Capítulo 5

El duque se había levantado temprano, como tenía por costumbre.

En lugar de dirigirse a las caballerizas, sin embargo, como lo hacía casi siempre, se encaminó hacia su zoológico privado. Aquello era algo que le entusiasmaba y que estaba muy cercano a su corazón.

Había aprendido, no obstante, que suponía un gran error el hablar a la gente de él. O le decían que los animales salvajes los aterraban, o que significaba una crueldad mantenerlos encerrados en jaulas. Estaba harto de escuchar los mismos argumentos una y otra vez.

El hecho de que los zoológicos privados existieran desde los tiempos de Julio César no los impresionaba. Por consiguiente, había instalado a sus animales fuera de la vista de cualquiera de sus huéspedes que pasearan por los jardines.

Lo tenía exclusivamente para su propio placer. Proyectaba agrandarlo cada año. Ello significaba que tendría que viajar al extranjero con el objeto de adquirir los animales que deseaba para su parque.

Eran aproximadamente las seis y media cuando salió por la puerta principal y pasó junto a dos doncellas que estaban barriendo la escalinata.

Atravesó los jardines, admirando su belleza.

Desde ellos se dirigió al huerto. Los árboles frutales se veían increíblemente bellos con sus capullos blancos y rosados. Al mirarlos, le hicieron recordar cómo se veía Ilesa la noche anterior.

Su belleza lo había dejado mudo cuando la vio por primera vez en la vicaría. Pero con un vestido como el que lucía, aunque indudablemente fuera de época, parecía pertenecer a otro tiempo.

El Duque seguía pensando en ella cuando llegó a la jaula de su animal favorito: un tigre llamado Rajah.

Lo había traído de la India cuando era un cachorro y lo domesticó él mismo. Rajah se inclinaba un poco hacia la ferocidad, por instinto y hacía que los hombres que lo cuidaban se sintieran ciertamente nerviosos frente a él.

Nunca entraban solos a su habitáculo.

Cuando le daban de comer, había siempre otro hombre esgrimiendo una lanza de punta muy afilada, con la cual podía mantener a raya al animal.

El Duque caminó hacia la entrada y levantó el cerrojo.

Todas las jaulas eran cerradas con llave por la noche, pero se abrían al amanecer para que él pudiera entrar a ver a los animales cuando quisiera.

Entonces, al cerrar la puerta tras él, buscó con los ojos a Rajah.

De forma instantánea, se quedó inmóvil de asombro. Descubrió a Rajah tendido bajo uno de los árboles, más otras circunstancias le hicieron pensar que debía estar soñando. La cabeza del tigre estaba apoyada en el regazo de una mujer sentada junto a él, que lo estaba acariciando.

Por un momento, creyó que aquello no era verdad, que sólo se trataba de un producto de su imaginación.

¡Entonces se dio cuenta de que la mujer que acariciaba a Rajah era Ilesa!

El Duque no se movió. Se limitó a decir en voz muy baja:

—Rajah… Rajah…

El tigre levantó la cabeza. Acto seguido, con lentitud, casi contra su voluntad, se incorporó y caminó hacia el Duque. Al hacerlo, el Duque le dijo a Ilesa con voz apenas perceptible:

—Salga de ahí inmediatamente, pero no haga ningún movimiento repentino. Ilesa pareció no oírlo y le sonrió.

Rajah había llegado junto al Duque y se frotó contra él como un gato, haciendo sonidos muy parecidos al ronroneo. Después, tal y como lo hiciera de cachorro, se alzó sobre sus patas traseras y puso sus garras delanteras en los hombros del Duque.

El Duque le dio unas palmadas y le habló suavemente. Pero seguía pendiente de Ilesa, que no le había obedecido. Se dirigió a ella de nuevo para decirle en un tono de voz diferente al que había usado con el tigre:

—¡Haga lo que le digo!

Ilesa movió la cabeza de un lado a otro.

—No corro ningún peligro —dijo—. Él sabe que lo amo y nunca me haría daño. El Duque la miró con incredulidad.

Entonces, el tigre exigió su atención, y él lo palmeó y acarició nuevamente. Por fin, el animal bajó las patas al suelo y frotó su cuerpo contra las piernas del Duque.

Fue entonces cuando Ilesa se puso de pie y exclamó:

—¡Es la criatura más hermosa que he visto en mi vida!

