Capítulo 4
Los caballeros entraron en el salón, donde Constance estaba admirando de nuevo los objetos de arte.
Ella se volvió sonriendo y el viejo McCraig le dijo:
—Ven aquí, Katherine. Quiero hablar contigo y con Alister.
Su tono era solemne y Constance miró con inquietud al duque antes de acercarse, junto a Alister a él.
—Tengo entendido que el duque ha tenido la bondad de acomodaros en su casa mientras buscáis un lugar para vivir. Estoy seguro de que apreciáis su generosidad, pero supongo que será muy importante para vosotros tener un hogar propio.
Calló unos instantes y Constance se preguntó qué iría a decir:
—Lo he estado pensando —continuó McCraig—, y comprendo que en este momento Alister no tenga lo medios que le permitan comprar una casa apropiada para su esposa y para criar a su familia.
Constance observó a Alister escuchar con atención con una leve sonrisa dibujada en sus labios, como si ya hubiera adivinado lo que seguiría.
—He decidido, por consiguiente —continuó McCraig—, que, cuando vuelva a Escocia, pondré una suma de dinero a nombre de mi sobrino nieto que le permita vivir con comodidad, como corresponde a su posición social, y también le nombraré mi heredero para cuando yo muera.
Su voz calló y el silencio que siguió fue más impresionante que todas las palabras.
Después de un instante, Alister exclamó:
—Es usted muy generoso, señor. No encuentro palabras para expresarte lo agradecido que estoy.
—No me importa decirte, hijo mío —continuó McCraig—, que cuando inicié mi viaje hacia el sur estaba un poco ansioso por conocer la clase de esposa que habías elegido. Y aunque, lamentablemente, Katherine ha estado relacionada con el teatro, ella es todo lo que yo he deseado siempre para la esposa del futuro jefe del clan.
Miró a Constance mientras pronunciaba estas palabras.
—Gracias —murmuró ella.
Hubiera querido que no la oprimiera aquel sentimiento de culpa, pues le dolía haber tenido que engañar a ese bondadoso caballero. También se horrorizó al pensar en lo que sucedería si él llegara a descubrir la patraña de que había sido objeto.
Para disimular su turbación, Constance se acercó a McCraig y, siguiendo un impulso, le besó en la mejilla.
—Gracias por haber hacer feliz a Alister —le dijo.
Sabía que a McCraig le había agradado ese gesto, aunque el anciano caballero, como si quisiera evitar que le atravesara la emoción, le contestó con cierta brusquedad:
—Y ahora voy a despedirme de ti, Katherine, porque no espero verte mañana por la mañana.
Como ella le miró sorprendida, él explicó:
—Saldré muy temprano porque estoy invitado a pasar la primera noche de mi camino de vuelta hacia el norte con el conde de Glencairn, cerca de Leicester. Es un viejo amigo mío y le he prometido aceptar su hospitalidad.
Miró al duque antes de añadir:
—Espero, Ravenstone, no causarle ningún inconveniente si salgo temprano.
—Por supuesto que no —replicó el duque—. Pero ¿no será un día muy duro para usted?
—Estoy acostumbrado a levantarme temprano —contestó McCraig—, y como deseo cenar con el conde, cuanto antes me ponga en camino mejor.
Extendió una mano a Constance.
—Adiós, querida. Espero que no pase mucho tiempo antes de que tenga el gusto de verte en el castillo Craig para que los numerosos parientes de tu esposo te conozcan.
—Esperaré ese momento con impaciencia —contestó Constance mientras hacía una reverencia.
—Supongo que te veré por la mañana, Alister —le dijo McCraig a su sobrino nieto.
—Por supuesto, señor.
Esta vez los tres escoltaron a McCraig hasta el pie de la escalera.
El anciano subió sin agarrarse a la barandilla y Constance pensó que parecía un rey de las tierras altas.
Cuando el jefe de clan desapareció, Alister dijo:
—Es mejor que vuelva con Kitty. Si tengo que estar aquí a las seis y media mañana, debo acostarme temprano.
El duque no respondió y Constance tuvo la impresión de que despreciaba a Alister porque consideraba una ignominia levantarse temprano.
Aunque comprendió que ella también debía despedirse, Constance volvió al salón y el duque la siguió.
Ella se dirigió hacia la chimenea y él contempló con admiración la hermosa cara vuelta hacia las llamas y los fulgurantes reflejos que el fuego daba a su pelo.
—La campaña para mejorar la economía de Alister ha tenido un éxito rotundo —le dijo—, y todo se lo debemos a usted.
Sin embargo, el extraño tono de su voz no correspondía a la alabanza que expresaban sus palabras.
—Me siento avergonzada —murmuró Constance—. McCraig es un hombre tan honrado que no me parece correcto engañarle de esta manera.
—Ya hemos discutido eso —replicó el duque—. No había otra forma de convencerle de que nombrara a Alister su heredero.
—¿Cree que cuando llegue el momento el señor McCraig resultará un buen jefe de clan? —preguntó Constance en voz baja.
—¿Le importa mucho lo que puede suceder?
Ella permaneció silenciosa y dijo después de una pausa:
—Tal vez le parezca una impertinencia por mi parte, pero me preocupa porque me he visto mezclada en esta asunto. No me gustaría que algún miembro del clan se sintiera desilusionado.
—Tengo el presentimiento —contestó el duque—, de que Alister ha aprendido mucho de usted durante estos dos días. Estoy seguro de que, en el futuro, insistirá en que su esposa se comporte como es debido.
—Un sabio dijo una vez que cuando se tira una piedra al agua la conmoción que ocasiona va extendiéndose en ondas y que nadie puede saber dónde terminarán.
—Eso es cierto. Pero las consecuencias de su participación en este asunto sólo pueden ser benéficas.
—¿Cómo puede estar seguro de eso?
