Capítulo 6
El yate continuó avanzando hasta que, como a las seis de la tarde, ancló en una pequeña bahía que Orlina pensó estaba en Tesalia.
Pero no estaba segura, así que decidió pedir al conde que en un mapa le mostrara dónde estaban.
Subió a cubierta.
Entonces, para su sorpresa, vio que un bote lo conducía hacia la playa, donde desembarcó.
Con él iba su ayuda de cámara, Wilkins.
Pensó que era poco cortés de su parte irse de paseo con su ayuda de cámara.
Podría haber invitado a alguno de sus huéspedes, y a ella, en particular.
Anhelaba bajar a tierra.
Pero supuso, ya que el conde se había ido solo, que no deseaba que nadie lo siguiera.
Permaneció un rato en cubierta.
Más tarde se dio cuenta de que ya era hora de bajar para tomar un baño y cambiarse para la cena.
El baño siempre se lo preparaba la doncella de Sarah.
Sin embargo, no la ayudaba a vestirse y sólo entraba cuando ella estaba casi lista.
Y entonces sólo la ayudaba a abotonarse la espalda del vestido.
Orlina sabía que era porque Sarah ocultaba a su doncella quién era ella en realidad.
Por lo tanto, la doncella no la veía a menos que estuviera maquillada.
Orlina permaneció disfrutando del agua tibia del baño.
Se preguntó si, antes de regresar a casa, le sería posible nadar en el mar.
Su padre le había enseñado y era muy buena nadadora.
Sabía que era poco usual que las damas nadaran.
Así que era algo que Lady Dale no podría hacer.
Se maquilló el rostro, arregló su cabello y se puso un bonito turbante que no había usado antes.
Luego eligió otro de los adornados vestidos.
Cuando se unió al grupo, estaban todos menos el conde.
Pierre le entregó una copa de champaña.
Ella no la deseaba, pero le pareció descartes rehusarse, así que la bebió con lentos sorbos.
Pasó el tiempo, la hora usual de la cena estaba ya retrasada casi una hora.
Finalmente, fue Pierre quien dijo:
—Me pregunto qué ha sucedido con Rollo.
—Lo vi ir a tierra a dar un paseo —respondió Lord Fenton— así que tal vez sería un error esperarlo.
—Creo que tienes razón —respondió Pierre.
Habló con el jefe de camareros y todos se sentaron a la mesa.
Orlina no dijo que había visto al conde alejarse acompañado de Wilkins.
Empezó a preguntarse qué lo detenía y por qué se había retrasado tanto.
Terminaban el segundo platillo cuando Wilkins irrumpió en el salón.
—¡Lo… captu… raron! —jadeó—. ¡Captu… raron… al… amo!
Respiraba con dificultad y era evidente que había estado corriendo.
Pierre y Lord Fenton se pusieron de pie de un salto.
—¿Qué quiere decir? ¿Quiénes fueron? —preguntaron ansiosos.
Wilkins se apoyó en una silla, intentando recuperar el aliento.
—Los… rusos —respondió—; eran… cuatro… y se… lo llevaron.
Sarah y Penny lanzaron una exclamación de horror.
—Siéntese, Wilkins —pidió Pierre con deliberado tono de calma— y cuéntenos con exactitud qué sucedió.
Wilkins obedeció, como si sintiera que sus piernas ya no podían sostenerlo.
—Su señoría y yo salimos… a dar… un paseo… a mirar por los… alrededores… por decir.
Las últimas palabras fueron casi inaudibles y Pierre dijo:
—Tómelo con calma. Deseamos saber todo lo que pasó.
—Caminamos… un buen… trecho —continuó Wilkins— sin ver a… nadie. Después vimos… un bosque… y lo cruzamos, justo cuando… íbamos a salir… hacia un claro vimos… a tres hombres.
—¿Quiénes eran? —preguntó Pierre.
—Rusos —respondió Wilkins— y su señoría se dio cuenta que venían… directo a nosotros y me hizo señas… para que me metiera… bajo un… arbusto.
—¿Cómo sabe que eran rusos? —preguntó Lord Fenton.