No sabía su nombre, pero Rajah es muy adecuado para él. Ilesa hablaba mientras caminaba hacia el Duque. Cuando llegó a su lado, se inclinó para acariciar al tigre, moviendo su mano por encima de su cabeza y a través de su lomo. —¿Cómo puede usted poseer algo tan hermoso?— preguntó. —¡Y mucho más excitante que sus cuadros!

El tigre se retiró del Duque para frotar su cabeza contra Ilesa.

Ésta lo rodeó con los brazos y besó la parte superior de su frente.

—¡Eres un chico hermoso y precioso! —dijo—. Rajah es un nombre muy bonito para ti.

—Me temo que sus cuidadores lo han traducido a Rajee —señaló él Duque—. Son indios y a ellos les parece más apropiado para un tigre.

Ilesa se rió.

Tras una pausa, el Duque dijo:

—¿Está sucediendo esto realmente? ¿Es posible que usted y yo estemos hablando a través de un animal que se supone es muy feroz?

—Estoy segura de que es feroz sólo porque la gente no lo entiende. Por supuesto que debía ser tratado con respeto, y admirado como lo merece su belleza. Volvió la cara del tigre hacia la suya.

—¿No es así, Rajah? —preguntó—. Tú quieres que la gente te admire y piense lo importante que eres. El Duque continuaba pensando que estaba soñando.

Después de un largo silencio dijo:

—Tengo otros animales que mostrarle, si le interesan.

—Naturalmente que me interesan. ¿Por qué no me dijo que tenía usted un zoológico?

—Siempre lo he mantenido en secreto —contestó el Duque—; pero ya que lo ha descubierto por sí misma, me gustaría mostrarle mis cheetah… mis leopardos indios.

Ilesa lanzó un leve grito.

—¿Cheetah? ¿De verdad los tiene usted?

—En carne y hueso —respondió el Duque con una sonrisa.

Ilesa dio unas palmaditas a Rajah de nuevo y el Duque la imitó.

Acto seguido, salieron del recinto del tigre. El animal los siguió con la mirada hasta que los perdió de vista.

—Tengo a Rajah desde que era un cachorrito y yo mismo lo adiestré —dijo el Duque—. Pero nunca antes supe que dejara entrar a una persona desconocida en su área. Ilesa permaneció callada y el Duque preguntó:

—¿Ha tenido siempre ese poder sobre los animales?

—Nunca antes había visto un tigre, ni un leopardo, por supuesto, pero puedo controlar al caballo más salvaje. Solía ayudar a los mozos de cuadra de mi abuelo a domar los potros más difíciles.

—Encuentro casi imposible de creer que lo que me dice es la verdad. ¿Cómo puede ser tan bonita y, sin embargo, montar caballos salvajes y acariciar tigres feroces? Ilesa se rió.

—¡Ése es el cumplido más agradable que he recibido nunca! —dijo—. Pero, bueno, no he recibido muchos que digamos.

El Duque suponía que aquello era cierto. Nunca había conocido a una mujer tan indiferente a sus propios atractivos. Ilesa hablaba con él de una forma muy diferente a como le hablaban otras mujeres.

Dieron la vuelta al área alambrada del tigre y llegaron a otra zona. Cuando vio lo que allí había, Ilesa lanzó un grito de alegría. Moviéndose entre los árboles, en un amplio recinto cerrado, descubrió un leopardo indio tan hermoso como el que aparecía en el cuadro de Stubbs.

Su piel era tersa, como la de un perro de pelaje corto, con secciones negras y esponjadas iguales a las de un gato. —Éste es Che-Che, como los cuidadores indios insisten en llamarlo —explicó el Duque—. Su hembra, Me-Me, se oculta de nosotros entre los arbustos porque acaba de tener cuatro cachorritos. —¡Esto es lo más emocionante que me ha sucedido nunca!— exclamó Ilesa.

—Los cachorros nacieron hace apenas cuatro días —le informó el Duque—, así que dudo mucho que Me-Me venga a dialogar con nosotros. De todos modos, quiero que conozca a Che-Che.

De pie, junto a la entrada, preguntó en tono de broma:

—Supongo que no tendrá miedo de que se lo presente.

—¡Ése es un insulto gratuito! —protestó Ilesa.

Caminaron hacia el interior del área cercada y Che-Che corrió hacia el Duque, dándole la bienvenida como lo habría hecho un perro o un gato.

El animal empezó a ronronear cuando frotó su cuerpo contra las piernas del visitante.

Luego, se incorporó de un salto y le empezó a lamer la cara. Por fin, cuando el Duque lo acarició, el leopardo empezó a mordisquearle la oreja.

