Capítulo 1
1870
Se abrió la puerta de la biblioteca y Lady Eliza Allerton se ocultó enseguida, tendiéndose en el piso del balcón.
La biblioteca del Duque de Northallerton era una de las secciones más notables de su mansión y todos los visitantes se mostraban asombrados ante sus impresionantes dimensiones y por el balcón, de complicada herrería, que se extendía a lo largo de un extenso muro y al cual se llegaba por medio de una escalera en espiral.
La parte inferior de la barandilla que circundaba el balcón tenía un diseño tan recargado de hojas y flores que, cuando Lady Eliza se acostó en el piso, comprendió que era imposible que nadie la viera desde abajo.
Empujó en silencio el libro frente a ella y continuó leyendo. Suponía que, quien quiera que estuviera abajo, no tardaría en marcharse.
Sospechaba que se trataba de su madre y se dijo que si ella la veía la enviaría al instante a trabajar en el jardín.
La Duquesa de Northallerton tenía verdadera obsesión por su jardín y no alcanzaba a comprender por qué a sus hijas les parecía aburrido cortar ramas secas, plantar nuevas adquisiciones de varias partes del país o desyerbar los lechos de las flores.
Hacía tiempo que estaba convencida de que su segunda hija, Eliza, perdía demasiado tiempo leyendo, y por ello siempre tenía la cabeza en las nubes y vivía, como solía decir la duquesa a todo el que quería escucharla, «en su propio mundo de sueños».
Eliza, con mucho cuidado, dio vuelta a la página y, absorta en la lectura, se sobresaltó al escuchar la voz cortante de su padre:
—¡Al fin te encuentro, Elizabeth! Te he buscado por todas partes. Pensé que estarías en el jardín.
—Vine a ver cómo se escribía el nombre en latín de la nueva azalea que acaba de llegar —contestó la duquesa—. Tienes que venir a verla, Arthur; es una especie muy rara y estoy muy emocionada al ver que ha resistido tan bien el viaje.
—Lo que tengo que decirte, Elizabeth, es mucho más emocionante que cualquier azalea.
—¿Qué sucede?
La voz de la duquesa denotaba cierto temor, ya que conocía muy bien a su impasible esposo, quien raras veces se emocionaba por algo.
—Ya arreglé el asunto de Magnus Croft de una vez por todas.
—¿Magnus Croft?
—¡Vamos, Elizabeth! Sabes que me refiero a los diez mil acres de tierra, por los que los Lynchester y yo hemos disputado los últimos veinte años.
—¡Oh, eso! —exclamó la duquesa.
—¡Si, eso! Y estoy seguro de que nadie, excepto yo mismo, hubiera sido capaz de encontrar una solución más amistosa.
Eliza escuchaba con atención, pues conocía, aun mejor que su madre, la forma en que ese asunto había enemistado a las dos casas ducales.
Aun cuando divertía a la gente del condado, ello había provocado que ambos duques se mantuvieran distanciados.
El hecho de que los dos nobles propietarios más ricos e importantes de los alrededores tuvieran tan violentas diferencias, había motivado no sólo habladurías, sino hasta notas en los periódicos.
Eso había enfurecido al Duque de Northallerton, quien pensaba que sólo justificaban que apareciera en letras de imprenta el nombre de un noble decente las circunstancias de su nacimiento y de su muerte.
Debido a esa enemistad, ni Eliza ni su hermana Caroline eran invitadas a las fiestas que se ofrecían en la Casa Chester, residencia del Duque de Lynchester.
Eso no las había inquietado cuando eran pequeñas, ya que había muchos otros vecinos a quienes encantaba recibirlas.
Pero ahora que Caroline ya era una mujer y que Eliza estaba a punto de hacer su debut en sociedad, ese mismo año, era irritante saber que el nuevo duque, quien había heredado el título dos años antes, daba grandes fiestas en las que no se las incluía a ellas.
—¡De cualquier manera no las disfrutarían! —había dicho, enfática, una vez la duquesa al escuchar sus quejas—. Las amistades del duque son mucho mayores que ustedes y más mundanas, así que se sentirían fuera de lugar.
El tono de su voz le indicó a Eliza que su madre desaprobaba a los amigos del duque, pero no podía evitar pensar que serían mucho más divertidos e interesantes que los viejos nobles y dignatarios del condado, quienes eran los frecuentes visitantes de las Torres Allerton, como era llamada la gran mansión campestre del Duque de Northallerton.
