Capítulo 4
Eliza salió con lentitud de su dormitorio para baja la escalera hacia donde su padre la esperaba.
Se preguntó si él notaría lo poco convencional que era su vestido, pero como el duque aún lamentaba con amargura que fuera ella y no Caroline a quien debía escoltar al altar, era probable que ni siquiera la mirara.
Cuando fue a Londres con su madre para comprar si ajuar nupcial, decidió adquirir lo que le quedaba bien, el lugar de usar el acostumbrado vestido de novia que si suponía que debía lucir.
Había calculado con cuidado la impresión que debía dar al convertirse en esposa del duque.
Sabía muy bien que las amistades de su señoría se sorprenderían de que él no hubiera elegido, entre las dos hermanas, a aquella que era aclamada como una belleza.
Eliza temía que las críticas provocaran momentos desagradables para Caroline si hacían que su padre concibiera la idea de conseguirle otro pretendiente importante que la desposara.
Le había molestado tanto que el Duque de Lynchester la prefiriera a ella antes que a su amada Caroline, que se comportaba ahora con más rigidez que de costumbre y desahogaba si malhumor con su hija mayor.
Eso era un mal augurio para la ocasión en que Edward Dalkirk pidiera la mano de Caroline y Eliza deseaba, de algún modo, ayudarlos.
También deseaba evitar, de ser posible, que la gente manifestara abiertamente que ella no era el tipo de duquesa que se esperaba que Gregory Lynchester eligiera.
Por lo tanto, había tenido que manejar a su madre con mucha inteligencia.
Había ido con la duquesa el primer día a las tiendas donde adquirirían los vestidos más costosos y las vendedoras se habían mostrado encantadas de recibir pedidos para una boda de tanto rango.
En aquella ocasión, Eliza le había dicho a su madre.
—Mamá, creo que mis sesiones de prueba te van a resultar muy aburridas. ¿Por qué no vas a los jardines Kew a ver las nuevas plantas que tienen? Tengo entendido que en esta época del año hay varias exposiciones florales que sin duda te interesarán.
La duquesa se había apresurado a darle la razón, después de recomendarle que no fuera sola a las tiendas, sino que se hiciera acompañar siempre de una doncella de edad.
Al día siguiente, Eliza canceló todos los vestidos que su madre había aprobado el día anterior y eligió otros con diseños y colores a su gusto.
Al principio, el vestido de novia ofrecía una dificultad insuperable, porque no tenía intenciones de casarse de blanco, ya que sabía que ese color no la favorecía.
Por fortuna, entre las tiendas que visitó descubrió a una joven diseñadora que, además de ser creativa, había estado en París y trabajado para Frederick Worth.
De él había aprendido a convertir los vestidos en marco, no sólo de la belleza de sus clientes, sino de su personalidad y ella y Eliza, juntas, diseñaron un vestido sensacional. Era además, el que sentaba mejor a la extraña apariencia de Eliza y a su reluciente cabellera.
Dos días antes, cuando estaban juntos en una fiesta ofrecida en su honor, Eliza había preguntado al duque:
—¿Me harás algún regalo?
—¡Por supuesto! Pero si lo que quieres es un collar de esmeraldas que haga juego con tu anillo de compromiso, encontrarás uno muy impresionante en la colección de joyas de los Lynchester.
Eliza había negado con la cabeza.
Sin embargo, le había sorprendido que él fuera tan perceptivo como para darse cuenta, sin que ella lo dijera, de que no le gustaban mucho los diamantes y que las esmeraldas, no sólo eran su piedra de nacimiento, sino que su color significaba algo muy especial para ella.
Cuando le dio un anillo con una gran esmeralda rodeada de brillantes, que parecía brillar con una luz extraña y misteriosa, ella lo admiró varios minutos antes de preguntarle:
—¿Cómo supiste que ésta es la piedra que más me gusta?
—No soy tan obtuso como pareces creer.
Ella levantó la vista hacia él y el duque se dio cuenta, por primera vez, de que, aunque sus ojos parecían brillar con luz dorada, eran verdes.
—El color tiene… mucho significado… para mí —dijo Eliza—, y también… para ti.
—Me alegro que me incluyas —contestó el duque con sequedad—, aunque sea después de pensarlo dos veces.