—Ése es el mayor cumplido que un cheetah puede hacer —explicó el Duque en voz baja.

Ilesa extendió la mano. Para sorpresa del Duque, el leopardo se volvió hacia ella y empezó a lamerle la cara.

—Acaba de ser aceptada como miembro de la familia dijo el Duque —y tal vez Me-Me nos deje que veamos sus cachorros.

Caminó hacia un grupo de arbustos, gritando al mismo tiempo:

—¡Me-Me! ¡Me-Me! Hubo una pausa.

Después una hermosa cheetah, un poco más pequeña que Che-Che se asomó por la arboleda. Aunque no se acercó, el Duque caminó hacia ella. Cuando la palmeó y la acarició, el animal echó las hojas hacia un lado e Ilesa pudo ver los cachorros.

Parecían chacales de lomo plateado, con la panza llena de pelambre moteado y una larga melena esponjada en la cabeza. Eran muy pequeños y muy tiernos.

Ilesa hubiera querido tomar a uno de ellos en sus brazos mas pensó que sería un error hacerlo hasta que Me-Me la conociera mejor.

Permaneció algún tiempo con los leopardos.

Cuando se despidieron de ellos, el Duque la llevó a ver la jaula de los monos.

Había sido construida con suficiente altura como para admitir en su interior varios árboles que los monos podían escalar.

En todas las áreas para los animales se habían instalado casitas donde los inquilinos podían guarecerse si hacía frío o si llovía.

La jaula de los monos era tan grande, que el Duque le dijo a Ilesa que cubría dos acres de terreno.

—¿Cómo puede usted reservarse algo tan magnífico para usted solo? —preguntó la muchacha.

—Hay muy pocas personas, y yo había pensado que ninguna mujer se contaba entre ellas, que saben disfrutar de los animales —contestó el Duque—. Permítame mostrarle el resto de mi familia, que intento hacer crecer año tras año.

Tenía un hipopótamo, que dormitaba en un profundo estanque.

Se negó a salir del agua, quedándose inmóvil, con el aspecto de un gigante perezoso descansado impasible.

Contaba igualmente el zoológico con dos jirafas, una de ellas muy pequeña, y la otra, muy alta.

Había también una pantera negra, pero el Duque no permitió a Ilesa acercarse a ella.

—Lleva pocos meses aquí —dijo—, y ya ha atacado a dos de los hombres que cuidan de ella. De modo que te prohíbo absolutamente, y lo digo en serio, Ilesa, que entres a su área.

Ilesa no advirtió que el Duque la tuteaba y la llamaba por su nombre de pila por primera vez. Lo miró con ojos brillantes al preguntarle:

—¿Qué pasará si le desobedezco?

—Aparte de que la pantera podría echar a perder su belleza, yo me pondría furioso y probablemente la encerraría en una jaula de castigo para el resto de sus días. Ilesa se rió.

—Yo me sentiría muy feliz si pudiera jugar con Rajah y con Che-Che todos los días. ¡Y tal vez me saldría una piel semejante a la de ellos que me protegería cuando hiciera frío!

El Duque permaneció callado.

Estaba pensando que nada podía ser más atractivo que el cabello de Ilesa.

Con el sol brillando sobre ella, era como una aureola alrededor de su pequeña cara puntiaguda.

Cuando dejaron a la pantera, el Duque comentó:

—Me temo que mi zoológico terminará aquí, por el momento. Pero procuraré hacerlo mucho mayor, y me he estado preguntando si sería posible introducir en él osos y hasta elefantes. Ilesa aplaudió.

—¡Por supuesto que debe hacer eso! No estaría completo sin un elefante. ¡Piense en lo majestuoso que se vería usted cabalgando en un elefante por sus tierras!

El Duque se rió.

—No había pensado en eso —dijo.

A lo que Ilesa replicó:

—Eso sí que sorprendería a sus vecinos cuando vinieran a visitarlo.

El Duque movió la cabeza, dubitativo.

—Entonces querrían ver el resto de mi zoológico, y yo quiero reservarlo para mí solo —comentó.

Ilesa insistió:

—No necesito hacerle notar que está usted siendo muy egoísta. Por favor, ¿puedo volver más tarde, para recorrerlo hoy otra vez, por si acaso no vuelvo a verlo nunca más?

—¿Sería eso un desastre? —preguntó el Duque.

—Para mí, sería una catástrofe —contestó Ilesa—. Así que, por favor, sea bondadoso y déjeme disfrutar cuanto momento pueda en su zoológico.