Aun cuando Caroline había perdido ya todo interés en el duque, Eliza solía verlo en ocasiones, a distancia, cuando salía a cazar, y le parecía que tenía exactamente la presencia que correspondía a un noble de su categoría.
Por eso escuchó con interés cuando su madre preguntó:
—¿Qué has hecho, Arthur? Ya estoy cansada de oír hablar del asunto y siempre me ha parecido que lo más sensato hubiera sido que el duque y tú se hubieran dividido la propiedad a la mitad.
—Jamás escuchas lo que te digo, Elizabeth —rugió su esposo—. Ya te he explicado miles de veces que cuando el finado duque se lo propuso a mi padre éste rehusó siquiera pensarlo. Dijo que la propiedad era suya y que jamás la cedería, aunque le costara hasta su último centavo defenderla.
La duquesa suspiró.
—Lo había olvidado, Arthur.
—Pero no habrás olvidado las discusiones que se produjeron cuando Lynchester insinuaba que mi padre se la había ganado en las cartas porque él estaba demasiado borracho para saber lo que hacía. En mi opinión, si un hombre juega en esas condiciones… ¡se merece lo que le suceda!
La duquesa suspiró de nuevo.
Casi no recordaba ninguna época de su matrimonio en que el asunto no estuviera, por una u otra razón, presente en la mayor parte de las conversaciones.
El principal problema residía en que Magnus Croft había sido una de las mejores áreas de cacería de toda la propiedad Lynchester y que en sus bosques había más faisanes que en el resto de los cotos de caza.
En cuanto el actual duque heredó, había tratado de convencer al Duque de Northallerton de que le vendiera esa tierra que por siglos había pertenecido a los Lynchester.
El Duque de Northallerton no tenía necesidad de dinero. Magnus Croft, por otra parte, estaba situada en el extremo más apartado de su propiedad y, por lo tanto, costaba trabajo atenderla. Sin embargo, no tenía la intención de renunciar a algo que era suyo por derecho.
—No te he dicho, porque nunca me haces caso —continuó el duque—, que Lynchester siempre saca a relucir el tema de la tierra cada vez que nos encontramos en el club o en las reuniones del condado a las que ambos asistimos. Hoy, cuando empezó de nuevo a insistir, tuve una idea.
—¿Cuál fue, Arthur? —preguntó la duquesa interesada.
—Le respondí a Lynchester: «Creo que estas discusiones entre nosotros se han alargado ya bastante. Le sugiero que compartamos la tierra de una manera diferente. Si se casa usted con mi hija, ella puede aportar Magnus Croft como parte de su dote».
La duquesa lanzó una exclamación ahogada.
—¿Sugeriste que se casara con Caroline? ¿Cómo pudiste hacer tal cosa, Arthur?
—Me parece muy astuto de mi parte. Todo el mundo opina que, a los treinta y cuatro años, el duque ya debe casarse y tener un heredero. ¿Puede haber algo más lógico que Caroline se convierta en su esposa?
—Arthur, bien sabes que ella está enamorada de Edward Dalkirk.
—¡Ese tipo no tiene un centavo y Lynchester es, sin duda, el mejor partido de todo el país!
—Pero, Arthur, le prometiste a Caroline que si Edward tenía éxito con sus caballos les permitirías casarse.
—No lo prometí. Dije que lo pensaría y ahora mi respuesta es «no». Caroline se casará con Lynchester y la tierra será parte del contrato matrimonial. Será una bella duquesa y hará honor a los diamantes de los Lynchester.
La dura voz del duque se había suavizado.
Nunca había ocultado el hecho de que su hija mayor era la favorita entre sus hijos, pues aunque estaba orgulloso de sus dos hijos varones, que estudiaban en Eton, era Caroline quien llenaba su corazón, si es que lo tenía, y por ello la joven casi había logrado que accediera a dejarla casarse con el hombre que amaba.
—Pero, Arthur —protestó la duquesa—. Caroline está enamorada.
—¡Amor, amor! —contestó su esposó en tono despectivo—. ¿Qué tiene que ver el amor con esto? El amor llega después del matrimonio, Elizabeth, y no es probable que Lynchester pierda mucho tiempo al lado de su esposa; todos sabemos dónde tiene puesto su interés.
—Arthur… no sé cómo te atreves… —empezó a decir la duquesa.
