Capítulo 5

Mientras Constance se alejaba de Londres, le parecía increíble estar viajando con el duque rumbo a Leicershire.

Todos los arreglos pertinentes habían llevado consigo una excitación que ella no había conocido nunca.

¡Qué emocionante viajar con el duque en su faetón negro y amarillo, con un lacayo situado detrás de ellos que llevaba puesta la librea de los Ravenstone, al igual que los cuatro jinetes de la escolta con sus pelucas blancas y sus sombreros de terciopelo negro!

Alister los seguía en su propio faetón, aunque su tiro de cuatro caballos no era tan magnífico como el del duque.

Detrás de ellos venía la carroza de viaje del duque; donde iba Nanna sentada muy erguida y con aire de desaprobación.

En realidad, la anciana había hecho todo lo posible para impedir que se realizara ese viaje.

Cuando Nanna llegó a la casa y descubrió al duque con Constance, éste no había podido evitar que un sentimiento de culpabilidad se apoderara de él, y, precipitadamente, se había puesto de pie.

—Debo marcharme —le había dicho a Constance—. Tengo que decir a Alister que la he encontrado y disponer todo lo necesario para que podamos marcharnos mañana. Volveré por la tarde para comunicarle nuestros planes.

Cuando el duque se marchó, Constance tuvo que soportar un aluvión de protestas.

Al decidirse a ir a la casa Ravenstone, había tenido la esperanza de que Nanna no hubiera oído hablar del duque. Pero la actitud que adoptó cuando le vio con ella le indicaron claramente que conocía muy bien su reputación.

—¿Qué está haciendo aquí ese depravado? —le había preguntado enfadada—. No se hubiera atrevido a cruzar el umbral de la puerta cuando tu padre vivía.

—Es el duque de Ravenstone, Nanna —le había explicado Constance.

—Sé muy bien quién es. El lacayo me ha dicho a quién pertenecía el faetón que estaba frente a nuestra puerta. ¡No volverás a verle! ¿Me oyes, Constance? No tienes nada que ver con él.

—Eso es imposible, Nanna.

—¿Por qué es imposible?

Titubeando, porque intentaba elegir sus palabras con sumo cuidado, Constance contó a la anciana que había sido el duque quien le había pagado quinientas guineas por ocupar el lugar de la esposa de su sobrino y que el dinero que se había ingresado en la cuenta de Beau Bardsley era suyo.

—¡Se lo devolverás en el acto! —dijo Nanna—. Su dinero está manchado y ninguna persona decente lo tocaría.

—Tampoco será muy decente que nos muramos de hambre —observó Constance.

—No se puede jugar con brea sin mancharse —replicó Nanna—. No podría comer ni un solo bocado sabiendo que proviene de un hombre que es una deshonra para su nombre y su familia.

Constance no supo qué responder y Nanna continuó diciendo:

—Muchas veces he oído a tu padre hablar de él. No es una persona con la que debas hablar y mucho menos relacionarte.

—Ya es demasiado tarde para eso, Nanna —había respondido Constance con voz cansada—. Ya le he conocido y tengo que ayudarle.

—¡Antes tendrás que pasar sobre mi cadáver!

—Su señoría siempre ha sido cortés y considerado conmigo.

—¿Y qué estaba diciendo cuando yo entré en el salón? Te estaba hablando de una forma que un caballero digno de ese nombre nunca se hubiera atrevido a utilizar para dirigirse a una dama sola; una joven que sabe tanto de la maldad del mundo como un gatito recién nacido.

Nanna siguió protestando hasta que por fin dijo:

—¡No irás a Leicester con el duque, y ésa es mi última palabra! Dónde vas a ir es a conocer a tus abuelos.

—¿Mis abuelos? —había preguntado Constance sorprendida.

—Lo he pensado —insistió Nanna—, y lo único que puedes hacer es volver al lugar al que perteneces.

—¿Quieres decir los padres de mamá, o los de papá?

—Creo que Canon Bardsley está muerto; pero hace dos años, sir Harvey Winslow, tu abuelo materno, estaba vivo. Vi su nombre en los periódicos.

—Pero él juró que nunca volvería a hablar con mamá después de que huyera con papá. Ella misma me lo dijo.

—Eso fue dicho en un momento de ofuscación y, a menos que tu abuela haya cambiado mucho con los años, se alegrará enormemente de verte.

