Capítulo 4
Gilda se quedó inmóvil, en ese delicioso estado entre el sueño y la vigilia, pensando en lo feliz que era. La noche anterior había sido una revelación y había colmado todas sus expectativas.
Siempre soñó ver un salón de baile lleno de hermosas mujeres y de hombres apuestos bailando bajo la luz resplandeciente de los candelabros de cristal, con una orquesta tocando suaves melodías y una atmósfera perfumada con la esencia de las flores.
La cena-baile que había ofrecido la. Condesa de Dorset fue un evento encantador. Se sentaron cincuenta personas a cenar, y la larga mesa decorada con orquídeas y relucientes adornos y candelabros de oro, ofrecía un espectáculo magnífico.
Gilda, con los ojos muy abiertos se quedó mirando todo a su alrededor, hasta que se dio cuenta de que el marqués la estaba observando y recordó que se suponía que debía haberse familiarizado con aquel lujo en los dos años que llevaba viviendo en Londres.
Sin embargo, al ver cómo se reflejaban las velas en la enorme tiara que llevaba puesta su anfitriona, haciéndola parecer una corona real, no había podido menos que murmurar, más para sí que para su compañero de mesa:
—¡Es como un cuento de hadas!
—¿Por qué especialmente esta noche? —preguntó el marqués con displicencia.
—Tal vez me parece más encantador que nunca porque me siento feliz… —respondió Gilda.
—¿Por qué? —insistió él.
—¿Tiene una que tener una razón para ser feliz?
—Si una mujer dice que es feliz, ¡casi siempre significa que está enamorada!
—Entonces yo soy la excepción. Soy feliz porque todo es hermoso y porque todos son amables conmigo.
—¿De qué forma especial lo son?
Aquellas preguntas eran demasiado insistentes y Gilda las había evadido volviéndose para hablar con el caballero que tenía al otro lado y que la abrumó de lisonjas.
A ella le pareció que los cumplidos subían con demasiada facilidad a sus labios para ser sinceros y, sin embargo, le dieron confianza en si misma.
Estaba decidida a no entablar una conversación privada con el marqués y cuando Lady Neyland llegó, fue fácil evitarla.
Había causado sensación cuando llegó al salón del brazo de su anfitriona, muy elegante, ataviada con un hermoso traje color malva, una tiara de diamantes en la cabeza y un enorme collar de amatistas y brillantes alrededor del cuello.
Gilda había sido lo bastante inteligente como para sugerir, antes de salir de casa, que Lady Neyland no usara la venda para los ojos que casi siempre tenía puesta por órdenes del doctor y que la sustituyera por un pedazo de la tela de su vestido.
Anderson había maquillado el rostro de milady con suma habilidad y, al verla con sus pendientes de amatista y diamantes, resultaba fácil olvidar que era diferente de cualquiera de las otras atractivas damas viudas que asistían al baile.
El Conde de Dorset la llevó hacia una cómoda silla que había sido instalada especialmente para ella, en un pequeño estrado y cuando Gilda se reunió con su madrina, ella le dijo:
—Todo esto te lo debo a ti, querida niña, y me siento muy emocionada de oír la música y las voces de mis amigos.
Su último comentario dio a Gilda la clave de cómo vencer una dificultad que la había estado preocupando todo el día.
Se daba cuenta de que Heloise debía haber conocido a muchas de las personas que vendrían a hablar con su madrina y era evidente que se esperaba que ella dijera:
—Aquí viene Lady X o Lord Z —según se acercaran. En cambio, dijo ahora:
—Madrina, vamos a ver si eres capaz de reconocer la voz de tus amigos.
Lady Neyland se había mostrado encantada de participar en aquel juego y nueve veces de cada diez adivinó correctamente al primer intento.
Cuando el marqués se acercó, Gilda, adivinando que intentaba hablar con ella, dijo:
—Aquí viene el Marqués de Staverton y él me ha prometido, madrina, describirte a algunas de las asistentes, aunque mucho me temo que lo hará con espíritu de crítica.
Lady Neyland acogió risueña aquella sugerencia y el marqués, después de besar su mano, no pudo hacer otra cosa que sentarse junto a ella, lo cual dio a Gilda la oportunidad de escapar, y bailar con algunos de los jóvenes que le pedían una pieza.
Al terminar cada baile, volvía al lado de su madrina, pero no tardó en darse cuenta de que ésta no la necesitaba, ya que estaba rodeada constantemente por sus amigos y disfrutaba de cada minuto de la fiesta.
Gilda acababa de terminar de bailar con el joven que se sentaba a su lado izquierdo en la mesa, cuando un hombre robusto, de aspecto un tanto pomposo, se había acercado a ella para preguntar:
—¿Cómo pudiste ser tan cruel y tan injusta, Heloise, como para desaparecer sin decirme adónde ibas?
Gilda se puso tensa. Ignoraba quién podía ser aquel hombre, pero por fortuna su compañero de baile intervino antes que ella pudiera decir nada.
—No venga a interrumpir, Sir Humphrey. La señorita Wyngate es mi pareja, hasta que empiece el próximo baile.
—No voy a disculparme —replicó Sir Humphrey—, porque tengo algo muy importante que decir a la señorita Wyngate. Por lo tanto, debe perdonarme si me la llevo conmigo.
Sin esperar respuesta, tomó a Gilda de un brazo y la llevó hacia la terraza, junto al salón de baile y aunque Gilda no tenía deseos de acompañarlo, no le quedó otra alternativa.
