Capítulo 4
Mientras subían a descansar después del té, Charlotte le dijo a Alana:
—Ven a mi habitación; necesito hablar contigo.
Ya dentro y con la puerta cerrada, agregó:
—¡Alana, estoy asustada! Tía Odele no ha permitido que el príncipe se despegue de mí en todo el día y temo que, en cualquier momento, su alteza me pedirá que me case con él… ¡Entonces estaré perdida!
Alana sabía que Charlotte no exageraba.
Recordaba la mirada disgustada de lady Odele la noche anterior, cuando ella y el príncipe regresaron al salón de baile desde el cuarto de los iconos. Sin duda esto despertó sus recelos, aunque lo viera bailar enseguida con otra joven.
Después de irse a la cama, Alana había permanecido despierta largo rato reflexionando sobre lo sucedido, pues no acertaba a comprenderlo.
Mientras veía con el príncipe los iconos, que le provocaron una reacción tan profunda, supo que él experimentaba las mismas emociones.
Había dicho espontáneamente lo que le vino a los labios cuando el príncipe le pidió que expresara sus sentimientos. No tuvo tiempo de pensar y se vio obligada a decir la verdad.
Era asombroso que su alteza tuviera en el castillo aquel rincón místico, pues ello no iba de acuerdo con su reputación de hombre mundano y amante de los placeres.
Jamás se había hablado de que existiera una faceta mística en su carácter, ni de que le interesara en forma alguna la religión.
«No lo entiendo», se decía Alana.
Pero seguramente otras muchas mujeres pensaban lo mismo respecto al príncipe Iván porque éste, como la esfinge, era un enigma.
Sin embargo, más extraño era aún el hecho de que al día siguiente la hubiera eludido deliberadamente, pese a la experiencia que habían compartido al contemplar los iconos.
Por la mañana, cuando se reunieron todos, lady Odele ya tenía decidido lo que harían:
—Creo que les gustará visitar el antiguo priorato, uno de los atractivos de Charl.
Y volviéndose hacia Charlotte, añadió:
—Tú, querida, sin duda disfrutarás mucho si vas a caballo con el príncipe.
Él tenía la vista fija en Odele, que comentó sonriendo:
—Su alteza apreciará lo bien que cabalga Charlotte, y a ella le encantará ver al más reputado jinete de Europa en su famoso semental negro.
Mirando a Shane O’Derry continuó la exposición de su plan:
—Usted, Shane, conducirá a su prima en uno de los nuevos y veloces carruajes de su alteza. En cuanto a ti, Richard, te pido que seas mi acompañante.
Resultaba obvio que todo estaba preparado para que Charlotte fuese a solas con el príncipe.
Cuando salieron del castillo media hora más tarde, Alana pensó que Charlotte estaba tan atractiva con su bien cortado traje de montar, que lo natural era que despertase la admiración de cualquier hombre.
Shane pensaba sin duda lo mismo y, en cuanto iniciaron la marcha, dijo con amargura:
—¿Qué oportunidad tengo contra un hombre así?
—¿Acaso dudas del amor que siente Charlotte por ti? —preguntó Alana a su vez.
—Es muy joven… ¿y qué puedo ofrecerle yo? Anoche pensé que, cuanto antes regrese a Irlanda, será mejor para todos.
—Hace años que conozco a Charlotte y estoy segura de que te ama con todo su corazón; siempre te ha amado. Formas parte de su vida y, si te pierde, sería para ella como perder un brazo o una pierna. Quedaría destruida su única esperanza de ser feliz.
—¿Lo dices en serio?
—Sí. Y es más: Creo que afrontáis esta crisis de forma equivocada.
—¿Qué quieres decir?
—Que aunque el príncipe no le proponga matrimonio, habrá otros hombres, ¡ya se encargarán de ello los padres de Charlotte!
Shane la miró con expresión de desdicha.
—¿Qué sugieres?
—Creo que debéis ser valientes y tomar una decisión. Tal vez logremos nuestros propósitos; pero será sólo una solución momentánea. Luego te torturarás cuando Charlotte vaya a Londres y asista a los bailes y fiestas que se han planeado para su presentación en sociedad.
