Capítulo 1

1803

-¿Estas segura de que estará bien, señorita Gilda?

—Claro que sí, señora Hewlett. No se preocupe por mí. Espero que disfrute de la boda.

—¡Estoy segura de eso, señorita! Fue una gran suerte para nuestra Emily, que ya creía que se había quedado para «vestir santos», como quien dice, que haya aparecido ese granjero. Y es una buena persona, además.

Gilda sonrió, porque sabía que a la señora Hewlett le preocupaba tener que hacerse cargo de su sobrina. Aquel matrimonio había sido una bendición, no sólo para Emily sino para ella misma.

La señora Hewlett se preocupaba mucho por los demás y Gilda pensaba con frecuencia que era la única persona a quien realmente importaba lo que le sucediera ahora que se había quedado sola, al morir su padre.

—Deje todos los platos que ensucie y yo me encargaré de lavarlos cuando vuelva el lunes —estaba diciendo la señora Hewlett—. No se preocupe por nada y dedíquese a descansar.

Eso, pensó Gilda, era lo que había estado haciendo desde hacía largo tiempo y los platos que quedarían después de sus frugales comidas difícilmente formarían una pila, aunque se los dejara todos a la señora Hewlett.

Pero sabía que era inútil discutir, o de lo contrario la señora Hewlett se quedaría inquieta pensando en ella mientras asistía a la boda de Emily.

Después de ponerse un pesado abrigo, a pesar de que el día era tibio, la señora Hewlett tomó la cesta de mimbre que llevaba siempre consigo y, dirigiendo una última mirada a la cocina levantó el pasador de la puerta.

—Cuídese por favor, señorita —le advirtió—. Volveré el lunes en la tarde, si la diligencia es puntual, lo cual es bastante dudoso.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Gilda lanzó un leve suspiro y, saliendo de la cocina, se dirigió por el pasillo hacia el frente de la casa.

Era un recorrido bastante corto, porque la pequeña casa solariega en la que vivía desde que nació apenas había bastado para albergar a sus padres, a su hermana y a ella misma.

Ahora parecía demasiado grande para una sola persona, y en aquel momento se preguntó, como lo había hecho tantas veces desde que murió su padre, si debía tratar de venderla y mudarse a una más pequeña.

Sería lo más sensato, después de todo, y, sin embargo, no soportaba la idea de separarse de aquellos viejos muebles que había conocido toda su vida y que eran lo único que le quedaba.

El escritorio de su padre, la mesa de trabajo de su madre y el librero estilo Chippendale eran como viejos amigos y sabía que sin ellos se sentiría más sola aún.

Pero debía enfrentarse a la realidad. Tenía tan poco dinero que apenas podría comprar comida suficiente para sobrevivir, a menos que encontrara alguna forma de incrementar sus exiguos ingresos.

La pensión de su padre había muerto con él. Había servido en las Guardias de Granaderos y, mientras vivió, su pensión de general mayor les había permitido vivir con relativa comodidad, a pesar de que su padre, en su vejez, se divertía invirtiendo su dinero en bonos y acciones.

El general, aunque había sido un soldado muy experimentado, no sabía nada de finanzas y las compañías a las que confiaba su dinero, o se iban a la quiebra, o pagaban dividendos tan bajos que casi no valían ni el papel en que estaban escritos.

Ahora, todo lo que Gilda tenía era una pequeña cantidad de dinero que su madre había aportado al matrimonio, cuyos intereses, según había dispuesto ella por intermedio de un banco, debían entregarse a sus hijas.

Gilda se había preguntado con frecuencia qué sucedería si su hermana reclamaba su parte.

Desde que Heloise se había marchado a Londres a vivir con su rica madrina, había demostrado muy poco interés en sus parientes pobres, y Gilda pensaba algunas veces que se avergonzaba de ellos.

Sentada ahora en el escritorio de su padre, Gilda sacó un cuaderno en el que anotaba todos los gastos, los cuales le parecieron muy elevados, a pesar de que estaba tratando de economizar en la comida, ropa y en todos sus gastos personales.

Llegó a pensar en prescindir de los servicios de la señora Hewlett; pero ella se había mostrado horrorizada y ofendida cuando se lo sugirió, ofreciéndose a trabajar por un sueldo ínfimo.

—Llegué aquí hace ya casi diez años —había replicado—; si piensa que puede prescindir de mí ahora, señorita Gilda, está muy equivocada. ¡Su querida madre debe estarse moviendo inquieta en su tumba, al escucharla!

La señora Hewlett esgrimió unos argumentos tan apasionados que Gilda no pudo añadir nada más y tuvo que reconocer que, sin la agradable compañía de la señora Hewlett, se sentiría verdaderamente solitaria.

