Capítulo 2
Heloise había decidido pasar en cama la mayor parte del domingo, y Gilda le subió primero, el desayuno, ya muy tarde, y después el almuerzo.
Había cocinado el cordero con gran esmero y Heloise, después de servirse dos porciones, comentó que no estaba del todo mal.
Ahora se encontraba sentada en la cama y parecía dispuesta a conversar.
—Me alegra mucho que hayas pasado una buena noche —dijo Gilda—. Debes haber estado muy cansada para poder dormir tantas horas.
Heloise rió de buena gana.
—No fue precisamente que estuviera cansada, sino que acostumbro tomar una gran cantidad de láudano.
Gilda se mostró horrorizada.
—¡Láudano! —exclamó—. Sabes que mamá siempre se disgustaba cuando el doctor sugería que papá tomara una cucharada por las noches, a pesar de que lo molestaba tanto su reumatismo.
—Yo no podría dormir sin el láudano.
Gilda dirigió a su hermana una mirada de desaprobación y Heloise explicó:
—Es muy fácil para ti criticar, pero si estuvieras bailando hasta las tres o cuatro de la mañana, sin dejar de beber champaña, verías que era imposible conciliar el sueño cuando por fin una se va a la cama.
Gilda no pudo menos que pensar que a ella le hubiera gustado disfrutar de la experiencia de bailar hasta la madrugada, pero creía que era importante que Heloise comprendiera que el láudano era malo para ella.
—Estoy segura de que podrías dormir si bebieras un poco de leche tibia. Mamá siempre decía que la leche con miel era…
—¡Oh, deja de sermonearme! —La interrumpió Heloise—. Quiero hablarte del éxito que logré en el baile que dio la Duquesa de Bedford. Todos dijeron que me veía sensacional y fue después de esa ocasión que el marqués empezó a fijarse en mi.
De nuevo estaba hablando acerca del marqués y Gilda no deseaba interrumpirla.
Le parecía fascinante escuchar las descripciones de Heloise acerca de los bailes a que solía asistir y los cumplidos que le dedicaban y oírla hablar de los vestidos que lucía, cada uno de los cuales costaba más dinero de lo que ella gastaba para vivir durante un año.
Nunca había sentido celos de su hermana, a pesar de que ella, con sus exigencias, había acaparado considerablemente desde que eran pequeñas, la atención y el cariño de sus padres. Gilda se había acostumbrado a recibir lo que quedaba después de que sus padres satisfacían las continuas peticiones de Heloise.
—Cuando el marqués me dijo… —Estaba diciendo ahora Heloise—, que iba a ofrecer una cena en mi honor en su casa de la Plaza Berkeley, comprendí que estaba de veras interesado en mí.
—¿Y ésa era la fiesta a la que no asististe anoche?
Heloise asintió con la cabeza.
—¿Y no lo enfurecerá eso?
—Lo hará sentirse celoso —contestó Heloise—. Se sentirá seguro de que estoy haciendo algo que considero más divertido y atractivo que cenar con él. La sola idea va a sacudirlo, te aseguro.
Gilda pensó que su hermana estaba demostrando muy mala educación al huir, en el último momento y sin previo aviso, de una fiesta que se ofrecía en su honor, pero se abstuvo de decírselo.
—El problema con el marqués —continuó Heloise—, es que está muy echado a perder. Tiene todo cuanto desea en el mundo y, según lo que he oído, ninguna mujer le ha negado nunca sus favores, ni nada que él le haya pedido.
Gilda se mostró muy sorprendida y se preguntó qué querría decir su hermana con exactitud, pero antes que pudiera inquirir al respecto, Heloise continuó diciendo:
—Pensando bien las cosas, decidí que lo único que haría que el marqués me considerara en serio era que me mostrara poco deseosa de estar con él, en lugar de presionarlo, como han hecho las demás mujeres.
Heloise rió antes de añadir:
—¡Por supuesto que yo estoy haciendo lo mismo que ellas! Estoy decidida a «pescarlo», y no voy a permitir que se me escape.
—¿Y qué vas a hacer cuando lo «pesques»?
—Seré la Marquesa de Staverton y todas mis preocupaciones habrán terminado.
Gilda sonrió.
—¿Tienes, de verdad, alguna preocupación? A mí no me lo parece.
—¡Claro que las tengo! Ya te he dicho que tengo que casarme. Como bien sabes, cumpliré veinte años el próximo julio. La mayor parte de las chicas que fueron debutantes al mismo tiempo que yo, ya han encontrado marido.
