Capítulo 6
Al sentir que las cortinas se descorrían Eliza despertó, pero antes que pudiera pensar en lo que había sucedido la noche anterior, oyó decir a la doncella:
—Su señoría le envía saludos y le pide que esté lista a las once de la mañana, porque partirán para el campo.
Eliza se incorporó y se sentó en la cama.
—¿Dijo… el campo?
—Sí, señora; ahora le suben el desayuno.
La doncella se dirigió a la puerta y volvió con una bandeja. La colocó junto a la cama y empezó a arreglar la habitación, mientras Eliza miraba la reluciente tetera y la hermosa vajilla de porcelana como si jamás las hubiera visto antes.
¡Así que se iban al campo! Eso significaba que el duque faltaría a su cita con la Condesa de Walshingham.
Sin saber qué conclusión sacar, se levantó y se vistió y, unos minutos antes de las once de la mañana, bajó a reunirse con el duque en el vestíbulo.
El la miró y ella, a su vez, le dirigió una mirada inquisitiva, pero ninguno de los dos habló y un momento después partían bajo la luz del sol.
Los caballos estaban frescos e inquietos y Eliza, al observar al duque, notó que se concentraba en guiarlos.
Se preguntó si estaría molesto por lo que le había dicho la noche anterior y, en aquel momento, el recuerdo del beso que él le había dado la envolvió como la luz dorada del sol.
Al volver a sentir el mismo embeleso comprendió que, sin importar lo que sucediera o lo que él hiciera, nada podría arruinar lo que había sido el momento más perfecto de su vida.
No podía explicarse lo que había sucedido. Sólo sabía que el duque había convertido en realidad uno de sus más dorados sueños.
Aquello era sagrado, íntimo y personal y no podía compartirse con nadie más.
Continuaron el viaje sin hablar, pero Eliza sentía, de un modo extraño, que se comunicaban entre sí sin necesidad de palabras.
Sabía que las vibraciones provenientes del alma del duque todavía se unían a las suyas, como había sucedido la noche anterior y que aquello formaba parte de una magia que ella siempre había sabido que existía, pero que era difícil de explicar.
Llegaron a la Casa Chester poco antes de la una de la tarde y, al acercarse, a Eliza le pareció que la casa era aún más hermosa de como la recordaba.
Una vez más, estuvo segura de que los bosques la llamaban y no podía desobedecerlos.
El jefe de los palafreneros los saludó al llegar y Eliza escuchó que el duque le indicaba:
—La señora y yo saldremos a cabalgar después del almuerzo. ¿Llegaron ayer los caballos que estaban en Leicestershire?
—Están en la caballeriza, su señoría, y no hay ningún problema que reportar.
—¡Qué bien! Ordene que ensillen a Swallow y a uno de mis caballos.
—Muy bien, su señoría.
El corazón de Eliza dio un vuelco de alegría; primero, porque vería de nuevo a Swallow y, segundo, porque cabalgaría con el duque.
Ya se había percatado, desde antes de partir para Leicestershire, que cabalgar junto a él tenía un significado especial.
Fue la noche anterior, sin embargo, cuando se dio cuenta de lo que significaba para ella la cercanía de él. Era como si ambos vibraran al unísono con el ritmo de los caballos y con la música que el viento cantaba a su lado.
La doncella que la atendía la recibió con una sonrisa.
—Saldré a montar después del almuerzo —le indicó Eliza—, y me gustaría estrenar alguno de los trajes de montar que deben haber llegado ya de Londres.
—En efecto, señora, ya llegaron. Y son muy bellos, en especial el de seda que tiene el color de los ojos de la señora.
—Usaré ése.
Como tenía prisa por ver de nuevo al duque, Eliza bajó la escalera y se reunió con él para almorzar.
Mientras los sirvientes los atendían sólo pudieron sostener una charla convencional. Sin embargo, Eliza se daba cuenta de que cada palabra que pronunciaban tenía un significado secreto.
