Capítulo 5
-Esta noche cenaremos en la mansión Devonshire —dijo la duquesa—. Mi nieto da una cena y no nos quiere aquí.
—¿Una cena de hombres solos? —preguntó Marian.
—El príncipe Regente se invitó sólo a cenar esta noche con mi nieto —dijo sonriendo la duquesa—, y aunque habrá presentes numerosas mujeres hermosas, el principal tópico de conversación será una hembra que no estará presente. Durwin está decidido a ganar la copa de oro en Ascot con su yegua Bella, mientras que el príncipe está seguro de que su caballo será el triunfador.
Marian imaginó que la conversación sería muy animada entre dos propietarios rivales, pero la irritó pensar que ella no estaría allí.
—Al príncipe Regente le gustan las mujeres mayores, más sofisticadas —dijo la duquesa—, traerá, sin duda a Lady Hertford con él. Y estoy segura de que Lady Isolda se las habrá ingeniado para que la inviten también.
Había una nota helada en su voz porque detestaba a Lady Isolda casi tanto como Marian.
Desde que había admitido que estaba enamorada del conde, sentía celos de las damas en las que él volcaba sus favores. No sólo la torturaba el pensar en los atractivos de Yvonne Vouvray, sino también el recordar la belleza de Lady Isolda Herbert. Marian no tenía idea de que el conde encontraba cada día más y más irritantes las exigencias de aquélla, ni que había un número creciente de apasionadas misivas perfumadas, que yacían sin abrir en el fondo de su cajón.
Todo lo que ella sabía era que en todos los bailes y recepciones a los que asistían, Lady Isolda revoloteaba en torno al conde, y que, día tras día, veía lacayos con la librea de la casa Herbert entregando notas en la puerta.
«Me alegro de no estar presente en la cena de esta noche», pensó.
Le resultaría difícil atender a otros caballeros porque estaría observando todo el tiempo al conde, acaparado sin duda por Lady Isolda.
No podía creer que no estuviera enamorado de la belleza de Lady Isolda y sentía, con desesperación, que era sólo cuestión de tiempo el que anunciaran su compromiso matrimonial.
«¡Le amo!», se dijo en la oscuridad de la noche y esperó todo el día con ansiedad ver sus hombros anchos, su rostro apuesto, pero cínico. El había sido muy amable al llevarla, como se lo prometió, a ver al párroco de St. James a la iglesia de Picadilly.
Marian pensó que no estaban haciendo verdaderos esfuerzos para evitar que las jovencitas que llegaban del campo fueran seducidas y explotadas debido a su ignorancia de la vida. Pero era lo que estaba sucediendo.
—¿No sería posible —preguntó ella al párroco— que hubiera alguien como usted, o tal vez una mujer, en las posadas donde las diligencias dejan a sus pasajeros? Si llega una joven con aspecto de estar desamparada y asustada, podría llevarla a un lugar seguro a la casa en la cual ha sido contratada como criada, ¿no?
—Es una buena idea, señorita Lyndon —contestó el párroco—. Pero, con toda franqueza, no tengo suficientes colaboradores para hacerlo y dudo mucho que las jóvenes que llegan a Londres solas escucharan a alguien desconocido.
Marian consideró que tenía una actitud derrotista y cuando salió de la iglesia y estuvo a solas con el conde, insistió en su idea, diciendo que estaba segura de que se podía hacer.
—Lo discutiré con la policía —dijo el conde.
—Una muchacha del campo se asustaría de que le hablara un policía —dijo ella—. Lo que necesitamos es una mujer mayor, amable y maternal, que pueda conquistar su confianza y prevenirlas.
El conde no contestó, pero él sabía que numerosas mujeres de ese tipo, que esperaban a las muchachas que bajaban de las diligencias, eran regentadoras de prostíbulos que, con promesas de un buen trabajo y altos salarios, atraían a las víctimas a sus burdeles de los que ya no podrían escapar.
—Te prometo que estudiaré el problema —dijo el conde—, ya he discutido el asunto con Lord Ashley, que es uno de nuestros reformadores más notables. Pero no te impacientes.
—¡Estoy impaciente! —contestó Marian con pasión—. En cada día, en cada hora que desperdiciemos hay más jóvenes que caen en la ruina, más niños miserables, que llegan al mundo sin que nadie los quiera.
El conde pensó que jamás había conocido a ninguna mujer que se preocupara tan profundamente por lo que les sucedía a otras menos afortunadas que ella. Esto le hizo mirar con ojos diferentes a las prostitutas y leer los informes periodísticos sobre los delitos con mayor atención que antes.
