Capítulo 3

El duque de Mountheron se hallaba desayunando con sus anfitriones, el Marqués y la Marquesa de Exford. Junto al Marqués, había estado cabalgando desde las siete de la mañana.

Montó uno de los caballos más briosos y mejor criados de la cuadra de su anfitrión.

Estaban proyectando lo que harían después del desayuno, cuando entró un sirviente con una nota en una bandeja de plata.

Se la ofreció al Duque, que la tomó, sorprendido. Inmediatamente reconoció la letra y leyó el contenido con rapidez.

Acto seguido le dijo a la Marquesa:

—Se trata de una carta de Lady Barker. No tenía idea de que su hogar estuviera cerca de aquí, ni de que su padre fuera un Vicario.

—Así es —repuso la Marquesa—. Su padre es un hombre realmente encantador.

—Me dice —continuó el Duque, como si encontrara ello difícil de creer— que su padre tiene dos excelentes cuadros de Stubbs, que ella piensa que me gustaría ver.

—En verdad que son dos de sus mejores obras —confirmó el Marqués—, y Mark Harle tuvo la suerte de que su padre pudiera dejárselas, a su muerte, ya que no pertenecen a la herencia del condado.

El Duque enarcó las cejas y el Marqués explicó:

—Pensé que sabías que el abuelo de la hermosa Lady Barker era el Conde de Harlestone y que su padre es el hijo más joven de éste.

—En efecto, no lo sabía —confesó el Duque.

Se detuvo, con aire reflexivo, antes de añadir:

—Yo conozco al actual Conde. ¿No se fue a la India?

—Fue nombrado gobernador de la Provincia de la Frontera Noroeste —asintió el Marqués. —Aunque fue un honor para él, sin duda, ha constituido una tragedia para la región.

—¿Por qué? —preguntó el Duque.

—Porque Robert Harlestone cerró la casa familiar y despidió prácticamente a todo el personal que trabajaba para él. Eso tiene muy preocupado a su hermano el Vicario.

Lanzó una leve risa antes de continuar:

—¡El Vicario me convenció de que aceptara a dos mozos de cuadra que no necesito y a un guardabosques que tampoco me hace falta! La Marquesa sonrió.

—Nadie puede resistirse al Vicario cuando pide algo de esa forma suplicante. Ahora tengo dos jóvenes doncellas que también me vienen de más.

Calló por un momento para agregar después:

—La segunda hija de Mark Harle, Ilesa, es la muchacha más deliciosa que nadie pueda imaginar. Ha estado tratando de ocupar el puesto de su madre en la aldea. Cuida de las mujeres que están enfermas y de los jóvenes que no pueden encontrar empleo desde que cerraron el Hall. —Tan mal están las cosas?— inquirió el Duque.

—Peor todavía —afirmó la Marquesa—. Como es bien sabido, en un pueblo pequeño, el dueño de la Casa Grande es siempre el único patrón.

El Duque asintió con la cabeza y la Marquesa continuó:

—Los problemas que en el pueblo ha causado la partida de Robert Harlestone hacia la India le está rompiendo el corazón a su hermano, y también, creo, a su hija.

El Duque bajó de nuevo la mirada hacia la nota que tenía en la mano.

Lady Barker me invita aquí a que vaya a ver los cuadros de su padre en mi camino de regreso a casa —indicó—. Eso es algo que ciertamente vale la pena que hagas sugirió el Marqués —excepto, desde luego, que tú querrás añadir los cuadros a tu colección.

—Tengo la impresión —intervino la Marquesa— de que el Vicario disfruta tanto de sus cuadros como Su Señoría disfruta de los suyos, y que no se separaría de ellos por todo el oro del mundo. —Entonces seré muy diplomático y no le pediré que me los venda— prometió el Duque.

Sentía pasión por los cuadros de Stubbs. Los había estado adquiriendo desde hacía algún tiempo. Compraba cuanta obra de Stubbs era puesta a la venta y había logrado, reunir una de las mejores colecciones de Inglaterra.

Ya no poco avanzada la tarde, el Duque se dirigió, en su carruaje tirado por cuatro caballos, hacia la aldea de Littlestone. Le sorprendía que Doreen Barker le hubiera hablado mucho de su esposo y de las posesiones de éste, pero nunca le hubiera mencionado a su propia familia.

