Capítulo 2
Ya en Londres avanzaron por Park Lane, la elegante avenida que bordeaba el parque. Marian aunque había estado en la capital otras veces, lo observaba todo admirada del contraste entre la animación y el colorido de las calles de la ciudad y el sosiego de Worcestershire, la región donde había vivido con su padre.
Cuando llegaron a la mansión Staverton, la contempló con asombro.
Ocupaba tres acres de terreno en la esquina de la calle Grosvenor con Park Lane. Era un lujoso e impresionante palacio rodeado por un alto muro de piedra. La entrada de carruajes tenía una soberbia verja rematada con el escudo de armas de la familia.
—¿Vive usted solo en un edificio tan inmenso como éste? —preguntó maravillada la joven.
Había una nota de admiración en su voz, que hizo al conde contestar:
—Me alegro de que algo mío la haya impresionado.
El enorme vestíbulo de mármol, las puertas de caoba con incrustaciones de oro, las chimeneas de mármol de Carrara así como dos cuadros de Gainsborough y un retrato, obra de Reynolds, que, junto con pinturas de los principales maestros europeos, adornaban el salón, dejaron fascinada a Marian; pero a la vez, tanta magnificencia la hacía sentirse minúscula y la llevaba a adoptar una actitud desafiante.
—¡Bienvenido a casa, milord! —dijo con una reverencia un resplandeciente mayordomo de librea negra y dorada, la misma que vestían los altísimos e impecables lacayos.
—Haga venir al señor Richardson inmediatamente —ordenó el conde entregándole el sombrero y los guantes.
—Debo informar a Su Señoría que la duquesa de Kingston acaba de llegar —dijo el mayordomo en tono respetuoso.
—¡Qué feliz coincidencia! —exclamó el conde y volviéndose hacia Marian añadió—: por un azar providencial, mi abuela está aquí.
—Milady está descansando —intervino el mayordomo.
—Diga a la señora Meadows que atienda a la señorita Lyndon —ordenó el conde mientras subía la suntuosa escalera del vestíbulo. Al llegar al rellano giró hacia el ala de la casa destinada a los invitados.
En esa sección de la mansión había dos habitaciones reservadas para uso exclusivo de su abuela cuando visitaba Londres.
La encontró sentada cómodamente en un sillón de su gabinete, perfumado por flores traídas de los invernaderos que el conde poseía en su casa de campo.
Como si lo estuviera esperando, la duquesa levantó la mirada al oír que se abría la puerta. Al ver a su nieto, una sonrisa de bienvenida iluminó su bello rostro.
Había sido tan hermosa de joven que el duque de Kingston se enamoró de ella sólo con verla. Se casaron a medianoche en la capilla de Mayfair para evitar las protestas de la familia, que esperaba que él hiciera una alianza más ventajosa.
Pero había resultado ser una unión entre dos personas que de veras se amaban y la duquesa fue pronto estimada, e incluso admirada por todos, desde la reina hasta el más humilde criado del duque.
Ahora, viuda y anciana, con el cabello blanco y el rostro surcado de arrugas, poseía aún una belleza enormemente pictórica. Le tendió su mano con gracia.
—Supe que no estabas en casa, Durwin —exclamó.
—Acabo de llegar y me alegra muchísimo encontrarte aquí, abuela.
El conde le besó la mano y después las mejillas.
—¿Cómo es que has venido a Londres? Aunque estoy seguro del motivo.
—Tenía cita con el dentista —dijo la duquesa con firmeza.
—¡Tonterías, abuela! Sabes tan bien como yo que es el principio de la temporada social y no querías perdértelo. De hecho hace ya más de quince días que te espero.
—Estoy ya demasiado vieja para una intensa vida social —dijo la duquesa, pero su sonrisa desmintió sus palabras.
—Por mi parte, no podías haber llegado en un momento más oportuno —dijo muy serio el conde, sentándose junto a ella.
—Vas a decirme que te vas a comprometer en matrimonio —dijo ella mirándole fijamente—. Espero que no sea con una de esas viudas inoportunas que tanto te asedian.
