Capítulo 6
Cuando Constance llegó hasta la puerta, ésta se abrió de golpe y el duque apareció frente a ella.
Al verla, él le dijo con voz tranquila:
—La casa está ardiendo. Baje fue la escalera y salga al jardín.
Sin esperar respuesta, siguió corriendo por el pasillo y ella comprendió que iba a avisar a McCraig.
Constance se dio cuenta de que el duque llevaba puesta aún su traje de etiqueta y pensó que no debía ser muy tarde, porque era evidente que él no se había acostado todavía.
Cuando ella se asomó por la barandilla de la escalera, observó en el vestíbulo una inusitada actividad, ya que había varios hombres que estaban sacando cuadros y muebles de los salones.
Alister, también vestido con su traje de etiqueta, les daba órdenes desde la puerta principal.
Ella estaba a punto de bajar por la escalera cuando oyó voces de mujeres que gritaban aterradas y vio a un grupo de criados que venían desde el piso superior.
Las mujeres, que sin duda alguna acababan de levantarse de la cama, llevaban chales o mantas sobre sus batas de dormir y los hombres que aún vestían de librea las empujaban por la escalera.
—¡Vamos! ¡Daros prisa! ¡Tenéis que salir de aquí! —gritaba un hombre con rudeza.
Constance recordó lo que Nanna le había dicho y pensó que era evidente que habían estado bebiendo.
Se apartó a un lado para dejar bajar a los criados por la escalera cuando vio que un lacayo llevaba en brazos a una mujer que gritó con voz débil al pasar junto a Constance:
—¡Mi bebé! ¡Mi bebé!
Nadie parecía oírla ni prestarle atención, pero Constance siguió oyendo su lamento incluso en medio del barullo que se había producido.
«Han dejado al bebé arriba», se dijo.
El humo no era muy espeso, aunque empezaba a molestarle en los ojos. Miró hacia arriba y vio que esa parte de la casa estaba despejada y, aunque ignoraba en qué sitio había empezado el fuego, advirtió que no había afectado a la parte superior del edificio.
Impulsivamente, sin pensar en el peligro, corrió por la escalera para ver si podía encontrar al bebé que habían dejado olvidado.
Antes de llegar arriba le sintió llorar y, como había una lámpara de aceite en el corredor, no le costó trabajo localizar al niño.
Lo encontró sobre la cama y comprendió que, en su prisa por salvar a la madre, los criados habían olvidado a la criatura.
Era un bebé muy pequeño y parecía hacer demasiado ruido para su tamaño.
Estaba envuelto en un chal y Constance lo abrigó además con una manta que cogió de la cama. Después, se dirigió hacia la escalera.
Trató de moverse con rapidez, pero como llevaba al niño en brazos, no podía recogerse su bata de terciopelo al andar.
Cuando llegó al primer piso el humo era ya muy espeso y al tratar de atravesarlo vio que la escalera que conducía al vestíbulo estaba en llamas.
Por primera vez, Constance se dio cuenta del peligro en que se encontraba.
Corrió por el pasillo, pensando que debía haber otra escalera que condujera al piso inferior.
El humo parecía cada vez más espeso pero consiguió atravesarlo y unos segundos después se disipó.
De pronto sintió aire fresco en las mejillas y vio, delante de ella, una ventana abierta.
Al mirar por la ventana, comprendió que daba a la fachada principal y advirtió que conducía a un tejado plano y que se abría hacia una de las alas que había visto cuando llegó.
Le pareció que sería más fácil avanzar por el tejado que atravesar el espeso humo que tapaba la escalera que estaba tratando de encontrar.
Se inclinó al pasar por la ventana con mucho cuidado para no hacer daño al bebé, que ya había dejado de llorar y lloriqueaba suavemente, como si tuviera hambre.
Le resultó fácil avanzar sobre el techo y se dirigió hacia el parapeto, aunque no pudo por menos que observar que la luz que alumbraba provenía del fuego de los pisos inferiores de la parte principal de la casa.
Las llamas chisporroteaban ominosamente cuando llegó al parapeto, que tenía unos cincuenta centímetros de alto.
Miró abajo, hacia el jardín, y advirtió que toda la servidumbre estaba congregada sobre el césped.
Ellos también la vieron, porque Constance oyó sus voces y vio varias manos que apuntaban en su dirección.
Empezó a sentir el calor de las llamas y siguió andando hasta que llegó al final del edificio.