Ella se había reído y lució posteriormente el anillo, adivinando que las otras mujeres se lo envidiaban porque era muy valioso, pero, en aquel momento, había respondido:
—No era mi intención solicitar nada tan valioso. Sólo un ramo para llevar el día de la boda.
El duque la miró sorprendido y ella le explicó:
—Papá ya ha ordenado a los jardineros que hagan uno de flores blancas, claveles, rosas, y, por supuesto, lirios. Será algo tan voluminoso que dudo que puedas verme tras él cuando camine por el pasillo de la iglesia.
—¿Qué deseas entonces?
—Puedo disculparme y no usar el que me hagan en casa si tú me envías un ramo de orquídeas verdes, que estoy segura que habrá en tus invernaderos.
—Y si no las hay las mandaré traer de Londres.
Había respondido el duque.
—Gracias —fue la simple respuesta de Eliza.
El duque pensó que aquélla era una extraña flor para una novia, pero no dijo nada.
Ahora, con las orquídeas en la mano, Eliza se detuvo en el último escalón que conducía al vestíbulo de su casa. Pudo ver que su padre la esperaba impaciente, y también contempló su reflejo en el espejo que colgaba de una pared.
Era indudable que no parecía una novia convencional. Su vestido, de elegancia parisina inconfundible, era plateado. Decorado con pedrería que semejaba gotas de rocío, despedía brillantes reflejos cada vez que se movía.
El velo de novia era también de un tul plateado muy fino que el señor Worth había introducido en París hacía algunos años para la Emperatriz Eugenia y, en lugar de la diadema que la duquesa había puesto a su disposición, Eliza lucía una hecha con flores silvestres, adornadas con las mismas piedras del vestido.
Después de discusiones que duraron semanas, Eliza había ganado la batalla y no llevaba damas de honor.
—Caroline es más alta que yo —había dicho—, y si encabeza una procesión de chicas de su estatura, yo me veré ridícula. Además, eso hará que la gente repare en que ella, por ser la mayor, debía haberse casado primero.
Ese último argumento había sido su carta de triunfo, si bien llamó la atención del duque hacia el hecho de que su hija favorita tendría una posición inferior a la de su hermana.
Eliza bajó el último escalón.
—Vamos, vamos, apresúrate —exigía su padre—. Ya debíamos estar en la iglesia.
—La mayoría de los novios están dispuestos a esperar un poco.
—¡Tonterías! Si haces esperar demasiado a Lynchester puede cambiar de parecer. ¿Y qué harías tú?
—Quedarme en casa contigo, papá, y tú conservarías Magnus Croft.
Pero el duque no estaba para bromas y la tomó del brazo para conducirla hacia el landó que los esperaba frente a la puerta principal.
Era un carruaje magnífico que el duque sólo usaba para la apertura del Parlamento. Los palafreneros vestían elegantes libreas y los caballos llevaban las cabezas adornadas con plumas blancas. Sería un magnífico espectáculo para la gente de la villa.
Los palafreneros acomodaron dentro del vehículo la larga cola de su vestido, cerraron la puerta y empezaron el lento recorrido hacia la pequeña iglesia, que se encontraba muy cerca.
Eliza, en un gesto de afecto, deslizó la mano sobre la de su padre.
—Me entristece irme de casa —dijo con voz suave—. He tenido una infancia feliz, papá, y siempre estaré muy agradecida.
El duque la miró sorprendido.
—Eres una criatura extraña, Eliza, y no voy a fingir que te comprendo, pero me siento muy orgulloso de la posición que vas a ocupar.
—Me alegro, papá.
—Lynchester se comportará apropiadamente contigo. Ha sido un poco alocado y su reputación no es muy buena, no hay por qué negarlo, pero es un caballero y no lamentarás haberte casado con él.
—Espero que no, papá.
—Y tú te portarás como debes. Nada de histerias ni de melindres. Un esposo tiene sus derechos y, haga lo que él haga esta noche, deberás aceptarlo.
Se hizo una pausa y después, desconcertada, Eliza preguntó:
—¿Qué quieres decir, papá?
—Supongo que tu madre te habrá hablado del matrimonio.
—No, papá.
El duque lanzó una exclamación exasperada.