Afuera, por fortuna muchas otras parejas habían salido a disfrutar de la frescura de la noche y la única forma en que Sir Humphrey podía hablarle con cierta intimidad era bajando la voz.
—¡Me estás volviendo loco! —exclamó—. ¿Cuándo vas a darme una respuesta? ¡Estoy cansado de esperar!
Gilda pensó que debía estarse refiriendo a que le había propuesto matrimonio y después de un momento contestó vacilante:
—No es… una cosa que… pueda decidirse… con precipitación.
—¡Con precipitación! —exclamó Sir Humphrey—. ¡Me tienes de rodillas ante ti desde hace seis meses!
Gilda no había respondido y después de un momento Sir Humphrey murmuró:
—Esperaba que me alentarías usando esta noche mis zafiros. Después de todo, aunque tu madrina esté aquí, no puede verlos.
Gilda no supo qué contestar a esto, ya que no sabía de qué hablaba aquel hombre.
—Creo que debo regresar al lado de mi madrina —respondió al fin—. Estoy segura de que a ella le gustaría hablar con usted. Le emociona mucho estar aquí esta noche, después de haber estado encerrada en la casa por tanto tiempo.
—A mí tu madrina no me importa… la que me importa eres tú —replicó Sir Humphrey acercándose más a ella.
Había algo en él que no le gustaba, aunque ella pensó que sus sentimientos probablemente eran irrazonables. Sin saber por qué, desconfiaba de aquel hombre y comprendió que su hermana se mostrara indecisa ante la idea de casarse con él.
«Aunque fuera el hombre más rico del mundo no lo querría por esposo», pensó.
Otras dos personas salían en ese momento del salón de baile hacia la terraza y ella se apresuró a decir:
—Debo ir a ver a mi madrina —y escapó antes que Sir Humphrey pudiera hacer algo para evitarlo.
Durante el resto de la velada, sin embargo, él estuvo rondando por el fondo del salón y Gilda tuvo que esquivar, no sólo al marqués sino a él.
A pesar de todo, su primer baile fue tal como esperaba.
No había la menor duda de que la belleza de Heloise la había convertido en una muchacha muy solicitada. Aun los más presuntuosos y jóvenes aristócratas le dedicaron entusiastas cumplidos y era evidente que les parecía de buen tono ser vistos en su compañía.
Cuando Gilda volvía a casa con Lady Neyland le entristeció pensar que Heloise había muerto en la cumbre de su éxito en los salones. Aunque no se la consideraba de importancia social, de acuerdo con el criterio del gran mundo, había logrado causar una buena impresión en la sociedad más exigente de Europa.
Casi como si estuviera siguiendo el curso de sus pensamientos, Lady Neyland había comentado:
—Esta noche te admiraron mucho, querida niña, y yo me sentí muy orgullosa de ti. Además, quiero agradecerte que hayas sido tan bondadosa conmigo.
—Yo soy quien debería darte las gracias —repuso Gilda—. Si no trajera puesto este hermoso vestido, y si no fuera tu ahijada, estoy segura de que nadie me prestaría atención.
—¡Tonterías! Tu rostro es una fortuna, y todos los caballeros que hablaron conmigo se expresaron con entusiasmo de tu belleza, incluyendo al marqués.
—Creo que él está todavía asombrado de que lo haya estado rehuyendo.
—Estoy segura de ello. Al mismo tiempo, queridita, no creo que él sería muy buen marido para ti. La condesa me estaba diciendo que ella está segura de que jamás en su vida ha estado enamorado de nadie.
Gilda pensó que eso debía ser cierto, y Lady Neyland continuó diciendo:
—No puedo menos que sentir que él anda tras de ti para molestar a tus otros admiradores y demostrarles que puede vencerlos, no sólo en la pista de carreras, sino en el salón de baile.
—¡Tienes toda la razón! —exclamó Gilda—. Y permíteme asegurarte, madrina, que no lo tomo en serio.
—Me alegro tanto, queridita. Tenía el temor de que pudiera romperte el corazón, como ha roto el de tantas mujeres.
—Conmigo no lo hará —aseguró Gilda confiada.
Cuando llegaron a casa y Lady Neyland empezó a decir a Anderson cuán maravillosa había sido la velada, Gilda había besado la mejilla de su madrina, le dio las buenas noches, repitió las mismas frases de agradecimiento y se fue a la cama.
Como no estaba acostumbrada a bailar y a desvelarse, se quedó dormida instantáneamente.
Ahora, al despertar, recordó todo lo sucedido y lo único que la desconcertó fue que Sir Humphrey había hecho alusión a unos zafiros.
¿Qué zafiros? Y él si se los había dado a Heloise, ¿en dónde estaban?
Emily llegó un poco más tarde con la bandeja del desayuno y Gilda se dio cuenta poco después de que era ya casi mediodía.
—Debo levantarme —dijo a Emily.
—No hay prisa, señorita —contestó Emily—. Milady duerme aún. Pero hay varios ramos de flores abajo y venían notas con ellos. Las he traído para que usted las vea.
Puso las tarjetas sobre la cama, frente a Gilda, y cuando ella miró la primera vio que era de Sir Humphrey y que decía:
Necesito verte, seductora criatura. ¿Te gustaría pasear conmigo en carruaje esta tarde? ¿Puedo visitarte a las cuatro en punto?
Gilda no deseaba aceptar ninguna de las dos sugerencias, y luego casi se rió de sí misma al pensar cuán emocionada se habría puesto si hubiera recibido esa invitación cuando aún vivía en la casa solariega.