«Ahora que me han visto», se dijo, «buscarán una escalera para que yo pueda bajar hasta el jardín».
Sin embargo, al volver la cabeza no pudo evitar emitir un grito ahogado al darse cuenta de la extensión del fuego.
Desde donde estaba podía ver las llamas procedentes de las ventanas inferiores retorciéndose como lenguas encarnadas y el humo que se elevaba en una nube negra encima del tejado.
«¡Menos mal que he podido salvar al bebé!», se dijo. «No hubiera sobrevivido».
Al mirar hacia abajo vio que unos hombres corrían por el jardín acercándose a ella y le pareció que llevaban una linterna.
Un momento después advirtió, consternada, que las llamas no sólo se habían apoderado de la sección principal de la casa, sino que empezaba a aparecer en un extremo del ala donde ella se encontraba.
«El fuego debe haber llegado hasta aquí», pensó y el temor empezó a anidar en su alma como las llamas que consumían la casa.
De nuevo miró hacia el borde del parapeto.
El humo dificultaba la visión, pero nada parecía indicar que vinieran a rescatarla.
Volvió la cara hacia las llamas y, con un vuelco en el corazón, vio, a través de la ventana abierta, una figura que avanzaba hacia ella.
Inmediatamente, supo quién era.
El duque llegó a su lado con las puntas de la corbata chamuscadas y manchas de hollín en la cara.
—¿Por qué no hizo lo que le indiqué…? —empezó a decir, pero en ese momento vio al bebé en los brazos de Constance.
—Se olvidaron… del bebé —contestó ella maquinalmente.
Pero su corazón rebosaba de alegría porque él había venido a buscarla y dejó de sentir temor.
Él la miró a los ojos y después la rodeó con sus brazos, para abrazarla con fuerza, pero poniendo cuidado de no hacer daño al bebé.
—¿Cómo ha podido tener ese absurdo gesto de valentía? —le preguntó—. Oí que una mujer gritaba que había perdido a su bebé, pero no pensé que estuviera dentro de la casa.
—Ahora ya está a salvo.
Constance casi no podía hablar. El duque estaba muy cerca y sus brazos la hacían sentir que lo único que importaba era que estuvieran juntos y que se había derribado la barrera que los separaba.
Sintió los labios de él sobre su frente y después el duque se asomó por la balaustrada para gritar:
—¡Traed pronto esa escalera!
En ese momento, Constance vio que las lenguas de fuego se elevaban a sólo unos metros de distancia.
El duque las vio también, porque se echó un poco hacia atrás y se quitó la chaqueta que llevaba puesta.
—No va a ser fácil —le dijo a Constance—, porque tiene que llevar al bebé, pero quiero que haga exactamente lo que yo le diga y que no tenga miedo.
—Está conmigo —murmuró ella y eso es lo único que importaba.
Él le hizo ponerse la chaqueta que se había quitado, y como ella era muy pequeña, las mangas le taparon las manos.
Después, él estiró la chaqueta sobre los hombros de Constance para que le cubriera la cabeza.
También tapó la cara del bebé con la manta y después dijo:
—Mantenga la cabeza hacia abajo y no mire ni una sola vez hacia arriba. Yo la guiaré.
Nada más pronunciar estas palabras, la condujo hacia el borde del parapeto y, cogiéndola en sus brazos, puso un pie en la escalera.
Él sujetaba a Constance con fuerza para protegerle la espalda; con un brazo le rodeaba la cintura y con el otro se agarraba a la escalera.
Ella inclinó la cabeza pero no pudo ver nada, porque la rodeó la oscuridad.
Bajaron muy despacio en medio del crepitar de las llamas y el ruido que hacían las piedras y ladrillos al caer, y Constance pensó que si el duque no hubiera estado a su lado se había sentido muy asustada.
El duque fue bajando paso a paso. Finalmente la soltó y otros brazos la sujetaron. Inmediatamente, alguien se encargó del bebé.
Constance trató de destaparse la cara cuando sintió que la alejaban del fuego, pero, el resplandor de las llamas la cegó momentáneamente.
El fuego ya estaba fuera de control y las llamas se elevaban cada vez más altas por encima del edificio. Constance observó cómo se desplomaba la escalera por la que debían haber bajado al mismo tiempo que el tejado de la construcción.
Vio la cara de Alister a la luz de las llamas y comprendió que había sido él quien la había alejado del fuego.