—Si no deseaban ver a mamá, tampoco desearán conocerme.

—Tal vez no sepan que existes; pero, cuando te vean, estoy segura de que te recibirán con los brazos abiertos como a su nieta.

—¡Es inútil discutirlo, Nanna! No iré a rogarles.

—Me pondré en contacto con ellos —había asegurado Nanna—, y nada de lo que digas lo evitará. Sé qué es lo que debo hacer. Cualquier cosa sería mejor que mezclarse con ese malvado y sus enredos.

—¿Qué ha hecho el duque que te disgusta tanto?

—He oído cosas terribles de él. Tu padre nunca aprobó su comportamiento y tu madre me contó indignada cómo se portó con la pobre señorita Minnie Graham.

—¿Era la actriz que trabajaba con papá? —preguntó Constance con voz apenas audible.

—Era una criatura encantadora, pero la empujaron el mal camino, como a tantas otras, y luego ya no hubo salvación posible para ella.

—¿Qué le pasó?

—Cuando el duque se cansó de ella, Minnie se buscó otro caballero que le pagara sus gastos —dijo Nanna con desdén—. La última vez que tu padre la mencionó, estaba representado un papel principal en Birmingham.

Nanna había lanzado una especie de resoplido, como solía hacer cuando estaba disgustada.

—No importa lo que el duque haya hecho en el pasado —aseguró Constance—. Tengo que ir con él mañana. No puedo fallarle y arruinar la vida del señor McCraig, o disgustar a su tío abuelo.

—¡No tenías por qué mezclarte en sus asuntos! ¡Nunca había oído hablar de semejante embrollo, y no sé qué es lo que diría tu madre!

—Tengo que ir, Nanna.

—Hablaré con su señoría cuando vuelva —dijo Nanna con voz severa y ésa fue la única respuesta que Constance obtuvo.

Pero el duque consiguió lo que deseaba.

Nanna le pidió que la acompañara al comedor y estuvieron hablando largo rato con la puerta cerrada, mientras Constance esperaba en la salita, temerosa del resultado de esa conversación.

¿Qué pensaría el duque al ver que una criada le hablaba con un tono tan autoritario?

Si le ofendía, pensó Constance, podía salir de la casa sin despedirse siquiera de ella.

Se sentía desconcertada por el conflicto que estaba teniendo lugar. Comprendía muy bien lo que Nanna pensaba y sabía bien que su rechazo hacia el duque era el mismo que había sentido su padre.

Pero ¿cómo podría hacerle entender a Nanna que él se había comportado con ella de una forma muy diferente?

Entre ellos, se dijo, existía un sentimiento que contradecía su reputación y la forma en que la gente le condenaba.

Entonces pensó que tal vez se engañara. ¿Qué sabía ella de los hombres, y sobre todo de alguien tan importante como el duque?

¿Existía tal vez una ley para los aristócratas y otra para la gente común? ¿Y no habría sido quizás su padre demasiado estricto en sus juicios debido a su severa educación religiosa?

Era muy difícil descubrir la verdad y más aún obrar con justicia. Tenía que admitir que la conducta del duque debía haber sido muy licenciosa, pues de lo contrario su mala reputación nunca hubiera llegado a oídos de sus padres.

Pero sin tener en cuenta la conducta de su señoría, Constance se dijo que tenía una deuda de honor y que debía terminar lo que él había llamado su pequeña comedia, en la cual ella había intervenido activamente a favor de Alister McCraig.

Si todo se descubría, si su tío abuelo comprobaba que estaba casado con la clase de actriz que había supuesto, las cosas serían peores que si le hubiera dicho la verdad desde un principio.

«¡Estoy metida en este asunto! ¡Tengo que ayudarle!», se dijo Constance, mientras se preguntaba cuánto tiempo más tardarían Nanna y el duque de hablar en el comedor.

Por fin la puerta del saloncito se abrió. Él se quedó de pie en el umbral, sin cerrar la puerta, y Constance vio a Nanna esperar en el vestíbulo.

—Todo está arreglado —le dijo él—, y sólo ha habido un pequeño cambio en nuestros planes.

—¿De qué se trata? —preguntó Constance con evidente nerviosismo.