Pensó con cierto cinismo que tal vez no se sentía particularmente orgullosa de ser la hija de un vicario.

Ciertamente, era muy hermosa y su belleza tenía fascinado a todo Londres.

El Duque, sin embargo, se daba perfecta cuenta de que era ella quien lo había perseguido a él y no él a ella. Él, simplemente, había cedido a la evidente invitación que había en sus expresivos ojos.

No habría sido el conocedor de mujeres que era si no hubiera apreciado la perfección de su figura y de sus facciones clásicas.

Sería en verdad algo nuevo para él verla en el campo. Se preguntó qué pensaría su padre, como vicario que era de la conducta un tanto escandalosa de su hija en Londres. El Duque sabía muy bien que él no era el primer amante de Doreen. Y, pensó, retorciendo un poco los labios, que tampoco sería el último. En cualquier caso, Doreen era, sin lugar a dudas, la mujer más hermosa de Mayfair.

Cuando el Duque entró en la sala, después de haber sido anunciado por Briggs, Ilesa contuvo la respiración.

Estaba deseosa de ver a aquel hombre con quien su hermanastra pretendía casarse. Presentía que el Duque no le agradaría. Desaprobaba la forma en que se estaban comportando él y su hermanastra.

Lo que era más, y si como ella sospechaba el Duque tenía el hábito de sostener romances amorosos con cuanta mujer hermosa conocía, lo despreciaba.

«Eso está muy mal y Doreen debía darse cuenta de ello», se dijo Ilesa.

Sin embargo, cuando miró al Duque, se sintió muy sorprendida. No era, en modo alguno, lo que ella esperaba. Era alto, de hombros anchos y muy apuesto. Había algo en él que no cuadraba con la imagen que se había formado en su mente. Cuando entró en la sala, Ilesa pareció sentir que sus vibraciones se dirigían hacia ella. Acto seguido, cuando los perros saltaron llenos de excitación y corrieron hacia él, el Duque se inclinó para palmearlos cariñosamente. Fue una acción que pareció hacerlo más humano. Y, por supuesto, más comprensivo que el impresionante aristócrata de su imaginación con quien Doreen quería casarse por su título.

Su hermanastra avanzó hacia él.

—¡Drogo! —exclamó con una voz arrulladora que Ilesa nunca antes le había oído—. ¡Qué maravilloso que hayas venido! Estaba rezando porque tuvieras la oportunidad de visitarme antes de viajar a Heron.

—¿Cómo podía yo rechazar la deliciosa invitación que me hiciste para que viese los cuadros de tu padre? —sonrió el Duque.

Doreen se había detenido muy cerca de él, con la vista levantada hacia su rostro. Había puesto sus manos en las del Duque y éste se llevó una de ellas a los labios.

—¿Necesito decirte lo bella que estás? —preguntó.

—Eso es lo que quiero escuchar —contestó Doreen con voz muy suave.

El Duque miró hacia Ilesa. Entonces en un tono diferente de voz, Doreen dijo:

—Permíteme que te presente a mi hermanastra Ilesa.

—Doreen nunca me dijo —comentó el Duque, extendiendo la mano— que tenía una hermanastra.

Ilesa sonrió.

—Yo he oído hablar mucho acerca de sus caballos, Señoría. ¿Son realmente tan buenos como dicen los periódicos? Los ojos del Duque brillaron alegremente.

—¡Mejores todavía! —Se vanaglorió.

—Entonces, usted es muy afortunado, o tal vez muy inteligente —comentó Ilesa.

—Creo que ése es un cumplido indirecto que yo agradezco con sinceridad —dijo el Duque, riendo.

Los perros se habían echado sobre la alfombra cuando ellos comenzaron a hablar. Ahora, alzaron la cabeza. Ello reveló a Ilesa que su padre había regresado.

—Creo que es Papá —dijo con rapidez a Doreen.

Con una mirada de advertencia, corrió a través de la habitación y salió al vestíbulo. Tenía razón. El Vicario estaba entrando en esos momentos por la puerta principal.