Heloise frunció el ceño al proseguir:
—Desde luego, todas eran chicas afortunadas. Tenían padres que arreglaban sus matrimonios, como se acostumbra en los círculos aristócratas.
—Pero ¿no podría tu madrina… arreglar un… matrimonio para… ti? —preguntó Gilda un poco vacilante.
Ella pensaba que un matrimonio arreglado era una cosa muy fría, una forma casi desagradable de casarse; pero, si era lo acostumbrado, tal vez agradaría a Heloise.
—¡Mi madrina es tan estúpida! No entiende lo que se espera de ella. Cuando sugerí, el año pasado, que debía acercarse a Lord Cornwall, cuyo hijo mayor se interesaba en mí, dijo que era embarazoso, porque no conocía a los Cornwall.
—Comprendo muy bien sus sentimientos.
—Los comprendes porque eres tan estúpida como ella, y me atrevo a asegurar que si mamá hubiera vivido no habría sido mejor que ustedes. Uno no debe ser sentimental cuando se trata de avanzar en sociedad.
Gilda se quedó callada durante un momento y luego preguntó:
—¿El marqués espera hacer un matrimonio arreglado?
—Estoy segura de que se han acercado a él cuanto duque y duquesa, conde y condesa, tienen una hija fea que quieren imponerle como esposa. Pero sospecho que él quiere escoger a la mujer con la que va a casarse.
—En ese caso, debemos orar porque te escoja a ti —observó Gilda.
—No son oraciones las que se necesitan en estos momentos, sino inteligencia, y eso es algo que yo tengo. Creo que, a estas alturas, el marqués se estará preguntando con desesperación qué me ha sucedido y con quién estoy.
—¿Le vas a decir que estuviste aquí?
—¡Debes estar loca! —exclamó Heloise—. Arrugaré la nariz y le diré que la pasé muy bien. Le haré saber, con una voz suave y apasionada que le dará qué pensar, que estuve con alguien que me está enamorando, y lo haré sospechar que me han besado. Eso lo pondrá celoso y entonces… ¡cualquier cosa puede suceder!
Se apoyó contra las almohadas y dirigió los ojos al techo, como si estuviera pensando, extasiada, en lo que significaría para ella que el marqués se le declarara.
Gilda calló por un momento y luego dijo:
—Por supuesto, yo soy muy… ignorante acerca de estas cosas… pero ¿no pensará el marqués que es muy… atrevido de tu parte dejar que los hombres… te besen?
—¡Le parecería muy extraño que ningún hombre quisiera besarme!
—Comprendo que ellos deseen hacerlo —aceptó Gilda—. Eres tan hermosa, queridita, que estoy segura de que los hombres deben considerarte irresistible… pero ¿debes permitir que te besen?
—No sabes lo que dices —contestó irritada Heloise—. Deja que conquiste al marqués a mi manera. Sé lo que hago.
—Sí… desde luego —contestó Gilda.
Más tarde, Heloise decidió que estaba demasiado cómoda en la cama como para moverse, de modo que Gilda le subió también el té.
Arregló en una bandeja la mejor porcelana de su madre con un lindo mantelito de encaje, y esperó que a Heloise le gustaran los bizcochitos que había logrado hacer aprovechando que el horno estaba caliente.
Cuando su hermana terminó de tomar el té, Gilda dijo con una vocecita tímida:
—Tengo… algo que… preguntarte, Heloise.
—¿De qué se trata? —preguntó su hermana.
—¿Si yo fuera a Londres… podrías… ayudarme a conseguir… trabajo de algún… tipo?
Heloise se sentó bruscamente en la cama.
—¿Ir a Londres? ¿Y para qué quieres tú ir a Londres?
—He estado… pensando las cosas. No puedo quedarme en esta casa… a menos que gane dinero, de algún modo pero no se me ocurre qué… puedo hacer… aquí.
—¿Y qué esperas hacer en Londres?
Gilda se sintió incómoda, pues los ojos de Heloise, al mirarla, eran hostiles y agresivos.
—Pensé que… tal vez podría… dar lecciones a los niños… o quizá… cuidarlos.
—¿Quieres decir que deseas trabajar como institutriz? —preguntó Heloise horrorizada.
—Bueno… algo… así.
—¿Cómo crees que me sentiría yo al tener una hermana que fuera poco más que un sirviente? ¿Cómo puedes sugerir algo tan abominable?
—Lo siento —contestó Gilda—, no pensé que eso te… alterara.