—Vamos, Elizabeth, sé sensata —la interrumpió el duque—. A Lynchester lo han perseguido todas las mujeres bonitas desde que salió de la escuela, como todos sabemos, y todas ellas han sido elegantes, mundanas, y mujeres casadas con experiencia, por lo que no es probable que provoque un escándalo al fugarse con ninguna de ellas.
—Pero… ¿por qué Caroline?
—Porque él desea Magnus Croft y tiene que casarse, tarde o temprano; así que nada más adecuado que una persona que le lleve una dote con lo que más le complace: diez mil acres de buena tierra que su padre perdió porque estaba pasado de copas y que ahora él está decidido a recuperar.
—Supongo que te darás cuenta de lo mucho que va a sufrir Caroline.
—Se repondrá. Las jovencitas siempre se hacen ilusión de que están enamoradas de alguien que no les conviene, como Edward Dalkirk.
—Nunca lo habías considerado así.
—Eso no importa ahora. Caroline se casará con Lynchester y tú la convencerás de que me obedezca y no haga ninguna escena. No intento cambiar mi decisión.
—¡Pero… Arthur!
—¡Es mi última palabra! —La interrumpió el duque—. Y como Lynchester viene mañana por la tarde, será mejor que se lo digas hoy.
—Pero… Arthur —empezó a decir de nuevo la duquesa.
El ruido de la puerta al cerrarse la interrumpió. El duque se había marchado.
Eliza no se movió. Estaba rígida, debido a la forzada inmovilidad en que había permanecido desde que su padre empezó a hablar, y cuando su madre también se retiró casi no podía respirar.
¿Cómo era posible que su padre hubiera tomado una disposición tan cruel? De no haberlo escuchado por sí misma jamás lo hubiera creído. Se levantó, puso el libro en su lugar y se apresuró a bajar la escalera.
Al llegar abajo atravesó rápidamente la biblioteca y después corrió por un angosto corredor que conducía hacia una escalera lateral.
Subió al segundo piso, donde se encontraban sus habitaciones, y entró en un pequeño aposento, el antiguo salón de clases convertido en sala de estar después que las dos hermanas pudieron prescindir de su institutriz.
Estaba sin aliento, y se detuvo un instante para tranquilizarse y poner en orden sus pensamientos.
¿Cómo podía decírselo a Caroline? Abrió la puerta, comprendiendo que era como el mensajero de la desgracia en una tragedia griega.
* * *
—¡No puedo… no puedo… perder a… Edward! —decía Caroline por milésima vez.
Aunque su rostro estaba cubierto de lágrimas, su hermana pensó que era tan linda que ningún hombre, ni siquiera el Duque de Lynchester, a quien rodeaban tan bellas mujeres, dejaría de considerarla atractiva.
—Lo sé, querida —dijo Eliza—, pero papá está decidido y no se me ocurre qué podemos hacer para evitar que el duque pida tu mano.
—Puedo… negarme —observó Caroline con voz temblorosa.
—No creo que te escuchara, como tampoco lo hará papá ahora que tomó esa decisión.
Eliza había tratado de darle la noticia a su hermana con el mayor tacto posible, pero Caroline, se puso tan pálida antes de estallar en copioso llanto, que pensó que se iba a desmayar.
Caroline no era de carácter fuerte. Era dulce, gentil, fácil de manejar y, tan adorable, que todo hombre que la veía se volvía a mirarla de nuevo.
En realidad era, pensó Eliza en secreto, justo el tipo que el duque habría imaginado para su duquesa ideal. Alta, de cabellera dorada como las espigas de trigo, ojos azules y tez sonrosada.
Nunca había causado a sus padres el menor problema, hasta que se enamoró de Edward Dalkirk.
Estaba tan enamorada de él que, para ella, no existía ningún otro hombre. Todo el que intentó cortejarla atraído por su belleza fue incapaz de retener su atención o hacer que ella notara siquiera su presencia, por lo que pronto se percataban de la inutilidad de sus deseos.
El duque no tenía nada en contra de Edward, excepto el hecho de que era pobre. Era el único hijo del Vizconde Dalkirk, quien tenía un ruinoso castillo en una empobrecida propiedad de Escocia, y cuando abandonó el regimiento en el que había servido con honores decidió dedicarse a criar caballos para obtener algún dinero.
Facilitó las cosas el hecho de haber recibido, como herencia de un tío, una casa y quinientos acres de terreno, colindantes con la propiedad del Duque de Northallerton, y fue allí donde conoció a Caroline.
