Capítulo 6

Alana bañaba a Billy en la bañera colocada frente a la chimenea encendida y que había llenado con dos baldes de agua caliente subidos de la cocina.

Llevaba todo el día sola con los pequeños, porque el vicario y su esposa, acompañados por Lionel, el mayor, habían ido a pasar la noche con la madre del reverendo Bredon al otro extremo del condado.

—Espero que no tengas problemas, Alana. Pedí a la señora Hicks que pase la noche con vosotros —le había dicho la señora antes de marcharse.

—No necesito compañía —se apresuró a manifestar Alana.

—No puedes quedarte sola. Sería incorrecto.

Alana pensó que la señora Hicks sólo causaba problemas en vez de ayudar; pero como sabía que daría que hablar el que una joven soltera como ella pasara la noche sin una acompañante, se limitó a sonreír.

—No se preocupe. Los niños siempre se portan bien conmigo —dijo.

La madre besó a los niños, les recomendó que se portaran bien y se marchó.

Había sido un día muy frío y, a la hora de acostarse, los niños estaban tranquilos y listos para dormir, excepto Billy, que había echado la siesta después del almuerzo y se mantenía activo y entusiasmado.

Alana, después de lavar y darles de cenar a los dos mayores, los envió a su dormitorio, donde podrían entretenerse con sus juguetes o con un libro de cuentos.

Se ocupó entonces de Eloise y, después de bañarla y ponerle su camisón azul, le dio a beber un vaso de leche.

Billy, por su parte, corrió desnudo por toda la habitación antes de que ella pudiera alcanzarlo y meterlo en la bañera.

Allí chapoteó como un delfín y Alana se alegró de haberse colocado un amplio delantal de franela, porque si no la habría empapado.

Llevaba puesto un vestido que ella misma había confeccionado, muy sencillo, pero cuyo tono verde resaltaba la blancura de su piel y se reflejaba en sus ojos, haciéndolos más misteriosos.

Con las mangas subidas hasta el codo, enjabonaba a Billy, que hacía todo lo posible por evitarlo, cuando oyó que se abría la puerta de la habitación.

Supuso que era la señora Hicks y no se volvió.

Tomó una gran esponja para quitarle la espuma al pequeño mientras éste chapoteaba riendo.

Alana reía con él, cuando oyó que Eloise preguntaba:

—¿Quién es usted?

Volvió la cabeza y se quedó estupefacta ante la imponente presencia del príncipe, quien se encontraba a sus espaldas.

No pudo articular una palabra y se preguntó si no estaría soñando.

Pensaba mucho en él sin poder evitarlo, hasta el punto que formaba parte de su vida aunque no estuviera presente.

Todas las noches, a solas, recordaba la maravilla de sus besos y durante el día le parecía que estaba a su lado.

Pero ahora, aunque pareciese increíble, ¡lo tenía ante sus ojos!

Desde que saliera de Charl casi tres semanas antes, Alana había deseado recibir noticias de Charlotte, de Shane y, aunque no quería confesárselo, del príncipe.

El día anterior había recibido una carta del vizconde Richard.

Al ver el sello de París, comprendió por qué había tardado tanto.

Decía:

Sé que estarás esperando noticias mías, pero no había mucho que decir y casi no he tenido oportunidad de escribir. Mi tía, como era de esperar, se puso furiosa cuando supo que Charlotte, Shane y tú habíais abandonado el castillo sin avisarle. Le dije, como acordamos, que Shane había recibido un telegrama pidiéndole que regresara enseguida a Irlanda y que Charlotte había decidido ir contigo. Creo que sospechó la verdadera razón, aunque no dijo nada.

Pude notar que hacía lo posible por aplacar al príncipe y mantener inalterable la relación entre ellos, a pesar del trastorno causado por vuestra precipitada marcha del castillo.

Yo procuré restarle importancia al asunto y parece que me creyó. De todas maneras, como no quería verme envuelto en el lío que se armaría cuando mis padres supieran la verdad, decidí salir de Inglaterra y venir a París, donde me hospedo en casa de unos amigos. Tengo, por lo tanto, poco más que contarte al respecto.

