Capítulo 7
Cuando terminaron de almorzar, Lady Neyland confesó:
—Me siento cansada hoy y voy a disfrutar en verdad de la siesta.
—Nos acostamos muy tarde —comentó Gilda con una sonrisa.
—Lo sé, pero esto me ha hecho mucho bien. Me siento diferente y estoy segura de que cuando el doctor venga mañana, opinará que puedo quitarme la venda.
—No debes hacer nada con precipitación —le advirtió Gilda.
—Te prometo que seré muy cuidadosa —contestó Lady Neyland—, y si vuelvo a ver tendré mucho cuidado con mis ojos y me sentiré muy agradecida por ellos.
—Mamá siempre decía que nunca agradecemos a Dios lo suficiente las cosas que nos da.
—Estaba pensando en tu madre esta mañana y en lo mucho que yo la quería. También me preguntaba si tenías noticias de tu hermana.
Gilda se quedó petrificada.
—¿Mi… hermana? —preguntó después de un momento.
—Tú me dijiste —continuó Lady Neyland—, que se había ido a vivir con unos familiares a un lugar remoto del norte. Pero ¿no se escriben ustedes nunca?
Gilda contuvo el aliento.
—No he tenido noticias de ella… desde hace tiempo —contestó.
Cuando llevó a Lady Neyland arriba, a descansar, Gilda se dio cuenta de que, una vez más, la habían lastimado la indiferencia y el egoísmo de Heloise.
La verdad era que Heloise había temido que Lady Neyland pudiera desear invitar a Gilda a alguno de los bailes y fiestas a los que ella asistía y, por lo tanto, se había librado de su hermana pretendiendo que vivía muy lejos.
«¿Cómo pudo ser tan cruel, después de todo lo que significábamos una para la otra cuando éramos niñas?», se preguntó Gilda, pero luego se dijo que no tenía objeto disgustarse por algo que no tenía remedio.
Prefería olvidar la crueldad y el egoísmo de Heloise y recordar, en cambio, lo bonita que era de niña, cuando jugaban juntas en el jardín y compartían sus muñecas.
Cuando Gilda dejó a Lady Neyland en su habitación, bajó al salón, con el objeto de arreglar las flores. Era una tarea que se había asignado a sí misma, para satisfacción de las doncellas, quienes detestaban arreglarlas y alegaban que no tenían tiempo para ello.
—Es muy amable de su parte, señorita —habían comentado, agradecidas.
Uno de sus admiradores de la noche anterior había enviado a Gilda un gran ramo de lirios y otro de capullos de rosas que empezaban a abrirse.
Gilda llevó las flores al salón, donde un lacayo había dejado dos floreros llenos de agua.
El sol entraba por las ventanas abiertas. Gilda terminó de arreglar las rosas y estaba de pie, con los lirios en los brazos, cuando la puerta se abrió y alguien entró en la habitación.
Ella volvió la cabeza y el corazón le dio un vuelco en el pecho. Era el marqués, pero como no había sido anunciado, le causó una tremenda impresión verlo.
Por un momento se quedó inmóvil y el marqués, que admiraba su cabello, al que rodeaba una aureola de luz dorada, al verla con los lirios en los brazos pensó que parecía una figura que hubiera descendido de un vitral.
—Sabía que te encontraría sola a esta hora —observó él con voz profunda.
Se acercó a ella y, cuando llegó a su lado, Gilda apartó la mirada y le hizo una pequeña reverencia.
—Debo… dar las gracias a su señoría por la… maravillosa fiesta de anoche… —empezó a decir con una vocecita titubeante, preguntándose por qué le era tan difícil hablar y temiendo que él pudiera escuchar los frenéticos latidos de su corazón.
—Quiero hablar contigo.
Ella colocó los lirios en la mesa y se alisó el vestido en un gesto nervioso, mientras caminaba hacia el sofá. Se sentó en la orilla del mueble y dirigió una mirada interrogante hacia el marqués.
Entonces se dio cuenta de que él parecía muy serio, y de que tenía el ceño fruncido.