—¿Y qué puedo ofrecerle, aunque pudiéramos casarnos, cosa que dudo mucho?
—No haré sugerencias. Pero te diré que debes creer en ti mismo. Mi padre siempre decía que, si deseamos algo con bastante fervor, podemos obtenerlo.
Alana, recordando los iconos y lo que había sentido al verlos, agregó:
—Aunque te resistas a hablar de ello, siempre hay un poder que puede ayudarnos cuando estamos desesperados.
Shane la miró sorprendido.
—Sé a lo que te refieres y tienes razón. He sido muy débil y no he tenido fe, ni en mí mismo ni en Charlotte.
Alana le sonrió.
—Una vez que decidáis con exactitud lo que deseáis el uno del otro o dónde reside vuestra verdadera felicidad, valdrá la pena enfrentarse con cualquier obstáculo.
—¡Tienes mucha razón!
Los ojos de Shane se iluminaron, irguió los hombros y, como si deseara unir la acción al sentimiento, azuzó los caballos hasta que alcanzaron a Richard y lady Odele.
El antiguo monasterio no era más que una ruina sin interés. Alana comprendió que lady Odele había utilizado aquel pretexto sólo para que Charlotte y el príncipe estuvieran juntos. Regresaron a almorzar al castillo. Los esperaban un grupo de invitados que habían llevado sus caballos para probar a la tarde la nueva pista de Charl, provista de obstáculos que sólo el príncipe Iván parecía capaz de saltar sin esfuerzo.
Alana oyó decir a lady Odele dirigiéndose a su sobrina:
—Espero que hayas hecho saber al príncipe cuánto admiras su destreza como jinete.
—Por supuesto, tía Odele —respondió Charlotte.
—Recuerda que a todos los hombres, por importantes que sean, les agrada que los halaguen. Ve ahora y dile que te ha impresionado verlo saltar esa valla.
Charlotte obedeció; pero, antes de llegar adonde estaba el príncipe, se cruzó con Shane y su hermano y se detuvo a charlar con ellos.
Lady Odele apretó los labios molesta, y como si necesitara desquitarse con alguien, se volvió hacia Alana.
—Espero, querida, que, como amiga que eres de mi sobrina, hagas lo posible para contribuir a su felicidad y no pongas obstáculos —dijo con voz fría.
Alana fingió sorpresa.
—Le aseguro, milady, que lo único que deseo es la felicidad de Charlotte.
—Si eso es cierto, espero que no intentes de nuevo, como anoche, monopolizar la atención de su alteza. Por tu propio bien debo decirte que tu comportamiento me parece impropio de una joven de tu edad.
En cuanto los invitados se hubieron marchado, el príncipe y sus huéspedes regresaron al castillo para tomar el té. Lady Odele sugirió luego que las jóvenes subieran a descansar.
El príncipe había desaparecido y Alana se percató de que, como a la hora del almuerzo, la eludía. De hecho, no le había dirigido la palabra en todo el día.
—Debes tratar de mantener al príncipe apartado de mí —le decía Charlotte ahora—. No quiero estar a solas con él.
—No será fácil.
—¿Por qué? Es indudable que anoche estaba interesado por ti.
—Mucho me temo que lamenta lo sucedido anoche.
—¿Qué pasó?
Alana no podía comentar con nadie, ni siquiera con Charlotte, que el príncipe la había llevado a ver los iconos, así que respondió:
—Hablamos de temas serios y creí, por un momento, que le interesaban. Pero ahora estoy segura de que piensa que debe ceñirse a su intención original de casarse contigo.
Charlotte lanzó un gemido.
—Pues con más motivo debo procurar no quedarme a solas con él.
—Sería lo mejor, pero no sé cómo podremos evitarlo.
—Necesito hablar con Shane y decirle lo que siento —dijo Charlotte, moviéndose nerviosa por la habitación.
—Lo sabe porque él siente lo mismo. Pero debes tener cuidado, Charlotte. Si tu tía os descubre, se encargará de que no volváis a veros.
—Dijiste que me salvarías y tienes que hacerlo —insistió Charlotte.
—Lo intentaré, te lo prometo.
—Ven y elige un vestido. Debes estar tan hermosa, que su alteza no pueda evitar mirarte.