Debo verte en cuanto regrese. No te preocupes por los rumores; ya pensaré en cómo nos reunimos sin que nadie se dé cuenta. Tengo muchas cosas que decirte.

No puedo olvidar el modo magistral en que desempeñaste tu papel; eso es parte de lo que tenemos que discutir.

Cuídate,

R.

La lectura de esta carta la había desilusionado.

¡Eran tantas las cosas que quería saber y tan poco lo que le contaba Richard…!

Temía que el escándalo estallara en cualquier momento, aunque en la aldea no se sabía nada todavía de la fuga de Charlotte y Shane.

Al regresar a la vicaría, se había enterado de que los condes de Storrington se hallaban visitando a unos amigos en Northumberland, al norte del país.

No se les esperaba en Storrington Park hasta dos días más tarde.

Era muy extraño que la gente de la aldea no hablara de lo sucedido en Charl. Alana supuso que la doncella de lady Odele no se había puesto en contacto con sus padres.

Ahora, al ver al príncipe, la asaltó el terror.

¿Habría salido algo mal? Tal vez él iba para avisarle que Charlotte tenía algún problema…

No se preguntó cómo podría estar enterado el príncipe. Sólo le miró, arrodillada todavía junto a la bañera, con los ojos muy abiertos en su pálido rostro.

—¿Ha sucedido algo malo? ¿Por qué está aquí?

El príncipe se acercó mientras decía:

—No pasa nada malo ahora que la he encontrado.

—¿En… encontrarme?

Como si Billy pudiera protegerla de sus sentimientos, Alana lo sacó de la bañera lo envolvió en una gran toalla y se sentó con él en las rodillas.

El niño protestó porque lo sacaban del agua y ella cuando logró calmarlo, vio que el príncipe se había sentado también y la observaba.

De pronto, Alana recordó que su aspecto era muy diferente al que tenía la última vez que él la viera y esto la hizo sentirse muy avergonzada.

—Ya he terminado —anunció Eloise desde la mesa.

—Di tu oración de gracias —le indicó Alana sin pensar, por la fuerza de la costumbre.

La pequeña cerró los ojos, unió las palmas de las manos y obedeció.

Después se bajó de la silla y se dirigió al príncipe.

—Eres más grande que mi papá.

—Y tú, más pequeña que Alana —contestó él.

La forma en que pronunció su nombre hizo sentir a Alana una repentina emoción.

Pero enseguida se dijo que el hecho de que la llamara por su nombre, sin más tratamiento, indicaba con claridad el océano que los separaba.

Ya no era lady Alana, ni siquiera «señorita». Era sólo una sirvienta.

—¿Has venido a ver a Alana? —preguntó Eloise.

—Así es; la he buscado durante mucho tiempo.

—¿Se escondía?

—Sí, se escondía, pero yo he sido muy astuto y al fin la he encontrado.

—Está con nosotros.

—Sí, ya lo veo.

Como la turbaba la conversación, Alana intervino:

—Ya es hora de que te vayas a la cama, Eloise. Dentro de un momento estaré contigo para escuchar tus oraciones.

Eloise miró al príncipe.

—Puedes darme un beso de buenas noches —le concedió.

Alana no pudo evitar sonreír. El príncipe Katinouski atraía a las mujeres de cualquier edad.

Sintió un profundo dolor al pensar en las numerosas mujeres que habría en su vida. Ella era sólo una más, aunque tal vez más tonta que las otras.

El príncipe había sentado a Eloise en sus rodillas.

—Serás muy bonita cuando crezcas —le dijo— y no necesitarás ofrecer tus besos. Todos te los pedirán.

—No la aliente —dijo Alana, tratando de hablar con naturalidad—. Lamento decir que es ya una coqueta incorregible.

—¿Y por qué no? Es un instinto natural en todas las mujeres atraer a los hombres y alegrarse cuando lo consiguen.

—Creo que generaliza basándose en su propia experiencia.