—¡Por supuesto que me altera! —contestó Heloise con, brusquedad—. Soy una dama aristócrata y, por supuesto, jamás admitiría ante nadie que mi hogar es una vieja casa solariega que se está cayendo de vieja, o que mi padre nunca tuvo más dinero que el que ganó como soldado.
Gilda siempre había sospechado que Heloise se avergonzaba de su familia, pero ahora que la oía decirlo con toda claridad le produjo una terrible impresión. Unió las manos para controlar su creciente temblor.
—Perdóname… —Heloise— dijo a toda prisa, —no quería… molestarte. Me las arreglaré… de algún modo.
Gilda recordó que, apenas la noche anterior, había comprendido, al examinar con cuidado su libro de cuentas, que no podía seguir viviendo con la pequeña cantidad de que disponía de los fondos que le dejara su madre.
—¡Si quieres enseñar a niños, puedes hacerlo aquí! —exclamó Heloise con dureza.
—Ya hay una maestra en la escuela del pueblo —contestó Gilda—. Los niños pagan sólo un penique y me temo que la pobre señorita Crew se moriría de hambre si no tuviera un poco de dinero propio.
Se hizo de nuevo el silencio y luego Heloise añadió:
—Ya te lo dije… tendrás que casarte. Debe haber algún granjero, o tal vez un comerciante acomodado, que considere un honor el hacerte su esposa.
Gilda se levantó de la cama y fue hacia la ventana. No miró el sol de la tarde, ni el descuidado jardín, sino que contuvo a duras penas las lágrimas que se agolpaban en sus ojos.
Ahora entendía con exactitud lo que Heloise pensaba de ella y comprendió de pronto que su hermana no le tenía el menor cariño, ni veneraba la memoria de sus padres.
El hecho de que hubiera sugerido que se casara con un granjero o con un comerciante, a fin de que no le causara la menor molestia en Londres, revelaba con toda claridad los sentimientos de Heloise.
Su madre siempre se había sentido orgullosa de su noble origen y la familia de su padre había servido al país con lealtad, como soldados o marinos, por generaciones enteras.
Su abuelo había sido un general al que el reino confirió el título de caballero, el cual heredó el hermano mayor de su padre y, en cuanto a su bisabuelo, su nombre aparecía en los libros de historia.
Mientras Gilda luchaba con las lágrimas, una voz desde la cama dijo:
—Supongo que esto quiere decir que tendré que darte algún dinero, aunque me parece un fastidio.
Gilda se apartó de la ventana.
—Es… está… bien, Heloise —dijo vacilante—. Me las… arreglaré de… algún modo.
Heloise, sin embargo, no la estaba escuchando. Se mostraba tan enfadada y desagradable, que su expresión arruinaba su belleza, y por un momento Gilda la recordó cuando era niña y no podía obtener lo que quería.
—Voy a decirte lo que haré —dijo—. Te daré veinte libras al año hasta que te cases, y será inútil que lloriquees para pedirme más.
—No estoy… lloriqueando —repuso Gilda.
Trató de hablar con orgullo, pero su voz se quebró y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.
—Te daré ese dinero —continuó Heloise como si Gilda no hubiera hablado—, con la condición de que no vengas a Londres, ni pretendas nada más de mí.
—Por supuesto… que no pretendería… nada.
—Lo que quiero decir es que, cuando me case con el marqués, no le diré que tengo una hermana. No debes jamás aparecer en mi vida, ni decir a nadie, fuera de este pueblo, que estamos emparentadas.
—Te lo prometo —le aseguró Gilda—; pero, Heloise, no voy a aceptar tu dinero. Después de lo que me has dicho, preferiría lavar el piso de otra gente, que aceptar un penique tuyo.
Después de decir eso salió de la habitación, cerrando la puerta tras sí. Luego, corrió a su dormitorio y se arrojó en la cama, echándose a llorar con desesperación.
Debido a que Heloise era el último miembro de la familia le quedaba, siempre había pensado en ella con cariño, pero ahora comprendía que ese sentimiento era más imaginario que real.
Había pensado que amaba a Heloise y que Heloise la amaba a ella; simplemente porque, sin ese afecto, estaba completa y absolutamente sola, pero ahora que conocía con exactitud los sentimientos de su hermana le parecía que había perdido algo precioso, como si se hubiera producido un vacío en su vida que ya nada podría llenar.
Gilda lloró por largo rato, hasta que comprendió que Heloise pediría muy pronto la cena y que debía cocinar la lengua de res que el granjero Hewlett le había vendido.