—El duque… —murmuró—. ¿Dónde está el duque?
—No le pasará nada —replicó Alister—. Voy a llevarla a un lugar alejada del peligro.
—El duque debe estar herido… —insistió Constance.
—Están improvisando una camilla para él —contestó Alister—. Nos seguirá enseguida.
Constance trató de conformarse con esta información, pero mientras cruzaba el jardín con Alister, no podía borrar de su mente la visión de las llamas consumiendo la escalera.
Sabía que el duque, al bajarla por la escalera, la había protegido con su propio cuerpo, sin más escudo que su fina camisa pues le había dado a ella su chaqueta.
Alister atravesó con ella una puerta abierta y la dejó en el suelo.
Ella miró a su alrededor y vio que estaba en una habitación amueblada con esmero.
—Éste es su primer huésped, señora Saunders —le dijo a una mujer de mediana edad que llevaba puesta una bata roja de franela.
—Yo la cuidaré, señor McCraig —contestó la mujer.
—También tendremos que traer aquí a su señoría. Me temo que ha sufrido graves quemaduras y necesitará su mejor habitación.
—Tengo todo preparado, señor. Mi esposo supuso que tendrían que usar nuestra casa cuando oyó decir que el fuego estaba fuera de control.
—Tendremos que acomodar a muchas personas —dijo Alister—, pero lo único que le pido es que cuide a su señoría y a esta dama.
—Sabe bien que lo haré lo mejor que pueda —respondió la señora Saunders.
Alister se volvió hacia Constance.
—¿Se siente bien?
—Estoy muy bien —respondió ella—. Pero, por favor, averigüe qué le ha ocurrido al duque.
En aquel momento oyó ruido de pasos y unos instantes después entraron cuatro hombres llevando al duque en una improvisada camilla.
Al mirarle, Constance lanzó un grito de horror.
Iba tumbado boca abajo y tenía la espalda al descubierto, porque sólo quedaban algunos girones de su fina camisa en el cuello y en sus muñecas.
Toda su espalda estaba quemada y en carne viva.
—¡Lleven a su señoría arriba! —ordenó Alister.
Los hombres consiguieron sortear los obstáculos en la estrecha escalera con gran dificultad, mientras la señora Saunders se adelantaba para abrirles la puerta de la habitación.
—Necesitaremos un médico —dijo Constance.
—Lo sé —contestó Alister—, pero el único que hay vive como a unos diez kilómetros de aquí y me han dicho que nunca sale a hacer visitas por la noche.
Por primera vez, Constance se sintió presa del pánico. No necesitaba que le dijeran que las quemaduras del duque eran muy graves.
En ese momento, vio con gran alivio que Nanna entraba por la puerta.
Extendió ambas manos hacia su vieja nodriza.
—¡Oh, Nanna! Las quemaduras de su señoría son horribles. ¿Qué podemos hacer?
Su actitud era igual a la de una niña pidiendo ayuda y Nanna respondió en el acto a su llamada.
—Le cuidaremos, Constance, no te preocupes.
Subió por la escalera y Constance la siguió.
Cuando llegaron al pasillo, oyeron a Alister decir:
—Volveré más tarde.
Salió y unos momentos después los hombres que habían subido al duque también pasaron junto a ellas para marcharse.
El duque yacía boca abajo en el centro de una cama doble que parecía llenar la habitación.
La señora Saunders estaba de pie, junto a la cama, observando la espalda del duque.
A la luz de las velas que había encendido, las heridas parecían más graves que a la pálida luz que alumbraba el piso de abajo.
—¡Esas quemaduras matarán a su señoría! —exclamó—. No puede hacerse nada con heridas tan terribles.
—¡Tiene que hacerse algo! —exclamó Constance con firmeza y, de pronto, lanzó un grito—. ¡Nanna! ¿Recuerdas lo que utilizó mamá para curarte cuando te quemaste un pie con agua hirviendo?
—Miel —respondió Nanna—. Pero era una quemada pequeña, no como éstas.
—Mamá siempre decía que debía usarse la miel para las quemaduras… y para todas la heridas. Además, alivia el dolor.
—Es cierto —estuvo de acuerdo Nanna—, si su señoría recobra el conocimiento el dolor será insoportable.
—¿Si lo recobra? —preguntó Constance preocupada y enseguida se volvió hacia la señora Saunders.
—¿Tiene miel en la casa?