El príncipe rió.

—Debí adivinar que mi comentario provocaría una discusión. Mande a los niños a la cama para que podamos hablar.

Alana deseó contestar que no tenían nada de que hablar, pero pensó que parecería una tontería.

Ya le había puesto el pijama a Billy y lo levantó en brazos diciendo:

—Ven conmigo, Eloise.

—Buenas noches —se despidió la pequeña del príncipe, abrazándose a su cuello.

Él le preguntó tras besarla:

—¿Te gustaría que te llevara a la cama?

—Sí, por favor. Eres muy alto y si me coges en brazos iré muy alto, muy alto…

Alana ya había llegado a la puerta de la habitación donde dormía con Billy. Al lado había otra muy pequeña que ocupaba Eloise, la única niña.

Mientras entraba seguida por el príncipe, cruzó su mente la idea de que parecían un matrimonio acostando a sus niños.

Peto se dijo que debía estar loca para imaginar que el príncipe hiciera tal cosa, ni siquiera con sus propios hijos.

Eloise le indicó al príncipe dónde estaba su dormitorio.

«Supongo que es una experiencia nueva para él», pensó Alana.

Acostó y arropó a Billy, a quien ya se le cerraban los ojos de sueño, dándole un beso. Después echó las cortinas.

El príncipe salía ya de la habitación de Eloise.

—Ya la he oído decir sus oraciones —le indicó a Alana—, así que no necesita hacerlo usted.

Alana se asomó al cuartito y vio que Eloise estaba arropada y con los ojos cerrados.

Al cerrar la puerta, notó que el príncipe la miraba con una sonrisa burlona.

Pasaron de nuevo al saloncito, iluminado por un quinqué colocado sobre la mesa del centro.

Ahora que los niños no estaban con ellos, Alana volvió a pensar en lo diferente que debía de parecerle al príncipe si la comparaba con la última vez que la había visto.

Cuando la besó lucía el vestido negro de Charlotte, adornado de forma teatral, como dijera lady Odele, con las blancas orquídeas que también salpicaban su cabello.

Ahora, con las mangas subidas, el cabello revuelto y un delantal que denotaba su condición de niñera, el príncipe Katinouski la veía por fin tal como era.

Instintivamente, levantó la barbilla y lo miró desafiante.

Él se acercó a la chimenea, frente a la cual estaba la bañera. Alana sintió el impulso de recoger las toallas pero se contuvo. Era preferible que dijera cuanto antes lo que le había llevado allí.

Había sentido una alegría irreprimible al verlo aparecer, pero ahora le dolía pensar que la recordaría de aquel modo y no como cuando la besara en el salón de música de Charl.

—¿Por qué ha venido?

—Para hablar con usted.

—¿Cómo me ha encontrado? ¿Quién le dijo dónde estaba?

—Charlotte.

Alana lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Charlotte? ¡No lo creo!

—Pues es verdad, aunque debo decir que se resistió hasta que la obligué por medio de un chantaje.

—¿Chantaje? —preguntó alarmada ella, más el príncipe Iván sonreía.

—Venga a sentarse y se lo contaré todo. Estoy seguro de que siente curiosidad por saberlo.

Sentía curiosidad, reconoció Alana para sí. Pero, en cualquier caso, él le había dado una orden y tenía que obedecerla.

Casi sin pensar se quitó el delantal, desdobló las mangas y se abotonó los puños, nerviosa porque el príncipe la observaba. Se pasó los dedos por el cabello antes de sentarse en una silla frente a la que él había ocupado antes.

—¿Ha visto a Charlotte?

—Sí.

—¿Está casada?

Alana pensó que esta pregunta era la más importante que podía hacer en aquel momento y el príncipe, como si comprendiera su ansiedad, le contestó sonriendo:

—Así es, y jamás había conocido a una pareja más feliz.

—¿Cómo nos encontró?

—Cuando decido algo, siempre lo consigo. Estaba seguro de que Charlotte y Shane se habían fugado para casarse.

—¿Lo… lo sabía?