—No le cobraré mucho por ella, señorita Gilda —le había dicho—. Y será una buena comida para ustedes dos.
Gilda le dio las gracias y ahora recordó que había dicho al granjero que tenía una visita, y se alegró de no haber explicado que se trataba de su hermana.
Gilda había llegado con mucha prisa para comprar el cordero y los huevos, de modo que no se detuvo a conversar y se limitó a agregar la lengua que el granjero insistió en que comprara.
Ahora se lavó la cara con agua fría y bajó la escalera.
Todo el tiempo, mientras cocinaba, se preguntaba con desesperación cómo se las arreglarla cuando Heloise se hubiera ido, ya que los impuestos sobre la casa se vencerían muy pronto.
«Tal vez fue tonto de mi parte rechazar la oferta de veinte libras que me hizo Heloise, se dijo, pero luego recordó la noble dignidad que había caracterizado a sus ancestros y levantó orgullosa la barbilla. Ella había nacido con el mismo orgullo los había impulsado a ellos a levantarse en armas, primero contra los normandos y después contra los barones que amenazaban su independencia.
»Me las ingeniaré para sobrevivir… de algún modo», se dijo Gilda.
Se sentía un poco turbada al subir la bandeja de Heloise, pero su hermana se limitó a decir al verla aparecer:
—No sé por qué tardaste tanto. Tuve que encender las velas yo misma.
—Lo siento —contestó Gilda—, pero estaba preparando la cena. Espero que te guste.
—Yo también lo espero —contestó Heloise indiferente—. Y también supongo que habrás tenido el buen sentido de subir esa botella de clarete de la que hablabas el otro día.
—¡Oh, lo siento! —se disculpó Gilda—. No pensé en ello; pero ¿crees que el clarete te haga bien? Mamá siempre decía que el exceso de vino puede arruinar el cutis de una mujer.
—¡Mamá decía muchas tonterías! —contestó Heloise—. En Londres tengo que beber; aunque, a algunas jóvenes, se lo prohíben sus madres.
—Entonces, ¿por qué lo haces tú?
—Porque quiero, por una parte, y porque el vino hace que me divierta más.
—Siempre he oído decir que el Príncipe de Gales bebe mucho, al igual que los nobles que lo rodean —comentó Gilda.
—Algunas veces se embriagan hasta ponerse desagradables antes que termine la velada —admitió Heloise—. Pero los que se consideran deportistas no lo hacen, porque quieren estar en buenas condiciones físicas para participar en carreras de caballos y cosas así.
—Siempre pensé que los verdaderos caballeros debían ser también buenos atletas —opinó Gilda.
—Vaya, eso es verdad en lo que se refiere al marqués —contestó Heloise volviendo a su tema favorito—. Como es tan alto y fuerte, tiene que controlar su peso a fin de estar en forma para las carreras de caballos con obstáculos, las cuales siempre gana. Y dicen que es el mejor esgrimista de todo el mundo social.
—¿Lo has visto en alguna exhibición de esgrima?
—No, porque las damas casi nunca son invitadas a los gimnasios donde se practica esgrima. No es que eso me interese, en realidad…
—Debía interesarte —exclamó Gilda.
—¡Oh! Pretendo que me interesa. No quiero ver al marqués haciendo cosas. Quiero escucharlo cuando habla conmigo… y oírlo decir que soy muy hermosa.
Tomó un espejo de mano que había cerca de la cama y contempló su rostro.
Gilda, mirándola, dijo:
—¿Sabes, Heloise? En estos momentos… te veo igual a mamá. Opinaba que nos parecíamos a ella, y a su abuela, que fue una gran belleza.
—No creo que nadie haya oído hablar de ella fuera del condado —comentó Heloise con desprecio—. En cambio, yo soy rival de Georgina, la Duquesa de Devonshire. ¡Y mucha gente piensa que soy más hermosa! —Estoy segura de que lo eres— repuso Gilda con lealtad. Cuando terminó de cenar, Heloise le comunicó a Gilda que ya deseaba dormir.
—Debo tener un largo descanso esta noche, porque mañana voy a un baile y quiero verme lo mejor posible —dijo.
Le pidió a Gilda que le trajera otro camisón, a fin de poder quitarse el que había tenido puesto todo el día.
También hizo que le enrollara el cabello en rizos alrededor de la cabeza y se mostró muy irritada cuando, al principio Gilda no lo hizo con tanta habilidad como la doncella que Heloise había dejado en Londres.