—Sí, señorita. Tenemos nuestras propias colmenas y mi despensa está llena porque este verano hemos tenido una de nuestras mejores cosechas.
—Entonces, tráigame bastante miel.
—Y también algunas sábanas viejas —añadió Nanna—. Estoy segura de que su señoría le pagará todos los gastos que ocasionemos.
—Eso no me preocupa —confesó la señora Saunders—. Puedes utilizar todo lo que tengo.
—Las dos mujeres salieron de la habitación y Constance se quedó mirando el cuerpo del duque.
Le parecía imposible que un hombre pudiera vivir aún con unas quemaduras tan serias y comprendió que el dolor que había experimentado mientras trataba de salvarla debía de haber sido insoportable.
—¿Cómo ha podido hacer eso por mí? —murmuró mientras las lágrimas asomaban a sus ojos.
Se las enjugó y luego, cuando durante casi una hora Nanna y ella estuvieron cubriendo el cuerpo del duque con una espesa capa de miel, se prometió a sí misma no volver a llorar.
Dejaron caer la miel sobre la espalda de su señoría y después le vendaron con las sábanas que la señora Saunders había cortado en tiras.
También tuvieron que vendarle los brazos y la parte posterior de los tobillos, donde las medias de seda se habían consumido dejando la piel chamuscada.
Sólo su cara y sus manos estaban intactas y los gruesos pantalones de satén le habían protegido desde la cintura hasta las rodillas.
—Él me dio su chaqueta —comentó Constance con tristeza al cabo de un rato.
—Lo sé, queridita, he visto lo que ha hecho —contestó Nanna—. Es un buen hombre, a pesar de lo que digan de él.
Cuando terminaron de vendar al duque, dejándole como una momia, Nanna pidió a Constance que saliera de la habitación mientras ella y la señora Saunders cortaban los pantalones de su señoría para meterle en la cama.
En esos momentos Constance se dio cuenta plenamente de lo que había sucedido, y cuando Nanna fue a buscarla la encontró dormida sobre el suelo, junto a la puerta de la habitación del duque.
Constance no se movió siquiera cuando la acostaron en la cama de una pequeña habitación situada en la parte posterior de la casa.
Se despertó por la mañana, cuando Nanna entró a llamarla como de costumbre, vestida con uno de sus propios vestidos que había salvado del fuego milagrosamente.
Lo primero que hizo Constance al incorporarse en la cama fue preguntar:
—Su Señoría, ¿cómo está?
—No ha recobrado el conocimiento —contestó Nanna—. Y como el señor Alister nos ha dicho que esperan la visita del médico esta mañana, he pensado que te gustaría levantarte para decirle que nosotras podemos cuidar al duque sin que nadie se interfiera.
Si no hubiera estado tan preocupada, Constance hubiera sonreído.
Sabía que a Nanna le disgustaban todos los médicos, a excepción del doctor Lesley, y que tenía una fe absoluta en las pociones que preparaba la señora Bardsley.
También comprendía que si Nanna tomaba al duque bajo su protección, no tendría que discutir con ella para permanecer allí cuidándole, como deseaba ardientemente.
Sin embargo, a su mente acudía una y otra vez una pregunta que no dejaba de torturarla.
—¿Vivirá, Nanna?
—Con la ayuda de Dios —contestó Nanna.
Los días siguientes parecieron transcurrir como en un sueño. Constance no podía pensar en nada y era tanta la ansiedad que sentía por el duque que hasta se le olvidaba comer.
Él había recobrado el conocimiento, pero Nanna le había administrado una infusión de hierbas que le había mantenido dormido.
—Cuanto más tiempo pase sin que se dé cuenta de lo que le ha sucedido, mejor —le dijo a Constance—. Estoy haciendo lo que hubiera hecho tu madre y creo que es lo más apropiado.
Constance sabía que Nanna tenía razón, pero no podía contener su ansiedad.
El hombre que amaba y que le había salvado la vida, estaba en peligro.
Diez días después del incendio, Alister pidió hablar con ella y Constance se separó del lecho del duque para bajar a la pequeña salita, donde el joven la estaba esperando.
Alister McCraig había demostrado que no era un hombre inconsciente, siempre pendiente de que las personas que le rodeaban le sacasen de apuros, y había asumido su nueva responsabilidad. Todos los días iba a preguntar por la salud del duque.
Constance se había enterado además, de que, durante la ausencia de su tío, él se había encargado de todos los asuntos.
