Capítulo 7
—Gracias, Dios mío, gracias… —Rezaba Alana día tras día cuando la despertaba el canto de los gondoleros y se daba cuenta de que, con el amanecer, se iniciaba en los canales la actividad cotidiana.
Y cada día tenía que esforzarse para creer que la felicidad de que gozaba no era un sueño, un espejismo creado por su corazón dolorido.
Pero no, no se engañaba. Se había casado y el hombre que dormía a su lado era su marido; el hombre a quien pertenecía no sólo de nombre, sino con toda el alma.
Ahora, contemplando la gran cama y el hermoso dormitorio que ocupaban en uno de los más antiguos palacios de Venecia, Alana pensó que nunca acabaría de dar gracias al cielo por las mercedes que le había concedido.
Al contar al príncipe Iván el secreto de su nacimiento, una profunda herida que llevaba muy dentro y de cuya curación desesperaba, había temido que él la rechazara.
Desde pequeña sabía que su condición de ilegítima era un estigma, tanto en Holanda como en Francia, y al crecer en Inglaterra se dio cuenta del desprecio con que todos se referían a los hijos naturales, los «bastardos» como se les llamaba con más frecuencia.
Nadie sabía en Brilling que sus padres no estaban legalmente casados, pero Alana sentía a veces que llevaba aquel secreto clavado en la frente para que todos lo supieran.
Cuando murió su madre, su padre había mandado grabar en la tumba:
«Natasha, la bienamada esposa de Irving Wickham».
—Pero no es cierto… —se atrevió a decirle Alana en una ocasión—. Vuestro matrimonio fue anulado y, por lo tanto, mamá no era tu esposa.
—Para mí sí lo era: mi esposa, la mujer que veneraba y me hacía feliz —replicó su padre con firmeza.
Y, como respondiendo a una pregunta de ella, agregó:
—Muchas veces me decía que jamás lamentó abandonar por mí el lujo y la posición de que disfrutaba en Rusia.
Era verdad, reflexionó Alana: su madre había sido completamente feliz y, en cualquier sitio que vivieran, su hogar irradiaba amor.
Pero, en cuanto tuvo uso de razón, Alana se dijo que ella jamás conocería la misma felicidad, porque nunca podría casarse.
Ningún hombre aceptaría como esposa a una muchacha sin apellido, repudiada tanto por los rusos como por los ingleses, solía pensar llena de amargura.
Debido a que era muy joven e impresionable, el hecho de ocultar aquel baldón durante tantos años la había hecho muy sensible a lo que la gente pudiera pensar o decir.
Sabía que a los ingleses les extrañaba que su padre pareciera no tener familia y que su madre, que a todas luces era extranjera, jamás hablara de su país de origen.
Sólo cuando llegaron a la pacífica localidad de Brilling, las noticias de que Alejandro II, el nuevo zar, era diferente al anterior, Irving Wickham empezó a preocuparse menos de que los encontrara la policía secreta.
Cuando se enteraron de la emancipación de los siervos y, más tarde, de las reformas que Alejandro hacía en su país, Alana comprendió que a su padre se le quitaba un gran peso de encima.
Ya no saludaba a cada desconocido con mirada inquieta, como si desconfiara de sus intenciones.
Pero, aunque la policía secreta ya no los buscara, subsistía para Alana el estigma de su nacimiento; ella era una criatura nacida fuera del matrimonio; una niña, que había llegado a ser mujer con la sensación de que no había sitio para ella en ninguna sociedad.
Cuando finalizó su confesión con voz temblorosa, el silencio que siguió la hizo pensar que el príncipe Iván estaba escandalizado. Pero mientras permanecía con los ojos cerrados, creyendo que él se iría para siempre de su vida, oyó que se le acercaba.
Iván, deteniéndose a su lado, dijo:
—Antes de hacerte saber algo de extrema importancia, quiero que me digas si crees que nuestro amor es lo más grande del mundo.
Ante el silencio de Alana, añadió con voz intensa:
—Porque para mí es más importante que las leyes de los hombres, que cualquier código social jamás inventado. Es un amor al que sólo podría oponerse Dios.
Hizo una pausa y añadió con mucha ternura:
—Eso es lo que yo creo. Dime que tú lo crees también así, vida mía.