—Debido a su intrínseca bondad.
Constance miró sorprendida al duque y, cuando sus ojos se encontraron, ella cayó presa de ese magnetismo que parecía hechizarla, atrayéndola hacia él.
Hizo un ligero movimiento como para romper aquel encanto y el duque le dijo entonces:
—Siéntese, Constance. Quiero hablar con usted.
El tono de su voz era solemne.
Con los ojos muy abiertos, ella le dirigió una mirada interrogante antes de obedecerle.
—Antes que nada —empezó a decir él—, quiero entregarle el dinero que le había prometido, y que se ha ganado usted de una forma brillante.
Cogió un sobre sellado que estaba sobre una mesa y se lo extendió.
Ella lo cogió automáticamente; aunque, al mismo tiempo, deseó poder rechazarlo. Pero le era imposible, la vida de su padre dependía de ese sobre. Murmurando una frase de agradecimiento, lo dejó junto a ella en el sofá.
—He pensado que le convenía que le entregara el dinero en billetes. Son de una denominación alta y pueden ser cambiados con facilidad.
Ella no respondió y el duque continuó diciendo:
—Hubiera preferido depositárselo en el banco. Podría ser peligroso que saliera a la calle con tanto dinero.
Esas palabras le dieron a Constance una idea.
—Tengo un mensaje para su señoría de parte del señor Bardsley.
—¿Un mensaje?
—Me pidió que le preguntara si podría meterle el dinero que le prometió en su banco.
El duque sonrió.
—Es una medida muy inteligente. Si le diera el dinero a él directamente, estoy seguro de que lo repartiría antes de salir del teatro. ¿Sabe cómo se llama el banco?
—Sí, me dijo que es el Coutts.
—Mañana por la mañana se depositará el dinero —aseguró el duque—. Parece que usted conoce muy bien a Beau Bardsley.
—Sí.
—¿Y no le ha pedido consejo sobre su idea de dedicarse al teatro?
—No.
—Estoy seguro de que le aconsejará que abandone esa idea, lo mismo que yo.
Después de un breve momento de silencio, el duque continuó:
—Quiero saber algo, Constance, y deseo que me diga la verdad. ¿Ha representado algún papel en el escenario?
—No, todavía no.
—Eso es lo que me imaginaba. Ahora escúcheme. Aunque le atraiga el brillo y la fascinación del teatro, le aseguro que está equivocada, ¡completamente equivocada!
—¿Por qué afirma eso?
—Porque conozco el mundo teatral y aunque algunas mujeres, muy pocas, por cierto, puedan llegar a la cumbre de su carrera por medio del talento, para las demás las cosas son muy diferentes.
Ella comprendió lo que él estaba tratando de decirle, pero como se sentía muy turbada, permaneció contemplando las llamas.
—No creo, ni por un instante —continuó el duque—, que usted pueda soportar las sórdidas intrigas imprescindibles para que una actriz obtenga un papel, o incluso para conseguir una audición, sin alguien que la respalde. ¿Comprende lo que quiero decir?
—Sí, lo comprendo —respondió ella en voz baja.
—Entonces, deseche esa idea absurda.
—Creo, su señoría, que es inútil discutir este asunto.
—Todavía no he terminado lo que tengo que decirte.
Constance se sintió indecisa. Deseaba huir de allí porque no podía dar al duque la respuesta que él deseaba. Pero, por otra parte, no quería separarse de él, porque ésa sería la última noche que pasarían juntos y, cuando se despidieran, jamás le volvería a ver.
—No ha querido decirme nada de usted —continuó él—, pero estoy seguro de que lo único que la empuja a dedicarse al teatro es la necesidad de dinero.
Ella sabía que él estaba tratando de encontrar las palabras precisas cuando calló durante unos momentos.
—Lo que voy a sugerirle podrá parecerle extraño, pero quiero ayudarla. Quiero hacer lo que sea mejor para usted.
—Por favor, su señoría, no diga nada más.
—Tengo que terminar. Quiero ofrecerle el dinero necesario para que olvide el teatro.
Constance contuvo el aliento y le miró con los ojos muy abiertos.
—Le juro —continuó el duque—, que no le pediré nada a cambio, excepto lo que usted desee darme. Mi oferta es sin condiciones.
Se expresaba con ardor y cuando las palabras iban a brotar de los labios de ella, añadió:
—Me parece que sabe bien que hay muchas más cosas que quisiera y que pudiera decirle. Pero prometí a Beau Bardsley que la persona que me enviara saldría de mi casa tan pura como llegó ella.
Los ojos de Constance centellearon y el rubor tiñó sus mejillas.
—He cumplido mi promesa. Y jamás podrá saber lo difícil que ha sido. He tenido que luchar contra el impulso de hacerle el amor, de decirle que es la persona más hermosa que he conocido en mi vida.
—No… es… cierto.
—¡Es cierto! ¡Absolutamente cierto! Pero he dado mi palabra y no puedo romperla. Lo único que me queda es preguntarle: ¿cuándo podré volver a verla?
—¡Nunca! ¡Jamás volveremos a vernos!
—¿Lo dice en serio?
—¡Es imposible! No puedo explicárselo, ¡pero es imposible!
—¿Y no va a aceptar mi oferta?
Constance hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, su señoría. Sé que desea ayudarme, pero ya me ha dado todo lo que necesito.
—¿Quinientas guineas? —preguntó el duque—. ¿Y cuánto tiempo piensa que le durarán?
—Lo suficiente —contestó Constance.
Pensaba que con las otras quinientas guineas que recibiría su padre podrían permanecer en el extranjero por lo menos durante seis meses.
—¿Suficiente para qué?
Ella no respondió y él exclamó enfadado:
—¿Por qué tanto misterio? ¿Por qué me niega una explicación y quiere dejarme sin saber más de usted que cuando llegó?