Para sorpresa de todos, su órdenes no podían ser más acertadas y hasta parecía haberse convertido en otra persona.
Había oído decir a Nanna que, después de la noche del incendio, se había conseguido acomodar a todos los criados en las pequeñas casas de la propiedad y que había podido salvarse un buen número de valiosos cuadros y muebles.
Hasta los vestidos de Constance, que estaban guardados en un fuerte armario, se habían salvado del fuego y ella había podido usarlos, aunque estaban ligeramente manchados de hollín.
Pero la mayoría de las habitaciones de la parte principal de la casa habían sufrido bastantes daños, y el ala de donde ella había sido rescatada se había desplomado por completo.
El fuego había empezado porque uno de los criados, que estaba más borracho que los demás, había tirado una lámpara de petróleo.
Y ninguno de los otros estaban en condiciones de apagar las llamas, que rápidamente se extendieron por toda la casa.
—El señor McCraig ha despedido al administrador —le había contado Nanna—, y creo que ya era hora.
—¿Ha despedido al señor Reynolds? —preguntó Constance.
—Él tenía la culpa de que los criados hubieran olvidado su auténtico lugar en esta casa.
Tres días después del incendio, el capitán Graham había llegado de Londres para hacerse cargo de la administración de la finca.
Harris, el ayuda de cámara del duque, que estaba alojado en una casa cercana, se hallaba siempre a mano cuando se le necesitaba y el capitán Graham no había hecho ningún cambio con respecto a su alojamiento.
El jinete de la escolta, a quien el duque se había referido como un excelente cocinero, estaba ahora a cargo de la pequeña cocina, pues el chef, como la mayoría de los criados de Melton Paddocks, había sido despedido.
—Una buena barrida es lo que hacía falta —había comentado Nanna con satisfacción.
Alister estaba esperando en la salita y, cuando Constance entró, comprendió, por la expresión de su cara, que tenía algo importante que comunicarle.
—¿De qué se trata? —preguntó aprensiva.
—Sé que lo va a sentir, Constance, pero mi tío abuelo murió anoche.
—¡Oh, no! —exclamó ella consternada.
—Como tal vez le hayan comentado, sufrió un ligero ataque al corazón después de que le rescatáramos del fuego —explicó Alister—. Parecía estar mejor y ya hablaba de emprender el viaje hacia el norte al cabo de unos cuantos días. Pero anoche sufrió, sin duda, otro ataque, porque cuando su ayuda de cámara ha ido a despertarle esta mañana le ha encontrado muerto.
—¡Lo siento! ¡De verdad que lo siento!
—Yo también —replicó Alister con toda sinceridad.
Titubeó unos momentos antes de añadir:
—Como comprenderá, tengo que llevar su cadáver a Escocia. A él no le hubiera gustado que le enterraran lejos de su propia gente.
—Por supuesto —murmuró Constance.
—Dejaré al capitán Graham a cargo de todo —continuó Alister—, pero hay algo que quiero preguntarle.
—¿De qué se trata?
Alister vaciló, como si buscara las palabras apropiadas, pero inmediatamente dijo de pronto:
—¿Cuándo todo esto termine, querría usted casarse conmigo, Constance?
Ella le miró asombrada, pensando que no había oído bien.
—¿Casarme con usted? Pero yo creía…
—Yo también —contestó Alister—. Yo sabía que Kitty había estado casada con anterioridad, pero me dijo que su esposo había muerto en prisión, lo cual no era cierto.
Constance no supo qué contestar y él continuó diciendo:
—Cuando su esposo ha leído en los periódicos todo lo que ha ocurrido, y se ha enterado de que yo me he convertido en el heredero de los McCraig, ha venido a verme y me ha pedido veinte mil guineas para volver a desaparecer y no hacer a su esposa ninguna reclamación en el futuro.
—¿Y qué le ha contestado?
—Le he dicho que pensaba poner las veinte mil guineas a nombre de Kitty y que podían volver a unirse si lo deseaban.
—Así que ahora está libre.
—Sí, soy libre. Pero sé que mi tío abuelo tenía razón al decir que usted era exactamente la clase de esposa que necesitaba el jefe del clan McCraig.
Hizo una pausa y añadió con cierta timidez:
—Además, me he enamorado de usted.