Durante una pausa en la conversación, notó que los ojos del duque estaban fijos en sus labios y, como adivinó lo que pensaba, se turbó de súbito y el rubor coloreó sus mejillas.
Casi abruptamente, él se puso de pie, como si ya se hubieran tardado demasiado, e indicó que los caballos los esperaban.
Cabalgaron a través del parque y la emoción y alegría que Eliza sentía de montara Swallow con el duque a su lado, se reflejaba en el brillo de sus ojos.
No podía explicarlo, pero las sensaciones que el duque le provocara la noche anterior todavía permanecían en ella, y cada vez que lo veía y pensaba en lo gallardo que era, su corazón se comportaba de una manera extraña.
Como hacía bastante calor pronto aminoraron el paso de sus caballos hasta un ligero trote y después una suave caminata, mientras el duque los conducía hacia uno de los bosques situados a la orilla del parque.
El bosque estaba muy silencioso, excepto por el vuelo ocasional de los pájaros cuando ellos se acercaban, pero Eliza estaba segura de que los árboles les hablaban y, aunque parecía imposible, presentía que el duque podía escucharlos del mismo modo que ella.
Recorrieron una gran distancia, y cuando llegaron al final del bosque, el duque tomó de regreso un angosto camino cubierto de musgo. A Eliza le pareció tan bello, que hubiera deseado detenerse y sentir que los espíritus del bosque se encontraban a su lado.
Pero era demasiado tímida para pedírselo al duque, así que continuaron su paseo hasta que tuvieron la casa a la vista. Eliza comprendió que él deseaba regresar porque tenía algún plan en mente.
Se había dado cuenta de que podía adivinar sus pensamientos y sentía que él podía hacer lo mismo con ella, pues, como si Eliza le hubiera hecho una pregunta, le indicó:
—Te llevé a ese bosque porque es donde cabalgo con frecuencia cuando estoy solo. Mañana, o quizá hoy, más tarde, te llevaré al bosque que está detrás de la casa, en el cual hay un lugar muy especial que quiero que conozcas.
—¿Especial para ti?
—Muy especial y creo que serás capaz de explicarme por qué significó tanto para mí cuando era niño y, más tarde, durante mi juventud.
Sonrió antes de continuar:
—Cuando tenía problemas, me sentía solo o necesitaba consuelo, aunque no pudiera explicarme por qué, me dirigía al estanque que se encuentra en el centro del bosque.
—¿Un estanque?
—Estoy seguro que me dirás que es mágico y aunque no lo he visitado en muchos años, desde que te conocí está de nuevo en mi mente.
La manera como habló hizo que Eliza perdiera de pronto el aliento, pero no dijeron más hasta que llegaron a la casa, donde los esperaban los palafreneros.
Eliza subió a su habitación y como pensó que se trataba de una ocasión especial, eligió uno de sus más hermosos vestidos verdes, porque deseaba que el duque la admirara.
Miró el reloj y se dio cuenta de que era mucho más tarde de lo que suponía, porque habían cabalgado un largo rato.
No se sentía cansada en absoluto. Experimentaba, por el contrario, una gran vitalidad y casi le parecía volar mientras bajaba la escalera hacia el salón donde suponía que la esperaba el duque.
No se había equivocado. El se encontraba ahí, vestido con suma elegancia, ya que se había quitado la ropa de montar y se había puesto un traje de etiqueta. Al verlo, Eliza pensó que jamás lo había visto más feliz.
El servicio de té estaba sobre la mesa y Eliza se apresuró a servirlo. Había también muchos otros deliciosos bocadillos, pero el duque sólo aceptó el té y ella tampoco quiso comer nada.
—Deseo hablar contigo, Eliza —dijo el duque con voz profunda—, pero tal vez éste ha sido un día pesado y debo dejar que descanses.
—No estoy cansada y no tengo ningún deseo de… descansar.
—¿Quieres que charlemos aquí, o vamos a mi estudio, que, para mí, es un lugar de mayor intimidad?