—No, abuela —contestó el conde—. No estoy comprometido en matrimonio, ni tengo intención de encadenarme a ninguna viuda ni a ninguna otra mujer.
—Pues andas con bastantes por lo que sé.
—No puedo evitar que te enteres de mis escapadas, cuando estás al tanto de todos los escándalos de Londres, ocurran en la casa Carlton o en cualquier otro lugar.
—¡La casa Carlton! —dijo ella con desprecio.
—Tengo algo que decirte —dijo él a toda prisa, sabiendo que su abuela podía hablar durante horas contra el príncipe regente.
—¿Qué sucede?
—He conocido casualmente a una pupila que dejaron a mi cuidado —explicó el conde.
¿Una pupila? —exclamó la duquesa—. No tenía idea de que fueras tutor de alguien. Recuerdo que mi pobre esposo …
—Estoy seguro de que el abuelo era muy responsable —la interrumpió el conde—, pero por desgracia yo no lo he sido tanto.
—¿Y qué ha sucedido entonces? —preguntó la duquesa con curiosidad.
—Que he traído a mi pupila a Londres —dijo el conde.
—Y supongo que ella está empeñada en casarse contigo.
—Al contrario, abuela —dijo riendo—. Ha decidido no casarse.
—¿Es posible que exista una muchacha que no tenga deseos de cazar un marido y sobre todo uno como tú?
—Tienes que conocer a Marian, que, por cierto, es una rica heredera, así que no hay ninguna prisa por casarla.
—¿Me estás diciendo que has traído aquí a esa muchacha?
—Para que me hagas el favor de ser su dama de compañía, abuela, al menos por esta noche.
—Te has vuelto loco —dijo ella—. ¡Nunca ha habido una muchacha en la mansión Staverton!
—Lo sé —admitió el conde—, pero sus padres han muerto y ella se ha fugado del colegio, no tiene a quién recurrir.
—¿Cómo es? —preguntó la duquesa con desconfianza—. No pienso servir de compañía a una zafia campesina.
—Es muy guapa y su padre era el mayor Maurice Lyndon. Estuvimos en el mismo regimiento.
—¿Lucky Lyndon?
—¿Has oído hablar de él?
—¡Ya lo creo! —contestó la duquesa—. Tú eras demasiado joven para recordarlo, o tal vez no te interesó el asunto, pero tu primo Gervais Cunninghan lo retó a duelo.
—¿Y realmente se batieron?
—¡Por supuesto! Siempre afortunado Lyndon, venció al pobre Gervais, a pesar de ser cierto que éste le había encontrado en circunstancias muy comprometedoras con su esposa Caroline.
—Admito que si lo supe, lo había olvidado —dijo el conde.
—Caroline era sólo una de las muchas mujeres enamoradas de Maurice Lyndon y, desde luego, de su inmensa fortuna.
—¿Cómo se hizo tan rico?
—Apostando dinero, pero no a las cartas, lo arriesgó en acciones, en barcos y en propiedades en varios lugares del mundo. Hasta creo que ganó en Francia a la lotería varios millones de francos.
—Ya que sabes tanto sobre él, congeniarás con su hija —dijo el conde—. Pero te suplico, abuela, que no le hables de las hazañas de su padre. ¡Bastante ansiosa está ya por correr aventuras ella misma!
—Sin duda, es demasiado joven para haber hecho algo censurable, sobre todo si estaba en un colegio.
—¡Te sorprenderá escucharla! —contestó el conde enigmáticamente.
Se levantó y salió a buscar a Marian; mientras él había estado con su abuela, ella se había quitado la ropa que llevaba sobre su uniforme de escolapia. A pesar de su aire aniñado e inocente, el conde vio en el rubio intenso de su cabello, en la expresión traviesa de sus ojos rasgados, y en la curva burlona de sus labios, la señal de que debía vigilarla.
—Mi abuela ha aceptado acompañarla por ahora —dijo él con gesto severo mientras subían juntos la escalera—. Y si le agrada, se abrirán para usted las puertas de la corte.