Tan pronto como vio a su hija, preguntó:

—¿Quién está aquí? Hay un extraordinario tiro de caballos ahí afuera.

—Pertenece al Duque de Mountheron, Papá —contestó Ilesa—, pero antes de que lo conozcas quiero hablar contigo a solas un momento.

El Vicario pareció sorprendido.

No obstante, depositó su sombrero en una de las sillas y se encaminó hacia su estudio.

Ilesa lo siguió y, una vez en el interior de la pieza, cerró la puerta.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó el Vicario—. ¿Y para qué puede querer verme Mountheron?

—Vino a ver a Doreen —explicó Ilesa.

—¿Doreen? ¿Me quieres decir que ella… está aquí?

—Llegó inesperadamente poco antes del almuerzo. Papá, es muy importante que, cuando entres en la sala, no te muestres sorprendido de verla, porque se supone que está aquí desde hace dos días.

El Vicario hizo un gesto de incomprensión:

—Sigo sin entender qué significa todo esto.

E Ilesa insistió:

—Sé que es muy complicado, Papá; pero, por favor, es muy importante que parezca que ha pasado aquí, cuando menos, las últimas dos noches.

—No entiendo lo que está ocurriendo —replicó el Vicario con voz aguda—. Lo que sí sé es que no voy a decir mentiras por Doreen ni por nadie.

—No es exactamente cuestión de decir mentiras —dijo Ilesa con lentitud. Entonces tuvo una idea repentina y añadió:

—¿Sabes, Papá? Doreen está enamorada del Duque y ella piensa que él está a punto de proponerle matrimonio. Pero no quiere que él piense que anda corriendo tras él.

Para su alivio, su Padre sonrió.

—Eso es muy sensato por su parte, naturalmente —dijo—. A todo hombre le gusta ser él el cazador.

Ilesa suspiró.

—Estaba segura de que lo entenderías, Papá. Por favor, trata a Doreen como si hubiera estado en la casa durante los últimos dos días. Entonces, podemos dejar que ella atrape al Duque a su modo.

El Vicario se rió.

—¡Será muy hábil si logra hacer eso! —comentó—. Estoy seguro de que Mountheron ha sido perseguido por todo tipo de mujeres desde que salió de la escuela, por lo que imagino que a Doreen le va a resultar difícil llevarlo al altar.

—Pero ella anhela ser Duquesa —indicó Ilesa.

—Supongo que ésa es la ambición de muchas mujeres, excepto de alguien como tu madre y, espero, como tú.

Ilesa le sonrió.

—Lo único que deseo cuando me case, Papá, es ser tan feliz como lo fueron, Mamá y tú.

—Eso es lo que yo deseo para ti —estuvo de acuerdo el Vicario.

Ilesa vio el dolor que había en sus ojos, un dolor que aparecía siempre que hablaba de su esposa.

Mas, sobreponiéndose, el Vicario dijo:

—Ahora que me has dicho cómo debo comportarme, vamos a conocer al Duque.

Salió del estudio y su hija lo siguió.

Cuando entraron en la sala, Ilesa advirtió que su hermanastra estaba tensa, temerosa de lo que su padre pudiera decir. El Vicario, sin embargo se mostró muy tranquilo.

—¡Ésta es una sorpresa! —dijo al dirigirse hacia el Duque, con la mano extendida—. ¡No pude imaginar; al llegar a casa, quién entre todos mis feligreses podía tener el más extraordinario tiro de caballos que he visto nunca!

El Duque se rió.

—Me alegra que le gusten. Es una adquisición reciente. Los caballos han sido tan bien entrenados, que es una delicia conducirlos.

El Vicario caminó hacia la chimenea y se quedó de pie, de espaldas a ella.

—Debo felicitarlo —dijo— por su éxito en el Gran Nacional. Es una lástima que le arrebataran el primer puesto en el último tramo; pero su caballo, en verdad, hizo un gran papel.

—Así me pareció a mí —reconoció el Duque—. Hablando de caballos, señor Vicario, sospecho que su hija le ha dicho ya porqué estaba yo tan impaciente por visitarlo.

