Capítulo 4

A la mañana siguiente, Ilesa despertó temprano, a pesar de haber tardado mucho en dormirse. Sabía que no estaba bien por su parte, y el recuerdo la avergonzaba, pero había permanecido despierta preguntándose si el Duque acudiría al dormitorio de Doreen.

Había oído a su hermanastra informándole de quién dormía en cada habitación cuando subieron a acostarse.

—Papá ocupa la amplia habitación del fondo —había dicho Doreen—, y que parece desproporcionada en comparación con el resto de la casa. Pero Mamá y él disponían de una especie de suite, con un vestidor para Papá y un saloncito para Mamá, donde ella escribía sus cartas.

Sonrió con dulzura al Duque.

—Yo solía pensar, cuando era niña que era enorme; pero eso fue antes de haber visto una casa como la tuya.

Hizo que las palabras sonaran acariciadoras y continuó:

—Ahora, cuando vengo a casa, no duermo en el cuarto que tenía de niña, sino en un dormitorio para huéspedes. Como tú y yo estamos aquí como huéspedes, nuestros dormitorios están uno al lado del otro.

Ilesa había prestado poca atención a la conversación. Pero cuando se metió en la cama, ésta volvió a su mente. Empezó a preguntarse por qué Doreen le había dado al Duque lo que equivalía a un plano de la casa.

Cuando se le ocurrió la respuesta, se sintió escandalizada. Le pareció espantoso que el Duque se alojara en la casa de su padre y se portara de forma impropia con su hermanastra.

«¡No debo pensar en eso! ¡No pensaré en ello!», se dijo.

Sin embargo, no pudo arrojar aquella idea de su mente, y pasó mucho tiempo antes de que pudiera conciliar el sueño.

Cuando llegó la mañana, se sintió entusiasmada ante la idea de viajar a Heron y hospedarse allí.

No obstante, en cierto modo, deseaba que no les hubieran hecho la invitación.

«Me voy a sentir fuera de lugar», se dijo. «No tengo nada en común con el Duque, ni con sus amigos elegantes, como Doreen».

Sin embargo, ya era demasiado tarde para rechazar la invitación.

Aparte de ello, sabía que su padre insistiría en que ella viajara con el grupo. Había hecho preparativos la noche anterior para partir inmediatamente después del servicio matinal.

A la gente del pueblo le gustaba que el servicio se celebrara temprano, puesto que así podían volver a casa a preparar con calma el almuerzo dominical.

Esto es, si disponían de dinero para hacerlo.

La casa del Duque estaba bastante lejos y éste no quería llegar demasiado avanzada la tarde.

—Es una suerte —dijo— que haya venido de Londres en este amplio carruaje de viaje.

Cuando subieron al vehículo, que era abierto, el Duque se sentó en el lugar del conductor, con Doreen a su lado.

Ilesa y su padre ocuparon los asientos de atrás.

Detrás de ellos iba un mozo de cuadra, encaramado de manera bastante peligrosa, en un pequeño asiento encima del equipaje. Algunos de los bultos más pequeños, incluyendo la sombrerera de Doreen, habían sido colocados junto a Ilesa y su padre.

Debido a que Ilesa no sabía qué debía llevar, había dejado en manos de Nanny la preparación de su equipaje.

Su viejo baúl se veía un poco fuera de lugar junto al muy elegante de Doreen.

Era un día precioso y el Duque conducía con una habilidad que Ilesa sabía que su padre estaba admirando.

Tuvo mucha precaución al arribar a los serpenteantes senderos que llevaban fuera del pueblo.

Cuando llegaron al camino principal, sin embargo, soltó las riendas a los caballos.

Se detuvieron a almorzar en una posada, donde el Duque contrató un salón privado.

Les sirvieron una comida muy superior a la que hubieran recibido en el comedor público y se pusieron de nuevo en marcha.

Ilesa estaba deseando llegar a Heron. Había leído algo sobre aquel lugar en los periódicos especializados en carreras de caballos y lo había visto ilustrado en una revista que llegó a sus manos cuando su abuelo aún vivía.

Estaba segura de haber leído que la casa había sido construida por Robert Adam, o, cuando menos, restaurada por él. Informaba el artículo que era una de las mansiones palaciegas más amplias e importantes existentes en el país.

«Por lo menos, voy a verla una vez», pensó.

