Capítulo 1
Uno de los caballos empezó a cojear y el conde de Staverton lanzó un juramento entre dientes. Entonces detuvo sus caballos y su lacayo saltó del asiento posterior del faetón.
—Es muy probable que sea una piedra, milord —dijo con voz alegre, mientras corría hacia delante—. Estos caminos son muy malos.
—¡En verdad que son horribles! —contestó el conde, frenando su impulso de usar un lenguaje más violento.
Ató las riendas al faetón y bajó de éste.
El camino era muy pedregoso y no le sorprendía que una piedra se hubiera introducido en la herradura de uno de sus caballos.
El conde pensó que tal vez había conducido a velocidad imprudente, teniendo en cuenta las malas condiciones del camino; pero tenía prisa por llegar a Londres y olvidar el aburrimiento sufrido en la casa donde se había alojado para ver una pelea entre dos conocidos púgiles.
Había sido una excelente pelea y el conde, que había apostado al ganador, obtuvo una considerable suma de dinero. Pero tanto la conversación de su anfitrión, como la comida que le ofreció, habían resultado insufribles de principio a fin.
Ciertamente, el conde no era hombre fácil de complacer y para él muchas cosas y personas resultaban, según su propia expresión, «mortalmente aburrida».
Era una agradable mañana de primavera. Una gran variedad de flores cubría los márgenes del camino.
El conde observó cómo su lacayo, con todo cuidado, extraía la afilada piedra que se había introducido en la herradura.
Contempló sus caballos con placer. Eran negro azabache y hacían un juego perfecto. Eran los caballos más finos del club hípico al que él pertenecía y el conde pensaba que era difícil que algún otro miembro del club pudiera adquirir caballos mejores que aquéllos.
Para estirar las piernas, caminó entre la hierba. A un lado de él había una pared de ladrillos, más alta que las vallas comunes que rodeaban el parque de algún importante aristócrata.
Los ladrillos, que habían sido rojos en un principio, estaban decolorados por el paso del tiempo. El conde supuso que se trataba de una construcción isabelina.
Estaba contemplando los reflejos que el sol proyectaba en el muro, cuando, de pronto, un objeto pesado pasó volando cerca de su cabeza, a unos cuantos centímetros de ésta.
Cayó a sus pies con un sonido sordo y al mirar descubrió con asombro, que se trataba de una maleta de piel, no demasiado pesada para llevarla en la mano, pero sin duda alguna un proyectil peligroso si le hubiera dado en la cabeza.
Levantó la mirada para ver de dónde había caído y vio una figura femenina que intentaba saltar el muro. Seguidamente la jovencita cayó al suelo ágilmente.
Había descendido con la cara vuelta hacia el muro y sólo cuando se dio la vuelta, vio al conde, con la maleta a sus pies.
—Lo que usted ha hecho es en extremo peligroso —dijo él con frialdad—. Si me hubiera dado en la cabeza, me habría dejado sin sentido.
—¿Cómo iba a saber que había alguien de pie junto al único lugar por donde puede saltarse el muro? —preguntó ella.
Mientras hablaba, caminó hacia el conde. Llevaba un sombrero en el brazo, su cabello era dorado, con reflejos rojizos.
El conde vio que los ojos de la muchacha eran muy grandes. Había algo en ellos que les daba una expresión inconfundiblemente picaresca.
No era una muchacha hermosa, pero tenía un rostro fascinante y poco común.
—Supongo que usted se está fugando —comentó el conde.
—¡No iba a estar saltando por un muro si pudiera salir por la puerta! —fue la respuesta.
Ella se inclinó para levantar su maleta y entonces vio los caballos del conde.
—¿Son suyos? —preguntó ella con expresión de asombro.
—Sí —respondió él—, pero uno de mis caballos se clavó una piedra en la pata, debido a sus abominables caminos.
—¡Los caminos no son míos, así que no me eche la culpa! —replicó la muchacha—. ¡Pero sus caballos son maravillosos! ¡Los más espléndidos que he visto en mi vida!
—Me siento muy honrado de que lo considere así —dijo el conde, con una mueca sarcástica.
—¿A dónde se dirige usted?
—A Londres.
—Entonces, por favor, lléveme con usted. Me encantaría llegar a Londres en un carruaje tirado por unos caballos tan briosos.