El Vicario lo miró con expresión interrogadora, e Ilesa comprendió que su padre estaba pensando que el Duque iba a decirle que deseaba casarse con Doreen. En cambio, el Duque explicó:

—Me han dicho que posee usted dos magníficos cuadros de Stubbs. Como tal vez usted sepa, yo tengo una colección de ellos de la que me siento muy orgulloso.

—He oído eso —dijo el Vicario—, y algo me han dicho respecto a que compró un cuadro particularmente bueno en Christie’s el mes pasado.

—Es cierto —asintió el Duque—, pero ahora estoy deseoso de ver los suyos.

El Vicario hizo un gesto con la mano.

—En ese caso, desde luego, me sentiré encantado de mostrar a Su Señoría mis Stubbs. Son interesantes, pero también demasiado pocos para poder considerarlos como una colección.

Atravesó la habitación para conducir a los demás hacia la puerta y Doreen dirigió una rápida mirada a su hermanastra.

Ilesa comprendió que se sentía en extremo aliviada.

Su padre no le había hecho caso alguno, evidenciando con ello que daba su presencia allí como un hecho que no necesitaba comentarios.

El Vicario los condujo al estudio donde conversara unos minutos antes con Ilesa.

Colgado en una pared, de tal modo que recibía la luz de la ventana para su mayor lucimiento, destacaba un cuadro magnífico.

Ilesa sabía que era una de las obras maestras de Stubbs más controvertidas y fuera de lo común.

Tan pronto como el Duque lo vio, lanzó lo que era casi un grito de deleite.

—Tiene usted el retrato de John Muster! —exclamó—. ¡Siempre había deseado verlo!

—Pensé que le interesaría a usted —dijo el Vicario.

Ilesa conocía la historia del cuadro, que había escuchado un centenar de veces, desde el momento en que su padre tomara posesión del mismo.

John Muster había sido pintado por Stubbs con su esposa Sofía. Por desgracia, la relación entre ellos se derrumbó estrepitosamente, ya que él pensaba que ella le había sido infiel. Como consecuencia de ello, decidió que Sofía fuera eliminada del cuadro y sustituida por el Reverendo Philip Story. Stubbs hizo lo que le pidieron. Borró la figura de Sofía y la sustituyó por la del Clérigo.

Sin embargo, omitió convertir la silla lateral en la que Sofía había estado sentada por otra adecuada para un hombre. El Vicario hizo notar aquel detalle al Duque y dijo, riendo:

—Desde luego, es una anécdota que yo tenga un retrato del Vicario, aunque no puedo competir con su hazaña de haber tenido… ¡catorce hijos!

El Duque se rió.

—¡Por supuesto! Sin embargo, es evidente que compartía con John Muster la pasión por cazar zorros. Muster tenía unos sabuesos muy famosos.

—Hemos dicho cuanto puede decirse de este cuadro —comentó el Vicario—. Ahora, veamos el otro.

El segundo cuadro que el Vicario heredara de su padre se hallaba colgado en otra pared.

Mostraba a varios sabuesos colocados a lo largo del lienzo como si estuvieran posando en una exposición, ante los ojos de un juez.

Había un perro, una perra, un perro, una perra, un perro… El Duque se quedó mirándolo por algún tiempo.

—Ésta es la única obra conocida, Vicario —dijo—, en la que Stubbs colocó a los sabuesos de este modo. Usted es en extremo afortunado de tenerlo y yo lo envidio sinceramente.

—Estoy seguro de que no necesita hacer tal cosa, Señoría —repuso el Vicario—, cuando usted mismo tiene tantos ejemplos de la obra de Stubbs.

—Los cuales, desde luego, usted debe admirar —invitó el Duque—. ¿Cuándo puede venir a alojarse conmigo a Heron y decirme lo que yo ignoro sobre mis propios cuadros? El Vicario se rió.

—Tendría que ser muy entendido, para poder hacer eso. Pero, desde luego, me causaría un gran placer admirar no sólo sus Stubbs, sino también sus caballos.

El Duque titubeó un momento. Luego, inesperadamente, dijo:

—Me dirigía a casa ahora mismo, mas si ustedes me ofrecieran un cama para esta noche, podríamos ir todos juntos a Heron mañana.

El Vicario pareció sorprendido.