Sus amigos se sorprendieron cuando les habló en serio del tema, citando pasajes de los informes que se habían hecho sobre el tema en el seno del Parlamento.
—Yo creía, Staverton, que tenías suficientes mujeres de quienes preocuparte, como para agregar a las pobres rameras —le dijo en tono de broma un miembro del Parlamento.
El había sido muy bondadoso, pensó Marian, pero eso no significaba que se sintiera atraído por ella. ¿Y por qué iba a hacerlo si tenía ya dos seductoras mujeres a su disposición?
Como no hacía otra cosa que pensar en el conde, Marian empezó a dormir mal y la duquesa notó que había adelgazado.
—Me alegro de que la temporada vaya a terminar pronto —dijo la anciana—. Estas veladas, con tantas horas de baile, van a estropear tu belleza si no tenemos cuidado.
—¡La temporada va a terminar! —repitió Marian en voz baja.
Se preguntó si el conde tendría planes para ella. Pero sólo el pensar que él podría mandarla al campo o a Harrogate, le era insoportable, así que no se atrevía a preguntarle nada.
Sabía que cuando terminaran las carreras de Ascote, el príncipe Regente se iría a Brighton y toda la nobleza cerraría sus mansiones y seguiría a Su Alteza Real o se iría a sus residencias campestres hasta el otoño.
Le preguntó al señor Richardson quiénes iban a cenar en la mansión Staverton esa noche y él le mostró una lista de los invitados.
Había sólo veinte invitados, encabezados por el príncipe Regente y Lady Hertford. El nombre de Lady Isolda pareció saltar del papel para bailar burlonamente ante los ojos de Marian. Cuando salió con la duquesa para asistir a una cena íntima en la mansión Devonshire se sentía como una Cenicienta que no hubiera sido invitada al baile.
—Las damas acababan de retirarse, milady, y los caballeros están todavía en el comedor —les informó el mayordomo cuando volvieron.
—Entonces podremos subir sin ser vistas —dijo la duquesa sonriendo.
—Buenas noches, querida —dijo besando a Marian—. No me esperes, ya sabes que yo subo la escalera muy despacio.
—Buenas noches, señora —contestó Marian, haciéndole una reverencia, y añadió—: Voy un momento al salón azul a buscar un libro que quiero leer.
Sabía que no encontraría a nadie en ese salón porque no se usaba por la noche. Encontró el libro que buscaba y también una revista que había estado leyendo esa mañana. De pronto, le apeteció tomar un poco de aire. Había hecho calor en los últimos dos días y pensó que resultaría agradable sentir la frescura de la noche en sus mejillas.
Colocó sobre una mesa el libro y la revista, descorrió las pesadas cortinas de raso y después abrió una puerta vidriera que daba a la terraza.
Afuera se oían las voces procedentes del salón, así como las risas masculinas que venían del comedor, cuyas ventanas daban al jardín.
Marian bajó la escalinata que conducía al jardín y caminó por los prados que estaban sumidos en sombras. La noche era agradablemente fresca, y cuando se alejó de las luces de la casa, el brillo de la luna y las estrellas que había en el cielo guió sus pasos en la oscuridad.
Recordó el banco donde el conde y ella habían estado hablando la noche del robo en la casa de Sir Mortimer. Decidió que se sentaría en él y trataría de no pensar en lo hermosa que era Lady Isolda, ni en los atractivos de Yvonne Vouvray. Había muchas otras cosas, se dijo, que debían ocupar su mente. Porque estaba enamorada quería, como todas las mujeres, ser mejor, más inteligente y más hermosa para el hombre amado. El conde era tan inteligente, pensó ella, que era evidente que consideraría muy aburrida su ignorancia en muchos temas.
Debido a que era muy modesta respecto a su propio talento, Marian estaba segura de que Lady Isolda podía hablar de política, de carreras de caballos y de cualquier tema que interesara al conde, con conocimientos en los que ella, por ser mucho más joven, no podía rivalizar.
«¡Pero trataré de hacerlo!», se dijo con firmeza.
El libro que había ido a buscar hablaba de la crianza de caballos de carreras. Casi había llegado al banco, cuando vio con asombro que alguien se levantaba de él y huía a toda prisa.
—¿Quién está ahí? —llamó, pero sin obtener respuesta.
No recibió respuesta.
—¡Lo he visto ya! —dijo en tono acusador—. Así que deje de esconderse.
Pensó que podía ser uno de los criados y ella sabía que tenían prohibido salir al jardín. Llegó al banco y como los arbustos que había detrás de ella no eran muy gruesos, le pareció ver a alguien de pie en el centro de ellos.