—Me gustaría que fuéramos al estudio porque sé, ya que tienes ahí los cuadros de caballos, que es la habitación que más te agrada.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó él y después sonrió—. Creo que, sin necesidad de explicaciones, ya sabemos mucho uno del otro.
Eliza contuvo el aliento. En los ojos del duque había una expresión que la hacía sentir como si estuviera en la cima de una cumbre. Un paso más y quedaría flotando en el espacio, sin saber dónde caería.
—Eliza —dijo de pronto el duque y extendió los brazos hacia ella.
En ese instante, al abrirse la puerta del salón, se escuchó el sonido de dos voces y risas y el mayordomo anunció:
—¡La Condesa de Walshingham, el Mayor y la señora Fenwick, el señor Harry Sheldon, Lord Hampton!.
Antes que el mayordomo terminara de anunciarlos, la condesa entró en la habitación con las manos extendidas hacia el duque, sonrientes los labios rojos y los ojos brillantes.
—¿Te sorprende vernos, Gregory? —preguntó—. Cuando supe que habían salido de Londres sin avisarme, decidí que no te me escaparías con tanta facilidad. Así que todos hemos venido a hospedarnos contigo.
Por un momento, el duque pareció no saber qué decir y, mientras la condesa lo tomaba de la mano y le sonreía, viéndose tan hermosa que Eliza pensó que ningún hombre podría resistírsele, sus ojos se encontraron con los de Harry Sheldon.
—¡No fue idea mía! —declaró Harry, como si se lo hubieran preguntado—. Isobel insistió en venir y pensé que debía venir yo también para brindarte mi apoyo moral.
—Por supuesto que insistí —lo interrumpió Isobel—. Siempre dijiste, Gregory, que todas tus propiedades estaban a mi disposición, y vine a que cumplas tu ofrecimiento. Además Kitty tenía muchos deseos de verte.
Como si le costara un gran esfuerzo, el duque recobró su galantería usual y extendió la mano hacia la señora Fenwick.
—Me da gusto verte, Kitty. ¿Cómo estás, Edward?
Se dio cuenta de que Lord Hampton se había acercado a Eliza y de que se llevaba la mano de ella a los labios.
—Tenía la intención de visitarla hoy, duquesa —dijo Lord Hampton—, y, aunque usted se propuso eludirme, he conseguido verla.
El duque lo interrumpió al decir:
—Eliza, me parece que no conoces a la señora Fenwick, una antigua amiga mía, y a su esposo, que estuvo conmigo en el mismo regimiento.
Eliza estrechó las manos de ambos, pero no hizo ningún intento de saludar a la condesa, quien miraba al duque de una forma que a Harry le pareció en extremo vergonzosa.
Eliza dijo de pronto, con una voz más suave y tranquila que la de los inesperados huéspedes:
—Creo que como tus amigos se hospedarán aquí, Gregory, debo avisar al ama de llaves.
El duque comprendió que aquélla era una excusa para salir del salón.
—Sí, por supuesto, hazlo, por favor —respondió.
—No hay necesidad de que la duquesa se moleste —observó la condesa, cortante—. La señora Field sabe muy bien cuál es mi habitación y ya le indiqué al mayordomo dónde se quedarán los demás.
Eliza no pareció haberla escuchado y se dirigió a la puerta, que Harry se apresuró a abrir.
Eliza se detuvo un momento para decirle:
—Estoy contenta porque los caballos ya regresaron, sanos y salvos. No parece haberles dañado el viaje ni el ejercicio que les impusimos.
—Me alegra saberlo —respondió Harry.
Pensó en salir con ella al vestíbulo y presentarle sus excusas por lo que sucedía, mas no estaba seguro de que fuera lo correcto.
Se había horrorizado al recibir el recado de Isobel, en que ella le comunicaba que estaba organizando un grupo para ir a la Casa Chester y lo invitaba a unirse a él.
Aun cuando el duque no le había dicho nada, Harry sospechaba, ya que eran íntimos amigos, que Gregory no tenía por Isobel tanto interés como antes de su matrimonio.