El Duque pensó que la mayoría de las mujeres preferirían estar con él, y no con sus animales, por lo que respondió:

—Le cumpliré ese deseo, pero con una condición.

—¿Cuál? —se apresuró a inquirir Ilesa.

—Que no le diga a su hermanastra, ni a nadie más, que ha estado aquí.

—Por supuesto que nunca se lo diría a Doreen —manifestó Ilesa—. A ella le aterrorizan los animales, y detesta incluso a mis perros.

Habló sin pensar, e inmediatamente se dio cuenta de que lo que había dicho no era nada amable. De modo que añadió con rapidez.

—Pero a Doreen le encanta la casa de usted. Y entiendo bien eso, porque es en verdad magnífica.

—A mí me gusta pensar en ella como mi hogar —señaló el Duque, como si la estuviera corrigiendo.

—Es muy natural que usted piense así —reconoció Ilesa—. Cualquier lugar donde nacemos y hemos sido felices con nuestros padres es nuestro hogar, lo mismo si se trata una casucha, como de una mansión tan espectacular como Heron.

El Duque, tras unos instantes de sorpresa, preguntó:

—¿Me quiere decir que usted, realmente, prefiere la vicaría, que admito que es muy atractiva, a Heron?

Ilesa ladeó la cabeza, como si estuviera pensando. Luego dijo:

—Está usted planteando una comparación imposible. La vicaría constituye parte de mi persona. Es donde he sido increíblemente feliz desde que era niña. Es difícil pensar en ella separada de mí.

Sonrió antes de continuar:

—¡Pero Heron es sin duda alguna la casa más magnífica y, al mismo tiempo, la más hermosa que haya visto yo jamás, y usted es muy, afortunado!

El Duque se rió.

—¡Ésa es una respuesta inteligente y muy bien pensada! —dijo—. Desde luego, acepto que tuvo usted razón al corregirme en mi planteamiento de la pregunta.

Ilesa sonrió, y aparecieron unos graciosos hoyuelos en sus mejillas cuando comentó:

—Creo que, en realidad, usted estaba poniéndome una pequeña trampa, debido a que le sorprendió tanto que pudiera hacer amistad con Rajah. Por favor, ¿podríamos verlo una vez más antes de volver a la casa?

—Por supuesto —aceptó el Duque.

Volvieron al área de Rajah, y el animal corrió hacia ellos como si fuera un niño al encuentro de sus padres. Ronroneó con más fuerza aún que anteriormente.

Mientras el Duque e Ilesa lo acariciaban y le decían cosas agradables, el tigre se volvía del uno a la otra, como si quisiera expresar su afecto por ambos.

En cierto momento, mientras a la vez pasaban la mano por el lomo de Rajah, el Duque rozó sin querer la mano de Ilesa. Inesperadamente, la muchacha sintió que la invadía una extraña sensación. Levantó la cara hacia él y sus ojos se encontraron. De algún modo, les resultó imposible desviar la mirada. Entonces, con una voz que parecía proceder de una distancia muy lejana, el Duque dijo:

—Eres una persona muy especial, Ilesa. Nunca había conocido a nadie como tú.

—Creo que tal vez se deba a que usted nunca ha conocido a nadie común y corriente —replicó Ilesa—. Yo vivo en el campo y amo a los animales. ¡Y soy muy afortunada, porque los animales me aman a mí también!

—Eso no es de sorprender —comentó el Duque.

Entonces, como si a Rajah le molestara que no le prestaran atención, mordisqueó la oreja del Duque.

Cuando volvieron a la casa, el mayordomo informó al Duque que el Vicario y Lady Mavis habían estado esperando un buen rato después del desayuno, pero que habían decidido irse a cabalgar.

—Eso me parece muy sensato —dijo el Duque—. La señorita Harle y yo desayunaremos ahora mismo. Diga a los palafreneros que dispongan los caballos para dentro de media hora.

—¿Voy a poder, realmente, montar uno de sus magníficos caballos? —preguntó Ilesa.

—Usted me hizo ver con toda claridad, en la vicaría, que eso era lo que deseaba —contestó el Duque.

—Entonces iré a cambiarme ahora mismo —indicó Ilesa—. No quiero hacerle esperar. ¡Yo sé que es un pecado imperdonable!

No esperó la respuesta del Duque, sino que subió corriendo las escaleras y lo escuchó reír mientras lo hacía.

Su traje de montar estaba muy viejo y, ciertamente, no era un traje que se hubiera esperado ver en Heron.

Pero como tenía mucha prisa por montar, Ilesa no se detuvo a pensar en su apariencia.