No había ninguna tarjeta del marqués, y en la mayor parte de las otras no pudo identificar al remitente.
Cuando por fin estuvo vestida, dijo a Emily de manera tentativa, tratando de probar el terreno:
—Este vestido necesita un pequeño prendedor en el frente.
—Tiene mucha razón, señorita —contestó la doncella—. ¿Por qué no se pone ese lindo prendedor de perlas que, según me dijo, había pertenecido a su madre?
Gilda se quedó rígida. Sabía muy bien que su padre había vendido todas las joyas de su madre cuando necesitó dinero para invertir en sus famosas acciones de dudoso valor.
Después de una pausa, logró contestar:
—Sí, desde luego. Es una buena idea. ¿En dónde lo habré puesto?
—En su joyero, señorita —contestó Emily.
Gilda comprendió que sería un error preguntar dónde estaba su joyero, pero vio que Emily se dirigía al guardarropa y lo abría.
En el piso, debajo de los vestidos, había una caja hecha de piel, un joyero lo bastante grande como para contener las joyas de la corona.
Conteniendo su asombro, Gilda preguntó con ligereza:
—Pero ahora… ¿en dónde puse la llave?
—Yo no estaba espiando, señorita —aseguró Emily—, ya que usted me ha dicho que nunca curiosee, pero noté que estaba anoche dentro de su bolso de mano. Usted nunca la deja aquí.
—Sí, por supuesto —contestó Gilda—. Estoy cansada esta mañana y me siento bastante tonta.
Emily le llevó el lindo bolso de satén, adornado de encaje, que Gilda había usado la noche anterior. Gilda había pensado que sólo contenía un pañuelo, pero ahora, al abrirlo, encontró que en el fondo, debajo del pañuelo, había una pequeña llave y cuando la sacó Emily se apresuró a decir:
—Esperaré afuera, señorita, a que usted me llame —dijo, y salió de la habitación.
Gilda pensó que Emily debía estar actuando de acuerdo con las instrucciones que le había dado Heloise y apenas la puerta se cerró tras la doncella, se dirigió al guardarropa y se arrodilló para abrir el joyero.
Era inmenso y supuso que Lady Neyland se lo había regalado a su hermana. Gilda dio vuelta a la llave en la cerradura y levantó la tapa.
Asombrada, vio que en la bandeja de la parte superior del joyero había una considerable cantidad de joyas.
«¿Cómo es posible que Heloise poseyera todo esto?», se preguntó Gilda.
Allí estaba el broche de perlas que Emily pensaba que había pertenecido a su madre, pero que Gilda no había visto en su vida. Y había pendientes de perlas que hacían juego, así como un bonito brazalete de oro, incrustado con diamantes y perlas.
En otro compartimento de terciopelo, se veían dos pendientes de zafiros con diamantes, y un broche que combinaba con ellos.
Gilda comprendió que ésos eran los zafiros a los que Sir Humphrey se había referido la noche anterior. La horrorizó pensar que su hermana hubiera aceptado un regalo tan costoso de un hombre con el que todavía no se comprometía en matrimonio, ni tenía la menor intención de hacerlo.
«Voy a devolverlos», se dijo.
Había también, sobre la bandeja, un pequeño hilo de perlas y Gilda tuvo la desagradable sensación de que eran legítimas.
Levantó la bandeja y contuvo el aliento. Casi no podía creer que lo que estaba viendo no fuera un espejismo. ¡En el fondo del joyero había docenas y docenas de soberanos de oro!
Los miró con fijeza, como si no diera crédito a sus ojos. ¿De dónde podía haber obtenido Heloise tanto dinero? Debía haber allí, calculó Gilda, cuando menos cincuenta soberanos.
Entonces se le ocurrió pensar que tal vez Lady Neyland era una mujer generosa, que daba a Heloise dinero para propinas y pequeñas compras y, por lo tanto, no había nada extraño en el hecho de que ella hubiera ahorrado el dinero.
Vio también una pequeña pila de papeles revuelta con el oro y tomó el que estaba más a la mano. Lo desdobló y lo leyó. Era una carta procedente del Banco Coutts y decía:
Estimada señorita:
Tenemos el honor de informarle que su saldo, en la cuenta de depósitos a su nombre, es actualmente de mil novecientas cincuenta y nueve libras esterlinas con diez chelines.
Queremos expresarle nuestra profunda gratitud por el patrocinio que nos brinda y nos suscribimos como sus atentos y seguros servidores.
Banco Coutts.
Gilda pensó que debía haber algún error. Entonces vio que el nombre de su hermana, señorita Heloise Wyngate, estaba escrito con toda claridad en la parte superior de la carta.
—¡No puedo creerlo! —murmuró entre dientes—. ¿Como pudo haber acumulado Heloise tanto dinero?
No pudo menos que recordar con qué titubeos le había ofrecido Heloise veinte libras al año y las condiciones que entrañaba la oferta y luego, como si tuviera miedo de lo que había averiguado, volvió a guardar la carta en el joyero, colocó en su sitio la bandeja y cerró el joyero.
Se sentó ante el tocador y miró su imagen en el espejo. Pero no vio su propio rostro, sino el de Heloise, y oyó, en su mente, las preguntas que se hacía una y otra vez.
¿Qué significaba todo aquello? ¿De dónde venía ese dinero?
Después de un lapso que pareció interminable, como recordó de pronto que Emily esperaba afuera, atravesó la habitación, abrió la puerta y salió diciendo:
—Voy a la habitación de milady.
—¿Encontró usted el prendedor, señorita? —preguntó Emily.
