Capítulo 3
Mientras se dirigía a las Torres Allerton, el duque comprendió que, si apelaba a su sentido común, haría dar vuelta a sus caballos y regresaría a casa.
Le irritaba recordar que nunca se le había ocurrido siquiera que existiera una jovencita que no se sintiera encantada de convertirse en su esposa.
Después de hablar con Eliza se dio cuenta de que había carecido de comprensión y que, aunque detestaba reconocerlo, había estado ciego.
Se había relacionado durante tanto tiempo con mujeres casadas y mundanas que lo halagaban, lo perseguían y que dejaban muy en claro sus ambiciones de convenirse en sus amantes, que había olvidado que existían mujeres diferentes.
Como había dicho a Eliza, no esperaba que ninguna jovencita tuviera sentimientos profundos y cuando el Duque de Northallerton sugirió que se casara con su hija, no imaginó siquiera que tal vez ella no estuviera de acuerdo.
«¡Mandaré todo el asunto al diablo —pensó—, y me olvidaré unos años más que debo casarme!».
Pero las cosas no eran tan sencillas como parecían. Rehusarse ahora a visitar las Torres sería insultar al duque de una forma imperdonable, lo cual empeoraría todavía más el asunto de Magnus Croft.
La riña entre los dos ducados ya había hecho bastante daño en el condado. Sabía que entre los propios sirvientes había rivalidades y con frecuencia pensaba que era un error que los amos dieran tan mal ejemplo.
Pero, por otra parte, se resistía a continuar con un arreglo matrimonial que había sido un disparate desde el principio.
Mucho de lo que le dijo Eliza lo había perturbado y escandalizado, y conforme se acercaba a la mansión, se sentía más renuente a llegar a su destino.
«¡Todo esto es ridículo!», pensó, pero de nuevo comprendió que, si regresaba, sólo conseguiría empeorar la situación.
Cuando sus caballos se detuvieron frente a la puerta principal, se sintió como si se dirigiera al cadalso.
No lo hacía sentir mejor saber que a nadie podía culpar, excepto a sí mismo. Ceñudo, bajó del faetón para encontrarse con el Duque de Northallerton, que lo esperaba.
—¡Bienvenido, querido Lynchester! ¡Es un placer verle aquí, después de tantos años en que nuestras casas han estado distanciadas!
Ambos duques se dieron la mano y se dirigieron hacia el salón donde esperaba la duquesa.
El Duque de Lynchester ignoraba que, antes de su llegada, había tenido lugar una violenta discusión.
A las tres en punto, el duque había llegado al salón y encontró a su esposa sola.
—¿En dónde está Caroline? —había preguntado.
—Acabo de enviar a avisarle que ya es hora de bajar.
La duquesa respondió distraída, porque su mente estaba ocupada con la gran cantidad de plantas que debían ser trasplantadas antes de las lluvias.
El jardinero en jefe era un hombre de edad, infalible en cuanto al clima y esa misma mañana le había dicho:
—Milady debe apresurarse; se acerca la lluvia, lo siento en los huesos y demasiada agua es tan malo como muy poca.
La duquesa estaba de acuerdo con él, pero por más que trabajaba, ya que no le confiaba a nadie sus preciosas plantas, no acertaba a terminar con todas las que le habían traído los jardineros jóvenes del invernadero.
Sus pensamientos estaban lejos, al menos tan lejos como el jardín, cuando se percató de que su esposo iba de un lado a otro de la habitación, como un león enjaulado.
—Vamos, Arthur, Caroline es una joven puntual y no tardará.
—¿Puntual? —preguntó furioso el duque—. ¡Son las tres y diez minutos! ¡Cuando yo digo las tres, deben ser las tres en punto!
—Sí, Arthur.
El duque salió del salón hacia el vestíbulo y le indicó al lacayo que estaba de servicio:
—Envíe una doncella al dormitorio de Lady Caroline para decirle que la espero.
Mientras hablaba notó que una doncella bajaba la escalera y supuso que le traía algún recado de su hija.
—¿En dónde está Lady Caroline? —le preguntó.
La doncella hizo una reverencia.
—La señorita lo lamenta, su señoría, pero tiene dolor de cabeza.
—¿Dolor de cabeza? Vuelva y dígale que se sienta como se sienta, debe bajar enseguida. ¡Que yo lo ordeno!
