Capítulo 3

La comida tocaba a su fin y Constance estaba extasiada por todo lo que la rodeaba.

Jamás había imaginado que un comedor pudiera ser tan lujoso y elegante. La mesa estaba llena de candelabros y adornos de oro macizo.

Por todas partes se podían ver flores dispuestas con mucho gusto, y mientras saboreaba plato tras plato, servidos en fuentes de oro por lacayos de cabelleras empolvadas, se sintió como si formara parte del elenco de una obra que se estuviera representando en un escenario.

«¡Y eso es exactamente lo que estoy haciendo!», se dijo, aunque nunca había supuesto que el ambiente y la decoración fueran tan espléndidos.

El McCraig de los McCraig, no había resultado tan imponente como esperaba.

Ella sabía que tenía ochenta años; pero no los representaba, porque andaba con porte erguido y emanaba de él una dignidad que debía suscitar el respeto de todos los que le rodeaban.

Con su nariz afilada, su blanco pelo que, peinado hacia atrás, destacaba su frente cuadrada y sus oscuros ojos bajo las espesas cejas, era la exacta estampa de un jefe de clan.

Constance no podía evitar preguntarse cómo Alister McCraig se había casado con una actriz de dudosa reputación, sin recordar que tenía tan distinguidos antepasados ni la gloriosa historia de su familia.

El duque y Alister se dieron cuenta de que McCraig había quedado gratamente impresionado gratamente impresionado por Constance nada más verla.

Hubiera sido muy difícil que no hubiera sido así. Cuando ella le saludó con una reverencia, lo hizo con tanta gracia que recordó al duque sus cisnes del lago de Ravenstone.

Su gesto era altivo, pero en sus ojos brillaba una chispa de temor. Aquella hermosa cara no podía ocultar la preocupación que la embargaba; lo cual, concluyó el duque, agradaría al viejo.

Después de todo, McCraig había esperado ver, no sólo a una actriz de malos modales, como Kitty, sino a alguien que podría volverse agresiva por el solo hecho de que el anciano se mostrara complaciente con ella.

Lo cierto era que Constance no estaba representando ningún papel, sino que siendo ella misma, portándose con debido grado de respeto, pero sin mostrarse demasiado obsequiosa.

La comida se sirvió después de la llegada de McCraig y él se dedicó a hablar de su largo viaje con el duque, mientras observaba a Constance atentamente.

—Tengo una cita con el primer ministro —comentó al terminar de comer—, a las dos y media.

—Ordenaré que le tengan listo el carruaje —contestó el duque.

—Eso os dará aproximadamente una hora libre —dijo McCraig a sus sobrinos.

—¿Qué os gustaría hacer? —preguntó el duque.

En sus labios se dibujó una ligera sonrisa al pensar que la respuesta se daba por descontada. ¿Qué mujer, sobre todo proviniendo del mundo del espectáculo, podría resistir la tentación de gastar dinero?

Esperó con gesto burlón la respuesta de Constance.

Ella, sin embargo, dirigió la mirada hacia el viejo McCraig.

—¿Sería posible, señor —preguntó—, si va a reunirse con el primer ministro que yo visitara la cámara de los comunes?

—Estoy seguro de que podría arreglarse —contestó McCraig—. ¿Te interesa la política?

—Leo los informes del parlamento todos los días en el Times —contestó Constance—, y me han impresionado mucho las noticias sobre la incautación de las tierras altas.

Cuando terminó de pronunciar esas palabras, se preguntó si no habría sido indiscreta. McCraig podía ser uno de los terratenientes que estaban decididos a echar a su propia gente de las tierras, aunque sólo fuera para convertirlas en caminos de paso para las ovejas.

Pero, por fortuna, había acertado.

—Me alegra que pienses así —observó él—. ¡Es una gran injusticia, una traición para los de nuestra propia sangre, y deberían matar a los que cometen semejantes atrocidades!

Habló con una violencia que pareció estallar contra las paredes del comedor.

Durante los siguientes diez minutos se refirió a los sufrimientos de los habitantes de las tierras altas, quienes, desarraigados del mundo que les era familiar, habían sido trasladados a Canadá y a otras partes del mundo sin proveerlos con antelación de las instalaciones debidas.

—No esperaba encontrar mucha comprensión entre los habitantes del sur —concluyó por fin—, pero debía haber sabido que tu esposo, como buen McCraig, te habría hecho notar las iniquidades que se están cometiendo en el norte del país.

Sonrió a su sobrino nieto y todo terminó en una atmósfera de bienestar y buen humor.

El carruaje del duque llevó al viejo McCraig, con Constance y Alister, a la cámara de los comunes y desde allí se arregló todo para que los jóvenes visitaran la galería Strangers.

Tuvieron que esperar cerca de una hora hasta que les notificaron que McCraig había terminado su conferencia con el primer ministro.

El anciano jefe salió de las oficinas de mal humor, porque había descubierto que el honorable Henry Addington, que había sustituido al brillante William Pit, era un hombre de carácter débil, a quien costaba mucho trabajo tomar una decisión.