Estaba segura, por la forma en que Doreen había actuado, que su padre y ella no volverían a ser invitados a Heron si su hermanastra se convertía en la Duquesa de Mountheron.

Doreen se había mostrado decididamente posesiva con el Duque. Parecía disgustarle incluso que éste hablara con su padre de los cuadros de Stubbs. Se ponía furiosa cuando parecía no darle importancia a su presencia.

Estaban llegando a Heron.

Finalmente, franquearon una impresionante verja de hierro forjado, con puntas doradas, y empezaron a avanzar por una larga avenida bordeada por frondosos árboles.

Ilesa podía entender el interés de Doreen en casarse con el Duque.

Nunca había imaginado que una casa pudiera ser tan impresionante, tan enorme. Al mismo tiempo, se trataba de un fondo adecuado para el Duque mismo. El sol brillaba en los cristales de una multitud de ventanas. Pensó que era como si su resplandor diera la bienvenida a su propietario.

A medida que se acercaban, el estandarte del Duque fue izado en el asta que se erguía en el tejado. Al tiempo de detenerse, fue extendida una alfombra sobre la larga escalinata que conducía a la puerta principal.

Inmediatamente, varios mozos acudieron para sujetar la cabeza de los caballos.

El Duque ayudó a Doreen a descender de su asiento. Ella subió con arrogancia la escalinata, sin esperar a su padre ni a Ilesa, como si el lugar le perteneciera.

El vestíbulo de entrada resultó exactamente como Ilesa pensaba que debía ser. Estaba perfectamente proporcionado y sus nichos estaban ocupados por diversas estatuas de diosas griegas.

Encima de la repisa de la chimenea, exquisitamente tallada, colgaban numerosas banderas militares. Se trataba de reliquias, supuso Ilesa, de batallas ganadas por los antepasados del Duque.

Les había dicho durante el almuerzo, que su tía, Lady Mavis, actuaría como su anfitriona.

—Es mi tía más joven —informó—, y, como es soltera, me resulta muy conveniente que se hospede conmigo siempre que preciso para alguien de una dama de compañía.

Retorció un poco los labios al decir las últimas palabras. Ilesa imaginó que, si se alojaba con él alguien con quien estaba sosteniendo un romance, no querría a su tía allí. Trató de no pensar en tales cosas.

Sólo la alteraban y eran ajenas a su naturaleza.

Lady Mavis esperaba en el muy atractivo salón al que fueron conducidos en cuanto entraron en la casa.

Era una mujer muy bonita, de unos treinta y cinco años, y resultaba triste que no se hubiera casado.

El Duque les había explicado, cuando les dijo que los esperaba en Heron, que muchos años antes había tenido un idilio infortunado.

Su prometido murió en forma trágica y ella no volvió a enamorarse.

Lady Mavis estaba vestida con gran sencillez y mucho más apropiadamente que Doreen.

Ésta, por su parte, llevaba puesto un elaborado vestido de un color muy brillante, que Ilesa pensó estaba completamente fuera de lugar en el campo. Pero tenía demasiado tacto, Ilesa, por supuesto, como para comentarlo.

Cuando vio a Lady Mavis, comprendió que tenía razón.

—He traído conmigo a varios invitados, tía Mavis —dijo el Duque, besándola ligeramente en la mejilla—. Quiero presentarte a la hermanastra de Doreen, Ilesa, y a su padre, el Reverendo Mark Harle. Es hijo del difunto Conde de Harlestone y posee dos magníficos cuadros de Stubbs, que rivalizan con los míos.

—¡Encuentro eso difícil de creer! —repuso Lady Mavis, besando ella también al Duque. Estrechó la mano de Doreen, diciendo con cortesía:

—Me encanta volver a verla.

Tomó la mano de Ilesa y exclamó:

—¡No sabía que Lady Barker tenía una hermanastra! ¡Y qué hermosa es!

Ilesa se ruborizó, ya que no esperaba un cumplido así.

Luego, Lady Mavis estrechó la mano del Vicario y dijo:

—Fue muy amable por su parte haber aceptado una invitación tan precipitada. ¡Estoy segura de que mi sobrino quiere hacerle sentir envidia cuando vea su colección!

—Me temo que voy a sentirme muy envidioso verdaderamente —manifestó el Vicario—, por mucho que trate de resistir a la tentación de faltar a ese mandamiento particular.

Todos rieron las palabras del Vicario.

Lady Mavis sirvió el té que los esperaba junto a la chimenea. Ilesa se sentó en el sofá situado frente a la mesa.