—No sólo tengo ojos, sino un instinto que no se equivoca, como sabe usted mejor que nadie.

—Así que… adivinó que se amaban.

—Me pareció evidente en cuanto los vi juntos.

—Entonces ¿por qué…?

Alana se detuvo. Temió que lo que iba a decir fuera impertinente y demasiado íntimo, pero como entre ellos no eran necesarias las palabras, el príncipe contestó:

—Es lo que voy a explicarle. Y esperaba encontrarla a usted en Derryfield con Charlotte y su supuesto primo.

—¿Cómo explicó Charlotte mi ausencia?

—Al principio intentó convencerme de que se había ido usted a su casa, en otra región de Irlanda. Pero de nuevo ese instinto que usted y yo tenemos, me hizo sospechar que no decía la verdad.

—Dice que la obligó mediante un chantaje a confesarle la verdad…

—Tal vez «soborno» sea una palabra más adecuada.

—¿La sobornó o la amenazó?

—No recurrí a nada tan desagradable. Tampoco hubo necesidad. Me limité a poner en claro, en cuanto ella y Shane se repusieron de la sorpresa de verme, que estaba dispuesto a ayudarles.

—¿De verdad ayudará a Shane en la cría de caballos?

—Ya le compré varios.

—¡Qué amable por su parte! —exclamó Alana—. Si Shane puede mantener a Charlotte, estoy segura de que el conde les perdonará su fuga y todo marchará bien en el futuro.

—Eso pensé. Pero puse como condición, para efectuar esa compra, que me dieran su dirección.

Alana pensó de pronto que, en cierta forma, Charlotte la había traicionado, ya que, al menos, debía haberla prevenido.

De nuevo el príncipe, como si adivinara sus pensamientos dijo:

—Lo entenderá mejor cuando le explique por qué deseaba verla.

Se sentó frente a ella, que replicó automáticamente:

—No debía haber venido.

—¿Por qué?

—El vicario y su mujer no están… y en la aldea se hablará de su visita.

—¿De verdad le importa lo que digan?

—Por supuesto. Tengo que vivir aquí.

Alana pensó en todo lo que hablaría la gente si se supiera que el príncipe Iván Katinouski, del castillo Charl, había ido a visitarla. ¿Cómo explicaría ella su presencia en la vicaría?

—Por favor, diga rápido lo que tenga que decir y váyase —rogó.

—Si la obedezco y me voy sin decirle por qué he venido, ¿no se preguntará el resto de su vida qué me ha traído aquí?

—Claro que sí —reconoció Alana—. Pero usted no tiene idea de lo que es vivir en una aldea.

—No se comporta como una aldeana ni lo parecía la última vez que la vi.

—Representaba un papel —repuso Alana desafiante—. Llevaba la ropa de Charlotte y las orquídeas del invernadero de su alteza. Ahora me ve tal como soy.

—Creo que usted sería la primera en decirme que lo que importa no es cómo viste una persona, sino lo que piensa. Y fue nuestra mente y nuestro instinto lo que se manifestó en el castillo.

La voz del príncipe era muy suave y Alana pidió rápidamente para no dejarse arrastrar por la emoción:

—Dígame a qué ha venido.

—Es una historia larga y debe disculparme si me remonto a 1835.

Alana lo miró perpleja y él explicó:

—Fue el año en que mi padre, después de enemistarse con el zar Nicolás, abandonó Rusia.

—He oído decir que detestaba al zar.

—Era lógico. Nicolás I era un monstruo, un tirano, un hombre tan cruel, que los horrores de su reinado dejaron profundas huellas en quienes los sufrieron.

—Pero su padre escapó.

—Salió de Rusia jurando que la detestaba y todo lo que a ella concernía. Vino a Inglaterra y tuvo la inteligencia suficiente para traer consigo su cuantiosa fortuna y muchos de sus preciados tesoros.

El príncipe hizo una pausa y continuó diciendo:

—Los iconos que le mostré pertenecieron a mi padre. Estuvieron guardados desde que él salió de Rusia hasta que compré el castillo.