Ella, incapaz de contenerse, exclamó:
—¡Te amo, te amo con desesperación!… Pero…
Antes de que pudiera decir más, los brazos del príncipe la rodeaban.
—Es lo único que deseo escuchar; nada más importa.
La estrechó con fuerza, le hizo levantar el rostro y sus labios se unieron.
La besó como lo había hecho en el salón de música; exigente, apasionado, y Alana pensó que aquella posesiva actitud le decía sin palabras que jamás podría escapar de él nuevamente.
La besó hasta que todo lo que los rodeaba se esfumó.
Los envolvía una gloría divina que parecía surgir del fondo de sus almas.
Era algo tan perfecto y sagrado, que Alana creyó haberse desprendido de sí misma para remontarse al cielo.
Cuando los labios de Iván se volvieron más ardientes, sintió que brotaba en ella la llama del deseo para alimentar el fuego que a él lo consumía.
En medio del éxtasis inefable, dejó de pensar y se limitó a sentir: aquello era el amor, omnipotente y avasallador.
Cuando por fin Iván levantó la cabeza, ella sólo acertó a ocultar el rostro en su pecho, vibrando como un instrumento musical pulsado por la mano de un maestro.
Pero Iván era el único que podía comprender la íntima melodía que despertaba en ella.
—Te amo, preciosa mía —declaró con voz trémula—. Te adoro y nos casaremos enseguida, porque no puedo vivir sin ti.
—¿Cómo podrías casarte… conmigo? —Logró preguntar Alana—. Sabes que no estaría bien, siendo tú un hombre tan importante.
—Lo único que considero importante eres tú; pero, como saberlo te hará feliz, te diré, que los temores que te han atormentado durante estos años son infundados.
Ella lo miró desconcertada.
—¿Infundados?
—Me duele pensar que has vivido amargada sin necesidad por culpa del monstruoso zar Nicolás; pero el mal que hacen los hombres no persiste siempre después de su muerte.
—¿Qué quieres decir? Explícamelo. Yo… no comprendo…
—No eres hija ilegítima como creías; pero te juro que, aunque lo fueras, para mí eso no tendría mayor trascendencia. Sin embargo, debes saber que, hace unos doce años, mi padre recibió una carta del zar Alejandro. En ella le pedía que regresara a Rusia, prometiendo devolverle las tierras que le pertenecían y recibirlo en la corte con la deferencia que se había concedido siempre a la familia Katinouski.
Iván hablaba con lentitud, fija la mirada en Alana.
—En la misma carta —continuó—, el zar decía que todos los castigos y prohibiciones dictados contra los Katinouski durante el reinado anterior serían revocados y que se les indemnizaría por sus sufrimientos.
Advirtió Iván que en los ojos de Alana aparecía una súbita luz al escucharlo y, tratando de decir las cosas con la mayor claridad, añadió:
—Eso significa que el matrimonio de tus padres está reconocido por las leyes y tú eres hija legítima.
Alana lanzó un grito de profunda alegría. Su rostro se veía radiante, transformado por una luz interior.
—¿Es verdad? ¿Me lo juras?
—Te juro que es cierto.
—Sí papá lo hubiera sabido no habría necesitado ocultarse ni habría sufrido temiendo que se llevaran a mamá de nuevo a Rusia para castigarla… o que la mataran si se negaba a ir.
—El pasado no puede alterarse, pero el futuro es nuestro, amor mío —le recordó Iván.
Sus labios se unieron de nuevo a los de Alana, que se entregó a la gloria de sus besos, pues ahora ya no tenía que luchar contra el amor que sentía por él.
Luego, todo sucedió con una rapidez que la dejó sin aliento.
Iván fue a buscarla a la vicaría al día siguiente y se dirigieron primero a Londres, donde se casaron con mucha sencillez, sin más testigos que el administrador del príncipe. Después iniciaron un viaje a través de Europa, rumbo a Venecia.
Alana sospechaba que una de las razones para tanta prisa era que Iván no deseaba dar explicaciones a lady Odele ni a nadie.
Pero, ante todo, era evidente que deseaba tenerla sólo para sí y hablarle de amor, insistiendo a la vez en que ella le asegurase que le amaba.
Dado que Iván siempre conseguía lo que deseaba, según decía él mismo, no puso ningún obstáculo ni permitió que lo hubiera.
