a su primo, sino que la rescató también a ella, ¿no? En detrimento de un teniente francés que ahora duerme con sus antepasados, ¿eh?

Sharpe asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

Chase sonrió.

—Parece que a ella la experiencia le ha venido bien. Y ese secretario que tiene lord William es un tipo lúgubre, ¿verdad? No ha dicho ni una sola palabra en toda la noche, ¡y eso que estudió en Oxford! —Para alivio de Sharpe, Chase abandonó el tema de lady Grace y le preguntó si estaría dispuesto a ponerse a las órdenes del capitán Llewellyn y convertirse así en un infante de marina honorario—. Si alcanzamos al Revenant —dijo Chase—, vamos a intentar capturarlo. Haremos que se someta a la fuerza —alargó la mano y tocó la mesa subrepticiamente—, pero todavía tenemos que abordarlo. Si eso ocurre nos harán falta hombres que luchen. Así pues, ¿puedo contar con su ayuda? ¡Bien! Le diré a Llewellyn que ahora es usted su marinero. Es un tipo estupendo de la cabeza a los pies, a pesar de ser infante de marina y galés, y dudo que le dé excesivamente la lata. Y ahora debo subir a cubierta y asegurarme de que no estén navegando en círculos. ¿Viene?

—Sí, señor.

Así pues, Sharpe era ahora un infante de marina honorario.

El Pucelle utilizó todas las velas que pudo abarrotar en los mástiles. Incluso colocó calabrotes adicionales para aparejar los palos y que de este modo pudieran ponerse aún más lonas en la arboladura y colgarlas de las vergas que sobresalían de las perchas. Había alas, monterillas, cuchillas, sobrejuanetes, cebaderas y gavias, una verdadera nube de lona que conducía al barco de guerra hacia el oeste. Chase llamaba a eso «tender la colada». Sharpe vio que la tripulación respondía al entusiasmo de su capitán: tenían las mismas ansias que Chase de demostrar que el Pucelle era la embarcación más rápida de los mares.

Y así volaron hacia el oeste hasta que, inmersos en la oscuridad de la noche, el mar se volvió desigual, el barco empezó a bambolearse como un borracho y Sharpe se despertó al oír un ruido de pasos precipitados en cubierta. El catre de Sharpe, que dormía solo, se balanceó violentamente y él cayó rodando y se dio un fuerte golpe contra el suelo. No se molestó en vestirse; se puso tan sólo una capa marinera que le había prestado Chase, salió por la puerta y subió al alcázar. Una vez allí, y aunque donde casi no veía nada porque las nubes tapaban la luna, oyó unas órdenes dadas a gritos y las voces de los hombres que estaban en las jarcias por encima de él. Sharpe seguía sin entender cómo podían aquellos hombres trabajar a oscuras, a treinta metros sobre una cubierta embreada, aferrados a unas finas cuerdas y con el aullido de viento en los oídos. En su opinión, aquello exigía la misma valentía que se necesitaba en el campo de batalla.

—¿Es usted, Sharpe? —llamó la voz de Chase.

—Sí, señor.

—¡Es la corriente de las Agulhas —dijo Chase alegremente—, que nos arrastra rodeando la punta de África! Estamos arrizando las velas. ¡Nos vamos a mover mucho durante uno o dos días!

La luz del día reveló una mar picada que el viento agitaba y teñía de blanco de forma irregular. El Pucelle se lanzaba contra las empinadas olas, en ocasiones rompiéndolas en nubes de un rocío que lo empapaba todo, que se alzaba por encima del trinquete y que caía a raudales desde las lonas. Pese a todo, Chase siguió adelante con su embarcación, la manejó y le habló. Siguió dando cenas en sus aposentos, pues le gustaba tener compañía por las noches, pero cualquier cambio en el viento lo llevaba de la mesa al alcázar. Observaba ansioso todas las lecturas de la corredera y anotaba rápidamente la velocidad del barco. Se alegró mucho cuando, en el punto en que la costa africana torcía hacia el oeste, pudo volver a izar toda su «colada» y sentir como el prolongado casco respondía a la fuerza del viento.

—Creo que lo atraparemos —le dijo un día a Sharpe.

—No podrá ir tan rápido como nosotros… —se figuró Sharpe.