—Por su uniforme, milord —respondió Wilkins.
—Continúe —indicó Pierre.
—Mientras se acercaban, su señoría avanzó para encontrarse con ellos. Les dijo «Buenas tardes» en tono amistoso, pero pude ver que no lo entendían.
—¿Quiere decir que él habló en inglés? —preguntó Pierre.
—Sí, milord, entonces habló en lo que yo creo que era ruso.
—¿Y le entendieron? —preguntó Pierre.
—Sacaron las pistolas de sus fundas —respondió Wilkins— y obligaron a su señoría a ir con ellos.
Se escuchó un gemido de horror de las dos mujeres.
—¿A dónde lo llevaron? —preguntó cortante Pierre.
—No me atreví a seguirlos durante un rato, milord. Después me arrastré bajo los arbustos, por si alguno volteaba y me veía.
—¿Vio a dónde lo llevaron? —preguntó Lord Fenton.
—Sí, milord —contestó Wilkins—, a una cabaña como las que hay en las granjas y allí había otro hombre.
—Así que son cuatro —observó Pierre como si hablara consigo mismo.
—Así es —convino Wilkins—, y cuando entraron cerraron la puerta. Yo atisbé por una ranura y vi que habían atado al amo a una silla.
Hizo una pausa y añadió:
—Dos de ellos se alejaron. Yo pensé, aunque puedo estar equivocado, que fueron a buscar a otros rusos para preguntar lo que debían hacer con su señoría.
—Es muy probable —repuso Pierre—. Debe ser un grupo de vigías y el resto del regimiento, o lo que sea, debe encontrarse en el poblado más cercano.
—Eso nos facilita reunir algunos miembros de la tripulación —exclamó Lord Fenton— y rescatarlo. Si Wilkins tiene razón, hay sólo dos hombres vigilándolo ahora y pronto podremos hacernos cargo de ellos.
—Sí, por supuesto —aceptó Pierre.
Se volvió hacia el jefe de camareros que estaba escuchando.
—Alberí, llama al capitán.
Fue entonces que Orlina intervino.
—¡No! —exclamó—. No deben hacerlo.
Todos se volvieron a mirarla sorprendidos.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Pierre.
—Recuerdo haber oído hablar de un caso similar hace poco, en el que los rusos tomaron prisionero a un príncipe serbio.
Todos la escuchaban y ella prosiguió:
—Igual que ustedes quieren hacer, un grupo de sus propios sirvientes salió a rescatarlo. Cuando llegaron a donde lo tenían, los rusos lo asesinaron de un balazo.
Durante un momento se hizo un completo silencio.
Entonces Pierre sugirió:
—Tenemos que hacer algo. Si se lo llevan para interrogarlo, cualquier cosa puede sucederle.
De nuevo se hizo el silencio, hasta que Orlina lanzó una exclamación:
—¡Ya sé qué hacer!
Se levantó de la mesa y caminó hacia el jefe de camareros.
—¿Tienen vodka? —preguntó.
—Sí, milady.
—Consiga dos botellas —dijo—, ábralas y vacíeles como media copa, no más.
Todos la escuchaban.
Los dos hombres, sin embargo, parecían perplejos, como si no pudieran imaginar qué era lo que ella iba a sugerir.
—Deseo que añadan a las botellas —continuó Orlina— algún licor que les dé un sabor fuerte, ¿qué tienen?
Albert se dio vuelta y abrió la puerta del armario que estaba detrás de él.
Adentro había muchas botellas y sacó una de Benedictine.
—Está éste, milady —señaló poniéndola en la mesa—. También hay brandy de durazno.
—Ambos tienen sabor fuerte y yo tengo algo más que añadirles —repuso Orlina.
Se volvió hacia Sarah.
—Ve a traer el láudano que tengo en mi estuche de tocador.
Sarah no discutió. Se puso de pie y salió apresurada.
—¡Láudano! —exclamó Pierre—. Comprendo lo que intenta hacer, Lady Dale, pero ¿cómo lograr que lo tomen, a menos qué nosotros se los llevemos?
—No nosotros —indicó Orlina—, yo lo llevaré.