—He cambiado de opinión —contestó Gilda y su voz pareció un poco dura—. No quiero ponerme ninguna joya.
* * *
El Marqués de Staverton, que había ido a cabalgar al parque antes que sus contemporáneos despertaran, regresó de buen humor a desayunar en su casa de la Plaza Berkeley.
El nuevo potro que había comprado la semana anterior en Tattersall’s había resultado mejor de lo que esperaba y decidió que, cuando se fuera al campo, llevaría al caballo consigo y lo probaría en algunas vallas que había construido en una pista de obstáculos en miniatura.
Había descubierto que aquélla era una forma excelente de entrenar a sus caballos, no sólo para correr, sino para cazar.
Cuando se disponía a disfrutar de uno de los bien preparados platillos que le había enviado su chef el mayordomo se acercó a él para decirle con respeto:
—Discúlpeme, milord, pero un mensajero de la Oficina de Asuntos Exteriores trae la solicitud de Lord Hawkesbury para que vaya usted a verlo en cuanto le sea posible.
El marqués consultó el reloj que había sobre la chimenea.
—Pide al mensajero que informe a su señoría que estaré con él a las once en punto.
—Muy bien, milord.
El marqués terminó de desayunar. Luego, se dirigió a su biblioteca, donde lo estaba esperando su secretario con un montón de invitaciones, y varias cartas de los administradores de sus propiedades, en las que pedían instrucciones sobre diversas mejoras, renovaciones o alteraciones que debían hacerse.
El marqués trabajó durante hora y media, hasta que el montón de correspondencia que había sobre su escritorio disminuyó considerablemente. Luego subió a cambiarse de ropa.
Vestido con su acostumbrada elegancia, partió hacia la Oficina de Asuntos Exteriores conduciendo un faetón de pescante alto, con una habilidad que era la envidia de cuanto transeúnte lo vio dirigirse hacia Picadilly, para después avanzar por la Calle de St. James.
En la oficina lo esperaba un funcionario para conducirlo ante el Secretario de Asuntos Exteriores y, apenas lo vio entrar en la habitación, Lord Hawkesbury se puso de pie, extendiendo la mano en señal de bienvenida.
—Fue muy amable de su parte venir con tanta rapidez, Staverton —dijo.
—Sentí curiosidad por conocer la razón de que me necesitara con tanta urgencia, milord —respondió el marqués.
Se sentó en un cómodo sillón, al otro lado del escritorio y notó la expresión preocupada del Secretario de Asuntos Exteriores cuando se sentó.
Se hizo el silencio por un momento y luego Lord Hawkesbury dijo:
—Con toda franqueza, Staverton, usted es mi última esperanza.
El marqués enarcó las cejas, pero no dijo nada y Lord Hawkesbury exclamó, casi como si las palabras le fueran extraídas a la fuerza:
—No lo creerá, pero estoy convencido, aunque no tengo ninguna prueba de ello, de que hay un espía en esta oficina.
—¿Aquí… en la propia secretaría? —exclamó—. ¿Cómo puede estar seguro?
—No estoy seguro, y ése es el problema —contestó Hawkesbury—. Reconozco que, hasta cierto punto, estoy casi adivinando. Pero mucho me temo que se esté llevando información a Bonaparte desde aquí, en forma muy hábil.
Se hizo el silencio y el marqués pensó que, aunque el Tratado de Amiens, que había sido firmado un mes antes, había hecho feliz al mundo, los ministros inteligentes, como Lord Hawkesbury, sospechaban que Napoleón Bonaparte había firmado la paz sólo para ganar un poco de tiempo y poder consolidar sus fuerzas.
Si esto era cierto, las hostilidades entre Inglaterra y Francia volverían a empezar en muy poco tiempo. Y, sin embargo, sería inútil hacérselo saber al Primer Ministro.
Henry Addington, que había sucedido a William Pitt, cuando éste renunciara el año anterior, había demostrado ser débil, vacilante y complaciente a un grado que los jefes de las fuerzas armadas inglesas consideraban en extremo peligroso.
El marqués había servido al Ministerio de Asuntos Exteriores en varias ocasiones y a Lord Hawkesbury en particular, y ahora estaba seguro de que, si éste tenía sospechas, debían ser fundadas.
—¿Qué puedo hacer yo si hay un espía que está sacando información de aquí? —preguntó el marqués.
—¡Eso es lo que quiero preguntarle! —repuso Lord Hawkesbury con una leve sonrisa.
—Explíqueme cuál es la situación —insistió el marqués.
El Secretario de Asuntos Exteriores bajó la voz, como si pensara que las paredes tuvieran oídos.
—He investigado y he tenido bajo observación, en secreto, desde luego, a todos los miembros de mi personal.
—¿Y tiene ya algún sospechoso?
—Es atrevido de mi parte decirlo, porque no puedo encontrar nada específico en su contra; pero mi instinto me dice que Rearsby no es lo que parece ser.
El marqués frunció el ceño.
Entonces recordó a Lord Rearsby, joven que vestía con elegancia un poco exagerada y al que había visto en fiestas y pistas de carreras, pero con quien nunca había sentido el menor deseo de hacer amistad.
No era el tipo, pensó el marqués, que uno consideraría peligroso, en ningún sentido. Se limitaba a andar siempre alrededor de la gente rica y famosa y era la clase de hombre que pertenecía a un buen club porque eso lo impulsaba hacia arriba en la escala social.
—¿Lo conoce usted? —preguntó Lord Hawkesbury, que había estado observando el rostro del marqués.