—Creo que es mi deber preguntarle de quién está huyendo y por qué —preguntó el conde.
La muchacha se había acercado a los caballos y los contemplaba con ojos muy brillantes.
—¡Son increíbles! —exclamó—. ¿Cómo ha logrado encontrar cuatro caballos tan iguales?
—Le hice una pregunta —insistió el conde.
Ella titubeó un momento y luego respondió:
—Me he fugado del colegio y si no nos vamos pronto, me descubrirán.
—No quiero buscarme complicaciones —dijo el conde.
—Habla usted como un abuelo —dijo ella con expresión de desprecio—, pero si no me lleva usted, lo hará Jeb, el carnicero. No debe tardar ya mucho en pasar.
—¿Tiene usted una cita con él?
—No, pero he hablado con él acerca de sus caballos y sé muy bien que hará lo que yo le pida.
Miró hacia el camino, al decir eso; pero de pronto volvió sus ojos al conde y suplicó:
—Por favor, lléveme. Si no lo hace usted lo hará Jeb, pero lo que le aseguro es que por nada del mundo volveré a ese colegio.
—Ya está listo, milord —dijo el lacayo en ese momento.
Los ojos de la muchacha seguían clavados en el rostro del conde.
—Por favor —suplicó ella con desesperación.
—La llevaré con una condición —dijo el conde—. ¿Cuál?
—Que me diga por qué se ha fugado y si no considero válidas sus razones, la devolveré al colegio.
—¡No podría ser tan cruel! —exclamó ella—. Además, si me escapo es por una buena razón.
—Más vale que lo sea —dijo el conde con gesto ceñudo.
La ayudó a subir al faetón y desató las riendas.
El lacayo acomodó la maleta en la parte de atrás y subió a su asiento. El carruaje se puso en marcha.
Avanzaron un rato en silencio y el conde se dio cuenta de que la joven estaba absorta contemplando los caballos.
—Estoy esperando —comentó él.
—¿Qué?
—Sabe muy bien qué. Tengo la impresión de que está retrasando deliberadamente su explicación y que no me la dará hasta que no nos hayamos alejado por completo de aquí.
—¡Qué inteligente es usted! —dijo mirándole con coquetería.
—No soy tan tonto como supone —dijo el conde en tono sarcástico—. ¿Con quién va a encontrarse en Londres?
—Me gustaría poder decirle que voy a encontrarme con algún ferviente enamorado —dijo ella sonriendo—. Pero puedo asegurarle que si hubiera alguno, no hubiera tenido que depender de Jeb o de la afortunada casualidad de encontrarme un desconocido como usted.
—Si no hay enamorado, ¿por qué esa prisa por llegar a Londres?
—Porque soy ya demasiado mayor para seguir en el colegio y mi horrible tutor, un hombre muy cruel, insiste en que pase siempre mis vacaciones en Harrogate.
—¿Qué tiene de malo Harrogate?
—¡Todo lo malo del mundo! Es un lugar aburrido, lleno de gente vieja y enferma. Cuando estuve allí en Navidades, ¡no conocí a nadie, excepto al párroco del pueblo!
Lo dijo con tanta desolación que el conde no pudo por menos que echarse a reír.
—Es evidente que debe haber sufrido mucho en un lugar así —dijo él—. Pero ¿no hay otro sitio al que pueda usted ir?
—No, por lo que a mi tutor se refiere —contestó la muchacha—. Ese hombre odioso no contesta siquiera mis cartas y toda sugerencia que yo hago es rechazada por su abogado.
—Parece un hombre bastante insensible —reconoció el conde—. ¿Va a intentar hablar personalmente con él en Londres?
—¡Claro que no! No pienso acercarme a él. Sospecho que si no quiere verme o comunicarse conmigo, es porque está derrochando mi fortuna.
El conde observó con curiosidad la extremada sencillez de las ropas que vestía la joven.
—Ya sé que está usted pensando que no parezco una heredera —dijo ella con pasión—. Pero es que mis vestidos los compra mi anciana prima Adelaide con el dinero que recibe del abogado de mi tutor. Pero lo peor de todo es que cumplí dieciocho años la semana pasada y mis mejores amigas ya hace un año que fueron presentadas en sociedad. Entonces yo estaba de luto por papá, y era lógico que no me permitieran ir a la corte, pero este año estaba segura de que me dejarían.
—¿Y qué razón le da su tutor para negarse a ello?