No tendría ya a nadie más con quién hablar, excepto el vicario, a quien visitaba ocasionalmente y que se estaba volviendo sordo y el viejo Gibbs, el jardinero.

Gibbs estaba ya demasiado viejo para trabajar, pero seguía acudiendo a la casa solariega porque le gustaba andar por donde había trabajado tantos años, y no soportaba ver que la maleza invadiera lo que él había cuidado con tanto afán.

Gilda sumó lo que había gastado, lo revisó y comprendió que no se había equivocado. Era demasiado.

«¿Qué puedo hacer?», se preguntó.

Ignoraba si poseía algún talento que pudiera transformar en dinero. Era una chica bien educada, en comparación a otras jóvenes de su edad. Su madre, que procedía de una familia de Cornish que había ocupado puestos muy distinguidos en el condado por muchas generaciones, se había encargado de ello.

El padre de Gilda también había sido un hombre inteligente. Sus contemporáneos aseguraban que el general tenía una habilidad extraordinaria para movilizar sus tropas en el campo de batalla, lo mismo que para seguir con exactitud las órdenes de sus superiores.

—Tu padre siempre lograba infligir un máximo de bajas al enemigo, con un mínimo de bajas en sus propias filas —le había dicho a Gilda uno de sus compañeros de armas.

Ella sabía que aquellos elogios hacían justicia a su padre, pero eso no resolvía sus propios problemas.

«Tendré que hacer algo», se dijo y se levantó del escritorio para acercarse a la ventana.

La casa solariega se erguía detrás del pequeño camino rural que conducía al pueblo, que estaba a kilómetro y medio de distancia. Una pequeña avenida llegaba hasta el maltrecho portón de la entrada y la grava que cubría el sendero casi había desaparecido, sepultada entre los abrojos.

Gilda, sin embargo, sólo veía los narcisos que crecían bajo los añosos árboles, las lilas blancas y púrpura que empezaban a florecer y los primeros capullos del almendro que, en una semana más, se convertirían en un poema de pétalos blancos y sonrosados.

«Si pudiera pintar esto», pensó, «haría un cuadro que todos querrían comprar», pero sabía que no podía darse el lujo de comprar ni el lienzo ni las pinturas necesarios.

Como el sol de afuera era tan agradable, pensó que las cuentas podían esperar y decidió salir al jardín.

Tenía mucho trabajo afuera de la casa, no sólo con las flores y los arbustos, sino en la hortaliza, donde, a menos que quitara las malas yerbas y plantara las verduras que necesitaría más adelante, iba a pasar mucha hambre.

Quería, además, ver de cerca las lilas blancas que tanto gustaban a su madre, y si cortaba algunas y las colocaba sobre un arcón que había en el vestíbulo, perfumarían toda la casa.

Asomaba una sonrisa a sus labios cuando se dispuso a alejarse de la ventana, pero en aquel momento miró hacia el sendero y se quedó inmóvil de pronto.

Asombrada, vio venir, a través del portón abierto, un par de magníficos caballos. El cochero que los conducía llevaba puesto un sombrero alto ligeramente ladeado y lo acompañaba un lacayo sentado junto a él.

Nadie en el condado, lo bastante importante como para llevar un lacayo en el pescante, iba jamás a visitar a Gilda y cuando los caballos se acercaron, ella pensó que debía haber algún error y que la persona que llegaba en aquel carruaje se había equivocado de casa.

Al acercarse todavía más, pudo ver que los caballos tiraban de un carruaje de viaje muy elegante, con un escudo de armas pintado en la puerta.

«Están equivocados», se dijo Gilda, «y debo hacerles notar su error».

Cuando el vehículo se detuvo en la puerta de entrada, salió corriendo, alisándose un poco el cabello y recordando que tenía puesto uno de sus más viejos vestidos de algodón, que le quedaba ya muy estrecho y corto.

Sin embargo, pensó, eso no tenía importancia porque el visitante no la buscaba a ella y cuando llamaron a la puerta, la abrió con más curiosidad que turbación.

Un lacayo, resplandeciente en su librea de botones de plata adornados con un escudo de armas, se encontraba afuera. Inexplicablemente, se disponía a abrir la puerta del carruaje sin preguntar primero quién vivía allí.

Gilda lanzó un grito de sorpresa al ver descender del vehículo a una hermosa dama ataviada con un vestido de tafetán azul y un sombrero adornado con plumas de avestruz del mismo color.

—¡Louise! —exclamó Gilda, pero se apresuró a corregirse diciendo—: ¡Heloise!