—¡Salga de ahí! —ordenó con firmeza— o llamaré a uno de los lacayos.
Los arbustos se entreabrieron y de ellos surgió un hombre al que Marian no conocía.
—¿Quién es usted? —preguntó Marian—. ¿Y qué hace aquí?
—Debo pedirle disculpas —contestó él.
—¿Se da cuenta de que está invadiendo una propiedad privada?
—Sí, y me iré ahora mismo.
—Si es usted un ladrón… no debo permitir que lo haga —titubeó.
—Le aseguro, señorita Lyndon, que no tengo intenciones de robar nada.
—¿Sabes usted quién soy? —preguntó Marian.
—Sí.
—Pero ¿cómo y por qué está usted aquí?
—Prefiero no contestar esa pregunta; pero le aseguro que no haré ningún daño material y me marcharé ahora mismo, si usted lo ordena.
—¿Qué quiere decir con eso de «daño material»? —preguntó Marian.
El desconocido sonrió. Ella pensó que no debía tener más de veinticinco años y aunque no podía verlo con mucha claridad, notó que estaba bien vestido, aunque no con la elegancia que era de esperarse en un caballero de la nobleza.
—¿Quién es usted? —preguntó ella de nuevo.
—Me llamo Nicholas Thornton, pero usted no me conoce.
—¿Qué hace usted… quiero decir, a qué se dedica?
—Soy periodista.
—¡Periodista! ¿Entonces está aquí para escribir sobre lo que está sucediendo esta noche? Eso no le gustaría al conde, es una fiesta privada.
Ella sabía muy bien que cuando el príncipe cenaba en privado con uno de sus amigos, se aseguraba de mantener alejada a la prensa.
—Le aseguro, señorita Lyndon, que la presencia de Su Alteza Real no es la razón principal de que esté aquí —dijo él sonriendo.
—Entonces, ¿cuál es? —preguntó Marian.
—Eso es algo que no puedo decirle, pero le agradecería mucho que me dejara quedarme aquí.
—¿Cómo entró? Se lo pregunto por simple curiosidad. —Salté el muro.
—Entonces, desde luego que es allanamiento de morada. Si hiciera lo que debo pediría ayuda a gritos y haría que lo echaran fuera.
—Lo sé, pero sé también lo comprensiva que es con la gente desgraciada así que le suplico que me deje quedarme.
—¿Cómo sabe que soy comprensiva? —preguntó Marian con desconfianza.
—He oído hablar del dinero que les da a las mujeres de la calle.
—Si ha oído eso, por favor, no escriba nada sobre ello en su periódico —dijo Marian en tono suplicante—. A mi tutor le molestaría mucho y a mí también me disgustaría que se hiciera público. Por favor… se lo pido como un favor.
—¿Puedo pedirle algo a cambio? —¿Qué es?
—Que me deje permanecer aquí.
—Supongo que es una petición razonable —dijo Marian, aunque no parecía muy convencida—. Pero me gustaría que me dijera usted por qué.
—Se lo diré si me jura que no intentará disuadirme, ni hacer que me echen del jardín.
—Eso lo decidiré cuando haya escuchado sus razones —dijo sentándose en el banco.
Estaba tratando de ser precavida. Al mismo tiempo, se daba cuenta de lo que le disgustaría al conde cualquier publicidad sobre su generosidad con las prostitutas de Picadilly y cuánto escandalizaría a la duquesa el que ella hubiese hablado con tales mujeres. Se sintió indefensa.
—Dígame lo que quiera —propuso—, y yo trataré de comprender.
—Eso es muy amable por su parte, señorita Lyndon —dijo Nicholas Thornton, sentándose junto a ella—, porque aunque a usted no le parezca de mucha importancia, para mí lo es mucho.
—¿Por qué?
—Porque si consigo un buen artículo esta noche, eso puede cambiar mi futuro.
—¿Cómo?
—¿Ha oído usted hablar de alguien llamado William Hone?
—No lo creo —contestó Marian.
—Es lo que se llama comúnmente «un héroe de la prensa». Lleva dedicándose a la prensa desde 1796, cuando se unió a la sociedad de corresponsales de Londres. En aquel entonces él tenía sólo dieciséis años.
—¿Y ahora?
—Es el dueño del semanario Reformist Register.
—He oído hablar de él. En realidad, he leído varios artículos suyos.
—Yo escribo para él —le dijo Nicholas Thornton—, pero William Hone estuvo en prisión el año pasado y, al quedar desatendido, el periódico decayó tanto que se le puede dar por desaparecido.