La doncella se volvió para hacer lo que él le indicaba y el duque regresó al salón.
—Caroline dice que tiene dolor de cabeza —comentó agresivo, como si la duquesa tuviera la culpa.
—Recuerdo que dijo eso desde que bajó a almorzar.
—Son nervios. ¡Sólo nervios! Así son las mujeres; todo lo complican en cuanto se les ordena que hagan algo fuera de lo habitual.
—Creo que Caroline se ha comportado muy bien, Arthur. Ya ves que no protestó cuando le dijiste que se casaría con el duque, aunque está muy enamorada de Edward.
El duque se limitó a gruñir, como si no quisiera discutir otra vez el asunto, y de nuevo salió al vestíbulo.
—¡Vamos, vamos!, —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—. ¡Es demasiado tiempo para llevar el recado al dormitorio de Lady Caroline!
Pero tuvo que esperar bastante antes que le informaran que Lady Eliza había dicho que trataría de hacer algo, pero no había señales de su hija mayor.
Cerca de las tres y media, el duque estaba furioso.
—¡Sube y habla con esa endiablada chiquilla! —ordenó a su esposa—. ¡Después de todo, es tu hija!
—Y tuya, Arthur.
—Muy bien, iré yo mismo —gritó el duque.
Subió la gran escalinata hasta el segundo piso y fue Eliza quien lo escuchó llegar.
—¡Es papá! —le avisó a su hermana—. Ahora representa bien tu papel, Caroline, y recuerda que lo haces por Edward.
—No… papá… no —murmuró Caroline horrorizada, pero ya Eliza se había dirigido a su dormitorio.
El duque tocó y abrió la puerta.
—Te indiqué que bajaras… —empezó a decir.
Entonces vio a su hija acostada, con un pañuelo sobre la frente, y vestida solo con corpiño y enaguas.
—¡No estás vestida! —exclamó.
—Estoy… enferma… papá.
El duque apenas pudo escucharla, y como Caroline estaba tan asustada, su voz se oía como si estuviera a punto de desfallecer. Aunque amaba a su padre y él la amaba a ella, cuando se mostraba autoritario la impresionaba.
El duque se acercó a la cama.
—¿Qué pasa contigo? ¡Vaya momento para jaquecas!
Caroline no se atrevió siquiera a abrir los ojos.
El duque estaba a punto de empezar a reñirla de nuevo cuando notó los círculos oscuros alrededor de los ojos de su hija.
Pensó entonces que, si la obligaba a bajar en ese estado, no se vería bien, a pesar de su hermosura, y Lynchester quizá no se mostrara tan dispuesto a casarse con ella como era de esperarse.
Conocía muy bien, como todo el mundo, los innumerables romances de su vecino y aunque no esperaba que su futuro yerno fuera fiel a su esposa, confiaba en que, cuando conociera a Caroline, quedaría impresionado por su belleza y se enamoraría de ella.
Como hombre de mundo, sabía que la mayoría de los matrimonios entre la nobleza eran arreglados, pero se dijo que todo resultaba más fácil para ambas partes si se tenían afecto entre ellos.
Debido a que él mismo admiraba a su hija mayor, no podía imaginar que existiera hombre alguno que no quedara prendado de su belleza.
Por su mente cruzó la idea de que no estaría mal que Lynchester tuviera que esperar para conocer a Caroline, ya que, de hecho, ello agregaba cierto interés a ese arreglo que, por el momento, no tenía ninguno.
Con voz alta dijo:
—Me parece un momento muy inoportuno para que te sientas mal, pero, como no deseo que tu pretendiente te vea como estás ahora, lo invitaré a cenar con nosotros mañana por la noche y espero que para entonces ya estés bien.
—Lo… intentaré… papá.
—Así lo espero.
La suavidad de su mirada desmentía la dureza de sus palabras.
Eliza oyó a su padre cerrar la puerta y alejarse y un instante después corrió al dormitorio de Caroline.
—¡Chica inteligente! Convenciste a papá y ahora todo marchará viento en popa.
Caroline se sentó en la cama y se quitó el pañuelo de la frente.
—Dijo que iba… a invitar al duque… a cenar… mañana.
Eliza lanzó un profundo suspiro.