Era evidente que no estaba preparado para acceder a las reformas que McCraig solicitaba.

Pero, durante el camino de vuelta a la plaza Berkeley, Constance consiguió que el hombre cambiara de humor y éste permaneció en muy buena disposición hasta la hora de cambiarse para la cena.

La habitación que se le asignó a Constance a la casa Ravenstone era tan impresionante como los salones de abajo.

Su madre le había enseñado a apreciar los objetos delicados y hermosos.

No pudo evitar lanzar exclamaciones de gozo al contemplar los armarios franceses que estaban en su habitación, y deseó tener la oportunidad de inspeccionar más de cerca los exquisitos labrados de los muebles estilo Carlos II que adornaban el salón.

Dos doncellas la ayudaron a arreglarse para la cena y disfrutó del baño caliente que ellas prepararon frente al fuego y de las lujosas toallas, que emanaban un suave olor a la lavanda.

Pero de pronto se preguntó si su madre, de la misma manera de su padre, se habría enfadado al saber que ella era huésped del duque.

Era cierto que algo misterioso y terrible emanaba de su persona, pero resultaba difícil no sentir admiración por él.

No sólo se debía a su apuesta presencia, sino a su innegable distinción y a su altivo porte, lo cual le hacía contemplar al mundo como si le perteneciera.

Mientras se vestía, Constance pensó que la casa, y todo lo que contenía, constituía el marco más apropiado para el duque.

«¿Por qué escandaliza tanto a la gente?», se preguntó. «¿Y por qué papá dice que se comporta como un demonio?».

Los modales del duque eran impecables y ella comprendió que estaba tratando de evitar, por todos los medios a su alcance, que se sintiera ansiosa y turbada ante las preguntas de McCraig.

Comprendía que se portaba así por su propio interés, pero no podía dejar de pensar que estaba siendo extremadamente amable y considerado con ella.

Cuando Constance bajó por la escalera, agarrándose con fuerza del pasamanos labrado, se sintió muy emocionada ante la idea de pasar una velada con el duque.

Llevaba puesto uno de los vestidos de noche de su madre porque había pensado que la hacía parecer de más edad.

Era de un color azul intenso que hacía resaltar aún el tono de sus ojos.

Bajo la suave gasa y el tul que entallaba el corpiño había pequeñas chispitas de diamantes bordados.

Era el tipo de vestido más apropiado para lucir en un baile en una recepción y, no obstante, sólo Beau Bardsley lo había visto.

—¿Por qué te compras esos vestidos, mamá, si nunca sales de noche y sólo los usas para cenar con papá? —le había preguntado Constance a su madre.

La respuesta se retrasó un instante, pero fue elocuente:

—Es difícil de explicar, hija mía, pero tu padre conoce todos los días a muchas mujeres muy hermosas; no sólo en el teatro, sino cuando le invitan a las casas de la nobleza.

Hizo una pausa para exhalar un profundo suspiro.

—A mí no me incluyen en las invitaciones, pero deseo que él me vea a solas lo mejor posible, como me vería si pudiera acompañarle.

Sus palabras habían sido pronunciadas con un tono patético y Constance había dicho rápidamente:

—Siempre estás muy hermosa; mamá, no importa lo que te pongas. Papá no se cansa de decir que, para él, tú eres la mujer más hermosa del mundo.

—Quiero que piense siempre así —había respondido la señora Bardsley—, y es por eso por lo que me arreglo para complacerle.

Constance había comprendido esas razones, pero como casi siempre estaban escasos de dinero, su madre no estrenaba tan a menudo como hubiera deseado.

Sin embargo, había cuidado con tanto esmero los vestidos, que ahora Constance tenía un variado surtido dónde elegir.

Cuando la muchacha entró en el salón, comprendió que había escogido correctamente.

Los tres hombres la estaban esperando junto a la chimenea y, mientras avanzaba para reunirse con ellos, Constance no pudo resistir la tentación de buscar la mirada del duque.

La expresión que asomó a los ojos de su señoría era la que ansiaba ver.

La conversación durante la cena resultó más interesante que la comida.

El viejo McCraig habló de las dificultades de las tierras altas y el duque informó de los acontecimientos más recientes del mundo deportivo.

Constance escuchó con mucha atención y con los ojos muy abiertos a todo cuanto se decía, y la dejaron tomar parte en la conversación.

Además, le explicaron con sumo gusto lo que no acercaba a comprender.

Cuando terminaron de servir la cena, miró al duque un poco intranquila y le preguntó:

—¿Debo retirarme… mientras les sirven el oporto?

Su madre le había enseñado que lo correcto era dejar solos a los caballeros al final de la cena, y el duque le sonrió, aprobando su conducta.

Cuando ellos se pusieron de pie mientras la muchacha salía, el duque dijo:

—No tardaremos.

Constance salió del comedor y se dirigió hacia el salón.

Un lacayo le abrió la puerta y, tan pronto como estuvo sola, se dedicó a examinar los tesoros que contenía la habitación.

Había tantos objetos que ver y que admirar que se sorprendió cuando entraron los caballeros.