Charlotte abrió los armarios.
—Sin duda habrá algo aquí con lo que puedas parecer una mujer extraordinaria, diferente a todas las demás.
Aquella noche se daría otra fiesta con más invitados aún que en la anterior, y al día siguiente habría una gran recepción en el salón principal.
Pero si lady Odele estaba decidida a mantenerla a un lado lo conseguiría sin dificultad, sobre todo si el príncipe continuaba evitándola, reflexionaba la joven.
Cuanto más pensaba en el extraño comportamiento de su alteza, más segura estaba, con extraña percepción, de que lamentaba haberla llevado a ver los iconos.
Luchaba, sin duda, contra el perturbador descubrimiento de que ambos se complementaban de manera inexplicable.
La noche anterior Alana había adivinado lo que él sentía, supo que los iconos tenían, para el príncipe, el mismo significado que ella les atribuía.
Todo esto les parecería increíble a personas como lady Odele, se decía Alana.
Pero el príncipe no era un hombre vulgar y ella sabía, por pasadas experiencias, que tampoco era una muchacha común y corriente.
«Sin embargo, él no quiere saber ya nada más ni profundizar en lo que ambos percibimos», seguía reflexionando la joven y sintió que el desaliento la invadía.
El príncipe le había dicho que sus ojos encerraban un secreto; sin embargo, tenía el propósito de casarse con una joven como Charlotte, sin profundidades ocultas ni percepciones insólitas.
Lanzó un profundo suspiro.
¿Cómo competir con el rígido control que su alteza ejercía sobre sí mismo?
Alana miró los vestidos de noche de Charlotte, todos blancos.
—¿Dónde están tus vestidos de luto? —preguntó.
Charlotte abrió otros armarios y Alana, entre varios trajes de colores, sacó uno negro.
—Mamá me lo mandó hacer para el primer mes del luto que guardé por la abuela —explicó Charlotte—. Luego me permitieron ponerme de malva o blanco.
—Es muy bonito —comentó Alana.
Lo era, en efecto, porque estaba diseñado para una jovencita y no se trataba del sombrío traje negro que habitualmente se relacionaba con el dolor y las lágrimas.
De género ligero, combinado con encaje y lazos de terciopelo negro, la amplia falda resaltaba la brevedad de la cintura, gracias en parte al polisón.
Los ojos de Alana brillaron con malicia.
—Me pondré éste. Será una sorpresa y, además, tengo una idea.
—¡Negro! —exclamó Charlotte—. ¿Estás segura, Alana? Recuerda que debes estar más bella que nunca, mucho más que yo.
—El efecto será fantástico —aseguró Alana.
Dio un beso en la mejilla a Charlotte y añadió:
—¡Alégrate! Tengo la sensación de que todo saldrá bien para ti y para Shane.
—¿Qué tipo de sensación?
—Es una de esas intuiciones mágicas que sueles atribuir a mi padre.
—¿Hablas en serio? —Se entusiasmó Charlotte.
—En serio. Bien sabes que no te mentiría.
—Haces que recobre la esperanza. Oye, si no puedo hablar con Shane al principio de la velada, ¿quieres decirle, si tienes oportunidad, que le amo?
—Creo que ya lo sabe —sonrió Alana—, pero de todos modos se lo diré.
Se dirigió a su alcoba, donde ya esperaba la doncella.
—Por favor, pida a los jardineros que me consigan bastantes flores blancas y pequeñas —le indicó.
—¿Qué clase de flores, milady?
—Lo dejo a elección de ellos. Tal vez no haya muchas blancas.
—Se lo diré.
La doncella miró sorprendida el vestido que llevaba Alana y comentó:
—Desde luego, milady necesitará flores para alegrarlo. No es corriente que las damas vistan de negro para ir a un baile.
—Eso mismo pienso yo —dijo Alana, sonriendo enigmática.
Más tarde, cuando la doncella la peinaba, llegaron las flores y Alana, al verlas, no pudo reprimir una exclamación de deleite.
Los jardineros no le habían fallado y le mandaban varias docenas de orquídeas, exquisitas en su forma de estrella y su blancura frágil.