A partir de ese momento, debido a que la amaba tanto como ella a él, se había dedicado con febril intensidad al trabajo para conseguir suficiente dinero, a fin de pedirle que fuera su esposa.
Pero lograr el tipo de caballos adecuados con las yeguas que podía comprar requería mucho tiempo, así que pasaría cuando menos un año antes que pudiera hablar con el duque.
—Quizá podrían fugarse —sugirió Eliza—, y esconderse en algún lugar donde papá no los encontrara.
—En ese caso… Edward perdería… el dinero que ha… invertido en sus caballos y no… tendríamos con qué… vivir. ¡Pero no puedo casarme con el… duque!… —sollozó Caroline—. Amo a Edward y me moriría si… tuviera que… casarme con otro… hombre.
Eliza se puso de pie y caminó hacia la ventana. Le tenía un gran cariño a su hermana y le dolía verla sufrir, pero, a pesar de que trataba de encontrar argumentos a fin de que Caroline pudiera disuadir a su padre, sabía que él no la escucharía.
El duque siempre había abrigado grandes ambiciones para Caroline. Se había sentido muy orgulloso cuando la aclamaron como una belleza y Eliza recordaba la expresión de triunfo que mostraba su rostro al ver la radiante hermosura de su hija mayor cuando asistió a su primer baile.
Eso había sido dos años antes; entonces Eliza era todavía una niña de escuela, y había pensado, con una mueca, que, cuando fuera su turno de ser presentada en sociedad, su padre no sentiría el mismo orgullo.
Podía comprender que el duque, que siempre había deseado ver brillar a la criatura que más amaba, estuviera fascinado con la idea de que Caroline usara una corona ducal de hojas de fresas y ocupara la posición social más importante en Inglaterra después de la familia real.
Eliza sabía que siempre había existido rivalidad en rango e importancia entre las dos casas ducales, cuyas propiedades colindaban.
El viejo Duque de Lynchester había tenido un carácter bastante disoluto y el padre de Eliza, en cambio, había sido mucho más respetado y admirado en el condado, el cual se convirtió en su pequeño imperio.
Pero el nuevo duque, que acababa de heredar el título, era diferente.
Era amigo del Príncipe de Gales y, de acuerdo con lo que había oído decir Eliza, el líder del grupo social más famoso de Londres, aclamado y envidiado por todos aquellos que no se escandalizaban con su vida disoluta.
En los terrenos de caza no sólo se le conocía como un jinete soberbio, sino como a una relevante personalidad que no podía pasar inadvertida.
Eliza nunca había hablado con él; pero estaba segura de que le parecería impresionante y que incluso le causaría cierto temor, y comprendió que Caroline se sentiría indefensa y desvalida ante su presencia.
Como Caroline era tan dócil, había sido siempre Eliza, aunque era dos años menor, la más voluntariosa de las dos y era ella quien planeaba todas sus travesuras y quien, si las castigaban, se echaba encima toda la culpa para proteger a su hermana.
—¿Qué… puedo… hacer? —murmuraba ahora Caroline mientras se limpiaba el rostro con un pañuelo empapado con sus lágrimas—. ¡No me puedo casar con el duque!
—Debe haber alguna manera… —murmuró Eliza casi entre dientes.
De pronto lanzó un grito:
—¡Tengo una idea!
Caroline no contestó. Se hundió aún más en su sillón y se llevó de nuevo las manos a los ojos.
Eliza estaba de pie, rígida.
—Sé que puedo hacerlo… lo lograré… —murmuró.
—¿Qué?
—¡Salvarte!
—¿De… casarme… con el duque?
—Sí, de casarte con él.
—¿Cómo? Sé que papá no me escuchará y Edward, de momento… no tiene dinero. Me dijo ayer… cuando lo vi… que había tenido que pedir una suma prestada al banco… para comprar unas… yeguas.
—Aunque Edward pidiera prestado un millón de libras, ni aun así te libraría de convertirte en duquesa.
—Lo sé… lo sé… pero no quiero ser… duquesa… sólo deseo casarme con Edward y vivir en esa… linda casita… a solas… con él.
La voz de Caroline era casi incoherente y ahora las lágrimas se deslizaban por sus mejillas y caían sobre su vestido.
—Escúchame, Caroline.
Eliza se puso de rodillas junto a su hermana y le tomó las manos entre las suyas.