—No puede hacerlo, Fenton o yo iremos.
El tono de Pierre fue casi despectivo, como si pensara que era una ridícula idea de ella.
—Eso no es muy práctico —respondió Orlina— porque, en realidad, soy la única persona aquí que puede ir.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Pierre.
—Que hablo ruso —respondió Orlina.
No esperó que le respondieran y salió del salón, mientras decía a Wilkins:
—Venga conmigo.
Wilkins la siguió.
Cuando llegaron a su camarote, Orlina dijo:
—Necesito una de las camisas de Teddy, sus botas, las más viejas que tenga, y un par de sus gruesos calcetines de lana.
Wilkins abrió la boca como para decir algo, pero ella añadió:
—¡Y rápido! No debemos perder tiempo por si los otros dos hombres regresan y se llevan a su señoría.
Wilkins se alejó a la carrera por el pasillo.
Orlina entró en su camarote.
Sarán estaba de rodillas sacando el láudano de su estuche.
Orlina vio, con alivio, que era una botella de bastante buen tamaño que ni siquiera habían abierto.
—Llévala arriba —pidió— y asegúrate de que Albert ponga la mitad en cada botella de vodka, que añada el licor y las agite muy bien.
—Me encargaré de eso —aseguró Sarah—. ¿Estás segura de poder salvarlo?
—Al menos puedo intentarlo —respondió Orlina—. Pero di a los otros que pueden seguirme hasta el bosque entonces, si fracaso y los rusos se niegan a aceptar el vodka, tendremos que arriesgarnos a que hieran al conde antes de poder rescatarlo.
—Entiendo lo que quieres decir. Lo comentaré con Pierre.
Salió a la carrera del camarote, con el láudano en la mano.
Orlina empezó a desvestirse.
Pensaba en lo que debía hacer.
Sacó su caja de maquillaje y la puso en el tocador.
Primero estiró su cabello y lo aseguró con una red.
Su dueña origina, la tía de Sarah, debía usarla durante la noche para mantener el cabello en su lugar.
Después se concentró en su rostro.
Encontró una grasa que usaran para maquillar a los hombres durante sus obras.
Cubrió su rostro con ella.
La hacía ver como si su cutis estuviera bronceado por el sol y maltratado por los vientos invernales.
Daba a su rostro apariencia de campesina, no de dama de sociedad.
Entonces, con un lápiz para cejas, dibujó líneas bajo sus ojos, nariz y barbilla, como las de una anciana.
Para cuando llegara a donde estaba el conde, ya habría oscurecido.
Cubrió uno de sus blancos dientes con la pasta negra que solían usar para ponerse lunares cuando se disfrazaran para una obra acerca de la revolución francesa.
Eso le dio un aspecto casi grotesco.
Casi terminaba cuando Wilkins llegó con las ropas que le pidiera de Teddy.
Como Orlina esperaba, tanto la camisa como las pesadas botas le quedaron bien.
Posteriormente sacó de su armario la falda de su traje de montar.
La había añadido a la ropa que Sarah le diera, por si llegaba a tener la oportunidad de montar.
Se la puso al revés para que se viera adecuada al tipo de mujer que deseaba representar.
Sabía que debía verse muy vieja.
Había leído aterradores relatos de la forma en que se comportaban los soldados rusos al invadir otros países.
Según los periódicos, todas las mujeres jóvenes o maduras recibían el mismo horrible trato.
—Lo que deseo ahora —solicitó Orlina a Wilkins— es algo para cubrir mi cabeza y también, si es posible, un chal. Tal vez alguien haya comprado alguno en Marsella para obsequiar a su esposa o novia. Les compraré otro en el primer puerto al que lleguemos.
Wilkins comprendió y salió a buscarlo.
Orlina pensó que debía haber estado con el conde en otras aventuras similares.
Comprendió lo que Pierre había estado insinuando.
El conde investigaba lo que sucedía en los Balcanes.
Sin duda lo hacía para el Primer Ministro o el Secretario para Asuntos Extranjeros.
«¿Por qué no confió en nosotros?», se preguntó.
Pero comprendió que habría sido un error hacerlo.