Se hizo un profundo silencio, y el pareció buscar las palabras para expresarse. Luego, repentinamente, su voz sonó casi como un disparo de pistola.
—¿Por qué dejaste en mi cama anoche ese revelador pedazo de papel? —preguntó.
La pregunta fue tan inesperada que tomó a Gilda por sorpresa. Por un momento, dejó de respirar y el color subió a sus mejillas en una oleada de rubor, lo cual proclamaba a las claras su culpa.
Como no se le ocurrió algo qué decir, inclinó la cabeza y se quedó callada hasta que el marqués exclamó:
—¡Estoy esperando una respuesta a mi pregunta!
—¿Có… cómo supo que… fui yo quien… puso eso… allí? —preguntó Gilda, en voz tan baja que casi no se la escuchaba.
—Mi valet te vio arriba, cuando estabas ausente del salón de baile y no puedo imaginarme a nadie, entre mis amistades, capaz de hacer algo tan reprensible.
Gilda bajó aún más la cabeza.
Comprendió que él la estaba condenando y que, después de esto, jamás volvería a dirigirle la palabra. Tendría que alejarse de allí; tal vez volver a casa, pero, de cualquier modo, perderse en la oscuridad.
En un tono de voz muy diferente al de antes, el marqués preguntó:
—¿Me quieres decir qué sucedió?
Gilda decidió que no había nada que ella pudiera hacer, salvo decirle la verdad.
—Alguien… un hombre… —dijo con incoherencia—, me dijo que… dejara caer… mi bolso… cuando estaba sentada en el… jardín.
—¿Y lo obedeciste?
—Me lo dijo dos veces en un susurro… y no sé por qué… hice lo que me ordenaba.
—¿Qué sucedió entonces?
—Lo levantó… y me lo… devolvió y cuando le di… las gracias… añadió que era… un placer y se… marchó.
—¿Sabes quién era él?
—No… nunca… lo había… visto antes.
Hubo una pausa y luego el marqués preguntó:
—¿Comprendiste que había puesto algo en tu bolso de mano?
—Sólo unos minutos más tarde… cuando guardé… mi pañuelo.
—¿Y no esperabas que sucediera una cosa así?
La pregunta era incisiva, como si él sospechara que Gilda no le estaba diciendo la verdad.
—¡Por supuesto que… no! —contestó ella—. ¿Cómo podía. —Imaginar que ocurriera una cosa así… en una… fiesta que usted ofrecía?
—O en, cualquier otra fiesta, me imagino —añadió el marqués con ironía.
—¡Claro… que… no!
—¿Me juras que no tenías idea, cuando esto sucedió, de que ese desconocido había puesto algo, dentro de tu bolso de mano?
—Ninguna… en absoluto.
—¿Qué sucedió después de eso?
Como Gilda estaba muy asustada, le tomó algún tiempo relatar que su compañero de baile había vuelto con un sirviente que llevaba limonada para ella y champaña para él y que, cuando la música se escuchó de nuevo, entraron otra vez al salón.
—Sentí que había algo duro dentro de mi bolso —explicó—, y decidí subir… para ver de qué se trataba. Entonces, cuando me rodeó… la multitud, sentí que tiraban de pronto de las cintas del bolso…
Era difícil continuar; pero, después de un momento, Gilda logró decir:
—Pensé que… las cintas se habían… enredado cuando alguien… pasó a mi… lado, hasta que… sucedió de nuevo. Traté entonces de sujetar el bolso con la mano derecha y… toqué los dedos de un hombre.
—¿Qué hombre? —preguntó el marqués.
—No… sé.
—¿Lo viste?
—Sí… volví la cabeza: era alto, con una frente muy amplia… pero sólo lo miré… un momento.
—¿Habló contigo?
Gilda no lo recordó de pronto, pero al fin contestó:
—Me dijo: «Pardon»… así, en francés… y… desapareció.
—Entonces, ¿qué hiciste?
—Subí al… dormitorio donde había dejado mi… capa cuando llegué.
—¿Y abriste tu bolso?
—Sí…
—¿Qué pensaste cuando viste lo que había en el interior? —preguntó el marqués.