Tenía entre sus manos el retrato de una bella mujer, una miniatura que había que había encontrado entre una colección de cajitas de rapé, cuando se volvió a oír el ruido de la puerta.

El duque se acercó a ella.

—Veo que está admirando una de mis miniaturas —le dijo—. Tengo una extensa colección en otro salón.

—Estoy segura de que ésta fue pintada por Richard Conway.

—Es un retrato de mi madre.

—¡Oh, qué extraño! —exclamó Constance—. Él también pintó a la mía.

Cuando pronunció esas palabras temió haber cometido una equivocación, pero McCraig estaba junto a la chimenea, hablando con su sobrino nieto.

—Ésa es otra de las cosas que tenemos en común —comentó el duque en voz baja.

—¿Otra? —preguntó Constance.

—Existen muchas. Ambos, por ejemplo, amamos la belleza.

—Sí, sí, claro.

Constance no se explicaba la razón, pero no podía hablar con naturalidad cuando él estaba tan cerca.

El tono de su voz la hacía vibrar de la misma forma en que respondía el auditorio del teatro a la voz de su padre.

Como se sintió turbada, dejó la miniatura en su lugar y se dirigió hacia la chimenea.

McCraig la miró por debajo de sus espesas cejas y le dijo:

—Estaba pensando que has sido muy amable al escuchar con tanta atención la conversación de este viejo. Mañana tienes que hablarme de ti.

—Lo que usted ha dicho, señor, me ha parecido muy interesante —contestó Constance—. Y, en comparación, todo lo que yo pueda contarle le parecerá insignificante.

McCraig sonrió.

—Eres demasiado modesta —contestó—. Pero, ya hemos hablado mucho esta noche. Estoy seguro de que me perdonaréis si me voy a la cama. Suelo levantarme temprano y he tenido un viaje muy largo.

—Comprendo que esté cansado, señor —dijo Alister.

El anciano se volvió hacia el duque.

—Buenas noches, Ravenstone. Estoy disfrutando de su hospitalidad y se lo agradezco mucho.

—Ha sido un placer —replicó el duque.

Después tocó a Constance en el hombro y le sonrió.

—Espero con ansiedad nuestra conversación de mañana.

Atravesó el salón con los hombros erguidos y la cabeza levantada y Alister le escoltó hasta arriba por la escalera.

El duque y Constance se quedaron solos.

—Se ha portado con él de una forma muy inteligente —observó el duque.

—Creo que es un anciano encantador y su conversación es muy interesante.

—¿Le han parecido amenos sus cuentos sobre Escocia? ¿O su entusiasmo ha sido sólo parte de su representación?

—¡Por supuesto que me han interesado! —contestó Constance indignada—. ¿A quién podrían parecer aburridos?

—¿Y también ha disfrutado de su visita a la cámara de los comunes?

—¡Ha sido muy emocionante! Siempre me había imaginado cómo sería, pero el ver a los miembros sentados en su bancos y escuchar sus discursos ha sido muy distinto a lo que esperaba.

—¿Diferente?

—Lo hacían con tanta… naturalidad, tan a la ligera —explicó Constance tratando de encontrar la palabra correcta—. Reclinados en sus asientos, con los pies hacia arriba, los sombreros calados hasta los ojos y, ¡la mitad de ellos no parecían estar escuchando lo que se discutía!

—Ésa es la forma en que nos gobiernan —comentó el duque sonriendo.

—Tal vez sea así como debe ser la democracia. Nada reglamentado, sino con sencillez, hasta que algo que valga la pena los ponga en pie de guerra.

El duque la miró sorprendido, pero antes de que pudiera replicar, Alister volvió:

—¡Ha estado usted magnífica! —exclamó—. Tiene al viejo comiendo de su mano. ¡Nunca pensé que una mujer pudiera ser tan inteligente!

Ese entusiasmo, sin embargo, ofendía a Constance. Se volvió para mirar las llamas, sintiendo que Alister la hacía aparecer como una tramposa.

—¿Cuáles son los planes para mañana? —preguntó el duque.

—Mañana por la mañana habrá un desfile militar en Hyde Park y él desea asistir —explicó Alister—. Creo que va a participar uno de los regimientos escoceses. Y, por la tarde, quiere visitar los jardines de Kew.

El duque rió.

—Veo que pasarás un día divertido y alegre.

—¿Y yo debo ir con ustedes? —preguntó Constance.

—Me temo que sí —contestó Alister.

—¡Oh, cuanto me alegro! Parece muy emocionante, y yo nunca he visto un desfile militar.

—Trataré de que os coloquen en las gradas principales —dijo el duque.

—¿No vendrá con nosotros? —preguntó Constance—. ¡Qué pena!

—Es muy lamentable, pero tengo un compromiso —replicó el duque con un brillo de malicia en sus ojos.

—¡Por favor, ven con nosotros por la tarde, tío Ivell! —suplicó Alister—. Sabes mucho acerca de jardines y puedes hablar de lo hermosos que son los de Ravenstone y yo, en cambio, no puedo diferenciar una flor de otra.