—Así que usted no los conocía…

—No, hasta que hice preparar esa habitación especial para ellos. Usted es una de las pocas personas que los han visto desde entonces.

Alana lo miró asombrada, mientras él proseguía:

—Como tal vez sepa, mi padre se casó con la hija del duque de Warminster, y a mí me criaron como inglés en todos los sentidos. Incluso serví tres años en un regimiento británico antes de la muerte de mi padre. Entonces me di cuenta de que ya era dueño de mi vida y no tenía que ceñirme a lo que él me impusiera desde niño. Sin embargo, dada la educación que había recibido, detestaba todo lo que fuera ruso.

—Pero, de todos modos…, corre sangre rusa por sus venas.

—¿Cree que no me doy cuenta? Luché por eliminar cuanto contradijera el lado inglés de mi carácter. Más que nada, luché contra lo que usted llama «instinto»: esos sentimientos, esas percepciones, ese conocimiento interno que ningún inglés es capaz de sentir o comprender.

Iván Katinouski lanzó un profundo suspiro.

—Debo decir que cometí un terrible error al casarme con una húngara y no con una inglesa como mi padre hubiera deseado —confesó.

—Pero… ¿la amaba?

Alana tuvo la sensación de que ésta era una pregunta impertinente, pero brotó de sus labios involuntariamente.

—Eso creía. Era muy bella y atrevida, una amazona extraordinaria y parecíamos tener mucho en común. A las pocas semanas de casado me di cuenta de que había cometido un error, pero era demasiado tarde para corregirlo. Después ocurrió aquel accidente del que, por cierto, ella tuvo la culpa.

—Fue una verdadera tragedia —musitó Alana.

—Lo fue en efecto, pero yo quedé en libertad de recorrer el mundo, hacer lo que deseaba y tener, como sin duda ha sabido, un gran número de amores.

Los labios del príncipe se curvaron en una sonrisa burlona.

—¡Cuántas falsedades encierra la palabra «amor»! —exclamó.

Hablaba con gran amargura y Alana sólo pudo pensar en las bellas mujeres que se habían echado a sus pies; mujeres como lady Odele que, a su manera, le habían entregado el corazón.

—Sí —prosiguió diciendo él—. Ha habido muchas mujeres en mi vida, pero siempre estuve convencido de que mi esposa debía ser inglesa; una mujer buena, convencional y sin imaginación, como lo era mi madre. Fue lo que mi padre eligió y yo deseaba lo mismo.

Miró a Alana prolongadamente y agregó después:

—Como mi esposa vivió hasta hace poco, he tenido que esperar más de lo que suponía. Pero en cuanto quedé libre me dije que planearía mi vida como era mi intención. Formaría una familia que tuviera sólo una cuarta parte de sangre rusa; esa parte de mí mismo que siempre detesté y que se iría eliminando poco a poco, a través de las sucesivas generaciones.

La firmeza de su voz hacía vibrar a Alana, que lo escuchaba casi sin parpadear.

—Después ya sabe lo que sucedió —dijo él con diferente tono de voz—. Llegó usted al castillo con la joven que lady Odele me había elegido como esposa… y despertó en mí todos los sentimientos que había negado y combatido desde que era niño.

—No fue intencionado.

—Lo sé. Pero en cuanto nos vimos, ambos sabemos que algo sucedió entre nosotros; algo muy diferente a todo lo que yo había experimentado con respecto a una mujer en toda mi vida, y creo que el sentimiento fue mutuo.

Los labios de Alana se movieron; pero, pensando que sería un error interrumpir el discurso del príncipe, no dijo nada.

—Dios sabe qué difícil es para mí explicarle por qué la llevé a ver los iconos —añadió él—. Tal vez porque deseaba estar seguro de que lo que usted me hacía sentir no era producto de mi imaginación.

—Cualquiera se habría conmovido como yo ante la belleza de los iconos —dijo Alana con voz poco firme.