Como por arte de magia surgió un guardarropa para Alana, que no tuvo tiempo siquiera de pensar que podría parecerse a la cenicienta que se casaba con el príncipe del cuento.
No se debía tan sólo a que él fuera rico. Alana sabía que había influido la asombrosa organización que regía la vida de Iván y el hecho de que estuviera decidido a hacerla feliz.
Cuando llegaron a Londres descubrió que Iván había enviado por delante un empleado, quien ya tenía listos no sólo el vestido de novia, sino todo un guardarropa y joyas que parecían surgidas de la cueva de Alí-Babá.
Después de la boda fueron a Dover en el vagón privado del príncipe, cruzaron el canal en su yate y, de nuevo en tren, atravesaron Francia e Italia con tanto lujo y comodidad, que Alana creía estar soñando.
«¡Esto no puede ser verdad!», se repetía.
Pero cuando los brazos de su marido la rodeaban y sus labios se unían en un beso, sabía que era algo tan real como maravilloso.
Venecia le pareció una ciudad mágica, tal como siempre la había imaginado.
Llegaron ya entrada la tarde y cenaron en una estancia cuyas paredes habían albergado a un gran número de personajes históricos.
Pero Alana no podía pensar en otra cosa que no fueran los ojos de Iván, fijos en ella, y el tono de su voz acariciadora.
Después que la hizo suya con la mayor ternura, provocándole nuevas sensaciones, tanto físicas como espirituales, que ignoraba que existieran, ella se quedó dormida en sus brazos.
Aun durante el sueño se aferró a él, como si temiera que, al despertar por la mañana, se hubiera desvanecido.
Pero estaba allí, a su lado, y por las ventanas, a través de las cuales se divisaba uno de los más hermosos panoramas del mundo, penetraban las canciones de los gondoleros y la luz dorada del sol mañanero.
«Estoy en Venecia, casada con Iván que me adora», decía con sus latidos el corazón de Alana. «Gracias, Dios mío, gracias».
Como si hubiera percibido la intensidad de su plegaria, Iván abrió los ojos y, a la suave luz, vio el rostro de Alana muy cerca del suyo.
Con una cálida sonrisa, extendió los brazos y la atrajo hacía sí.
—¿Por qué estás despierta, cariño?
—No quiero desperdiciar el tiempo durmiendo cuando estoy aquí contigo.
Su tono de voz le comunicó a Iván mucho más que las palabras. Con una sonrisa dichosa, preguntó:
—¿En qué pensabas?
—Daba gracias al cielo.
—Lo suponía y yo también debo darlas, porque he encontrado la mujer que busqué toda la vida y que no creía que existiera.
—¿Y ahora sabes que sí?
—Con toda certeza. Y no sólo estoy agradecido, sino muy excitado —respondió él y sus labios se deslizaron acariciadores por la piel de Alana.
—¡Oh, Iván! ¿Cómo podía adivinar, cuando me alegré tanto de encontrar trabajo en la vicaría después de la muerte de papá, que me casaría contigo y viviría en lugares tan bellos como éste?
—¿Qué es lo más importante? —preguntó en broma él.
—¡Tú, sólo tú!
Él iba a besarla, pero Alana lo contuvo diciendo en voz muy baja:
—Anoche, antes de dormirme, pensaba que, si por alguna circunstancia inesperada tuvieras que exiliarte como mis padres lo hicieron y esconderte de la policía secreta, iría contigo no sólo por mi propia voluntad, sino complacida.
—¿Complacida? —Se sorprendió Iván.
—Sí, porque entonces podría hacerte comprender que te amo sólo por ti mismo, no por lo que posees ni por tu posición social.
Alana suspiró e hizo una pausa, como si no encontrara las palabras adecuadas para expresarse, más añadió:
—Es maravilloso, auténticamente maravilloso, ser la esposa de alguien a quien todos tratan como a un rey; alguien que puede tener cuanto desea… Pero todo eso carece de importancia en comparación con lo que tú eres, con lo que hay en el fondo de ti mismo.
Como él no hizo ningún comentario, lo miró preocupada.
—¿Comprendes… crees que lo que digo es verdad?
—¡Mi querida Alana! Por supuesto que creo lo que me dices, pero no es necesario. Mi instinto me indica, mejor que las palabras, que me amas como siempre he deseado. En cuanto a mí, juro que dedicaré el resto de mis días a intentar que comprendas lo que siento por ti.