—Entonces tendré que sacrificarme. ¿Quieres informar al capitán Graham de lo que pensamos hacer, para que mañana tenga los carruajes preparados y consiga los asientos para el desfile militar?

—Se lo diré enseguida —convino Alister—. ¿No se habrá ido ya a la cama?

—El capitán Graham nunca duerme —contestó el duque y su sobrino rió.

—Estoy seguro de que es cierto. ¿Quién, sino un superhombre, podría lograr que todo marchara a la perfección?

Alister salió del salón y el duque explicó a Constance:

—El capitán Graham es mi secretario y administrador. Él puede conseguir todo lo que uno desee y necesite y, si es necesario, ¡puede organizar un viaje a la luna en sólo media hora!

—No me gustaría conocer la luna —dijo Constance—. Parece un sitio frío y vacío. ¡Creo que sería más emocionante visitar una de las centelleantes estrellas!

—Eso es lo que ha sido usted toda la noche. Una estrella centelleante. ¿Tengo que repetirle que ha estado maravillosa?

Ella bajó los ojos ante el cumplido y dijo titubeante:

—Creo, su señoría, que ya es hora… de irme a dormir.

—¿Tan temprano? ¿No le gustaría bailar, o disfrutar de alguna de las diversiones que abundan en Londres?

—Por supuesto que no —respondió rápidamente Constance, pensando en lo horrorizado que se sentiría su padre si se enterara—. Su señoría debe comprender que, al igual que su anfitrión, yo también estoy cansada.

—¿No le gusta bailar?

Constance iba a contestar que nunca había asistido a un baile, pero después recordó que eso no era compatible con la vida de la actriz que se suponía que era.

—A veces, es agradable.

—¿No le gustaría bailar conmigo o con Alister? —insistió él.

—Su señoría, creo que sería un error exhibirme en público con el McCraig, ya que mucha gente sabe que es un hombre casado.

El duque sonrió. Era evidente que pensaba que aquella observación era una simple excusa para rechazar su invitación.

—Es usted una persona muy extraña —le respondió con lentitud—, y soy absolutamente sincero al afirmar que nunca he conocido a nadie que se le parezca.

Constance levantó la cabeza para ver si se estaba burlando de ella. Se dio cuenta de que le resultaba imposible apartar la vista de su cara.

—Dígame la verdad —insistió el duque—. ¿Le agrada la idea de ver el desfile mañana y recorrer los jardines Kew?

—Tengo especial interés en volver a ver los jardines —contestó Constance—, no he estado allí desde…

En ese momento se detuvo. Iba a decir que no había estado allí desde la muerte de su madre, pero consideró que no debía proporcionar ninguna información sobre su persona. No tuvo en cuenta, sin embargo, lo expresivos que eran sus ojos.

—No ha estado allí desde que la acompañó alguien que significaba mucho para usted —añadió el duque.

Constance no respondió. La aguda percepción del duque la desconcertaba.

—¿Quién era esa persona? —preguntó el duque con un tono de voz que ella no pudo descifrar.

Constance se sintió obligada a responder:

—Mi madre.

—¿Ha muerto?

—Sí, murió hace dos años.

—¿Y la quería mucho?

—Más de lo que podría expresar con palabras.

—Pero todavía le quedan otros miembros de su familia.

—Sí.

Constance se sintió turbada por ese interrogatorio y miró esperanzada hacia la puerta, pero no había señales de Alister McCraig.

—¿Puedo retirarme, su señoría?

—¿Está tratando de escapar de mí o de mis preguntas?

—Tal vez de ambas cosas, su señoría.

—¿Pero ya no le inspiro tanto temor como cuando llegó?

Ella le miró sorprendida. Había abrigado la esperanza de que él no hubiera adivinado su temor.

Inesperadamente, él le sonrió.

—Todavía estoy asustada, su señoría, pero ahora siento que mis piernas pueden sostenerme y que mi corazón ya no late tan violentamente.

Él se rió ante su sinceridad.

—La pregunta que me gustaría hacerle —dijo después de una pausa—, es si juzga a las personas por lo que ha oído decir de ellas o si confía en su instinto al verlas por primera vez.

Constance trató de encontrar las palabras apropiadas para contestarle, pero, en ese momento, Alister entró en el salón.

—Ya está arreglado —dijo—, y ahora, tío Ivell, si me perdonas, volveré al lado de Kitty. Le he dicho que tenía que discutir contigo unos asuntos financieros. Ella sabe que me iba a quedar a cenar, pero no espera que me quede a pasar la noche aquí.

—Está bien, Alister —contestó el duque—, pero trata de estar de vuelta a tiempo para desayunar con tu tío abuelo.

—Llegaré a tiempo, te lo prometo. No deseo estropear la excelente impresión que le ha dejado nuestra brillante actriz.

De nuevo Constance sintió que esas palabras la menospreciaban.

Hizo una profunda reverencia al duque, pero no tan respetuosa a su supuesto marido.

—Buenas noches, su señoría. Buenas noches, señor McCraig —dijo.

Y salió rápidamente del salón, antes de que nadie pudiera acompañarla.