—¡Ya le he dicho que no sé ni una palabra de ese canalla! Le escribí páginas y páginas después de Navidad y su abogado sólo contestó que debía quedarme en la escuela hasta nuevo aviso.
Absorbió una bocanada de aire y continuó diciendo:
—He esperado tres meses y al final he decidido actuar por mi cuenta.
—Y cuando llegue a Londres, ¿qué hará? —preguntó el conde.
—¡Voy a convertirme en una cortesana!
—¿Una… cortesana?
—Así es como las llama Rupert, el hermano de Claire; pero creo que también se las llama «amiguitas» o «queridas».
El conde estaba tan estupefacto que por un momento dejó un poco sueltas las riendas y sus caballos se lanzaron al galope.
Volvió a frenarlos antes de preguntar:
—¿Tiene usted idea siquiera de lo que está diciendo?
—¡Por supuesto que la tengo! —contestó la joven—. Como no se me permite ocupar mi lugar en la sociedad, haré mi vida a mi manera.
—No creo que sepa usted el verdadero significado de sus palabras.
—Mi mejor amiga, Claire, me lo explicó todo antes de irse del colegio. Todos los nobles tienen amantes y eso significa que la dama que escogen debe pertenecerles sólo a ellos. Una cortesana puede escoger el hombre que le guste y, si se cansa de él, puede buscar otro que sea más interesante.
—¿Y cree de verdad, que le conviene ese tipo de vida? —preguntó el conde, escogiendo sus palabras con cuidado.
—Debe ser más divertido que estar todo el día en ese colegio tan aburrido en donde ya he aprendido todo lo que necesito. Desde luego, me esforzaré en encontrar un hombre adecuado.
—¡Eso espero! —comentó el conde.
—Imagínese lo divertido que será portarme como quiera, sin que nadie me diga que lo que hago es malo o extravagante.
—¿Y qué piensa hacer?
—Iré a Vauxhall, quiero ver allí los fuegos artificiales. También quiero conducir mi propio faetón, bailar todas las noches, tener mi propia casa, y no pensar nunca en el matrimonio.
—¿No quiere casarse?
—¡Claro que no! ¡Estar atada a un hombre para siempre es peor que ser su amante! Claire dice que la alta sociedad no es más que un mercado matrimonial.
—¿Qué quiere decir su amiga Claire con eso?
—Dice que en la corte, las chicas se pelean por casarse con un noble, aunque sea un estúpido, o con cualquier ricachón, gordo y viejo. Menos mal que mi fortuna me evitará esos problemas.
—Sin duda. Pero su tutor le da el dinero para sus gastos, ¿no?
—Ya le he dicho que no contesta a mis cartas. Su abogado me dice que le envíe mis cuentas y que él las pagará. Pero lo que yo quiero es dinero contante y sonante en mi bolsillo.
—Creo que la profesión que ha escogido no es el modo más conveniente de obtenerlo.
—¿Profesión? —preguntó la muchacha—. ¿El ser una cortesana es una profesión, como ser doctor o abogado? ¡Qué interesante!
El conde pensó en numerosas formas bruscas de contestarle. Pero decidió que eran respuestas que sólo una mujer de mundo comprendería.
Se preguntó que podría decir a esta impulsiva chiquilla que, estaba seguro, lo ignoraba todo sobre la vida.
Imaginó qué hubiera sido de ella de haber topado con alguno de esos jóvenes libertinos y disolutos que andan siempre en busca de emociones nuevas.
—No me ha dicho su nombre —dijo después de un momento.
—Marian… —contestó ella.
—¿Y su apellido?
—Ya le he hablado demasiado de mí, sería indiscreta si le contara más.
Después de todo, tal vez haya sido amigo de mi padre.
—En ese caso no dudaría en disuadirla de sus absurdos planes.
—Nada va a detenerme ahora —contestó Marian—. He tomado una decisión y hasta que no la cumpla no me pondré en contacto con mi tutor.
—Me imagino que tendrá que hacerlo, si desea dinero.
Marian se echó a reír.
—Me preguntaba si a usted también se le ocurriría eso. Es lo que yo había pensado y por ese motivo tuve que esperar tanto para fugarme.
—¿Qué hizo usted?
He reunido una considerable cantidad de dinero simplemente utilizando mi ingenio.
—¿Cómo?