Ella había comentado ese tipo de cosas con su padre.
También había leído lo suficiente para comprender que eran actividades sumamente secretas.
Tal vez el conde tenía intenciones de enviar un informe a Inglaterra de lo que ocurría allí.
Y sólo el Primer Ministro o el Secretario debían saberlo.
«Tengo que salvarlo… tengo que hacerlo», se dijo Orlina.
Para su alivio, Wilkins regresó casi en seguida.
Llevaba un chal de lana en su brazo y en las manos un paño de colores.
Era justo lo que Orlina necesita como pañoleta.
Tomó las cosas y miró a su alrededor.
No había flores porque no se habían detenido en ningún lugar para adquirirlas.
Pero en cambio habían colocado una maceta con una bonita planta en un rincón del camarote.
Orlina la señaló y puso el chal en el suelo.
Wilkins no titubeó.
Sacó la planta y, regó la tierra donde estuviera plantada sobre el chal.
Lo frotó fuerte con ella, para hacerlo parecer sucio y gastado, como si se hubiera usado mucho tiempo.
Lo colocó en los hombros de ella, cubriendo la camisa de Teddy y amarró las puntas a su espalda.
Entonces Orlina se puso la pañoleta, que estaba segura era alguno de los paños que usaban en la cocina para secar los platos.
La ató bajo su barbilla.
Con su cara arrugada y el diente negro, parecía una vieja campesina como las que podían encontrarse en cualquier país.
No hubo necesidad de decirle a Wilkins que estaba lista.
Él la siguió cuando salió del camarote y subió al salón.
Al entrar encontró que los dos hombres, tal como esperaba, portaban revólveres y se habían puesto botas altas sobre sus pantalones.
Miraron a Orlina con profundo asombro.
—Debemos apresurarnos —dijo—. Wilkins y yo iremos primero. Ustedes y quienes vayan a acompañarlos deben mantenerse atrás. No tenemos idea de cuántos rusos puede haber en las cercanías.
Al terminar de hablar salió a cubierta.
Mientras se alistaba, el capitán, al enterarse de lo sucedido, había acercado el yate a la bahía.
Tenía listo un bote para conducirlos a la orilla.
Varios marineros, con botas altas, condujeron primero a Orlina y después a Wilkins hasta tierra firme.
Los demás los siguieron.
Orlina y Wilkins empezaron a caminar rápido.
Una docena de hombres los seguían a corta distancia.
Ella esperó que nadie los viera al cruzar por los claros.
Se sintió más segura cuando se internaron en el bosque que Wilkins mencionara.
Era bastante espeso.
Oscurecía y resultaba un poco difícil encontrar su camino por él.
Orlina pensó que, al menos, si los rusos vigilaban no podrían ver a los hombres que los seguían.
Al llegar a la orilla del bosque, Wilkins, quien caminaba frente a ella, se detuvo.
No habló pero señaló y Orlina vio que como a cien metros adelante se delineaba el techo de una pequeña construcción.
Comprendió que era donde el conde estaba prisionero.
Por un momento le pareció casi imposible poder rescatarlo.
Estaba vigilado por dos rusos armados.
En cualquier momento podrían aparecer varios más para llevárselo e interrogarlo.
Sabía muy bien lo que eso significaba y con qué frecuencia eso terminaba en tortura y muerte.
Por algún milagro tenía que liberar al conde antes que llegaran los refuerzos.
Entonces empezó a rezar.
Mientras lo hacía comprendió que debía rescatar al conde.
No sólo porque era inglés y los rusos no tenían derecho a tomarlo como prisionero.
Sino también porque le importaba.
De hecho, le importaba más que ningún otro hombre antes.
Lo amaba.
* * *
Sentado en la cabaña, con una soga alrededor de su cintura y sus pies atados a una silla, el conde pensó que había sido un tonto.
Se había lanzado a explorar el lugar, sin esperar encontrar nada extraño.
Sólo deseaba tener la oportunidad de hablar con los granjeros locales y sus esposas.
Por ellos podría enterarse si, como se sospechaba, los rusos se infiltraban en la campiña.