—Por un momento… no comprendí… nada —repuso Gilda con voz muy baja—. Luego, cuando leí acerca de los… barcos y el… movimiento de las tropas, estuve segura de que se trataba de… información que podía ser útil al… enemigo…
Su voz se apagó al decir las últimas palabras, y pensó que nada podía ser más humillante que tener que confesar al marqués que se había visto mezclada, aunque fuera inadvertidamente, en una intriga de espionaje.
—¿Así que fuiste lo bastante perceptiva para comprender la importancia de lo que alguien había colocado en tu bolso de mano?
Gilda pensó, al escucharlo hablar así, que la estaba acusando, no sólo de estar consciente de la gravedad del asunto, sino de estar involucrada en él de alguna forma.
—Le juro… —dijo con firmeza—, le juro por… todo lo que considero… sagrado, que ignoraba… de qué se trataba todo esto… o qué se suponía que yo debía… hacer… al respecto.
Al pronunciar estas palabras, Gilda comprendió que no eran del todo ciertas.
Con un repentino sentimiento de horror, recordó el joyero en el fondo del guardarropa, los soberanos escondidos entre las joyas y la carta del banco, que especificaba cuánto dinero estaba depositado en la cuenta de Heloise. Los espías, aquellos traidores, habían tomado a Gilda por su hermana.
Heloise había obtenido todo ese dinero traicionando a su país y ello costaría la vida de muchos soldados y marinos ingleses y hasta a civiles inocentes.
Como la idea le causó una angustia indescriptible, Gilda se puso de pie. El marqués la miró a la cara y vio que estaba mortalmente pálida.
De pie junto a él, Gilda le preguntó:
—¿Qué podía… hacer? ¿Cómo… explicar a… nadie lo ocurrido?
—Así que ocultaste los papeles que te incriminaban en mi cama —repuso él con lentitud—. ¿Por qué no me los diste?
Gilda desvió la vista, porque sabía que no podía contestar a esa pregunta con la verdad.
—Tenía miedo.
—¿Miedo de mí, o de que pudieran descubrirte con esos papeles en tu poder y te sometieran a juicio?
La voz de él era muy dura y Gilda lanzó un pequeño grito de franco terror.
—¿Me quiere decir… que seré arrestada?
El no contestó y ella, con un leve sollozo, se cubrió el rostro con las manos.
—Tengo… miedo… por favor… ayúdeme —suplicó. Como el marqués no contestó, levantó la vista hacia él mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
—¿Me está… diciendo que podrían… ahorcarme… o fusilarme… como… es… espía?
La expresión del marqués era tan sombría como la de un juez, y Gilda se arrojó contra él, y ocultó el rostro contra su hombro.
—¡Sálveme… por favor!… —sollozó—. No sólo tengo… miedo de… mo… morir… sino que, como… hija de mi padre… ¿cómo podría… manchar de ese modo… su memoria?
Las palabras salían atropelladamente de sus labios y cuando el marqués la sintió temblar convulsivamente contra él, como lo había hecho antes, la rodeó con un brazo para sostenerla.
El llanto de Gilda era conmovedor y, después de unos momentos, él exclamó de pronto:
—¡Deja de llorar! Buscaste mi protección y voy a dártela.
Gilda controló sus lágrimas, pero siguió aferrada a él, como si la consolaran la fuerza de sus brazos y la cercanía de su pecho.
—¿Podrá… salvarme? —preguntó después de un momento, mientras la voz se le quebraba en cada palabra.
—Te salvaré —aseguró el marqués—. Estoy de acuerdo contigo en que sería intolerable que el buen nombre de tu padre, que es venerado por quienes sirvieron a sus órdenes, fuera arrastrado a la vergüenza y el escándalo que entraña una investigación de ese tipo.
Gilda sintió un alivio tan grande al escucharlo que, desfallecida, estuvo a punto de caer al suelo.
Inconscientemente, se acercó más a él, como si de ese modo pudiera librarse del terror que la hacía aún temblar.
—Sólo podré ayudarte —prosiguió el marqués—, si me dices toda la verdad.