—Lo siento —dijo Gilda—, estoy tratando de hacerlo tal como dices, pero no es una cosa que yo haya hecho antes.
—Eso es evidente, a juzgar por la forma como traes el cabello.
Heloise, sin embargo reconoció que un experto peinador había dado clases a su doncella.
—Desde luego, siempre que voy a un baile, viene un peinador profesional a atenderme —declaró Heloise—. Él siempre dice que yo lo hago ganar prestigio y que todas las damas nobles lo llaman porque quieren parecerse a mí.
Gilda enrolló el último rizo dorado de Heloise.
—¡Listo! ¿Quedó bien? —preguntó.
—No está mal —concedió Heloise y Gilda, siguiendo sus instrucciones, le puso una cofia de delicado encaje en la cabeza para mantener los rizos en su lugar.
Luego Heloise se untó el rostro con una loción que había comprado en la calle Bond.
—Está hecha de raíces de iris —explicó—, y conserva la piel limpia y blanca. Es muy costosa.
—Siempre has tenido un hermoso cutis —contestó Gilda—, y no creo que el iris, ni ninguna otra cosa, tenga nada que ver en el asunto.
Heloise se echó a reír.
—Me alegro de que mi madrina no te oiga decir eso —comentó—. Se quejó de la última factura y dijo que yo era demasiado joven para necesitar ese tipo de ayuda.
—Estoy segura de que tiene razón. No necesitas ninguna loción, sólo requieres aire fresco y agua.
Gilda habló con firmeza; aunque, al mismo tiempo, pensó que no quería que Heloise se marchara de casa odiándola por haberla criticado.
«Después de todo, sin importar lo que diga, sin importar lo mucho que se avergüence de mí, es mi hermana»… se dijo Gilda. «Y tal vez, algún día… ¿quién sabe?… vuelva a necesitarme».
Heloise, que había estado sentada en el banquito frente al tocador, se metió en la cama.
—Ahora, cierra la ventana —dijo a Gilda—, y asegúrate de que las cortinas estén bien cerradas. No quiero que la luz me despierte.
Gilda obedeció, pensando que la habitación no iba a estar muy ventilada, pero no quiso discutir.
—Una última cosa —continuó Heloise—, trae mi botella de láudano. Está sobre el lavamanos. Y necesito una cuchara.
—¡Oh, Heloise, no lo tomes! —suplicó Gilda.
—Tengo toda la intención del mundo de dormir desde ahora hasta las ocho de la mañana, y a esa hora debes despertarme, para que esté lista cuando llegue el carruaje.
Gilda se abstuvo de seguir discutiendo, pero cuando llevó la botella a través de la habitación le pareció que el oscuro líquido tenía un aspecto siniestro.
Heloise tomó tres cucharadas. Entonces, cuando Gilda se disponía a llevarse el frasco, dijo:
—Déjalo junto a la cama. Algunas veces me cuesta trabajo dormirme y tomo otra cucharada.
Gilda la complació y, después, apagó una a una las velas que había sobre la mesa cercana a la cama.
—Si no necesitas nada más —dijo—, te traeré tu desayuno a las ocho en punto y prepararé tu baúl.
—Si estoy somnolienta, despiértame. Debo estar en Londres antes del almuerzo, ya que supongo que el marqués estará esperándome para verme.
—Por ti, espero que así sea.
Gilda apagó las velas del tocador y caminó hacia la puerta.
—Buenas noches, Heloise —dijo—. Ha sido muy agradable tenerte aquí y, sin importar lo que sientas por mí, siempre rezaré por ti, pidiendo que logres todo lo que deseas de la vida.
—¡Lo lograré! —declaró Heloise con firmeza.
Gilda salió del dormitorio, bajó la escalera y se dirigió a la cocina. Tenía que lavar los platos de la cena y dejar todo listo en una bandeja para el desayuno de Heloise al deja siguiente.
Mientras hacía todo aquello, pensaba:
«Debo tratar de conservar la casa, para que haya un lugar al que Heloise pueda venir si las cosas le salen mal».
Sin saber por qué, tenía la impresión de que su hermana no se casaría con el marqués, a pesar de que estaba tan decidida.
En algunas ocasiones, Gilda tenía presentimientos que parecían ilógicos y sin ninguna base aparente, pero que, invariablemente, resultaban ciertos.
Había heredado de su madre esa habilidad para percibir cosas que estaban más allá de los sentidos.