Con ayuda de la doncella, Alana las prendió alrededor del escote de su vestido y comprobó que acentuaban la blancura translúcida de su piel.
Con el resto de las flores preparó una guirnalda que se colocó alrededor de la cabeza como un halo. Esto le daba una apariencia etérea y de extraordinaria hermosura.
—¡Jamás hubiese podido imaginar que un vestido negro favoreciera tanto a nadie, señorita! —exclamó la doncella, y Alana sonrió complacida.
Como estaba decidida a ayudar a Charlotte procurando atraer la atención del príncipe Katinouski, Alana esperó hasta que, por el ruido de los carruajes, le pareció que ya habían llegado bastantes invitados.
Entonces, después de mirarse en el espejo por última vez, se dirigió lentamente a la escalera, sintiéndose como si desempeñara el papel principal en una brillante comedia.
¿Cómo era posible que fuera Alana, la niñera de la vicaría, quien, vestida como una gran actriz, engañaba a las más notorias personalidades de Europa?
De pronto, como si una mano helada aplacara su entusiasmo, temió que todos sus esfuerzos fueran en vano y el príncipe la ignorara como lo había hecho durante todo el día.
En ese caso, fallaría en su intento de ayudar a Charlotte y regresaría a la vicaría a lamentar su fracaso, sin tener siquiera el consuelo de contar con la amistad de los jóvenes Storrington en el futuro.
Pero, al llegar a la mitad de la escalinata, Alana recordó lo que le había dicho a Shane y se dijo:
«¡Debo triunfar y triunfaré! No lucho por mí misma, sino por Charlotte y Shane, por lo que es bueno y correcto. El Poder está aquí para ayudarme…, si puedo y soy capaz de utilizarlo».
Pensó en los iconos que le llevara a ver el príncipe y deseó ir de nuevo allí para pedirles ayuda.
Pero comprendió que la ayuda que necesitaba no sólo podían otorgársela los iconos: estaba a su alcance, como siempre había estado. Bastaba con que supiese abrir su corazón para recibirla.
Mientras recorría el vestíbulo, elevó una súplica que era como un grito surgido de su alma para volar hacia el cielo.
Con la cabeza alta, muy grandes y oscuros los ojos en el pequeño rostro, penetró en el salón.
El príncipe Iván estaba de pie junto a la puerta para recibir a los huéspedes que faltaban.
Cuando Alana entró, los ojos de ambos se encontraron y, por un momento, pareció que él la reconocía, no como a una de sus invitadas, sino a través del tiempo y el espacio.
Alana permaneció inmóvil y ninguno de los dos habló.
No había necesidad de palabras. Algo inexplicable había surgido entre ellos.
Más tarde, Alana se preguntó cuánto tiempo permanecieron así, hasta que los interrumpió la voz cortante de lady Odele exclamando:
—¡Llegas retrasada, Alana! ¡Dios mío, y vestida de negro!
Haciendo un esfuerzo, Alana desvió la vista hacia la enfurecida dama.
—Lamento que no le agrade, milady.
—¡Es completamente inadecuado para una jovencita! Y tantas flores son ostentosas, te dan un aspecto teatral.
—Usted me aconsejó que utilizase el blanco —replicó Alana y experimentó una sensación de alivio cuando Richard se acercó a ella y la alejó de allí asegurándole:
—¡Estás maravillosa, deslumbrante!
Mientras Alana tomaba un sorbo de la copa de champán que le había ofrecido Richard, éste agregó en voz baja:
—En cuanto todo termine, debemos planear tu futuro. No puedes volver a la vicaría.
—No tengo alternativa; además, estoy contenta allí.
—Es ridículo que desperdicies el resto de tu vida en la vicaría.
El tono insinuante del joven vizconde hizo que Alana, para evitar una declaración, dijera con rapidez:
—¿Dónde está Charlotte? Tengo que encontrarla.
Y se alejó mientras Richard la miraba extrañado.
La cena fue más elegante y concurrida que la de la noche anterior, cuando terminó y las damas se dirigieron al salón, Alana advirtió que lady Odele había llevado aparte a Charlotte y hablaba con ella.