—¿Y qué hace él ahora? —preguntó Marian.
—Ya está libre e intenta sacar un periódico llamado John Bull. Me ha prometido un buen puesto en él, si le va bien, y estoy seguro de que así será.
—Pero todavía no se publica.
—Lleva tiempo lanzar un nuevo periódico. Mientras tanto, estoy tratando de demostrar a William Hone qué tipo de trabajos puedo realizar. El ha hecho arreglos para que mis artículos sean publicados por un amigo suyo que es dueño de The Courier.
—Lo entiendo —dijo Marian—. Pero ¿cuál es el artículo que es tan importante para usted?
—Voy a ser muy franco con usted, señorita Lyndon, porque sin su buena voluntad me pueden arrojar con facilidad del jardín. Y entonces me vería forzado a escribir un artículo sobre usted.
Lo dijo suavemente, pero Marian se dio cuenta de la amenaza velada que había tras sus palabras.
—Dígamelo.
—¿Usted conoce a Lady Isolda Herbert? —preguntó Nicholas Thornton—. Por supuesto.
—¿Y sabe que todos esperan que su compromiso con el conde de Staverton se anunciado en cualquier momento?
—Sí —dijo Marian en voz baja sintiéndose desfallecer.
—Pues parece que el conde no está muy ansioso por casarse —continuó Nicholas Thornton.
Marian no contestó. Miraba al periodista pensativa.
—Lady Isolda ha ideado un plan para acelerar las cosas.
—¿Un plan? ¿Cuál es? —dijo ella poniéndose rígida.
—Me ha pedido que espere aquí y apunte la hora exacta de su marcha que, según ella, será varias horas después de la del príncipe de Gales.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Marian.
Comenzó a darse cuenta de que era lógico que un periódico informara que el príncipe Regente, acompañado de Lady Hertford, había cenado en la mansión Staverton.
Además, sería de gran interés para el Beau Monde, al que tanto le gustaban los chismes, saber que Lady Isolda Herbert se había quedado después de marcharse los invitados y no había vuelto a su casa hasta el amanecer.
No había la menor duda de la interpretación que se daría a su prolongada estancia en la casa del conde y éste se vería obligado a proponerle matrimonio para salvar su reputación.
Lady Isolda se marcharía con toda la pompa y ceremonia del caso, saliendo por la puerta principal de la mansión Staverton y sus criados y los del conde se darían perfecta cuenta de que lo que decía el periódico era verdad.
El dormitorio del conde daba al jardín. Quizá, pensó Marian, Nicholas Thornton había estado observando la luz de esa ventana mientras el resto de la casa estaba sumida en la oscuridad. Era el tipo de idea que se le ocurriría a alguien como Lady Isolda Herbert. Sabía que con ello forzaría al conde a casarse con ella.
Marian había aprendido, desde que llegara a Londres, algunas de las reglas no escritas, pero inconmovibles, que gobernaban a los miembros de la alta sociedad.
Un caballero podía beber hasta quedarse tirado debajo de la mesa, deber una cantidad astronómica de dinero y tener innumerables idilios con las mujeres que quisiera, pero no debía faltar jamás a las reglas del código social. Este protegía la reputación de una dama y Marian sabía que si el conde faltaba a él, sería obligado por la opinión pública a hacer las reparaciones del caso.
El conde le había dicho que no tenía intenciones de casarse con Lady Isolda ni con nadie más, y ella se lo creía. Fueron los celos los que la hicieron sospechar, cuando el lacayo de Lady Isolda llamaba constantemente a la puerta, que se estaba debilitando su resolución.
Ahora que sabía que iban a tenderle una trampa, decidió salvarlo.
—¿Me ayudará? —dijo Thornton interrumpiendo sus pensamientos.
—¿Cuánto le va a pagar Lady Isolda? —preguntó.
—Diez soberanos —contestó Nicholas Thornton.
—Yo le daré veinte —dijo Marian apresuradamente.
—Es usted muy generosa, señorita Lyndon —contestó Nicholas Thornton—. Pero, de cualquier modo, tengo que lograr un artículo exclusivo. Mi futuro está en juego.
«¡Un artículo!». Aquellas palabras se repetían en la mente de Marian. Entonces, poco a poco, una idea fue formándose en su cerebro, pieza por pieza, como si fuera un rompecabezas.
—Si le proporciono los veinte soberanos y un artículo realmente bueno, ¿me promete no mencionar al conde y… mucho menos en relación con Lady Isolda? —dijo con voz persuasiva.