El sintió cómo Gilda se ponía rígida y continuó diciendo:
—No hay otro modo de aclarar los hechos y sacarte de la difícil situación en la que, tal vez sin culpa alguna de tu parte, te has metido.
Gilda seguía muy tensa y, después de un momento, él preguntó:
—¿No confiarás en mí?
Hubo una pausa antes que Gilda contestara:
—Quiero… hacerlo… pero… tengo… miedo.
—¿De mí?
—De lo que usted… pudiera pensar.
Apareció una leve sonrisa en los labios del marqués, que pasó inadvertida a Gilda.
—¿Te importa lo que yo piense?
—Por supuesto… que me… importa.
—¿Por qué? —preguntó él con voz aguda y Gilda sintió como si una flecha penetrara en lo más profundo de su ser.
Temblaba de nuevo, pero de una forma muy diferente de la de antes.
Inesperadamente, el marqués la tomó de la barbilla y la obligó a mirarlo.
El observó las mejillas húmedas de llanto, los temblorosos labios y los tímidos ojos azules que lo esquivaban.
Era imposible, pensó él, que existiera una mujer más hermosa y más vulnerable. Ella era apenas poco más que una niña.
—Dime, ¿por qué te importa tanto lo que piense y sienta acerca de ti?
Ella hubiera vuelto la cara hacia otro lado, de nuevo, pero los dedos de él tenían cautiva su barbilla y hacían imposible tal cosa.
Gilda se limitó a mirarlo con expresión patética, pensando que él debía adivinar, en las profundidades de sus ojos, el amor que la consumía.
—Dímelo —ordenó él autoritario.
Debido a que estaba tan desconcertada y tan asustada y a que parecía haber perdido la voluntad bajo la tensión de aquel interrogatorio, Gilda dijo la verdad.
—Es… porque… ¡te amo! —exclamó—, aunque sé que no tengo… ningún derecho… pero no puedo… evitarlo.
—Tampoco yo puedo evitar amarte —respondió el marqués, y su boca apresó la de ella.
Por un momento Gilda pensó que no podía ser verdad, que había muerto y estaba en el cielo.
La maravilla de aquel beso dejó atrás la oscuridad y el temor y él condujo a Gilda a aquel terreno vedado, más allá del sol, que sólo conocen los enamorados…
Aquello era tan perfecto, tan fascinante, que ella sintió que dejaba de pertenecerse y que se fundía con el alma de él, en un solo ser.
El marqués levantó la cabeza y, después de un murmullo incoherente, Gilda exclamó:
—¡Te… amo! Jamás pensé que alguien… pudiera ser tan… maravilloso.
Las lágrimas de Gilda volvieron a rodar de nuevo por sus mejillas.
El marqués no habló por un momento, pero luego dijo con voz extraña:
—Dime qué sentiste cuando te besé.
—¿Cómo… expresarlo con… palabras?
—¿Te hice feliz?
—No sabía que… un beso podía ser… así… como una… bendición de Dios…
El marqués comprendió que ella estaba expresando con voz alta sus pensamientos.
—¿Es este tu primer beso? —preguntó.
—¿Como podía… alguien más… hacerme sentir… de este modo? —preguntó ella a su vez.
Los brazos del marqués la estrecharon y entonces dijo:
—Eso esperaba que sintieras. Y puesto que me amas, hermosa mía, ¿cuándo podremos casarnos?
Gilda se quedó inmóvil. Algo muy hermoso se había desvanecido y regresó a la desnuda realidad.
—¡Oh… no! —respondió—. No… puedo… casarme… contigo.
—¿Por qué no?
—Por una buena razón: eres demasiado importante para casarte… con alguien como… yo.
—Eso es algo que yo debo decidir —opinó el marqués—. Y como ésta es la primera vez en mi vida que le pido a alguien que se case conmigo, no aceptaré que me rechacen.
—¡Pe… pero… no puedo aceptar! —exclamó Gilda.
Apartando la cabeza del hombro de él, añadió:
—No… puedo explicarte… no puedo decirte por qué… es la cosa más maravillosa… que me ha sucedido en la vida, pero no… puedo ser tu… esposa.