—Sabe que no es cierto. Lo que usted y yo sentimos fue muy diferente a la reacción de una persona corriente. Ésta los habría admirado y reconocido su valor; pero ¿cree que habría percibido como usted su poder, que habría tenido la certidumbre de que Dios habla a través de ellos?

Alana bajó la mirada y la fijó en sus manos, que tenía sobre el regazo.

—Cuando salimos de allí —añadió el príncipe—, yo iba asustado de usted, ésa es la verdad.

Ella alzó vivamente la cabeza.

—¿Asustado?

—Sí. Me daba miedo que cuanto hay en mí de ruso brotara a la superficie. Y no pude evitar que ocurriera. Fue como la erupción de un volcán, que se llevó por delante la barrera bajo la cual creía tener enterradas las características atávicas de mi sangre rusa. Saltó por los aires al aparecer usted.

—Estoy segura… de que no es verdad.

—Lo que le digo es cierto. Incluso la detesté porque me trastornaba de manera tan profunda.

—Y me rehuyó al día siguiente…

—Eso me proponía. Trataba de no hablarle siquiera; pero era consciente en todo momento de su presencia. Como los iconos, usted ejercía sobre mí una especie de magnetismo del que no podía escapar.

Alana pensó que igual le ocurría a ella respecto al príncipe; por eso no había podido desterrarlo de su mente.

—Sin embargo, me dije que me liberaría de usted —declaró él—. Me bastaba ceñirme al plan original y casarme con Charlotte. Una vez que ella se convirtiera en mi esposa, usted volvería a Irlanda y yo no la vería nunca más. ¡De qué modo absurdo subestimé la fuerza del lado ruso de mi carácter! Aún rugía el volcán; sus llamas se elevaban cada vez a mayor altura. Cuando usted tocó el violín me dijo lo que sentía y pensaba… y yo no pude hacer otra cosa que rendirme.

El príncipe Iván pronunció las últimas palabras con mucha suavidad y Alana sintió que el corazón le daba un vuelco.

—Comprendí entonces que el amor es algo que no puede negarse ni rechazarse —siguió él—. Lo había encontrado cuando menos lo esperaba, después de largos años de espera.

—¿Por qué lo creyó así?

—Porque el amor que anhelaba es la clase de amor que sólo un carácter profundamente apasionado como el ruso puede querer.

Hizo un ademán de impotencia y añadió:

—¿Cómo explicarlo? Para un ruso, el amor es parte de su alma. En otros países es una emoción surgida del corazón, más para él forma parte de su fe en Dios, de sus creencias, del aliento que lo sustenta; algo que jamás puede ocupar un segundo lugar en su vida.

Alana, emocionada, se dijo que ella pensaba lo mismo.

—Por eso he venido a pedirle que sea mi esposa.

Ella por un momento, no pudo creer lo que oía.

Pero al mirarlo a los ojos supo que decía la verdad y pensó que era lo más increíble, insólito y maravilloso que le había sucedido nunca.

¡El príncipe Iván Katinouski le pedía que se casara con él!

Sin poder contenerse, Alana se puso en pie y se apoyó en la repisa de la chimenea, como si necesitara apoyo.

—¿Se da cuenta… de lo que pide? —preguntó.

—¡Por supuesto que me doy cuenta! ¡Casi me vuelvo loco mientras la buscaba! Cuando Charlotte me aclaró que no era usted prima de Shane y que la habían convencido para que fuera al castillo para que no me fijara en ella, pensé que perdería la razón.

—Me aseguraron que usted no me encontraría.

—No pensaron que intentaría buscarla. Pero no hacerlo habría sido un grave error.

—Buscarme ha sido un error.

Alana logró rehacerse y añadió:

—Me siento muy honrada de que su alteza me haya buscado y me pida que sea su esposa…, pero mi respuesta es: «no».

—¿No? —El príncipe lanzó la palabra como un disparo.

—No —repitió Alana, aunque su voz temblaba—. Y ahora, alteza váyase, por favor. No hay nada más que decir. Algún día encontrará una esposa adecuada que… que lo haga feliz.