—¡Debió haberlo hecho! Es ridículo dejarte en la ignorancia. Pero supongo que creyó que lo sabías.
—¿Saber qué, papá?
El duque no sabía qué decir.
Pero como los caballos cruzaban ya la gran puerta de hierro y frente a ellos estaba la iglesia, sólo dijo:
—Lynchester tendrá que explicártelo. Dios sabe que tiene bastante experiencia y tú solo harás lo que él quiera, ¿entiendes?
No hubo tiempo de que Eliza respondiera y aunque lo hubiera hecho, su padre no la hubiera escuchado. Una multitud de empleados de ambas propiedades lanzaba gritos de júbilo y el ruido era ensordecedor.
Había sido imposible que cupieran dentro de la pequeña iglesia más personas que los familiares y algunos amigos íntimos.
Por lo tanto, se había acordado que quienes trabajaban en ambos ducados esperaran a la novia en el atrio de la iglesia y después volverían hacia las Torres Allerton, donde se había erigido una tienda de lona para ellos.
Bajo la tienda, en largas mesas, había una gran cantidad de platillos, y suficientes barriles de cerveza para mantenerlos contentos mucho tiempo después que los novios hubieran partido.
Ahora, mientras Eliza descendía del landó, escuchó, unidos a los gritos de alegría, murmullos de sorpresa ante su apariencia.
A través del velo sonrió, sin demostrar la turbación que se esperaba de una novia. Sin embargo, notaba que su padre murmuraba todavía para sí algo de lo que habían comentado durante el recorrido, y como ella no comprendía de qué se trataba, decidió olvidarlo por el momento y concentrarse en lo que sucedía.
La iglesia estaba completamente llena y Eliza, de soslayo, vio a varios familiares con quienes su padre había reñido en el pasado y quienes, estaba segura, habían asistido a la ceremonia sólo porque ella se casaba con un duque.
En aquel momento vio a su prometido y dudó que pudiera existir en el mundo un hombre más apuesto, aunque a su rostro asomaba cierta expresión irónica, como si toda esa conmoción le aburriera.
Entonces sus miradas se encontraron y ella notó un brillo resplandeciente en los ojos de él y comprendió que le divertía la forma como iba vestida.
La ceremonia, presidida por el Arzobispo de la diócesis con la asistencia de otros tres clérigos, fue bastante más larga y complicada que si se hubiera tratado de una pareja común y corriente.
Al coro local se había unido otro de Lynchester y los pequeños estaban tan apretados que apenas podían volver las hojas de sus libros de música. Cantaban con mucho entusiasmo, pero un poco desentonados, según le pareció a Eliza.
Después que el Arzobispo los bendijo, el duque ofreció su brazo a Eliza para conducirla a la sacristía a fin de firmar el registro.
Fue Caroline quien le levantó el velo del rostro y le susurró al oído:
—Mamá se puso furiosa cuando vio tu vestido.
—Lo imaginé, pero ya es demasiado tarde para remediarlo:
Caroline sonrió, y estaba tan hermosa, que Eliza se preguntó, como lo había hecho ya antes varias veces, si el duque no lamentaría no haber pedido su mano, como era su intención original.
Se había dado cuenta, la primera vez que el duque vio a su hermana durante un almuerzo familiar, que la había mirado con expresión incrédula, como si no pudiera creer que existiera tanta belleza.
Pero Eliza sabía que Caroline aparecía radiante porque era muy feliz y sólo ella comprendía que se hubiera visto destrozada por la tristeza y la desesperación si la hubieran obligado a convertirse en la esposa del duque.
Cuando los novios salieron de la iglesia los recibieron con júbilo y les arrojaron pétalos de rosas y arroz mientras abordaban su carruaje.
—Si hay algo que deteste —dijo el duque en cuanto iniciaron la marcha—, es que me arrojen arroz a la cara. ¡Apesta!
—No te había sucedido antes —comentó Eliza riendo—, ni te volverá a suceder, a menos que yo sufra un accidente fatal o muera joven.
—Espero que no sea así.
Eliza no pudo evitar pensar que, en ese caso, el duque quedaría libre para casarse con alguien de su elección y también conservaría Magnus Croft.