En la misma había una tetera de plata, una jarra con agua caliente, el azucarero y otra jarra para la leche, todo de plata también.

Las diversas piezas estaban colocadas sobre una magnífica bandeja que Ilesa pensó debió haber sido hecha durante el reinado de Jorge II.

Había aprendido mucho sobre la plata a través de su madre. Ésta le había enseñado a reconocer los diferentes periodos, observando los objetos que su abuelo tenía en el Hall.

El Vicario se sentó junto a Lady Mavis.

De forma deliberada, Doreen inició lo que parecía tratarse de una conversación muy íntima con el Duque.

Aquello dejó a Ilesa a sus propios recursos, por lo que se dedicó a admirar los cuadros que colgaban en los muros y que habían sido pintados todos por famosos artistas.

Había también algunas magníficas mesitas talladas y doradas, que Ilesa pensó debían pertenecer a la época de Carlos II. Casi se estremeció cuando el Duque dijo inesperadamente:

—Espero que esté usted a gusto en esta habitación, señorita Harle. Era la favorita de mi madre, por lo que todos los muebles que más le gustaban de otras partes de la casa los puso aquí.

—Estaba pensando en lo hermosa que es —indicó Ilesa—, y estaba admirando de forma especial las mesas del periodo de Carlos II.

El Duque enarcó las cejas.

—¿Supo que eran de la época de Carlos II?

Ilesa sonrió antes de contestar:

—Pensé que debían serlo por el estilo del tallado. Y, por supuesto, la corona aparece en dos de ellas, como se acostumbraba en su época.

Pensó que era casi un insulto que el Duque se mostrara tan sorprendido de que ella supiera cosas así. En consecuencia, no pudo resistir la tentación de decir:

—Creo que el Van Dyck que está sobre la chimenea es uno de los más bellos cuadros que he visto en mi vida.

—Ahora me está usted haciendo que me decida a mostrarle mi galería de pinturas —replicó el Duque—. Cuando su padre termine de tomar el té, sugiero que vayamos a ver mi colección de Stubbs, antes de que empecemos a hablar de sus obras.

—¡Usted no tendrá que pedir dos veces a Papá una cosa así! —Ilesa sonrió.

Entonces el Duque lo comentó con el Vicario, que se puso de pie inmediatamente, con evidente entusiasmo.

—Pensé que sería mejor que viera usted, primero, mis Stubbs —dijo el Duque—. De otra forma, empezaríamos a hablar de algo que no ha visto todavía.

Salieron del salón. Sólo cuando empezaron a caminar por el corredor, Ilesa reparó en que, cuando estaban a punto de abandonar la sala, Lady Mavis había invitado a Doreen a quedarse con ella.

Estaba segura de que eso era algo que su hermanastra no deseaba hacer, pero no pudo negarse.

En realidad, constituyó un alivio para Ilesa el poder hablar con el Duque sin que Doreen la estuviera observando con el ceño fruncido.

El Duque los llevó a la estancia donde se hallaba ubicada su colección de Stubbs.

Había, en verdad, numerosas pinturas de este autor, y el Duque se detuvo frente a una llamada Sabuesos en un paisaje, fechada en 1762.

—Se cree que Stubbs pintó este cuadro en el castillo de Berkeley —señaló el Duque.

—He oído eso —estuvo de acuerdo el Vicario.

Después se detuvieron ante un cuadro titulado Provenance, que había sido encargado, informó el Duque, por el Marqués de Rockingham.

El Vicario se mostró entusiasmado por la forma en que estaba pintado, con un fondo de árboles y un río. —La casita que está en la orilla opuesta— dijo —se repite en el cuadro Mares junto a un roble.

El Duque lanzó una exclamación y dijo:

—¡Me estaba preguntando si usted sabría eso! Le mostraré esa otra pintura cuando lleguemos al otro extremo de la sala.

Entonces, al avanzar, fue Ilesa quien se mostró más emocionada. El cuadro que contemplaban ahora lo había visto reproducido en una revista. Nunca pensó que tendría la suerte de hallarse ante el original.

Se reproducía en el lienzo un leopardo asiático, llamado cheetah en la India, de donde era originario, junto a sus dos cuidadores indios.

—¡Mira, Papá! ¡Mira! —dijo Ilesa llena de excitación—. ¡El cuadro del que hablábamos el otro día y que dijiste que te encantaría tener!