Entonces, y antes de que pudiera dar una respuesta, Doreen exclamó:

—¡Ésa es una idea maravillosa! Me encantaría que Papá conociera Heron, que es la casa más hermosa que he visto en mi vida.

La forma en que lo dijo dejó bien claro que admiraba en igual forma a su propietario y como se diera cuenta de que el Duque estaba mirando a Ilesa, añadió con rapidez:

—Estoy segura de que sería difícil para mi hermanastra venir, sin embargo. Ella tiene muchos deberes que cumplir aquí en el pueblo.

Entonces, el Vicario intervino:

—Los deberes de ambos, en realidad, terminan después del servicio matinal de mañana. No tengo servicio vespertino los domingos. Aquello era verdad.

La aldea se había quedado tan vacía desde que se cerrara la Casa Grande, que era posible para los que seguían en ella formar una sola congregación los domingos. El Vicario, por lo tanto, había cancelado temporalmente los servicios vespertinos. Sólo con Ilesa, leía el servicio en la intimidad de su propio estudio.

—En ese caso —dijo el Duque—, será para mí un gran placer invitar a usted y a sus dos hijas a Heron.

Si iba a pasar la noche en la casa, ello significaba que también se quedaría a cenar.

Ilesa salió del estudio discretamente para ir a decir a la señora Briggs que tenían otro invitado además de Doreen. La señora Briggs alzó los brazos en un gesto de horror. Al mismo tiempo, Ilesa comprendió que estaba realmente encantada de tener la oportunidad de cocinar para un Duque. Trataría de lucirse lo más que le fuera posible.

Briggs estaba descansando sus piernas enfermas en una banqueta.

—Creo —le dijo Ilesa— que tenemos una botella de clarete que Su Señoría le regaló a Papá antes de irse a la India. —Así es, señorita Ilesa— asintió Briggs —y hay algunas botellas de vino blanco también, que se trajeron del Hall. No tantas como hubiéramos querido, pero las suficientes para el señor Duque.

—Sé que puedo dejar eso en sus manos, Briggs —le sonrió Ilesa.

Al salir de la cocina, pensó que era evidente que a su hermanastra no le hacía gracia que ella fuera a Heron. Había visto la expresión en el rostro de Doreen cuando el Duque los invitó a todos. Parecía ridículo que una mujer tan hermosa como Doreen pudiera mostrarse celosa.

«Debo tener mucho cuidado», se dijo. «De cualquier modo, ¿por qué iba el Duque a fijarse en mí, cuando Doreen se ve tan preciosa?».

Sin embargo, comprendió que ella misma estaba intensamente consciente del Duque. Suponía que se debía a que era muy diferente a cualquier hombre que hubiera conocido antes. Cuando le estrechó la mano, percibió una extraña vibración. Era algo que no sentía con frecuencia.

«Tiene una fuerte personalidad», se dijo «y eso es lo que les falta a muchas personas».

Pero Ilesa no pudo explicarse qué quería decir con eso exactamente.

Cuando volvió a la sala, se encontró escuchando con verdadero interés las diferentes entonaciones de la voz del Duque. Le resultaba difícil no observarlo mientras hablaba con su padre.

Ilesa no permaneció con ellos mucho tiempo, sino que subió para buscar a Nanny y decirle que tenía dos visitantes que dormirían en la casa.

Nanny había estado fuera todo el día, visitando a una mujer enferma. Le había llevado una medicina especial, hecha a base de hierbas, que la madre de Ilesa solía utilizar para la gente del pueblo. Cuando Ilesa llegó a su habitación encontró a Nanny quitándose el sombrero.

—¿Qué es todo esto que he escuchado, señorita Ilesa? —preguntó—. ¡La señora Doreen llega de forma inesperada, y ahora tenemos aquí al Duque de Mountheron! ¡Casi no puedo creerlo!

—Es verdad, Nanny —asintió Ilesa—. Doreen llegó a casa poco antes del almuerzo, pero quiere que simulemos que se encuentra aquí desde hace dos días.

Nanny la miró, sorprendida.

—¿Y eso por qué?, ¿me lo quiere usted decir? —preguntó en tono agudo.