—¡Oh, probablemente sí! Pero imagino que Montmorin no se atreverá a acercarse demasiado a tierra. Se habrá visto obligado a alejarse más hacia el sur, por si lo veían nuestros barcos al salir de Ciudad del Cabo. ¡Así que vamos directos hacia él! ¿Quién sabe?, tal vez sólo estemos a una veintena de millas tras él o algo así.

El Pucelle iba divisando ya a otros barcos. La mayoría eran pequeñas embarcaciones comerciales nativas, pero también pasaron junto a dos mercantes británicos, un ballenero americano y una chalupa de la marina británica con la que hubo un breve intercambio de señales. Connors, el tercer teniente, que tenía la responsabilidad de encargarse de las señales del barco, ordenó a un hombre que izara una cuerda con toda una serie de banderas de vivos colores en las jarcias. Luego miró por el catalejo y anunció en voz alta el mensaje de respuesta de la chalupa.

—Es el Hirondelle, señor, que ha zarpado de Ciudad del Cabo.

—Pregunte si han visto a otros buques de línea.

Encontraron las banderas, las seleccionaron y las izaron, y la respuesta que les llegó fue que no. Entonces Chase mandó un largo mensaje explicándole al capitán del Hirondelle que el Pucelle estaba persiguiendo al Revenant, que se dirigía hacia el Atlántico. Con el tiempo dicha información llegaría a oídos del almirante en Bombay, que ya debía de estar preguntándose qué le había ocurrido a su precioso setenta y cuatro.

Al día siguiente se avistó tierra, pero se hallaba lejos y estaba oscurecida por una borrasca de lluvia que repiqueteaba contra las velas y rebotaba en las cubiertas, que cada mañana se limpiaban restregando arena por la madera bajo unos bloques de piedra del tamaño de Biblias; a esto los marineros lo llamaban pasar la piedra sagrada. El Pucelle seguía avanzando con hasta el último pedazo de lona izado, navegando como si el mismísimo diablo le estuviera pisando los talones. El viento seguía siendo fuerte, pero durante largos días trajo una hiriente lluvia que hizo que bajo cubierta todo se humedeciera y ensuciara. Después, tras otro día de lluvia torrencial y viento azotador, pasaron por delante de Ciudad del Cabo, aunque Sharpe únicamente vio un neblinoso atisbo de una gran montaña de cumbre llana medio envuelta en nubes.

El capitán Chase ordenó que se extendieran nuevas cartas de navegación en la mesa de su camarote.

—Ahora tengo que elegir —le dijo a Sharpe—. O pongo rumbo oeste y me dirijo al Atlántico o sigo la corriente a lo largo de la costa africana hasta que encontremos los vientos alisios del sudeste.

A Sharpe la elección le parecía clara: seguir la corriente. Pero él no era marinero.

—Si permanezco cerca de la costa —explicó Chase—, corro un riesgo. Contaré con las brisas y la corriente, pero también me arriesgo a tener niebla y puedo encontrar una tempestad del oeste. Y entonces tendríamos una costa a sotavento.

—¿Y una costa a sotavento significa…? —preguntó Sharpe.

—Que estamos muertos —respondió Chase con brusquedad, y dejó que la carta de navegación se enrollara sobre sí misma con un ruido seco—. Motivo por el cual las Instrucciones de Navegación insisten en que nos dirijamos hacia el oeste —añadió—, aunque si lo hacemos nos arriesgamos a quedarnos inmóviles por falta de viento.

—¿Dónde cree que está el Revenant?

—Hacia el oeste. Evita acercarse a tierra. Al menos eso espero. —Chase miró a través de la ventana de popa la cenefa que estaba describiendo la estela. En esos momentos parecía cansado, y mayor, porque las noches de sueño interrumpido y constantes preocupaciones lo habían dejado sin su efervescencia natural. ¿Se quedaría tal vez cerca de la costa?, caviló. Podría haber izado una bandera falsa. Pero el Hirondelle no lo había visto. «Aunque, claro, con estas malditas borrascas podría pasar una flota a un par de millas de nosotros y no veríamos nada.» Se puso su abrigo de lona impermeabilizada, listo para volver a cubierta—. Seguir la costa, creo —se dijo a sí mismo—. Seguir la costa y que Dios nos ayude si el viento sopla del oeste. —Cogió su sombrero—. Que Dios nos ayude de todas formas si no encontramos al Revenant. Sus señorías del Almirantazgo no muestran demasiada compasión por los capitanes que abandonan su puesto para perder el tiempo por medio mundo para nada. ¡Y que Dios nos ayude si lo encontramos y al final resulta que ese tipo es un criado suizo de verdad y no Vaillard! Y el primer teniente tiene razón. No va a navegar hacia Francia, sino que se dirigirá a Cádiz. Está más cerca. Mucho más cerca. —Se encogió de hombros—. Lo siento, Sharpe. No soy muy buena compañía.