Hubiera podido apostar una gran suma a que, durante el tiempo que el duque había estado con Eliza en Leicestershire, apenas había pensado en Isobel.
Sin embargo, había prevenido al duque de que Isobel lucharía como una leona para retener lo que consideraba suyo y estaba seguro de que quien sufriría por ello sería Eliza, pero no tenía idea de cómo evitarlo.
Vio que Eliza subía ya la escalera, digna y tranquila, sin dar la menor señal de que estuviera huyendo de algo desagradable.
Después, en el tiempo que faltaba para que se anunciara la cena, nadie tuvo la oportunidad de sostener una charla íntima.
Eliza se dirigió a su dormitorio. Se detuvo frente a la ventana para observar el panorama, que se extendía hasta el punto donde los bosques se perdían en la penumbra.
No pensaba en la mujer que estaba abajo, sino en el hecho de que el duque, no sólo se había mostrado sorprendido con la llegada de la condesa, sino también molesto.
Ya Eliza lo conocía bastante para saber que le disgustaba que sus planes se alteraran o se cambiaran, porque, como era un perfeccionista, no consideraba agradables las sorpresas, sino incómodas e irrespetuosas.
Eliza se concentró en el recuerdo de su cabalgata por los bosques y en la impresión que le había dejado la cercanía del duque.
—¿Qué se pondrá esta noche, señora? —preguntó la doncella a sus espaldas y le costó trabajo prestarle atención.
Entonces, ocurrió algo extraño, como si una voluntad ajena a ella le dictara su decisión.
—¡Mi vestido de novia!
* * *
Mientras, por encima de la mesa, miraba a su esposa, que estaba sentada en el extremo opuesto con Lord Hampton a su derecha y Harry a su izquierda, el duque tuvo la sensación de que Eliza se había refugiado en un mundo propio y de súbito tuvo el temor de no poder alcanzarla.
Durante toda la cena se había dado cuenta de la actitud provocativa y agresiva que adoptaba Isobel con todos, excepto con él, con quien se mostraba afectuosa y demostrativa en exceso.
Había comprendido, cuando volvieron al salón antes de la cena y ella se le acercó sonriente y lo acarició, que sus sentimientos habían cambiado por completo, y que ya Isobel ni siquiera le parecía bella.
No era raro que se aburriera de las mujeres que lo atraían. Por lo general, atravesaba por un lento período en el que sus modales le empezaban a resultar irritantes, su conversación banal y lograban hacerlo bostezar, aunque aún despertaran en él un deseo físico.
Pero ahora, casi como si de pronto hubiera caído una cortina entre él e Isobel, descubrió que su belleza ya no tenía el poder de hacerle concebir ni siquiera la más ligera admiración.
Conforme avanzaba la cena empezaron a disgustarle sus modales posesivos, su charla venenosa y la forma como intentaba monopolizar la atención de todos, en especial la suya.
Continuó con la mirada fija en Eliza, y se preguntaba qué pensaría y qué sentiría.
Lamentaba no haber tenido el valor de ser grosero y rehusarse a aceptar al grupo de amigos a quienes no había invitado ni tenía intenciones de atender.
Pero se había dado cuenta de que, si lo hacía, provocaría un escándalo que se esparciría por todos los clubs de Londres, que no sólo lo haría quedar mal a él, sino a Eliza.
No había tenido más remedio que aceptarlos y, cuando subieron a cambiarse, Harry había murmurado una excusa, casi entre dientes, pero, para su sorpresa el duque contestó:
—Fue mi culpa. Debí suponer que algo así sucedería.
—Te advertí cómo es Isobel.
—Lo sé y no te creí. Tenías razón.
Harry iba a decir algo más, pero Isobel, quien subía la escalera tras ellos del brazo de Kitty Fenwick, había preguntado:
—¿Qué se secretean ustedes dos? Ya sabes, querido Gregory, que no permito que tengas secretos para mí.
El duque no contestó. Se dirigió a su habitación y cerró la puerta con fuerza.