—Porque, Nanny, Doreen quiere casarse con el Duque, más no desea que él crea que anda corriendo tras él.

—¡Lo cual supongo que es lo que está haciendo! —concluyó Nanny—. ¡Y eso no me sorprende nada!

—Oh, por favor, Nanny, ten mucho cuidado, porque, de otra manera, Doreen se pondrá furiosa con nosotros, y es muy agradable tenerla en casa.

—Supongo que ella le dio ese vestido que lleva puesto. ¡De verdad que se ve usted muy elegante!

—Sólo me lo prestó —corrigió Ilesa—. ¿Y qué crees? ¡Papá y yo iremos en el carruaje del Duque mañana, con él, para alojarnos en su casa de campo y podremos ver su famosa colección de cuadros de Stubbs!

Nanny la miró con fijeza por un momento. Luego, dijo:

—Vaya, ésa sí es una buena noticia! Ya es hora de que salga usted del pueblo y vea un poco de mundo. Por lo que he oído, Heron es el lugar adecuado para contemplar un poco de grandeza.

—Eso es lo que espero contemplar —dijo Ilesa, riendo—. Pero, Nanny, no tengo apenas nada que ponerme, como tú bien sabes.

—Tendremos que encontrarle algo, Queridita —comentó Nanny llena de confianza—. Y es un paso en la dirección correcta que la señora Doreen le proporcione algo de ropa. ¡No le ha regalado ni un pañuelo en todos estos últimos años!

Nanny se expresó en tono agrio, mas muy, sinceramente. Ilesa sabía que nunca le había perdonado realmente a Doreen el no haber asistido al funeral de su madrastra.

Ciertamente, aquello había dado lugar a muchos comentarios en el pueblo. Nanny había expresado con cruda franqueza lo que pensaba al respecto, en numerosas ocasiones.

A Doreen, como era hermosa y rica, se la citaba con frecuencia en todos los periódicos.

Sin embargo, jamás hizo intento alguno por ayudar a su padre en su caritativa obra.

Aquello era algo que Ilesa no tenía deseos de comentar. De modo que salió del cuarto de Nanny y se dirigió a su propio dormitorio.

Sabía que el primer problema, antes de viajar a Heron, era encontrar algo que ponerse para la cena de aquella noche. Sin duda alguna, Doreen se mostraría muy criticona y no podía presentarse a la cena con el mismo vestido que llevaba puesto en aquellos momentos.

Contempló su guardarropa y lanzó un suspiro. Había estado tan ocupada ayudando a su padre los dos últimos años, que no había tenido tiempo de pensar en sí misma ni en su apariencia.

Oyó que Nanny entraba en una de las habitaciones para invitados al objeto de preparar la cama de Doreen.

Haría después lo mismo para el Duque, de modo que Ilesa fue a ayudarla.

Por fortuna, y gracias a que Nanny era tan meticulosa, las habitaciones estaban limpias.

Ilesa tomó dos floreros de su propia habitación.

Situó uno de ellos en el dormitorio que iba a ocupar Doreen y el otro en el que ocuparía el Duque.

—Supongo que su mozo le servirá de ayuda de cámara, Nanny —dijo—. El pobre de Briggs no podrá hacer eso, además de poner la mesa y repasar la plata.

—Yo me encargaré de todo —prometió Nanny—. Usted vaya a ponerse bonita. Luego le iré a arreglar el cabello antes de que baje al comedor.

Ilesa suspiró.

—Gracias, Nanny. Doreen ha criticado ya mucho mi apariencia, y no puedo imaginar qué voy a ponerme para cenar esta noche.

—Hay un vestido en el guardarropa de su madre que le quedará perfectamente —le informó Nanny. Ilesa se quedó inmóvil.

—¿Crees que no le molestaría a Papá que use la ropa de Mamá? Nanny sonrió.

—Dudo mucho que lo note siquiera. Los hombres no son muy perceptivos en lo que se refiere a la ropa de las mujeres, y el vestido en el que estoy pensando es muy sencillo.

El Vicario siempre se había negado a que sacaran algo perteneciente a su esposa de la habitación que había compartido con ella.

Ilesa sabía que los vestidos de su madre se hallaban todos colgados todavía en el guardarropa, tal y como lo habían estado siempre.