—Como el conde de Glencairn no es hombre de mi predilección, he enviado un lacayo a Leicester para preguntar si McCraig me honraría con su presencia en mi propia casa. No está lejos de donde él se hospeda, apenas a unos siete kilómetros, y creo que será más conveniente para todos nosotros que no haya extraños.

—Lo comprendo —había contestado Constance, recordando que tenía que fingir ser la esposa de Alister.

—Entonces todo está en orden, y pasaré a recogerla a las nueve y media, si puede estar lista a esa hora.

—Estaré lista —prometió Constance con alivio, porque Nanna no había podido evitar que acompañara al duque.

No habían tenido la oportunidad de conversar en privado, y ahora que estaban solos en el faetón, ella le preguntó:

—¿No está… enfadado?

—¿Enfadado? ¿Por qué habría de estarlo?

—Pensaba que tal vez Nanna fue muy severa con usted ayer, y que podría estar disgustado por eso.

El duque sonrió.

—No fue severa; sólo se mantuvo firme, como todas las nodrizas. Me sentí como si hubiera vuelto a la infancia y me estuvieran reprimiendo por mi mal comportamiento.

—Eso es lo que me temía —comentó en voz baja.

—Y lo que me merecía. Ella no aprueba que usted haya tomado parte en mis deshonestos líos.

Sin poderlo evitar, Constance rió.

—Nanna está muy impresionada. Nunca me ha permitido decir una mentira.

—Y ha hecho muy bien.

Él le estaba ocultando algo y ella le miró con aprensión. Sentía como si una barrera se hubiera interpuesto entre ellos, aunque no podía precisar su naturaleza y tampoco podía expresar sus sentimientos con palabras.

El duque se portaba de una forma cortés y encantadora, pero reservada; aunque, cuando estaban comiendo en el salón privado de una posada, le dirigió una mirada que aumentó su turbación.

Alister se había adelantado para encontrarse con un amigo en Northampton y Constance temió que Nanna insistiera en acompañarlos. Pero, sin replicar, había comido con el ayuda de cámara en el comedor de la posada.

Habían viajado a buena velocidad durante bastantes kilómetros y Constance tenía hambre.

Por primera vez desde que su padre murió, sentía que el sufrimiento que la había envuelto como una espesa niebla empezaba a disiparse y volvía a ver la luz del sol.

Había creído que nunca volvería a ver al duque y ahora estaba junto a él. Podía oír su voz y sentir su presencia, lo cual aumentaba su dicha a cada instante.

Se había quitado su capa de viaje con la capucha adornada de piel que enmarcaba su cara y, mientras comían, su pelo resaltaba contra el oscuro color de la madera en la pared.

Cuando terminaron de comer y los criados salieron de la habitación, ella alzó sus azules ojos, que en ese momento se habían oscurecido, para mirar al duque.

—Creía que no volvería a verle —dijo en voz baja.

—Era decisión suya, no mía.

—Sabía que papá se enfadaría por lo que hice, pero era el único medio de poder llevarle a Italia.

Ella pensaba que el duque querría volver a discutir aquel asunto con ella, o tal vez decirle lo mucho que le había preocupado la idea de perderla; pero, para su sorpresa, él se levantó de la mesa, diciendo:

—Si ha terminado, creo que es mejor que continuemos nuestro camino.

En su voz vibraba cierta aspereza y ella no comprendía por qué evitaba su mirada.

—¿Ocurre algo malo?

—¿Por qué pregunta eso?

—Algo ha cambiado en usted. Debe haber sido algo que Nanna le dijo. Por favor, no le preste atención. Nunca he creído lo que se decía de usted.

—¿Nunca lo ha creído? —repitió el duque—. ¿Qué es lo que le han dicho de mí?

Constance cerró los ojos de desesperación con las manos.

—Nada en concreto. Lo que pasa es que papá no aprobaba algunas de las cosas que usted ha hecho.

El duque se acercó al fuego y contempló los leños, dando la espalda a Constance.

—Su padre tenía razón —le dijo—. Y estoy seguro de que todo lo que ha oído decir acerca de mí es verdad. Vamos, todavía tenemos mucho que andar antes de que oscurezca.

Constance no pudo hacer otra cosa que ponerse la capa y seguir el duque hasta donde esperaba el faetón.

Habían enganchado un tiro nuevo de caballos que pertenecían el duque y que siempre estaba listo en el camino de Leicester por si los necesitaba.

