Capítulo 7
El conde, después de haber ido al parque Osterley y de haber almorzado con el conde de Jersey, emprendió el camino de regreso a Londres, con la sensación de que tenía urgencia por llegar a su casa.
Había encontrado difícil hasta concentrarse en la pelea. En cambio, no había hecho otra cosa en todo el día que ver la carita desventurada de Marian y escuchar su voz angustiada cuando le había suplicado que comprendiera por qué había actuado como lo había hecho.
Cuando se le pasó el primer acceso de furia, comprendió lo que la había impulsado a buscar un artículo para el periodista evitando así que publicara lo que se refería a él y a Lady Isolda.
Ahora se daba cuenta por qué Lady Isolda había insistido tanto en quedarse después de que el príncipe Regente y los otros invitados se habían ido.
Le dijo que tenía algo muy importante que decirle pero, cuando se quedaron solos, vio que lo único importante para ella era que hicieran el amor. Y eso era algo que no tenía la menor intención de hacer en su propia casa y con su abuela durmiendo arriba. Habían luchado y forcejeado verbalmente hasta que, con una determinación rayana en la grosería, el conde la convenció para que se marchara.
Había hecho notar a Lady Isolda, con palabras muy claras, que la relación entre ellos había terminado y ahora comprendía por qué ella, en vez de hacer una escena, permaneció impasible. Ella confiaba plenamente en que sin importar lo que hiciera o dijera, podría presionarlo para casarse con ella.
Recordó también ahora que la verdadera razón por la que había perdido la calma con Marian, era que le disgustaba que se hubiera dado cuenta de las maquinaciones de las dos mujeres sobre las que él había volcado sus favores.
Le inquietaba que Marian entrara en contacto con los aspectos sórdidos de la vida. En realidad, le había horrorizado su interés por las pobres prostitutas aunque sabía que ellas constituían una causa de injusticia y sufrimiento por la que valía la pena luchar. Se dijo que Marian era excepcional porque no sólo era sensible sino que, además, tenía una profunda compasión por quienes eran menos afortunados que ella.
Aunque la admiraba por su deseo de ayudar, consideraba su deber de tutor decirle que no lo hiciera.
Era tan típico de Marian, pensó, el haber descubierto secretamente el triángulo formado por Yvonne Vouvray, el duque y él …
Cuando la historia apareció en «The Courier», relatando todos los pormenores del incendio en Paradise Row, el conde tuvo que soportar las bromas ingenuas de sus amigos y las sonrisas burlonas de sus enemigos.
Había tenido tanto éxito en los deportes y había sido una figura social tan destacada, que era natural que la gente envidiosa disfrutara del hecho de que su amante le hubiera sido infiel sin que él se diera cuenta. Era como si eso lo obligara a descender uno o dos peldaños de la cúspide en que había estado colocado.
El conde aceptó todo lo que le dijeron con una sonrisa cínica y un imperturbable buen humor que redujo de forma considerable la satisfacción de quienes intentaban irritarlo.
Pero en el fondo estaba furioso por haber sido humillado de ese modo y comprendió que lo que más le disgustaba del asunto era que Marian se hubiera dado cuenta de todo.
Por primera vez en su vida puso en tela de juicio lo justificable de su conducta y sintió algo muy parecido a la vergüenza.
Había enviado un mensaje a Yvonne Vouvray diciéndole sin rodeos que se fuera de su casa. Pero, como era de suponer ella, esperando que esto sucediera, se había procurado la protección de un anciano miembro del Parlamento, muy rico, y que llevaba algún tiempo persiguiéndola. Pero no por eso había devuelto las joyas, el carruaje y los caballos, que el conde le había regalado.
El conde no hizo ningún reproche al duque ni alteró su superficial relación de simples conocidos.
Sabía que el duque estaba nervioso. En Londres se especulaba si el conde lo retaría o no. Pero era característico del conde opinar que él, y nadie más, había hecho un mal negocio en su relación con la cantante y decidió olvidar el asunto.
Sin embargo la revelación de Marian sobre su participación en el episodio lo había hecho imposible. Y el conde se encontró con que estaba furioso no sólo por la infidelidad de su amante, sino porque se hubiera visto mezclada en ello una muchacha tan joven y tan hermosa como su pupila.
Para cuando el conde llegó a Londres, se había arrepentido de todo lo que le había dicho a Marian y había decidido reparar el daño hecho a su sensibilidad.