—¿Un buen artículo exclusivo? —preguntó Nicholas Thornton.
—Un magnífico artículo exclusivo —contestó Marian.
—¿A quién se referiría?
—Al duque de Ranelagh.
—Él es noticia. Cualquier cosa sobre él sería aceptable.
—Entonces, escúcheme… —dijo Marian, bajando la voz.
* * *
—¿Vamos a ir a Ascot? —preguntó Marian a la duquesa.
—Pero sin quedarnos allí. No nos quedaremos. La verdad es que no podría asistir a las carreras tres días seguidos sin sentirme completamente exhausta.
—No, claro que no —reconoció Marian.
—Pensé que podríamos ir para la copa de oro —dijo al duquesa—, y apoyar a Bella, como quiere Durwin.
—Eso sería delicioso —exclamó Marian y preguntó sin poder contenerse—:
¿Irá el conde con nosotros en el carruaje?
—No, se quedará en el castillo de Windsor. El príncipe Regente quiere que esté con él. Además a mí no me gustaría convivir con Lady Hertford y tener que soportar sus aires de grandeza —dijo con desprecio—. ¡No tolero a esa mujer!
—Sería mejor que no quedásemos en Londres —sonrió Marian.
—Ya hemos sido invitadas a comer en el palco real el día de la copa de oro —dijo la duquesa—. Verás qué divertido. Además, podrás estrenar el vestido que te compraste ayer.
—¡Sí, me parece magnífico! —exclamó Marian entusiasmada.
Pero tan pronto como se quedó sola, escribió una nota y dijo a un lacayo que la llevara a una dirección que hizo al hombre enarcar las cejas cuando ella no lo veía.
Dos días después, cuando el conde se había marchado ya hacia el castillo de Windsor, Marian recibió la respuesta a su carta. Después de leerla, se dirigió al gabinete de la duquesa.
—¿Tiene usted algo especial preparado para esta noche, señora? —le preguntó.
—No tenemos ninguna invitación —contestó la duquesa—. Todos se han ido a Ascot. Nuestro próximo baile será el viernes después de que hayan terminado las carreras.
—Entonces, si no le importa, me gustaría cenar con Claire esta noche.
—Sí, desde luego —aprobó la duquesa—. Así podré cenar en mi cama. La pierna me ha estado molestando mucho en los últimos días y el doctor insiste en que debo descansar.
—Es cierto, así que, si prefiere no ir a Ascot, yo lo entenderé —dijo Marian.
—¿Y perderme el ver ganar a Durwin, la copa de oro? —exclamó la duquesa—. Pierna o no pierna, debo estar allí para ver a Bella cruzar la meta.
—¡Por supuesto! —sonrió Marian—. Mientras tanto, descanse todo lo que pueda. Ha sido usted demasiado buena llevándome a todas partes y debe sentirse ya muy cansada.
—No hay nada tan cansado, ni tan odioso como la vejez —contestó la duquesa—. ¡Pero puedo asegurarte que no me hubiera perdido tu presentación en sociedad por nada del mundo!
Marian la besó y después se fue a su dormitorio.
Tenía que salir de la casa en uno de los carruajes del conde, que debía dejarla en la casa de Claire.
Ella ya se había asegurado de que Claire estaba en Ascot, en la casa de su futuro suegro, y cuando el mayordomo del marqués de Morecombe la miró sorprendido, se apresuró a decir:
—Yo sé que Lady Claire no está en casa, pero tengo que dejarle un mensaje importante que quiero que reciba en cuanto regrese. ¿Me permitiría pasar a escribirlo?
—Sí, por supuesto, señorita —contestó el mayordomo y condujo a Marian al salón.
Escribió a Claire una nota sin importancia, la cerró y se la entregó al mayordomo.
—Le agradecería mucho que entregase esto a Lady Claire en cuanto vuelva de Ascot.
—Me encargaré de que así sea, señorita —contestó el mayordomo.
Abrió la puerta y miró hacia la plaza con asombro, porque el carruaje en el que ella había llegado desaparecía en esos momentos tras la esquina.
—¡Oh, cielos! —exclamó Marian, fingiendo desolación—. El cochero no ha debido entenderme cuando le dije que esperara. Supongo que pensó que iba a cenar aquí como otras veces.
—¡Sí, sin duda no la entendió! —dijo el mayordomo.
—Haga el favor de conseguirme un carruaje de alquiler.
El hombre obedeció y, una vez conseguido el carruaje, dijo al cochero que llevara a Marian a la mansión Staverton.