—Insiste en que debo medir mis palabras —dijo ella.
—¡Y su conducta! —añadió el conde.
—Creo que no confía en mí —dijo ella con ironía.
—Es que no quisiera ver cubiertos de vergüenza su nombre y el mío, porque por desgracia soy su tutor.
—Me atrevo a decir que va a disfrutar de ello, en cuanto se acostumbre a mí. Además, ya es hora de que alguien lo despierte de los sueños de grandeza que vive usted aquí.
—No tengo deseo alguno de ser despertado, si a lo que se refiere es a que me dedique a sacarla de complicaciones —dijo el conde con severidad—. Y le aseguro que tengo autoridad suficiente para enviarla a Harrogate si se porta mal.
—¡Habla el tutor mano-de-hierro! —dijo con aire burlón—. Pero no se preocupe. Trataré de no cruzarme en su camino.
—¡Ojalá! —dijo el conde abriendo la puerta del cuarto de su abuela y oyó una risita a su espalda.
* * *
Casí al amanecer, Marian se despertó al oír un ruido de cascos. Se dirigió a la ventana de su dormitorio y vio al conde, que recorría el sendero que conducía a la casa, montado en un brioso caballo.
Sabía que él se levantaba siempre temprano para cabalgar por el parque antes de que se llenara de gente y deseó que la hubiera invitado a acompañarlo.
Se preguntaba si él se encontraría con alguna hermosa dama durante esos paseos, o si preferiría estar solo. Marian se había enterado de muchas cosas respecto al conde gracias a su amiga Claire, con quien se había puesto en contacto al día siguiente de su llegada. Ésta se había mostrado muy impresionada al saber dónde vivía y quién era su tutor.
—¿Por qué nunca me dijiste que tu tutor era el conde? —le preguntó.
—Me sentía avergonzada de tener un tutor que no se ocupaba de mí —contestó Marian—, y lo detestaba porque supuse que era viejo, mojigato y desagradable.
—Y ahora has descubierto que no es ninguna de esas cosas. ¡Cuánto te envidio! Siempre he querido conocerlo, pero él nunca habla con mujeres solteras.
Pues tiene que hablar conmigo.
Marian no quiso confesar a su amiga que, desde que llegara a la mansión Staverton, no había tenido ninguna conversación privada con su propietario y sólo lo había visto durante las cenas, en el otro extremo de la mesa. Esto se debía en parte a que ella se pasaba el día de compras con la duquesa, quien tenía ideas muy firmes sobre cómo debía vestirse una joven si quería llamar la atención del Beau Monde.
Al principio Marian había temido que la obligaría a comprar vestidos de «niña joven y tonta», que la haría parecer insignificante. Pero, para su deleite, descubrió que la duquesa sabía con exactitud cómo hacerse notar sin sobrepasar los límites del buen gusto.
Ella le descubrió que su pelo podía brillar como una antorcha ardiente sobre su bien formada cabeza, que con un ligero maquillaje su piel adquiría una blancura deslumbrante y que sus ojos podían resaltar aún más en su pequeño rostro.
Marian jamás hubiera sospechado mientras usaba la fea ropa que su prima Adelaide le escogía, que tenía una figura exquisita. Pero esto resultó innegable al ser vestida por una costurera francesa.
—Estoy muy orgullosa de ti esta noche, querida —dijo la duquesa, contenta del éxito alcanzado por Marian en un baile dado por la duquesa de Bedford.
—Todo gracias a usted —reconoció Marian con sencillez.
—No, querida, tú siempre tienes de qué hablar. Nunca he podido soportar a esas muchachitas tímidas que no encuentran nada que decir y no se atreven a levantar los ojos del suelo.
Marian se echó a reír.
—Según mi tutor, no sólo no soy tímida, sino excesivamente atrevida —dijo Marian—. Le espantan las cosas que digo. —Pensaba en ese momento que el conde, aunque las había acompañado a varios bailes, jamás la había invitado a bailar. Ella había notado que sus parejas eran mujeres tan atractivas y sofisticadas como había supuesto.