Nanna también estaba esperando que Constance subiera al faetón.

—Si hace frío o empieza a llover —le dijo—, viajarás conmigo. No quiero que cojas un resfriado.

—Voy muy bien, Nanna, gracias, y el faetón tiene una capota que puede levantarse en caso necesario.

Nanna apretó los labios, y Constance subió rápidamente al vehículo para que no pudiera seguir discutiendo.

En cierto modo, deseaba que Nanna no la hubiera acompañado, pero, por otra parte, lo correcto era que una dama viajara con una doncella.

«Pero yo no soy una dama», pensó con tristeza. «Soy sólo la hija de un actor representando una comedia, y me siento más infeliz que nunca porque estoy enamorada».

Se sentía muy desgraciada en esos momentos porque la actitud del duque le hacía pensar que se había interpuesto una barrera entre ellos.

Y sin embargo, cuando él le sonreía o le hablaba con esa voz grave tan suya, sentía que el corazón le daba un vuelco y que todos los pájaros cantaban en el cielo.

«¡Le amo!», se dijo Constance mientras continuaban su camino.

Se sentía muy excitada cuando su hombro rozaba el brazo de él y cada vez que él volvía la cabeza y sus miradas se encontraban.

Entonces parecía que no tenía la menor importancia lo que él dijera o cómo se comportara. El sentimiento que los unía estaba allí, y aunque él ejerciera un rígido control sobre todo su cuerpo, no podía controlar la expresión de sus ojos.

—¿Cuánto tiempo estaremos en su casa? —preguntó ella.

Trataba de hablar de un modo natural para no revelar su ansiedad.

—Tengo el presentimiento de que McCraig no deseará quedarse mucho tiempo después que haya redactado su testamento. Ya es un anciano y deseará todo el tiempo posible con su clan antes de morir.

—¿Está enfermo?

—No, creo que sólo se trata de una indisposición debido al largo viaje —replicó el duque—, pero ha sido una ventaja para Alister.

—¿Cuándo se nos unirá el señor McCraig?

—Dijo que nos esperaría al otro lado de Northampton.

Unos cuantos kilómetros más adelante vieron a Alister McCraig en su faetón, esperándolos en un cruce de caminos.

No redujeron la velocidad. Se limitaron a saludarse con la mano y Alister se colocó detrás de ellos.

—¿Siempre viaja con tanto lujo? —preguntó Constance al duque mirando a los jinetes de la escolte y admirando su elegancia.

—Me alegra ir prevenido contra los posibles asaltos de los bandidos, y me gusta también la comodidad. Y si nos viéramos obligados a detenernos y hospedarnos en alguna incómoda posada, uno de mis criados es un excelente cocinero y los demás pueden atenderme con una misma eficacia que mi ayuda de cámara.

—Supongo que esto es lo que espera un duque —reflexionó Constance, recordando que en su casa de Chelsea nunca habían podido emplear a más de una criada para ayudar a Nanna.

—No hay ninguna virtud en la comodidad —observó el duque—; pero, igual que el dinero, hace la vida más fácil. Gracias a usted, Alister vivirá con una comodidad insospechada.

—Ha sido muy considerado al preocuparse por su sobrino.

—No debe encontrar en mí virtudes que no poseo —replicó el duque—. Y, además, la culpa de que Alister haya estado a punto de perder su herencia es mía.

—¿Cómo puede ser eso?

—Yo le presenté a Kitty Varden.

—¿Pero no esperaba que se casara con ella?

—¡Por todos los diablos, no!

Permanecieron callados unos momentos y después Constance preguntó en vos baja:

—¿Cree usted que él sólo hubiera querido convertirla en su amante?

De nuevo se hizo otro silencio entre ellos hasta que el duque dijo con enojo:

—¡No debe hablar de esa manera! ¡No es apropiado para una dama y no hay motivo alguno para que sepa siquiera que esas cosas existen!

Constance lo miró sorprendida y él continuó:

—Nanna tiene razón. Lo que está haciendo ahora solo puede tener sobre usted repercusiones negativas y cuanto antes terminemos con ello, mejor.

El duque apretó los labios y utilizó el látigo por primera vez desde que habían salido de Londres, como si quisiera llegar cuanto antes a su destino.

Constance permaneció silenciosa. Parecía que no tenía nada más que decir y la invadió una inexpresable sensación de ansiedad.