Después de marcharse a Londres, su hermana se había cambiado de nombre, ya que pensaba que Heloise era menos vulgar y más aristocrático que Louise, y había escrito a su padre pidiendo que en el futuro la llamaran así.

—¡Qué emocionante es verte! —exclamó Gilda—. ¿Por qué no me avisaste tu llegada?

Heloise se inclinó hacia adelante, para que Gilda pudiera besarle la mejilla.

—Yo misma no supe que iba a venir, hasta el último momento —contestó.

Se volvió hacia el lacayo.

—Lleva el baúl arriba, James —ordenó con voz autoritaria—. Recuerda que deben venir a buscarme el lunes por la mañana, muy temprano. No quiero que lleguen tarde. ¿Me entiendes?

—Sí, entiendo, señorita.

El lacayo empezó a desatar las correas que aseguraban el baúl a la parte posterior del carruaje y antes que Gilda pudiera decirle a qué habitación debía llevarlo, Heloise ordenó:

—Como la habitación de mamá es la mejor, allí es donde quiero dormir. Ordena a alguien que le indique dónde se encuentra.

—Sí, por supuesto —contestó Gilda—, pero la señora Hewlett no está aquí hoy.

—Entonces tendrás que indicárselo tú misma —contestó Heloise—, y asegúrate de que desate las correas y abra la tapa del baúl antes que se vaya.

—Así lo haré —contestó Gilda.

Heloise entró en el salón y Gilda esperó en el vestíbulo hasta que vio entrar a James llevando el baúl.

Subió la escalera frente a él para abrir la puerta de la habitación que su madre había usado siempre y que había sido cerrada después de la muerte de su padre.

A toda prisa, Gilda descorrió las cortinas y abrió las ventanas. La habitación estaba limpia, ya que la señora Hewlett acostumbraba limpiar con regularidad todas las habitaciones de la casa, aunque no se usaran.

Había una sábana blanca sobre la cama para proteger la colcha del polvo, y Gilda se apresuró a quitarla, mientras el lacayo colocaba el baúl cerca de la puerta.

—¿Estará bien aquí, señorita?

—Sí, gracias —contestó Gilda y pensó que si a Heloise no le parecía bien ese lugar, ella misma lo movería.

Notó que el lacayo miraba la habitación con aire despectivo, como comparando los viejos y gastados muebles con aquellos que había en la casa donde estaba empleado; pero después, de un modo inesperado, sonrió a Gilda y comentó:

—Es agradable estar en el campo, señorita. Yo crecí en una granja y con frecuencia la echo de menos.

—Me lo imagino —repuso Gilda—. Londres debe ser muy caluroso y polvoriento en el verano.

—Es cierto. Y en el invierno es increíble la cantidad de lodo que se forma en las calles. Buenos días, señorita.

Le sonrió de nuevo y ella oyó sus pisadas cuando descendió corriendo la escalera. Pensando que Heloise podía necesitarla, Gilda se apresuró a seguirlo.

Cuando llegó al vestíbulo, el carruaje se alejaba ya y Gilda entró en la sala con una expresión temerosa en los ojos azules.

—Me da mucho gusto verte, queridita —dijo—. Pero ¿qué sucedió? ¿Por qué estás aquí?

Su hermana se había quitado el sombrero. Llevaba puesta una cinta azul alrededor de la cabeza y sus rubios cabellos caían en una cascada de rizos, que enmarcaban su rostro ovalado.

A Gilda le pareció que su hermana era preciosa, olvidando que eran gemelas idénticas. Vestía un elegante traje de muselina blanca, de cintura muy alta y cintas azules que se cruzaban bajo sus senos y caían sobre la espalda.

—Te veo preciosa… simplemente preciosa —exclamó Gilda impulsivamente y Heloise sonrió al escuchar el cumplido.

—Me alegra que lo creas así, y la razón por la que estoy aquí es para conseguir que alguien me diga lo que tú acabas de decirme.

Gilda pareció desconcertada y Heloise explicó:

—He huido… he desaparecido… pero la cuestión es: ¿se preocupará él o no por mí?

Heloise se encontraba sentada en el sofá y Gilda se instaló en la orilla de un sillón, frente a ella.

—No entiendo nada de lo que dices. Explícamelo, por favor… dime qué está sucediendo.

—Es muy sencillo —contestó Heloise riendo—. De algún modo, tengo que lograr que cierto caballero «se decida» y se me ocurrió que la única forma de forzar un poco las cosas era hacer algo original.

—¡Oh, Heloise, qué emocionante! ¿Y qué crees que hará este caballero cuando descubra que te has ido?