El Primer Ministro era el responsable de la situación en que ahora se encontraba.
Mientras estaba en Londres, Lord Beaconsfield lo mandó llamar a la calle Downing número 10.
El conde comprendió que se le solicitaría que hiciera un favor al gobierno.
—Me preguntaba, milord —dijo Lord Beaconsfield—, si piensa hacer uno de sus frecuentes viajes a Grecia.
—En otras palabras, Primer Ministro —respondió el conde—, desea que haga yo algunas investigaciones para usted, sea que haya planeado ir en esa dirección o no.
Lord Beaconsfield se rió.
—En verdad que le estaría en extremo agradecido si lo pudiera hacer y así combinaría negocios con placer.
—Todo lo que hasta ahora me ha pedido ha sido en extremo peligroso —respondió el conde.
—Y, sin embargo, ha sido siempre sumamente eficiente —lo elogió Lord Beaconsfield—. Y como sabe, sin que yo se lo diga, le estoy muy agradecido y hablo también en nombre de Su Majestad.
El conde sabía que era verdad.
Todos sabían que la Reina estaba muy molesta con el gobierno.
Nadie se sentía tan perturbado como ella por el comportamiento de los rusos.
No le había sorprendido que ese año el zar declarara la guerra a Turquía.
Serbia había hecho lo mismo dos años antes.
Habían sufrido tremendas pérdidas y humillaciones de los turcos, quienes mostraban una crueldad inaudita que escandalizó al mundo entero.
A la vez, la Reina y el Primer Ministro estaban preocupados porque miles de rusos se habían enrolado en forma voluntaria para pelear en los Balcanes en contra de los turcos.
Ahora llegaban a Inglaterra relatos de que los rusos, no satisfechos con pelear contra los turcos, se infiltraban en todos los lugares de los Balcanes.
La gente inglesa, sin embargo, mostraba la actitud de que no era asunto suyo.
Tal parecía que sólo la Reina estaba realmente inquieta.
—Averigüe lo que pueda —pidió Lord Beaconsfield— le aseguro que le estaremos profundamente agradecidos si puede informamos cualquier cosa que no sepamos ya, y puedo decirle que lo que sabemos es muy poco.
—Haré lo mejor que pueda —respondió el conde—, pero no debe esperar milagros. Con toda sinceridad, no deseo involucrarme en una guerra que no me concierne.
—Lo que importa a Su Majestad —respondió Lord Beaconsfield— es que se que rumorea que el hermano del zar, el Gran Duque Nicolás, al frente de un gran ejército, intenta tomar Constantinopla y convertirla en la capital de la cristiandad.
—Me parece improbable —respondió el conde—. A la vez, uno puede estar siempre seguro de que los rusos harán lo inesperado.
—Ayúdenos, si puede —rogó Lord Beaconsfield.
Un tanto renuente, el conde aceptó.
Como la gente podría sentir curiosidad de que se dirigiera a esa parte del mundo, deliberadamente organizó todo para que pareciera sólo un jovial viaje de placer.
Él y sus amigos se disponían a divertirse con mujeres bonitas que no serían aceptadas en los salones de Mayfair.
Sarah había alterado sus planes al insistir en ir con él.
Aun cuando había comprendido que sería un error, cedió ante ella.
Pensó ahora, como prisionero de los rusos, que sé encontraba en una muy desagradable situación.
Sólo tenía esperanzas de que quienes lo interrogaran creyeran lo que les diría.
No había tenido idea de que los rusos hubieran llegado tan al sur como Tesalia.
Eso significaba que los rusos que lo interrogarían estarían en control de Volos.
Podrían hacer las cosas muy desagradables para él y hasta podría sufrir lo que se consideraría un «lamentable accidente».
Se preguntó frenético qué podría hacer.
Tal parecía que nada.
A la vez escuchaba lo que los rusos se decían.
Ignoraban que podía entenderles.
—Espero que no tengamos que quedarnos mucho tiempo en este agujero —comentó uno de ellos.
—Tal vez cuando el Gran Duque llegue a Constantinopla podremos reunimos con él —respondió el otro.