Cuando se dirigía hacia la fiesta a la que había temido no poder asistir, el duque reflexionó sobre lo simple y perfecta que estaba resultando la comedia que había organizado con tanto esmero.

Había temido mil dificultades cuando McCraig conociera a la supuesta esposa de su sobrino, pero no cabía la menor duda de que Constance había hecho desaparecer toda la animosidad que él hubiera podido tener en un principio.

Constance, si es que en realidad estaba actuando, había resultado ser la actriz más asombrosa que había conocido.

El duque había pedido a Beau Bardsley que le enviara a una dama y él había cumplido sus deseos a la perfección.

Todo en ella revelaba una buena crianza, y su distinción se reflejaba no sólo en sus exquisitos rasgos, sino en sus largos dedos, en su pequeño pie y en cada palabra que pronunciaba.

No hablaba con el afectado acento de una dama de alta sociedad, como el que se oía en los escenarios, ni necesitaba elegir sus frases.

Era tan natural como una flor y eso era, precisamente, lo que ella parecía. Tenía la pureza de un lirio, de un capullo de rosa y tal vez de las campanillas que perfumaban los jardines de Ravenstone en la primavera.

«¡Dios mío, me estoy poniendo sentimental!», pensó el duque y trató de concentrar sus pensamientos en Mary Ann Clarke.

Al desaparecer la pasión que le había inspirado, el duque se la había presentado a su alteza real.

Mary Ann, a los veintisiete años, no era sólo extremadamente atractiva, sino que amaba la vida y rebosaba alegría.

—Si hay alguien que pueda conseguir que su alteza real se olvide de su frígida esposa alemana, de sus obligaciones con el ejército y de sus dificultades financieras, ésa es la señora Clarke —había comentado un alto oficial del ejército.

Su real protector la había instalado en una gran mansión en Gloucester Place con veinte criados a su servicio, incluyendo tres cocineros y tres chefs de cocina, y Mary Ann se estaba aprovechando al máximo de su nueva posición.

En sus sonadas fiestas, proporcionaba a los caballeros elegantes de St. James hermosas chicas y hacía cometer grandes excesos a su real protector.

Era costumbre que todos los caballeros elegantes tuvieran una amante y, a pesar de su rigidez moral, la corte de Buckingham era hipócrita y promiscua.

Aunque las alegres fiestas a las que asistía el príncipe de Gales y los amigos de que se rodeaba daban pie a una gran oleada de críticas, lo que ocurría en la casa Carlton era un pálido reflejo de las orgías que tenían lugar en otras casas de la nobleza.

Un buen número de los amigos íntimos de su alteza real estarían esa noche en casa de Mary Ann. Esto incluiría a los más notables duques de Inglaterra, Queensbury y Norfolk, ambos conocidos bebedores y libertinos.

Sir John Wade, una extraordinaria y controvertida figura, cuya fortuna procedía de una cervecería, sería, sin duda alguna, otro de los invitados.

Recordando a las fascinadoras mujeres con quienes se había divertido antes de cansarse de ellas, el duque pensó en Fanny Norton.

Era la hija de una modista de Southampton y después de disfrutar de la protección de una larga lista de personalidades, incluyendo a Sheridan y al mismo duque, el coronel Harvey Aston, distinguido miembro del club de cazadores, la había vendido por quinientas guineas al conde de Marrymore una vez que había tenido serias dificultades económicas.

El conde era uno de los hombres más depravados de Londres y mucha gente le conocía como «La puerta del Infierno», debido a su irascible carácter.

El duque recordaba cómo Fanny había sido conducida atada con una cuerda de seda al comedor del coronel Aston, antes de comenzar una cena de hombres solos entre los que se encontraba el conde de Barrymore.

Llevaba puesto únicamente una bata transparente con el fin de dar a su señoría la oportunidad de apreciar lo que se iba a llevar a cambio de su dinero.

La práctica de comprar una amante se había puesto de moda.

Cuando era joven, el duque de York había comprado a una de sus primeras amantes, la hija de un jugador, por quinientas guineas.

Lord Harvey había tenido como amante a una pequeña criatura que parecía una muñeca, sin embargo, no había dudado en vendérsela al primer ministro por una generosa suma.

«¡Gracias a Dios que nunca he necesitado comprar a una mujer!», pensó el duque mientras su carruaje atravesaba Gloucester Place.

No podía negar que todas corrían a sus brazos incluso antes de que él mostrara el más leve interés por ellas.

Todas sabían que era extremadamente generoso con las mujeres que tomaba bajo su protección, pero, por desgracia, tenía fama de cansarse rápidamente de ellas y más de una seductora dama se había encontrado, en muy breve tiempo, en la necesidad de buscarse otro protector.

El carruaje cruzaba la calle de Oxford y, al mirar por la ventanilla, el duque vio a un hombre vendiendo un periódico que gozaba de gran éxito entre aquellos que no podían permitirse el lujo de mantener a una amante.

Se llamaba «Guía Londinense de los Traficantes de Prostitutas» y contenía direcciones de las casas de placer y descripciones de las mujeres conocidas como «Las Monjas de Cowens Garden».