Como ella seguía sin responder, añadió:
—No, eso no es cierto. Ya sé mucho de usted; conozco su carácter, su personalidad, su dulzura y también su pureza.
El duque dio un golpe sobre la repisa de la chimenea con el puño cerrado.
—Y sabiendo lo que usted me inspira, ¿cree que puedo dejarla alejarse de mi vida y no volverla a ves después de mañana? ¡Eso es imposible! ¡Completamente imposible!
—Tendrá que aceptarlo. Y, si eso le tranquiliza, puedo asegurarle que no me dedicaré al teatro.
—Entonces, ¿qué hará? ¿Dónde vivirá?
—Me iré al extranjero.
—¿Al extranjero? ¿A vivir? ¿Y no cree que puede ser peligroso, ya que existe la posibilidad de que estalle la guerra con Francia?
—Tal vez Italia no participe —replicó Constance.
—Así que piensa viajar a Italia.
Ella comprendió que había cometido una indiscreción y permaneció en silencio.
—Tengo el presentimiento de que si viaja a Italia este año tal vez no pueda volver.
Él se acercó un poco más a ella.
—¿Con quién va a viajar? ¿La acompañará un hombre que la alejará de su país y de todo lo que le es familiar? ¿Se casará con él?
Constance lanzó un profundo suspiro.
—No puedo contestarle esas preguntas, su señoría. Y creo que sería mejor que me retirara a dormir.
—Sería lo mejor —dijo el duque—, pero no pienso dejarla ir hasta que no me diga la verdad.
—¡No puedo! ¡Por favor, no insista!
—Le he pedido que confíe en mí.
—Deseo hacerlo, pero es imposible, se lo juro. Si pudiera, le diría todo lo que desea saber.
Mientras ella suplicaba, él extendió la mano para cogerle la barbilla y volver la angustiada cara de Constance hacia él.
—¿Cómo puede alguien tener ese aspecto tan inocente —dijo furioso—, y sin embargo, estar dispuesta a engañarme?
—No le estoy engañando —protestó Constance.
Era difícil hablar, porque el roce de los dedos del duque le producía una extraña sensación.
Él no la dejó ir y miró hasta el fondo de los ojos azules.
—¡Es tan hermosa! —exclamó—. ¡Tan increíblemente hermosa!
Al oír el tono de su voz ella se quedó sin aliento y, al sentir una opresión en la garganta que le impedía respirar, levantó ambas manos, como para defenderse de él.
—Por favor —le suplicó—, por favor, me asusta usted.
El duque separó sus dedos de la barbilla de Constance.
—No era esa mi intención, ¡pero me está volviendo loco!
El fuego que despedían los ojos del duque la hizo temblar, sin embargo, encontró valor para decirle:
—Me olvidará, su señoría, y gracias por su amabilidad.
—¿De verdad piensa irse así? ¿Qué puedo decir? ¿Cómo puedo convencerla para que se quede?
—Tengo que irme —contestó ella—. No hay nada más que decir y sólo conseguiremos complicar más la situación.
—Pero ¿por qué no puede decirme la verdad? ¿Qué secretos me está ocultando?
Constance cogió el sobre que estaba sobre el sofá.
—Buenas noches, su señoría.
—Si de verdad no desea volver a verme más —dijo el duque—, y piensa irse al extranjero, donde yo no pueda encontrarla, ¿le importaría que le diera un beso de despedida?
Ella le miró atónita, sin poder responder, y él añadió torciendo los labios:
—No creo que sea mucho pedir, y debo añadir que no recuerdo haberlo pedido nunca en mi vida.
Él contempló la asustada cara de Constance y le dijo con voz suave:
—No tiene que decirme que nunca la han besado y deseo, más que la salvación de mi alma, ser el primero.
Constance se dijo que no debía escucharle, que debía salir del salón en el acto. Trató de pensar en su padre, pero todo pareció desvanecerse ante sus ojos, excepto la suplicante voz del duque y la extraña sensación que experimentaba cuando él estaba cerca.
Alzó los ojos para mirarle y se sintió perdida.
En los ojos de él había algo irresistible, algo que parecía unirlos de una forma inexplicable y que encerraba, a la vez, una fascinación desconocida.
Él se acercó más a ella y, con mucha gentileza, como si temiera asustarla, la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí.
De una forma muy vaga, por la mente de Constance cruzó el pensamiento de que debía resistirse, pero su cuerpo se negó a obedecer la orden.
Tenía que suceder; era inevitable, como si hubiera estado escrito desde el comienzo del mundo.
—¡Eres tan perfecta! —murmuró el duque cuando sus labios rozaron los de ella.
Su beso fue tan tierno y tan suave que Constance no sintió temor, sino una sensación de seguridad.
Después, al entregarse a él en ese beso, sintió que todo lo hermoso de este mundo se concentraba en el éxtasis de aquel instante.
Sus sentidos perdieron la noción del tiempo y el espacio, y la habitación, el calor del fuego y la fragancia de las flores, desaparecieron.
Se sentía vagar entre un cielo brillante de estrellas.
Estaban solos y eran un hombre y una mujer cuyo encuentro duraría toda la eternidad.
El duque la estrechó con más fuerza y sus labios fueron más insistentes y dominantes, aunque la siguió besando con gentileza, para evitar que ella sintiera temor.
Constance no tuvo la menor idea de cuánto tiempo duró ese beso.
Cuando por fin él liberó su boca, se sintió aturdida y desconcertada, como si hubiera caído a la tierra desde el cielo.
Le miró a los ojos y después, con un ligero murmullo, se volvió y salió corriendo del salón, dejándole observando la puerta que ella había cerrado al salir.
Constance tuvo que esperar bastante rato en los escalones de la entrada antes de que, tras dar repetidos golpes con la aldaba. Nanna acudiera a abrir.