Ahora comprendía que ella había hecho lo que consideraba mejor para él. Era inadmisible por supuesto, que una joven se mezclara en tales asuntos; pero Marian no era una chica corriente. No era el tipo de muchacha que se sentiría escandalizada al enterarse de lo sucedido ni que lo comentaría con sus amigas entre risillas maliciosas.
«Tiene mucho valor», se dijo el conde, «y la mente más imaginativa que me he encontrado».
Sólo Marian, pensó con una sonrisa divertida, pudo haber ideado algo tan fantástico como sacar a Yvonne Vouvray y al duque a la calle, y medio vestidos, porque había estallado unos cuantos cohetes en el sótano de la casa. Cuanto más pensaba en ello, más divertido le parecía. Casi hubiera querido ver al duque con una colcha encima y sólo unos pantalones puestos, y a Yvonne Vouvray con una negligé transparente, rodeada de bomberos.
Le habían mostrado la caricatura que había circulado sobre el incidente y se dijo que debía guardar una copia para recordarse en el futuro que no debía depositar su confianza en las cortesanas, como Marian las había llamado.
Estaba todavía sonriendo cuando dirigió sus caballos hacia Park Lane y entró en el sendero que conducía a la puerta de su casa. Decidió disculparse con Marian por su mal genio.
El mayordomo, sin embargo, le informó que la señorita Lyndon no había regresado.
—Se fue en un carruaje, milord, más o menos a la una de la tarde.
—¿Con quién? —preguntó el conde.
—Lo siento, milord, pero yo estaba en el sótano en esos momentos. La acompañó a la puerta uno de los lacayos, pero me dijo que no sabía el nombre del caballero que vino a buscarla, aunque dice que lo ha visto aquí alguna vez.
El conde se preguntó de quién podría tratarse y subió a la habitación de su abuela.
—¿Te divertiste en el parque Osterley? —le preguntó ella.
—Es una residencia magnífica —contestó el conde—. ¿Con quién se fue Marian?
—¿Marian? —preguntó la duquesa—. No la he visto desde esta mañana. Me temo que he dormido todo el día.
—Supongo que no tardará en regresar —dijo el conde, para no preocupar a su abuela.
Se dirigió a su cuarto a cambiarse, pero supo, cuando bajó para la cena, que Marian no había vuelto todavía. Esperó más de una hora y entonces, con evidente malhumor, se sentó a cenar solo.
Pensó que era muy desconsiderado por parte de Marian, si quería cenar fuera con algunos amigos, no haber enviado un mensaje a su abuela diciendo que volvería más tarde.
No era propio de ella, porque desde que había llegado a la mansión Staverton había mostrado a la duquesa la más exquisita cortesía y tan buenos modales, que la anciana se había sentido encantada con ella.
El conde tuvo la desagradable impresión de que, tal vez, Marian se había sentido tan dolida por lo que él le había dicho, que estaba retrasándose intencionadamente para evitar que él continuara riñéndola.
Cuando terminó de cenar, el conde se dirigió a la biblioteca dejando instrucciones de que le avisaran en cuanto volviera Marian. Leyó los periódicos del día y tomó un libro que hasta entonces le había parecido apasionante. Sin embargo, esta vez no pudo concentrarse en él.
Se encontró mirando continuamente el reloj y a pesar de toda su resolución, sintió que su furia volvía a desatarse.
«Es ridículo que Marian haya desaparecido de este modo», se dijo.
En el momento mismo en que iba a llamar para preguntar si por casualidad había llegado ella sin que se lo dijeran, la puerta se abrió y entró Marian. Estaba a punto de reprocharle el haberle tenido tan preocupado, cuando al verla las palabras murieron en sus labios.
Sólo tuvo que ver su palidez, la expresión desolada de sus ojos y su cabello alborotado para comprender que algo muy serio había sucedido.
Marian se quedó de pie, mirándolo llena de temblor.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó el conde.
Con una vocecita tan ronca y casi inaudible que apenas si pudo escuchar las palabras, ella contestó:
—¡He… matado a… un hombre… y robé… un carruaje!
Se tambaleó al decir eso y en dos zancadas el conde se encontraba a su lado. El cuerpo de ella se apoyó contra el suyo. El la rodeó con los brazos y la llevó hacia el sofá.
—¡Perdoneme… perdóneme! —murmuró desolada.
Después le sirvió una copa de coñac y rodeándola con un brazo, le acercó la copa a los labios.
—¡Bebe esto! —dijo—. Después podrás decirme lo que ha sucedido.