También había un buen número de mujeres, algunas de ellas muy jóvenes, casi unas niñas que trabajaban en la calle, situadas de pie, junto a los faroles, los cuales iluminaban con gran efectividad los cruces más concurridos.

Se pintaban mucho los ojos y se daban un llamativo carmín en los labios para llamar descaradamente la atención de los transeúntes.

Mientras el carruaje continuaba su camino, el duque tuvo la súbita sensación de que no deseaba disfrutar del tipo de entretenimiento que le esperaba en Gloucester Place.

Le causó hastío pensar en las exuberantes formas de Mary Ann Clarke y en la fingida alegría de las chicas que ella habría elegido con sumo cuidado.

El duque se inclinó y dio unos golpes con la empuñadura de oro de su bastón sobre la parte trasera del pescante del cochero.

Los caballos se detuvieron y un lacayo se bajó para abrir la puerta.

—¡Al club White! —ordenó el duque.

Cuando los caballos dieron la vuelta y empezaron a desandar el camino, el duque se dijo asombrado:

—¡Oh, Dios! ¡Debo de estar volviéndome viejo!

La tarde fue tan espléndida como lo había sido la mañana, pues el aire era demasiado cálido para el mes de octubre. Constance no se había puesto su capa sino una chaqueta que resaltaba su esbelta figura.

El desfile militar de la mañana le pareció tan emocionante como esperaba, y cuando el regimiento escocés pasó por delante de ellos, precedido por la banda de gaitas, sus ojos brillaron excitados y se mostró tan entusiasmada que el viejo McCraig le dirigió una mirada de aprobación.

—Nunca pensé que los hombres pudieran tener un aspecto tan magnífico vistiendo la túnica escocesa —comentó al anciano cuando volvían a la plaza Berkeley.

—Tu esposo y tú tenéis que hacerme una visita al castillo de Craig, allí podréis escuchar a mis propios gaiteros —replicó McCraig.

Estas palabras cayeron sobre Constance como un cubo de agua fría. Ya casi había olvidado que no formaba parte de esa familia, y comprendió con tristeza que a ella nunca la invitarían al castillo y que, por lo tanto, nunca podría escuchar los gaiteros.

Como si presintiera su turbación, Alister dijo rápidamente:

—Recuerdo haber escuchado a tus gaiteros cuando era pequeño, tío. Cuando mis padres cenaban con vosotros, yo me levantaba de la cama para escucharlos mientras ellos daban vueltas alrededor de la mesa del comedor, y deseaba bajar.

—Bueno, ahora tienes edad suficiente para estar presente durante su actuación —replicó McCraig—, y cuando tengas un hijo, tendrás que contarle la historia de los McCraig y hablarle de la valentía con que luchaban en las batallas.

—Lo haré, tío —respondió Alister y sus palabras fueron sinceras.

McCraig miró a Constance.

—No quiero hacerte ruborizar —le dijo—, pero me gustaría ver a mi biznieto antes de morir.

Ella se sonrojó y se sintió aliviada cuando el carruaje se detuvo en la plaza Berkeley.

La comida fue ligera, comparada con la gran cantidad de guisos que se sirvieron en la cena, y Constance se preguntó si el duque debería su estilizada y atlética figura al hecho de que comía poco y hacía mucho ejercicio.

Alister le había dicho que el asunto que ocupaba al duque esa mañana no era importante, pero que él siempre montaba durante varias horas para entrenar a los caballos que sus mozos no podían manejar.

Después de comer, se dirigieron hacia los jardines Kew, pero esta vez, por sugerencia del duque, viajaron en dos faetones. El propio duque conducía uno de ellos y Alister el otro.

En ambos faetones iba tan sólo un lacayo en la parte de atrás, de modo que Constance se encontró prácticamente sola con el duque.

No pretendió engañarse fingiendo que era algo que no deseaba y disfrutaba.

La noche anterior, mientras repasaba en su mente los acontecimientos del día, se había dado cuenta de que lo que recordaba con más claridad eran sus conversaciones con el duque.

Cuando él estaba presente, le costaba mucho trabajo fijarse en otra persona, o prestar atención a una conversación en la que él no participara.

No podía entender la causa, aunque se decía que el duque tenía el mismo magnetismo que su padre, ese poder que arrastraba a la gente y la hechizaba.

Mientras se dirigían a los jardines, Constance pensó que nunca había brillado con más fuerza el sol, ni el día había sido más maravilloso.

—¿No siente frío? —preguntó el duque cuando los caballos empezaron a avanzar con más rapidez, después de haber dejado atrás el tráfico de Picadilly.

—Estoy bien —contestó Constance—. La temperatura es muy agradable.

Miró hacia el cielo y el duque aprovechó para admirar de soslayo el perfecto perfil y la larga línea de su cuello, antes de dedicar su atención a los caballos.

—Algún día —dijo él—, le enseñaré mis jardines en el campo. Los diseñó mi abuelo cuando reconstruyó la casa y empleó a los mejores jardineros de su tiempo.