—Estoy disfrutando mucho más de lo que me atreví a imaginar cuando embarque en el Calliope.

—Bien —contestó Chase al tiempo que se dirigía hacia la puerta—, bien. Ha llegado el momento de virar hacia el norte.

Sharpe estuvo bastante atareado. Por la mañana desfiló con los infantes de marina y después hubo prácticas, unas prácticas interminables, pues el capitán Llewellyn temía que sus hombres se anquilosaran si no estaban ocupados. Dispararon sus mosquetes por todos los costados y aprendieron a proteger las llaves de la lluvia. Dispararon desde las cubiertas y desde la obra muerta, y Sharpe disparó con ellos, utilizando uno de los mosquetes de servicio, que era similar al arma que había disparado siendo soldado raso, pero con un cañón ligeramente más corto y una anticuada llave plana de aspecto rudimentario pero que, tal como Llewellyn explicó, era más fácil de reparar en alta mar. Las armas quedaban afectadas por el aire marino y los infantes de marina se pasaban horas limpiándolas y lubricándolas, y más horas todavía practicando con las bayonetas y los alfanjes. Llewellyn insistió también en que Sharpe probara sus nuevos juguetes, los fusiles de siete cañones, de modo que Sharpe disparó una de ellas hacia el mar desde el castillo de proa; el golpe de los siete cañones de media pulgada fue tan fuerte que creyó que se debía de haber roto el hombro. Se tardaba más de dos minutos en recargar el arma, pero el capitán de los infantes de marina no lo consideraba una desventaja.

—¡Si disparamos uno de esos cañones contra una cubierta franchute, Sharpe, vamos a provocar un verdadero sufrimiento! —Lo qué más deseaba Llewellyn era abordar al Revenant y no podía esperar a lanzar a sus hombres de casaca roja sobre la cubierta enemiga—. Por ese motivo, los hombres deben conservar el dinamismo, Sharpe —dijo, y luego ordenó que se formaran grupos para correr desde el castillo de proa hasta el alcázar, de vuelta al castillo de proa, luego subir al palo de trinquete por los flechastes de babor y bajar por los de estribor—. Si los franchutes nos abordan —dijo—, tenemos que ser capaces de movernos por el barco con rapidez.

Sharpe se equipó con un alfanje, que le iba mejor que el sable de caballería que había llevado desde la batalla de Assaye. El alfanje tenía una hoja recta, pesada y tosca, pero daba la sensación de ser un arma que podía infligir graves daños.

—Uno no practica la esgrima con ellos —le aconsejó Llewellyn— porque no es un arma para la muñeca. Es una hoja para todo el brazo. ¡Despedace a esos cabrones! Mantenga fuertes sus brazos, Sharpe. Trepe a los mástiles cada día, practique con el alfanje, ¡manténgase en forma!