—Para entonces, si todo sale bien, su señoría ya habrá pedido mi mano.
—¡Oh, Eliza! ¿Y si no lo hace?
—Sólo nos queda esperar que cumpla su palabra.
En el salón, la duquesa observaba al duque con admiración. Ella también lo había visto durante las cacerías, aunque jamás habían cruzado una palabra, y le había parecido muy apuesto. Pero también notó el aire de orgullo que lo caracterizaba y le pareció engreído.
Por su esposo había aprendido la alta estima en que se tenían a sí mismos los duques y lo que había oído decir del Duque de Lynchester no era muy favorecedor.
Desde que se casó, había amado a su marido, pero con frecuencia pensaba que si hubiera contraído matrimonio con otro noble de menor rango, que se interesara en la jardinería, tal vez habría conocido una felicidad diferente a la vida que estaba obligada a llevar como duquesa.
—Con frecuencia me han dicho, señora, lo bellos que son sus jardines —le decía ahora el duque—, y he oído decir que rivalizan con los de Kew debido al cuidado que usted les brinda.
Los ojos de la duquesa se iluminaron y se sintió muy halagada.
Ignoraba que había sido Harry Sheldon quien diera esa información al duque, ya que él la conocía porque su propia madre era también aficionada a la jardinería.
—Estoy segura de que los jardines de la Casa Chester son magníficos también —respondió cortés la duquesa—, y con frecuencia he deseado conocerlos.
—Eso es algo fácil de remediar en el futuro, aunque temo que no son tan perfectos como yo desearía, pues usted bien sabe, señora, que eso requiere tiempo.
—Así es, yo misma lo he comprobado —sonrió la duquesa.
Sintió que su opinión del joven duque había cambiado, ya que estaba segura de que todo hombre a quien le gustara la jardinería sería un buen marido.
—Me temo que tenemos malas noticias para usted, Lynchester —oyó decir a su esposo—. Mi hija Caroline, que estaba ansiosa por conocerlo, sufre por desgracia de una intensa jaqueca.
—Lamento saber que su hija no está bien de salud; pero, en realidad, no vengo a ver a Lady Caroline, sino a Lady Eliza.
Si una bomba hubiera explotado en la habitación no habría sorprendido tanto a los duques.
—¿Eliza? ¿Por qué desea verla?
El duque de Lynchester logró hablar con voz tranquila al decir:
—Porque es a Lady Eliza a quien deseo cortejar.
Pasaron unos segundos antes de que el duque recobrara la voz.
—¡No, no! ¡Está usted en un error! Es con Caroline con quien va a casarse, mi hija mayor.
—No deseo discutir con usted, Northallerton, pero me intereso en Lady Eliza.
La duquesa lanzó una exclamación ahogada y el duque levantó la voz al indicar:
—¡No comprendo! Cuando discutimos el asunto yo le ofrecí Magnus Croft como parte de la dote de mi hija Caroline.
—Me temo que debo contradecirlo —contestó el duque con tono autoritario—, sus palabras fueron «mi hija».
—Bueno, para ser sincero, no pensé en Eliza. Apenas acaba de salir del salón de clases y no ha sido presentada a la corte.
En los labios de Lynchester se dibujó una leve sonrisa.
—Eso no es obstáculo para casarse.
—Pero Caroline es la más indicada, en todos sentidos —insistió el Duque de Northallerton—. Será una hermosa presencia en su mesa y hará honor a los diamantes de Lynchester.
El Duque de Lynchester comprendió por qué Eliza había mencionado los diamantes. En cierto modo podía comprender los sentimientos del Duque de Northallerton y casi estaba tentado a coincidir con él.
Como el asunto se tornaba desagradable, dijo con voz serena:
—Me parece que el afecto de Lady Caroline ya está comprometido en otra parte.
De nuevo sus palabras causaron conmoción. Se hizo un súbito silencio y fue evidente que ni el duque ni la duquesa sabían qué decir.
Por fin, el duque preguntó:
—¿Quién se lo dijo?
El duque de Lynchester se encogió de hombros.
—Como usted sabe, en el campo las murmuraciones corren con el viento.
Como si sintiera que era su deber intervenir, la duquesa observó:
—Estoy segura de que si en realidad desea casarse con Eliza, mi esposo estará encantado de dar su autorización.