Llegaron a Melton Paddocks, la casa del duque, cuando empezaba al caer la tarde.

Al coger el camino recto apareció delante de ellos y a Constance no le pareció una casa muy atractiva.

El bloque central tenía tres pisos, y las alas laterales, una a cada lado de sólo dos pisos, parecían dos brazos extendidos.

Constance pensó que esa capa no era acogedora, pero esa sensación se disipó cuando el faetón se detuvo y los criados, vestidos con la librea del duque, se apresuraron a salir para recibirlos.

En la puerta principal, el viejo McCraig los estaba esperando.

—Espero que no haya estado solo mucho tiempo, señor —dijo el duque mientras tendía la mano al anciano caballero.

—No; he llegado apenas hace una media hora —contestó McCraig.

Pasaron todos a una amplia habitación, la cual estaba decorada en un estilo predominantemente masculino.

Había un largo sofá y sillones de cuero de las paredes colgaban cuadros de caballos y perros.

—Me alegro de verte, querida —dijo McCraig a Constance.

—Siento que haya estado enfermo, señor.

—No he estado enfermo —contestó el anciano escocés con aspereza, como si le molestara aquella suposición—. Sólo un poco cansado, y he tenido algunos problemas con mi corazón.

—¿Su corazón? —repitió Constance.

—Un ligero dolor —contestó McCraig sin darle importancia—. Pero quería veros, a ti y a Alister, antes de continuar mi viaje hacia el norte.

—Y yo no estoy muy contenta de verle otra vez —dijo Constance sonriendo.

Él le dio un palmadita en el hombro con mucho afecto.

Después le presentaron al señor Reynolds, el administrador del duque, que estaba a cargo de la propiedad.

—Espero que todo esté a la satisfacción de su señoría —dijo el administrador—. No hemos tenido mucho tiempo de prepararnos para su visita.

—Ya le he dicho muchas veces, Reynolds —replicó el duque un poco molesto—, que no pienso avisarle con mucha anticipación, y en algunas ocasiones, cuando desee venir a mi casa, lo haré sin previo aviso.

El ama de llaves estaba esperando para llevar a Constance a sus habitaciones. Tenía el pelo gris e iba vestida toda de negro.

Cuando la condujo a su habitación, Constance advirtió que Nanna ya estaba allí.

—¿No estás cansada, Nanna, después de un viaje tan largo?

—He estado preocupada por ti, sentada en un carruaje abierto, cuando debías haber estado conmigo en el coche cerrado.

—No he pasado frío, Nanna, y me gusta disfrutar del aire fresco —contestó Constance.

Pero Nanna no estaba de humor para hablar. Obligó a Constance a recostarse antes de la cena, y como la joven estaba más cansada de lo que hubiera querido admitir, se quedó dormida.

Todos sus vestidos estaban a mano y uno de los más bonitos estaba extendido sobre la cama.

—Espero que alguien te haya ayudado, Nanna —le dijo, comprendiendo todo el trabajo que la anciana había hecho mientras ella estaba dormida.

—He tenido alguna ayuda —repuso Nanna con desdén—. Pero ésta no es una casa feliz. Ya lo he descubierto.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—A un mal amo corresponden malos criados.

Constance suspiró. No tenía ánimo en esos momentos para iniciar otra discusión sobre el duque y comprendía que Nanna había ido dispuesta a encontrar faltas en todo.

—Supongo que a los criados les disgusta que se les haya avisado con tan poca anticipación. Sabes por experiencia lo difícil que es tener algo listo en poco tiempo.

—El ama de llaves es demasiado vieja para este trabajo —se quejó Nanna.

Siguió murmurando y gruñendo, mientras Constance se bañaba y se vestía.

Cuando estuvo lista y bajó por la escalera, se sentía feliz sólo de pensar que iba a volver a ver al duque y a estar junto a él, que ya no se preocupó más por Nanna.

Esperaba tener la oportunidad de estar sola con él antes de que los otros se reunieran con ellos, pero Alister McCraig ya estaba con el duque y el viejo McCraig llegó unos instantes después.

—He dado instrucciones al abogado de Clencairn para que se presente después de la cena, Ravenstone —dijo el anciano escocés—. Espero que no haya ningún inconveniente.

—Por supuesto que no, señor —replicó el duque.