—No tenía idea de que pertenecía a Su Señoría —comentó el Vicario.

—Es una nueva adquisición —explicó el Duque—. Hace apenas seis meses que lo tengo.

—¡Es… precioso! —suspiró Ilesa—. ¡Yo siempre había anhelado ver un cheetah!

Observó que los labios del Duque se movían como si fuera a decir algo. No obstante, pareció cambiar de parecer y murmuró:

—Es, en mi opinión, una de las mejores pinturas de Stubbs. Su modelo fue el cheetah que Sir George Piggott regaló al Rey Jorge III. Como ustedes recordarán, Piggott era el Gobernador General de Madrás.

Estaba mirando en esos momentos al Vicario, quien dijo:

—Siempre he oído decir que ese cheetah fue el primero que se vio en Inglaterra.

—Estoy convencido de que eso es verdad —estuvo de acuerdo el Duque—. El Rey Jorge III se lo dio a cuidar a su hermano, el Duque de Cumberland, en el bosque de Windsor, donde el Duque tenía un zoológico privado.

El Vicario rió brevemente.

—He leído, desde luego, que el Duque preparó un experimento en el gran parque de Windsor, con el propósito de observar cómo estos leopardos indios atacaban a su presa.

—Este leopardo —dijo el Duque, señalando con un dedo al animal— atacó a un venado, que huyó. El cheetah aprovechó la oportunidad que le ofreció la persecución del venado para escapar también al bosque.

—Leí esa historia —asintió el Vicario—. El animal mató a un corzo antes de ser capturado de nuevo.

—Se dice —intervino Ilesa— que un cheetah es muy rápido y que su estampa es magnífica cuando se mueve.

—Así es —confirmó el Duque—. Este tipo de leopardos son los animales más veloces del mundo en distancias cortas. ¡Son capaces, creo, de desarrollar una velocidad de sesenta millas por hora!

Como si pensara que ya habían hablado suficiente sobre leopardos indios, pasó a las siguientes pinturas de su colección.

Pero Ilesa continuó volviendo el rostro con frecuencia al cuadro del leopardo, cuyo título era el de La esfinge moteada. Había algo en el animal que le resultaba cautivador. Se preguntó cómo sería tener un animal así como mascota. Pasaron un largo tiempo en el salón de los Stubbs y después subieron a vestirse para la cena.

Las doncellas ya habían recogido su equipaje.

Cuando le preguntaron qué iba a ponerse, Ilesa advirtió que Nanny le había dispuesto dos trajes de noche.

Uno era el de color malva pálido, que había pertenecido a su madre, y que fue el que usó la noche anterior.

El otro se trataba de un vestido que no esperaba ver. Era el vestido de novia de su madre.

Sin duda alguna, era el vestido más bonito que su madre había poseído nunca.

Pero jamás se le habría ocurrido a Ilesa usarlo.

Había sido diseñado en la época en que se llevaban las crinolinas, como éstas se hallaban fuera de moda, su madre lo varió notablemente. Sólo quedó una falda muy amplia, que descendía de una delgada cintura.

Todo el vestido había sido elaborado con un encaje tan fino que su madre solía contarle de niña que se lo habían hecho las hadas.

Ciertamente, era un vestido exquisito.

En cualquier caso, Ilesa pensaba que se vería muy aparatosa con él.

Sin embargo, cuando se lo puso, decidió que nada podía ser más adecuado en aquella casa. Le ajustaba perfectamente, ya que su figura era muy similar a la de su madre, y los suaves pliegues que dejaban sus hombros al descubierto resultaban muy atractivos.

Se veía muy joven, muy hermosa y como si hubiera escapado de uno de los cuadros que colgaban de los muros. No obstante, se sintió un poco tímida cuando bajó al salón. Fue un alivio descubrir que había otros invitados a cenar.

También se encontraba allí un joven alto y apuesto, que le fue presentado como Lord Randall.

Ilesa supo de inmediato que aquel hombre era con quien Doreen había estado en Las Tres Plumas.

Parecía muy agradable.

Cuando Ilesa le estrechó la mano, comprendió en el acto que no era el perverso villano que había pensado que era. Lo vio mirar a Doreen, que entró al salón poco después que ella. Se sintió convencida inmediatamente de que Lord Randall amaba realmente a su hermanastra.