Pero aquél no era el tipo de pensamiento que debía tener el día de su boda, así que dijo, mientras se inclinaba para dejar su ramo sobre el asiento:
—Gracias por las orquídeas. Te habrás dado cuenta de que un ramo parecido a un adorno de festival habría estado fuera de lugar.
—Tu vestido es poco convencional, como todo en ti.
—Pensé que lo aprobarías, aun cuando Caroline me dijo que mamá está furiosa. Me las arreglé para ordenarlo sin que se enterara.
El duque sonrió.
—Empiezas a inquietarme, Eliza. Tengo la sensación de que, a toda costa, siempre te sales con la tuya.
—No es cierto —protestó Eliza—. Sólo en pocas ocasiones lo logro, pero deseaba que te sintieras orgulloso de mí.
—Lo lograste, sin duda.
Llegaron a las Torres Allerton y se dirigieron al salón de recepciones, que estaba decorado con guirnaldas de flores blancas y jarrones con lirios del mismo color, alrededor de la pequeña tarima donde ellos estaban de pie.
En aquel momento empezaron a anunciar a los invitados.
Primero entraron los familiares y Eliza notó que los de ella se mostraban afectuosos en exceso con el duque, y que en cambio los de él mantenían extrema reserva al dirigirse a ella, por lo que se preguntó cuántos de ellos conocían o sospechaban el motivo de la boda de su señoría.
Después que los recién casados estrecharon la mano de numerosos dignatarios del condado, empezaron a anunciar a las amistades que venían de Londres, muchas de las cuales no habían asistido a la ceremonia en la iglesia.
—¡Lord y Lady Dewhirst!
Una mujer muy hermosa extendió ambas manos hacia el duque.
—¡Gregory! —exclamó—. Te deseo que seas muy feliz. ¿Quién podría desearlo más que yo?
—Gracias —respondió el duque, llevándose una de las manos de la dama a los labios.
Si las palabras de Lady Dewhirst no hubieran bastado para convencer a Eliza de que aquella mujer era uno de los antiguos amores de su esposo, la mirada de crítica que él le dirigió se lo reveló con toda claridad.
Le presentaron a otras dos mujeres que, según sospechó, habían ocupado un lugar similar en el pasado de su esposo y después escuchó al mayordomo anunciar:
—El Conde y la Condesa de Walshingham.
Por lo que Eliza había oído decir de la condesa no esperaba que asistiera a la boda, pero ahora se encontraba frente a ella.
Enseguida notó que había cierta semejanza entre su apariencia y la de Caroline.
También tenía el pelo rubio, aunque de un tono más oscuro, y sus ojos eran azules como el cobalto.
De facciones perfectas y bello cutis sonrosado, vestía de una forma que revelaba a las claras que intentaba llamar la atención en la boda del duque.
Su atuendo, que acentuaba el color de sus ojos, era azul de la cabeza a los pies. Se adornaba con profusión de brillantes en el cuello, las orejas, las manos y las muñecas y el corpiño de su vestido estaba bordado con piedras preciosas.
Se detuvo por un momento frente al duque y después le dijo con voz suave, para que sólo él oyera:
—¡Mi querido Gregory! ¡Sé que no podemos olvidarnos ni un instante el uno del otro y, en especial, esta noche!
El duque, sin responder, le besó la mano, y la duquesa se movió para dirigirse a Eliza.
Sus ojos, azules y duros, mostraban ahora otra expresión y Eliza comprendió, por instinto, como lo había hecho desde que oyó el nombre de la condesa por primera vez, que era peligrosa.
La condesa no habló ni le extendió la mano. Se limitó a mirar a Eliza y su labio superior se curvó en un gesto despectivo antes de volverse y alejarse.
El duque, que saludaba al conde, no se dio cuenta de nada, pero Eliza supo que había conocido a una enemiga y que le habían declarado la guerra.
La recepción se prolongó bastante. Después, los novios se dirigieron hacia la tienda de los empleados para brindar con ellos y abordaron un carruaje abierto que los esperaba en la puerta de la casa.
El duque había sugerido, y Eliza había estado de acuerdo, que pasaran la primera noche en la Casa Chester, para no hacer un viaje agotador.
Al día siguiente partirían hacia una casa de campo que él poseía en Leicestershire y harían el viaje en etapas.
—Allá tengo algunos caballos —le había dicho—, y creo que te gustará montarlos; en especial en la pista que he construido, con obstáculos tan difíciles como los de la Gran Carrera Nacional.