Claire le aclaró más las cosas en ese sentido.
—El conde lleva casi un año enamoriscado de Lady Isolda Herbert. Ella enviudó muy joven durante la guerra. Tiene fama por su belleza.
—¿Tú crees que el conde se casará con ella? —preguntó Marian.
—¿Quién sabe? —dijo Claire encogiéndose de hombros—. Todas sus amantes han tratado de pescarlo, pero dicen que las mujeres le aburren en cuanto las conoce bien.
—¿Te contó eso tu hermano Rupert?
—Oh, Rupert me contó muchas cosas del conde. Su actual amante es muy atractiva. A Rupert también le gustaba, pero era demasiado cara para sus posibilidades.
—¿Quién es ella?
—Se llama Ivonne de Vouvray. Canta en los jardines Vauxhall.
Me gustaría oírla —dijo Marian.
—Dudo mucho que la duquesa te deje ir. Aquello es «terreno prohibido» para jovencitas como tú. Pero tal vez Rupert y yo podamos llevarte una noche sin que se entere nadie.
—¡Por favor, tratad de hacerlo! —suplicó Marian.
Sentía mucha curiosidad por ver cómo era la amante del conde.
Sospechaba, después de haber visto a Lady Isolda, que tendría el cabello oscuro. Además, la popularidad de las rubias con ojos azules, establecida por la duquesa de Devonshire, había pasado ya y ahora estaban de moda las morenas, especialmente cuando tenían el tipo de belleza de Lady Isolda.
Era una mujer de cabello negro azabache, que a Marian le recordaba a los caballos del conde, cejas aladas y ojos de tonalidad verdosa, resaltados por las magníficas joyas que solía llevar y por sus vestidos de brillante colorido.
—¿En qué piensas? —preguntó Claire a Marian el día anterior.
Estaban solas tomando el té en la salita porque la duquesa había subido a su cuarto a descansar.
—Estaba pensando en Lady Isolda —contestó su amiga.
—La conociste anoche, ¿no?
—¿Cómo lo supiste?
—Te vi llegar al baile y ella iba en tu grupo. ¿Hablaste con ella?
—Me dio dos dedos helados para que se los estrechara y levantó su aristocrática nariz para mirarme.
—Y eso gracias a que vives en la mansión Staverton —dijo Claire—. Yo en cambio sigo sin existir para ella.
—Es arrogante como mi tutor —dijo Marian riendo—. Quizá por eso le guste a él.
Claire miró por encima de su hombro por si alguien pudiera estar escuchando y dijo bajito:
—Rupert dice que tiene fama de tigresa.
—¿De tigresa? ¿Por qué?
—Porque es feroz y apasionada.
—A mí no me lo parece.
—Porque es muy lista. Parece fría y desdeñosa hasta que se encuentra a solas con un hombre que le gusta.
—Y a ella le gusta… el conde —murmuró Marian.
—Según Rupert, las apuestas se inclinan ahora a favor de que él se verá obligado a llevarla al altar.
—Ésa me parece una forma bastante deprimente de llegar al matrimonio.
—Si quieres conseguir un hombre tienes que maniatarlo y llevarlo a rastras al altar —dijo Claire riendo. Ninguno quiere casarse.
Vio la expresión en los ojos de Marian y volvió a reír.
—Tu caso es diferente. Tú eres una heredera. Rupert dice que todos los nobles solteros están hablando de tus encantos. Y entre ellos se incluye tu riqueza.
Me lo imagino —contestó Marian.
Uno de los días en que Marian volvía de pasear con la duquesa, se le acercó el mayordomo e, inclinándose ante ella, le dijo:
—Su Señoría quiere hablar con usted en el estudio, señorita.
Ella se sintió emocionada. En las dos semanas que llevaba en la mansión Staverton era la primera vez que el conde quería hablar con ella. Logró caminar con dignidad detrás del mayordomo, aunque estaba ansiosa de echar a correr delante de él. Éste abrió una puerta de oro y caoba y anunció:
—¡La señorita Lyndon, milord!