Si entraba en aquella habitación, se sentiría como una intrusa en un lugar sagrado.

Sin embargo, comprendió que su madre, más que nadie, habría querido que ella se viera lo mejor posible si así ayudaba a Doreen.

Ciertamente, parecía extraño el que Doreen se presentara tan elegante como siempre, mientras su hermanastra se mostraba como un saco de trapos viejos.

De cualquier modo, no había tiempo para más divagaciones.

Cuando Nanny terminó de arreglar las habitaciones, Ilesa oyó como su padre conducía al Duque escaleras arriba al objeto de cambiarse para la cena.

Ilesa entró corriendo en su habitación.

Unos segundos más tarde, Nanny se reunió con ella.

Llevaba consigo un vestido muy bonito que su madre solía utilizar cuando el matrimonio salía a cenar fuera de casa.

Era de un tono muy pálido de malva y en Ilesa hacía que ésta se viera como una violeta de Parma. Nanny le arregló el cabello con gran habilidad en la misma forma en que Doreen llevaba el suyo. Cuando Ilesa se vio en el espejo, sonrió.

—Veo a una joven extraña, Nanny —dijo—, a la que nunca antes había visto.

—Hará que su padre se sienta orgulloso de usted —comentó Nanny—. Y no podría decir nada mejor que eso.

Ilesa la besó en la mejilla y caminó hacia la puerta, desde donde dijo:

—Será mejor que vayas a ver si puedes ayudar a Doreen, Nanny. Estoy segura de que está acostumbrada a que la ayuden una doncella y media docena de personas más.

—¡Es una pena que ella no ayude a otras personas! —repuso Nanny en tono agrio.

E Ilesa sonrió.

No venía al caso discutir con Nanny, que siempre pronunciaba la última palabra, y estaba segura de que le diría lo mismo a Doreen.

Bajó a toda prisa la escalera y estaba arreglando un poco la sala cuando entró en ella el Duque.

Si se veía impresionante con su ropa de día, resultaba imponente con su traje de noche.

Por un momento, Ilesa se quedó inmóvil, simplemente, mirándolo. Entonces se dio cuenta de que él la miraba de la misma forma. Con rapidez, porque sentía que era embarazoso el seguir en silencio, Ilesa murmuró:

—Espero que Su Señoría haya encontrado todo lo que deseaba. Nosotros no recibimos visitas con frecuencia y Papá se incomodaría mucho si usted no estuviera bien atendido.

—Dispongo de todo lo que podía desear —manifestó el Duque—, y no puede imaginarse lo emocionante que fue para mí ver dos cuadros de Stubbs de los que había oído hablar siempre y nunca antes tuve la oportunidad de contemplar.

Ilesa sonrió y dijo:

—Son el placer y el orgullo de Papá. Mi abuelo tenía otros cuadros muy buenos, de otros artistas, pero, naturalmente, ahora pertenecen a mi tío Robert.

—He visto a su tío en varias ocasiones —comentó el Duque—. Estoy seguro de que tendrá un gran éxito en la India, si bien tengo entendido que el que haya cerrado la casa ha planteado muchos problemas a la aldea.

Ilesa suspiró.

—Ha sido terrible para Papá —dijo—. La mayor parte de la gente que vive en ella trabajaba en el Hall y no tenía idea de cómo encontrar trabajo en otra parte. Papá ha hecho todo lo posible por ayudarla, pero no ha sido fácil.

—Eso fue lo que me dijeron mis anfitriones —informó el Duque.

—El Marqués fue muy bondadoso al aceptar a uno de los guardabosques —dijo Ilesa—. Se trata de un hombre muy decente, con esposa y cinco hijos. No hubiera podido sostenerlos con la pequeña pensión, que fue todo lo que Papá pudo proporcionarle.

—Pero eso debió haberlo hecho su tío, ¿no?

—Mi tío pensionó a muchos de los ancianos, pero le fue imposible hacer lo mismo con todos. Tengo entendido que resulta muy costoso ser gobernador de una provincia en la India.

—Eso es verdad —admitió el Duque—. Sin embargo, no fue correcto que dejara a su padre todas las dificultades que han surgido en su ausencia.