—¿Imagina acaso que aceptaré su decisión y permitiré que me rechace?

Vio que ella se estremecía cuando repuso:

—Tendrá que hacerlo.

—¿Por qué?

—Porque no puedo casarme con usted. Yo… jamás me casaré con nadie.

—¿Por qué lo dice? ¿Que la hace afirmar algo tan absurdo?

—Puede parecérselo, pero no deseo hablar de ello.

—¿Cree que voy a aceptar su negativa sin que me explique el motivo?

Alana se atrevió a mirarlo y él adivinó, por la expresión de sus ojos, que algo trágico motivaba aquella decisión.

—Me oculta algo —dijo el príncipe—. Siempre supe que había algo misterioso en usted. Pensé, cuando Charlotte me dijo quién era, que ésa era la razón. Ahora sé que es algo diferente.

—Por favor —rogó Alana—, no utilice su instinto con respecto a mí. Váyase y déjeme sola… No hay nada más que decir.

—¡Es imposible!

—Por favor…, se lo suplico.

—Debo rechazar esa súplica, no sólo por mí, sino también por usted. Sabe, lo mismo que yo, que nos pertenecemos el uno al otro y que puedo hacerla feliz.

Sonriendo agregó:

—Pese a mi parte rusa, vehemente, exaltada, estoy convencido de que seremos inmensamente felices y que, para sorpresa de todo el mundo, el nuestro será un matrimonio perfecto.

—Pero… yo no puedo casarme con usted.

—¿Por qué no? Sabes que te amo y yo sé que tú me correspondes. Me lo dijiste con tu música y luego con tus labios me entregaste el alma.

—Pero no podemos casarnos —insistió Alana.

—¡Dime la razón! —exigió Iván—. Debo saberla. ¿Crees que podría irme y pasar el resto de la vida atormentado por la duda? Ya me has causado el más intenso sufrimiento que un hombre enamorado puede tolerar.

Alana, suspirando, accedió al fin:

—Muy bien. Te lo diré y así no sólo comprenderás por qué no puedo casarme contigo…, sino que ya no desearás hacerlo.

Iván sonrió con ternura y ella advirtió que no creía sus últimas palabras.

—Supongo que no aceptarás la razón evidente de que no soy más que una sirvienta de la vicaría, una huérfana sin dinero y sin linaje, completamente inadecuada para ser la esposa del príncipe Iván Katinouski.

—Olvidas que también te vi desempeñar el papel de dama aristocrática de forma tan precisa, que no pudo ser fingida.

Antes de que Alana pudiera replicar, el príncipe agregó:

—Debido a lo que sentimos el uno por el otro, no importaría que hubieras nacido en el arroyo y que te hubieras criado en la inclusa. Tampoco importaría quiénes fueron tus padres ni qué humildes tareas hayas tenido que desempeñar para ganarte la vida. Eres mía, Alana; mía desde el principio del tiempo y para el resto de la eternidad. Aunque no te casaras conmigo, eso seguiría siendo un hecho innegable.

Alana temblaba por la pasión que percibía en estas palabras. Él añadió:

—No te tomo en mis brazos como quisiera para no aprovecharme de esa ventaja indebidamente; pero sé que si te besara de nuevo no habría necesidad de hablar. Nos uniríamos como ya lo hicimos en otra ocasión y no habría más discusiones.

Su voz se tornó más profunda al proseguir:

—Deseo besarte y Dios sabe con cuánta dificultad me contengo. Así que apresúrate a explicarme lo que tengas que decir mientras yo pueda controlarme.

Alana retrocedió, como para defenderse y, sintiéndose incapaz de mirarlo y ver el amor que reflejaban sus ojos, cerró los suyos antes de decir en voz muy baja:

—Mi padre, como te explicaría Charlotte, fue Irving Wickham, profesor de música, pero mi madre era… la princesa Natasha Katinouski.

—¿Era de mi familia? —Se asombró Iván.

—Prima de tu padre.

—Debió de casarse con tu padre mucho después de que el mío abandonara Rusia.