El conde estaba sentado ante su escritorio y parecía ocupado escribiendo. Se levantó al entrar Marian y ella pensó que nadie tenía mejor figura que el conde ni vestía tan bien como él.
Otros hombres parecían muy conscientes de su ropa cuando estaba bien cortada y era tan elegante. Pero a éste, la ropa se le amoldaba perfectamente, y él la llevaba con una soltura tan evidente como su habitual gesto de hastío.
No parecía muy aburrido en ese momento y ella pensó que la observaba buscando algo que criticar en su aspecto. Pero ella estaba tranquila. Sabía que su vestido amarillo pálido y el collar de topacios que llevaba, perteneciente a la colección Staverton, eran algo exquisito.
Se inclinó cortésmente y esperó.
—Siéntate, Marian, quiero hablarte —dijo él tras una pausa.
Ella obedeció, notando que él la tuteaba por primera vez.
—¿Qué he hecho ahora?
—Deberías decir que qué es lo que has hecho que yo haya descubierto.
—Parece usted la directora del colegio —se quejó ella—. ¿Me permite informarle que he sido un modelo de discreción y decoro? Su abuela está muy satisfecha conmigo y usted debería estarlo también.
—Entonces, ¿por qué esos nervios? —dijo él con ironía.
—¿Qué hace usted todo el día? —preguntó Marian impulsivamente—. Sé que va a montar todas las mañanas y a veces lo vemos en los bailes por la noche. Pero ¿el resto del tiempo?
—Como ya te expliqué, tengo una vida muy bien organizada y no pienso cambiar mi estilo de vivir.
—Era simple curiosidad —dijo Marian—, pero, desde luego, sus amantes deben quitarle mucho tiempo.
—Te dije que no mencionaras a tales mujeres —dijo él bruscamente.
—No hablaba de nadie a quien sea incorrecto mencionar —contestó ella—. En realidad, pensaba en Lady Isolda. ¿Se va a casar con ella?
El conde dio un puñetazo en su escritorio.
—No te he llamado para discutir mi vida privada dijo enfadado. —¿Cuándo aprenderás que así no se le habla a un tutor?
Se está portando como cuando nos conocimos —dijo ella dolida—.
Esperaba que estaría usted satisfecho de mi conducta ejemplar, pero que, a solas con usted, podría ser yo misma. Sin embargo, ya veo que estaba equivocada.
—Me gustaría que siempre fueras sincera conmigo, Marian, pero tú sabes que hay temas prohibidos aun cuando estés a solas conmigo —dijo él reprimiendo una sonrisa.
—No sé por qué —protestó Marian—. Todo Londres se pregunta si se va a usted a casar con Lady Isolda o no, y me daría rabia despertar un día y encontrarme con el anuncio de la boda en The Gazette.
—Tranquilízate —dijo él—. No tengo intención de casarme con Lady Isolda ni con ninguna otra.
Un destello de triunfo iluminó los ojos de Marian.
—Ya tienes la información que buscabas, ¿no? —dijo él irritado.
—Comprenda que inspira usted mucha más curiosidad que ese viejo regente, gordo y feo —dijo ella.
—No debes hablar así de tu futuro soberano —le reprendió con severidad. Marian se echó a reír.
—Vuelve a ser el director de escuela —dijo ella—. «Sí, Señor. No, Señor. Me portaré bien, Señor». ¿Para qué quería verme?
—Debo informarte que Lord Rowlock me ha pedido tu mano y le he dicho que no daría mi consentimiento, rogándole, además, que no se volviera a acercar a ti.
—¿Lord Rowlock? Pero… me parece divertido —contestó Marian.
—Es un cazadotes que lleva años tratando de casarse con alguna joven de dinero —dijo él—. Debe estar loco para haberse acercado a mí con tal idea.
—Desde luego que no quiero casarme con él —dijo ella—. Pero es más divertido que esos imberbes que me presentan todas las madres ambiciosas.