—Me encantará —había contestado Eliza.
Tenía la sensación, al escucharlo, de que él pensaba más en cómo entretenerse que en ella, pero, de cualquier modo, le pareció mejor que viajar al extranjero.
Estaba segura de que al duque le aburriría recorrer museos y ruinas romanas sin tener nadie con quién hablar más que a ella.
Como si adivinara lo que pensaba, el duque había añadido:
—Invité a mi amigo Harry Sheldon a acompañarnos en Leicestershire. Es un jinete notable y podemos organizar, incluso, carreras de obstáculos o de punta a punta.
—Me agrada la idea —sonrió Eliza.
Desde que se comprometieron, había tenido muy pocas oportunidades de charlar en privado con el duque.
Se habían encontrado en Londres en grandes cenas o bailes, o en visitas para conocer a sus mutuos familiares.
Tenía la sensación de que sabía tan poco de él como antes de hablarle por primera vez, cuando se dirigía a pedir la mano de Caroline.
El recorrido entre las Torres y la Casa Chester era corto, y como ambos estaban cansados de apretar manos y agradecer felicitaciones, Eliza sintió que había poco que decir.
Había estado dos veces en la Casa Chester desde su compromiso y le parecía que era uno de los edificios más hermosos que había visto en su vida y, sin duda, más antiguo y de mejor gusto que las Torres Allerton.
Al verla por primera vez, había sentido que su corazón latía aceleradamente, no sólo al contemplar la belleza de la mansión, sino porque detrás de ella había un bosque que la protegía como si fuera una joya.
El bosque la llamaba y deseaba explorarlo. Pero primero debía admirar las pinturas en los salones, los cristales y la escalera de ébano, que era una de las características de la casa, así como la invaluable colección de jarrones y estatuas chinas y griegas que abundaban en todas las habitaciones.
No obstante, por impresionante que le pareciera todo, los ojos de Eliza se habían dirigido sin cesar a la ventana para ver el bosque que, según le pareció, poseía cierto e inesperado magnetismo.
Ahora, mientras los caballos los acercaban a la casa, el duque le dijo:
—Me temo que todavía tienes frente a ti otro deber. Debo presentarte a mi servidumbre personal; después ya podremos descansar y agradecer que todo haya terminado.
Eliza le sonrió, pero después de haber estrechado cuando menos treinta manos, se alegró de que el ama de llaves la escoltara a su habitación.
La condujeron a uno de los más bellos dormitorios que había visto jamás y el cual, le dijeron, era el que siempre usaban las duquesas de Lynchester.
Estaba decorado en estilo francés, con una ancha cama de dosel Luis XIV, cortinas drapeadas y armarios labrados con manijas doradas. Las pinturas francesas azul y oro de los muros hicieron que Eliza se sintiera como si hubiera entrado a un cuadro de Fragonard y se hubiera convertido en parte de él.
Las doncellas la ayudaron a quitarse el vestido de novia y se sentó a descansar mientras le preparaban el baño, cubierta por una de las hermosas batas que formaban parte de su ajuar nupcial.
Entonces empezó a pensar en la extraña conversación que había sostenido con su padre camino a la iglesia.
¿Qué habría querido decir su padre, se preguntó, al referirse a que su madre le debió hablar del matrimonio?
Y las otras recomendaciones acerca de que no se pusiera histérica y de que permitiera que su esposo hiciera lo que deseara, volvían una y otra vez a su mente.
De pronto pensó que quizá estar casada con el duque no significaba sólo convertirse en su duquesa y actuar de anfitriona con sus huéspedes, sino que él pediría algo más de su esposa.
Ni por un instante se le había ocurrido, al pedirle al duque que se casara con ella en lugar de con Caroline, que él esperara ningún tipo de relación íntima entre ellos.
Eliza era del todo inocente, por la sencilla razón de que nadie había comentado nunca delante de ella lo relativo a las relaciones entre un hombre y una mujer y ni sus sueños, que eran secretos y que guardaba para ella sola, incluían seres o sentimientos humanos.
Sabía, por supuesto, que Caroline permitía que Edward la besara porque se amaban. Eso era correcto y hermoso, ya que estaban enamorados.