—¿Qué tanto han avanzado hasta ahora? —preguntó el primero.
—Anoche oí decir a alguien que estaban en Adrianópolis —contestó el otro.
El conde sabía que Adrianópolis estaba a sólo ciento cinco kilómetros de Constantinopla.
Era un avance mucho mayor del que los ingleses habían supuesto que lo lograrían.
Sabía que era importante que Lord Beaconsfield recibiera en seguida esa información.
¿Pero qué podía hacer atado a una silla y prisionero de dos hombres bien armados?
Pensó que había sido muy tonto al no llevar consigo un revólver.
Pero comprendió que si lo hubiera hecho, habrían sido cuatro contra dos.
Él y Wilkins no habrían tenido oportunidad de sobrevivir.
La única esperanza era que, antes que lo condujeran a Volos para interrogarlo, pudieran rescatarlo Pierre, Kevin y su tripulación.
Pero eso significaba que, aun cuando mataran a los rusos, alguno de sus hombres podría salir herido.
Deseó frenético no haber sido tan tonto como para verse envuelto en tan peligrosa situación.
El tiempo parecía avanzar con mucha lentitud.
Ahora, a través de la ventana de la cabaña, pudo ver que afuera estaba oscuro.
Las estrellas empezaban a brillar en el cielo y también había luna.
Maldijo encontrarse tan indefenso.
De pronto, tocaron a la puerta.
Uno de los rusos se levantó para abrir y el conde vio entrar a una anciana muy fea y encorvada.
—¿Qué desea? —preguntó el ruso.
—Les traigo saludos de mi hijo —respondió la vieja en ruso—. Les envía vodka y fruta de nuestros árboles.
—¡Vodka! —exclamó incrédulo el ruso.
La vieja levantó una canasta donde había dos botellas.
—Si nos envía vodka —comentó el que continuaba sentado a la mesa—, nos alegra mucho recibirlo.
—Muy buen vodka —indicó la mujer.
Tenía una voz gutural, notó el conde.
Su ruso parecía traducido del griego porque lo hablaba con lentitud, como si le costara trabajo recordar las palabras.
Sin embargo, los dos rusos la entendían.
La mujer puso la canasta en la mesa y sacó las botellas.
—Es vodka —afirmó uno de los rusos mientras sacaba él corcho—. Será mejor que lo bebamos rápido, antes que los demás lleguen.
El otro ruso, que era un hombre maduro y feo, lanzó una risotada.
—¡No nos costará ningún trabajo!
La vieja sacaba la fruta de su canasta y la colocaba en la mesa.
Había higos, albaricoques y pequeñas uvas verdes.
Los dos rusos no le prestaron atención.
Ambos bebían el vodka a grandes sorbos directos de la botella, a la manera rusa.
Entonces uno de ellos miró al conde y ofreció:
—Supongo que le gustaría tomar un trago…
—¡No, no! —lo interrumpió la mujer—. Mi hijo dijo que era vodka para los rusos, no para ese truhán.
Dijo la última palabra en inglés.
A la vez, la pronunció con voz tan gruesa y nasal que podía ser cualquier palabra en griego o en cualquier otro idioma.
Eso provocó que el conde la mirara asombrado.
¿Cómo era posible que una campesina supiera una palabra de inglés?
Entonces, mientras la observaba, sus ojos se agrandaron.
¡No era posible!
¿O sería verdad lo que pensaba?
No era fácil ver con claridad en la cabaña, ya que sólo había una lámpara sobre la mesa.
Mientras la mujer arreglaba la fruta en la mesa, como para hacer tiempo, el conde notó que sus manos eran muy diferentes de lo que se habría esperado.
De hecho, no había relación alguna entre ellas y el rostro.
Apenas podía dar crédito a sus pensamientos, aunque supuso que era posible.
Pero ¿por qué y qué ganaba con eso?
Los rusos se llevaban las botellas a los labios una y otra vez.
Bebían y se pasaban la lengua por los labios.
También hacían sonidos como de que disfrutaban mucho lo que bebían.
Fue el mayor de los dos rusos quien primero dejó caer la cabeza sobre su mano y cerró los ojos.