Ella tomó un sorbo, pero después movió la cabeza de un lado a otro porque le disgustaba el sabor de la bebida.
—¡Bebe más! —dijo el conde con firmeza.
Ella obedeció. Sintió cómo la fuerte bebida descendía por su garganta y hacía desaparecer la oscuridad que le había parecido que surgía del suelo para cubrirla.
Marian levantó una mano para empujar la copa ya medio vacía. El conde la colocó en una mesita que había junto al sofá. Entonces dijo con su voz profunda, que sonaba muy tranquila:
—Ahora, cuéntame lo que ocurrió.
—Le… maté —dijo ella con ojos asustados—. Le… maté.
—¿A quién mataste?
—¡A Lord… Rowlock!
El conde apretó los labios, pero todavía tranquilo dijo con voz inexpresiva:
—¿Qué tal si me cuentas qué sucedió con exactitud?
Con voz titubeante, tropezando con las palabras, pero gracias a que el estar aferrada a la mano del conde le daba fuerzas para hablar, Marian logró explicar cómo había encontrado a Lord Rowlock en el parque y, debido a que se sentía ofendida y dolida por lo que el conde le había dicho, aceptó su invitación a competir con Lady Lawley.
—Ahora pienso —dijo con aire apenado—, que no estaba compitiendo con… nadie… era sólo una excusa de Lord Rowlock para hacerme… ir con él.
El conde la animó a continuar y ella le dijo cómo se había quedado dormida en «El mejor redil», y que Lord Rowlock había descubierto que a un caballo se le había caído una herradura. Al decir eso vio una sonrisa cínica en los labios del conde mientras él comentaba:
—Es un truco tan viejo como el infierno, pero tú no tenías modo de saberlo.
Le dijo cómo habían cenado mientras se suponía que estaban esperando que llegara el herrero y cómo, al terminar la comida, Lord Rowlock admitió sus planes de que pasaran la noche juntos, para que se viera obligada a casarse con él.
—Comprendí entonces —dijo Marian con voz entrecortada por los sollozos— lo… tonta que había sido… en ir con él… Traté de huir pe… pero él era más fuerte que yo y comprendí lo indefensa que estaba, cuando… sus brazos… me rodearon.
—¿Qué sucedió después? —volvió a preguntar el conde.
—Mientras yo… forcejeaba con él me fue empujando contra una mesa —contestó Marian—. Habían puesto carnes frías en ella durante la cena. Extendí la mano… sentí el mango de un cuchillo …
Sus dedos apretaron convulsivos los del conde.
—Comprendí que era lo único… que podía hacer para salvarme.
El conde no dijo nada y después de un momento ella continuó diciendo:
—Él tenía… sujetos mis brazos y sólo podía mover la mano… pero yo… su voz pareció extinguirse.
—¿Qué hiciste? —interrogó ansioso el conde.
—Le clavé el… cuchillo en el estómago con todas mis fuerzas. Lanzó un quejido.
—¡Fue horrible! Entró con tanta facilidad… hasta el mango… y por un momento él no se movió, entonces gritó y se calló.
El conde sintió que Marian se estremecía con el recuerdo.
—Se quedó tendido… la sangre empezó a brotar y… pareció teñirlo todo de rojo.
—¿Qué hiciste? —preguntó el conde.
—No pude mirar más… no podía quedarme allí. Estaba segura de que estaba muerto. Salí corriendo de la habitación… la puerta de la posada estaba abierta y afuera vi un carruaje. No era tan elegante como el de usted… pero estaba tirado por dos caballos y había un palafrenero sujetando las riendas. Co… rrí hacia donde estaba el carruaje y grité:
«—¡Ha habido un accidente! ¡Su amo lo necesita inmediatamente! Yo le vigilaré los caballos».
—¿Y te creyó? —preguntó el conde.
—Me entregó las riendas —contestó Marian—. Monté en el carruaje y me fui.
El conde no pudo evitar el pensar que había sido muy ingeniosa para escapar.
—Me pareció que alguien gritaba… oí gritos detrás de mí —continuó ella—, pero no volví la mirada. Fustigué a los caballos, me dirigí al camino principal y… volví a Londres.
Le dijo al conde que había descubierto que no estaba tan lejos de Londres como había pensado y Lord Rowlock debió haberla llevado por una ruta más larga para prolongar el tiempo que tardarían en llegar a «El mejor redil».