Al observar la mirada de su amiga notó que estaba asustada y se preguntaba el motivo, cuando los caballeros se reunieron con ellas y lady Odele anunció:
—El baile será en el salón Plateado esta noche ¡y hay premios estupendos para las mejores parejas!
Todos los jóvenes se dirigieron al sitio indicado, pero otros invitados de mayor edad no se movieron.
Lady Odele dirigió a estos últimos una de sus famosas sonrisas.
—Sé que usted, lord Sandford, y por supuesto, el coronel Fawcett y el juez no desearán bailar, así que les tengo preparada una sorpresa en la sala de juegos. Todos me lo agradecerán, porque se trata de su entretenimiento favorito.
—¡Bacará![1] —exclamó el coronel.
—Bacará —confirmó Lady Odele—. Vayan todos los que quieran y empiecen a jugar. El príncipe y yo nos reuniremos más tarde con ustedes.
Alana se retrasó un poco mientras los jóvenes salían, porque se dio cuenta de que Charlotte no iba con ellos. Para no llamar la atención, se ocultó detrás de un gran jarrón lleno de flores y ramas verdes.
Desde allí oyó que lady Odele le decía a su sobrina:
—Antes de que te reúnas con los demás jóvenes, Charlotte, su alteza desea mostrarte el salón de música. Es una de las piezas más hermosas de la casa y te encantará.
Dirigió al príncipe una sonrisa muy significativa y se unió al grupo que iba al salón de juego.
Charlotte parecía un conejillo asustado. Con los ojos azules muy abiertos, miraba al príncipe como hipnotizada.
—¿Hacemos lo que sugiere su tía? Me parece que debemos obedecerla —dijo el príncipe acercándose a ella.
Charlotte no pudo reprimir una exclamación de temor antes de contestar:
—Por supuesto que me gustaría conocer su salón de música, pero Alana debe acompañarnos. Le gusta mucho la música y le gustará verlo. ¿Verdad, querida? —Y se volvió hacia el sitio donde se ocultaba Alana.
Ésta se apartó entonces del gran jarrón y dijo con actitud natural:
—Por supuesto que me encantará conocerlo, si su alteza no se opone a que los acompañe.
Le pareció que por un momento el príncipe titubeaba, pero después repuso con una sonrisa un tanto burlona:
—¡Por supuesto que me agradará escoltar a dos bellas jovencitas!
Alana se acercó a Charlotte y la cogió de la mano.
Al oprimir sus dedos, se dio cuenta de que temblaba asustada.
Mientras recorrían los amplios corredores seguidos por las notas de un vals, cada vez más lejanas, Alana se preguntó qué sentiría Shane cuando notara que habían retenido a Charlotte.
Tuvieron que andar bastante. Era obvio que lady Odele había elegido el salón de música porque estaba alejado del salón donde tenía lugar la fiesta.
Finalmente el príncipe abrió la puerta de una estancia de techo en forma de cúpula, con columnas de mármol y cuyas paredes estaban decoradas con preciosos murales chinos.
Se trataba de un salón bello y romántico, y Alana, viendo los jarrones llenos de flores de intenso aroma, pensó que, sin duda, era el ambiente perfecto para una proposición de matrimonio.
Nerviosa, Charlotte alabó de forma exagerada la estancia:
—¡Qué salón tan bonito, qué preciosidad! ¡Ah! Veo que su alteza colecciona instrumentos musicales.
Alana había visto ya el piano, un fino Steinway con pinturas al estilo francés.
En otra parte de la habitación había un antiguo arpa y, pegada a la pared, una espineta[2] de maderas preciosas que debía de tener varios siglos de antigüedad.
Aunque Alana no miraba al príncipe, estaba segura de que éste tenía clavados los ojos en ella y sonreía irónico.
De pronto, Alana lanzó una exclamación de sorpresa.
—¡Un Stradivarius![3] —dijo y extendió una mano para tocarlo.
—Así es. ¿Cómo lo ha sabido? —Se sorprendió el príncipe.
—¿Cómo no iba a reconocerlo? Hábleme de él —estas palabras de Alana sonaron como una orden. Diríase que la joven había olvidado a quién se dirigía.
—Se construyó en 1733 —explicó el príncipe—. Siempre ha pertenecido a mi familia y está hoy en tan buenas condiciones como cuando era nuevo.