Miró al duque, que permanecía rígido, sin salir de su asombro.
—Creo, Arthur —continuó—, que deberías enviar a buscar a Eliza.
Sin hablar, el duque se encaminó hacia la puerta.
La duquesa se volvió hacia el Duque de Lynchester con expresión suplicante.
—Eliza, por supuesto, es muy joven. Tiene también un carácter muy diferente al de Caroline y mi esposo no la comprende. Es muy sensitiva y, en muchos aspectos, diferente de otras muchachas.
El duque estaba a punto de decir que eso era lo que él pensaba, cuando recordó que se suponía que no la conocía.
—Tengo un gran interés en conocerla —dijo.
La duquesa lanzó un pequeño suspiro, como pensando que había intentado hacer lo mejor que pudo por su hija, pero había fracasado.
Siempre se había dado cuenta de que su hija menor era diferente, de una manera que ella no comprendía.
Desde que era muy pequeña, Eliza no había permitido que la mimaran. Arthur había dicho que le habían cambiado a su hija y quizá tenía razón: parecía un ser de cuento de hadas que hubiera tomado el lugar de un mortal y que, por lo tanto, no era del todo humano.
La duquesa trató de alejar esos pensamientos. Lo que pensaba era bastante ridículo y si la muchacha era diferente era culpa de sus padres y de nadie más.
Arthur siempre había estado obsesionado con Caroline debido a su belleza, y en cambio la duquesa reconocía para sí que amaba a sus hijos mucho más que a sus hijas.
El duque regresó al salón.
—Envié a buscar a Eliza —dijo—, y sólo espero que no se sienta decepcionado con su elección.
Parecía tan perturbado que al Duque de Lynchester le costó un gran esfuerzo contener la risa.
—¡Gracias, gracias! —exclamó Eliza.
Estaban a solas en el jardín, donde se suponía que el duque haría su declaración formal.
En cuanto bajaron la escalera y empezaron a caminar por el césped, el duque se sorprendió observando atentamente a la joven que iba a su lado.
Eliza se había cambiado el traje de montar por un vestido verde que parecía confundirse con el follaje del jardín, y a él le pareció que su aspecto de duende se destacaba más aún que cuando la conoció.
No podía saber que Eliza había sacado primero de su armario uno de los vestidos que debía llevar a Londres cuando la presentaran en sociedad.
Era blanco, color que se consideraba correcto para una debutante, pero aunque a Caroline la hacía parecer como una joven diosa, a Eliza no le quedaba bien y por lo tanto lo desechó.
Como la duquesa estaba siempre ocupada en su jardín, sus hijas tenían más libertad de lo habitual en la elección de su ropa.
Caroline tenía varios vestidos hechos por las mejores modistas de Londres, y Eliza, a excepción de ese vestido y de otro que se preparaba para su presentación, dependía de los hábiles dedos de la señora Banks, costurera de la casa.
En realidad, a través de los años, la costurera había adquirido gran habilidad para copiar los diseños de las revistas de moda o de las damas que recibían en la casa como huéspedes.
Solía entrar en las habitaciones de las damas cuando ellas no se encontraban presentes y después relataba a Eliza y a Caroline lo que había encontrado.
—La señora trae un hermoso vestido de París, señorita —le había dicho a Eliza como tres meses antes—, diseñado por el propio Worth, y si conseguimos el material adecuado estoy segura de que le quedará muy bien a usted.
Cuando Eliza se vio el vestido puesto, comprendió que la señora Banks tenía razón.
La costurera era capaz de reconocer la imaginación y el genio que inspiraron a Worth al crear el vestido y había encargado a Londres la seda, satén, la muselina y el tul, no sólo para el vestido de Worth, sino para copiar otros que poseía la misma visitante.
El vestido de tarde que usaba ahora Eliza era una buena imitación de una creación de Worth y, más que ceñirla, parecía flotar alrededor de su esbelta silueta.
El duque pensó que el jardín era el lugar adecuado para ella y, mientras la escuchaba darle las gracias con innegable sinceridad, no pudo evitar pensar que el extraño color de su cabello no requería de joyas para llamar la atención.
—Nunca habría imaginado que me agradecerían que no le propusiera matrimonio a una mujer —señaló, irónico.
—Yo lo haré, le agradeceré que me proponga matrimonio.