—Envié facturas a los abogados que yo misma había hecho.
—¿Qué tipo de facturas?
—De libros, de uniformes del colegio, de todo. Pensé que quizá sospecharan, pero pagaron sin rechistar.
Lo dijo con tal aire de triunfo, que el conde no pudo evitar reírse.
—Veo que es una muchacha de muchos recursos, Marian.
—Tengo que serlo —contestó ella—, porque soy huérfana y mi único pariente es mi prima Adelaide, que no durará mucho.
El conde no contestó y después de un momento ella continuó diciendo:
—Además tengo bastante dinero para instalarme. Después, cuando me convierta en la muchacha más famosa de Londres, mi tutor no tendrá más remedio que entregarme mi fortuna.
—¿Y si se negara?
—En ese caso —dijo abatida— tendría que esperar hasta los veintiún años, para recibir la mitad de mi dinero, o hasta los veinticinco para recibirlo todo.
—Supongo que, como en casi todos los testamentos, habrá una cláusula referente a su posible boda.
—Por supuesto —reconoció Marian—, por eso no tengo intenciones de casarme y dejar que mi marido controle mi dinero.
Hizo una pausa antes de añadir con desprecio:
—Tal vez resulte como mi tutor, que se guarda todo el dinero para él y a mí no me da nada.
—No todos los hombres son así —dijo el conde con suavidad.
—Claire dice que la corte está llena de jóvenes aristócratas, que andan a la caza de una esposa rica y complaciente. Estoy segura de que me irá mucho mejor como cortesana.
—Tiene una opinión muy pobre del sexo masculino —comentó el conde—. Me temo que le costará mucho dar con un hombre de su agrado.
La muchacha pareció meditar sus palabras.
—Al menos no les resultaré muy cara —replicó ella—. El hermano de Claire dice que su amante le cuesta una fortuna. Le pide carruajes, caballos, una casa en Chelsea y montones de joyas.
—No sé quién es el hermano de Claire —dijo el conde—, pero no tome usted muy en serio su descripción del Beau Monde.
—Es el vizconde Combe —dijo Marian—, y según Claire, es el típico aristócrata de hoy.
«Eso es lo único sensato que ha dicho hasta ahora», pensó él.
Conocía al vizconde y le parecía un joven agradable, pero bastante tonto, que estaba despilfarrando el dinero que recibía de su padre, el marqués de Morecombe.
¡Usted conoce a Rupert! —dijo ella al verle tan pensativo.
Me he encontrado con él algunas veces —admitió el conde.
Claire pensó que sería un marido perfecto para mí porque él también tiene ansias de dinero. Pero, como le expliqué a ella, yo no quiero un marido, sino ser independiente.
—¿No comprende que eso es imposible?
—Entonces, ¿cómo lo consiguen las cortesanas?
—Nunca son herederas, para empezar.
—¿De qué sirve ser heredera si no puedes tocar ni un penique de tu propio dinero? —exclamó Marian con indiscutible lógica.
—Siga mi consejo y antes de hacer algo demasiado drástico, vaya a visitar a su tutor.
—¿Qué ganaría con eso? Sin duda estará indignado porque me fugué del colegio y es capaz de hacerme volver escoltada por la policía, con lo que tendría que escaparme de nuevo.
—Quizá, si le explicase que ya es demasiado mayor para seguir allí y que todas sus amigas ya están en la corte, él comprendería.
—¡Comprender! —rugió Marian—. Hasta ahora no ha comprendido nada. Dios mío. ¿Por qué papá le nombraría mi tutor? Debe ser un viejo rígido y mojigato, enemigo de toda diversión.
—¿Por qué se imagina que es así?
—Porque papá quería protegerme. A menudo me decía: «Cuando crezcas debes evitar los errores que yo cometí».
—¿Y había cometido muchos?
—Ninguno que me haya afectado —contestó Marian—. Se refería a sus muchos duelos por culpa de mujeres hermosas.
Extendió las manos con un gesto impulsivo.
—¡Lo terrible es que me haya dejado en manos de ese tutor! —exclamó—. ¡Cuando pienso que tiene todo mi dinero encerrado en su caja fuerte o escondido debajo de la cama, me dan ganas de gritar!
—Insisto —dijo el conde tras un breve silencio— en que no quiero complicaciones, pero aunque no le prometo nada, quizá intente hablar con su tutor.