Calló por unos instantes antes de añadir:

—Y a usted! He sabido que está haciendo mucho bien, igualmente.

Ilesa sonrió.

—Es sólo lo que habría hecho Mamá si viviera. Y gracias, muchas gracias por invitar a Papá a su casa. Le hará mucho bien alejarse y olvidar todos los problemas que sus feligreses le traen todos los días.

Lo dijo de una forma que demostraba lo mucho que aquella invitación significaba para ella también.

El Duque estaba pensando que era extraordinario que una muchacha tan joven y tan bonita se preocupara de la sencilla gente de un pueblo.

Al mismo tiempo, había advertido que Ilesa no era consciente de su belleza. Estaba acostumbrado a las mujeres que coqueteaban con él, presuntuosas con cada palabra que decían, con cada movimiento de sus labios y con cada mirada que le dirigían.

Ilesa se comportaba con increíble naturalidad.

El Duque sabía que estaba pensando en su padre, y no en sí misma, cuando hablaba del viaje a Heron.

El Vicario se reunió con ellos e Ilesa dijo:

—Olvidaba decirte, Papá, que el brazo del señor Craig está mucho mejor. Me pidió que te dijera que se debía a las hierbas de Mamá, que, según las describió, eran un regalo del cielo mismo.

El Vicario sonrió.

—¡Ésa es una noticia excelente! Tenía yo mucho miedo de que fuera a perder la mano.

—Lo vi esta mañana, antes de arreglar las flores de la iglesia —continuó diciendo Ilesa—, y ya se encuentra casi perfectamente.

—¿Quién es el señor Craig? —preguntó el Duque.

—Es el carnicero —contestó Ilesa—. Estaba cortando la carne, cuando se le resbaló el cuchillo y se produjo una herida terrible por encima de la muñeca. Temíamos que perdería la mano.

—Y las hierbas con las que usted lo trató se la salvaron? —preguntó el Duque como si estuviera tratando de entender—. Son una preparación especial que Mamá siempre usaba para emergencias como ésta —le explicó Ilesa—. Es muy difícil lograr que un médico venga hasta aquí. Algunas veces, se niegan a hacerlo porque no hay la menor posibilidad de que se les pague.

—¡Así que usted ha ocupado su lugar! —exclamó el Duque.

—No soy tan buena como era Mamá, pero me emociona mucho haber hecho lo correcto en lo que al señor Craig se refiere.

El Duque iba a preguntar algo más, cuando la puerta se abrió e hizo su aparición Doreen.

Ciertamente, estaba fantástica, con un vestido que debió haber costado más de lo que el Vicario ganaba en un año. Al deslizarse hacia el Duque, resplandecía a la luz del sol poniente. Ilesa imaginó que se vería maravillosa a la luz de las velas del comedor.

El Duque la observaba con curiosidad y, pensó Ilesa, con no poca admiración.

«Estoy segura de que le pedirá que se case con él», decidió Ilesa. «Entonces, Doreen será feliz».

Al pensar eso, recordó al otro hombre: al hombre que la había amado desde hacía algún tiempo. El hombre respecto al cual Sir Mortimer Jackson intentaba buscarle problemas.

«¿Puede Doreen, realmente, amar a dos hombres al mismo tiempo?», se preguntó Ilesa.

Entonces, cuando vio a su hermanastra mirar al Duque en forma muy coqueta, se recordó a sí misma que ella era muy joven e inexperta.

Decidió no tratar de comprender lo que estaba sucediendo. Aquél no era su mundo. El mundo en el que ella vivía y la clase de dificultades que encontraba en el mismo era muy diferente. Su mundo se refería a personas ordinarias, cuyo problema era, simplemente, cómo sobrevivir.

«Eso es lo que realmente importa», se dijo Ilesa. «Si Doreen se convierte en Duquesa, es muy improbable que volvamos a verla».

Vio a su hermanastra tocar el brazo del Duque de una forma íntima, que era casi una caricia. «¡Ella ha ganado!», decidió Ilesa.

Entonces, no pudo por menos que preguntarse si el Duque tenía idea de que había otros hombres en la vida de su hermanastra.

Y si lo sabía… ¿le importaba?