Tan pronto como salieron de la plaza, ella le dio otra dirección y cuando llegaron a la calle Paradise Row, en Chelsea, Marian vio que Nicholas Thornton la estaba esperando.
Ella bajó del vehículo, le dio el dinero para que pagara al cochero y preguntó:
—¿Los consiguió?
—Los traigo aquí —dijo él, mostrando un paquete.
—¡Magnífico! Y aquí está el dinero que le prometí —dijo ella entregándole un sobre—. ¿Está todo arreglado? —preguntó ella.
—Todo, tal como lo planeamos. Ésa es la casa.
Se trataba de un edificio muy elegante con una luz en forma de abanico encima de la puerta principal, un pórtico tallado y aleros de cornisas con grandes ventanas.
Las casas de la llamada «hilera del paraíso» habían sido construidas, en tiempo de los Estuardo y una de sus primeras ocupantes fue la hermosa, tierna y alocada duquesa de Mazarin, que había cautivado el corazón del rey Carlos II.
«¡La amante del rey y la amante del conde!», pensó Marian. Pero apartó de su mente todos esos pensamientos, para escuchar con atención lo que Nicholas Thornton le estaba diciendo:
—Vamos a una casa deshabitada que hay más allá, en cuyo umbral podemos sentarnos mientras esperamos.
—Desde luego que eso sería más cómodo —contestó Marian.
Fueron hasta la casa. Allí nadie los vería y ellos, en cambio, podían observar la puerta principal de la casa de Yvonne Vouvray.
Marian tenía la impresión de que estaba haciendo algo descabellado. Pero era lo único que se le ocurría para salvar al conde de Lady Isolda, y además, tenía que cumplir su parte en el trato con Nicholas Thornton.
—Espere un momento —dijo él—. Será mejor que nos pongamos cómodos.
Traje un poco de paja esta mañana.
Marian le vio acercarse a un montón de paja oculto entre las sombras de la puerta principal. Nicholas Thornton apiló un poco de paja en el escalón para que Marian pudiera sentarse más cómodamente.
—¡Es tan suave como el mejor cojín! —dijo ella riendo.
Cuando volvieron a sentarse, él sacó un paquete de su bolsillo y se lo entregó a ella.
—¿Qué es? —preguntó Marian.
—Algo de comer —contestó él—. Me imaginé que iba usted a sacrificar su cena y pensé que podría entrarle hambre.
—Usted piensa en todo —comentó Marian.
—Los detalles en una campaña siempre son importantes —dijo él con aire solemne y los dos se echaron a reír.
—¿Cuánto tiempo cree que tendremos que esperar? —preguntó Marian, después de que habían estado comiendo unos minutos en silencio.
—No tanto como tendríamos que haberlo hecho cualquier otra noche. —¿Por qué?
—Porque me he enterado de que hoy mademoiselle Yvonne no va a cantar en Vauxhall.
—Pero ¿por qué?
—Bueno, a juzgar por los tenderos que he visto traer cosas a la casa, creo que espera a alguien importante a cenar.
—¿Lo cree así? Pero ¿no lo considera ella arriesgado?
—¿Quién lo va a saber? El conde está en Ascot, y si ella se toma una noche de descanso porque no se siente bien, en los jardines Vauxhall actuará otro artista que la sustituya y nadie se preocupará de lo que ella esté haciendo.
—No, claro que no —reconoció Marian—. ¿Qué hora es?
—He empeñado mi reloj, pero calculo que poco más de las ocho.
—Sí, debe ser esa hora. Salí de la mansión Staverton poco antes de las siete y media porque los Morecombe casi siempre cenan temprano.
—Veo que usted también piensa en los detalles —sonrió Nicholas Thornton.
—¿Se acordó de los chiquillos? —preguntó Marian de pronto.
—Sí. No se preocupe, todo va bien hasta ahora.
—No cante victoria antes de tiempo —le advirtió.
—No lo hago. En realidad, estoy más nervioso que usted.
—La diferencia es que a usted no se le nota —dijo Marian.
El no contestó, pero se sentó y abrazó sus rodillas, contemplando la casa de la esquina. Tenía un rostro delgado y agradable y había algo en él que inspiraba confianza. Marian estaba segura de que era inteligente y escribía bien. Era una pena que tuviera que rebajarse a escribir sobre chismes vulgares, que eran los que subían las ventas de los periódicos que atacaban al regente y al gobierno.
De pronto, apareció en la calle un carruaje cerrado, que se detuvo frente a la casa de la esquina.