—Ésa es la cuestión —contestó Heloise—. Iba a llevarme esta tarde en su carruaje a Ranelagh. Y yo tenía que cenar esta noche en su casa. Muchos de los invitados le preguntarán por qué no estoy presente.

—¿Le dijiste que ibas a estar aquí? —preguntó Gilda.

—¡Por supuesto que no! ¿Cómo puedes ser tan tonta? Me he «desvanecido en el aire», por decirlo así.

—¡Oh, Heloise, me parece muy valeroso de parte tuya! —exclamó Gilda—. Pero ¿tu madrina no le dirá adónde has ido?

—No quise correr riesgos. Él podría presionarla para que le dijera dónde estoy. Le dejé una nota que mi doncella debe haberle leído cuando la fueron a despertar esta mañana.

Gilda la miró, desconcertada, y Heloise continuó diciendo:

—¡Ah, se me olvidaba! Mi madrina tiene un padecimiento en los ojos que la ha dejado ciega.

—¡Ciega! —exclamó Gilda—. ¡Qué cosa tan terrible! ¿Qué le sucedió?

—Los doctores, que son unos tontos de cualquier modo, creen que es sólo una ceguera temporal —contestó Heloise impaciente—. Pero tiene los ojos vendados y todo se le tiene que leer. Es mi obligación hacerlo, por regla general, y me resulta aburrido.

—Lo siento tanto por ella…

—Reserva tu compasión para mí, que soy quien la necesita. ¡Oh, Gilda, si esta medida desesperada no da resultados, me voy a hundir en la desolación!

—¿Estás muy… enamorada de… este caballero? —preguntó Gilda.

—¿Enamorada? —repitió Heloise—. Eso no tiene nada que ver en esto. Lo que quiero, más de lo que he querido nada en la vida, es ser la Marquesa de Staverton.

—¿Es del marqués de quien te estás escondiendo?

—Sí, por supuesto. ¡No seas tan tonta, por favor! Trata de comprender lo que te estoy diciendo, Gilda. Me ha estado cortejando, a su manera, desde hace más de un mes. He estado esperando y casi me sentía segura, hace dos semanas, de que intentaba proponerme matrimonio, pero…

—¿Qué sucedió? —La interrumpió Gilda.

—Me dedicó cumplidos… me envió flores… me ha llevado a pasear en su carruaje y ofrecido cenas en mi honor… —Se detuvo antes de añadir en tono altisonante—: en dos ocasiones hasta me pidió que bailara con él, y no tienes idea del honor que eso significa. Detesta bailar y pensé, cuando bailó conmigo, que lo había capturado al fin, pero… las palabras que quiero escuchar, no han salido de sus labios.

Gilda unió las manos.

—¡Oh, Heloise! Puedo comprender que eso ha sido una gran frustración para ti.

—¡En efecto! —reconoció Heloise—. Tengo decenas de admiradores, pero ninguno que pueda compararse con el marqués.

—Cuéntame sobre él.

Heloise lanzó un suspiro.

—Es uno de los hombres más ricos del gran mundo y amigo intimo del Príncipe de Gales. Es, además, un gran deportista y uno de los hombres mejor vestidos de Londres. Y sus posesiones… ¡oh, Gilda, no puedo ni siquiera empezar a describírtelas!

—¿Por qué no se ha casado?

—Muy buena pregunta. Nadie lo sabe. Tiene a sus pies a cuanta muchacha hay en Londres; o, si son mujeres casadas, las tiene en sus brazos.

Gilda pareció escandalizarse y Heloise se echó a reír con cierta amargura.

—Por supuesto que no es tan tonto como para seducir a una muchacha soltera. Si hiciera esa tontería, el padre de ella lo llevarla de las orejas hasta el altar.

La voz de Heloise era aguda y su tono bastante desagradable.

—Supongo… —contestó Gilda un poco titubeante—, que el marqués esperaba… enamorarse… y eso es lo que debe… haberle pasado contigo… se ha enamorado de ti.

—Eso fue lo que pensé cuando nos conocimos —repuso Heloise—, pero le está tomando mucho tiempo decirlo… demasiado tiempo para mi gusto.

—Y ahora que has desaparecido, ¿crees que él comprenderá lo mucho que le importas?

—Eso es lo que estoy tratando de lograr. ¡De hecho, eso es lo que tendrá que hacer, maldita sea!

Gilda se estremeció levemente. Le impresionaba oír maldecir a su hermana, pero como era demasiado discreta para hacérselo notar, exclamó después de un momento:

—Creo que es imperdonable de mi parte, Heloise, pero no te he preguntado si quieres tomar algo.

—Ahora que lo mencionas, tengo sed. ¿Hay algo de vino en este bendito lugar?