Se recogió el cabello en lo alto de la cabeza, como hacía siempre que salía a cazar.

Se puso el sombrero, que era también muy viejo, pero tenía un bonito velo de gasa azul alrededor de la copa.

Aquello era algo, aunque Ilessa no había reparado en ello, que estaba ya pasado de moda.

En cualquier caso, se trataba de lo correcto quince años antes, cuando su madre lo compró.

La favorecía mucho, pensó el Duque cuando Ilesa entró a toda prisa en el comedor, con ojos brillantes de entusiasmo.

Comprendió que estaba muy emocionada por poder montar uno de sus caballos.

Debido a su impaciencia por salir a cabalgar, Ilesa desayunó con mucha rapidez.

En el momento en que el Duque bajó su taza de café, ella terminó la suya.

—Vamos —dijo el Duque—. Los caballos nos estarán esperando, y estoy deseoso de ver si es usted tan buena amazona como me ha hecho creer.

Ilesa sonrió.

—¡Sería muy humillante si el caballo me arrojara al saltar la valla! Pero no era mi intención jactarme, de ninguna manera.

El Duque le devolvió la sonrisa.

—Después de lo que vi esta mañana, tiene derecho a jactarse todo lo que desee, y yo no permitiría que nadie la contradijera.

—Es posible que le haga cumplir esa promesa —repuso Ilesa.

Bajó corriendo la escalinata y vio a los palafreneros sujetando a dos caballos soberbios. Eran, ciertamente, mejores que cualquier animal que ella hubiera montado jamás. Sabía que si su padre estaba montando un animal tan fino como aquéllos, se sentiría en su elemento.

El Duque la alzó hacia la silla y arregló con habilidad la falda de su traje de montar sobre la perilla.

Seguidamente, antes incluso de que él hubiera montado, Ilesa empezó a alejarse. Sabía que montaba el caballo más maravilloso que había visto nunca. No había necesidad de expresar su excitación y su deleite. El Duque podía advertirlos en su rostro.

Habían recorrido una cierta distancia y se hallaban en una parte llana al otro lado del parque, cuando, sin haber hecho realmente ningún arreglo previo, empezaron a correr en silenciosa competencia.

Los caballos parecían saber lo que se esperaba de ellos. Cuando llegaron a los límites de un campo muy largo, iban corriendo el uno al lado del otro.

Habría sido imposible decir quién marchaba delante. Cuando frenaron un poco a los caballos, Ilesa comentó:

—Esto ha sido lo más emocionante que he hecho en mi vida. ¡Oh, gracias! ¡Gracias! Ha sido una cabalgata que recordaré siempre.

—Espero —dijo el Duque en voz baja— que esto sea algo que hagamos con frecuencia.

Ilesa pensó que el Duque la estaba tranquilizando, insinuando que la invitaría de nuevo a Heron cuando se casara con Doreen.

Se dijo a sí misma, sin embargo, que aquello era algo con lo que no podía contar.

Estaba segura de que, una vez que Doreen se convirtiera en Duquesa, se olvidaría ésta por completo de su familia, como lo había hecho anteriormente. Ciertamente, no los invitaría a Heron.

Continuaron cabalgando, y sus caballos volaron por encima de las vallas como si fueran pájaros. Cuando, por fin, emprendieron el regreso a casa, Ilesa repitió:

—¡Gracias, muchas gracias otra vez! ¡No hay palabras con las que pueda decirle la maravillosa mañana que he pasado y lo feliz que usted me ha hecho!

El Duque sonrió.

—Tal vez yo tuve una pequeña parte que ver en ello, pero su agradecimiento debe ser realmente para Rajah y Che-Che y por supuesto, para Alondra, el caballo que monta en estos momentos.

Ilesa se inclinó hacia delante para palmear el cuello del caballo.

—¡Él es la perfección misma! —exclamó—. Parece como si hubiera estado cabalgando a través del cielo, montando por uno de los dioses, llevando un mensaje al Olimpo.

—¿Usted no se considera a sí misma como una diosa? —preguntó el Duque en tono seco. Ilesa se encogió de hombros.

—Usted se olvida de que soy una sencilla muchacha de campo, que vive entre las coles y los nabos. Es sólo la varita mágica de usted la que me ha trasplantado por el momento a un paraíso que yo no sabía ni siquiera que existiera.

—Entonces, ahí es donde tendrá que quedarse —dijo el Duque.