—Me siento muy honrada de que su tío abuelo dijera esas cosas de mí —contestó Constance con voz suave—, y de que usted piense igual. Pero espero que me comprenda al decirle que no puedo casarme con un hombre al que no amo.
—Y si espero, para que tengamos oportunidad de conocernos mejor, ¿tendré alguna posibilidad?
—Me temo que no.
—¿Es que hay otra persona?
Después de unos minutos de silencio, Alister añadió en voz baja:
—Es el tío Yvell, ¿verdad?
—Sí.
—¡Oh, Constance, le destrozará el corazón! —exclamó él—, y no podría soportar que eso sucediera.
—No puedo evitarlo —murmuró ella.
Alister se acercó a Constance para cogerle una mano y llevársela a los labios.
—De todas formas, me ha enseñado muchas cosas —le dijo—. Y si puedo hacer algo de provecho en el futuro y ser digno de seguir los pasos de mi tío abuelo, se lo deberé a usted.
—Gracias —susurró ella.
Él le besó la mano y salió de la casa.
Cuando se hubo marchado, ella subió a la habitación del duque y se sentó junto a su cama. Él estaba dormido, pero tenía mejor aspecto.
La palidez que demacraba su cara había desaparecido y, de nuevo, era un hombre muy bien parecido.
Ella sólo podía pensar en lo mucho que le amaba.
Tal vez él la amara un poco. ¿Qué hombre hubiera soportado lo que él tuvo que soportar para salvarla, a menos que hubiera actuado movido por el amor?
Y sin embargo, no estaba segura.
Era irónico que Alister le hubiera pedido que se casara con él cuando lo que anhelaba su corazón, aunque sabía que era imposible, era escuchar esas palabras del duque.
Nanna entró en la habitación y Constance se volvió sobresaltada al oír pasos a su espalda.
—No estés tan triste, cariño —le dijo la nodriza en voz baja—. He mirado uno de los brazos de su señoría esta mañana cuando estábamos haciendo la cama y he visto que se está formando piel nueva. Piel tan limpia y sin manchas como la de un bebé.
—¡Oh, Nanna! ¿Es eso cierto?
—¿Te diría una mentira? La miel ha hecho su trabajo, como siempre decía tu madre.
—¡Apenas puedo creerlo! —exclamó Constance.
—¡Oh, mujeres de poca fe! —bromeó Nanna.
Pero la muchacha quería ponerse de rodillas para enviar al cielo una plegaria de gratitud.
El duque mejoraba día a día y Constance pensaba ahora que no disponía de un solo momento de tranquilidad y descanso.
Le leía libros y escribía las cartas que él le dictaba. Aunque tenía la sensación de que el capitán Graham lo hubiera hecho mejor, el duque insistía en que estuviera a su lado.
Le parecía que, cuando le leía un libro o los periódicos, él se dedicaba a observar su cara, en vez de prestar atención a lo que ella decía.
El duque no hablaba mucho y no podían mantener una conversación íntima.
Sólo podían decirse lo que podía oír la docena de personas que estaba siempre en la habitación.
Pero Constance se dormía con su nombre en los labios y se despertaba pensando en él y, cuando no estaban juntos, se sentía como si le faltara una parte de sí misma.
—¡Le amo! ¡Le amo! No existe en el mundo nadie más que él —murmuraba una y otra vez.
El duque dormía por las tardes y Nanna y él habían insistido en que Constance saliera a dar un paseo.
Sus pasos la llevaban casi siempre a los establos, donde Saunders o alguno de los mozos la estaban esperando con una cesta llena de manzanas cortadas en pequeños trozos para que ella pudiera dársela a los caballos.
Saunders le hablaba de los caballos. Fue Harris quien le dijo todo lo que deseaba saber sobre el duque.
Muy pronto descubrió que el ayuda de cámara adoraba a su amo, a quien había servido, según le dijo con orgullo, desde que el duque era muy joven.
—Los que andan diciendo cosas de su señoría, no le conocen como yo, señorita. ¡Es la pura verdad!
Al ver que Constance estaba interesada, continuó diciendo:
—Su señoría me ha prohibido hablar de sus asuntos privados, pero no me importa decir que ha hecho más bien que muchos otros caballeros de su posición, y hay mucha gente que vive calladamente a su costa.
Ésta era la clase de alabanzas que Constance deseaba oír y confiaba en que Harris contara esas cosas a Nanna.
Desde que el duque había salvado a Constance del fuego, Nanna había cambiado por completo su opinión acerca de él.