—¡El duque! —murmuró Marian cuando pasó cerca de ellos, porque había reconocido el escudo de armas pintado en la puerta.
Nicholas Thornton asintió con la cabeza y ambos vieron al lacayo bajar del pescante para llamar a la puerta, antes de abrir la puerta del vehículo.
El duque bajó y Marian pensó que entraba en la casa con prisa. Después la puerta se cerró tras él y el carruaje se alejó. Marian sintió que surgía en su interior una oleada de furia, no contra el duque, sino contra la mujer a la que el conde había dado tanto y que lo estaba engañando descaradamente con otro. «¿Cómo puede hacer eso?», se preguntó Marian.
Entonces recordó que su padre había dicho en una ocasión:
—Los ingleses son snobs… todos, desde el príncipe hasta el más pobre de sus súbditos. En eso sólo lo superan los franceses, que son los mayores snobs de toda Europa.
«Supongo que un duque es más que un conde», pensó Marian.
Y se prometió que aunque el conde no tuviera ninguna importancia, ella lo amaría, lo seguiría considerando el rey de los hombres.
—Ahora tenemos que esperar hasta que oscurezca —dijo Nicholas Thornton.
Eso significaba algunas horas de espera.
Pero las horas se le pasaron volando en cuanto empezó a hablar con Nicholas Thornton sobre las condiciones del país. De ahí pasaron al estado en que se encontraba Londres y a las mujeres que ella trataba de ayudar. Por él supo que no sólo había chiquillos en casas de corrupción, sino muchachas también.
—Hay casi cuatrocientas en St. Giles solamente —dijo Nicholas—. He estado allí y le aseguro que es lo más parecido al infierno.
Le contó lo escandalizado e impresionado que se había sentido al llegar a Londres. Era hijo de un abogado originario de una pequeña ciudad. Siempre había deseado escribir y, para disgusto de su padre, se negó a unirse al bufete de la familia.
Había llegado a Londres solo, decidido a abrirse paso en el mundo. Fue de un periódico a otro hasta que conoció a William Hone y comprendió que con él podría escribir a su modo. Explicó a Marian cómo el príncipe Regente y muchas otras personas pagaban dinero a los periódicos para que no publicaran cosas desagradables sobre ellos.
George Cruikshank, uno de los más grandes caricaturistas conocidos, había recibido cien libras por no caricaturizar al príncipe Regente en una situación inmoral y los editores de periódicos habían descubierto que era muy buen negocio cobrar dinero por las «omisiones».
—A mí me parece muy mal que cosas que debían decirse sean suprimidas —dijo Marian.
—Estoy muy de acuerdo con usted —contestó Nicholas Thornton— y un día voy a tener mi propio periódico. ¡Le juro que entonces publicaré la verdad, al precio que sea!
—Yo le ayudaré —dijo riendo— y es una promesa en serio.
Por fin empezaba a oscurecer y la luz que habían estado esperando apareció en una ventana del primer piso de la casa de la esquina. Nicholas Thornton había conseguido un plano de la casa y dijo a Marian que el cuarto iluminado era el dormitorio de Yvonne Vouvray.
Pasó media hora. Se escucharon pisadas y aparecieron dos desarrapados chiquillos de unos diez años de edad.
Nicholas Thornton los saludó y los llamó por su nombre.
—Ahora ya sabes qué hacer, Hill —dijo al más alto de los dos—. Ve corriendo a la estación de bomberos de Chelsea y diles que los necesitan ahora mismo en Paradise Row. Diles que se den prisa, porque la casa pertenece al conde de Staverton.
—Sí, señor, sé lo que tengo que hacer —contestó Hill.
—Te daremos diez minutos para llegar allí —dijo Nicholas Thornton—. Entonces vuelve aquí y recibirás tu dinero.
—Volveré enseguida, señor —contestó Bill y echó a correr.
—Esparce esta paja por encima de la barandilla hacia el sótano, Sam —dijo al otro chico— pero procura que no quede demasiado separada.
Sam cruzó la calle y lo vieron hacer lo que se le había dicho. Mientras tanto, Nicholas Thornton había abierto un paquete que llevaba y Marian vio que contenía diferentes cohetes y fuegos artificiales.
Los fuegos artificiales eran muy populares en los llamados jardines de placer de Londres, y Vauxhall hacía espectáculos con ellos casi cada semana. Éstos había excitado siempre su imaginación desde que era una niña y pensó que por una vez servían para algo práctico.
—Creo que Bill debe estar ya con los bomberos —dijo Nicholas.