Gilda se mostró asombrada.

—Es posible que haya una botella de clarete en la bodega. Nunca la he visitado, desde que papá murió.

—Me lo supongo. No creo que tú bebas nada que no sea leche o agua.

La forma en que Heloise dijo aquello no era precisamente un cumplido y Gilda se apresuró a sugerir:

—Hay té, si quieres un poco.

—Tendré que aceptarlo si no hay otra cosa. Pero sin duda ya es hora de almorzar. ¿Tienes algo decente qué ofrecerme?

Gilda pensó a toda prisa.

—Hay huevos, así que podría hacerte una omelette; también hay un poco de jamón frío que trajo la señora Hewlett. Lo curó su hijo, que tiene una granja aquí al lado.

Heloise arrugó la nariz.

—No parece nada apetitoso. Prefiero que me hagas la omelette. Supongo que una dieta de hambre es buena para mi figura.

Gilda, sin contestar, tomó la capa de viaje de seda azul que Heloise había arrojado sobre una silla y la llevó al vestíbulo.

La colgó en el armario de roble tallado que contenía dos abrigos de su padre y uno viejo que ella usaba en el jardín cuando hacía frío y al colgar la capa de Heloise se dio cuenta de que ésta despedía un suave perfume que sin duda venía de París.

Gilda entró corriendo en la cocina y empezó a preparar la omelette. Le tomó un poco de tiempo encender el fuego en la estufa, que casi se había apagado después que se marchó la señora Hewlett, para poner a hervir el agua del té y calentar la sartén.

Había sólo tres huevos en la alacena y los partió en un recipiente para batirlos. Al hacerlo pensó que tendría que ir a la granja para conseguir algo más para la cena de Heloise y para el desayuno del día siguiente.

Estaba batiendo los huevos cuando Heloise entró en la cocina. Se la veía tan hermosa que, por un momento, Gilda se limitó a mirarla, diciéndose que, con su cabello rubio, elegantemente peinado, y sus ojos azules, parecía la diosa de la primavera.

—La casa está como siempre —comentó Heloise en tono despectivo—. Me había olvidado de lo pequeña y horrible que es. No comprendo cómo puedes soportarla, Gilda.

—No tengo alternativa. En realidad, me he estado preguntando qué voy a hacer, porque, con toda franqueza, Heloise, no puedo darme siquiera el lujo de vivir aquí.

Notó que su hermana se ponía rígida y comprendió, instintivamente, que Heloise temía que fuera a pedirle dinero.

—¿Qué te dejó papá? —preguntó Heloise después de un momento.

—Su pensión murió con él —contestó Gilda—. Si mamá hubiera vivido, habría tenido derecho a una pensión de viuda, pero los hijos no están protegidos.

—Se supone que, si son varones, deben ganarse la vida y, si son mujeres, deben casarse —replicó Heloise—. Y eso es lo que tú tendrás qué hacer.

—¡Sería magnífico tener la oportunidad de hacerlo! —repuso Gilda riendo—. El único hombre soltero que hay en el pueblo es el vicario y tiene más de setenta años.

—¡Si te casaras con él, cuando menos te mantendría! —comentó Heloise.

Gilda volvió a reír, pero tuvo la incómoda sensación de que Heloise hablaba en serio.

Su hermana se sentó en una silla de la cocina y la miró.

—Se supone que somos idénticas, Gilda —observó después de una pausa—, aunque nadie lo creería en estos momentos. Si te ocuparas más de tu persona podrías atraer con facilidad a algún rico terrateniente, pero ese vestido que llevas puesto es una desgracia…

—Lo sé —asintió Gilda con humildad—, pero lo último que puedo comprar es ropa. No tendría objeto estar elegantemente vestida si tengo que morirme de hambre.

—¿Tan mal están las cosas?

—Peor de lo que supones.

Heloise suspiró.

—Supongo que hubiera podido traerte algunos de los vestidos que ya no me sirven. Una cosa que puedo decir en favor de mi madrina es que es muy generosa conmigo y quiere que vista siempre con elegancia, aunque es muy aburrido vivir con ella.

—Pero ha sido muy bondadosa contigo —contestó Gilda—. Después de todo, fue idea suya que te fueras a vivir con ella cuando mamá murió.

Hubo un momento de silencio y después Heloise exclamó:

—En realidad, ¡la idea fue mía!

Gilda bajó el tenedor que tenía en la mano con cierta brusquedad.

—¿Tu idea? —preguntó—. ¿Quieres decirme… me estás diciendo que…?