Entonces, cuando acabó con su relato, Marian inclinó la cabeza y dijo con una vocecita asustada:
—Está… muerto, estoy segura.
—Eso es algo que tengo que ir a averiguar —dijo el conde—. No sólo descubriré si Lord Rowlock está muerto, sin que también devolveré el carruaje que… cogiste prestado. No quiero que nadie pueda llamarte ladrona.
Estaba sonriendo al hablar, pero al ver que se ponía de pie, Marian se aferró a su mano.
—¡No me… deje! —suplicó.
—Tengo que hacerlo, por poco tiempo —contestó el conde—, pero no me entretendré más de lo necesario. Quédate aquí o vete a la cama. En cuanto vuelva te diré con exactitud lo que ha sucedido.
Se levantó, pero aun entonces ella no lo soltó.
—Lo… siento —dijo—. Lamento tanto, tanto… haber causado un… escándalo que yo sé que usted detestará …
—No habrá escándalo, si puedo evitarlo —dijo el conde con firmeza—. No te desesperes, Marian. Las cosas pueden ser menos malas de lo que te imaginas.
Se inclinó sobre ella para recostarla en el sofá.
—Duérmete —dijo él—. Estás agotada y es lógico, nada cansa tanto como el temor.
Marian estaba pálida y le miraba con los ojos desorbitados por el miedo.
—Volveré tan pronto como pueda —prometió el conde. Se inclinó y le besó los labios.
Fue solo un beso ligero, como el que podía haber dado a un niño. Pero él comprendió, al salir de la habitación, que no era ninguna criatura pequeña a la que había besado, y que no había nada de infantil en la respuesta de ella.
Marian se quedó tendida en el sofá y se dijo que lo más maravilloso que había conocido en su vida era el contacto de los labios de él en los suyos.
Comprendió que él la había besado sólo para tranquilizarla y consolarla de todo lo que le había sucedido, pero como le amaba, todo lo que había estado sintiendo se borró con los vuelcos que daba su corazón y sintió un éxtasis desconocido para ella.
¡Él la había besado!
Eso era algo que podría recordar el resto de su vida; pero, de pronto se le ocurrió que tal vez no viviera mucho tiempo. Después de todo, había matado a un hombre y el castigo por homicidio era la muerte.
Marian había leído de los horrores que sufría un criminal condenado en la prisión de Niégate antes de que fuera ahorcado o deportado, si obtenía una sentencia más benigna.
Lanzó un leve grito de angustia y se llevó las manos al rostro. Entonces empezó a preguntarse si el conde lograría llegar a «El mejor redil», para averiguar lo sucedido, antes de que la policía se presentara en la mansión Staverton a buscarla.
¿Y si el posadero había encontrado ya al muerto, había avisado a la policía y ella era detenida antes de que el conde llegara, para defenderla?
Ignoraba si el posadero conocía su identidad. Lord Rowlock podía haberle dicho quién era ella y hasta pudo haber dado su nombre como garantía de que la cuenta sería pagada, como hizo Nicholas Thornton.
Se sentía tan aterrorizada que se puso en pie. No podía estar acostada descansando, así que subió a su cuarto.
No llamó a su doncella, sino que se contempló en el espejo y se sintió impresionada por lo que vio. Su cabello estaba convertido en una verdadera maraña. Su vestido, a causa del forcejeo con Lord Rowlock y de haberlo tenido puesto todo el día, estaba arrugado y polvoriento. Se lo quitó y lo dejó tirado en el suelo. Entonces, después de lavarse, se dirigió hacia el guardarropa.
Al abrir las puertas se preguntó cuál sería el mejor vestido para llevar a prisión y de nuevo empezó a temblar de terror.
Se quedó escuchando, para ver si se oían voces que subían por la escalera. Esperaba que en cualquier momento un criado llamara a su puerta para decirle que la policía la esperaba abajo.
«Debo esconderme en un lugar seguro hasta que vuelva el conde».
A toda prisa, se puso otro vestido y tomando una capa oscura de terciopelo se la puso sobre los hombros. Su bolso de mano, que tenía dinero, estaba en un cajón de su tocador. Unos minutos más tarde abrió la puerta de su dormitorio y, para que no la vieran los lacayos que estaban de servicio en el vestíbulo, bajó por una de las escaleras de la servidumbre que llevaba al pasillo en el que estaba situada la oficina del señor Richardson.
Se acercó a la puerta y se quedó escuchando; pero no se oía nada. Estaba segura de que a esa hora él ya se habría retirado a sus habitaciones, situadas en otra parte de la casa.