—Déjeme adivinar quiénes fueron —respondió Constance—. Charles Bridgeman, William Kent y Capability Brown.

—Posee usted una gran cultura, señorita Wantage, ha acertado plenamente.

—¿Tiene algunos muebles diseñados por William Kent?

—Algunas mesas.

—¡Oh, cómo me gustaría verlas! —exclamó Constance.

—Me gustaría enseñárselas.

Se disponía a hacerle más preguntas sobre los muebles, cuando recordó que nunca tendría la oportunidad de ver sus jardines o su mobiliario. Al día siguiente, por la mañana, desaparecería de su vida de la misma forma intrascendente en que había empezado a formar parte de ella.

Su padre no debía saber nunca dónde había estado ni qué había hecho.

Ya había pensado en algunas historias para justificar la procedencia del dinero, que destinaría para pasar una temporada en el extranjero, y esperaba que el doctor Lesley la ayudara. Nanna también le había prometido que nunca revelaría que había estado ausente durante dos noches de la casa de Chelsea.

La fiel Nanna no sabía con exactitud dónde se encontraba; porque, aunque había insistido en que Constance le dejara apuntado la dirección, ella se la había metido en un sobre cerrado, haciéndola jurar que sólo lo abriría en caso de emergencia.

—Abrirás el sobre únicamente si papá se pone muy mal y el doctor Lesley te indica que mandes a buscarme —le había dicho.

—¡No me gustan todos estos secretos! —respondió Nanna muy enfadada—. Si tu madre nos está mirando desde el cielo, y Dios quiera que descanse en paz, pensará lo mismo que yo.

—Mamá querría que salváramos a papá —había repetido Constance por milésima.

Pero Nanna había seguido refunfuñando hasta el momento en que Constance había abandonado la casa.

«Lo único que importa es que papá se ponga bien», se dijo ahora, pero no pudo evitar que se le oprimiera el corazón al pensar que nunca más volvería a ver al duque, ni volvería a contemplar su apuesta cara o a escuchar su voz, cuyo tono tan especial le cortaba la respiración.

Constance había advertido que él la había mirado con admiración cuando había bajado al salón antes de la comida, después de haberse quitado el sombrero que se había puesto para el desfile militar.

Recordaba ahora que él se estaba tomando una copa de jerez con el viejo McCraig y ella había tenido que hacer un gran esfuerzo para atravesar el salón y dirigirse a ellos, aunque, por otra parte, debía reconocer que también había tenido que reprimir el impulso de correr hacia él.

—¿En qué está pensando? —le preguntó el duque interrumpiendo sus cavilaciones.

—Trataba de imaginarme su casa en el campo. ¿Es muy grande?

—Muy grande, muy impresionante y creo que muy bonita —contestó él riendo.

—Entonces debe serlo, porque su señoría tiene muy buen gusto.

Él se volvió con rapidez para mirarla, arqueando las cejas.

—¿He sido impertinente? —preguntó ella—. No he debido decir eso.

—¡Es un cumplido que acepto con gran placer!

Constance se quedó pensativa y después comentó:

—Pero le sorprende que una actriz pueda reconocer su buen gusto.

—No he dicho eso.

—Pero lo estaba pensando.

—La verdad es que tengo miedo de que lea mis pensamientos con tanta facilidad.

—Igual que yo cuando usted lee los míos.

—Usted tiene algo que ocultar y debo reconocer que ha tenido mucho éxito.

Se hizo el silencio entre los dos hasta que al final el duque dijo:

—Me gustaría que confiara en mí, aunque tenga muy pocos motivos para hacerlo.

—Deseo confiar en usted y odio tener secretos, es muy difícil.

—Tengo el presentimiento, aunque puedo estar equivocado, de que a usted le cuesta trabajo mentir.

—¡Nunca he dicho una mentira! —exclamó Constance—, excepto…

—¿Excepto en este momento?

Constance hizo un gesto con sus pequeñas manos.

—Por favor —suplicó—, está volviendo muy difícil esta situación… y yo estoy haciendo lo que me pidió.

—Y de una manera extraordinaria —observó el duque en voz baja—. Su actuación es tan perfecta que, no sólo estoy desconcertado y sorprendido, sino muy intrigado.

Constance dirigió la vista al frente, hacia la lejanía. El sol se reflejaba en los arneses de plata de los caballos y parecía brillar en sus ojos; ¿o era la presencia del hombre que estaba junto a ella lo que arrancaba esos destellos en su mirada?

Llegaron a los jardines Kew y Alister, que los seguía muy de cerca, detuvo sus caballos junto al faetón del duque.

Cuando empezaron a andar por los jardines se hizo evidente que el viejo McCraig poseía muchos conocimientos acerca de las plantas y los arbustos, en particular sobre las especies que se habían desarrollado en tiempos recientes.

Alister no pronunció una sola palabra y como el anciano escocés parecía preferir hablar con Constance, el duque también permaneció en silencio.

—Descubrir una nueva variedad de plantas es tan excitante, o tal vez más, que descubrir un nuevo planeta —dijo McCraig.