—Sólo de vista. No es hombre que me interese como amigo, ni siquiera como conocido.
—Me lo imaginé. Su padre fue el primer par que hubo en la familia. Rearsby fue a una buena escuela. Tiene una pequeña propiedad en Sussex, en la que pasa poco tiempo. Ambiciona, según me han dicho, ser reconocido por el Príncipe de Gales.
—Eso podría aplicarse a muchos otros hombres —repuso el marqués con sarcasmo.
—¡Exacto! —reconoció Lord Hawkesbury—. Eso es lo que me hace pensar que tal vez estoy equivocado. Al mismo tiempo, no, parece haber nadie más.
—¿Por qué trabaja aquí?
—Empezó a trabajar aquí en vida de su padre, porque Lord Rearsby, que recibió su título como recompensa por la distinguida labor que realizó con nosotros, estaba ansioso de que su hijo siguiera sus pasos.
Hizo una pausa antes que continuara diciendo:
—Cuando su padre murió, todos esperábamos que el joven Rearsby renunciara inmediatamente y que gastara el dinero que había heredado en vivir de la forma alocada que lo caracterizaba. Sin embargo, se quedó aquí y hace con mucho cuidado su trabajo, así es que no hay razón para despedirlo.
—¿Y qué le hace sospechar de él?
—Con toda franqueza, no lo sé —contestó Lord Hawkesbury—. Pero no parece haber nadie más, ya que confío a ciegas en el resto de mis empleados. Él es, también, el más nuevo de todos, aunque eso puede no tener nada que ver con el asunto.
—Parece un problema difícil —observó el marqués—. ¿Qué espera usted que yo haga?
—De nuevo, no lo sé. Estoy haciendo vigilar a Rearsby, pero él no parece tener contacto con ninguno de los simpatizantes de nuestros enemigos. Si él pasa alguna información, no puedo imaginarme quién lo ayuda.
—¿Y yo qué puedo hacer? —preguntó el marqués.
—Sólo tener los ojos muy abiertos, Staverton. Usted ha tenido tanta suerte en el pasado, o más bien, tanta astucia, que, como le dije al principio, es mi última esperanza.
—¿Existe información, al alcance de Rearsby, que pudiera ser ventajosa para los franceses?
—Cualquier cosa que ellos puedan saber sobre nuestro ejército o sobre la marina ayudaría a Bonaparte, quien, estoy seguro, tratará de invadir esta isla, tarde o temprano.
—¿De veras lo cree así? —preguntó el marqués—. Pensé que era sólo un recurso para espantar ancianitas y gente cobarde del gabinete.
El secretario hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, lo digo muy en serio. Tengo información en el sentido de que los franceses están construyendo barcazas con las cuales puedan transportar suficientes soldados a través del Canal, para atacarnos cuando estemos menos preparados.
—Si es así, ¿por qué diablos estamos desbandando a la marina y al ejército tan absurdamente como lo estamos haciendo, con una prisa sin precedentes? —exclamó el marqués.
—Debe hacer esa pregunta al Primer Ministro —contestó Lord Hawkesbury—. Todo lo que puedo decir es que yo he protestado con vehemencia, en dos juntas de gabinete, sólo para ser vencido, como siempre, por quienes creen ingenuamente en la paz.
—¡Es una locura! —exclamó el marqués.
—Estoy de acuerdo con usted, pero nadie me hará caso, a menos que pueda demostrarlo. Y estoy ansioso de hacerlo. Debo demostrar que Napoleón tiene espías que lo mantienen bien informado de todo lo que sucede en Inglaterra, para poder atacarnos en el momento en que estemos más indefensos. Si lo hace así, lo más probable es que salga victorioso.
—¡Eso es algo que debemos evitar! —observó el marqués.
—¡Amén! —contestó el Secretario de Asuntos Exteriores.
Los dos hombres se quedaron charlando por más de una hora y cuando el marqués salió de la oficina, tenía una expresión muy seria.
Mientras se dirigía a casa en su carruaje pensaba que era dudoso que él, aun con su proverbial buena suerte, pudiera encontrar lo que, sin duda, era «una aguja en un pajar».
Se dirigió a almorzar al Club White, porque pensó que allí encontraría a Lord Rearsby, y no se equivocó.
El primer Lord Rearsby había sido miembro del club y su hijo se unió a él cuando era todavía bastante joven.
No había la menor duda, pensó el marqués con cierto cinismo, de que Rearsby parecía disfrutar de sus esfuerzos por avanzar socialmente.
El marqués notó que el joven estaba sentado con personas de poca importancia y que no comía ni bebía en exceso.
Le pareció casi absurdo sospechar que fuera un espía de Napoleón, pero había que tomar en cuenta que, si tenía ambiciones de convertirse en un gran éxito social, necesitaría mucho más dinero del que le había dejado su padre.
La Oficina de Asuntos Exteriores sabía muy bien que Napoleón era en extremo generoso con quienes le proporcionaban la información que necesitaba. Los contrabandistas que llevaban espías a un lado y otro del canal encontraban esa carga mucho más lucrativa que la usual de coñac y té.
En cuanto terminaron las hostilidades surgió la acostumbrada «cacería de brujas» y corrieron innumerables historias sobré espías que escuchaban durante las juntas del gabinete, o se escondían en los rincones del Palacio de Buckingham.
El marqués no creía en ninguna de esas patrañas. Sabía demasiado bien que el patriotismo podía exagerar las cosas y ahora, sin que nadie lo notara, observó a Rearsby durante un rato y decidió que Lord Hawkesbury debía estar equivocado.