—¿Desea recibir una declaración formal?
—¡Por supuesto! —sonrió Eliza—. Debo escribirlo en mi diario para la posteridad.
El duque le clavó la vista.
—Me parece que se ríe de mí y eso es algo que no debe hacer.
—¿Por qué no? ¡Si supiera toda la conmoción que causó su visita, no sabría si reír o llorar!
—¿Es verdad que su hermana sufre de jaqueca?
—¡No, claro que no! Y estaba tan radiante de felicidad cuando le dije lo comprensivo que había sido usted, que temí por un momento que papá sospechara la verdad.
—Eso no me parece nada halagador para mí.
—No sé por qué ha de sentirse afectado en lo personal. Después de todo, lo que usted deseaba era Magnus Croft y es lo que ha conseguido.
—¡Y una esposa, además!
—Yo lo previne de que no era la mejor.
—Pero me prometió convencerme de que era la elección correcta.
—Pondré lo mejor de mi parte —contestó ella con solemnidad—, aunque tendrá que decirme con exactitud lo que debo hacer cuando sea anfitriona en sus fiestas. Por cierto, siempre he deseado asistir a una. Me parece que deben ser mucho más divertidas que las que damos aquí.
—¿Qué sabe de mis fiestas? —preguntó el duque, a la defensiva.
—Sólo que a mamá le escandalizan y eso significa que deben ser bastante divertidas.
—Las fiestas a las que se refiere cesarán, por supuesto, en cuanto me case —respondió el duque sonriendo.
—¡Qué desilusión! Si su intención es rodearse ahora de personas más respetables, debo decirle que la mayoría de la gente en este condado es vieja, prosaica y tremendamente aburrida.
El duque se rió de buena gana antes de decir:
—Creo, Eliza, que si eso es lo que vamos a encontrar aquí, será mejor que organicemos nuestra vida social en Londres.
Como ella no respondió, preguntó:
—¿En qué piensas?
—En que, ya que nos vamos a tutear y me has llamado por mi nombre, quizá deba preguntarte el tuyo.
—Es Henry Frederick Gregory; pero, como a ti, me llaman sólo por el último.
Como Eliza guardara silencio, añadió:
—Me hubiera gustado tener un nombre de origen griego.
—¿Te gusta ese idioma? —preguntó Eliza.
—Mi primera institutriz me enseñó un poco de mitología clásica, pero cuando estudié griego en Oxford me resultó un poco difícil.
—¿Cómo es posible? Ha sido un idioma que yo siempre he deseado aprender, pero papá dijo que era algo innecesario para una mujer.
—Tal vez sea un pasatiempo al que puedas dedicarte una vez casada.
—Siempre he soñado en aprender griego y en viajar.
—A Grecia, supongo.
—Me encantaría ir allá, pero aún más al Cáucaso, donde creo que los árboles son más gruesos y más altos y bellos que en el resto del mundo.
Eliza hablaba con voz soñadora, como si hubiera olvidado con quién estaba.
—No creo que sea posible por el momento visitar el Cáucaso, pero, si te interesan los bosques, te recomendaría Austria y, por supuesto, la Selva Negra.
Eliza lanzó una ligera exclamación de profundo placer y entonces, como si de pronto hubiera vuelto a la tierra, dijo:
—Estoy segura de que esos lugares te aburrirían, pero me parece que tienes preciosos bosques en Chester, mejores que los nuestros.
—No he tenido oportunidad de comparar ambos; por supuesto, me agradaría pensar que los míos son los mejores.
Ella le sonrió y él notó sus hoyuelos.
—Esperaré con ansiedad decirte si tienes razón o no.
—Si tienes tacto, cómo yo espero de mi futura esposa, por supuesto que me dirás que tenía razón, aunque no fuera verdad.
Para su sorpresa, Eliza negó con la cabeza.
—No creo que eso sea lo que en realidad deseas. Eres una persona demasiado positiva como para no disfrutar de las discusiones, los obstáculos y hasta las batallas que se crucen en tu camino.
El duque la miró asombrado.
—¿Qué te hizo decir eso?
Como si sintiera que había sido indiscreta y revelado un secreto, Eliza contestó rápidamente:
—Sólo… adivinaba.
—Ahora no dices la verdad. ¿Qué has oído de mí que te hizo hablar como lo hiciste?