—Que yo le escribí —la interrumpió Heloise con impaciencia—. Ella es mi madrina y yo me di cuenta, como ustedes no lo hicieron, de que, si seguía viviendo aquí, estaría como enterrada en vida.

—¿Cómo… pudiste ser tan… atrevida? —preguntó Gilda.

—¡El que no se arriesga no pasa la mar! Le escribí una carta patética; una carta que habría hecho llorar a una estatua de piedra. Le decía cuánto echaba de menos a mamá, y lo pobres que éramos, lo sola que me sentía, y que papá sólo te quería a ti.

—¡Oh, Heloise! ¿Cómo pudiste decir tales mentiras? Sabes que papá te adoraba. Él nos consideraba sus «muñequitas», ¿recuerdas? Y mamá decía que jamás lo había visto tan emocionado como el día en que nacimos.

—Bueno, como Dios no fue muy generoso que digamos respecto a lo que yo deseaba —contestó Heloise—, tuve que tomar las cosas en mis manos.

—Lo has hecho con mucho éxito, por cierto.

—Fue inteligente de mi parte, ¿no crees? Mi madrina fue muy afortunada al tenerme a su lado. Ella misma ha reconocido que, gracias al éxito que yo obtuve en Londres, ahora acude a la casa gente mucho más interesante y distinguida que antes.

—Sigo pensando que fue muy bondadoso de su parte proporcionarte ropa tan hermosa y hacer posible que asistas a fiestas y bailes. Solías escribirme sobre ellos cuando acababas de llegar a Londres.

—Ahora ya no tengo tiempo de escribir —contestó Heloise a toda prisa—. No hay un solo momento del día en que no me estén divirtiendo, agasajando y, por supuesto, enamorando, muchos hombres atractivos.

—No me sorprende —observó Gilda—. Estás realmente hermosa arreglada de ese modo.

La sinceridad de su voz era conmovedora.

—Tienes razón, Gilda. Estoy en el mejor momento de mi vida; pero algunas veces me siento cansada, porque asisto a bailes todas las noches y tengo muchas cosas deliciosas que hacer durante el día.

—Pero ¿cómo puedes hacer tantas cosas si milady está ciega y no puede acompañarte?

—Le escribo a sus amigas pidiéndoles que me sirvan de damas de compañía, pero lo que sucede con más frecuencia es que las invitaciones a cenas y bailes importantes provienen de personas que están al tanto de su enfermedad y por ello les parece muy natural cuidar de mí.

—Debe ser muy emocionante haber logrado ese éxito.

Hubo una pausa antes que Heloise expresara con voz dura:

—Ésta es mi tercera temporada social, ¡tengo que casarme! Ninguna belleza, por aclamada que sea, dura siempre, y yo intento que el marqués se case conmigo.

Acentuó la palabra, dándole un tono positivamente agresivo y Gilda preguntó con una vocecita tímida:

—¿Y si no lo hace?

—Tengo otra alternativa —contestó Heloise—, pero el hombre no es tan atractivo como el marqués.

—¿Quién es él?

—Nadie de gran importancia, aunque es muy rico. Pero me niego a considerarlo. ¡Sólo puedo imaginarme a mí misma como la Marquesa de Staverton, y eso es lo que intento ser!

De nuevo, la forma como habló hizo que Gilda la mirara con cierto temor. Pensó que, aunque Heloise era preciosa, arruinaba su belleza cuando hablaba con ese tono tan duro que vibraba a través de la cocina y parecía ensombrecer la habitación.

Como ya había terminado de batir los huevos preguntó:

—Supongo que querrás comer en el comedor, ¿verdad? —Y a continuación tomó una bandeja de uno de los anaqueles.

—Por supuesto —contestó Heloise—. Aunque estoy segura de que tú debes comer en la cocina cuando estás sola, yo no me rebajo a ese nivel.

—No… por supuesto que no —contestó Gilda con humildad—. Ve al comedor, Heloise, y todo estará listo para ti en un momento.

Puso cuchillos y tenedores en la bandeja y un plato a calentar en el frente de la estufa. Luego, empezó a preparar la omelette.

Sabía que no habría suficiente para las dos, así que llevó un pedazo de jamón para ella, por si Heloise no deseaba comer sola.

Luego pensó que era muy poco probable que su hermana notara lo que estaba comiendo. Recordó, aunque pareciera poco bondadoso de su parte, que Heloise, cuando vivía en la casa, no se preocupaba de nadie sino de su propia persona.

«Es comprensible porque es muy hermosa», había disculpado así «el comportamiento egoísta de su hermana en aquel entonces y ahora estaba pensando lo mismo».