¿Cómo era posible que un joven tan poco importante como él estuviera en contacto con la red de espionaje de Napoleón?
Si Hawkesbury lo había tenido bajo vigilancia habría descubierto, sin duda alguna, cómo en algún momento, él se relacionaba con los emigrados franceses que ahora vivían en Londres, los cuales siempre estaban tratando por cualquier medio, de regresar a su país nativo.
«Estoy seguro de que todo este asunto es simple imaginación», se dijo el marqués y, en vista de que no pudo encontrar nada de interés en el club, decidió visitar a Heloise.
La conducta de ella le parecía últimamente tan extraña, que despertaba su curiosidad.
Estaba acostumbrado a que las mujeres trataran de ser diferentes unas de otras y a que intentaran despertar su interés tratando de ser originales, pero él pensaba que conocía todas sus estratagemas y todas las carnadas que le ponían bajo las narices, a fin de que mordiera el anzuelo.
Heloise Wyngate, sin embargo, lo tenía, por el momento, completamente desconcertado.
Al principio, lo había enfurecido que ella hubiera alterado el número de los asistentes a su cena y que ni siquiera hubiera tenido la cortesía de avisarle que se marchaba de Londres.
Si había algo que él detestara eran los malos modales, lo mismo en un hombre que en una mujer, y se dijo que, por lo que a él se refería, todo entre ellos había terminado.
Pero luego se echó a reír, diciéndose que aquél era sólo otro plan concebido con gran cuidado para atraparlo, haciendo que él la considerara irresistible.
Se dijo que era demasiado maduro y demasiado astuto para caer en semejante trampa.
De cualquier modo, ella era la chica más hermosa que había visto en su vida y supuso que, si alguno de sus admiradores la conquistaba ahora, la gente pensaría que él había perdido la batalla.
Por lo tanto, decidió visitarla y tratar de dilucidar qué se traía entre manos.
Se había dado cuenta de que, la noche anterior, se las había ingeniado con mucha habilidad para evitar sostener una conversación íntima con él y advirtió que estaba disfrutando de la fiesta con una alegría casi infantil, inusitada en ella.
Cuando ella se marchó de Londres, el marqués se había dado ya perfecta cuenta de que Heloise se estaba concentrando en él con verdadero fervor y de que había descartado a todos sus demás admiradores.
Pero anoche se había mostrado glacialmente evasiva y él tuvo la extraña sensación de que lo miraba con temor.
«Me estoy imaginando cosas», se dijo, pero la idea persistió y al fin se convenció de que no estaba equivocado.
Lord Hawkesbury había sido el primer hombre que advirtió que, bajo la apariencia un poco frívola del marqués, había un cerebro muy astuto, con gran capacidad para pensar y una percepción muy aguda.
Por lo tanto, había cultivado la amistad del joven, hasta que se decidió a pedirle ayuda con respecto a varios problemas que, a pesar de originarse en la Oficina de Asuntos Exteriores, se reflejaban en el mundo social al que él pertenecía.
Debido a que había tenido un éxito notable, Lord Hawkesbury se había felicitado a sí mismo por haber descubierto la habilidad del marqués. Había empezado a admirarlo más y también a depender de él con mayor frecuencia.
Lord Hawkesbury estaba seguro de que, si alguien podía resolver el problema de la importante fuga de información que se había producido en su departamento, era Staverton.
Cuando el marqués aceptó ayudarlo, Lord Hawkesbury había lanzado un suspiro de alivio, como si hubiera transferido una pesada carga de sus hombros a los de alguien más joven y fuerte que él.
Ahora, aquella inteligencia, aquella agudeza de mente que el marqués estaba dispuesto a usar en sus esfuerzos por descubrir al espía de Napoleón, se aplicaban a resolver el enigma de Heloise Wyngate.
El marqués quería saber por qué Heloise se mostraba tan asustada.
* * *
A Gilda le preocupaba tanto el contenido del joyero de su hermana, que no podía pensar en otra cosa. Cuando Anderson insistió en que Lady Neyland, debido a que se había desvelado por primera vez en mucho tiempo, debía descansar hasta después del almuerzo, Gilda se dirigió al estudio a leer.
Había encontrado varios libros que le interesaban, pero, cuando se acurrucó en el asiento de la ventana, con uno de ellos en las manos, las páginas parecían danzar frente a sus ojos.
Sólo podía ver, mentalmente, la carta del banco dirigida a su hermana y el montón de soberanos de oro que yacían en el fondo del joyero.
Se preguntaba por centésima vez, cuál podría ser la explicación de que existiera ese dinero, cuando se abrió la puerta y el mayordomo anunció:
—¡El marqués de Staverton, señorita!
Gilda se estremeció y el libro cayó de su regazo al suelo. Se dispuso a recogerlo, pero el marqués cruzó la habitación a toda prisa y lo hizo por ella.
El marqués observó que se trataba de un libro de Rousseau.
—¿Lees francés? —preguntó.
—Bastante bien, y éste es un libro qué siempre había querido leer —contestó Gilda.
—¿Por qué?
—Pensé que debía ser interesante. Tanto papá como mamá disfrutaban de sus obras, aunque papá prefería siempre los libros sobre asuntos militares.
—No sabía que te gustaba leer —comentó el marqués.
Demasiado tarde, Gilda recordó que Heloise detestaba leer y que su francés era muy malo. Esperó que el marqués no estuviera enterado de ello y se apresuró a decir:
—Mi madrina no esperaba que viniera usted a visitarla esta tarde.
