Capítulo 6

Pasaron la tarde tal y como lo habían planeado. Vieron cómo eran entrenados los potros de un año, y el Duque y Lord Randall ganaron cada uno una carrera en los faetones.

Cuando subían a vestirse para la cena, Ilesa preguntó a su padre en voz baja:

—¿Nos vamos mañana?

El Vicario movió la cabeza de un lado a otro.

—No —dijo—. Los planes han cambiado, aunque mi intención era ésa. Ilesa lo miró, sorprendida, y su padre le explicó:

—El Duque me ha pedido que lo ayude en las renovaciones que piensa hacer en su capilla privada. Ilesa lo escuchaba con atención y el Vicario continuó:

—La capilla fue construida originalmente en tiempos de los Tudor; después, fue destruida por los puritanos y reconstruida durante el reinado de Carlos II.

—¡Suena fascinante!

—Lo es —reconoció el Vicario—, y Adam fue lo bastante inteligente como para dejarla como estaba. Desafortunadamente, a principios de este siglo, poco antes de que la Reina Victoria subiera al trono, el Duque propietario de esta casa por entonces decidió agrandarla.

Lanzó una breve risa antes de añadir:

—Como podrás imaginarte, las adiciones que hizo eran completamente ajenas al estilo de la época originaria de la capilla.

Ilesa asintió con la cabeza y comentó:

—Así que vas a aconsejarle sobre cómo restaurarla.

—Los constructores van a venir mañana por la tarde para discutir con el Duque los planes de restauración —dijo el Vicario—. Nosotros nos podremos ir a casa al día siguiente.

Ilesa hubiera querido decirle que la noticia la hacía muy feliz, en tanto en cuanto podría visitar de nuevo a Rajah y a Che-Che.

—Debes venir a ver la capilla —estaba diciendo su padre—. Es una de las pocas capillas privadas que todavía existen en Inglaterra donde se puede contraer matrimonio sin necesidad de obtener una licencia especial del Arzobispo de Canterbury.

—Como la capilla de Mayfair —dijo Ilesa.

—Así es —confirmó el Vicario.

Ilesa se dirigió a su dormitorio, encantada ante la idea de que podían quedarse todavía un día más en Heron.

Tenía, sin embargo, un problema sobre lo que vestiría aquella noche.

El Duque les había dicho que había prestado el salón de baile a una de sus primas, la cual tenía organizada una fiesta para gente muy joven.

—Vendrán jóvenes de diecisiete y dieciocho años —explicó el Duque—, pero nosotros, los viejos, podremos más tarde bailar con la música de la orquesta que se ha contratado.

El Duque miraba a Ilesa.

Ésta, por su parte, aplaudió y exclamó:

—¡Oh, eso sería maravilloso! Yo nunca he asistido a un baile. Sólo recuerdo las fiestas de niños a las que iba de pequeña. ¡Va a ser muy emocionante para mí bailar en un salón como el suyo!

El Duque sonrió y dijo:

—Entonces, le pido que celebremos su primera aparición en un baile concediéndome la primera pieza. Ella le hizo una reverencia, inclinándose graciosamente, y manifestó:

—Será un honor para mí, Señoría.

Inmediatamente, se dio cuenta de que Doreen la estaba mirando de forma hostil. Sin dudarlo más, se reunió a toda prisa con su padre, que sabía se disponía a subir a su dormitorio.

Ahora, al entrar en su habitación, se preguntó si resultaría incorrecto que se pusiera de nuevo el traje de novia de su madre.

Para su sorpresa, sin embargo, el ama de llaves, una mujer que le había parecido formidable, se hallaba esperándola en el dormitorio.

—Ya sé que va usted a asistir a la fiesta de esta noche, Señorita —dijo—, y me estaba preguntando qué se pondría.

—Yo también me estaba preguntando lo mismo —sonrió Ilesa—. Pero me temo que no tengo mucho en dónde escoger. —Me doy cuenta de ello— repuso el ama de llaves —y pensé, al recordar lo preciosa que se veía usted con ese lindo vestido de encaje, si le gustaría ponerse otro de la misma época. Ilesa la miró, sorprendida, y el ama de llaves explicó:

—Tengo un vestido de la madre del señor Duque, el cual solía ponerse cuando tenía más o menos la edad de usted, y que usó cuando fue pintada por un gran retratista.

Al decir eso, el ama de llaves lo levantó de la cama.