—¡Querida! —exclamó la anciana cuando vio quién llamaba—. No pensaba que fueras tú. Es tan temprano. Todavía no son las seis.
—Lo sé —contestó Constance.
Entró en la casa y el cochero que la había traído desde la plaza Berkeley le subió su pequeño baúl.
Ella le pagó y, cuando el hombre se hubo marchado, Nanna preguntó:
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué has vuelto tan temprano?
—Todo ha salido bien —le aseguró Constance—. Pero quería salir de allí lo más pronto posible. Ya tengo el dinero, Nanna, y podremos irnos a Italia tan pronto como papá pueda viajar.
Nanna no respondió y Constance preguntó enseguida:
—¿Por qué me miras así? ¿Cómo está papá?
—No me gusta nada su estado. El médico vino ayer y vendrá hoy de nuevo; pero no quiero mentirte, queridita, parece muy decaído.
—Iré a verle.
Constance se quitó la capa y, después de dejarla sobre una silla, subió corriendo por la escalera.
La habitación de su padre estaba a oscuras.
Ella descorrió y dejó que entrara la gris claridad de la mañana.
Entonces pudo verle recostado sobre las almohadas y comprendió que lo que Nanna le había dicho era cierto.
La piel de su cara era casi transparente. Siempre había estado muy delgado, pero ahora sus mejillas parecían hundidas y unas sombras oscuras le rodeaban los ojos.
Constance permaneció contemplándole largo rato, pero como él parecía dormir plácidamente, atizó el fuego y salió de la habitación.
Nanna avanzaba por el pasillo con su baúl para llevarlo a su cuarto.
—¿Ha tosido mucho? —le preguntó a su niñera.
—Algunas veces mientras está dormido —contestó Nanna—, y tiene unos accesos muy fuertes cuando está despierto. El médico le ha mantenido adormecido y no se ha dado cuenta de tu ausencia.
—Debemos intentar hacerle comer algo —dijo Constance.
Sin embargo, resultó una tarea muy difícil, y aunque trató de convencer a su padre para que tomara el desayuno, él sólo aceptó una taza de café.
—Tienes que comer para ponerte fuerte, papá.
—Estoy cansado —replicó él con voz lejana—. Demasiado cansado para pensar e incluso para actuar.
Como si la palabra actuar hubiera movido un resorte dentro de sí mismo, preguntó con un tono muy diferente de voz.
—¿Me están esperando en el teatro?
—No, hoy no, papá. Hoy es domingo.
No era cierto, pero ella pensó que así tendría una excusa para descansar.
Constance suspiró de alivio cuando su padre recostó de nuevo la cabeza sobre las almohadas.
—¿Qué obra tengo que representar el lunes? —preguntó de pronto.
—Hamlet. La semana próxima tienes que representar Hamlet y ya se han vendido todas las entradas.
Ella estaba segura de que eso era lo que él quería oír y Beau Bardsley, con una leve sonrisa, respondió:
—Eso quiere decir que podrán pagar a los empleados.
—Por supuesto, papá.
Nanna entró a limpiar la habitación y, cuando terminó, se dispuso a afeitar y lavar al enfermo.
Mandó a Constance a la cocina a preparar leche con un huevo.
—Añade un poco de coñac —ordenó Nanna—. Le dará fuerzas por si no quiere comer nada más.
Cuando Constance subió, su padre estaba tosiendo.
Tal vez se debiera a que Nanna le había movido mientras le aseaba; pero, cualquiera que hubiera sido el motivo, tosía con un sonido ronco que estremecía todo su cuerpo.
El espasmo de tos no cesaba. Ahora había más sangre que antes en su pañuelo y Constance miró asustada a Nanna.
Por fin, Beau Bardsley se recostó exhausto y su hija notó aterrorizada su palidez y la dificultad que tenía para respirar.
En esos momentos llamaron a la puerta y pensaron que debía ver el doctor Lesley.
Constance bajó a abrirle y, al verla, el médico exclamó:
—¡Me alegra que hayas vuelto, hija mía! Si no hubieras estado aquí, habría mandado a buscarte.
El leyó la pregunta que asomaba a los ojos de Constance mientras le conducía al saloncito, pero no dijo nada y la muchacha anunció.
—Ya tengo el dinero. Cuando papá esté un poco mejor, podré llevarle al extranjero.
El doctor Lesley permaneció silencioso un momento antes de decir con voz tranquila:
—Creo, Constance, que es mejor que sepas la verdad. Es imposible que tu padre viaje a ninguna parte. Y además, querida, no hay nada que yo pueda hacer por él.
Constance se preguntó después qué habría hecho sin el apoyo del doctor Lesley.
Cuando su padre murió él se encargó de todo porque ella casi no comprendía lo que estaba sucediendo, excepto que la abrumaba una irremediable sensación de pérdida.
Nunca había imaginado que su padre pudiera morir en tan corto espacio de tiempo.
Un momento antes habían estado juntos y, al siguiente, se encontraba con un vacío que nada podía llenar.
Y, sin embargo, su muerte había sido hermosa. Era la forma en que él hubiera querido morir, si hubiera tenido poder para elegir.
Sucedió la tarde del día en que Constance volvió a su casa. Estaba sentada junto a la cama de su padre, tratando de asumir la noticia que le había dado el doctor Lesley y luchando no en vano por creer que un milagro podría salvar a su padre.
El resplandor de las llamas brillaba sobre su rostro y no parecía estar tan pálido y decaído como esa mañana.
Su cara de rasgos bien delineados y su frente cuadrada le asemejaban a una estatua griega y Constance se preguntó si existiría un hombre más apuesto que su padre.
Pero al pensar en esas cualidades, no pudo por menos que recordar el atractivo del duque y aquella irresistible expresión de sus ojos que la había fascinado.