—Como sabes muy bien, he venido a visitarte a ti.
—¿Por alguna razón particular?
—¿Necesito tener una razón? Pensé, aunque tal vez estaba equivocado, que éramos tan buenos amigos que disfrutábamos de nuestra mutua compañía.
Hablaba con el acento burlón que Gilda esperaba y que reconoció en el acto y ella, después de un momento, exclamó:
—¡Tengo la impresión, milord, de que se está riendo de mí!
—¿Por qué iba a hacer eso?
—No lo sé, pero tal vez se debe a lo que siempre he oído decir: que usted considera aburridas a las mujeres jóvenes.
Ella no había oído tal cosa, pero estaba segura de que ésa debía ser la actitud del marqués con respecto a la mayoría de las mujeres solteras.
—Tienes mucha razón —contestó él—, pero no creo que tú encajes dentro de la categoría de esas jovencitas torpes, inexpertas y en extremo ignorantes.
Gilda rió al escucharlo.
—Es usted poco bondadoso al describirlas. Ellas hacen lo mejor que pueden y, recuerde, las muchachas crecen y se convierten en mujeres hermosas e ingeniosas.
—¡Algunas veces! —reconoció el marqués con aire enigmático—. Pero tú eres muy hermosa, Heloise, y no tienes idea de cómo has impresionado a la población masculina de St. James.
Gilda volvió a reír.
—Es usted muy hábil en sus cumplidos. Tengo la impresión de que los dice con tanta frecuencia que se los sabe de memoria, o que los piensa mientras se baña.
—¡Ahora creo que me estás insultando! —replicó el marqués, pero sonreía al hacerlo.
Gilda miró hacia el reloj que había sobre la chimenea.
—Creo que mi madrina ya habrá terminado de descansar y tengo que ir a cambiarme de vestido.
Los ojos del marqués brillaron alegremente.
—Si ésa es una excusa para deshacerte de mí, me parece pobre: No puedo creer, a menos que haya almorzado muy temprano, que milady haya tenido tiempo de descansar, y tú estás tan encantadora con ese vestido que traes puesto, que dudo mucho que te tomes la molestia de cambiarte.
Gilda se quedó callada, sin saber qué decir, y él continuó:
—¿Qué ha sucedido? ¿Por qué estás tratando de evitarme?
—Yo no… estoy haciendo… tal cosa —murmuró Gilda de forma muy poco convincente.
—No soy ningún tonto —protestó el marqués—. Primero, huyes de aquí; luego, al volver, dejas muy en claro que no deseas estar a solas conmigo. Quiero una explicación, Heloise, y creo que tengo derecho a ella.
—No sé por qué piensa eso. Usted no tiene… ningún derecho sobre mí… como bien… sabe.
—¿No? —preguntó el marqués.
—¡No! —contestó Gilda con firmeza.
El la miró por un largo momento y ella tuvo la impresión de que los ojos de él trataban de penetrar bajo la superficie y mirar hacia el fondo de su corazón, y tuvo miedo.
Mientras ella luchaba en vano tratando de encontrar un nuevo tema de conversación, el marqués señaló:
—Creo que debíamos celebrar el retorno de tu madrina a la vida social, ofreciendo una cena en su honor.
Los ojos de Gilda se iluminaron de pronto.
—¿Lo dice en serio? —preguntó—. Eso le causaría un inmenso placer. Se divirtió tanto anoche… pero no ha querido autorizarme a escribir a quienes me invitan para informarles que ella debe asistir también a todas las fiestas.
Miró al marqués y añadió:
—Como pudo notar anoche, milady no desea imponer su presencia, ni causar molestias a nadie.
—Me doy cuenta de ello y estoy dispuesto a ofrecerle una fiesta con el mayor placer. Sólo te pido que me digas quiénes son sus amigos favoritos, para invitarlos.
—¿Quiere que le hable a mi madrina de sus planes? —preguntó Gilda.
El marqués negó con la cabeza.
—¡No, creo que sería mejor que fuera una sorpresa!
—Sí, eso sería todavía más emocionante.
Gilda se detuvo un momento antes de decir:
—Siempre supuse que mi madrina había tenido una vida muy placentera, hasta que me dijo lo desventurada que había sido con su esposo y lo mucho que él la había descuidado. Creo que por eso se muestra tan agradecida ahora con cualquier muestra de amor que recibe.
Gilda habló con voz baja y, por un momento, sólo pudo pensar en Lady Neyland.
Cuando su madrina le dijo, durante el almuerzo, lo feliz que se sentía, sin duda era porque las atenciones que había recibido la noche anterior significaron mucho para ella.
Gilda pensó también que, debido a que Lady Neyland era todavía una mujer atractiva y relativamente joven aún, debía haberse sentido muy deprimida al saber que Heloise asistía a fiestas todas las noches, mientras ella tenía que quedarse en casa, tal como lo había hecho cuando su esposo tenía «otros intereses».
El marqués observaba las expresiones que cruzaban por el rostro de Gilda y comentó:
—Déjamelo todo a mí. Yo haré arreglos para que podamos ofrecer la fiesta mañana por la noche.
—¿Puede hacerlo en tan poco tiempo?
—¿Por qué no? Seremos unas veinte personas a cenar e invitaré a otros tantos para que vengan después, y supongo que tú querrás bailar.
—No, si usted no lo desea. Me sentiré feliz charlando o mirando jugar a las cartas a sus invitados.