Permaneció unos minutos sentado en esa posición.
Con lentitud, sus brazos resbalaron y su cabeza cayó sobre la mesa.
—¿Qué… te… pasa? —balbuceó su amigo y era evidente que le costaba mucho trabajo pronunciar las palabras.
Inmediatamente después también se desvaneció, su cuerpo resbaló en la silla y cayó al piso con un golpe.
Debió ser una caída dolorosa, pero ni se movió.
La vieja corrió hacia la puerta y la abrió.
Entonces con rapidez se dirigió hacia el conde.
Se inclinó para intentar desatar las sogas que ataban sus piernas a la silla.
Se dio cuenta de que necesitaba un cuchillo.
—¿Realmente es usted? —preguntó el conde.
—Debemos salir de aquí rápidamente —respondió Orlina.
Lo dijo casi en un susurro como si todavía pudieran oírla los rusos.
Wilkins llegó a la carrera.
Desató la soga alrededor de la cintura del conde mientras decía:
—Los demás están en el bosque, milord. Podría ser un error que se acercaran.
—Estoy más que ansioso por irme —afirmó el conde.
Luego miró hacia Orlina, como si todavía no pudiera creer que fuera ella.
—¿Qué demonios les dio? —preguntó.
—Láudano —respondió Orlina.
El conde se rió.
En ese momento Wilkins liberó sus piernas.
En seguida se puso de pie y Orlina corrió hacia la puerta.
—¡Rápido, rápido! —apremió.
El conde saltó sobre el ruso que estaba en el suelo y se reunió con ella.
Orlina deslizó su mano en la dé él.
—Está… libre —murmuró—, sería un error correr riesgos.
—Estoy de acuerdo —respondió el conde.
Tomados de la mano corrieron hacia el bosque.
Tenían una escolta para regresar al Sirena.
Ahora el yate ya había salido de la bahía y el bote los esperaba para conducirlos a él.
Mientras el conde subía a bordo, escuchó el ruido de los motores.
Comprendió que no necesitaba ordenar al capitán hacerse a la mar en seguida.
Así que se volvió hacia los miembros de la tripulación que lo seguían, para decirles:
—Muchas gracias, les estoy muy agradecido por estar de nuevo a bordo.
Después se dirigió al salón.
—Gracias a Dios, milord, que regresó ileso —dijo Albert.
—Agradezco mucho que así sea —respondió el conde—. Por favor, deme un trago, lo necesito.
—También tengo algo para que cene su señoría —respondió Albert.
Hablaba por encima de las cabezas de Sarah y Penny.
Ambas se habían arrojado sobre él para abrazarlo al verlo aparecer.
—¡Estás a salvo, estás a salvo! —gritó Sarah—. Estábamos tan preocupados.
—Yo también lo estaba —indicó el conde.
Se sentó a la cabecera de la mesa.
Mientras Pierre y Lord Fenton se reunían con él, expresó:
—No puedo creer que todo esto haya sucedido tan rápido.
—Debes agradecer primero a Wilkins por avisamos de lo sucedido —repuso Pierre— y después, por supuesto, a Lady Dale que nos impidió lanzarnos en tu búsqueda como nos proponíamos hacer.
—¿Cómo lo impidió? —preguntó el conde.
Mientras tanto, bebía champaña.
Pierre estiró la mano para tomar una copa mientras respondía.
—Dijo que corrías el riesgo de que si asaltábamos el lugar, como deseábamos hacer, los rusos te dieran un balazo.
—Yo mismo lo pensé —contestó el conde—. Así que fue idea suya darles a beber el láudano.
—¿Funcionó? —preguntó Pierre.
El conde se rió.
—Yo no tenía idea de lo que hacía. Cuando de pronto cayeron dormidos, pensé que estaba soñando.
—Fue una brillante idea de su parte —sonrió Pierre—. Con franqueza, Rollo, ella se hizo cargo. Nos dijo a todos qué hacer y parecía un oficial al frente de sus tropas por la forma en que dio órdenes y nosotros obedecimos.
—Brindaremos a su salud —ofreció el conde—. Supongo que se retiró para quitarse el disfraz.