Había comprendido el horror de su hermana al pensar en casarse con otro, ya que no soportaría que la besara ningún hombre que no fuera él.
Eliza se dijo que, como el duque no había hecho ningún intento de besarla hasta ahora, no tenía por qué cambiar su actitud sólo porque ella lucía en su dedo una argolla de oro.
Y, sin embargo, no estaba segura. Lo que su padre había dicho la hacía sentir nerviosa y con un poco de miedo.
Sin embargo, no tenía demasiado tiempo para cavilar. Debía apresurarse para bajar a tiempo a cenar.
Sería un error iniciar su vida de casada siendo impuntual, ya que adivinaba, sin que nadie se lo dijera, que su esposo era muy exigente en ese sentido.
Se había dado cuenta de que todo en la casa parecía estar arreglado a la perfección; un arte que combinaba el buen gusto con la comodidad.
«Todo es perfecto —se dijo Eliza—, y él esperará que yo también lo sea».
Eligió uno de sus vestidos más bonitos, también verde, en un tono tierno, como el de los primeros capullos de la primavera. Tenía polisón de tul y un volante sobre los hombros desnudos, en perfecto contraste con la blancura de magnolia de su piel y el bronce dorado de su cabellera.
No se puso otra joya más que su anillo de compromiso y, sin embargo, cuando entró en el salón donde el duque la esperaba, él pensó que, bajo los candelabros, los ojos de Eliza brillaban como esmeraldas.
—¿Quieres una copa de champaña? —le preguntó—. Te la mereces.
—Sí, por favor. No esperé que fuera tanta gente a la boda.
—Sin duda lo hicieron por curiosidad.
—Lo comprendo. Hay pocas diversiones en esta parte del condado, excepto el circo que viene cada año y los fuegos artificiales de la noche de Guy Fawkes.
El duque sonrió.
—Espero que, al menos, les haya parecido tan divertido como todo eso.
—Tendrán de qué hablar cuando menos durante seis meses.
—¿Tanto tiempo? En Londres sólo se hablaría de ello durante nueve días.
—Me pareció que algunas de las hermosas damas que asistieron parecían sorprendidas.
El duque la miró y, como si sospechara que lo decía con sarcasmo, se puso a la defensiva y respondió:
—Tomé la precaución de prevenir a quienes pudiera interesarles y, si esperaban verme huir a última hora, quedaron defraudadas.
—Si lo hubieras hecho, habría sido algo dramático. Papá parecía temer un poco que sucediera.
—Y por si lo hacía, tu padre se aseguró de que no me llevara Magnus Croft. No me entregó las escrituras hasta después de la firma en la sacristía.
Eliza rió al escucharlo.
Anunciaron la cena y durante ella charlaron acerca de un sorprendente número de temas que el duque jamás había sospechado que podían interesar a una mujer.
Estaba acostumbrado, cuando cenaba a solas con una mujer, a escuchar sólo frases que expresaban, sin disimulo, el deseo que surgía en ambos. Cada palabra llevaba un doble sentido y cada pausa significaba un intercambio de miradas que decían más que los labios.
Eliza charló con él de caballos, de asuntos del condado y lo mantuvo divertido.
El le habló de los lugares que conocía en el extranjero y descubrió que ella, no sólo le escuchaba con atención, sino que le hacía preguntas muy inteligentes, por lo que se alegró de poder dar respuestas correctas.
Disfrutó de su compañía más de lo que esperaba. Era como si, en lugar de, cenar con su esposa, lo hubiera hecho con Harry y hubieran saltado de un tema a otro, cada uno más absorbente que el anterior.
Al terminar se dirigieron al salón donde se habían reunido antes y, al llegar, ella preguntó:
—¿Podemos salir a cabalgar mañana?
—Si lo quieres y no estás muy cansada.
—Por supuesto que no lo estaré, pero será mejor que me vaya ya a la cama. Ha sido un día muy largo.
—Opino lo mismo.
Mientras Eliza titubeaba, sin saber cómo darle las buenas noches, escuchó sorprendida que él le decía después de servirse una copa de coñac:
—No tardaré, para que no vayas a quedarte dormida.
Eliza lo miró, extrañada, pero después se apresuró a salir al vestíbulo y subió a su dormitorio.