Cruzó la calle llevando los cohetes y Marian que permanecía en el umbral de la otra casa, no pudo ver bien lo que estaba haciendo. Pero, súbitamente, contempló el primer destello de luz procedente del cohete que él llevaba en la mano y que arrojó hacia la paja del sótano.
En el mismo instante Marian vio un resplandor rojo contra los muros de la casa. Entonces, cuando Nicholas arrojó los otros cohetes hacia donde estaba el primero, se escuchó una explosión repentina. La paja se incendió y las llamas, combinadas con las chispas que brotaban de los cohetes, empezaron a subir por un lado de la casa. Nicholas Thornton cruzó la calle a toda prisa, para colocarse junto a Marian.
Entonces, tal como le habían dicho que hiciera, Sam atravesó corriendo la calle, se colocó frente a la casa de la esquina y empezó a gritar con toda la fuerza que le permitían sus pequeños pulmones «¡Fuego, fuego!».
Un momento después la ventana del dormitorio se abrió y Marian vio, a la luz de las llamas, que el duque había asomado la cabeza.
Se retiró a toda prisa y al hacerlo un carruaje de bomberos tirado por dos caballos y con seis hombres sentados en los asientos transversales, apareció en la esquina, haciendo sonar la campana.
Aquel carruaje, considerado ultramoderno, estaba ya dotado de la manguera de cuero que acababa de inventarse y de la escalera de acero, también de reciente creación, para rescatar gente de los pisos altos. También estaba equipada con extintores portátiles que habían empezado a usarse en 1816.
Los bomberos llevaban pantalones de terciopelo rojo, con medias de algodón y zapatos de hebilla de plata. Sus chaquetas eran de paño azul con grandes botones de plata y en la cabeza llevaban un sombrero negro de copa alta.
Comenzaron a trabajar tan pronto como aparecieron, golpeando en la puerta y ordenando a los ocupantes de la casa que la evacuaran en el acto.
Fueron obedecidos con tal prontitud, que Marian supuso que el duque y su amiga Yvonne Vouvray debían estar ya en el vestíbulo cuando llegaron los bomberos.
Salieron a la calle, el duque con los pantalones puestos, pero desnudo de la cintura para arriba, a excepción hecha de una colcha de seda verde, que se había echado a los hombros.
Yvonne Vouvray, llevaba una negligé muy recargada y provocativa de raso color rosa, adornada con encajes y cintas. El cabello oscuro le caía sobre los hombros y aunque parecía muy agitada y temerosa, estaba, admitió Marian llena de celos, muy atractiva.
Cruzaron al otro lado de la calle para no estorbar a los bomberos que dirigían el agua de la manguera a las llamas procedentes del sótano.
El fuego estaba siendo sofocado con gran rapidez y era evidente que no había pasado a la casa. Nicholas Thornton, con una libreta en la mano, caminó hacia la pareja que observaba las maniobras.
—¿Tiene Su Señoría algo que decir sobre este asunto? —oyó Marian que preguntaba al duque.
—¡Nada! —contestó el duque en tono cortante—. Y no tengo idea de por qué me llama usted «Su Señoría».
—Creo que usted es el duque de Ranelagh, Su Señoría —contestó Nicholas.
—¡No es cierto y le prohíbo que publique tal mentira!
—El público se interesa por cualquier cosa que se refiere a la famosa mademoiselle Yvonne Vouvray.
—¡No quiero que nada de esto sea publicado! —exclamó Yvonne Vouvray en su inglés entremezclado con francés—. ¡Váyase! ¡Caramba! ¡Déjenos en paz! No queremos saber nada de los periódicos.
—Comprendo muy bien —dijo Nicholas Thornton.
Hizo una reverencia para alejarse, pero el duque extendió la mano para detenerlo.
—Espere un momento, señor mío.
Empezó a hablar en voz baja. Pero Marian estaba segura de que le ofrecía dinero a Nicholas Thornton porque no publicara nada, sin saber que el periodista había sido sobornado de antemano por Marian.
—Sin importar lo que el duque le ofrezca por guardar silencio —le había dicho a Nicholas cuando estaban haciendo sus planes—, yo le daré más. No quiero que usted pierda dinero por ayudarme.
—También me estoy ayudando yo mismo —dijo él.
—Pero usted anda mal de dinero y ha sido muy amable —contestó ella.
Pensaba, al decir eso, que habría dado con gusto toda su fortuna para evitar que el conde tuviera que casarse con Lady Isolda.
Al ver a Nicholas que volvía hacia ella, Marian decidió que había matado dos pájaros de un tiro. Había salvado al conde de dos mujeres… a las que ella detestaba.