Marian se volvió hacia el conde abriendo mucho a los ojos.
—¿De veras lo haría? —preguntó ella asombrada—. ¡Es usted muy bondadoso! ¡Retiro todo lo que pensaba de usted!
—¿Y qué pensaba? —preguntó el conde con curiosidad.
—Pensaba que era usted un hombre muy estirado y engreído y que si me escuchaba era por pura condescendencia hacia una insignificante muchacha campesina.
—¡Es usted una chiquilla malcriada y absolutamente incorregible! —dijo riendo el conde—, y aunque no creo que se atreva a hacer lo que me ha dicho, no dejan de preocuparme sus palabras.
Hablo muy en serio —le aseguró Marian— y si mi tutor se opone a mis planes, me esconderé hasta que pueda seguir adelante con ellos.
Sus planes no sólo son poco prácticos, sino totalmente censurables —dijo él en tono cortante—. Una dama ni siquiera pensaría cosas semejantes. Marian se echó a reír.
—Ya sabía yo que, tarde o temprano, llegaríamos a esta escabrosa cuestión de ser una dama:
«Una dama jamás sale a caminar sin los guantes puestos».
«Una dama jamás protesta».
«Una dama no camina por la calle sin alguien de respeto que la acompañe».
«Una dama no va a bailar hasta tener edad para hacerlo».
¡Estoy harta de oír lo que las damas pueden y no pueden hacer! Las damas llevan una vida aburrida y llena de prohibiciones. ¡Yo quiero ser libre!
—El tipo de libertad que usted se imagina es absolutamente imposible.
—Sólo porque usted me considera una dama.
—Bueno, lo es, y no hay nada que pueda hacer para evitarlo.
—¡Excepto portarme como una cortesana!
Se quedó callada durante un momento.
—Me pregunto cómo se comportarán ellas —dijo con expresión meditativa—. Claire dice que veré muchas en Londres que se las reconoce porque son muy hermosas y elegantes y pasean en coche solas. Bueno, eso si no las acompaña un caballero.
—Pero las mujeres a las que se refiere no son damas como usted, ni tienen fortunas en las que apoyarse.
—Mejor si tengo fortuna, así ningún caballero tendrá que proporcionarme carruajes y joyas.
El conde guardó silencio.
—¿Cuánto le cuesta a usted al año su amante? —le espetó de golpe.
El conde casi volvió a perder el control de sus caballos.
—No le tolero este tipo de preguntas —dijo furioso—. ¡Y deje ya de hablar de esas mujeres!
—¿Por qué usted lo dice? —preguntó Marian—. No tengo por qué obedecerle.
—Puedo negarme a seguir llevándola en mi coche —dijo el conde en tono amenazador.
La muchacha miró a su alrededor con una sonrisa. Habían entrado ya a la carretera principal de Londres y había una considerable cantidad de tráfico, no sólo de faetones y otros carruajes privados, sino de postas y diligencias.
—Si tuviera un poco de sentido común —dijo el conde—, la bajaría ahora mismo y dejaría que se fuera sola al diablo si eso es lo que quiere.
—Ya no me asusta eso ahora que estamos tan cerca de Londres —dijo ella con gesto de triunfo—, puedo tomar una diligencia o alquilar una posta para que me lleve el resto del camino.
—Y cuando llegue a Londres, ¿dónde intentará quedarse?
En un hotel.
Ningún hotel respetable la admitirá.
Conozco uno que sí —replicó Marian—. Rupert le dijo a Claire que él se ha hospedado allí algunas veces con una amante.
El conde pensó enfadado que Rupert hablaba con excesiva libertad delante de su hermana.
—¿Ha oído hablar del hotel Griffin, en la calle Jermyn? —preguntó Marian.
El conde había oído hablar de él y sabía que no era ambiente adecuado para una jovencita sola e ingenua como ella.
—La voy a llevar de inmediato con su tutor —dijo él—. Le explicaré sus apuros y estoy casi seguro de que conseguiré que se porte razonablemente con usted.
—Puede que lo haga, si usted le parece importante —dijo ella— y debe serlo para tener unos caballos así.
—¿Cómo se llama su tutor? —preguntó el conde.
Marian tardaba en contestar sin atreverse aún a confiar del todo en él. Esta resistencia impacientó al conde.