Se alejó de él y fue hacia la ventana, casi como si le faltara el aire y al llegar al alféizar se detuvo.
Sabía que al rechazar al marqués estaba cerrando las puertas del paraíso, y que nunca más volvería a conocer la gloria y el éxtasis que él le había proporcionado con aquel beso.
Cuando él habló, ella se estremeció, porque no se había dado cuenta de que él la había seguido hasta la ventana y se encontraba detrás de ella.
—Te pedí que confiaras en mí —dijo él con suavidad.
—¡Confío en ti… te… confiaría… mi propia vida!
—Entonces, ¿cuál es el secreto que me estás ocultando?
Gilda contuvo la respiración y una vez más se puso tensa.
—¿De… de qué secreto… hablas?
—Quiero que tú me lo digas.
Gilda unió las manos, indecisa, y él comprendiendo su turbación, le explicó:
—Esta mañana fui a la Oficina de Guerra y examiné el expediente de tu padre. Es un historial de servicios tan distinguidos, que cualquier país se sentiría orgulloso de haber tenido a un hombre como él en sus filas.
—Quisiera que papá… te hubiera oído… decir eso —murmuró Gilda.
—Su expediente también me reveló —continuó el marqués—, que tu madre ha muerto y que tu padre dejó dos hijas gemelas.
Cuando el marqués dijo eso, Gilda sintió como si el techo se le hubiera venido encima de pronto y toda la habitación se hubiera sumido en las tinieblas.
No pudo hablar; se le estrangulaba la voz en la garganta. Entonces el marqués le preguntó:
—¿Qué le pasó a Heloise? ¡Porque ahora estoy seguro de que tú eres Gilda!
Hubo un profundo silencio hasta que Gilda preguntó:
—¿Có… cómo lo… adivinaste?
El sonrió.
—Porque eres muy diferente de tu hermana. Desde que volviste a Londres, después de huir de la cena que yo iba a ofrecerte, me has tenido desconcertado y sorprendido. No podía comprender por qué habías cambiado tanto.
Gilda inclinó la cabeza.
—¡Heloise… murió! Llegó bien a… casa… pero murió de una… dosis excesiva de láudano… así que yo… tomé su… lugar.
—¿Por qué?
—Porque no tenía… dinero y… si me hubiera… quedado allí, como Heloise me ordenó que lo… hiciera… me habría… muerto de hambre.
Gilda pensó que sus palabras sonaban como una disculpa débil y poco convincente y en aquel momento su propia conducta le pareció muy reprensible.
El marqués, sin embargo, no respondió, y después de un momento ella le explicó:
—Ahora sabes… por qué no puedo… casarme contigo… no puedes casarte con alguien que… te mintió… y engañó a Lady Neyland… después que ella había sido tan… bondadosa con… Heloise.
—Heloise nunca fue tan bondadosa con ella como tú lo has sido.
—Eso se debe… en parte, a que… siento que debo… reparar, de algún modo, mis… pecados.
—No creo que tu hermana hubiera pensado lo mismo en tu caso —replicó el marqués con sequedad.
—Pero fue erróneo… de mi parte. Por favor… perdóname… y déjame volver a casa. Nunca más… te molestaré…
—¿Volver para morirte de hambre?
—Me… las arreglaré… de algún modo.
—¿Y lo harás sin lamentaciones ni arrepentimientos?
Gilda pensó en lo doloroso que sería dejarlo a él y no volverlo a ver nunca más, pero se obligó a decir con voz alta:
—Nunca me… arrepentiré, ni lamentaré el tiempo que… he pasado aquí en… Londres… ni tampoco, el haberte… conocido.
—¿Importa eso mucho?
—Por supuesto que… importa. Ignoraba que existiera… alguien como tú. Yo… pensé que… te odiaba.
—¿Que me odiabas? —repitió el marqués sorprendido.
—Estuve segura, por lo que Heloise me… dijo, de que tú no tenías la menor intención de… casarte con ella, y pensé que era… cruel de tu parte mantener vivas sus esperanzas e impedir que… se casara con… alguien más.