—He pensado cómo puedo salvarte —le dijo—, pero tendrás que hacer exactamente lo que te diga. ¿Lo prometes?
—Prometería cualquier… cosa… si así pudiera… casarme con… Edward.
—Muy bien, ahora escúchame…
El Duque de Lynchester observó el carruaje del Duque de Northallerton cuando se alejaba del frente de su casa y luego atravesó el vestíbulo y se dirigió a su estudio.
Era una habitación confortable y bien diseñada, y aunque había algunos libros, los muros estaban cubiertos en su mayoría por una magnífica colección de cuadros de caballos que él había hecho traer de otras habitaciones de la casa.
El duque era, aunque no lo reconocía, un perfeccionista y le agradaba que todo a su alrededor fuera grato, tanto para la vista como para la mente.
Siempre le había molestado que tanto su padre como su abuelo hubieran descuidado la Casa Chester, un edificio en extremo impresionante que se había terminado de construir alrededor de mil setecientos cincuenta, modelo de la arquitectura georgiana.
El segundo duque sólo se ocupaba de mujeres y caballos y el tercero estaba obsesionado por el juego, lo cual le había hecho perder una importante suma de dinero y un buen número de notables pinturas.
El presente duque, sin embargo, lograba ahora arreglar la casa como deseaba y aunque ésta ya había adquirido un aspecto agradable, comprendía que le faltaba el indispensable toque femenino.
Eso, por desgracia, sólo lo lograría cuando tuviera una esposa que compartiera con él la gran mansión.
Durante años se había mantenido firme en su decisión de no casarse, ya que ello interferiría con su divertida vida en Londres y con los placeres que obtenía de las mujeres.
Ahora, sin embargo, sin necesidad de que sus familiares lo presionaran, comprendía que había llegado el momento de tener hijos y asegurar un heredero de sus dominios.
—Si esperas demasiado, serás ya un viejo para enseñarle a tu hijo a ser buen jinete y buen cazador —le había dicho su abuela la última vez que la vio.
El no había contestado y ella añadió:
—Me deprime pensar en los diamantes de Lynchester guardados en la caja de seguridad y en las perlas que sin duda pierden su brillo y empiezan a ponerse verdes por falta de uso.
El duque se había reído, pero sabía que su abuela tenía razón. Más tarde, sin embargo, al pensarlo con detenimiento, se preguntó cómo lograría casarse, si rara vez conocía a una jovencita en el mundo social donde él se desenvolvía.
Había muchas, por supuesto, sentadas junto a sus damas de compañía, pero le parecían aburridas, ingenuas y tontas, y no lograban despertar su interés.
En las fiestas particulares que él ofrecía y a aquéllas a las que asistía, se seleccionaban los invitados con especial cuidado, procurando que fueran divertidos. En cuanto al duque, exigía dos cualidades más de sus invitadas: ¡que fueran encantadoras y seductoras!
Eso era lo que siempre encontraba en las bellas mujeres que lo invitaban con miradas bajo sus largas pestañas, que movían sus rojos labios con gestos provocativos y dejaban muy en claro que deseaban tanto como él un apasionado romance.
Para el duque el asunto tenía la misma emoción de la cacería, la alegría de la persecución y la satisfacción de lograr la presa. Se disfrutaba mucho y, en teoría, nadie salía lastimado.
En la realidad, esta afirmación no siempre resultaba cierta. Cuando cortejaba a las mujeres con quienes se involucraba, ellas solían perder no sólo la cabeza, sino el corazón.
Con frecuencia se preguntaba por qué llegaban a amarlo con tanta pasión y por qué se volvían tan posesivas y exigentes, ya que él, al poco tiempo, se aburría de ellas.
No sabía por qué, pero pronto dejaba de desearlas y empezaba a buscar un nuevo rostro, un nuevo interés.
Llegó a la conclusión de que se debía a que empezaba a adivinar con exactitud lo que harían y dirían, los encantos de que echarían mano y los ardides de siempre.
Entonces, sólo deseaba cerrar la puerta a lo que había sido un breve y apasionado amorío y olvidarlo, pero en la práctica no era tan sencillo y las mujeres que lo amaban insistían, se quejaban y le hacían reproches.
Eso era lo que le aburría en extremo y con frecuencia se preguntaba si valía la pena.
Le gustaban las mujeres, pensaba, tanto como los caballos y no podía concebir la vida sin ninguno de ambos. También le gustaría tener hijos.