—También yo poseo un instinto que me hace comprender las cosas.
Iván sonrió.
—Lo sé, pero no siempre funciona cuando piensas en ti misma. Por ejemplo, cuando llegué a la vicaría y te encontré bañando al niño, me di cuenta de que te avergonzaba el que te viera ocupada en esa tarea tan humilde; pero, si tú supieras lo que significó para mí verte y saber que toda mi fortuna no podía comprar lo que representabas en aquel momento…
—Pensé una vez —recordó Alana— que tus mansiones suntuosas, como estabas solo y no tenías niños, no podrían ser nunca un hogar verdadero.
—Me di cuenta de eso cuando te vi, adorable y femenina, con el pequeño Billy en tu regazo.
Iván titubeó un momento antes de añadir:
—Mi madre era una mujer fría, o así me lo parecía. Tal vez sea el cariño materno algo que he añorado toda la vida y también me habría gustado tener hermanos.
—Te comprendo, amor mío, pero yo sabré proporcionarte un hogar dondequiera que nos encontremos y te daré hijos para compensar la soledad que, al igual que yo, sentías como hijo único.
—Es lo que más deseo. ¿Y sabes? Jamás permitiremos que nuestros hijos se sientan rechazados o que tengan que luchar contra su instinto natural como tuve que hacerlo yo.
—¿Ahora no luchas ya contra él?
Iván comprendió que la pregunta era importante y repuso con voz grave:
—No, desde que tú impediste que lo hiciera. Ahora puedo amarte sin reservas y utilizar todas las cualidades que me confiere mi sangre anglosajona para darte la felicidad que mereces.
—¡Eres tan maravilloso…! —exclamó Alana—. ¿Cómo podía imaginar que existiera un hombre como tú en el mundo… y que sería tan afortunada de encontrarlo?
—Eso es lo que yo pensé al encontrarte.
—¡No es verdad! —protestó Alana—. Tú mismo me dijiste que tuviste miedo e intentaste huir de mí.
—Debía haber sabido que sería imposible. Entre nosotros hay lazos tan fuertes que jamás podrán romperse.
—¿Estás seguro de ello? A veces temo que un día quieras volver a ser inglés por completo. En ese caso… ya no me desearás a tu lado.
Iván sonrió.
—¿No comprendes que estamos tan unidos que, si te perdiera, perdería la mitad de mí mismo? Y creo que tú sientes como yo. Somos uno, Alana, unidos por el poder que emana de los iconos y que ambos percibimos aquella noche; el poder que, de un modo misterioso, nos unió en esta vida como lo hemos estado en otras.
—Es lo que yo deseo creer. ¡Oh, Iván, te amo! Es difícil encontrar palabras para decirte cuánto, así que sólo repetiré muchas veces «¡te amo!» y te daré mi alma…, mi alma que es tan rusa.
—Y yo te adoro y venero. Desearía arrodillarme ante ti y encender velas a tus pies.
—¡Iván, Iván, tengo tanto miedo de fallarte…!
—¿Cómo podrías hacerlo, si eres la pureza personificada, el icono que mi alma buscaba desde el principio del tiempo?
—¡Te amo! —repitió Alana.
Él la besó en el cuello, en los hombros, en el pecho, y ella se acurrucó en sus brazos cuando le dijo:
—Deseo llevarte a las estrellas y formar con ellas una cadena que te ate a mí. Deseo aprisionarte en la luna para que ningún hombre mire tu belleza, que es sólo mía.
—Amor mío, no hay necesidad de cadenas ni de prisiones. Soy tuya completa y absolutamente —afirmó Alana con voz apasionada.
La boca y las manos de su marido la hacían estremecerse y la excitaban intensamente.
Cuando rió dichosa, Iván la besó con exigencia y ella, sin luchar contra sí misma, se entregó por completo a sus caricias, sintiendo que el fuego que ardía en los ojos masculinos encendía una llama en su pecho.
De nuevo, como siempre que su marido la poseía, creyó escuchar una música celestial y sintió las vibraciones de luz que, surgiendo del fondo de sus almas, se fundían con la que emanaba de Dios.
Luego sólo reinó el amor; el misterioso y avasallante e inefable poder del amor.
FIN