—Mis instrucciones son que si Rowlock te habla, no le hagas caso; y si continúa molestándote, yo me encargaré de él.
—¿Qué haría usted en ese caso? —preguntó ella interesada.
—No hay necesidad de entrar en detalles —contestó el conde con frialdad—, pero te aseguro que emplearé un método efectivo.
—¿Se batiría en duelo? ¡Sería emocionante que pelearan por mí!
—El duelo es ilegal y anticuado —dijo él con firmeza.
—No es cierto —replicó Marian—. Rupert fue padrino de un duelo la semana pasada.
—No me interesa la conducta irresponsable de jovencitos como Combe —dijo él con desprecio—. Y repito que no debes ya contar a Lord Rowlock entre tus amistades.
—Lo pensaré —dijo ella en tono provocativo.
—Harás lo que te digo o te mandaré a Harrogate.
—Si lo hace, chillaré todo el camino, y pagaré a un dibujante para que lo caricaturice por ser tan cruel con su pobre e indefensa pupila.
Ni eres pobre, ni indefensa —dijo el conde—, y mientras vivas en mi casa harás lo que yo diga.
—Quizá debiera irme a una casa alquilada —dijo ella dulcemente.
—Quieres provocarme —dijo él esforzándose por dominar su ira—. ¡Por qué diablos me habrá tocado encargarme de una chiquilla tan malcriada como tú! Te advierto que, o te portas bien, o vas a arrepentirte hasta de haber nacido.
—Ahora parece un lobo feroz —dijo ella riendo—. Su abuela debe tener razón cuando dice que le han mimado desde niño. Sospecho que sus amantes han seguido donde se quedaron sus niñeras e institutrices.
Se levantó al decir esto y caminó hacia la puerta. Al llegar a ella, se volvió a mirar al conde, que decía furioso, desde su escritorio:
—Harás lo que te digo, Marian, o te advierto que las consecuencias serán muy desagradables.
—¡Guau, guau! —contestó ella dirigiéndose a la puerta—. ¡Me encanta cuando se pone tan feroz y dominante! ¡Con razón ha dejado tantos corazones destrozados como si fueran confeti!
Salió de la habitación cerrando la puerta antes de que el conde pudiera hablar de nuevo. El se quedó mirando furioso hacia la puerta y de pronto, se echó a reír.
Se daba cuenta de que Marian había sido un éxito de la noche a la mañana y, aunque él pensaba con cinismo que se debía sobre todo a las historias que circulaban sobre su fortuna, admitía que se trataba de una muchacha muy original e indiscutiblemente atractiva.
Había algo hermoso y a la vez travieso en su rostro y, aunque a él le exasperaba con su expresión desafiante, comprendía que esa actitud era, más que nada, una farsa interpretada en su honor.
«Dios sabe que necesita un marido», se dijo, «pero ¿qué tipo de hombre será capaz de manejarla?». También sabía que su abuela estaba encantada con Marian, ya que la joven no sólo era respetuosa y considerada con la anciana, sino también lo bastante inteligente, según descubrió el conde, como para divertir a la duquesa contándole lo que le decían sus pretendientes en los bailes y hasta enseñándole sus cartas de amor.
A la duquesa le encantaba «saberlo todo», y hasta entonces no había visto de cerca las costumbres de la generación más joven.
—Me ha dicho Marian que le has prohibido toda relación con Lord Rowlock —le dijo al conde cuando éste fue a visitarla.
—Es que se atrevió a pedirme su mano —dijo él furioso.
—Ya sé que es un cazadotes —dijo la duquesa—, pero creo que no estuviste muy acertado al prohibirle a ella que lo vea. La fruta prohibida es siempre la más dulce.
—¿Quieres decir que me desobedecerá? —preguntó el conde.
—No me sorprendería —contestó su abuela—. Durwin, debes comprender que no es una jovencita corriente. Es muy inteligente y extraordinariamente atractiva.
—Pero también es muy obstinada —dijo él mordazmente.