—Esta mañana he enviado un borrador con mis obligaciones para que él las ponga en lenguaje judicial. Ahora lo único que tengo que hacer es firmar los documentos y le agradecería que me sirviera de testigo.

—Estoy a sus órdenes —contestó el duque.

McCraig miró a Constance.

—Me parece, querida —le dijo—, que te complacerán los arreglos que he hecho.

—Estoy segura de ello —contestó Constance.

—Te dejo las joyas de mi esposa. Creo que los zafiros, que son unas piezas únicas, te sentarán muy bien, así como las demás joyas.

—Por favor, no puedo… —empezó a decir Constance, pero observó que el duque fruncía el ceño y las palabras murieron en sus labios.

Sabía que a McCraig le parecería muy extraño que rechazara el regalo que le estaba ofreciendo. Y después recordó que las joyas serían para Katherine McCraig, la verdadera esposa de Alister.

—Es usted muy bondadoso, señor —pudo decir por fin.

—No me gustaría que ninguna otra persona las luciera —insistió McCraig.

Constance contuvo el aliento. La angustia que le causaba esa farsa era más difícil de soportar de lo que había pensado y se sintió aliviada cuando pasaron al comedor y empezaron a hablar de otros temas en presencia de los criados.

El abogado, que era exactamente como las caricaturas que se solían hacer de los de su profesión, llegó con una maleta negra que contenía los documentos necesarios y varias plumas blancas para firmarlos.

Se sentaron alrededor de una mesa redonda y leyó con voz monótona los documentos legales que había preparado por instrucciones de McCraig.

Aunque el lenguaje era muy intrincado, las disposiciones acerca del dinero estaban muy claras.

Alister McCraig recibiría, para su uso inmediato, cien mil libras esterlinas, y a la muerte de su tío abuelo heredaría toda su fortuna y los efectos personales que no estuvieran asignados a la jefatura del clan.

Todo esto suponía una buena suma de dinero y Constance pensó que, después de leer las disposiciones del testamento, Alister McCraig andaba con un orgullo y una presencia que no tenía antes.

Recordaba las palabras del duque refiriéndose a que el padre de Alister había tenido un disgusto con McCraig y a ella le parecía injusto que el joven sufriera las consecuencias de un problema en el que no había tenido ninguna participación.

Aquel desacuerdo entre sus mayores no sólo le había convertido era un hombre pobre, sino que incluso tal vez le hubiera dejado un complejo de inferioridad.

Quizás ése hubiera sido el motivo de su matrimonio con Kitty Varden, se dijo Constance, un acto de rebeldía para hacerse notar.

Aunque tenía un aspecto insignificante, ella estaba segura de que Alister McCraig poseía un corazón bondadoso.

Incluso después de haberse marchado, la ronca voz del abogado parecía sonar en sus oídos.

El duque insistió en que todos tomaran una copa de champán para celebrar lo que él llamaba una ocasión especial y brindaron por el feliz retorno a casa de McCraig.

—Tengo que insistir en que me gustaría que vinierais a visitarme en primavera —dijo McCraig a Constance y Alister—. De ser posible, me hubiera gustado que hubierais venido conmigo ahora.

Alister abrió la boca para responder, pero McCraig continuó:

—Sé que tenéis muchos otros compromisos, pero para la primavera no admitiré ninguna excusa.

—Estaremos esperando con ansiedad ese momento —dijo Alister.

—Y yo también —replicó McCraig con los ojos fijos en Constance.

Ella le sonrió, esperando no tener que mentir de nuevo porque cada mentira que pronunciaba parecía quemarle la garganta.

Era todavía muy temprano pero McCraig decidió retirarse a descansar.

Constance esperaba tener alguna excusa para hablar a solas con el duque, pero todos parecían esperar que ella imitara a McCraig.

Tal vez sólo fuera su imaginación, pero Constance creyó advertir que el duque ni siquiera la miró cuando se despidió de él con una reverencia.

Se dirigió a su habitación, donde Nanna la estaba esperando.

—No debías haberme esperado despierta, Nanna —exclamó—. Debes estar cansada y sabes bien que yo puedo prepararme sola para ir a la cama.

—¡Si los otros criados no saben cómo comportarse, yo sí! —contestó Nanna.

—¿Qué es lo que te ha disgustado?