Con gran habilidad, Gilda pasó la omelette, deliciosamente dorada, de la sartén al plato caliente. Mientras lo hacía, se preguntaba si Heloise sería feliz cuando lograra casarse con el marqués.

Suponía que la riqueza, la posición y un lugar importante en la sociedad hacían felices a algunas personas, aunque ésas no eran cosas que ella deseara para sí.

«Cuando me case», pensó, «quiero que sea con un hombre al que yo ame y que me ame a mí. Estaremos satisfechos con estar juntos, sin importar que nuestro hogar sea suntuoso, o modesto, como éste».

Recordó el día en que ambas cumplieron quince años. Gilda se había sentido muy feliz con los regalos que sus padres le compraron; pero Heloise, en cambio, había pateado el piso porque no le regalaron lo que quería.

—Le dije a mamá que me comprara un vestido nuevo —gritó furiosa—, y un abrigo adornado con piel. ¡Y todo lo que se le ocurre darme son estas bagatelas!

Arrojó al suelo un bonito sombrero adornado con cintas azules, un pequeño bolso de mano del mismo color y unas zapatillas de satén.

—¡Pero si están muy bonitos! —había protestado Gilda, contemplando con satisfacción sus propios regalos, iguales a los de su hermana.

—¡Yo quería un vestido y un abrigo nuevos! —rugió Heloise.

—No creo que mamá tenga dinero para esas cosas por el momento.

—Bueno, podía haber vendido algo para comprarme lo que yo quería. ¡Pienso que mamá es egoísta y mala… no quiero sus horribles regalos!

A Gilda le había dolido escuchar las palabras de su hermana, pero no se sorprendió cuando, un mes más tarde, Heloise consiguió lo que quería. Luego, Gilda había oído decir a su madre:

—Tendremos que economizar, Gilda, para compensar por las cosas que tuve que comprar a Louise. Pero la han hecho tan feliz, que fácilmente me puedo pasar este invierno sin un nuevo abrigo.

Sí, Heloise había sido siempre la misma, pensó Gilda mientras llevaba la omelette al comedor.

Aunque no había tenido nada qué hacer, sino sentarse a esperar, su hermana no se había dignado poner el mantel, por lo que se apresuró a arreglar la mesa a toda prisa, en tanto Heloise permanecía hundida en el sillón de su padre, mirando con aire desdeñoso lo que Gilda le había traído.

—¿A esto llamas tú una comida? —preguntó—. Por fortuna para ti, estoy dispuesta a reconocer que me hará bien ayunar un poco. Veo que me vas a poner a dieta las cuarenta y ocho horas que voy a estar aquí. En Londres resulta imposible dejar de comer en exceso.

—¿Es muy buena la comida en Londres?

—Lo es cuando uno cena con el Príncipe de Gales.

—¿Quieres decirme que has cenado alguna vez con él?

—¡Claro que sí! Y estoy casi segura de que fue el marqués quien lo hizo invitarme. El príncipe siempre se muestra muy curioso cuando aparece en escena alguna mujer hermosa; aunque a él, en realidad, no le interesan las mujeres jóvenes.

Se detuvo, y cuando notó que Gilda la escuchaba embelesada, continuó diciendo:

—Cuando recibí la invitación, me sentí muy feliz, por supuesto.

—¡Me imagino cómo te pondrías!

—Me vi en aprietos para conseguir un vestido nuevo. Como le dije a mi madrina, no podía ir con los horribles y viejos trapos que tenía entonces.

—¿No fue un poco grosero decirle eso, cuando ella te había regalado toda esa ropa?

—¡De ninguna manera! Estuvo de acuerdo conmigo —respondió Heloise con descuido— y me envió con la mejor costurera de la calle Bond. El vestido costó una fuerte suma, pero valió la pena, porque el príncipe me dedicó muchos cumplidos, al igual que todos los caballeros de importancia que había en la reunión.

—¿Eso no puso celoso al marqués?

Heloise frunció el ceño antes de contestar:

—No estoy segura… y ésa es la verdad, Gilda… no sé lo que siente por mi.

Dejó de comer por un momento antes de añadir:

—Es el hombre más exasperante que he conocido en toda mi vida. Uno nunca sabe qué es lo que piensa o lo que siente. —Entonces, ¿por qué quieres casarte con él?

—¡No hagas preguntas tontas! Ya te contesté eso antes —replicó Heloise con voz aguda.

—Sí, por supuesto. Lo siento —contestó Gilda—. Pero a mí me asustaría eso.

—A mí no me asusta. Sólo me enfada y me hace sentir muy frustrada; pero haré que me ponga el anillo en el dedo, o moriré en el intento.