—¿Como Sir Humphrey Grange?
—¡El es… horrible! —exclamó Gilda—. Pero debe… haber otros… hombres.
—No en la misma posición que yo.
—Tu posición no tiene… importancia.
—¿Así lo crees?
—¡Por supuesto que lo creo! Si yo fuera a… casarme con alguien, sería… porque se trataba… del hombre al que amaba. Que fuera… rico o pobre, importante o insignificante… no tendría importancia alguna.
Los pensamientos que Gilda había tenido siempre al respecto parecieron surgir de sus labios involuntariamente.
Se volvió de espaldas al marqués, contemplando el paisaje desde la ventana, aunque sus ojos miraban sin ver.
—Ahora que… sabes la verdad… ¿qué quieres que… haga? —preguntó de pronto.
Le pareció ver de nuevo el huerto de su casa, que tendría que plantar para poder comer en el futuro; y las habitaciones, silenciosas y vacías. Si tenía miedo o se sentía solitaria, no habría nadie allí para protegerla.
El marqués puso las manos sobre los hombros de ella y la obligó a volverse hacia él.
—¿Me permites que te diga lo que quiero que hagas? —preguntó.
La expresión de sus ojos y el tono de su voz hicieron que Gilda se estremeciera.
El, sin esperar respuesta, continuó diciendo:
—Vamos a casarnos inmediatamente, preciosa mía. No habrá espías que te asusten, ni secretos que no te atrevas a revelar; ni hambre, ni soledad… sólo yo formaré parte de tu vida. ¿Es eso lo que quieres?
—Pe… pero tú… no puedes… no debes… —empezó a decir Gilda.
El marqués la atrajo hacia sí y sus labios le impidieron decir más.
Después de transcurridos unos minutos, que trajeron al alma de ambos un éxtasis infinito, volvieron a la tierra.
—¿Cómo puedes hacerme sentir así? —preguntó el marqués—. Jamás pensé que fuera posible amar a alguien como te amo a ti.
—¡No puede… ser… cierto!
El sonrió.
—Me tomará mucho tiempo demostrártelo; pero primero, mi amor, antes de planear nuestra boda, debo resolver el problema de Lord Hawkesbury y hacer que los espías de Napoleón Bonaparte sean detenidos.
—¿Cómo puedes hacerlo? —preguntó Gilda.
El marqués bajó la vista hacia el rostro de ella y advirtió que tenía una expresión radiante que no había visto nunca en ninguna mujer.
Comprendió que el amor de ella procedía, no sólo de su corazón, sino de su propia alma. Era algo muy espiritual, y diferente de la pasión de los sentidos que él había conocido.
Él no podía pensar en otra cosa que no fuera en ella mientras la tuviera tan cerca. Apartándose de su lado, se situó de espaldas a la chimenea.
—Ahora, déjame considerar lo que me has dicho.
—No te he… dicho… todo.
—¿No?
—Me siento terriblemente… avergonzada… pero debes… saberlo.
—¿Saber qué?
Sin mirarlo, porque se sentía muy humillada, Gilda le contó los secretos del joyero de su hermana y del dinero que tenía en el Banco Coutts.
El marqués apretó con fuerza los labios, y cuando ella terminó de hablar, Gilda levantó los ojos hacia él y dijo con una vocecita quebrada por los sollozos:
—Tal vez ahora… dejarás de… amarme…
El marqués sonrió y abrió los brazos y ella corrió hacia ellos como un pájaro a su nido.
—Tendré que enseñarte todo sobre el amor, preciosa mía —dijo el marqués—. El verdadero amor, como el que tú y yo sentimos uno por el otro, puede sobrevivir a cualquier cosa, por abominable que parezca.
—¡Si tú hubieras cometido mil asesinatos, aún te seguirla amando! —declaró Gilda con pasión.
El marqués no la besó, sino que apoyó su mejilla contra la de ella.
—Ahora tenemos que pensar muy en serio —dijo—, en todo lo que pueda darnos una pista; aunque no hacia el primer hombre que puso la información en tu bolso, porque sé quién es.
—¿Lo sabes?