—¡Caramba, estoy haciendo todo lo que puedo para ayudarla! —dijo—. Cualquier otra muchacha se sentiría agradecida.
—Y le agradezco que me haya traído hasta aquí —dijo ella.
—Entonces, ¿por qué se muestra tan poco dispuesta a confiar en mí?
—No es eso. Le veo demasiado viejo para entenderme.
«¡Viejo! ¡Viejo a los treinta y tres años!», pensó dando un respingo. Y aunque era lógico que se lo pareciese a una chiquilla de dieciocho años, la idea le resultó alarmante.
—Quiere provocarme, ¿verdad? —exclamó él al observar un brillo travieso en los ojos de Marian.
—Bueno, es que se ha mostrado demasiado rígido y quisquilloso todo el camino —se quejó ella—. Me habla como si yo no tuviese cerebro, pero debo decirle que siempre me han considerado muy inteligente.
—Nadie lo diría viendo sus planes —replicó él con brusquedad.
—Creo que le resulto irritante —bromeó ella—, y la idea me encanta. —¿Por qué?
—Porque usted se cree omnipotente, inmune a todos los problemas y dificultades de los seres humanos corrientes como yo. Me dan ganas de tirarle piedras.
—Entonces es una lástima que haya fallado con la maleta. Yo estaría inconsciente en el suelo y usted en la cárcel por agredirme.
—Me habría fugado antes de ser detenida —dijo ella burlona.
—¡Algo para lo que usted parece ser especialmente hábil!
—Bueno, hasta ahora no me ha ido mal, ¿verdad? Voy hacia Londres en un coche de magníficos caballos, son… —se interrumpió para mirarle. Observó la blanquísima corbata, de lazo extremadamente complicado; los bordes del cuello casi pegados a la mandíbula; la chaqueta de montar de finísimo paño gris; los ajustados pantalones amarillos y el sombrero de copa—. ¡Ya sé lo que es usted! —continuó ella—. ¡Un corintio! Siempre quise conocer uno. (Corintio: noble inglés que sobresalía por su elegancia y por su destreza en los deportes de moda, así como en el manejo de carruajes y caballos).
—En lugar de hablar de mí —dijo el conde—, estoy esperando que me diga primero el nombre de su tutor y después su propio nombre completo.
—Muy bien, me arriesgaré —contestó Marian—, y si usted resulta indigno de mi confianza, me esconderé donde no pueda encontrarme.
—Le será difícil si se convierte en la joven más popular de Londres.
—Es usted un interlocutor de gran agudeza —dijo ella riendo.
El conde, que tenía fama en las tertulias londinenses de ser un gran conversador y un ingenioso polemista, sonrió cínicamente ante la observación de Marian, aunque no dijo nada.
—Muy bien —dijo ella por fin—. ¡El nombre de mi horrible, cruel e infame tutor es Staverton, el conde de Staverton!
«¡Debí haberlo esperado!», pensó el conde.
Parecía que una especie de fatalidad lo hubiera presidido todo.
—¡Entonces su apellido es Lyndon —silabeó— y su padre era Lucky Lyndon!
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Marian estupefacta.
—¡Porque yo tengo el infortunio de ser su tutor! —estalló él.
—¡No lo creo! ¡No es posible! Es demasiado joven.
—¿Pero no me dijo antes que era demasiado viejo?
—Pensaba que sería un anciano de pelo blanco y con bastón.
—Siento mucho desilusionarla.
—Entonces, si de verdad es mi tutor, ¿qué ha hecho con mi dinero?
—Le aseguro que, hasta donde yo sé, está intacto —dijo el conde.
—Entonces, ¿por qué se ha portado tan duramente conmigo?
—La verdad, me había olvidado de su existencia —contestó él.
Notó que Marian palidecía y le miraba con indignación.
—Yo estaba en el extranjero cuando su padre murió —continuó él—. Cuando volví a Inglaterra tuve que ocuparme de poner en orden todo lo referente al título y las propiedades que acababa de heredar. Me temo que dejé a un lado sus asuntos para atender los míos.
—Pero usted comunicó a su abogado que yo tenía que quedarme en Harrogate en las vacaciones y hospedarme con mi prima Adelaide.
—Yo le dije que se encargara de usted de la forma que juzgara más conveniente.
—¡Pero usted conoció a papá!