Sharpe trepó a los mástiles. Lo encontraba aterrador, pues cada pequeño movimiento en cubierta se ampliaba a medida que iba subiendo. Al principio no intentó llegar a las partes más altas de las jarcias, pero se convirtió en un experto en encaramarse a la cofa mayor, que era una amplia plataforma construida allí donde el palo se unía al mastelero. Los marineros alcanzaban la cofa mayor valiéndose de las arraigadas que llevaban al borde exterior de la plataforma, pero Sharpe siempre se metía por la pequeña trampilla que había junto al mástil en lugar de arriesgarse a la espeluznante ascensión por las arraigadas, donde uno tenía que colgarse de las cuerdas alquitranadas cabeza abajo. Una semana después de que hubieran virado hacia el norte, un día en que el mar se hallaba en una calma frustrante y el viento era irregular, Sharpe decidió intentar las arraigadas y demostrar así que un soldado podía hacer aquello que cualquier guardiamarina hacía parecer sencillo. Trepó por los flechastes inferiores, que no entrañaban dificultad porque se inclinaban como una escalera contra el mástil, pero luego llegó al punto donde las arraigadas sobresalían hacia fuera y hacia atrás por encima de su cabeza. Tendría que trepar cabeza abajo, pero estaba decidido a hacerlo, de modo que echó las manos hacia atrás y fue encaramándose. Entonces, a mitad de camino de la plataforma de la cofa mayor, los pies le resbalaron de los flechastes y se quedó allí colgado, suspendido a quince metros de la cubierta. Notó que las cuerdas mojadas se le escurrían entre los dedos, enganchados como garras, y no se atrevió a balancear las piernas por miedo a caerse, de modo que se quedó allí, paralizado por el miedo, hasta que uno de los juaneteros, que bajó deslizándose por el cordaje como si fuera un mono, lo agarró de la cinturilla del pantalón y tiró de él hacia la cofa mayor.

—Por Dios, señor, no es necesario que lo haga de esta manera. Eso es para los marineros, no para los casacas rojas. Utilice la boca de lobo, señor, que para eso está, para los marineros de agua dulce.

Sharpe estaba demasiado asustado para poder hablar. No podía quitarse de la cabeza la sensación de los dedos resbalando sobre la basta cuerda embreada. Al final logró darle las gracias al marinero con voz entrecortada y prometió recompensar a aquel hombre con una libra de tabaco de sus provisiones.

—¡Casi le perdemos ahí arriba, Sharpe! —exclamó Chase alegremente cuando Sharpe volvió a bajar al alcázar.

—Ha sido espantoso —dijo Sharpe, y se miró las manos, que tenían unos cortes llenos de alquitrán.

También lady Grace había presenciado su inminente caída. Hacía casi una semana que no se acercaba a Sharpe, y a éste le preocupaba su distanciamiento. Habían cruzado sus miradas una o dos veces, y esas rápidas miradas le habían dado la impresión de estar llenas de una muda atracción, pero no había tenido oportunidad de hablar con lady Grace y ella no se había arriesgado a acudir a su camarote en mitad de la noche. Ahora se hallaba en el lado de sotavento del alcázar, cerca de su marido, que estaba hablando con Malachi Braithwaite. Parecía estar dudando si acercarse o no a Sharpe, pero entonces, con evidente esfuerzo, se obligó a cruzar la cubierta. Malachi Braithwaite la observó, mientras su esposo fruncía el ceño ante un fajo de papeles.

—Hoy vamos muy despacio, capitán Chase —dijo ella con una fría formalidad.

—Tenemos una corriente, señora, que nos ayuda aunque no se vea, pero ojalá volviera a empujarnos el viento. —Chase miró las velas con mala cara—. Hay gente que cree que silbar anima el viento, pero eso, eso nunca parece funcionar. —Silbó dos compases de Nancy Dawson, pero el viento se mantuvo suave—. ¿Lo ve?

Lady Grace se quedó mirando fijamente a Chase, al parecer sin saber qué decir, y de pronto el capitán tuvo la sensación de que le pasaba algo.

—¿Señora? —preguntó con cara de preocupación.

—Tal vez pudiese usted mostrarme dónde estamos en una carta de navegación, capitán.

Chase vaciló, confuso por aquella repentina petición.

—Será un placer, señora —dijo—, las cartas de navegación están en mi camarote. ¿Su señoría querrá…?

—Estaré perfectamente segura en su camarote, capitán —le interrumpió lady Grace.

—El barco es suyo, señor Peel —le dijo Chase al subteniente, y entonces condujo a lady Grace bajo la bovedilla de popa hacia la puerta del lado de babor que daba al comedor. Lord William los vio y frunció el ceño, lo que hizo que Chase se detuviera—. ¿Desea verlas cartas de navegación, milord? —preguntó el capitán.

—No, no —respondió lord William, y volvió la vista a sus papeles.

Braithwaite observaba a Sharpe. Éste sabía que no debía suscitar las sospechas del secretario, pero no creía que lady Grace quisiera verlas cartas en realidad, de modo que, haciendo caso omiso de la mirada hostil de Braithwaite, se dirigió a su camarote, que estaba al otro lado de la puerta de estribor, bajo la cubierta de toldilla. Llamó a la puerta del otro lado, la que iba del dormitorio al camarote del capitán, pero no hubo respuesta, por lo que entró en la gran cámara de popa.