—¿Crees que en verdad serás feliz cuando estés casada con un hombre así? ¿Y si continúa alterándote de ese modo?

Heloise encogió los hombros.

—Entonces ya será demasiado tarde para que él pueda hacer algo al respecto. Y aunque es posible que tú no lo sepas, viviendo como vives aquí, en el fin del mundo, la mayor parte de las parejas del gran mundo viven independientemente uno del otro.

Gilda pareció sorprendida y Heloise continuó:

—Estoy segura de que, después del primer año, en que supongo que tendré que presentar un heredero al título, tendré mis propios amigos y el marqués los suyos, y ninguno de los dos hará demasiadas preguntas.

Hubo un momento de silencio y luego Gilda preguntó sorprendida:

—¿Quieres decirme que tendrá… amigas?

—Por supuesto que quiero decir eso —contestó Heloise—. Sería un monje o un santo si permaneciera fiel a una mujer, y yo tengo la intención de mantener felices a mis admiradores hasta llegar a la vejez.

Gilda se preguntó qué significaría eso exactamente, pero estaba demasiado nerviosa para hacer semejante pregunta y como Heloise había terminado de comer la omelette, recogió el plato vacío diciendo:

—Me temo que no hay nada más, excepto queso.

—¡Detesto el queso! —exclamó Heloise con aire petulante.

—Trataré de cocinarte algo mejor para esta noche. Dime qué comes en Londres.

Heloise no tardó en explicarle cómo eran algunos de los deliciosos platillos que le habían servido en casas distinguidas.

Al mismo tiempo, hizo notar con toda claridad que, una vez que tuviera a sus órdenes al chef del marqués, la comida que ella ofrecería como castellana de sus diferentes casas sería muy superior a la de cualquier otra.

Heloise habló interminablemente toda la tarde y sólo cuando se retiró a descansar, poco antes de la cena, Gilda tuvo oportunidad de correr a la granja más cercana, que pertenecía al hijo de la señora Hewlett.

Al dirigirse hacia allá, calculó lo que le costaría comprar una pequeña pierna de cordero para la cena de Heloise.

También necesitaría comprar huevos y, si tenía un poco de suerte, tal vez el granjero Hewlett habría hecho el salchichón que a Heloise solía gustarle tanto.

Gilda sabía que todas estas cosas sumarían una considerable cantidad de dinero y, aunque sabía que era erróneo de su parte, no podía menos que sentirse aliviada de que Heloise no intentara quedarse mucho tiempo.

Estaba segura de que su hermana no ofrecería pagar nada mientras permaneciera en la casa y, aunque era emocionante volver a verla y escuchar todo lo que contaba de Londres, Gilda se sentía un poco resentida, porque era lo primero que sabía de Heloise desde hacía más de un año.

Era evidente que, mientras estaba en Londres, olvidaba que tenía una hermana y un hogar, por pobre que éste fuera, y se dejaba absorber por completo por su nueva vida.

«Es muy afortunada y Lady Neyland ha sido muy bondadosa con ella», pensó Gilda.

Le hubiera gustado que Heloise no demostrara tanta ingratitud ante todos los favores recibidos de alguien que no era siquiera parienta suya.

Lady Neyland había sido una íntima amiga de su madre antes que ésta se casara, y aunque se habían visto sólo esporádicamente en los años posteriores al matrimonio de la señora Wyngate, habían continuado escribiéndose.

Debido a que Lady Neyland no tenía hijos, siempre se había interesado mucho por las niñas de su amiga y había bautizado a una de ellas. Todas las Navidades enviaba regalos para las dos y otros cuando era el cumpleaños de su ahijada.

«Es una pena que mis padrinos hayan muerto cuando yo era pequeña, y que ni siquiera me recordaran en su testamento», se dijo Gilda con una leve sonrisa.

Entonces se reprochó por albergar esos pensamientos y se dijo que no debía tenerle envidia a Heloise.

Su hermana tenía derecho de tratar de obtener lo mejor que hubiera a su alcance y Gilda, por su parte, había sido muy feliz los últimos dos años, cuando, después de la muerte de su madre, había vivido sola con su padre.

Le gustaba escucharlo hablar sobre su vida en el ejército y habían leído juntos libros muy interesantes.

Al volver la vista atrás, comprendió que ni siquiera los bailes que Heloise había descrito tan vívidamente hubieran podido compensarla por la camaradería que se estableció entre su padre y ella. Le resultaba difícil describirla con palabras, pero sabía que eso había enriquecido su vida.

«Amé a papá y él me amó a mí», pensó y se dijo que eso significaba mucho más que perseguir a un marqués, el cual, sin duda alguna, debía ser un hombre extremadamente desagradable.