Sabía a lo que había venido Isobel y cuáles eran sus intenciones. Eso lo puso de pésimo humor mientras su valet lo ayudaba a vestirse.
Deseaba decir tantas cosas a Eliza, y había planeado hacerlo después de la cena.
En cambio ahora, mientras cenaban, se preguntó cómo terminaría la velada y qué podría hacer para evitar que Isobel insultara a su esposa, lo cual estaba haciendo con cada palabra que pronunciaba, con cada mirada que le dirigía a él y cada vez que lo tocaba, con una desagradable familiaridad.
Al terminar la cena, y antes que Eliza pudiera hacerlo, Isobel, como si fuera la anfitriona, se levantó y exclamó:
—Debemos dejar solos a los caballeros para que beban el oporto, pero Gregory querido, no tarden. Ya sabes que detesto estar sin ti.
Fue tal su osadía que hasta Harry ahogó una exclamación, pero Eliza se limitó a caminar hacia la puerta y se detuvo para esperar que, Isobel saliera primero.
Mientras avanzaban por el corredor, Isobel del brazo de Kitty y Eliza detrás de ellas, comentó:
—Supongo que sabes que ayudo a Gregory a hacer mejoras en su casa y a acomodar sus tesoros.
—¡Nunca había visto pinturas tan magníficas! —respondió Kitty.
—¡Casi tan magníficas como su dueño! —sonrió Isobel. Entraron en el salón y la condesa indicó:
—No permito que nadie se siente en mi silla favorita que, por supuesto, siempre reservan para mí, pero siéntate junto a mí, Kitty, y te contaré una magnífica idea que se me ha ocurrido.
—¿Cuál es?
—Sabrás que Gregory acaba de construirse un nuevo yate. Todavía no lo he visto, pero tengo entendido que es sensacional. En cuanto esté listo, debemos organizar un viaje al extranjero. Gregory no se opondrá a llevarnos al Sena. ¿Imaginas algo más romántico que estar en París con él?
La condesa hablaba con voz alta para asegurarse de que Eliza la escuchaba, quien en lugar de prestarles atención, se había dirigido hacia la ventana abierta para mirar al jardín.
De pronto, sin mirar siquiera a las dos mujeres, salió a la terraza y desapareció.
El duque se rehusó a entretenerse con el oporto y se puso de pie.
—¿Cuál es la prisa, Gregory? —preguntó Lord Hampton.
El duque no contestó y sólo Harry comprendió que la razón de su urgencia era que temía lo que Isobel pudiera decirle a Eliza.
Al llegar al salón encontraron solas a Isobel y a Kitty.
El duque no necesitó preguntar dónde estaba Eliza. Fue casi como si la ventana abierta se lo indicara, o quizá la forma en que había empezado a saber lo que ella pensaba y que hacía que las vibraciones mentales de ambos los comunicaran a cada momento.
Tal como ella había hecho, sin dar ninguna explicación, fue hacia la terraza, y cuando Isobel se dio cuenta de lo que hacía y le gritó que regresara, apresuró el paso y bajó con rapidez los escalones que conducían al jardín para cruzar el prado a toda prisa.
Todo el día había hecho calor y en ese momento hacía más aun. Ni una pizca de brisa refrescaba el ambiente.
Las estrellas tachonaban el cielo y la luna se levantaba sobre el bosque, donde el duque estaba seguro de encontrar a Eliza.
Pero primero debía atravesar una gran extensión de jardín, y como caminaba rápidamente en su prisa por reunirse con ella, se quitó la chaqueta y la puso sobre su, brazo.
Cuando llegó donde empezaba el bosque, el duque se sintió acalorado y arrojó la chaqueta al suelo, decidiendo recobrarla a su regreso.
En un impulso, se desató la corbata, se desabrochó la camisa y se la quitó.
Era algo que hacía con frecuencia cuando era niño y le había ganado reprimendas de sus institutrices, primero, y después de sus tutores. Pero le había parecido bien entonces y también ahora.