Cuando llegaron a la casa, Doreen bajaba la escalera. Al ver que el Duque se hallaba con su hermanastra, sus ojos se oscurecieron.

Aquello reveló a Ilesa que estaba furiosa.

—¿Dónde han estado? —preguntó en tono agudo—. Me dijeron que Papá y Lady Mavis los estuvieron esperando y que se fueron sin ustedes.

—Yo estaba en el jardín —dijo Ilesa con voz débil.

—Todo fue culpa mía —intervino el Duque—. Entretuve a tu hermanastra y la hice llegar tarde al desayuno conmigo.

Después, nos fuimos a cabalgar, pero no encontramos a tu padre ni a mi tía.

Doreen no dijo nada, mas, cuando se dirigieron al salón, deslizó su brazo a través del brazo del Duque.

—Hay muchas cosas que quiero que me enseñes —musitó con su voz más acariciadora—. Me sentiré muy herida si te niegas a hacerlo.

—Tú sabes que no haré eso —dijo el Duque—. Desde luego, hay muchas cosas que también interesarían a tu padre.

En esos momentos, apareció Lord Randall, que venía por el pasillo.

—No vas a creerlo, Drogo —dijo—, pero me quedé dormido. Me perdí toda la diversión, supongo.

—¡Toda! —contestó el Duque—. Eso te enseñará a no beber tanto por la noche.

Lord Randall se rió.

—Admito que no soy un abstemio como tú. Al mismo tiempo, lamento mucho no haber salido a cabalgar contigo esta mañana.

—Hagamos planes para lo que vamos a hacer esta tarde —sugirió el Duque.

Habían llegado al salón donde ya se encontraban Lady Mavis y el Vicario, que dijo:

—Buenos días, Señoría. Espero que no le haya molestado que nos hayamos adelantado, pero esperábamos que usted nos diera alcance.

—Debo haber tomado una dirección diferente a la de ustedes —se disculpó el Duque en forma vaga—. Pero ahora me gustaría que me dijera qué desea hacer esta tarde. Calló por un momento antes de continuar diciendo:

—Personalmente, me gustaría mostrarle mis caballos de carreras. Los potros de un año son entrenados aquí antes de enviarlos a Newmarket, y creo que le gustará verlos.

—Claro que eso me encantará —reconoció el Vicario—. E Ilesa debe venir con nosotros, porque ella sabe mucho respecto a la crianza de caballos.

El Duque la miró, sorprendido.

—¿Otro talento? —preguntó.

—Papá me está halagando —contestó Ilesa—. Yo leo el periódico «Racing Times», así que sé bastante sobre sus caballos de carreras y cómo se han llevado los premios importantes, sin dar oportunidad alguna a los de otras cuadras.

El Duque se rió.

Ilesa advirtió una vez más que su hermanastra la estaba mirando furiosa.

—Estoy segura —dijo Doreen, no obstante en el tono más dulce que era capaz— de que Papá no querrá estar lejos de sus amados feligreses mucho tiempo. Así que si Ilesa y él se van mañana, debemos mostrarles hoy todo lo que hay de importancia aquí, Drogo querido.

Puso mucho énfasis en la palabra debemos.

Fue entonces cuando Lady Mavis dijo:

—A mí también me gustaría ir a ver tus caballos, Drogo. Estoy segura de que Lord Randall querrá venir igualmente.

—¡Me niego a que me excluyan del plan! —exclamó Hugo Randall—. ¿Por qué no sacamos tus faetones, Drogo?

Correremos el uno contra el otro, como lo hemos hecho antes, y esta vez intentaré tener el mejor tiro.

El Duque se rió.

—¡Ése es un desafío! Está bien, eso es lo que haremos. Salieron a pasear por el jardín y después disfrutaron de un almuerzo tempranero.

Ilesa subió a toda prisa a su dormitorio para ponerse el sombrero. Sólo dedicó un pensamiento pasajero al hecho de que Doreen estaba vestida como si fuera a una fiesta en el palacio real.

¿Qué le importaba cómo vestía ella si podía montar los caballos del Duque y ver sus potros?

Bajó de nuevo al salón. Sólo el Duque y Doreen estaban en él. Al entrar en el mismo, Ilesa se dio cuenta de que Doreen tenía los brazos alrededor del cuello del Duque y estaba empujando su cabeza abajo para que la besara.

Ilesa se quedó inmóvil, sintiéndose turbada por haberlos interrumpido. Entonces advirtió que ellos no se habían percatado de su presencia.

—¡Aquí no, Doreen! —oyó decir al Duque en tono agudo.