—¡Sharpe! —Chase dejó traslucir un fugaz momento de irritación, pues, aunque era una persona amigable, sus dependencias eran algo sagrado, y él no había respondido a la llamada en la puerta.

—Capitán —dijo lady Grace, mientras le ponía una mano en el brazo—, por favor.

Chase, que estaba desenrollando una carta de navegación, desvió la mirada de ella a Sharpe, y de Sharpe de nuevo a lady Grace. Dejó que la carta volviera a enrollarse con un chasquido.

—Esta mañana se me olvidó por completo dar cuerda a los cronómetros —dijo—. ¿Me dispensan? —Pasó junto a Sharpe y entró en el comedor, cerrando la puerta ostentosamente con un fuerte estampido deliberado.

—¡Oh, Dios, Richard! —Lady Grace se acercó corriendo hacia él y lo abrazó—. ¡Oh, Dios!

—¿Qué ocurre?

Durante unos segundos ella no dijo nada, pero luego pensó que tenía poco tiempo si no deseaba que empezaran a rumorear sobre ella y el capitán.

—Se trata del secretario de mi marido —contestó ella.

—Lo sé todo de él.

—¿Ah, sí? —ella lo miró con unos ojos como platos.

—¿Te está haciendo chantaje? —supuso Sharpe.

Ella asintió con la cabeza.

—Y me vigila.

Sharpe la besó.

—Déjamelo a mí. Y ahora vete, antes de que alguien empiece a rumorear nada.

Ella lo besó con pasión y luego regresó a cubierta, apenas dos minutos después de haberla abandonado. Sharpe esperó hasta que Chase, que había dado cuerda a sus cronómetros al amanecer, como hacía siempre, regresara al camarote. Chase se frotó la cara con aspecto de estar cansado y a continuación miró a Sharpe.

—Vaya, nunca lo hubiera dicho —comentó, y tomó asiento en su ancho sillón—. A eso se le llama jugar con fuego, Sharpe.

—Lo sé, señor —Sharpe se estaba ruborizando.

—No lo culpo —dijo Chase—. ¡No piense eso, por Dios! Yo mismo era un perro hasta que conocí a Florence. ¡Un encanto de mujer! Un buen matrimonio hace que un hombre se vuelva formal, Sharpe.

—¿Es un consejo, señor?

—No —contestó Chase con una sonrisa—, es un alarde. —Hizo una pausa y entonces pasó de pensar en Sharpe y lady Grace a pensar en su barco—. No irá esto a estallar, ¿verdad, Sharpe?

—No —respondió Sharpe.

—Es que los barcos son extrañamente frágiles, Sharpe. Puedes tener a la gente contenta y trabajando duro, pero no cuesta demasiado que surja discordia y rencor.

—No estallará, señor.

—Por supuesto que no. Ya me lo ha dicho. ¡Bueno! ¡Caramba! Me sorprende usted. O tal vez no. Es una belleza, diría yo, y una mujer muy seca. Creo que, de no estar tan bien casado como estoy, lo envidiaría. Sin duda lo envidiaría.

—Sólo somos amigos —dijo Sharpe.

—¡Claro que sí, querido amigo, claro que sí! —Chase sonrió—. Aunque su marido tal vez se sienta ofendido por esa mera —hizo una pausa— ¿amistad?

—Creo que puede decirlo sin temor a equivocarse, señor.

—Entonces asegúrese de que no le pasa nada, porque es responsabilidad mía. —Chase pronunció estas palabras en tono severo, luego sonrió—. Aparte de eso, Richard, diviértase. Pero sin armar jaleo, se lo ruego, sin armar jaleo. —Chase dijo esto último en un susurro y a continuación se puso en pie y regresó al alcázar.

Sharpe aguardó media hora antes de abandonar las dependencias de popa, haciendo todo lo posible para disipar las sospechas que, inevitablemente, Braithwaite debía de estar albergando. Pero el secretario ya no estaba en el alcázar cuando Sharpe reapareció, y tal vez fuera una suerte porque a Sharpe lo estaba invadiendo una fría ira.

Malachi Braithwaite se había convertido en un enemigo.