—No es… nada… que haya… oído.
—¿Entonces?
La vio titubear, y al darse cuenta de que no se decidía a confiar en él le ordenó:
—Dímelo, Eliza, quiero saberlo.
Ella lo miró bajo sus infantiles pestañas, no obstante él adivinó que lo que ella pensaba no tenía nada de infantil.
—Digamos… que usaba… mi instinto.
—¿Es decir que así crees tú que soy?
—Así es como… sé… que eres…
—¿Como lo sabes?
—Porque a veces sé… cosas… acerca de la gente. No es algo que pueda… explicar… pero nunca… me equivoco.
El duque se sintió desconcertado.
—¿Qué más sabes de mí?
—Nada en particular ahora. Cuando sé algo, llega a mi mente como un rayo de luz. Está ahí y no hay nada que yo pueda hacer.
Al duque le pareció que sostenían una extraña conversación.
—Supongo que debemos regresar a la casa. Hemos pasado juntos el tiempo convencional para que yo te haya solicitado que seas mi esposa y tú hayas aceptado.
—Me siento desilusionada —se quejó Eliza—, y me hubiera gustado poner tus palabras reales en mi diario.
—¿En serio llevas uno?
—No… no un diario.
—¿Entonces?
—Algunas veces escribo poemas o palabras y frases que significan… algo especial… para mí.
—Supongo que eso debe esperarse de un duende.
—Y también de ti —se apresuró a añadir Eliza. El se rió.
—No he escrito un poema desde que tenía dieciocho años y me enamoré por primera vez —comentó.
—¿Cómo era ella?
—Hacía el papel de Julieta en una compañía ambulante de teatro que llegó a Oxford, y me pareció el ser más bello que había visto en mi vida. Acudí a la función todas las noches durante una semana, hasta que logré reunir el suficiente valor para verla en su camerino.
—¿Y qué sucedió?
—Lo que siempre sucede en la vida. Quedé desilusionado.
—¿Por qué?
—Era una actriz de gran experiencia, pero casi llegaba a los cuarenta años y se le notaba cuando no llevaba maquillaje.
—Así que hiciste pedazos tus poemas, pero de cualquier manera permanecieron en tu corazón.
El duque estuvo a punto de preguntarle cómo lo sabía, pero decidió que eso revelaría demasiado de sí mismo.
—Hasta hoy había olvidado lo tonto que era entonces. Estoy seguro de que en poco tiempo el licor borró todas mis penas.
La expresión de Eliza le indicó que no le creía y tuvo la sospecha de que, en cualquier momento, se le volverían a marcar los hoyuelos.
Cuando volvieron al salón los esperaban el duque y la duquesa y Eliza advirtió que habían tenido una violenta discusión en su ausencia.
Sabía muy bien la razón y era evidente la expresión de desencanto de su padre cuando, después de unas cuantas frases convencionales, el duque de Lynchester anunció su partida.
—Tengo un grupo de invitados este fin de semana —indicó—. Después debo volver a Londres, pero espero que nos veamos de nuevo en un futuro cercano.
—¿Quiere que yo envíe el anuncio a la Gazette o prefiere hacerlo usted mismo? —preguntó el Duque de Northallerton.
—Le agradecería que lo hiciera. La próxima vez discutiremos la fecha de la boda.
Al hablar recordó que, si deseaba cazar pronto en Magnus Croft, sería mejor que sus cuidadores se hicieran cargo del lugar lo más rápidamente posible.
Recordaba con qué frecuencia se quejaban de las sabandijas que se habían dejado acumular en el lugar y que interferían con sus propias cacerías y de pronto pensó que, si iba a casarse, no había razón para esperar, pues estaba impaciente por recobrar los bosques.
Iba camino a la puerta cuando se detuvo.
—Se me acaba de ocurrir que si nos vamos a casar en el campo, como creo que todos preferiremos, será mejor hacerlo durante el verano, cuando el jardín está en su mejor época.
Sabía que tendría a la duquesa de aliada y ella se apresuró a decir:
—¡Por supuesto! A mí siempre me han parecido más apropiadas las rosas para una boda que las lilas blancas.
—Muy bien, en el verano entonces —accedió su esposo—, pero la gente pensará que apresuramos las cosas.