—Te ha salvado la vida, Constance —le decía una y otra vez—. Si no hubiera sido por su señoría, te hubieras convertido en cenizas. El tejado se derrumbó unos segundos después de que llegaras al suelo.
Pronunciaba estas palabras tratando de contener las lágrimas, pero después, pensando que se ponía demasiado sentimental, añadía enfadada:
—¡No sé por qué no hiciste lo que él te ordenó y bajaste por la escalera! Te vi junto a la barandilla y pensé que venías detrás de mí, pero con tantos gritos y todo el escándalo que armaban esas mujeres histéricas, no pude ir a buscarte.
—Tenía que salvar al bebé, Nanna, ya te lo he dicho.
El capitán Graham le contó a Constance lo que había sucedido con el bebé.
—La madre está muy agradecida. Quería venir a darle las gracias personalmente, pero pensé que ya había sufrido usted demasiadas emociones.
—¿Qué ha sido de ella?
—La he llevado con sus padres. Son gente decente y respetable y la han recibido con los brazos abiertos. Es una muchacha muy bonita y estoy seguro de que encontrará alguien que quiera casarse con ella.
—¡Oh, espero que sí! Tal vez, si fuera posible… —empezó a decir Constance, preguntándose cuánto dinero podría ofrecerle.
—No necesita preocuparse por eso, señorita —replicó el capitán Graham—. Sé lo que hubiera querido su señoría y le he asignado una buena pensión.
Sonrió al añadir:
—A los otros criados que han sido despedidos, también se les ha dado una buena cantidad de dinero para que puedan arreglárselas mientras encuentran otro trabajo. Sin duda, en el futuro, se comportarán mejor.
Durante sus paseos, Constance miraba la casa semi-destruida y se preguntaba si el duque desearía repararla.
No quería perturbarle con decisiones importantes hasta que estuviera mejor de salud.
Ya estaban en el mes de noviembre y pensó que si nada hubiera sucedido, el duque estaría en Melton Paddocks para la temporada de caza.
Se preguntó si los cuentos sobre las fiestas que ofrecía no eran exagerados, o si de verdad habrían sido las orgías que Nanna le había descrito.
«¿Qué es lo que pasará en una orgía?», se preguntaba.
¿Qué podía ser lo que hacían las personas cuando se portaban de forma tan depravada que obligaba a hombres como su padre a denunciarlos y hablar de los que ocurría tan despectivamente?
Se sentía muy joven y muy ignorante y se alejaba de la casa pensando, desesperada, que era ridículo suponer que el duque pudiera estar sinceramente interesado en ella.
Luego volvía a tomar el camino de la casa de los criados, y cuando el pálido sol otoñal empezaba a desaparecer en el bosque distante, olvidaba su pena por un momento al contemplar la belleza de los árboles desprovistos de hojas, cuya silueta se realzaba contra los tonos rosa y dorado del cielo.
Soplaba un aire muy frío y Constance pensó que helaría durante la noche. Se dio prisa porque ya era hora de volver y ver al duque.
«Siempre bendeciré ese fuego, porque me ha dado la oportunidad de pasar todo este tiempo con él y contemplarle a mis anchas», se dijo.
Al abrir la puerta, el calor de la casa llegó hasta ella como un mensaje de bienvenida.
Echó hacia atrás la capucha de su capa, se desabrochó el cuello, y la dejó sobre una silla.
Estaba a punto de subir, cuando se dio cuenta de que la puerta de la salita estaba abierta.
Podía distinguir el resplandor de las llamas y comprendió que alguien estaba sentado junto a la chimenea.
Casi no podía creerlo; pero, al acercarse a la puerta, vio al duque, sentado en una de las grandes sillas de cuero que se habían salvado del fuego.
Estaba completamente vestido y el intrincado nudo de su blanca corbata contrastaba con su cara, más delgada desde que había estado al borde de la muerte.
Per Constance pensó que jamás le había visto tan apuesto.
—¡Ya está levantado! —exclamó Constance.
—Iba a ser una sorpresa —contestó él—. Perdóneme por no ponerme en pie.
—Sí, por supuesto, debe tomarse las cosas con calma —respondió ella.
Corrió hacia él con los ojos brillantes y los labios entreabiertos por la emoción.
—¿Ya no tiene dolor? ¿Está completamente bien? —preguntó incoherente.
—Estoy como nuevo.