—Yo siempre sabía cuando tu padre estaba en peligro —solía decir la señora Wyngate con suave voz—; aunque, al principio, pensé que se trataba de mi imaginación.
Gilda había descubierto que ella, también, poseía ese poder de clarividencia. Siempre sabía cuando la gente que conocía era honesta y sincera, cuando era deshonesta y falaz y cuando le decían una mentira.
Ahora, después de oír hablar a Heloise del marqués y de su convicción de que iba a proponerle matrimonio, Gilda tuvo la certeza de que eso no sucedería y de que su hermana sufriría una desilusión.
«Estoy equivocada… debo estarlo», trató de convencerse cuando se fue a la cama.
Pero, al desvestirse, sus sentimientos eran demasiado intensos para poder negarlos y, como no quería pensar en ellos, se dedicó a recogerse el cabello de la misma forma en que lo había hecho con Heloise.
El cabello de Gilda, a diferencia del de Heloise, que era lacio, tenía rizos naturales.
«Si está demasiado rizado por la mañana me veré espantosa», pensó, pero también se dijo que, si se lo arreglaba en el mismo estilo de Heloise, le favorecería tanto como a ella.
Pensó en los hermosos vestidos que su hermana tenía y en el sombrero que había usado para viajar, con sus pequeñas plumas de avestruz.
«Quisiera poder probármelo», se dijo, pero comprendió que si le pedía a su hermana que le permitiera ponérselo por un momento, ella se negaría.
Heloise no había vuelto a hacer referencia a las veinte libras al año que Gilda había rechazado, y de acuerdo con lo que había dicho, era evidente que no volvería nunca y que deseaba olvidar que tenía una hermana.
A Gilda le dolía, pero se dijo que tenía que ser sensata. Era inútil tratar de cambiar la manera de ser de la gente.
* * *
Gilda despertó y se dio cuenta de que tenía tiempo de sobra para preparar el desayuno de Heloise.
Se levantó, se vistió y bajó a limpiar la casa y a sacudir la sala. Esto último lo hacía siempre, de cualquier modo. Dejaba las demás habitaciones a la señora Hewlett, pero prefería limpiar ella misma los pequeños adornos de porcelana que habían pertenecido a su madre.
El fuego ardía brillante en la estufa cuando terminó la limpieza y pensó que sería una buena idea despertar a Heloise antes de preparar los huevos.
Por lo tanto, subió unos minutos antes de las ocho y entró en silencio en el dormitorio para descorrer las cortinas.
La luz del sol entró a raudales y, al mirar por la ventana, le pareció que había más flores entre los arbustos de las lilas que el día anterior.
Luego, al acercarse a la cama, encontró a Heloise, como supuso, profundamente dormida.
Se quedó mirando a su hermana, pensando en lo hermosa que era y en que, dormida, parecía mucho más joven que cuando estaba despierta. Ahora había una suave sonrisa en sus labios y su piel parecía casi transparente.
—¡Heloise! —dijo, pero no hubo respuesta alguna.
Gilda repitió el nombre de su hermana y luego se inclinó para tocarle el hombro, pero Heloise no se movió.
—¡Heloise, debes despertar! —repitió Gilda—. Son las ocho en punto y sabes bien que tienes que darte prisa para llegar a Londres. El marqués te espera.
Gilda pensó que eso la despertaría, pero como su hermana seguía sin moverse, tocó la mano que Heloise tenía encima de las sábanas y al hacerlo dio un salto.
La piel de Heloise estaba fría como el mármol.
Gilda miró la botella de láudano que se encontraba junto a la cama. No estaba en la misma posición en que ella la había dejado la noche anterior, y la cuchara que había enjuagado después que su hermana la usó, había sido utilizada de nuevo.
Gilda, asustada, sostuvo la mano de Heloise entre las suyas y la frotó, diciendo al mismo tiempo:
—¡Despierta, Heloise! ¡Despierta!
Tampoco obtuvo respuesta alguna y la mano de Heloise continuaba sintiéndose muy fría.
«¡Tan! ¡Tan fría como la muerte!», pensó Gilda.
Desesperada, puso las dos manos en los hombros de su hermana y la sacudió con fuerza. La cabeza de Heloise cayó hacia adelante, como si fuera una muñeca de trapo.
A Gilda le tomó varios minutos aceptar la verdad. No había la menor duda: Heloise estaba muerta.
Debido a que su madre visitaba con frecuencia a los enfermos del pueblo, y ella la acompañaba, Gilda había visto a muchos muertos y después que palpó el corazón y el pulso de Heloise y no obtuvo respuesta, se preguntó angustiada qué debía hacer.