Poco antes había pensado que le enseñaría a su hijo, si llegaba a tenerlo, a apreciar las mejoras que él hacía en la Casa Chester.
Le enseñaría a cazar con la jauría de sabuesos de su propiedad y a tirar al blanco desde temprana edad, para que se convirtiera, como él mismo, en un tirador notable.
También le gustaría enseñarle a pescar. Primero, truchas en el lago; después lo llevaría a Escocia para que conociera la emoción que él había sentido a los doce años, cuando pescó su primer salmón.
La proposición del Duque de Northallerton de que se casara con su hija Caroline le había caído, en cierta forma, como una bomba. Pero después, al pensarlo con calma, decidió que podía ser una solución satisfactoria al problema que le venía perturbando desde hacía tiempo.
Recordaba haber oído decir que Lady Caroline Allerton era una gran belleza y pensó, aunque no estaba seguro, haberla visto alguna vez entre los grupos de cacería.
Alta, rubia y de ojos azules, estaría, sin duda, maravillosa con los zafiros, el juego de joyas predilecto de su madre, y también con las turquesas, que harían juego con el color de sus ojos.
Y, lo que era más importante, Magnus Croft volvería a formar parte de las propiedades de los Lynchester.
Siempre le había enfurecido que su padre perdiera de forma tan tonta parte de su propiedad.
Le bastaba mirar el mapa que colgaba en su oficina para sentir una oleada de rabia al ver que Magnus Croft, que se encontraba en un extremo de su propiedad, estaba pintada de verde, en lugar de rojo, que era el color que distinguía a sus tierras.
«Ahora lograré que las cosas sean como deben ser», se dijo y se preguntó qué diría Isobel al saber que se casaba. La Condesa de Walshingham era su amante actual y aún no se aburría de ella. Era mucho más ingeniosa que la mayoría de las mujeres con las que había andado en los últimos años. Lo hacía reír, aun cuando él se daba cuenta de que todas sus bromas eran a costa de otra persona.
Y, mientras más atacaba más adorable se le veía y el brillo maligno de sus ojos azules la hacía más encantadora.
También descubrió que respondía con mayor pasión y ardor a sus caricias y que era más exigente en el amor que ninguna otra mujer que hubiera conocido.
Por el momento, no deseaba renunciar a la condesa ni resistirse a sus encantos; pero, pensándolo bien, se dijo, el matrimonio no tenía por qué interferir con sus otros intereses, siempre y cuando los manejara con discreción.
Tenía el propósito de tratar a su esposa con respeto y no hacer nada que la avergonzara, y procurar que no llegara a sospechar siquiera que le era infiel.
Como su esposa y duquesa estaría a su lado y cuando estuvieran en el Palacio de Buckingham, en el Castillo de Windsor o en la Casa Chester, él se haría cargo de que la recibieran y trataran como correspondía a su posición.
—No tendrá de qué quejarse en ese sentido, —decidió el duque.
Por lo tanto, la única diferencia en su comportamiento futuro consistiría en que sus encuentros con Isobel, o con cualquier otra mujer que le interesara, tendrían que ser más discretos.
Tendría que ser cuidadoso para evitar las murmuraciones, pero sabía que era capaz de lograrlo.
El duque acababa de tomar asiento frente a su escritorio para revisar el montón de cartas e invitaciones que le había dejado allí su secretario, cuando se abrió la puerta. Al instante, levantó la cabeza y sonrió.
—¡Hola, Harry! ¡Me alegro de verte! Qué bueno que llegaste más temprano que el resto del grupo.
Se levantó mientras hablaba, extendió la mano y Harry Sheldon, uno de sus más antiguos amigos, respondió:
—Intenté romper tu récord al venir aquí, pero tengo que confesar que mis caballos no son tan buenos como los tuyos.
—¿Cuánto tiempo hiciste?
—Dos horas veintitrés minutos.
—Diez minutos más que yo.
—Lo sé; no hay necesidad de que me lo recuerdes.
Se dejó caer en un sillón, añadiendo:
—De todos modos, merezco una copa de champaña y espero que esté bien fría.
—Me insultas como anfitrión —contestó el duque, mientras se acercaba a un cubo con hielo donde se enfriaba una botella de champaña.
—Te perdiste anoche una buena fiesta, Gregory —dijo Harry—. Cenamos en White y de allí nos fuimos a una nueva casa de placer, llena de pajaritas francesas. Me divertí mucho.