Con sólo evocar su presencia un escalofrío recorrió todo su cuerpo y de nuevo se apoderó de ella el éxtasis que había sentido cuando el duque la había besado.
Ni por un solo instante se arrepintió de haber permitido que él la estrechara entre sus brazos, y que, por primera vez en la vida, un hombre poseyera sus labios.
«Tendré algo que recordar», se había dicho, «aunque no vuelva a verle nunca».
Aunque su padre muriera y no pudiera marcharse al extranjero, sus caminos nunca volverían a cruzarse.
El duque vivía en un mundo muy diferente al suyo y había hecho lo que debía huyendo de él. Eso les había evitado descender al intercambio de frases comunes después de la maravillosa perfección de ese beso.
Al dejarle besarla y estrecharla entre sus brazos, había descorrido el velo que la separaba de un mundo nuevo en el que había experimentado la más hermosa sensación de su vida.
Sentada junto al lecho de su padre, tuvo que reconocer que lo que sentía por el duque era amor; la misma pasión que había hecho que su madre rechazara a un rico y distinguido prometido y huyera con un actor.
Pero el amor que había sentido Annabel Winslow, una dama de la alta sociedad, por un distinguido y joven actor, era diferente al que sentía la hija de un actor por un noble duque.
Aunque él no lo quisiera, lo cual era poco probable, nunca podrían contraer matrimonio. Sería una alianza desacertada, semejante al error que Alister McCraig había cometido al casarse con Kitty Varden.
«Le amo, pero nuestro amor no debe mancharse», se dijo Constance.
A pesar de su inocencia, comprendía que lo que él sentía por ella era diferente a lo que había sentido por otras mujeres.
El hombre que le había ofrecido su ayuda y prometido al mismo tiempo no pedir nada a cambio, no era el licencioso y depravado demonio de quien hablaba su padre.
La sinceridad de su voz había sido inequívoca, pero hubiera sido una promesa muy difícil de mantener. Y también habría sido imposible estar cerca uno del otro y no sucumbir al magnetismo que los atraía sin remedio.
Aquella oferta había sido hecha con la mejor voluntad, aunque Constance sabía que nadie, y mucho menos su padre, lo hubiera creído.
«Creo en el duque», pensó ella y sintió el desesperado deseo de verle de nuevo y de hablar con él.
Nunca se le había ocurrido pensar que pudiera haber nada más fascinante que observarle sentado a la cabecera de la mesa con su natural distinción o viajar junto a él mientras conducía su faetón, y más aún, sentirse rodeada por sus brazos.
—¡Le amo! ¡Le amo! —había murmurado para él.
Pero en aquel instante se había sentido avergonzada de estar recordando al duque cuando su padre estaba al borde de la muerte.
Sin embargo, el amor es un sentimiento incontrolable y lo había reconocido cuando el duque la había besado y la había transportado a un mundo encantado donde se habían quedado solos, rodeados únicamente por la maravilla de sus sentimientos.
Él le había dicho que parecía una estrella refulgente y, en el momento en que la había besado, todas las estrellas habían caído a sus pies.
«¡Le amo! ¡Oh, Dios, cuánto le amo!», se dijo Constance y comprendió que, en el futuro, la rodearía un oscuro vacío, porque nunca podría estar con el duque.
Un carbón se había salido de la chimenea y Constance se levantó para recogerlo con las tenazas y echarlo al fuego.
Cuando miró hacia el lecho vio que los ojos de su padre estaban abiertos.
—Annabel.
Apenas fue un murmullo, pero había pronunciado esa palabra y Constance se acercó a él.
—Soy yo, papá.
Le cogió las manos y se inclinó sobre el lecho, pero él no parecía verla.
—¡Annabel! —había exclamado él de nuevo—. ¡Oh, Annabel, mi amor!
Su voz vibraba con la misma fuerza con que la hacía llegar hasta el público, haciéndole sentir que cada palabra iba dirigida hacia su propio corazón.
Constance sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos y después, con el mismo extraño y exaltado tono, Beau Bardsley añadió:
—¡Annabel! ¡Ha pasado tanto tiempo! ¡Mi adorada, cómo te he extrañado!
Durante unos instantes la cara de su padre se mantuvo radiante y en sus ojos brilló una claridad indescifrable.
Después, sus ojos se cerraron aunque los labios siguieron sonriendo, y Constance comprendió que había muerto.
Fue el doctor Lesley quien decidió que, por el bien de Constance, el funeral debía efectuarse en secreto, antes de anunciarse al público que Beau Bardsley había muerto.
Él se hizo cargo de todos los arreglos y los únicos dolientes que acompañaron al féretro hacia su destino final fueron Constance y Nanna.
Era un día húmedo y nebuloso y Nanna sollozaba sin poder contenerse cuando bajaron el ataúd dentro de la fosa y cayeron sobre él las primeras paletadas de tierra. Pero los ojos de Constance estaban secos.
Ella sabía que su padre y su madre estaban juntos de nuevo.
El cuerpo de Beau Bardsley estaba en un sencillo féretro de cedro, pero Constance sabía que su espíritu era dichoso por la luz que había iluminado su cara y la alegría que había vibrado en su voz.
«Soy yo quien se ha quedado sola», se dijo la muchacha con tristeza.
Volvieron del funeral en un carruaje alquilado y Nanna no paró de llorar durante todo el camino.
Fue imposible poder hablar ese día. Nanna se encerró en la cocina, como hacía siempre que deseaba estar sola, y Constance se dirigió hacia la sala de estar, donde tantas veces se había sentado con su madre, para contemplar el retrato de su padre que estaba colgado sobre la chimenea.
¡Qué difícil era aceptar que ya nunca le sentiría volver a casa por la noche para contarle lo que había sucedido en el teatro o que ya nunca le oiría mencionar el texto del próximo drama!
Sabía que tenía que planear lo que Nanna y ella debían hacer en el futuro.