Sin embargo, y como consecuencia de que ésta no tenía intenciones de casarse con él, había una inconfundible agonía en su expresión. De la forma en que Doreen habló con Lord Randall, Ilesa dedujo que su hermanastra esperaba que éste se encontrara allí.

Suponía que Doreen había preparado todo aquello para evitar que Sir Mortimer le buscara problemas. No pudo menos que pensar que era cruel de su parte, sobre todo cuando Doreen se dirigió sin vacilación al lado del Duque en cuanto éste entró en la sala.

Pareció que lo hacía para dejar bien en claro ante todos la existencia de una relación íntima entre ellos.

Cuando Ilesa se encontró sentada junto a Lord Randall durante la cena, conversaron de temas relacionados con el campo.

Se enteró de que Lord Randall poseía una casa en Hampshire, de la que se mostraba muy orgulloso.

—Ha pertenecido a mi familia desde hace cuatro generaciones —dijo—, pero, desde luego, no puede compararse en modo alguno con Heron.

Había una nota de desesperación en su voz. Miraba a través de la mesa hacia Doreen, cuyo hermoso rostro estaba vuelto hacia el Duque.

Ilesa sintió una gran compasión por él y preguntó:

—¿Cuánto tiempo hace que conoce a mi hermanastra?

—Desde que llegó a Londres por primera vez y arrasó con todos como si fuera un meteoro caído del cielo —contestó Lord Randall.

Ilesa no dijo nada y él continuó:

—Su belleza me dejó sin sentido desde el momento en que la vi. Pero supongo que debí haber sabido que está tan fuera de mi alcance como la luna.

—Doreen es, en verdad, muy hermosa —reconoció Ilesa. Su interlocutor asintió con la cabeza y dijo:

—Demasiado hermosa para la paz mental de un hombre.

Ahora, su voz sonó en un tono un tanto duro.

Como consecuencia de ello, Ilesa cambió el tema de conversación y empezó a hablar de caballos. Estaba segura de que Lord Randall se interesaría y esperaba que, por el momento al menos, se olvidara de Doreen.

Lord Randall le informó de que el Duque se trataba de su mejor amigo desde que estudiaban de niños en Eton. Habían comprado y domado juntos muchos potros, y eso había constituido para ellos un pasatiempo absorbente.

—Creo que Drogo es uno de los mejores jinetes que hay en Inglaterra —dijo—. Desde luego, posee caballos soberbios, pero también puede hacer que hasta un animal inferior parezca excepcional.

—Mi padre también ama mucho a los caballos —manifestó Ilesa—. Sin embargo, no podemos permitirnos el lujo de tener muchos y debemos cuidar debidamente los que poseemos. —¿Me quiere usted decir que son pobres— preguntó Lord Randall.

—Muy pobres —contestó Ilesa—. No obstante tuvimos la suerte de que, mientras vivió mi abuelo, Papá y yo pudimos montar los excelentes caballos que él tenía.

—Yo siempre imaginé que Doreen procedía de una familia rica, que poseía una extensa propiedad.

—Eso podía decirse de mi abuelo; pero mi padre, que se trata del tercer hijo, sólo es vicario de Littlestone. Estoy segura de que usted sabe, tan bien como yo, que los vicarios raras veces disponen de dinero. Tienen que ayudar, de su propio bolsillo, a mucha gente pobre.

—Eso es verdad —reconoció Lord Randall.

Ilesa estaba pensando lo típico que era de Doreen haber hablado de la casa de su abuelo, sin mencionar nunca la de su padre.

Desde luego, como se había casado con un hombre muy rico, era natural que la gente pensara que siempre vivió en el lujo.

Cuando la cena terminó, pasaron a otro de los salones de recepción. Era tan hermoso como el salón en el que se reunieron con anterioridad.

Las parejas de invitados maduros dijeron poco después que tenían que regresar a sus casas. De modo que todos pudieron irse a la cama poco después de las once de la noche.

Mientras ascendían por la escalera, Ilesa advirtió que Lord Randall miraba anhelante a Doreen.

Se daba cuenta de que su hermanastra lo había estado evitando de forma deliberada. Lo hacía por si el Duque pensaba que había algo extrañamente familiar en la forma en que pudieran hablarse.

Cuando Ilesa entró en su dormitorio, Doreen la siguió. Cerró la puerta y preguntó con voz aguda:

—¿De dónde sacaste ese vestido? ¿Y por qué no te lo había visto yo antes?

—Nanny lo preparó para mí —contestó Ilesa—, y seguramente tú debes reconocerlo, porque fue el vestido de novia de mi madre.