—¡Qué maravilla!
Sin pedir permiso, Alana tomó el violín y dijo en un tono tan bajo que era casi un susurro:
—Si pudiera tocarlo, sería lo mejor que me hubiera sucedido en la vida.
—¿Sabe tocar el violín? —preguntó el príncipe.
—¡Por supuesto! —intervino Charlotte y añadió sin pensar—: su padre era…
Se dio cuenta de que iba a cometer un error catastrófico, pero el príncipe no la escuchaba. Tenía la vista fija en Alana y sugirió:
—¿Por qué no lo toca?
—¿Habla en serio?
Los ojos de Alana brillaban emocionados. Sin decir una palabra, probó las cuerdas, se colocó el instrumento en la posición adecuada y empuñó el arco.
Con mucha suavidad, empezó a tocar un fragmento de La flauta mágica, la ópera de Mozart, una de las favoritas de su padre.
En cuanto surgió el primer acorde, advirtió que tocaba de una forma muy diferente a como jamás lo hiciera, debido a que el instrumento respondía de una manera que nunca soñó posible.
La exquisita melodía pareció llenar la estancia y, cuando la finalizó, Alana, sin detenerse apenas interpretó una composición original de su padre.
El profesor Wickham la había escrito en memoria de su esposa y era un lamento de soledad y dolor.
Era también la expresión de un amor que jamás desaparecería; un amor que, por ser perfecto, trascendía las barreras de la muerte.
Por eso las notas finales surgían de su corazón sufriente, pero que aún conservaba la fe.
Alana se conmovía intensamente cada vez que su padre tocaba aquella melodía y ahora, cuando la última nota se esfumó en el silencio, las lágrimas corrían por sus mejillas.
Lanzó un suspiro que brotaba del fondo de su ser y, al retirar el violín de su hombro, advirtió que el príncipe estaba apoyado de espaldas en una de las columnas de mármol y Charlotte ya no se encontraba en el salón.
Por un momento estuvo como sin habla, incapaz de volver a la realidad desde el mundo al que la música la había transportado.
Colocó el violín en el estuche, con el arco al lado, y sólo entonces se percató de la humedad que cubría sus mejillas.
Buscó un pañuelo en el cinturón del vestido; pero antes que pudiera completar el movimiento, el príncipe estaba junto a ella y le enjugaba las lágrimas con el suyo.
Después le puso los dedos bajo la barbilla y la hizo levantar la cara.
Por un momento sólo se miraron, como si el instante maravilloso que había quedado atrás aún persistiera. Después los brazos del príncipe se cerraron en torno al cuerpo de Alana y los labios de ambos se unieron.
Fue algo inevitable y perfecto, sin sorpresas ni sobresaltos. Alana tenía la sensación de que tenía que suceder porque estaba ordenado de antemano, sin que ella ni el príncipe fueran responsables directos del hecho.
Por un segundo apenas, el beso del príncipe pareció impersonal; luego se identificó para ella con la gloria de la melodía, la fe que inspiraba la música y el amor que vencía a la muerte.
Entonces sintió que los labios del príncipe le ofrecían toda la belleza que encerraba Charl y que había percibido la noche anterior al contemplar los iconos.
Los labios de él se hacían cada vez más exigentes, más posesivos. Y mientras el príncipe la estrechaba contra su pecho, Alana le amó no sólo con la mente y el corazón, sino con el alma entera.
Cuando al fin él levantó la cabeza, Alana se estremeció en medio de un éxtasis que jamás imaginó posible.
Había dejado de pertenecerse para formar parte de él.
Sacudida por intensas emociones, apoyó la cabeza en el hombro del príncipe como si buscara apoyo.
Él le hizo levantar la cara para mirarse en sus ojos, que brillaban ahora con la gloria del amor. Alana tenía los labios entreabiertos, porque casi no podía respirar, y las mejillas encendidas.
No había necesidad de palabras y el príncipe Iván, emitiendo una exclamación de triunfo, empezó a besarla de nuevo con renovada pasión, como si hubiera dejado de ser un dios lejano, inaccesible, para convertirse en un ser humano que deseaba profundamente a una mujer.