Se trataba de un vestido de color rosa pálido, del mismo estilo del de la Reina Victoria al subir al trono. Tenía una falda muy amplia y la parte alta dejaba al descubierto los hombros. La falda estaba adornada a ambos lados con diminutas rosas. La banda de satén que rodeaba la cintura formaba un gran lazo a la espalda.

—¡Es precioso! —exclamó Ilesa—. ¿Puedo, realmente, usarlo?

Creo que va usted a descubrir que se le ajusta muy bien. Pero, si no es así, la costurera puede hacerle rápidas alteraciones. Si le prende las costuras encima, Emily estará esperando para deshacerlas cuando usted venga a acostarse.

—¡Oh, gracias, gracias! —No pudo por menos que exclamar Ilesa—. ¡Es el vestido más bonito que he visto en mi vida! Después de bañarse, las doncellas la ayudaron a vestirse. Ilesa pensó, cuando se vio en el espejo, que parecía haber salido de un cuadro.

El ama de llaves había pedido a los jardineros unas rosas naturales, las cuales arregló en la parte posterior de la cabeza de Ilesa.

Cuando ésta bajó al salón, sentía como si caminara por el aire, que constituía parte de un cuento de hadas. Al mismo tiempo, algo que le dijera el ama de llaves había quedado muy grabado en su mente.

Ilesa le había preguntado:

—¿Está usted segura de que Su Señoría no se disgustará si me ve usando algo que perteneció a su madre?

—Dudo mucho que él lo recuerde —contestó el ama de llaves—. Su Señoría perdió a su madre cuando tenía sólo diez años. Aunque fue criado por sus tías, nada puede sustituir a la madre.

—Eso es muy cierto —reconoció Ilesa—. Yo echo de menos a la mía todos los días.

—Su Señoría fue muy desventurado durante años enteros —añadió el ama de llaves—. Todos sentíamos mucha pena por el niño.

Aquella historia hizo que Ilesa valorase al Duque bajo un matiz completamente nuevo.

Ahora, al acercarse a la puerta del salón, no pensaba en él como en un hombre importante, distinguido e impresionante.

Por el contrario, lo veía como un niñito, perdido y triste sin su madre.

Cuando penetró en la estancia, todos se encontraban ya en ella, a excepción hecha de Doreen.

Al caminar hacia los reunidos, se hizo un profundo silencio. Lo rompió el Vicario para preguntar:

—¿Es ésta, realmente, mi hija más pequeña?

—Soy yo, Papá —sonrió Ilesa—. Debo agradecer a la amable ama de llaves de Su Señoría el haberme encontrado y prestado este hermoso vestido de noche.

—Está usted preciosa —le dijo Lady Mavis—. ¡Absolutamente preciosa!

Lord Randall confirmó aquellas palabras.

El Duque permanecía en silencio e Ilesa lo miró interrogadoramente. Vio en sus ojos una expresión que no supo descifrar.

—¿No le… molesta que… me lo hayan… prestado? —preguntó, preocupada.

—Usted no sólo engalana mi casa —contestó el Duque—, sino que será también, sin duda alguna, la más bella del baile. Ilesa se rió.

—Me temo que me está usted adulando. Sólo espero que eso sea verdad.

Doreen llegó unos minutos más tarde, evidentemente con la intención de hacer una entrada apoteósica.

Su vestido era muy diferente al que había usado la noche anterior. Era de un intenso verde esmeralda, que acentuaba la blancura de su piel, como lo hacía también el gran collar de esmeraldas que llevaba puesto.

Tanto el Duque como Lord Randall expresaron su admiración.

Ilesa comprendió, sin embargo, cuando la miró, que estaba en extremo enfadada. Como en la noche anterior, hubo otros invitados a cenar. Por fortuna, fueron anunciados antes de que Doreen pudiera expresar su opinión sobre la apariencia de su hermanastra.

Como los recién llegados eran todos personas interesadas en los asuntos del campo, hablaron de sus caballos y de sus planes para el cercano otoño.

La cena transcurrió con todos de muy buen humor. Cuando se levantaron de la mesa y las damas se retiraron, Ilesa procuró mantenerse alejada de Doreen.

Lady Mavis le dijo:

—La veo encantadora y estoy muy contenta de que su padre y usted se puedan quedar un día más. Estoy segura de que él le será de gran ayuda a mi sobrino en sus planes respecto a la capilla.

—Papá sabe mucho de edificios históricos —reconoció Ilesa.

—Parece saber mucho de todo —sonrió Lady Mavis—. ¡Y es un caballista extraordinario! Estoy segura de que está usted muy orgullosa de él.