Abrió la puerta con todo cuidado.
Había sólo encendida una lámpara de petróleo, pero era suficiente para que pudiera ver con toda claridad lo que buscaba.
Moviéndose casi como una sombra, se dirigió al tablero que había en uno de los muros y, sin dificultad, porque todas las llaves tenían una etiqueta que indicaba a dónde pertenecían, encontró las dos que pertenecían a la casa de Paradise Row.
Cogió una de ellas, salió a la terraza y después de atravesar corriendo el jardín, buscó la puerta que había en el muro.
Marian abrió la puerta principal de la casa de Paradise Row. Estaba sumida en la oscuridad, pero como recordaba el plano que Nicholas Thornton le había mostrado, pudo cruzar el vestíbulo, con las manos extendidas para no tropezar con nada y entrar a una habitación que había a la derecha.
Era, estaba segura, un salón grande que se extendía a todo lo largo de la casa, con ventanas que daban tanto a la calle como al jardín que había en la parte posterior.
Ella había supuesto que la habitación estaba vacía; pero tropezó contra una silla y notó que sus pies se movían sobre una mullida alfombra.
Con lentitud, temerosa de caer, logró llegar hasta un sofá y se sentó en él.
Antes de salir de la mansión Staverton había escrito una nota al conde y se la había dejado sobre la almohada. Sabía que si no la encontraba en la biblioteca, subiría a su dormitorio como le había prometido. Le decía a dónde se había ido.
Ahora sólo tenía que esperar. Empezó a planear que si el conde le decía que la iban a detener, le pediría el dinero necesario para irse al extranjero o a Escocia, donde nadie podría encontrarla.
Le daba tanto miedo pensar que tendría que vivir sola y, tal vez, con otro nombre el resto de su vida que se preguntó si no sería mejor morir y acabar de una vez con todo.
Estaba segura de que ya no podría haber felicidad para ella en el futuro y de que el conde no la perdonaría jamás haber causado un escándalo.
«¡Le amo! ¡Le amo!», se dijo Marian. Sintió de nuevo la presión de sus labios en los de ella y las sensaciones de placer que había despertado en su pecho.
«Es tan magnífico… tan maravilloso en todos los sentidos», pensó. «¿Cómo iba yo a pensar que pudiera considerarme como algo más que una chiquilla malcriada?».
Recordó el poco entusiasmo con el que había aceptado ser su tutor.
¿Cómo podía imaginar que se iba a enamorar de él y que incluso al estar en la misma casa se convertiría en un placer indescriptible?
«Al menos me ha besado», se dijo y se preguntó, llena de angustia, qué le depararía el futuro.
Se preguntó también, si él permitiría que se ocultase en algún sitio, y si él volvería a besarla. Quería sentir sus brazos en torno de ella, quería que él tomara posesión de sus labios, como Lord Rowlock había tratado de hacerlo. Entonces se dijo que estaba siendo muy presuntuosa o, como diría el conde, muy impertinente por creer que tal cosa fuera posible.
El tiempo pareció pasar con mucha lentitud, tanta que Marian, que se encontraba sentada en la oscuridad, tensa y rígida, empezó a pensar que tal vez el conde, al descubrir que se había ido de la mansión Staverton, había decidido abandonarla.
O quizás, pensó de pronto, se disgustaría todavía más con ella porque había ido a refugiarse en la casa donde había tenido a su amante.
Por primera vez desde que saliera de la mansión Staverton, Marian se preguntó si había hecho bien al escapar.
Ahora le parecía que podía percibir en el aire la fragancia del perfume que usaba Yvonne Vouvray, y se imaginó que podía escuchar la voz del conde hablando con ella de amor y su voz exquisita, de ligero acento extranjero, contestándole.
Marian lanzó un pequeño grito y se llevó las manos a los oídos como para frenar su propia imaginación.
Entonces, al retirar las manos, se dio cuenta de que no estaba sola. Alguien había entrado en la casa sin que ella lo oyera… o tal vez había estado ahí todo el tiempo.
Había alguien de pie en el umbral de la habitación y en el momento en que ella contenía el aliento, escuchó su nombre.
—¡Marian!
La voz profunda que lo había dicho era inconfundible. Con un grito que pareció retumbar en la oscuridad, Marian se puso de pie y corrió hacia él. El conde la rodeó con sus brazos y sintió su cuerpo, suave, tibio y tembloroso, contra el suyo. El la oprimió con fuerza.