La esperaba una doncella, que la ayudó a quitarse el vestido y a ponerse un camisón de encaje y, mientras se metía en la cama, Eliza no dejaba de pensar en lo que el duque había dicho.
La doncella, después de haber apagado todas las velas, excepto la que estaba en la mesa de noche junto a la cama, le hizo una reverencia al decir:
—Buenas noches, milady. Espero que pase una feliz noche de bodas.
A Eliza le pareció que la doncella daba una entonación especial a sus palabras, y cuando oyó que se cerraba la puerta se sintió de pronto atemorizada.
Mientras se desvestía notó que había una puerta de comunicación que conducía al dormitorio del duque.
Se repetía mentalmente las palabras de su padre y, sobretodo, las del duque.
«No tardaré, para que no vayas a quedarte dormida».
¡Eso significaba que iría a verla! ¿Desearía darle las buenas noches o intentaba pasar con ella la noche?
Eliza sabía que la gente casada dormía en la misma cama pero nunca había pasado por su mente que el duque dormiría con ella, ya que sólo se había casado a fin de recobrar el terreno que su padre le había ofrecido devolver.
Además, como su padre había dicho, no una, sino varias veces, su interés estaba en otra parte.
Al ver a la Condesa de Walshingham había comprendido cuál era ese interés y no le sorprendía, ya que era muy bella.
Tampoco culpaba al duque de que, por obtener el terreno que deseaba, hubiera pagado el precio de casarse.
Pero, pensó Eliza frenética, ello no implicaba que la tocara, si eso era lo que significaba estar casados. El solo pensarlo era incorrecto, ya que no se amaban, y se dijo que no debía permitirlo.
Escuchó pasos en la habitación contigua y supuso que el duque se disponía a desvestirse en su propio dormitorio. Después, entraría en el de ella por la puerta de comunicación.
Eliza miró a su alrededor, como si buscara un lugar dónde ocultarse.
Podría deslizarse abajo de la cama, pero sería muy humillante si él la encontraba.
Había muchas otras habitaciones en el piso. Ello quedaba descartado, pues provocaría murmuraciones si la veía algún sirviente. Lo comentaría con el resto de la servidumbre, pensó Eliza, y hasta en su casa se enterarían.
«¿Qué haré? ¿Qué haré?», pensó desesperada.
Si tuviera tiempo podría hablar con el duque y explicarle sus sentimientos. Pero no esta noche, en que ambos estaban cansados y no había tenido ocasión de pensar ni de tratar de comprender lo que su padre había querido decirle.
¡Las cortinas! ¡Se escondería detrás de ellas!
De pronto tuvo otra idea. En el rincón más alejado del dormitorio había un armario muy fino y labrado. Era una pieza más de adorno que de utilidad. El remate superior tenía una pieza ancha dorada y terminada en el centro con una corona.
Eliza pensó que el remate tallado era como cincuenta centímetros más alto que el techo del armario.
Se acercó al mueble y, casi sin pensarlo, subió a una silla y se impulsó, con la misma agilidad con la que montaba sus caballos, y como si volara con alas invisibles hacia lo alto del armario.
Tal como esperaba, el techo era más bajo que el remate tallado que lo rodeaba, y como ella era pequeña y delgada, podía ocultarse detrás sin que nadie la viera.
Pensó que debió haber llevado consigo una almohada, pero, por el momento, sólo le preocupaba esconderse, no estar cómoda. Y como el espacio era amplio, no se sentiría acalambrada.
Mientras los latidos de su corazón se aceleraban, no por el esfuerzo, sino por un temor que no acababa de comprender, escuchó que la puerta se abría.
No se atrevió a mirar por miedo a que algún movimiento involuntario la delatara, pero se dio cuenta de que el duque había entrado en la habitación.
Lo escuchó cerrar la puerta y dirigirse, con pasos suaves, porque usaba pantuflas, hacia la cama y un instante después comprendió que se detenía, indeciso y sorprendido de encontrarla vacía.
Esperó a que él se volviera y se marchara, pero no fue así en cambio, pudo escuchar que se metía en la cama.
Pensó que esperaba a que ella regresara al lecho y se preguntó cuánto tiempo permanecería allí.
«Se irá dentro de unos cuantos minutos», se dijo y cerró los ojos.