La luz de la luna, que caía como hilos de plata entre las ramas de los árboles, le permitía ver por dónde caminaba.
El bosque parecía tan hermoso que deseaba, como nunca antes había deseado nada, compartir su belleza con Eliza, ya que sabía lo mucho que significaba para ella esa mística hermosura.
Estaba seguro de que el camino que seguía lo conduciría a ella, pues en ningún momento pensó que a Eliza se le dificultara orientarse en un bosque que no conocía.
Por fin llegó al lugar donde, estaba seguro, la hallaría.
Había un claro, y altos árboles rodeaban el estanque al cual se refería cuando le dijo a Eliza que significaba algo especial para él cuando era niño.
En la orilla, crecían flores y lirios acuáticos y a un lado, donde los árboles no llegaban hasta el estanque, se veía un terreno plano cubierto de hierba y flores silvestres.
Eso convertía al estanque en un lugar misterioso, fascinante.
Lo primero que el duque vio, entre él y Eliza, fue una luz, como un deslumbrante rayo de luna, que sin embargo no provenía del cielo sino que brillaba en el suelo, junto al estanque.
Al verlo de nuevo, se dio cuenta de que era el vestido que Eliza llevaba durante la cena y de que ella estaba de pie, desnuda.
Se detuvo a mirarla. La luz de la luna, al caer sobre su cuerpo, lo hacía parecer inmortal, como una ninfa que surgiera del agua.
Era pequeña y esbelta y muy hermosa, pero él no pensó en ella en ese momento como una mujer a la que deseara.
Era como un ser etéreo, al que él respondía, no con su cuerpo, sino con su espíritu y hasta con el aire que respiraba.
Como si Eliza adivinara su presencia sin verlo, se volvió y lo miró, de pie a la sombra de los árboles y mientras él caminaba hacia ella, no se movió ni hizo ningún esfuerzo por ocultar su desnudez.
Se quedó parada, con la luz de la luna brillando en las gotas de su cuerpo y lo esperó.
El llegó a su lado y se detuvo para contemplarla. Aquél era un momento mágico, como si se hubieran reunido a través de la eternidad y todo lo que sucedía hubiera sido ordenado, tal vez mucho antes que ambos nacieran.
El duque escuchó entonces la música que parecía provenir del mismo cielo.
Era como si ambos se movieran con esa melodía y, con gran lentitud, como si el tiempo se hubiera detenido, la rodeó con sus brazos.
La sintió fría y etérea al posar sus labios sobre los de ella y, en ese momento, no hubo pasión en su beso; sólo una emoción reverente, como si tocara algo sagrado y espiritual, que era eterno como Dios y parte de sus almas.
Pero al sentir que el cuerpo de Eliza, ceñido a su torso desnudo, se volvía más cálido y humano, el beso se hizo más profundo.
Comprendió, mientras ella se estremecía contra él, que se había producido entre ellos el mismo éxtasis de la noche anterior.
Nunca en su vida, en todas las veces que poseyó a tantas mujeres, había conocido las sensaciones que Eliza logró despertar en él cuando la besó en el jardín de la Casa Devonshire.
Como era algo tan maravilloso y extraño, había dudado, esa misma mañana, que pudiera ser verdad y casi pensó que lo había imaginado.
Ahora sabía que era sólo una pequeña parte de lo que ella podría hacerle sentir y de lo maravilloso que sería estar juntos.
La ciñó más contra su pecho y el misterio de la noche era cómplice de aquel amor, tan diferente a cualquiera que el duque hubiera conocido o siquiera imaginado.
Eliza era suya y él de ella. Ambos eran indivisibles y nada podría separarlos. En ese momento eran como dioses, aunque él todavía era un hombre.
La clara luz de la luna, la música de los árboles, que era cada vez más intensa, surgía también de sus corazones y los espíritus del bosque esperaban.
El duque levantó a Eliza en sus brazos y después la depositó con ternura sobre la hierba.
Los rodeaba el aroma de las flores, pero él no sólo percibía su fragancia, sino cuanto los rodeaba. Todo, desde la tierra hasta los árboles, vivía y respiraba y podía sentir esa vida vibrar dentro de él.