Gracias a la preocupación del duque por su sobrino tenían suficiente dinero y el aspecto económico no era un problema muy urgente.
Aquella suma, sin embargo, no podría durar para siempre.
Constance no podía dejar de pensar en el duque. Recordaba todo lo que él le había dicho y repasaba, una y otra vez, los momentos en que habían estado juntos.
Algunas veces se preguntaba si no sería más feliz si no hubiera ido nunca a la casa Ravenstone. De no haber tratado de ganar ese dinero para salvar la vida de su padre, no habría que salir de allí con el corazón destrozado.
Así es como se sentía su corazón.
Siempre se había creído al oír esa frase en alguna de las comedias que representaba su padre. Pero ahora advertía cuánta verdad encerraba, porque el dolor que oprimía su corazón se hacía cada vez más intenso, sin que pudiera librarse de él.
Lo ocurrido pertenecía al pasado y debía olvidarlo, se decía; pero en vano, porque anhelaba la presencia del duque que con tanta desesperación que llegó a sentir verdadero temor.
Insidiosamente, le asaltaba la tentación de hacer lo que él deseaba, de aceptar sus condiciones y decirle que estaba de acuerdo con lo que le había propuesto, a cambio únicamente de poder verle.
Pero, al reflexionar, se daba cuenta de que ése era el primer paso hacia su destrucción.
No era tan tonta ni tan ignorante como para no comprender que la razón por la que su padre no deseaba que se mezclara con el mundo del teatro era la relajada moral que allí imperaba.
Era imposible que Constance no comprendiera el verdadero significado que encerraban comentarios como que la primera actriz estaba bajo la protección de algún noble caballero, que había financiado la producción o que el productor había dado a una joven un papel importante sólo porque la encontraba atractiva.
Aunque su padre tenía mucho cuidado con las palabras que pronunciaba cuando ella estaba presente, los chismes del teatro eran parte de la vida de Constance.
Poseía la inteligencia suficiente como para relacionar frases sueltas y llegar a la verdad, aunque sus padres trataran de ocultársela.
Y no era que se escandalizara, sino que le parecía desagradable, y comprendía que esa vida no era para ella, ya que iba en contra de todos sus principios.
«El amor de papá y mamá se tenían era hermoso y sagrado», se decía.
Estaba segura, aunque nunca lo había conocido de cerca, que el amor ilícito era todo lo contrario.
Y, sin embargo, era difícil creer que su amor por el duque y los sentimientos que ella le inspiraba a él no fueran nobles y bellos.
Cuando él la había besado ella se había sentido subir hasta las estrellas y había comprendido que su amor era tan sagrado como las oraciones que se pronunciaban en una iglesia.
«¿Cómo puede eso ser malo?», se preguntaba.
Sin embargo, ya sabía la respuesta. No había nada indebido en lo que había hecho hasta entonces, pero no debía avanzar un solo paso más.
—¿Qué será de nosotras? —le preguntó a Nanna dos días después del funeral de su padre.
—He estado pensando mucho en eso —contestó Nanna—, y tenemos que hacer frente a los hechos. ¡No podemos seguir viviendo en esta casa!
—La casa era de papá.
—Lo sé, pero tenemos que pagar muchos impuestos y, además, tenemos que comer.
Constance la miró con los ojos muy abiertos y Nanna continuó diciendo:
—He estado pensando que, si yo saliera a trabajar, podríamos arreglarnos durante un año.
—¿Y crees que voy a quedarme aquí sentada mientras tú trabajas para mí? —le preguntó Constance—. Eso es absurdo, Nanna. Si alguien tiene que trabajar, lo haré yo. Soy joven y fuerte.
—Y tan inocente como un niño recién nacido —dijo Nanna con un tono burlón—. ¿Qué crees que podrías hacer?
—No lo sé. Tiene que haber algo.
Constance lanzó un profundo suspiro.
—Después de todo, tal vez pudiera dedicarme al teatro.
—¡Eso haría que tus padres se revolvieran en sus tumbas! —exclamó Nanna furiosa—. ¡Eso es lo último que harás, Constance, y antes tendrás que pasar sobre mi cadáver!
—Bueno, ¿y qué otra cosa podríamos hacer?
—Ya pensaremos en algo.
Constance sabía que su antigua niñera no quería asustarla y se daba cuenta de que, a pesar de los esfuerzos que hacía para disimularlo, estaba muy preocupada.
—Ahora no tengo tiempo de pensar en eso —continuó Nanna con cierta brusquedad—. Tengo que ir a la tienda. Ya no nos queda pan y quiero comprar unos huevos para la cena. Por lo menos, tenemos suficiente dinero para no morirnos de hambre durante un par de meses.
—¿Puedo acompañarte? —preguntó Constance.
Nanna miró hacia la ventana.
—Está lloviznando y ya has salido hoy. Quédate junto al fuego y por la tetera a hervir dentro de media hora. Si encuentro al hombre que vende los dulces, traeré algunos pastelillos para el té.
—Es una gran idea —contestó Constance sonriendo.
Nanna quería hacerla feliz; desde que era pequeña le gustaban muchos los pastelillos y todos los días esperaba con ansiedad el sonido de la campanilla que anunciaba al hombre que recorría las calles con una bandeja de pastelillos en la cabeza.
Nanna salió con una cesta vacía y Constance se sentó junto al fuego.
Se preguntó qué estaría haciendo el duque.
Tal vez se encontrara con alguna hermosa y elegante mujer; alguien que le divertiría y le hablaría en el lenguaje del mundo en que ambos vivían.
Intercambiarían sus bromas privadas acerca de la gente que conocían y repetirían las murmuraciones que corrían acerca de personajes famosos.
Tal vez el duque hubiera ido a cenar a la casa Carlton, donde estaría rodeado de bellezas como la duquesa de Devonshire, lady Jersey y la fascinadora señora Fitzherbert, que tenía cautivado al príncipe desde hacía muchos años.