—Muchos años después.

—Cuéntame con exactitud lo que sucedió.

—Mi abuelo, para desesperación de la familia Wickham, se sentía muy atraído por la música. Se negó a atender las propiedades de la familia y se unió a una gran orquesta. Pronto se convirtió en un director famoso con el seudónimo de Axel Aistone.

Alana se detuvo, esperando del príncipe algún comentario, pero como éste no se produjo, continuó diciendo:

—Se había dispuesto que una gira de mi abuelo con su orquesta, de la que formaba parte mi padre, terminara en San Petersburgo.

—¿En qué año?

—En 1858. Tres años después de la muerte del zar Nicolás y de que Alejandro II subiera al trono.

—Un zar muy diferente —observó Iván.

Alana asintió con la cabeza.

—Sin embargo, eso no ayudó a mi madre.

—¿Por qué?

—Mi abuelo enfermó en Varsovia. Mi padre, que era el primer violín, ocupó su puesto y condujo la orquesta a San Petersburgo.

—Donde, supongo, conoció a la que sería tu madre.

—Era muy joven y bella, según me contaba papá. Le pidió a él que le diera lecciones de música, pues ya sabes que estaba de moda entre los aristócratas rusos tomar como maestros a distinguidos músicos, franceses la mayoría.

—Así que se enamoraron como nosotros…

—Se… se enamoraron y, sabiendo que la familia de mi madre jamás aprobaría su matrimonio, se fugaron.

—Fueron muy valientes.

—Se casaron en una pequeña iglesia de la frontera y después pasaron a Polonia, creyendo que estaban a salvo y a partir de entonces vivirían felices.

La voz de Alana se quebró al decir las últimas palabras.

—¿Qué sucedió entonces? —La animó a proseguir Iván.

—Supongo que mamá lo ignoraba; pero después que tu padre salió de Rusia, el zar Nicolás firmó un decreto por el cual se prohibía a todos los Katinouski que salieran del país. Si lo hacían, la policía secreta tenía órdenes de perseguirlos y devolverlos a su país para ser sometidos a juicio, o de matarlos en caso de que se resistieran.

—No lo sabía —dijo Iván, consternado.

—Y ¿por qué no actuaron así con mi padre?

—Tal vez porque era muy importante, rico y con muchos amigos europeos distinguidos —respondió Alana—. Pero mis padres pertenecían a una categoría muy diferente. Por un amigo ruso se enteraron de que los buscaba la policía secreta. Sólo escondiéndose lograron salvarse.

»Mi padre no pudo continuar en su puesto en la orquesta, porque no podían ir a ningún sitio donde pudieran reconocerlos. Durante varios años vivieron en Holanda, pero como a él le costaba mucho trabajo ganarse la vida en ese país, se trasladaron a Francia. Sólo cuando el zar Alejandro demostró que no era un déspota monstruoso como Nicolás, tuvieron el valor suficiente para venir a Inglaterra. Pero consideraron un riesgo excesivo vivir en la propiedad de mi abuelo o tratarse con los Wickhman.

—Así que se instalaron en Brilling… —dijo Iván, adivinando la continuación de la historia.

—Mi padre daba clases de música y, aunque eran muy pobres, vivieron muy felices hasta que mamá… falleció.

—Como lo seremos nosotros —afirmó Iván.

Alana volvió el rostro, como si al mirarlo le fallaran las fuerzas.

—Hay algo más… que no te he dicho.

—¿De qué se trata?

—Por edicto del zar Nicolás, el matrimonio de mis padres fue anulado… y al sacerdote que ofició la ceremonia se le condenó a muerte.

Alana hizo una pausa y agregó con voz diferente:

—Por lo tanto… mi nacimiento fue… ilegítimo.

Se hizo el silencio. Alana apartó la mirada del fuego y se dirigió a la ventana.

Abrió las cortinas. Fuera reinaba la oscuridad.

Casi en susurro, dijo:

—Ahora podrás comprender por qué no puedo casarme contigo… ni con nadie.