—Si no la sabes tratar. Debiste dejar en mis manos las advertencias sobre Lord Rowlock.
—¡Ese condenado tipo es una amenaza! —dijo él furioso—. Está dispuesto a todo por conseguir una herencia. Estoy convencido de que pensó que una chiquilla tan ingenua como Marian se iba a prendar de él.
—Es ingenioso y muy guapo —comentó la duquesa—. Ambas son cosas que atraen a la gente joven. Ten cuidado, Durwin, podrías arrojarla a sus brazos.
—¡Antes le mato! —dijo él airadamente saliendo del cuarto sin despedirse.
Por un momento la duquesa se sintió sorprendida, pero luego al reflexionar, una enigmática sonrisa apareció en sus labios.
* * *
A la mañana siguiente Marian fue a visitar a Claire. Su padre, el marqués de Morecombe no era un hombre rico, aunque poseía una extensa propiedad en Buckinghamshire, y después del esplendor de la residencia del conde, la mansión Morecombe parecía muy modesta; pero a Marian sólo le preocupaba Claire en ese momento, y era obvio que su amiga había estado llorando.
Claire era bonita, quizá algo insignificante, con cabello muy rubio y pálidos ojos azules. Cuando estaba contenta, su rostro se iluminaba y resultaba muy atractiva; ahora con los ojos enrojecidos, a Marian le parecía una flor sacudida por una tormenta.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—¡Marian, me alegro tanto de que hayas venido! ¡Tienes que ayudarme… tienes que hacerlo! No sé qué voy a… hacer.
—¿Qué ha sucedido?
—No sé ni cómo… decírtelo.
—No seas tonta. Sabes bien que yo te ayudaré.
—Esperaba poder decirte hoy o mañana que estaba… comprometida en matrimonio —dijo Claire entre sollozos.
—¿Con Frederick Broddington?
—¿Cómo lo adivinaste?
—Porque no has hablado de nadie más desde que llegué a Londres. Me cae muy bien. ¡Seréis muy felices!
—Habría sido enormemente feliz, pero ahora no puedo casarme con él… y, ¡oh!, quisiera morirme —dijo Claire estallando en llanto.
—No te pongas así —dijo Marian abrazándola—. Todo saldrá bien. Dime qué ha sucedido y por qué no puedes casarte con Frederick. El mismo me dijo que estaba loco por ti.
—Eso es lo que me dijo a mí… y vio a papá ayer… Papá, por supuesto dio su… consentimiento.
Era muy lógico que el marqués lo hubiera dado considerando que el honorable Frederick Broddington era el único hijo de uno de los hombres más ricos de Inglaterra.
Lord Broddington era dueño no sólo de grandes secciones de Londres, sino también de valiosas zonas residenciales en Birmingham y Manchester. Era noble y la base de su fortuna había sido hecha por su tatarabuelo, que tuvo la idea de comprar terrenos en las afueras de las poblaciones que empezaban a crecer.
Al margen de su riqueza, Frederick era según Marian, el tipo de marido que convenía a Claire. Era bondadoso e inteligente y, a la vez, tenía opiniones muy propias. A ella le había caído muy bien y, además, estaba segura de que de veras amaba a Claire.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Marian—. ¿Has reñido con Frederick?
—Claro que no —contestó Claire a través de sus lágrimas—. Es Sir Mortimer Sneldon quien lo ha arruinado todo… ¡Oh, Marian! ¿Por qué lo habré conocido, por qué habré sido tan tonta?
—¿Sir Mortimer Sneldon? —preguntó Marian.
Recordó que era un aristócrata guapo y algo presuntuoso, al que veía en todos los bailes, aunque nunca le había sido presentado.
—Sí, Mortimer Sneldon —dijo Claire—. El me pidió que os presentara, pero me negué a hacerlo por temor a que te perjudicara… como ha hecho conmigo.
—¿Qué te ha hecho? —preguntó Marian.
—¡Me está chantajeando! —dijo Claire enjugándose los ojos.