—Puedes llevarme la próxima semana —indicó el duque cuando le alargaba una copa de champaña—. Por cierto, Harry, me caso.
Harry Sheldon estuvo a punto de tirar la copa que su amigo acababa de entregarle.
—¿Dijiste… casarte?
El duque asintió con un movimiento de cabeza.
—¡Buen Dios! ¡Así que al fin caíste! ¿De quién se trata? ¿Por qué no la conozco?
—Tampoco yo.
—¿Hablas en serio?
—¡Por supuesto!
—Explícate. ¿Quién es ella?
—Es la hija del Duque de Northallerton. Me acaba de ofrecer su mano junto con los diez mil acres de terreno de Magnus Croft.
—¡No puedo creerlo!
—Es verdad.
—¡Entonces ganaste! Juraste que recuperarías esa tierra que tu padre había perdido jugando a los naipes.
—Sí, gané, y creo que el premio viene atado con un hermoso listón. Me han dicho que Caroline Allerton es una belleza.
—¿Pero es cierto que no la conoces?
—Por supuesto que no. Los Lynchester y los Northallerton no se visitan desde que el duque se rehusó a devolver la tierra cuando mi padre le explicó que, debido a la influencia del alcohol, no estaba en plena posesión de sus facultades cuando la apostó y la perdió.
—¿Y quién no hubiera hecho lo mismo? Una apuesta es una apuesta y es cuestión de honor.
—¡Exacto! Pero mi padre consideró que el duque era irrazonable y cortó toda comunicación, excepto bajo estrictas bases oficiales.
—¿Y fue bajo estricta base oficial que te ofreció a su hija?
—Muy estricta. Tenemos un enemigo común: un forastero que intenta introducir una nueva jauría de perros de caza en el condado. Ya hay dos; una es mía y el duque tiene participación en la otra, así que conviene que unamos nuestras fuerzas para desalojar al intruso.
—Y por esto decidiste casarte con la hija del duque.
—El lo sugirió y como me pareció un arreglo sensato, acepté.
Harry echó hacia atrás la cabeza y se rió.
—¡Sensato! —exclamó cuando pudo hablar—. ¿Cómo puede ser sensato, mi querido Gregory, casarte con una joven a la que nunca has visto, sólo porque ello te hará entrar en posesión de una tierra que deseas?
—Esa tierra siempre ha pertenecido a la propiedad de los Lynchester.
—¡Demonios, vaya motivo para tomar esposa!
—¿Por qué no? Está bien educada, nadie puede dudarlo. Me han dicho que es bella y, con franqueza, Harry, creo que ya es hora de que me case.
—¡De eso estoy seguro desde hace cinco años! Es tiempo de que sientes cabeza y tengas un heredero.
—Hablas igual que mi abuela.
—Tu abuela tiene mucho sentido común; pero, como amigo tuyo, debo decirte que ésa no es la mejor manera de casarse.
—Hablas como si fueras una autoridad en la materia —se mofó el duque.
—No, pero puedo decirte una cosa: yo jamás me ataría de por vida a una mujer a menos de estar seguro de tenerle cariño y de que soy capaz de tolerar su conversación en el desayuno.
—Ninguna ley te obliga a desayunar con tu esposa —protestó el duque.
—Tampoco existe ninguna ley que te obligue a escucharla, pero eso es algo inevitable en el matrimonio.
—¡Pero si tú, mi abuela y una decena más de familiares se obstinan en decir que debo casarme!
—Y debes hacerlo.
—No soy ningún tonto jovencito capaz de enamorarse de la primera cara bonita que vea, ni tampoco tan absurdo como para suponer que una chica que acaba de salir del salón de clases pueda ser divertida, o conocer un ápice de las cosas que me interesan.
Harry iba a replicar, pero el duque levantó la mano para impedírselo y continuó diciendo:
—Déjame terminar. Lo he pensado con todo cuidado. Como no deseo tener una esposa casquivana, estoy obligado a casarme con una jovencita. Tengo la esperanza de que posea la suficiente inteligencia como para hacerse agradable, no sólo conmigo sino con mis amigos, y si ha sido bien educada, será una bella presencia en la cabecera de mi mesa y aprenderá, con pocos errores, a ser una buena anfitriona.
—Acepto todo eso —contestó Harry—. Sin embargo, ¿qué sucederá cuando estén a solas?
En los labios del duque apareció una débil sonrisa.