—Sólo quisiera que Papá pudiera tener unos cuantos caballos tan buenos como los del Duque —dijo Ilesa con tristeza—. Dos de los que tenemos en casa han empezado ya a envejecer y no veo cómo podremos reemplazarlos. —Creo que es trágico— comentó Lady Mavis —que alguien que monta de forma tan soberbia como su padre no pueda disponer de los mejores caballos.

Cuando los caballeros se reunieron con las damas, el Duque dijo:

—Debemos ir todos ahora al salón de baile. Mi prima nos está esperando, y no quiero, dado que sus invitados son muy jóvenes, que la orquesta permanezca aquí hasta muy avanzada la noche.

—Yo pensé que mis días de baile habían quedado atrás —dijo el Vicario—; pero, en realidad, estoy impaciente por hacerlo en su salón, que me han dicho que es tan magnífico como el resto de la casa.

—Adam, ciertamente, estaba en un momento inspirado cuando lo diseñó —señaló el Duque—. En cualquier caso, dejaré que usted juzgue por sí mismo.

Para Ilesa, era el salón más hermoso que había visto en su vida.

Las columnas blancas tenían toques dorados, y del techo pintado colgaban enormes candelabros de cristal. El piso pulido parecía invitar a la danza, y constituía parte, pensó Ilesa, de su particular cuento de hadas.

Doreen esperaba que el Duque la invitara a bailar una vez hechas las presentaciones a su anfitriona.

Pero el Duque dijo:

—Éste es como un baile de presentación para tu hermanastra, así que reclamo el derecho de ser su primera pareja. Los ojos de Doreen se oscurecieron. Sin embargo, antes de que pudiera decir nada, Lord Randall rodeó con un brazo su cintura y la llevó hacia la pista de baile.

La orquesta estaba tocando un romántico vals, e Ilesa sintió como si estuviera bailando en las nubes.

Cuando empezaron a girar alrededor del salón, el Duque le dijo:

—Es usted tan ligera, que siento como si tuviera alas en los pies.

—Eso es lo que estaba pensando yo misma —manifestó Ilesa—. ¡Esto es muy emocionante para mí!

Tenía los ojos brillantes y su cabello resplandecía, como si fuera de oro, a la luz de las velas.

La muchacha pensó mientras el Duque la conducía con sus brazos, que si nunca volvía a bailar con nadie más, tendría aquel momento para recordar durante toda su vida. Jamás olvidaría la belleza del ambiente en el que se encontraba ni lo apuesto que era el Duque. Después de aquel primer vals, Ilesa bailó con Lord Randall. La fiesta terminó, por fin, con un cotillón, en el que todas las jovencitas recibieron variados regalos.

Todas parecían flores, con sus lindos vestidos de baile. Todavía no era la medianoche cuando Ilesa se fue a la cama. Decidió que se levantaría temprano, con el objeto de poder pasar todo el tiempo que le fuera posible con Rajah y CheChe.

Tal y como acostumbraba a hacerlo, Ilesa despertó muy pronto.

El sol empezaba a aparecer en el Oriente y las últimas estrellas se estaban apagando. Había ya clareado el cielo cuando Ilesa llegó al jardín.

Aunque le hubiera gustado quedarse a contemplar las flores y entretenerse un poco entre los setos de hierbas olorosas, sentía como si Rajah y Che-Che la estuvieran llamando.

El placer de estar con ellos era algo que sabía que no se repetiría jamás.

Cruzó corriendo el Huerto.

Cuando llegó al área alambrada de Rajah, vio que éste se encontraba bajo el mismo árbol frondoso en que lo encontrara el día anterior.

Abrió la puerta y empezó a hablarle. Lo hizo en aquel tono tan especial que usaba siempre con los animales. Se sentó en el suelo junto al animal y rodeó su cuello con los brazos.

—¡Eres tan hermoso! —le dijo—. Pensaré en ti cuando vuelva a casa, y te enviaré mensajes que presiento escucharás de algún modo.

El tigre pareció comprender y frotó el hocico contra ella. Entonces, mientras lo acariciaba, oyó que se abría el cerrojo de la puerta, y el Duque penetró en el recinto.

—Pensé que la encontraría aquí —dijo.

Caminó hacia ella y, para sorpresa de Ilesa, Rajah no se levantó.

Esperó hasta que el Duque se sentó del otro lado. Entonces, volvió la cabeza hacia él.

—Vine temprano —comunicó Ilesa—, porque no soportaba la idea de perder un tiempo que podía pasar con Rajah y Che-Che.