Era parte de la música, de la luz de la luna, de las estrellas, de Eliza.
Entonces sólo quedó la gloria que los elevó en alas deslumbrantes hacia el cielo y ambos se convirtieron en uno…
Mucho tiempo después, cuando la luz de la luna se había alejado ya del estanque y la sombra de los árboles los protegía y cubría, Eliza murmuró:
—Te… amo.
Su voz era débil. Era la primera vez que hablaba desde el momento en que se encontraron y, sin embargo, sentía como si se hubieran dicho un millón de cosas y no existieran secretos entre ellos.
—Y yo también te amo, mi duendecillo, mi amada, mi corazón, mi vida entera.
—No sabía… que pudiera sentir… nada tan glorioso… tan perfecto y… seguir aún viva.
—¿No te asusté?
—¿Cómo podías… asustarme… tú? Eres el dios que siempre… adoré y busqué… entre los árboles… y cuando llegaste… a mí sólo pensé en que… debía arrodillarme… a tus pies.
—Soy yo quien debía hacerlo, porque eres la ninfa más exquisita que jamás haya surgido de un estanque mágico en un bosque secreto.
Eliza emitió una risa que era de felicidad.
—Un estanque mágico. Cuando lo vi comprendí por qué venías a él cuando eras niño.
—¿Sabías que te seguiría hasta aquí esta noche?
—Creo… que debí… saberlo… los árboles me llamaban desde la primera vez… que los vi y sabía que me obligaban a venir. Cuando llegué… al bosque… me indicaron por dónde… ir.
—Imaginé que eso debía haber sucedido.
—¡Oh, Gregory, lo comprendes! Nunca pensé, o soñé siquiera, que alguien lo entendiera, y mucho menos tú.
Sintió que él se ponía rígido:
—No quise… ofenderte… pero, debido a lo que había oído… decir de ti… pensé en ti sólo como hombre… un hombre magnífico… pero sólo un… hombre.
—¿Y ahora?
—Para mí eres… el dios que siempre… ha sido parte… de mi vida.
—Como tú lo eras de la mía, aunque yo no me daba cuenta. Sólo ahora, cuando te tomé en mis brazos, estuve seguro, no sólo de que todo esto fue ordenado desde el principio de los tiempos, sino de que estaremos juntos a través de la eternidad.
—¿En serio… lo crees… así?
—Dedicaré mi vida a convencerte de que soy sincero. Desde que te vi, tu rostro me ha perseguido y encantado y ahora sé que ninguna otra mujer podrá volver a atraerme jamás.
Eliza lanzó una exclamación de felicidad.
—¿Por qué he de decir «otra mujer»? Tú no eres una mujer sino un ser sobrenatural, irresistible y encantador.
—Deseo que así… lo… sientas.
—¿Por qué?
—Porque no tenía idea de que el amor pudiera ser tan… poderoso… tan emocionante… y abrumador. Es magia… la magia que sentí… entre los árboles… que escuché en la… música de las hojas, que me hablaban.
—La escucharemos juntos y así nunca cometeremos errores.
—Estaba equivocada respecto a ti… pero ahora te amaré… y te adoraré… por siempre.
Hablaba con voz conmovedora y el duque buscó sus labios. Su beso fue tierno, pero a la vez exigente.
Al sentir el cuerpo suave y cálido de ella contra su piel, le pareció que la música que los rodeaba era más fuerte y pudo sentir de nuevo la vida de las flores, de los árboles, y de la tierra que vibraba a través de ellos y los convertía en parte de toda la creación.
Sus labios se volvieron más insistentes y posesivos y al sentir el fuego que surgía dentro de él, comprendió que el cuerpo de Eliza se estremecía y que dentro de ella brotaban pequeñas llamas.
—¡Amame… Gregory… ámame!
La luz que surgió de sus dos almas fue tan brillante como la de la luna y su amor los elevó hasta las estrellas.