Constance rió de felicidad y después se sentó en la alfombra de lana, a sus pies.
—¡Estoy tan contenta! Cuando le trajeron aquí, temí por su vida.
—Sé que, gracias a usted, mi piel ha sanado sin una sola cicatriz —dijo el duque—. Su nodriza me ha contado que fue usted quien sugirió que utilizaran la miel.
—Usted me salvó la vida —dijo Constance en voz baja.
Alzó los ojos para mirarle, pero él volvió la cabeza para observar las llamas de la chimenea.
—Ahora que estoy mejor, Constance —respondió con cierta dureza—, tenemos que hacer planes para su futuro.
Constance se quedó rígida.
—¿Debemos hablar de eso ahora?
—Es imprescindible —contestó el duque con gravedad—. Ahora ya no soy un inválido, no puede permanecer aquí conmigo sin una dama de compañía.
Constance le miró consternada.
Su amor la hacía sentirse tan alejada de las conveniencias que había olvidado ese detalle.
—Hay dos alternativas que debe considerar —continuó el duque.
Constance le miró perpleja.
Él continuó:
—La primera es que vaya a vivir con sus abuelos, y antes de que emprendiéramos el viaje a estas tierras, prometí a Nanna que la ayudaría a conseguirlo.
—Suponía que Nanna le habría dicho algo parecido —respondió Constance—. Pero ya le he dicho que no pienso ponerme en contacto con unos parientes que, durante tantos años, ignoraron la existencia de mi madre.
—Hace poco tiempo no había otra alternativa —dijo el duque—, y estoy de acuerdo con su nodriza en que era lo más práctico.
Constance no respondió y él, sin mirarla, continuó diciendo:
—Tengo entendido que desde que estamos aquí, ha tenido la oportunidad de aceptar una alternativa diferente.
Constance no comprendió al principio, pero después sus mejillas se tiñeron de rubor.
—¿Quiere decir lo que Alister me sugirió?
—Alister me escribió una carta antes de marcharse. Desea con todo su corazón que usted acepte convertirse en su esposa.
Constance contuvo el aliento.
—Es un gran honor que me lo haya pedido, pero no puedo casarme con él porque no le amo.
—¿Es eso tan importante? Tendrá una posición relevante en Escocia y Alister habla de usted con un calor del que nunca le creí capaz.
—Él era muy feliz con la mujer con quien creía estar casado, o, al menos, eso decía hasta que descubrió que ella estaba casada con otro hombre.
—Pensaba que era muy feliz —corrigió el duque—, pero el viejo McCraig y usted le han hecho ver que hay grandes posibilidades escondidas en él.
Hizo una pausa antes de continuar:
—Creo que, a medida que pasen los años, y mientras esté viviendo entre su propia gente, Alister poco a poco irá desarrollando su verdadero carácter y personalidad.
—Yo también lo creo, y espero que algún día encuentre una mujer que le ame por sí mismo, con todo su corazón.
Un leve sollozo empañaba la voz de Constance y el duque dijo:
—Así que ha decidido ir con sus abuelos.
—Hay una tercera alternativa —señaló Constance en voz baja.
Él le dirigió una mirada interrogante y ella tuvo que hacer acopio de todo su valor para mirarle a los ojos al responder:
—Usted me la ofreció una vez.
—Le ofrecía dinero y lo rechazó.
—Si lo aceptara ahora, podría verle, aunque sólo fuera a veces.
Él se quedó rígido. Luego, contestó:
—Eso sería imposible, de modo que debo retirar mi oferta.
—¿Por qué?
Constance se acercó a él y se puso de rodillas junto a su silla. Cuando su hombro rozó uno de los brazos del duque un estremecimiento recorrió los cuerpos de ambos.
Ella alzó la cara y los dos se miraron a los ojos.
Se quedaron como hechizados por una indefinible magia que parecía unirlos como si sus labios se hubieran encontrado.
—Por favor, déjame estar contigo —susurró Constance y por unos instantes pensó que los brazos de él la estrecharían.
Él permanecía inmóvil, pero las arrugas de su cara parecieron hacerse más profundas y sus ojos, en los que un minuto antes brillaba la pasión, se oscurecieron.
Entonces, con un tono de voz que ella nunca le había oído y que parecía ahogarse en su garganta, el duque dijo:
—Te amo. Dios sabe cuánto te amo, pero no puedo pedirte que te cases conmigo.