—Te he dicho que ésta es una casa mala y lo mantengo —contestó Nanna—. Los criados estaban bebiendo en la cocina, lo cual me parece repugnante y, por lo que he oído, las criadas no son mejores.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Es algo que no debería mencionarte, pero debes saber en qué clase de casa estás.

Constance comprendía que se trataba de un ataque disimulado contra el duque y como estaba segura de que Nanna no descansaría hasta haber expresado su disgusto, preguntó con voz cansada.

—¿Qué es lo que ha sucedido?

—Apenas puedo creerlo —contestó Nanna—, pero en el piso de arriba se encuentra en estos momentos un bebé que no debería haber venido al mundo.

—¡Un bebé! ¿Cómo lo sabes?

—La doncella principal me lo ha dicho. Ésa es otra que no sabe dónde está su sitio. Nunca la hubieran aceptado en ninguna de las casas en las que he trabajado.

—Pero ¿qué es lo que te ha dicho?

—Que una de las criadas de la cocina, casi una niña, ha dado a luz un bebé hace tres días.

—¿Aquí en la casa?

—Arriba, como te acabo de decir.

—¿Y quién es el padre?

Constance tuvo miedo de oír la respuesta.

—Aparentemente uno de los lacayos. Es un hombre casado, con hijos, de modo que no puede responder por ella.

—¡Pobre muchacha!

—Así es —exclamó Nanna—. ¿Pero qué se puede esperar con el ejemplo de los que debían saber cómo comportarse?

Constance no necesitaba preguntar qué es lo que Nanna quería decir, porque sabía que ella estaba decidida a expresar sus pensamientos.

—En las fiestas que se dan en esta casa cuando viene el duque para la temporada de caza, suceden muchas cosas que no repetiré para no manchar tus oídos. Me lo han contado mientras cenaba y son para poner los pelos de punta a una persona decente.

—No es asunto que nos incumba, Nanna.

—Espero que no. Pero, como ya te he dicho, un mal amo da lugar a un mal criado, porque siempre hay tontos dispuestos a imitar los malos ejemplos.

Constance pensó que era inútil discutir.

Cuando al fin Nanna salió, protestando todavía, no pudo evitar compadecer a la joven que estaba arriba y que había dado a luz a un hijo ilegítimo.

¿Habría estado locamente enamorada del hombre a quien se había entregado? ¿Habría pensado que nada tenía importancia, excepto lo que sentían el uno por el otro?

Y si era tan joven, ¿conocería las probables consecuencias de sus actos?

Recordó que le había dicho al duque que los círculos concéntricos que formaba una piedra al caer en una laguna podían extenderse indefinidamente.

¿Habría sido el mal ejemplo del duque lo que había inducido a la joven criada a tener un hijo ilegítimo?

Una mala acción conducía a otra, ¡y era tan fácil salir herido e incluso destruir a una persona por culpa de un acto equivocado!

Recordó que no había dicho sus oraciones, y como se sentía muy desgraciada por la extraña barrera que se había erguido entre el duque y ella, rezó porque él encontrara la felicidad.

—¡Oh, Dios! Haz que sea feliz —suplicó—. Purificado de toda la maldad y, por favor, no dejes que sus pecados tengan consecuencias funestas.

Rezó por él desde lo más profundo de su corazón, pensando que una conversación inevitable de las acciones del duque era que ella se hubiera enamorada de él.

Para bien o para mal, al margen de lo que ocurriera en el futuro, ella le amaría y continuaría amándole durante toda su vida.

Tenía la convicción de que este amor desafiaría el tiempo y de que nunca podría librarse de él.

Lo sabía desde el momento en que había creído que nunca volvería a verle y ahora había robado a la vida un día más con él.

Al volver a encontrarse, él le había dicho que nunca la dejaría separarse de él, pero ahora tenía la dolorosa sensación de que había cambiado de opinión.

Aunque él no lo hubiera expresado con palabras, ella lo sabía por instinto, del mismo modo que sabía que todo su ser añoraba la presencia de su amado.

Deseaba estar junto a él y volver a experimentar las maravillosas sensaciones que habían recorrido todo su cuerpo cuando él la había estrechado entre sus brazos en la casa Ravenstone.

—¡Le amo! —murmuró contra la almohada.

De pronto, irremisiblemente, comprendió lo que deseaba, y aunque sabía que no debía ni siquiera pensarlo, dijo en voz alta:

—¡Oh, Dios, haz que me ame lo suficiente como para querer casarse conmigo!