«Yo no formo parte del mundo social, ni tampoco pertenezco al mundo del teatro. No pertenezco ni a la ciudad ni al campo. ¡No pertenezco a ningún lado!», se dijo Constance con desesperación. «Soy una persona extraña que vivir al margen de todo».
En el periódico del día anterior, donde se mencionaba la muerte de Beau Bardsley, no se había escrito una sola línea acerca de ella.
Todos los artículos recordaban la historia de la fuga del actor con la bella Annabel Winslow.
Pero en apariencia habían olvidado, si es que alguna vez habían llegado a enterarse, que el apuesto Beau Bardsley y la hermosa joven de la alta sociedad habían tenido una hija.
El doctor Lesley había llevado a Constance todos los periódicos para que pudiera leer los artículos que se habían escrito sobre su padre.
Había una larga columna en el Times y otra en el Post, además de un reportaje acerca de la situación financiera de Drury Lane y de su desalentador futuro ahora que había desaparecido el actor que mantenía el teatro lleno.
Un periodista había escrito:
«Debería hacerse algo, pero nadie en la gerencia tiene la menor idea de qué».
También se habían publicado muchos retratos de Beau Bardsley con la vestimenta que había utilizado en sus principales papeles; pero, después de leer todo lo que se había escrito acerca de su padre, Constance pensó que todavía quedaba mucho por decir.
Los periódicos no mencionaban su generosidad y su bondad con sus compañeros de trabajo y ninguno de los periodistas había tenido en cuenta que su vida se había centrado en su hogar, su esposa y su hija.
—Te he protegido de los periodistas como sé que hubiera querido tu padre —le había dicho el doctor Lesley.
Pero como su vida era tan anónima, hasta el extremo de que nadie había oído hablar de ella, Constance no podía evitar sentirse como si también hubiera muerto.
La casa que había cobijado a tres felices seres unidos por el amor que ella les prodigaba ahora parecía un cascarón vacío.
Mientras contemplaba el fuego pensó que ya era hora de poner el agua a hervir, pero en aquel momento oyó que llamaban a la puerta.
Pensó que tal vez Nanna hubiera olvidado sus llaves y, poniéndose de pie de un salto, corrió por el pequeño vestíbulo.
Al abrir la puerta, lanzó una exclamación entrecortada. No era Nanna, con su negra capa y su sombrero, quien estaba frente a ella, sino el duque.
Parecía aún más imponente de cómo ella le recordaba. Llevaba puesta una corbata blanca almidonada, las puntas del cuello le subían más arriba de la barbilla y tenía colocado el sombrero de copa formando un ángulo sobre su cabeza.
Cuando se quedaron mirándose a los ojos, a Constance le pareció que había recorrido el mundo para encontrar a la persona que la estaba esperando en el otro extremo, y en ese mismo instante se sintió protegida y con una reconfortante sensación de seguridad.
—¡Constance! —exclamó el duque.
Al oír aquella grave voz ella pensó que su nombre nunca había sonado tan bien.
Inmediatamente, el duque, con mucha lentitud, como si hubiera tenido que hacer un gran esfuerzo para recordar sus buenos modales, se quitó el sombrero.
—¿Puedo entrar? —preguntó—. Tengo muchas cosas que decirle.
Ella abrió la puerta y, sin pronunciar una palabra, le condujo a la pequeña salita.
El duque miró el retrato de Beau Bardsley sobre la chimenea.
¡Ahora entiendo todo! ¡Usted es la hija de Beau Bardsley! Pero ¡yo no sabía que tuviera una hija!
—Papá no quería que yo tuviera nada que ver con el mundo del teatro —contestó Constance, preguntándose por qué su voz sonaba tan extraña.
—Lo comprendo —asintió el duque—, sin embargo, permitió que viniera a mi casa a representar el papel que yo requería.
—Papá estaba inconsciente y no se enteró. Fui a su casa porque necesitaba el dinero para llevarle al extranjero. Esperaba, de ese modo, salvarle la vida.
Su voz temblaba y el duque dijo:
—Le pedí que confiara en mí.
—No me atrevía. Papá se hubiera puesto furioso y yo no pensaba decírselo hasta que hubiera sanado.
—Entiendo. ¿Puedo sentarme? Tengo mucho que decirle…
—Claro, por supuesto. Disculpa mis malos modales, su señoría. No esperaba verle por aquí.
—Lo sé —contestó él—. ¿Cómo pudo hacer algo tan cruel como marcharse cuando todos dormíamos? ¡Cuando me dijeron que se había ido, no podía creerlo!
Constance no respondió, pero al observar el rubor de sus mejillas y el brillo de sus ojos, el duque comprendió lo que estaba pensando.
—Estaba decidido a encontrarla —dijo él—. Fui al teatro, pero me dijeron que Beau Bardsley estaba enferma. Pensé que sólo sería una disposición temporal. Volví al día siguiente y al otro, hasta que supe por los periódicos que había muerto.
—¿Y cómo ha podido encontrar esta casa?
—No estaba dispuesto a aceptar una derrota. Recordé que usted me había pedido que depositara el dinero que debía a Beau Bardsley en el Coutts Bank. Ellos me dieron esta dirección.
—Nunca pensé en eso.
—Supuse que no se le había ocurrido pensarlo —replicó el duque—, pero ahora que la he encontrado, no permitiré que vuelva a escaparse.
Ella no respondió y, después de unos instantes, él añadió con un tono más gentil:
—Siento mucho lo ocurrido con su padre. Todos le extrañaremos mucho. Nadie actuaba con tanto sentimiento como él, ni con tanta gallardía.
Sus ojos se posaron en el retrato que estaba sobre la chimenea, y continuó:
—Ahora percibo claramente un ligero parecido entre ustedes. Si hubiera tenido un poco de sentido común, me hubiera dado cuenta antes.