—Su padre y yo servimos en el mismo regimiento, y antes de la batalla de Waterloo, muchos hicimos testamento. Los que estaban casados encargaron a sus mejores amigos que se ocupasen de sus hijos y de sus esposas en caso de que ellos murieran.
—Papá era mayor que usted.
Bastante mayor —reconoció el conde—, pero jugábamos juntos a las cartas y a ambos nos gustaban los caballos.
—Y como usted entendía de caballos, papá le nombró mi tutor —exclamó Marian con amargura—. Ojalá vea desde el cielo lo bien que ha cumplido su misión.
—Me asombra que su padre nunca haya cambiado su testamento.
—Supongo que pensó que no había nadie más adecuado. De cualquier modo, él no esperaba morir tan pronto.
—No, por supuesto que no. ¿Fue un accidente?
—Cuando volvía de una reunión con unos amigos alguien le apostó que no podría saltar un muro muy alto. El nunca rechazaba una apuesta. —Lo siento.
—Le quería mucho —dijo ella—, aunque su comportamiento era imprevisible.
—¿Y su madre?
—Murió durante la guerra, cuando papá estaba con el ejército de Wellington. Así que únicamente me quedé con la prima Adelaide, a la que sólo usted podría considerar una compañía adecuada para mí —dijo suspirando.
—Tendré que designarle una dama de compañía —dijo él.
—¡Yo no quiero una dama de compañía!
—Pero yo insisto en que la tendrá. Y como tutor suyo, nombraré una inmediatamente. Y si es razonable le permitiré que participe en la elección.
—¿Me va a presentar en sociedad? —le dijo con desconfianza.
—Supongo que no tengo más remedio, pero le aseguro que detesto hacerlo.
¡Qué puedo hacer si no con usted!
—¡No quiero presentarme en sociedad, quiero ser cortesana!
—Si vuelvo a oírle decir eso —dijo el conde con firmeza—, le daré una buena azotaina. Supongo que eso fue lamentablemente omitido en su educación.
—Si se pone así, ahora mismo me fugo otra vez —replicó ella.
—Entonces no recibirá un penique de su fortuna —dijo el conde—. De cualquier modo, ya me ha acusado de gastármela.
—¿Y no lo ha hecho?
—Claro que no. Me basta con mi propia fortuna.
—Entonces, quiero que me entregue todo mi dinero inmediatamente.
—Va usted a recibir la mitad de él cuando cumpla veintiún años y el resto cuando tenga veinticinco años, o el total cuando se case.
Marian, furiosa, dio una patada en el suelo.
—Sólo está repitiendo mis propias palabras. Ojalá hubiera sabido quién era usted cuando estaba esperando a Jeb —gritó ella colérica.
—Pues ya ve la suerte que tuvo —dijo burlón el conde—. He resultado ser tu tutor como en un cuento de hadas y gracias a mi varita mágica la llevaré al Palacio de Buckingham, donde será presentada a la reina y al regente para poder entrar así en el Beau Monde.
¿Quiere decir que todos me favorecerán porque soy su pupila?
—Y, desde luego, por ser una heredera.
—No pienso casarme aunque usted planee buscarme marido.
—Si cree que voy a ocuparme de sus aventuras amorosas, está muy equivocada —replicó el conde—. Le buscaré una dama de compañía, y, como mi casa es muy grande, vivirá allí por ahora. Pero si me molesta o se entromete en algo, le alquilaré una casa aparte.
—¿Y le veré a usted? —preguntó Marian con curiosidad.
—No con mucha frecuencia —respondió él—. Tengo una vida muy organizada y muchas cosas qué hacer. Además, con toda sinceridad, encuentro muy aburridas a las jovencitas.
—Si son como las del colegio, no me sorprende. Pero supongo que después se convierten en las mujeres de mundo, ingeniosas y sofisticadas, con las que usted habrá tenido tormentosos idilios.
—¿Quién le ha dicho tal cosa? —preguntó el conde con voz de trueno.
—Claire me dijo que todos los caballeros de la alta sociedad tenían amantes… después de todo, ¿no las tiene el regente? Y que las mujeres más hermosas tienen siempre amantes.
—Si dejara de citar a esa amiguita suya, tonta y mal informada, creo que nos llevaríamos mucho mejor —dijo el conde con irritación.
—Pero es cierto, ¿no? —preguntó Marian.
—¿El qué?