—Tranquilizate —dijo en tono acusador—. No está muerto.
—¿No está… muerto? —dijo ella en un susurro.
—Está vivo, aunque fuiste bastante dura con él —contestó el conde—. ¡Pero se lo tenía merecido!
Marian ocultó el rostro contra su hombro, con un alivio inenarrable, que se mezclaba con la maravilla de sentir los brazos del conde que la oprimían con fuerza.
—¿Está… seguro? —preguntó titubeante.
—¡Completamente seguro! —contestó el conde y había un deje irónico en su voz al añadir—: ¡Así que no es necesario que te escondas de la policía y puedes volver a casa, amor mío!
Marian se quedó petrificada.
Cuando levantó por fin el rostro, pensando que no podía haber oído bien, los labios del conde bajaron hacia los suyos.
Por un momento pensó que estaba soñando; entonces, la maravilla que él había provocado en ella antes, pareció intensificarse hasta el punto de que sintió que la oscuridad que los rodeaba había desaparecido. Era como si él se hubiera apoderado de su alma y de su corazón. Ella le entregó no sólo su amor, sino su ser entero, hasta sentir que era suya totalmente, como lo había deseado desde que comprendió que le amaba.
Los labios de él se volvieron más exigentes, más posesivos y ella sintió que estaban envueltos por una luz que era parte de la belleza, de la vida misma.
«¡Te amo!», hubiera querido decir ella, pero no había palabras que pudieran expresar lo que sentía y pensó que habían dejado de ser seres humanos para convertirse en dioses.
El pareció llevársela de este mundo para subir con ella al cielo y Marian se sintió parte de la luna y de las estrellas, mientras los envolvía la luz del mismo sol.
Por fin, después de mucho tiempo, el conde levantó la cabeza.
—¡Preciosa mía! —dijo con voz ronca y un poco temblorosa—. No hay nadie tan incorregible, tan pícara como tú… pero no quisiera que fueras de otro modo.
—¡Te amo! —murmuró Marian, casi sin darse cuenta de lo que estaba diciendo, de que lo estaba tuteando. Se sentía fascinada, embrujada por los labios de él.
—¡Yo también te amo a ti!
—¿Tú… me amas? —murmuró—. ¿Es verdad… eso?
—¡Completamente cierto! —contestó el conde—. Pero, mi cielo, éste no es el lugar adecuado para decírtelo.
—¿Acaso importa dónde estemos? —preguntó Marian—. He deseado tanto… que me tuvieras un poco de… cariño, pero jamás pensé que llegarías a… amarme.
—Luché con todas mis fuerzas para evitarlo —admitió el conde—, como he luchado contra la idea de amar a alguien; pero no puedo controlar mis sentimientos hacia ti, Marian. ¡Comprendí, cuando estuve dispuesto a salvarte de las consecuencias de cualquier crimen que hubieras cometido, que no podía vivir sin ti! Y si hubieras matado a Rowlock, nos habríamos ido juntos al extranjero.
—¿Dices en… serio que te habrías… ido conmigo?
—¿Crees que te habría dejado ir sola? —preguntó el conde casi con brusquedad—. Dios sabe que te metes en suficientes dificultades cuando estoy aquí —dijo riendo— así que no puedo ni siquiera imaginarme lo que te pasaría si no estuviera yo.
—Todo lo que quiero es… estar contigo… ¡Siempre… para siempre! —murmuró Marian.
—Y eso es exactamente lo que va a suceder —contestó el conde— aunque tiemblo de pensar qué clase de vida me vas a hacer llevar.
—Seré buena… haré todo lo que… me pidas —dijo Marian con una nota apasionada en la voz.
Se detuvo y entonces preguntó, como si tuviera miedo:
—Pero ¿dijiste en serio eso? ¿De veras… me amas?
—¡Claro que lo dije en serio! Y te haré creerlo, amor mío, sin importar cuánto tiempo me lleve convencerte de ello.
—Por favor… —murmuró— por favor… bésame… otra vez.
Los labios del conde descendieron sobre los de ella y una vez más ella sintió que él la elevaba al cielo.
Su beso se hizo más apasionado, más exigente y ella sintió como si una llama se hubiera encendido en su interior, un fuego en su cuerpo que pareció unirse al éxtasis de su mente e hizo que las sensaciones que percibía fueran más intensas y más maravillosas de lo que habían sido antes.
Ella pudo sentir el corazón de él latiendo contra el suyo y comprendió que lo había emocionado.