Lanzó un leve suspiro.

—Voy a echarlos mucho de menos cuando vuelva a casa.

—Como estoy seguro de que ellos la echarán de menos a usted —añadió el Duque.

—¡Ellos lo tendrán… a usted!

—Y yo voy a echarla de menos también.

Se hizo el silencio. Luego, y debido a que Ilesa comprendió que el Duque estaba meditando, levantó la mirada hacia él.

—Me estaba preguntando —dijo el Duque en voz baja— qué vas a hacer respecto a nosotros.

Ilesa se quedó inmóvil.

—Yo… no sé… lo que usted… quiere decir… con eso —musitó después de un momento.

—Creo que sí lo sabes —repuso el Duque—. Me enamoré de ti, Ilesa, desde el instante en que te vi. ¡No podía creer que una mujer pudiera ser tan hermosa, tan indescriptiblemente preciosa!

—Yo… no… no… puede ser cierto —murmuró Ilesa.

—Es verdad, y ahora te estoy pidiendo… te estoy suplicando, que te cases conmigo.

Miraba a Ilesa fijamente y sus ojos se encontraron.

Por un momento, el rostro de la muchacha se transformó, tomó un brillo tan intenso como el del sol mismo.

Era como si hubiera sido transportada, más allá del tiempo y el espacio, al mundo del cuento de hadas en el que Ilesa creía.

Sin embargo, mientras el Duque la contemplaba embelesado, el brillo se esfumó.

Y con una voz que parecía proceder de muy lejos, Ilesa murmuró:

—Doreen! ¡Es con… Doreen con quien… debe casarse!

El Duque movió la cabeza de un lado a otro.

—No tenía intención alguna de casarme con tu hermanastra, ni con ninguna otra mujer, en realidad. Nunca le he pedido a una mujer que se case conmigo, pero no puedo vivir sin ti, Ilesa, y ésa es la verdad.

Al decir ésa, pasó el brazo por encima de Rajah y rodeó los hombros de Ilesa.

Inesperadamente, y ella no estuvo segura de cómo sucedió, los labios del Duque se posaron en los suyos.

Era la primera vez que la besaban. El beso resultó todo lo que ella esperaba, y más.

Sintió como si la luz del sol estuviera recorriendo sus senos todo su cuerpo respondió a las vibraciones que siempre había supuesto procedían del Duque. De una forma que no comprendía, se había convertido en parte de él.

Cuando el Duque la soltó, se quedaron mirándose a los ojos, con Rajah ronroneando entre ellos.

—Te… amo —dijo Ilesa—. ¡Yo no sabía que era… amor, pero lo es… y es algo… maravilloso!

—Eso es todo lo que quiero saber —replicó el Duque—. Ahora, mi amor, puedes compartir a Rajah conmigo. ¡No creo que haya muchas personas en el mundo que se hayan besado por primera vez por encima del lomo de un tigre! Ilesa lanzó una risa nerviosa.

Luego, una vez más, volvió el rostro hacia el otro lado.

—Pero… Doreen quiere… casarse contigo —dijo—. Está decidida a… ser… tu esposa. ¿Cómo puedo yo ser… tan cruel con ella?

El Duque extendió la mano para tomar la suya. Hecho esto, comentó:

—Ya te dije, mi amor, que nunca tuve intenciones de casarme con nadie… y mucho menos con alguien como Doreen. —Pero ella… piensa que tú… la amas— balbuceó Ilesa. La forma en que se expresó le reveló al Duque lo que Ilesa estaba pensando.

—Escucha, amor mío —dijo—. Comprendo, porque eres tan inocente e inexperta, que te escandalice que mujeres como tu hermanastra tengan apasionados romances, cuando están casadas, o cuando lo han estado anteriormente.

El rubor llenó las mejillas de Ilesa, por lo que bajó la cabeza. No podía mirar al Duque a los ojos.

Los dedos de éste apretaron los suyos mientras continuaba diciendo:

—Debes entender que, para la mayor parte de los hombres, las mujeres son como hermosas flores. No seríamos humanos si no admiráramos su belleza y disfrutáramos de su fragancia, y si no quisiéramos poseerlas también, aunque sólo sea por un poco de tiempo.

—Pero… sin duda… eso está mal, ¿no? —musitó Ilesa. El Duque replicó con celeridad:

—No, si las dos personas que intervienen en el asunto saben con exactitud lo que están haciendo y si la mujer no es una jovencita como tú, sino una mujer casada. Aunque parezca reprobable que le sea infiel a su esposo.