Miró al duque y agregó:
—Tengo la impresión de que desea cazar en Magnus Croft durante el otoño.
—La idea cruzó por mi mente —confesó el duque.
El duque de Northallerton se rió y, por un momento, pareció recobrar el buen humor.
—Espero que me invite.
—Por supuesto. ¿Qué le parece fijar la boda para principios de julio? La mayoría de la gente ya habrá salido de Londres para entonces.
Eliza advirtió que su madre calculaba con rapidez qué flores habría para esa fecha.
—La última semana de junio sería mejor —la oyó decir.
—De acuerdo. Estoy seguro de que podemos organizar la ceremonia para esa semana y estoy dispuesto a dejarlo todo en sus hábiles manos, señora duquesa.
Hizo una leve reverenda al tomar la mano de la duquesa, con una gracia sorprendente.
Eliza, que se mantenía algo apartada, pensó que a la única persona que nadie consultaba era a la novia y sabía, mejor aun que el duque, lo descuidados que estaban los bosques de Magnus Croft.
En realidad así era como a ella le gustaban y, cuando cabalgaba a solas, lo que no siempre resultaba fácil debido a las instrucciones de su padre, se iba a aquellos bosques y observaba con deleite la gran variedad de pájaros y animales que los guardabosques llamaban «sabandijas».
Detestaba la idea de que los mataran, aunque comprendía lo destructivos que eran, no sólo con los huevos y polluelos de las aves de caza, sino con las aves canoras, ninguna de las cuales podía anidar en paz en los bosques de Magnus Croft.
Del mismo modo que la duquesa hacía cálculos sobre las flores, Eliza calculaba cuánto tiempo más podría disfrutar de esos bosques salvajes tal como estaban ahora.
«Me escaparé mañana temprano —pensó—, antes que papá se dé cuenta de que salí a cabalgar sin palafrenero». En aquel momento advirtió que el duque se marchaba y que su padre lo acompañaba hacia la puerta principal. Sabía que debía unírseles, y caminó detrás de ellos a través del vestíbulo, como si fuera una dama de honor detrás del novio y la novia.
Cuando llegaron a la puerta, ambos se detuvieron y el Duque de Lynchester le ofreció la mano.
—Adiós, Eliza. Espero que nos veamos pronto.
Eliza hizo una reverencia.
—Creo que será inevitable, señor.
La maliciosa mirada de sus ojos hizo al duque preguntarse si se refería a que era inevitable para él o para ella. Cuando, minutos más tarde, mientras se alejaba, volvió la vista para contemplar la figura de pie sobre la escalinata junto a su padre, esbelta y vestida de verde, pensó que parecía fuera de lugar en la sobriedad de la piedra gris. «Pertenece a los bosques», se dijo, y enseguida consideró que era un pensamiento ridículo, producto de su imaginación.
Se le ocurrió que tal vez Eliza había estado representando un papel a fin de llamar la atención hacia ella, ya que no podía competir con su hermana en apariencia física. Pensó entonces en todo lo que se habían dicho uno al otro, y al final se sintió convencido de que, aunque intentara ignorar el aire de misterio que la rodeaba, ella, al menos, era sincera y sus palabras no trataban de causar un efecto determinado sino que brotaban de sus labios con naturalidad.
«Es bastante extraño —pensó—, que una pareja tan común como los Northallerton, sin nada especial que los distinga, haya tenido una criatura tan singular».
Luego recordó que Eliza había dicho que se suponía que la habían cambiado.
«Esas cosas no suceden», se dijo, aunque la idea lo hacía recordar sus cuentos de la infancia.
«Me parece que en cuanto pase un tiempo a su lado descubriré que tiene ideas tan banales y comunes como cualquier otro ser humano», pensó burlón.
Pero por el momento tenía que reconocer que todo lo que Eliza había dicho y hecho, y su propia apariencia, eran, sin duda, poco usuales.
Mientras se alejaba, tuvo la extraña e inexplicable sensación de que penetraba en un mundo que no comprendía; un mundo en el cual no creía, que su mente le indicaba que no existía y que no tenía ningún contacto con la realidad.
Se percataba con inquietud, sin embargo, de que, en lo que a Eliza se refería, ese mundo estaba ahí.
Pero dónde o por qué existía era una cuestión que escapaba a su entendimiento.