* * *

El día había sido muy cansado y Constance pronto se sumió en un profundo sueño.

Se despertó bruscamente con la sensación de que todavía estaba en un vehículo en movimiento, sintiendo las ruedas rodar bajo ella, el vaivén del faetón y el tintinear de los arneses.

Cuando abrió los ojos, recordó dónde se encontraba.

El fuego se había extinguido y sólo quedaban los rescoldos, pero podía distinguir la silueta de la cama.

Todo parecía muy tranquilo, aunque no podía escapar a la impresión de que algo la había perturbado.

«Debo de estar imaginando cosas», se dijo, pero permaneció alerta.

Trató de percibir algún sonido extraño. Sin embargo, todo estaba en silencio y sólo pudo distinguir el latido de su propio corazón.

«Volveré a dormirme», pensó.

Aunque McCraig volviera a Escocia por la mañana, el duque había prometido durante la cena enseñarles sus caballos a ella y a Alister, eso significaba que no volverían a Londres hasta el día siguiente.

Constance sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho al pensar en los acontecimientos del día siguiente. Podría hablar con el duque. ¡Quería saber tantas cosas y tenía tanto que aprender de él!

Ella sabía montar bien. Su madre, que había sido una excelente amazona, había insistido en que aprendiera.

Cuando tenían dinero, alquilaban los mejores caballos de un establo y cabalgaban por el parque o incluso a veces, salían de la ciudad para disfrutar del campo abierto.

Constance pensó que le gustaría que el duque la viera a caballo, porque estaba segura de que admiraría a una mujer que supiera montar bien.

Pero jamás había imaginado que llegaría a montar un caballo tan soberbio como los que tenía el duque.

—¿Tiene caballos de carreras? —le había preguntado durante la cena.

—Estoy entrenando a algunos —había contestado él—, pero prefiero las carreras con obstáculos cuando puedo montar mis propios animales. Me gusta hacer las cosas por mí mismo y no observar cómo otros las hacen por mí.

Alister había reído.

—¿Es por eso por lo que nunca te veo en las luchas? Aunque tengo entendido que eres un buen pugilista.

—A veces boxeo en las instalaciones de Gentleman Jackson —había contestado el duque.

—Y también practicas la esgrima. Si no andas con cuidado, van a decir de ti que no eres más que un deportista.

—Se me conoce por otros nombres más apropiados —observó el duque con cinismo.

Como si pensara que no era conveniente que McCraig supiera mucho acerca de la reputación del duque, Alister había cambiado de tema.

Pero Constance había percibido una gran amargura en la voz del duque y, como le amaba, hubiera querido decir algo para hacerle sonreír y hacerle olvidar sus sombríos pensamientos.

«¿Cómo puede ser todo lo que se dice de él?», se preguntaba ahora. «No lo creo. No creo ni una sola palabra de lo que dice la gente».

Deseaba proclamar al mundo su fe en él y defenderle contra sus enemigos.

Hubiera querido rodearle con sus brazos para protegerlo como a un niño acosado.

«Supongo que eso es el amor», pensó. «El amor que busca, no sólo la alegría de sentirse correspondida, sino cuidar y proteger al ser amado de todo lo que pueda hacerle daño, como haría una madre».

Permaneció acostada en la oscuridad, sintiendo que sus oraciones y sus pensamientos volaban hacia él. Pero en ese momento tuvo una sensación extraña.

No oía ningún ruido pero un fuerte olor llegaba hasta ella.

Siguió sin moverse durante un instante para convencerse de que no se había equivocado y entonces estuvo segura de que olía a humo.

Saltó de la cama y se puso una bata que Nanna había dejado sobre una silla junto a la cama. Era de terciopelo azul turquesa, forrada con piel que usaba siempre que tenía frío.

Se abrochó la bata desde el cuello hasta el dobladillo y tocó con fuerza la campanilla tres veces.

Aunque ya era tarde, la campanilla sonaría arriba y alguna de las criadas la escucharía.

Pero el olor a humo se hizo más agudo y Constance pensó que tendría que avisar a todos.

Cuando se dirigía hacia la puerta, oyó sonar una campana y una voz, aún lejana, pero que parecía acercarse cada vez más, gritó con fuerza: «¡fuego!, ¡fuego!».