—¿Que te está chantajeando? ¿Cómo es posible?
Claire volvió a llorar desconsoladamente. Cuando logró calmarse continuó hablando.
—Cuando… vine por primera vez a Londres… me llenó de halagos… y como él era mayor que yo y muy apuesto, pensé que estaba… enamorada de él —dijo Claire con voz entrecortada.
—¿Qué hiciste? ¿Cómo puede hacerte chantaje?
—Le escribí cartas… muy tontas —dijo Claire—. No lo entenderás pero él era tan fascinante que me deslumbró.
—¿Qué decía en ellas?
—Que lo amaba… que nunca podría amar a otro… y que contaba las horas hasta que volviera a verlo.
Claire lanzó un pequeño sollozo desgarrador antes de decir:
—El me decía lo mucho que mis cartas significaban para él… pero insistía en que no podía escribirme porque temía que mi madre viera sus cartas —dijo Claire.
—¿Cuántas cartas le escribiste? —preguntó Marian.
—No tengo idea… una docena… tal vez más… no recuerdo.
—¿Y cuándo dejaste de sentir cariño por él?
—El fue quien me olvidó primero —contestó Claire—. Se enamoró de una de mis amigas y… me dejó, me sentí muy desgraciada y desventurada durante un tiempo pero luego comprendí que era una suerte para mí haberme librado de él.
—¡Claro que sí! —dijo Marian con decisión—. Pero ¿cómo puede hacerte chantaje?
—Se enteró de mi compromiso con Frederick y exige que le compre las cartas que le escribí.
—¿Y si no lo haces…? —preguntó Marian.
—Entonces se las llevará a Frederick porque sabe que él se las comprará para evitar que se hagan públicas. Pero Frederick dejará de amarme cuando las vea.
—¿Cuánto te pide? —preguntó Marian pensativa.
—¡Cinco mil libras! —murmuró Claire con labios temblorosos.
—¿Cinco mil libras? ¡Pero eso es muchísimo dinero!
—Sir Mortimer piensa que podré obtener esa suma una vez que esté casada y está dispuesto a esperar. Pero, o le envío una carta comprometiéndome a pagárselo en los próximos dos años o ¡irá a ver a Frederick!
—¡Es lo más diabólico que he oído nunca! —exclamó Marian iracunda.
—Lo sé… pero no es culpa mía —dijo Claire con voz débil—. Tú eres la única persona que puede ayudarme… por favor, ¿me prestarías ese dinero?
—¡Por supuesto! Pero antes de entregarlo, debiéramos reflexionar un poco.
Tiene que haber algún modo de castigarle.
—No podemos hacer nada, y ¡prométeme que no se lo dirás a nadie! —suplicó.
—Te lo prometo —dijo Marian—, y te aseguro que todo saldrá bien. Frederick nunca sabrá lo sucedido y tú no le digas nunca lo tonta que has sido.
—¿Cómo podré agradecértelo? —dijo Claire aliviada.
—Agradécemelo no preocupándote más y olvidando todo lo sucedido —dijo Marian—. Tardaré un día o dos en conseguir el dinero.
—¿No dirás nada a… tu tutor?
—¡No, claro que no! —contestó Marian—. No le diré nada a nadie, pero quiero pensar en Sir Mortimer Sneldon.
—Pero… ¿para qué?
—Porque no puedo admitir que los malvados puedan sacar dinero tan fácilmente —dijo Marian muy decidida.
—¡Muchas gracias! Eres la persona más bondadosa del mundo y nunca podré agradecerte lo suficiente cuanto has hecho por mí —dijo Claire abrazándola—. Y tú vas a ser la persona más feliz del mundo —dijo Marian.
—Pensé que había perdido a Frederick. ¡Marian, no sabes lo maravilloso que es estar enamorada! Un día te sentirás como yo.
—Lo dudo, pero me encanta que seas tan feliz —dijo Marian besándola.
Después, cuando volvía a la mansión Staverton, Marian sólo pensaba ya en Sir Mortimer Sneldon.