—¡Te amo! ¡Te quiero! —murmuró ella en el momento en que él la soltó.
—¡Y yo te amo también, mi adorada y traviesa chiquilla! —contestó él—. Anda… vamos a casa.
La rodeó con un brazo para tirar de ella hacia la puerta y con las manos libres extendidas para no tropezar con los muebles, lograron llegar hasta la puerta sin separarse.
—Este lugar tiene un nombre muy adecuado… Paraíso —murmuró Marian cuando sintió el aire frío de la noche contra su rostro.
El conde se inclinó para besar su frente. Caminaron hacia el carruaje. Él la ayudó a subir. Entonces, después de que un lacayo hubiese cerrado la puerta, la abrazó de nuevo. Ella apoyó la cabeza contra su hombro y lanzando un suspiro de felicidad dijo:
—¡Cuéntame qué ha sucedido!
—Me dirigí a «El mejor redil» —contestó el conde—. Uno de mis lacayos fue conmigo, llevando un caballo extra. El otro condujo el carruaje que habías tomado prestado con tanto atrevimiento.
—¿Estaba el dueño muy… enfadado?
—Cuando llegué a la posada —continuó el conde— y entré al comedor general, encontré a media docena de hombres hablando en voz alta. Se volvieron al verme entrar y pregunté:
«—¿Alguno de ustedes ha perdido un carruaje y dos caballos?».
—Por un momento nadie contestó. Entonces un caballero anciano, un típico terrateniente, exclamó:
«—¡A mí me han robado mi carruaje, señor!».
«—Entonces tengo el placer de devolvérselo— le dije. —Lo encontré solo en el camino, con los caballos mordisqueando la hierba de la orilla».
—Aquello provocó un gran alboroto y cuando por fin logré hacerme oír pregunté:
«—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué pensó usted que se lo habían robado?».
«—Fue una ramera de Londres, señor— explicó el posadero. —Llegó aquí con un noble llamado Lord Rowlock».
«—¿Y qué sucedió?— pregunté».
«—Era una mujer perversa— contestó el posadero. —¡Riñó con el caballero y le clavó un cuchillo!».
«—¡Cielos!— exclamé yo. —¿Y está muy mal herido?».
«—Bastante mal— contestó el posadero. —El doctor dice que debe ser atendido con gran cuidado y que debe permanecer en la cama, sin moverse, varias semanas».
«—¡Qué gran inconveniente va a ser para usted!— comenté». —El posadero me guiñó un ojo.
«—Hay pocos huéspedes en estos días, señor».
«—Entonces estoy seguro de que usted le cuidará muy bien— dije».
—Pensé que estaba muerto porque… sangraba mucho —murmuró ella.
—Olvídalo —dijo el conde con decisión—. No debes volver a pensar en él.
—¿Me perdonas… por haber… aceptado su… invitación?
—Te perdono si me prometes que no volverás a conducir más que mis caballos.
—¡Como si no quisiera hacerlo! —dijo ella riendo suavemente—. Nadie tiene tan buenos caballos como tú.
—Me sentiré celoso de mis caballos si te impiden pensar en mí.
—Tú sabes que no tengo deseos de pensar en nada, ni en nadie… excepto en… ti —contestó Marian—. Todavía no puedo creer que de veras… me quieras después de que me he portado tan mal.
Vio a la luz de las lámparas de gas junto a las que pasaban, que el conde estaba sonriendo.
—Veo que necesitas urgentemente que alguien te vigile, y como tu esposo, estaré mejor preparado para hacerlo que nadie.
—¿De veras… te casarás conmigo? —murmuró Marian.
—No pensarás que puedes ocupar otra posición en mi vida, ¿verdad? —preguntó el conde.
Marian se ruborizó, porque sabía lo mucho que el conde desaprobaba su interés por las cortesanas.
—¿Y si… te desilusiono? —preguntó ella a toda prisa—. ¿O me busco problemas de modo que… llegues a… odiarme?
—No me desilusionarás —dijo el conde con firmeza—. Tú me preocupas, me inquietas y hasta me enfureces a veces, pero aún así te amo, mi cielo. ¡Porque nunca había conocido a nadie como tú, ni me había sentido nunca tan bien como me siento contigo!
—¡Me dices cosas tan maravillosas… tan perfectas! —exclamó Marian—. ¿Cómo podré decirte cuánto te amo?
—Sólo dame tu amor —dijo el conde—. Es algo que quiero y necesito, mi preciosa, mi traviesa y pequeña pupila.