El marqués la miró como si pensara que no podía estar diciendo la verdad, pero de nuevo Gilda se estaba concentrando en Lady Neyland y después de un momento señaló:
—Mi madrina, desde luego, no puede jugar a las cartas, pero le gustaría oír música, aunque nadie baile.
—Entonces, tendremos música —aseguró el marqués.
—Y, por favor —dijo Gilda—, ¿podríamos seleccionar una cena especial que mi madrina pueda comer con facilidad?
—Ya veo que tú, como yo, piensas en todo —contestó el marqués—. Ya he decidido que, sin importar lo que comamos los demás, tu madrina tomará sólo alimentos que se puedan comer con cuchara.
—Es muy amable de su parte —repuso Gilda—. Y, muchas gracias. Estoy segura de que nadie ha dado una fiesta en honor de ella en mucho tiempo.
—Me encargaré de invitar a sus mejores amigos —observó el marqués—. ¿Y qué me dices de ti? Si todavía estás decidida a evitarme, necesitarás a tus admiradores especiales.
Gilda pensó en Sir Humphrey y se estremeció involuntariamente.
—La reunión de mañana no será para mí —replicó—. Por favor, invite sólo a aquellas personas que agraden a mi madrina y, desde luego, a usted.
—Te has vuelto muy generosa y sacrificada de pronto.
Para sorpresa del marqués, Gilda se ruborizó. El calor ascendió de su cuello hacia sus ojos y luego, sintiéndose muy tímida, se puso de pie.
—¿Estás tratando de deshacerte de mí antes que yo esté dispuesto a irme? —preguntó el marqués.
—Pensé… que tal vez usted tendría… muchas cosas que… hacer.
—Aún no me has dicho por qué te molesta mi compañía.
—¡No es eso… le aseguro que… no es eso! —protestó Gilda impulsivamente.
—Entonces, ¿qué es?
Ella trató de pensar qué podía contestar y luego, después de unos momentos, murmuró cohibida:
—No me… gusta tener que… contestar preguntas.
—Tengo curiosidad. Me molesta que la gente haga cosas caprichosas sin tener una razón.
Ella rió, como si le divirtiera que él se sintiera desconcertado.
—Tenía la impresión, antes que usted dijera eso —murmuró—, de que era un hombre capaz de resolver cualquier problema que se le presentara.
Al marqués le asombró su respuesta. Ella parecía, de algún modo, estar mirando al fondo de su alma. Lo que había dicho guardaba relación con las palabras de Lord Hawkesbury.
De pronto tuvo la vaga impresión de que, cuando se habían pronunciado palabras o frases en francés, en el pasado, Heloise no las había comprendido y ahora, para comprobarlo, murmuró en francés el adagio que significa:
Un poco de cultura puede ser peligroso para las mentes pequeñas.
Ella se echó a reír antes de contestar en buen francés:
—Ahora es usted quien me está insultando, porque insinúa, señor marqués, que yo me estaba jactando al confesar que me gusta Rousseau.
No había la menor duda de que Heloise hablaba muy bien aquel idioma y el marqués preguntó:
—¿Me disculpas por haber dudado de ti?
—Por supuesto que debe disculparse —dijo Gilda—. Y tal vez deba preguntarle cómo es que domina tan bien el francés, a menos, desde luego, que sea admirador de Napoleón.
—Me han dicho que todas las damas que visitan París —comentó el marqués—, lo consideran un hombre impresionante. De hecho, quienes han vuelto en fecha reciente de París, se deshacen en elogios acerca de la forma como los recibió el Primer Cónsul, y de la pompa y el esplendor que encontraron en el Palacio de las Tullerías.
Gilda no respondió y después de un momento el marqués sugirió:
—¿No te gustaría visitar París con tu madrina, cuando ella se encuentre en mejores condiciones de salud?
—¡Por supuesto que no! —contestó Gilda con una voz tan aguda que el salón pareció estremecerse—. ¡Creo que Bonaparte es un monstruo! Y los sufrimientos que ha impuesto a todos los países de Europa debían ser razón suficiente para que nadie le dirigiera jamás la palabra.
El marqués la miró asombrado. Había conocido a muy pocas mujeres a quienes interesara la guerra, excepto por el hecho de que las privaba de las sedas y cintas que necesitaban para sus vestidos.
Si pensaban en el conflicto armado, era sólo para quejarse de la escasez de jóvenes elegibles para las ocasiones sociales, en lugar de recordar los sufrimientos de los soldados.
—He visto algunos de los hombres dados de baja recientemente del ejército y la marina —continuó Gilda con voz baja—. Vuelven a casa sin brazos o sin piernas, inválidos para el resto de su vida. Es una crueldad que los seres humanos se causen tales…, lesiones unos a los otros… y muchos de ellos han muerto muy jóvenes, antes de empezar a vivir.
El marqués se sumergió en un asombrado silencio. Había lágrimas en los ojos de Gilda cuando añadió:
—No son sólo los soldados quienes sufren en una batalla. Papá me hablaba de los gemidos de los caballos cuando eran heridos, y a veces morían desangrándose lentamente.
Ahora las lágrimas corrían por sus mejillas y, como si no pudiera soportar que él advirtiera su debilidad, se las enjugó con el dorso de la mano. Luego, dijo a toda prisa, antes que el marqués pudiera hablar:
—Debo ir con mi madrina. Gracias… milord, por su… bondad al dar una… fiesta para ella… y, por favor, dígame si hay… algo en lo que pueda… ayudar.
Balbuceó a duras penas las palabras y, sin mirar al marqués, salió apresuradamente de la habitación, dejándolo a él más perplejo que nunca.