Los ojos del duque recorrieron la habitación.
—Así que esto es lo que formaba parte de la vida privada de Beau Bardsley. Después de haberla visto a usted, no me extraña que la protegiera con tanto celo.
Constance se sentó en una silla frente a él con las manos entrelazadas sobre su regazo y el duque advirtió que estaba muy tensa.
—No haré nada que pueda perturbarla —le dijo con voz serena—, pero necesitamos su ayuda de nuevo, Constance.
—¿Mi ayuda?
—Supongo que deberíamos haber supuesto que nuestra pequeña comedia no podía tener un final tan feliz y definitivo.
—¿Ha sucedido algo malo?
—No exactamente —contestó el duque—, pero McCraig, después de haber llegado a la casa del conde de Glencairn, cerca de Leicester, ha caído enfermo.
—¡Oh, no! —exclamó Constance—. Lo siento mucho.
—Tengo entendido que no es nada grave —continuó el duque—, y creo que todo se debe al cansancio. Un viaje de tantos kilómetros tiene que haber minado la fortaleza de un hombre de ochenta años.
—Sí, por supuesto —murmuró ella.
—En vista de las circunstancias, McCraig ha decidido arreglar sus asuntos antes de volver a Escocia. En otras palabras, quiere poner a nombre de Alister la suma de dinero que le prometió y también redactar un nuevo testamento. Pero antes, desea veros a los dos.
Constance se quedó rígida.
—¿Desea verme a mí?
—Es muy comprensible —respondió el duque sonriendo—. Después de todo, estamos hablando de una gran suma de dinero y creo que desea indicar a Alister exactamente como debe gastarlo.
—Pero ¿por qué quiere que yo esté presente?
—Eso es culpa suya —añadió el duque y sonrió de nuevo—. Usted le ha cautivado, Constance. Se sintió encantado con su compañía y, ¿quién puede culparle por querer verla de nuevo? A mí me ha sucedido lo mismo.
Constance desvió la mirada para contemplar las llamas que resplandecían en la chimenea.
—Es imposible —dijo de súbito.
—¿Por qué?
Ella trató de encontrar una excusa convincente para negarse a ir, pero no parecía haber ninguna válida.
Ya no tenía que dar cuenta de sus movimientos a engañar a McCraig, apenas podía disimular la emoción que le causaba estar de nuevo junto al duque.
—Mientras me dirigía a esta casa —continuó él—, esperando que alguien me indicara dónde podría encontrarla, pensaba que usted y yo podríamos viajar juntos hasta Leicester y que Alister nos seguiría en su faetón.
Constance no respondió y él continuó con un tono convincente:
—Si desea viajar en un carruaje cerrado, comprendería sus motivos, pero, personalmente, ese vehículo me desagrada para un recorrido largo.
—Sí, claro que desearía viajar con su señoría… —contestó Constance en voz baja—, pero…
—¿Qué le preocupa? —preguntó el duque.
—No lo sé con exactitud. Me parece mal seguir adelante con todo este engaño.
—Cuando era niño, mi nodriza solía decirme que una mentira siempre conducía a otra.
Constance sonrió.
—Estoy seguro de que su nodriza le habrá dicho lo mismo —concluyó él.
—Siempre lo dice —asintió Constance—. Pero McCraig es un anciano muy amable y generoso.
—Puede ser duro e insensible cuando es necesario. Ha costado mucho trabajo convencerle de que, como futuro jefe del clan. Alister tiene derecho a ciertas consideraciones.
Hizo una pausa antes de añadir con una voz que a Constance le pareció fascinante:
—Sé muy bien que si no hubiera sido por usted no se hubiera portado con tanta generosidad.
Constance suspiró.
—Me gustaría que le dijera la verdad.
—Eso es imposible —contestó el duque con firmeza—. Se sentiría defraudado y ofendido, y eso creo que un escocés no puede tolerar.
Constance permaneció en silencio unos instantes.
—¿Y no podrían arreglárselas sin mí? —preguntó.
—No es posible —replicó el duque—. ¿Por qué no quiere hacer lo que le pido? ¿Es que no confía en que yo me comporte como usted merece?
Observó que el rubor teñía las mejillas de Constance y añadió rápidamente:
—Le prometí a su padre que no haría nada que la perjudicara y le juro ahora que lo último que haría sería perturbarla de algún modo.
Calló unos instantes antes de preguntar con voz suave:
—¿No me cree?
—Sí, creo en usted.
—Entonces, ¿qué es lo que le preocupa? Si confía en mí, ¿de qué siente temor?
—Estaba pensando en mí —dijo Constance en vos baja—. Creía que nunca más volvería a verle y que tendría que olvidar todo lo sucedido y ahora, está usted aquí.
—¿De verdad creía que yo iba a olvidarla? Estaba decidido a verla de nuevo y a encontrarla, por muy lejos que se hubiera escondido.
—Pero ¿por qué?
—Porque ocurrió algo entre nosotros muy importante. Todavía no puedo explicar lo que usted significa para mí, lo único que sé es que no puedo perderla.
Él suspiró antes de continuar:
—Ha sido como encontrar un tesoro fabuloso. Se sabe que está allí, pero hay mucho que aprender acerca de su verdadero valor, de su historia y de su misma existencia.
El duque se inclinó hacia ella.
—Eso es lo que siento por usted, Constance. Usted es única, alguien que parece haber llegado hasta mí desde otro mundo.
Su voz vibraba con pasión y sinceridad y, cuando los ojos de ambos se encontraron, las palabras resultaron superfluas.
—Usted ha explicado algo que yo también siento.
—¡Mi amor! —exclamó el duque.
Extendió las manos hacia ella, pero en ese instante la puerta se abrió y Nanna entró en el salón.