—Papá diría… que es un… pecado —señaló Ilesa.

—Y tendría mucha razón al pensarlo así —dijo el Duque—. Sin embargo, es algo que ha sucedido desde el principio de los tiempos. Lo que estoy tratando de decirte, cariño, es que todo hombre tiene en su corazón un altar donde pone, primero, a su madre, y después a la primera mujer a la que ama. Si tiene suerte, esa mujer es su esposa. Y quiere que sea perfecta y que le pertenezca sólo a él.

Calló por un momento antes de añadir:

—Eso es lo que busca desde que se hace hombre, aunque se niegue a admitirlo; pero, desde luego, como tú comprenderás, sufre muchas desilusiones. Piensa que ha encontrado la flor perfecta, la azucena pura que debe poner en el altar junto a su madre, y surge la desilusión.

Ilesa lo escuchaba con atención y pensó que lo que decía era muy conmovedor.

Por la forma en que hablaba y la sinceridad de su voz, comprendió lo mucho que su madre había significado para él.

—Te he buscado y buscado —continuó diciendo el Duque—, sólo para encontrar siempre que había vuelto a equivocarme y que, la flor que había cortado con tanta ilusión se marchitaba. Su voz se hizo más profunda al agregar:

—Ahora te he encontrado, y casi no puedo creer que seas real, que no seas, simplemente, parte de mi imaginación y de mis sueños.

Ilesa no pudo contenerse y dijo:

—¡Soy… real! Pero… ¿por qué… oh… por qué… tenías que ser… un Duque? ¿Por qué no… puedes ser un… hombre común, a quien yo podría amar… cuidar y… hacer feliz?

El Duque pensó que era la cosa más conmovedora que había oído nunca.

Se daba perfecta cuenta de que las mujeres como Doreen, que lo perseguían y estudiaban el modo de casarse con él, eran más atraídas por su título que por su persona. Algunas habían llorado amargamente cuando él las dejaba. Al mismo tiempo, no podía evitar entender cínicamente cuál era la verdad.

Sus lágrimas no habrían sido tan amargas si él no se hubiera tratado de un Duque, además de un amante ardiente.

Cuando miró a Ilesa a través de Rajah, comprendió que ella era lo que él siempre había buscado, todo lo que deseaba.

Pero imaginó, también, que era algo por lo que tendría que luchar.

Por primera vez en su vida, iba a ser difícil lograr que una mujer hiciera lo que él quería.

En lo que a Ilesa se refería, eso iba contra su conciencia, o tal vez contra su alma.

Aprisionó la mano de Ilesa con las dos suyas, como si temiera que fuera a escaparse.

Y dijo:

—No quiero alterarte ni preocuparte, mi amor, mas te juro que no descansaré hasta que te haya hecho mi esposa.

Le sonrió antes de añadir:

—De algún modo, nos enfrentaremos juntos al problema. Lo único que sé es que no quiero… que no puedo… perderte.

Hubo una pausa y, con voz muy suave, Ilesa dijo:

—No es… solo… Doreen… sino que, desde que… Mamá murió, Papá ha sido muy… desdichado… y sé que no podría… dejarlo solo… en la vicaría… con todos… llamando a la puerta con sus… problemas. Él no podría atenderlos.

Suspiró antes de añadir:

—Sería muy… cruel por mi parte… hacer una cosa así, dejarlo solo, y… Mamá se sentiría muy… triste.

El Duque, tras quedarse pensativo un momento, comentó:

—Tu padre puede elegir cualquiera de mis parroquias… y hay un gran número de ellas.

Ilesa movió la cabeza negativamente.

—Él nunca… dejará Littlestone. La gente allí… lo necesita. Depende de su ayuda, y Papá la conoce desde que… nació en la Casa Grande… y creció entre… esas personas.

Se volvió a mirar al Duque y había lágrimas en sus ojos.

—¿Cómo… cómo podría yo… abandonarlo… en estos momentos? ¡Oh, por favor… por favor… comprende!

El Duque no dijo nada y ella continuó con voz todavía más patética:

—Cuando tú… me besaste… comprendí que te… amaba… y sé que lo que he estado… sintiendo desde que… vine a… a Heron. Cuando todo lo que hacía me parecía tan emocionante… y maravilloso… era realmente… amor.

El Duque permaneció callado e Ilesa continuó:

—¿Cómo… podría yo… hacerte feliz… o ser como tú… quieres que sea… si supiera que había abandonado a papá?