—Ahí tienes un punto a tu favor, lo reconozco. ¿Pero por qué hemos de estar a solas, excepto en raras ocasiones?
Paseó por la habitación antes de proseguir:
—En los viejos tiempos, como bien sabes, en una casa de este tamaño no sólo vivían el duque y la duquesa. Había también niños, otros familiares, abuelas, tías abuelas, primos, viejos amigos, el chambelán, las nodrizas, las institutrices, tutores de todo tipo. De hecho, la casa siempre estaba llena de gente, aparte de los huéspedes, qué, según las crónicas de la época, eran recibidos con generosa hospitalidad durante todo el año.
Harry rió de buena gana.
—Así que ésa es la clase de vida que planeas. Un padre de familia… ¿o debo decir, un rey de tu propio reino? Espero que me inviten a la Corte de Jester.
—¿Puedes dudarlo? Hablando en serio, Harry, ¿comprendes la idea?
—Claro que sí, y espero que tu duquesa de cartón sea tal como la deseas: una marioneta con hilos que tú puedas mover a tu antojo, hasta que te alejes de ella y la ignores.
—Deja de sermonearme —ordenó el duque—. Sabes tan bien como yo que ésa es la manera tradicional de vivir desde los tiempos de la reina Isabel, cuando el primer Chester construyó esta casa y tuvo a Su Majestad de huésped.
—Bueno, tú no puedes invitar a la reina, pues, ¿quién quiere en sus fiestas a la viuda de Windsor? Pero sí al Príncipe de Gales, que sin duda las disfrutará y también, por supuesto, a Isobel.
El tono malicioso de Harry al pronunciar el último nombre resultó muy claro para el duque.
—Sí, Isobel también —repitió con lentitud, mirando a su amigo directamente a los ojos.
—Entonces espero, por su bien, que tu duquesa sea medio tonta. De otra manera, la lengua de Isobel la va a torturar, a despedazar y, sin duda, a menos que lo evites, tu esposa estará bañada en lágrimas antes de permanecer cinco minutos en compañía de Isobel.
—Puedo controlar a Isobel y no le permitiré que haga nada de eso.
—Dudo que lo logres. Será como una leona que defiende a su pareja de un intruso y tu esposa tendrá muy pocas oportunidades si se trata de luchar con garras.
—Eso no sucederá. Me ocuparé de que todos, incluso tú, traten a mi esposa con respeto.
—Siempre he pensado que la palabra «respeto», junto con «deber», «obligación» y «responsabilidad», son intolerablemente aburridas. Si tú esposa tiene un poco de sentido común, deseará algo más que respeto.
—¡Cállate, Harry! Tratas de hacer que me arrepienta de haber aceptado a la hija del Duque de Northallerton, y mañana debo ir a pedir su mano, de acuerdo con la tradición.
Harry Sheldon no contestó y, después de un momento, el duque dijo:
—¡Diablos! ¿Qué otra alternativa tengo? Quieres que me case. Han insistido en ello durante años y ahora que lo decido pones obstáculos en mi camino. Si no me caso con Caroline Allerton lo haré con cualquier otra jovencita insulsa.
—Pero, por supuesto, ninguna otra te ofrece tanto terreno.
—¡Ninguna! Y, suceda lo que suceda, las futuras generaciones de Chester me bendecirán, sin duda, por el sacrificio que hago en su beneficio.
—¿Sacrificio? ¡Ésa es la palabra correcta! ¿O debo decir que vendes tu libertad por un «plato de lentejas»?
—Por diez mil acres.
—Tengo la sensación de que, de una manera u otra, pagarás cada uno de ellos.
El duque rió.
—Otra más de tus sombrías predicciones, y te obligo a regresar a Londres. Lo que necesitas es tomar más champaña. ¡Ah! Y olvidé decirte que entre los huéspedes que espero se encuentra la encantadora Marguerite, quien viene esta noche sólo por ti.
Harry Sheldon se incorporó y sus ojos brillaron.
—¿Aceptó?
—¡Con entusiasmo! Y, contén el aliento, viene sola. Por desgracia —dijo con ironía—. James está de servicio en el Palacio de Buckingham.
Harry Sheldon lanzó un grito de entusiasmo.
—¡Gregory, has traído la luz y la alegría a mi vida y algún día haré lo mismo por ti!
—¡Te lo recordaré! Dios sabe que, si me caso, puedo necesitar de tu ayuda.