No había médico en la aldea. Tendría que enviar a alguien al pueblo más cercano, que estaba a ocho kilómetros de distancia, donde un joven se había hecho cargo del consultorio del viejo doctor, a quien Gilda conocía desde niña.
Eso significaba que tendría que pagársele, y Gilda no pudo menos que pensar que sería un desperdicio de dinero, ya que no había nada que el doctor pudiera hacer o decir, excepto que Heloise había muerto de una dosis excesiva de láudano, lo que ella ya sabía.
La señora Hewlett era quien se encargaba de amortajar a los muertos en el pueblo, pero no volvería hasta la tarde.
«Tendré que esperar a que ella regrese», pensó Gilda, «y entonces iré a decir al vicario lo sucedido».
Pero en aquel momento recordó que el vicario estaba ausente y que no volvería hasta dentro de tres semanas.
Eso significaba que tendría que ir a buscar a un clérigo de otro pueblo para que realizara el servicio fúnebre.
«¿Cómo pudo haber sucedido esto?», se preguntó Gilda y también si podía haber hecho algo para evitarlo. Pensó de nuevo en lo hermosa y joven que era Heloise al morir.
«¡Era joven y, sin embargo, cuántas cosas hizo en su vida que yo no haré nunca!», se dijo.
Se preguntó si mucha gente en Londres lamentaría la muerte de su hermana o si la olvidarían pronto. Quizá alguna otra joven, tal vez más hermosa, ocuparía el lugar de Heloise en la admiración de los jóvenes aristócratas, sin que ellos volvieran a recordar a aquella muchacha que había muerto antes de cumplir veinte años.
«El marqués tuvo la culpa», se dijo Gilda. «Si le hubiera propuesto matrimonio, ella no habría venido aquí. Se habría quedado en Londres, y se habría sentido tan feliz de estar con él, que no habría necesitado tomar láudano para dormir».
Al pensar en el marqués, Gilda comprendió que tendría que avisarle a él y a la madrina de Heloise, Lady Neyland, que su hermana había muerto.
«Escribiré una carta», decidió, «que podrá llevarse el carruaje cuando llegue».
Se preguntó si no sería más correcto, puesto que Lady Neyland estaba ciega, ir en persona y decirle lo sucedido.
«Estoy segura de que mamá hubiera pensado que eso era lo adecuado», pensó Gilda, «y si Lady Neyland tuviera la bondad de enviarme de vuelta en su carruaje, estaría de regreso por la tarde».
Entonces recordó que no tenía ropa adecuada para ir a Londres, y aunque Lady Neyland no podría verla, era posible que el marqués estuviera esperando en la casa.
«Si Heloise se sentía avergonzada de mí, él seguramente se escandalizaría al advertir mi apariencia», pensó.
Decidió que no le quedaba otro recurso que escribirle a Lady Neyland. Una doncella podría leerle la carta.
Gilda caminó a través de la habitación y corrió las cortinas para dejar a Heloise en la oscuridad.
Al hacerlo, dirigió una última mirada a su hermana, pensando que era muy cruel que hubiera muerto dejando atrás todo lo que era tan importante para ella.
Era hermosa, era un éxito en sociedad y aunque no se hubiera casado con el marqués, habría tenido la oportunidad de hacerlo con otro hombre rico.
«¿Cómo pudo morir en este momento en particular y de una forma tan tonta?», se preguntó Gilda.
Estaba del todo segura de que Heloise no tenía intenciones de morir. Había tomado más láudano de la cuenta, sin anticipar sus efectos.
«Mamá se habría alterado terriblemente», pensó Gilda, pero ahora Heloise estaba con sus padres.
—Soy la única que queda de la familia —dijo Gilda con voz alta—, y tal vez, como creo que estoy condenada a morir de hambre, no pasará mucho tiempo sin que me reúna con ellos.
Era un pensamiento amargo y dulce a la vez y se volvió de nuevo para correr la última cortina.
¡Entonces, de pronto, se le ocurrió una idea!
Era tan sensacional, tan explosiva, que se quedó inmóvil, mirando hacia afuera de la ventana, sin ver nada en realidad.
Se preguntó cómo había podido siquiera pensar tal cosa. Y sin embargo, la idea, insistente, continuaba ahí.
De un modo insidioso, en uno de sus momentos de clarividencia, estuvo convencida de que algo podía hacerse, aunque era difícil creer que podía llevarse a cabo con éxito.