El Duque se pasó la mano por la frente.

—De algún modo —dijo lleno de confianza—, encontraremos una solución. Todavía no sé cuál puede ser, pero hallaré una solución.

Habló con una determinación y en un tono de voz que Ilesa nunca antes había escuchado. Luego, el Duque agregó:

—Tienes que entender, amor mío, que estaré sufriendo todos los dolores de los condenados si tengo que pensar, siquiera por un momento, que voy a perderte.

Ilesa hizo un leve gesto de impotencia.

—¿Qué… puedo… hacer? Oh, ¿qué… puedo hacer?

El Duque se puso de pie y, después de caminar alrededor de Rajah, la ayudó a ella a incorporarse.

—Vamos a resolver este problema juntos —dijo—; pero, por el momento, sólo Rajah debe saber que te amo y que tú me amas… aunque no tanto como me amarás cuando te enseñe todo sobre el amor. Querida mía, amor de mi vida, mi futura esposa. ¡Tú eres mía, y nadie podrá arrancarte de mi lado!

Sus palabras terminaron con una nota triunfal.

Acto seguido, sus brazos se cerraron en torno a Ilesa, y la besó de forma apasionada hasta que ambos se quedaron sin aliento.

El Duque levantó la cabeza e Ilesa ocultó el rostro contra su hombro mientras él decía:

—Amor mío, seré muy cariñoso contigo. No deseo asustarte, pero, por favor, sé amable conmigo. Necesito no sólo tu amor, sino también tu bondad y tu comprensión acerca de lo mucho que estoy sufriendo y de lo temeroso que estoy de que te vayas de mí.

—Yo siento… ya… como si… te perteneciera —dijo Ilesa en un murmullo.

—Tú me perteneces —replicó el Duque muy convencido—. Somos uno parte del otro y es imposible ahora que estemos divididos.

Levantó el rostro de Ilesa hacia el suyo y la besó de nuevo. Sus besos fueron ahora muy delicados, como si le estuviera suplicando que le entregara el corazón.

Rajah decidió que lo estaban olvidando y atrajo su atención frotándose contra las piernas del Duque. Entonces, trató de introducirse entre los dos.

Ilesa lanzó una risa temblorosa.

—Rajah está… celoso. Es… alguien más que… trata de… evitar que… estemos… juntos.

—Compartiremos a Rajah —le aseguró el Duque— y, de algún modo, por algún milagro, tal vez, a través de la oración, encontraremos la salida de este laberinto hacia el cielo que has abierto para mí. Ilesa alzó la mirada hacia el Duque.

—Tú eres… tan importante —dijo—. ¿Estás… seguro de que yo soy… la persona adecuada para ser… tu esposa?

—Tú eres la única persona a la que he considerado para esa posición —afirmó el Duque—. Así como mis animales te quieren y confían en ti como no habían confiado en nadie más que en mí, así mi gente en Heron y en mis otras propiedades te necesitan y aprenderán a quererte.

Los brazos del Duque la oprimieron con fuerza cuando sugirió:

—Ahora iremos a hablar con Che-Che y tal vez él nos diga lo que tenemos que hacer.

Estaba tratando, a su modo, de hablar con ligereza para que ella dejara de sentirse indecisa respecto al futuro.

Caminaron tomados de la mano hacia la zona de Che-Che. ¡El animal los estaba esperando!

Saltó hacia el Duque con evidente placer en cuanto entraron a su área.

Hablaron con él, y Me-Me salió de su cubil y se acercó más a ellos de lo que lo hiciera el día anterior.

Hasta permitió que tanto el Duque como Ilesa la acariciaran.

—Estoy segura de que ellos comprenden… lo que estamos… sintiendo —dijo Ilesa.

—Por supuesto que lo entienden —dijo el Duque—, como lo entiende Rajah. Estoy seguro de que ellos sabían que, mientras yo estaba triste y sólo aquí, tú te encontrabas en algún lugar del mundo. Y ellos hicieron arreglos a su modo, y con sus pequeñas mentes astutas, para que te conociera. Ilesa se rió.

—¡Ésa sería una hermosa historia! Un día debes escribirla y yo la ilustraré.

—Eso sí que sería algo que nuestros hijos disfrutarían —dijo el Duque.

Esperó para ver cómo subía el color a las mejillas de Ilesa y sus ojos se llenaban de timidez.

Luego, dijo:

—¡Oh. Dios mío, cuánto te amo! Voy a seguir luchando por ti, aunque me cueste la vida.

FIN