Se aferró a él, acercando su cuerpo un poco más al suyo.
—Yo no… sabía que era posible ser tan… feliz.
—Ni yo tampoco.
Él la habría besado, pero se dio cuenta de que los caballos se habían detenido frente a la mansión Staverton.
Cuando Marian entró al vestíbulo, sintió que las luces la deslumbraban y comprendió que no era sólo porque había estado tanto tiempo en la oscuridad, sino porque se sentía tan feliz que todo en torno a ella parecía mágico y luminoso.
Entraron en la biblioteca y cuando la puerta se cerró tras ellos, se volvió para mirar al conde.
Pensó que era imposible que un hombre fuera tan magnífico, tan apuesto y, al mismo tiempo, tan fuerte como él. Él tenía los ojos clavados en su rostro y sus labios sonreían.
—¿En qué estás pensando? —preguntó él.
—En que estoy soñando —contestó ella con voz temblorosa—. Que no puede ser… cierto que me amas.
—¡Ven aquí! Te diré cuánto te amo —dijo abriendo los brazos— dijo abriendo los brazos.
Corrió hacia él y el conde la estrechó con fuerza contra su pecho; pero cuando ella levantó el rostro ansiosa hacia el suyo, él bajó la mirada para decirle con mucha ternura:
—No creí que nadie pudiera ser tan hermosa y, al mismo tiempo, tan intrigante y tan original.
Marian contuvo el aliento y él continuó:
—Hay algo en ti, mi pequeño amor, que es irresistible. No dejo de pensar en ti, de recordar lo que dices, de evocar la expresión de tus ojos y el tono rojizo de tus cabellos. ¡Creo que me has embrujado! —dijo riendo—. Nunca pensé que fuera posible que yo sintiera por una mujer lo que siento por ti.
—Tal vez… cuando me conozcas mejor… te aburriré.
—Creo que eso es muy improbable, por la simple razón de que tu mente es tan cautivadora como tu rostro. Nunca había conocido una mujer como tú, o que sienta como tú.
—Lo que siento con frecuencia te ha hecho sentir… enfadado.
—Como me harás sentir muchas veces en el futuro —contestó el conde—, pero déjame decirte que es imposible estar aburrido y enfadado al mismo tiempo.
—¡Es tan emocionante! —rió ella—. Es maravilloso pensar que puedo estar contigo, que puedo hablar contigo y que me puedes enseñar muchas cosas.
Le pareció que él la miraba con sorpresa y ella dijo:
—Hay tantas cosas que he querido que me enseñes, desde que estoy aquí.
Pero no me gustaba hacer demasiadas preguntas. Eres tan inteligente… tan sabio.
¿Me enseñarás las cosas que quiero saber? —dijo apretándose más contra él.
—No te prometo nada —dijo el conde, sonriendo—, pero hay una cosa que te enseñaré, preciosa mía, que para mí es el tema más importante de todos respecto a ti.
—¿Cuál es? —preguntó Marian.
—El amor —contestó él—, y aunque seas la alumna más aventajada te aseguro que me va a llevar mucho tiempo.
—Eso es algo que yo… quiero aprender —murmuró Marian.
—Hay muchas cosas que yo también tengo que aprender. Ahora que sé que nunca había estado enamorado… hasta que te conocí.
—¿Soy… diferente?
Marian no pudo evitar acordarse de la belleza de Lady Isolda y el atractivo de Yvonne Vouvray.
—Muy diferente —dijo el conde con firmeza—, y eso es tan cierto como que eres, amor mío, la única mujer a la que he pedido que sea mi esposa.
—Soy tan feliz …
Entonces, como si ella no pudiera esperar más, rodeó el cuello de él con un brazo y bajó la cabeza de él hacia la suya.
—Te quiero con todo mi ser —dijo ella—. ¡Mi corazón… mi mente y mi… alma son todos… tuyos!
El conde la estrechó con tal fuerza que ella casi no podía respirar. Sus labios descendieron sobre los de ella, apresándola. Ella sintió que la pequeña llama que antes se había encendido en su cuerpo era ahora un fuego abrasador que parecía quemar todo a su paso.
«Es como los cohetes que estallaron en Paradise Row», pensó, sin poder contenerse.
Pero entonces todo desapareció. Sólo quedaron la luna, las estrellas y la luz del sol, cuando el conde la transportó por encima de este mundo, hacia el paraíso que era sólo de ellos.
FIN