—¡No, es una locura! ¡Es absurdo! ¡Imposible! —exclamó.
Sin embargo, podía sentir cómo su cerebro estaba trabajando, cómo daba vueltas a la idea, una y otra vez, mirándola desde todos los ángulos posibles.
«Sin importar lo atrevido que parezca, es mejor que quedarme aquí, a morir de hambre», se dijo.
Después de unos momentos, que a ella le parecieron inmensamente largos, se apartó de la ventana y se dirigió al espejo.
Se sentó como Heloise lo había hecho, en el banquito, y miró su propia imagen.
Como se había soltado ya los rizos que se enrolló la noche anterior, su cabello caía en pequeños bucles, de forma muy similar a como le caía el cabello a su hermana sobre la frente.
A Gilda le pareció ahora que el rostro que se veía bajo los rizos no era el suyo, sino el de Heloise. Se dio cuenta de que había entre las dos una notable semejanza, ya que eran gemelas idénticas. Gilda se miró detenidamente.
La forma de su rostro, la pequeña nariz recta, los ojos, eran los mismos de su hermana.
En el tocador, frente a Gilda, estaba la pomada para los labios que usaba Heloise y la pata de conejo con la que agregaba un poco de color a sus mejillas. Estaba, también, el polvo que hacía parecer su piel todavía más blanca.
Como si estuviera soñando, Gilda se aplicó los cosméticos, del mismo modo que su hermana lo hacía.
El sábado, cuando llegó, después del almuerzo, Heloise había subido a su dormitorio para quitarse el vestido de viaje y ponerse algo más fresco y más ligero y, sentándose ante el tocador, había exclamado:
—¡Cielos! ¡Me veo terrible!
Entonces había añadido un ligero rubor sonrosado a sus pálidas mejillas; hizo brillar sus labios con la pomada y se aplicó polvo en la cara. Su apariencia era ahora diferente y parecía un poco mayor.
—¿Todas las mujeres en Londres usan cosméticos? —había preguntado Gilda:
—¡Por supuesto que sí! —contestó Heloise—. Yo me sentiría desnuda sin ellos.
—Te hace parecer extraña; pero, al mismo tiempo, muy hermosa.
Al decir esto, Gilda se había mirado en el espejo, un poco desilusionada de su propia apariencia.
Ahora los cosméticos la transformaron en la viva imagen de Heloise.
«¡Soy un duplicado de Heloise!», se dijo al levantarse del banquito. «Pero ¿cómo puedo pensar en hacer algo así?», se preguntó, casi esperando que su hermana se sentara en la cama y le reprochara tal pretensión.
Pero Heloise se quedó muy quieta. La luz del sol tocaba el oro de su cabello, confiriéndole un halo dorado.
«Estoy segura de que habría sido bondadosa conmigo si hubiera vivido», añadió Gilda para sí, aunque sabía que no era cierto.
Un momento después, como obedeciendo un impulso más fuerte que su voluntad, se dirigió hacia el guardarropa.
* * *
Media hora más tarde, Gilda empujó, desde el dormitorio a lo alto de la escalera, el baúl lleno de ropa de Heloise y luego regresó para recoger su sombrero, los guantes y su bolso de mano.
Se dirigió hacia la cama y miró un momento a su hermana, a la tenue luz que penetraba a través de las cortinas, antes de ponerse de rodillas.
Elevó una ferviente oración, pidiendo que Heloise encontrara la paz y la felicidad, y que a ella misma se le perdonara lo que estaba haciendo si ello era pecado.
«Si sólo pudieras decirme, mamá», pensó dirigiéndose a su madre, «que lo que estoy haciendo está bien… o mal… sería mucho más fácil para mí. Pero juro, por todo lo que me es sagrado, que si hago esto trataré de ser buena, amable y comprensiva con cuanta persona conozca».
Suspiró y continuó para sí:
«No hay muchas personas a las que pueda ayudar aquí, pero tal vez, si voy a Londres, encontraré a alguien que necesite mi consuelo, como tantas personas necesitaron el tuyo. Ayúdame, mamá, a ser como tú. Y perdóname si no apruebas lo que estoy haciendo ahora».
Cuando terminó su oración, Gilda enjugó las lágrimas de sus ojos y se inclinó para besar la helada mejilla de Heloise.
—Adiós, queridita —murmuró—, y que Dios te acoja en su seno.
Recogiendo las cosas que había puesto a un lado mientras oraba, Gilda salió del dormitorio y cerró la puerta con suavidad tras ella.