—Sí, trabaja en la Oficina de Asuntos Exteriores, pero es el recipiente de esta traición el que nos interesa ahora. Descríbemelo una vez más.
—No me fijé mucho en él —repuso Gilda con un suspiro—. Sólo volví la cabeza cuando dijo: «Pardon».
El marqués lanzó una exclamación.
—¿Dijo… qué?
—«Pardon» —repitió Gilda.
—¿Estás segura de que lo dijo en francés y no en inglés?
—Nunca presté atención a eso, pero así fue como lo dijo.
—Entonces sé quién es él.
—¿De veras?
El marqués asintió con la cabeza.
—Había sólo un extranjero en la fiesta de anoche: el hombre que acompañaba a la Princesa de Lieven, porque el embajador tenía otro compromiso. ¡Es un ruso! ¡Ahora sabemos quién es el enemigo!
—¡Me alegro… tanto! —exclamó Gilda.
—Yo también —reconoció el marqués—, porque ahora podemos pensar sólo en nosotros mismos y en nuestro futuro. La rodeó con sus brazos y la atrajo hacia su pecho, diciendo: —¿En dónde quieres vivir después que nos casemos?
—¡Contigo!
El marqués se echó a reír.
—Puedes estar segura de eso, pero pienso que, como eres una muchacha de campo, tal vez no tengas interés en vivir en Londres.
—Estar contigo en el campo sería la cosa… más maravillosa que… pudiera sucederme.
—Entonces, allí es donde viviremos —prometió él. Intentó besarla de nuevo; pero, por el momento, ella se resistió.
—Hay algo… que quiero… preguntarte.
—¿Qué es?
—¿Estás… seguro… completamente seguro de que soy yo… en verdad, a quien quieres por esposa? Soy poco… refinada… ignoro muchas cosas de la vida que tú acostumbras llevar… y del mundo social en que te desenvuelves…
Se detuvo antes de continuar diciendo:
—¿Y si al casarte conmigo encuentras que soy solo un… pálido reflejo de Heloise… y piensas que habrías sido… más feliz con ella?
Una vez más, el marqués volvió el rostro de Gilda hacia él.
—Escúchame —dijo—, y es importante que sepas la verdad.
—Estoy… escuchando.
—Nunca me habría casado con tu hermana porque, aunque me pareció la mujer más hermosa que había visto en mi vida cuando la conocí, pronto descubrí que su belleza era sólo superficial y bajo ella había una mujer egoísta, avara y, como sabemos ahora… ¡traidora!
El marqués se detuvo por un momento, pensando en que su instinto nunca se equivocaba.
—Lo que siento por ti, mi amor, es muy diferente —continuó—. Tu rostro es tan hermoso como las flores y tu cabello es como la luz del sol. Lo que me das cuando hablas de tu amor es divino, porque sé que procede de tu alma.
Gilda lanzó un pequeño grito de felicidad y el marqués continuó diciendo:
—Por eso no volveremos a hablar nunca del pasado. Debes olvidar a tu hermana y asegurarte de que todos la olviden también. Tú no eres un reflejo de ella. Ella era sólo un reflejo pálido y distorsionado de ti.
—¿Crees de veras… que eso es… verdad?
—Nosotros nos diremos siempre la verdad —repuso el marqués—, y la verdad es, mi hermosa Gilda, que toda mi vida he mirado hacia el fondo del corazón de las mujeres, esperando encontrar el amor, el verdadero amor que jamás encontré hasta que te conocí.
Gilda lanzó una exclamación de deleite y le echó los brazos al cuello, haciéndolo bajar la cabeza hacia la suya.
—¿Estás… seguro?
Los labios de ella estaban muy cerca de los de él cuando Gilda murmuró:
—Enséñame a no… desilusionarte. Enséñame a ser… todo lo que quieres que sea. No tengo nada qué darte… excepto mi amor…, pero me doy entera a ti.
—Eso es todo lo que quiero —contestó el marqués.
Empezó a besarla y, una vez más, la condujo a un universo de felicidad, donde sólo existía el amor perfecto, que no sólo provenía de sus almas, sino de Dios.
FIN