—Sin duda está usted pensando en Urano, señor —repuso Constance riendo—. He leído que ha sido descubierto por sir William Hershel, que fue músico antes de convertirse en astrónomo.

—¡Correcto! —exclamó McCraig, evidentemente encantado con los conocimientos de Constance—. Y supongo que también sabrás que fue David Douglas quien trajo el pino Douglas de la costa oeste de América.

—Me temo que siempre me han interesado más las flores, señor. Mi madre las amaba. Ella me contaba lo emocionada que se sintió cuando, siendo niña, vio por primera vez el lirio dorado, lycoris.

—Una hermosa tonalidad —contestó el anciano escocés—. Pero yo prefiero el color fucsia que fue introducido hace apenas unos cuantos años y el cual puedo cultivar en Escocia.

—Entiendo —contestó ella sonriendo.

Visitaron la pagoda china y recorrieron los jardines que la rodeaban, que resultaron de particular interés para McCraig.

—¿Qué sabes de los chinos? —preguntó McCraig.

—Sé que utilizan medicinas que han demostrado su eficacia a través de los siglos.

—¿Medicinas? —preguntó McCraig.

—Todas las flores y las plantas tienen propiedades medicinales.

—Me han dicho que los gitanos y algunos campesinos utilizan hierbas con fines curativos —intervino el duque—; pero ¿también pueden tener propiedades medicinales las flores corrientes?

Constance le sonrió.

—¡Por supuesto! Las rosas, por ejemplo, ayudan al hígado y al corazón y no sólo sirven para prevenir el dolor, sino para cicatrizar heridas internas.

—¡No lo sabía! —exclamó el duque.

—El lirio del valle es bueno para el reumatismo y la depresión y también para el cerebro.

—Eso me recuerda un buen número de conocidos que podrían utilizarlo —comentó el duque con aspereza.

—Eso me recuerda un buen número de conocidos que podrían utilizarlo —comentó el duque con aspereza.

—¿Has estudiado algo sobre estas cosas? —preguntó McCraig.

—A mi madre le interesaban mucho las flores y hierbas y fue ella quien me explicó todas estas cosas —contestó Constance con sencillez.

—Tu esposa tiene mucha más cultura de lo que podría esperarse de una joven de su edad —le dijo McCraig a Alister cuando volvían andando hacia donde los esperaban los faetones.

—¡Soy un hombre afortunado! —contestó él con ligereza.

—¡En efecto, muy afortunado! —replicó McCraig y su sinceridad era evidente.

Cuando emprendieron el camino de vuelta en el faetón, el duque le comentó a Constance:

—De nuevo no ha brindado una actuación, no sólo impecable, sino una de esas que hubiera hecho al auditorio aclamarla de pie.

—¡No ha sido una actuación!

—Me he dado cuenta de ello.

—Le estamos mintiendo solo en una cosa —dijo Constance—. Pero ¿está seguro de que no estamos haciendo nada indebido?

Le imploraba como una niña que necesitaba ser consolada y, después de un momento, el duque le aseguró.

—No creo que nadie considere indebido hacer feliz a un anciano caballero, gracias a tu compañía, o en desterrar sus temores en lo que concierne a su sobrino nieto.

—¿Y si llegara a descubrir la verdad?

—¡Eso es algo que no debe suceder! Alister cometió una equivocación casándose con esa mujer, pero no deseo que sea castigada para el resto de su vida.

—¿Pensaría lo mismo si se hubiera casado con cualquier actriz?

—Si se hubiera casado con alguien casado con alguien como usted yo estaría encantado, como lo está McCraig de que Alister haya encontrado a alguien tan excepcional.

—Pero, al mismo tiempo, usted considera que un hombre no debe contraer matrimonio con una persona de un nivel social más bajo que el suyo.

El duque meditó antes de responder.

—No menospreciaré su inteligencia negando que considero que un matrimonio debe efectuarse entre dos personas que han nacido en la misma posición social.

—Lo que usted quiere decir es que lo que importa es lo que un hombre es y no lo que ha hecho.

El duque recorrió un largo trecho con sus caballos antes de responder:

—Me está acorralando es una esquina de la que me es muy difícil salir. Lo que en realidad desea saber puede resumirse así; si un caballero como Beau Bardsley, y una dama como la que evidentemente es usted se dedican al teatro, ¿es eso acaso más importante que la clase social a la que pertenecen?

—Sí —respondió Constance en voz baja—, eso es lo que estoy tratando de decir.

—Depende de lo que le pidan a la vida —contestó el duque—. Si se sienten satisfechos por el aplauso de la multitud y sólo anhelan la fama y el éxito profesional, no puede tener ninguna importancia para ellos el hecho de que aquellos que se consideran importantes socialmente no los consideren iguales.

Constance no respondió y el duque añadió:

—Pero siempre me ha parecido que, para una mujer, ésa es una situación que sí tiene importancia.

Se volvió a mirarla antes de añadir:

—Ya le he preguntado en una ocasión si es que no hay algo más importante y más adecuado que pueda hacer en vez de ser actriz.