—Que ha cortejado a muchas damas hermosas.
Aunque eso era algo innegable, exasperó al conde.
—¿Quiere dejar de decir cosas que una joven bien educada no debe mencionar jamás? —rugió él—. Si se dedica a hablar de amantes y gente vulgar cuando la presente en sociedad, escandalizará a todos y ninguna anfitriona importante querrá invitarla.
—Creo que es usted injusto —dijo ella dolida—. Lo único que he hecho es contestar con franqueza a sus preguntas y no pienso lamentarme por ello. ¿Cómo iba yo a saber que era usted mi tutor?
—No creo que a una joven de sus aptitudes le resulte difícil triunfar, pero eso será imposible si no consigue dominar su lengua —dijo el conde controlando a duras penas su mal humor.
—He tenido que dominarla en el colegio —contestó Marian—, pero esperaba que al salir de allí podría ser yo misma.
—Se equivoca usted —dijo él con severidad—, las damas jóvenes, una vez presentadas en sociedad se casan convenientemente y no se ocupan de lo tortuoso de la vida.
—¿Se refiere a las queridas y a las cortesanas?
—¡Sí!
—Bueno, Claire sabe todo lo que hay que saber sobre ellas.
—Obviamente el hermano de Claire se extralimita delante de ella.
Creo que Rupert y yo tendríamos mucho en común.
—En ese caso quizá quiera casarse con usted. La autorizo a ello tan pronto como él sea marqués de Morecombe.
—¡Insiste en eso! —exclamó Marian—. ¡Habla usted como una viuda vieja que se desespera por casar a su hija!
Haciendo un gesto de desprecio continuó:
—Rupert quiere mi dinero y usted supone que yo quiero su título. Bien, querido tutor, puntualicemos esto: no pienso casarme a menos que cambie radicalmente de opinión sobre los hombres.
—A quienes no conoce si exceptuamos al párroco.
—¡De nuevo repite mis palabras! Está bien no conozco a los hombres. Pero aún en Londres habrá oído hablar de algo llamado amor.
—Me sorprende que usted haya oído hablar de él. Es la primera vez que menciona esa esquiva emoción.
—He pensado en ella —dijo Marian muy seria—, quizá demasiado. —Me alegra saberlo.
—Pero me temo que no la experimentaré jamás.
—¿Por qué? —preguntó el conde.
—Porque las chicas del colegio parecían tontas cuando hablaban del amor. Si conocían a un hombre, lo describían como un Adonis y confiaban en soñar con él si ponían un papel con su nombre bajo la almohada. ¡A Claire hasta la besaron! —Lo hubiera podido adivinar— dijo el conde con sarcasmo.
—Dijo que la primera vez no resultó como ella esperaba y se llevó una gran desilusión. La segunda salió mejor, pero sin llegar a ser romántico.
—¿Qué esperaba? —preguntó el conde furioso.
—Algo más: lo que Dante sentía por Beatriz, o Romeo por Julieta, pero tengo la impresión de que los hombres corrientes no son así.
Después de una pausa, ella continuó:
—He decidido que nadie me besará hasta que yo quiera, pero me gustaría que lo intentaran para disfrutar negándome.
—La verdad es que su ignorancia sobre las cosas de la vida es absoluta —dijo él con desprecio—. Sólo sabe lo que Claire le ha dicho y ella lo ha aprendido de su hermano. Le aconsejo que deseche esos prejuicios.
—Ya sé que las cosas pueden ser mejor de lo que yo espero.
—De veras confío en que lo sean.
—¿Podré comprarme muchos vestidos nuevos?
—Todos los que quiera, ya que los pagará con su dinero.
—Quiero que los hombres me admiren por mi elegancia y, sobre todo, por lo ingeniosa que soy —dijo satisfecha.
—A mí no me ha impresionado nada de lo que ha dicho hasta ahora.
—Todavía no he tenido ocasión, pero en cuanto me adapte al ambiente, sabré ser natural.
Espero que no —dijo él—. Su naturalidad me asusta.
Se toma todo demasiado en serio —dijo ella—, por eso le dije que me parecía un viejo. Si me va a presentar en sociedad, ¡estoy decidida a ser la dama más famosa, atractiva y discutida de Londres!
—¡Eso es lo que yo me temía! —gimió el conde.
—¡Otra vez estirado y engreído! —dijo Marian con rabia.