—¡Es demasiado elaborado y elegante! —comentó Doreen, enfadada.

Como ella misma llevaba puesto un vestido que tenía un enorme polisón y estaba decorado con flores a ambos lados, Ilesa se limitó a mirarla con fijeza.

—Ya sé lo que estás pensando —dijo Doreen—. Pero yo soy una mujer casada y puedo usar gasas bordadas con diamantina. Las jovencitas no deben hacerse notar y, por supuesto, ¡no deben vestirse como una actriz en un escenario!

—¡O me ponía este vestido, o uno de los que uso en casa y que están ya hechos trizas! —protestó Ilesa—. No tenía idea de que iba a venir a un lugar así. Le iba a pedir dinero a Papá para un vestido nuevo, pero él tuvo que ayudar a alguien que estaba enfermo.

—Bueno, no vuelvas a ponerte ese vestido —dijo Doreen—. Te vi conversando con Hugo Randall durante la cena. ¿De qué estaban hablando?

—Hablábamos de ti.

—¡Me lo imaginé! Por lo que más quieras, ¡ten cuidado! Si el Duque pensara que Hugo y yo somos amigos íntimos, podría empezar a sospechar algo.

Ilesa se quedó callada por un momento.

Luego, dijo:

—Creo que Lord Randall te ama mucho, Doreen.

—Ya lo sé, y yo le tengo cariño también —repuso Doreen—. Pero ¿no te das cuenta? ¡Tengo que ser Duquesa! Tengo que ser la dueña de esta enorme casa, y de la que el Duque posee en Park Lane.

—¿El poseer casas puede, realmente, hacer feliz a alguien? —preguntó Ilesa—. Yo habría pensado que lo más importante era el hombre que viviera en ellas. Hubo una ligera pausa antes de que Doreen aseverase:

—¡Voy a casarme con el Duque! Es sólo cuestión de tiempo que él me lo proponga. Y ten mucho cuidado con lo que le dices a Hugo Randall.

Salió de la habitación al terminar de hablar.

Ilesa la oyó correr por el pasillo hacia su dormitorio. Entonces, lanzó un profundo suspiro.

Tenía la sensación de que Doreen no iba a ser feliz y, aunque ella jamás lo admitiría, estaba cometiendo un error. De todos modos, Ilesa se preguntó quién era ella para juzgar a su hermanastra.

«Nadie me ha propuesto el matrimonio a mí», pensó, «y no es probable que alguien lo haga, ya que no conozco a hombres solteros donde vivo». Se desvistió y se metió en la cama.

Antes de quedarse dormida, trató de no pensar en su hermanastra y sus problemas. Se dedicó a recordar el cuadro en que Stubbs había pintado a un leopardo indio.

* * *

Ilesa despertó muy temprano por la mañana, como lo hacía habitualmente en su casa.

El sol, que se asomaba entre las cortinas de las ventanas, erra del tono dorado pálido del amanecer.

De pronto pensó que aquélla era su oportunidad para acercarse a los jardines y al lago. Tal vez no tendría otra ocasión de hacerlo antes de volver a su casa.

Su padre y el Duque habían hablado de ir a las caballerizas después de desayunar y ella quería ir con ellos. Se vistió con rapidez.

Se dio cuenta de que Nanny le había dispuesto lo mejor de sus vestidos sencillos. En cualquier caso, no podían compararse con nada de lo que Doreen se pondría. Ilesa, sin embargo, no estaba interesada en sí misma, sino en lo que podría contemplar.

Bajó las escaleras y advirtió que la puerta principal ya estaba abierta. Salió a la luz del sol, pensando en lo emocionante que sería explorar todo ella sola.

Los jardines eran maravillosos. Caminó a través del césped, más allá de los lechos de flores. Había un espacio plagado de hierbas aromáticas, que le fascinó.

Pensó en lo mucho que su madre habría disfrutado allí. Llegó a una verja de hierro que conducía del jardín a un huerto. Como el lugar le pareció incitante, abrió la verja y caminó a través del huerto. Entonces, frente a ella, descubrió una alambrada. Al llegar a ella, se preguntó si le impediría seguir adelante.

Repentinamente lanzó una exclamación ahogada. Del otro lado de la alambrada, tendido en el suelo, había un animal grande.

¡Ilesa casi no podía dar crédito a sus ojos, pero era un tigre!