—¿La reconociste en cuanto apareció? —preguntó Penny.
—No tenía la menor idea de quién era —respondió el conde—. Ni por un instante habría pensado que era ella. Fue solo hasta que pronunció una palabra en inglés que, de pronto, me di cuenta de que no era quien fingía ser.
—Siempre fue una magnífica actriz —comentó Sarah.
El conde la miró interrogante y ella comprendió que había cometido un error.
Así que añadió:
—Lo único que importa, querido Rollo, es que estás a salvo y de nuevo con nosotros y cuanto más rápido nos alejemos de aquí y de esos horribles rusos, mejor.
—Soy de la misma opinión —respondió el conde.
Terminó de cenar y bebió un poca más de champaña.
Después dijo:
—Creo que tuve suficiente drama para una noche, así que me voy a acostar.
—Yo haré lo mismo —contestó Pierre—. Nunca había estado tan preocupado ni tan asustado como mientras permanecíamos en el bosque temiendo que apareciera un pelotón de rusos en cualquier momento, y preguntándonos si podríamos liberarte antes.
—Bueno, todo terminó ya —dijo el conde—. No volveré a cometer la tontería de correr tales riesgos, se los puedo asegurar.
Se levantó de la mesa mientras agregaba:
—Gracias a todos y ahora, en verdad que necesito un descanso. Nada hay más agotador que un drama.
Sarah le dio un beso de buenas noches y también Penny.
—Agradezco a los dioses de Grecia que estés a salvo —observó Penny.
—Yo haré lo mismo, tal vez de una manera más práctica —indicó el conde.
Bajó hacia el corredor que conducía a su camarote.
Al llegar al de Lady Dale recordó que no le había dado las gracias.
Ella no había subido, como él esperaba, al salón.
«Debe estar demasiado cansada —se dijo—. Pero no puedo acostarme sin decirle lo agradecido que le estoy».
Tocó con suavidad, pero no recibió respuesta.
Pensando que tal vez se había acostado y dormido, abrió la puerta.
El camarote no estaba a oscuras.
Las bombillas sobre el tocador estaban apagadas, pero no la lámpara junto a la cama que proporcionaba una luz suave.
El conde entró.
Lady Dale estaba acostada, pero él sabía que no podría irse a dormir sin darle las gracias.
Entonces, al llegar junto a la cama, permaneció mirándola con profundo asombro.
* * *
Al regresar al yate, Orlina no quería que la tripulación la viera con ese aspecto.
También se sentía exhausta.
Las botas de Teddy eran ideales para su disfraz, pero también muy pesadas.
Ella y Wilkins habían caminado muy rápido rumbo a la cabaña.
Estaba aterrada al entrar, pensando que el láudano no hiciera efecto.
O que lo hiciera después de que los otros rusos regresaran.
Posteriormente, cuando el conde pudo escapar, corrieron todos juntos hacia el bosque.
Fue solo por profunda fuerza de voluntad que logró mantener el paso de los demás mientras regresaban a toda prisa hacia el yate.
Cuando llegó a su camarote pensó que iba a desplomarse.
Sin embargo, se obligó a quitarse la ropa y lavarse las manos y el rostro.
Entonces se puso su camisón, se quitó la red del cabello y se metió en la cama.
En cuanto puso la cabeza sobre la almohada se quedó dormida.
Fue un sueño profundo de agotamiento.
El conde, al mirarla esperando ver a la encantadora pero ya madura Lady Dale, pensó que sus ojos lo engañaban.
El cabello dorado pálido de Orlina se extendía sobre la almohada y sus hombros.
Sus ojos estaban cerrados y sus largas pestañas estaban limpias de maquillaje.
Ya no había ninguna línea de expresión en el blanco y terso cutis de su rostro juvenil.
Al conde le pareció una ninfa que surgiera del mar o una joven diosa que descendiera del Olimpo.
Permaneció mirándola.
Comprendió lo increíblemente tonto que había sido al aceptar lo que fingía ser sin dudarlo.
Ahora comprendía que era muy joven, más que Sarah.
También tan adorable que era difícil creer que fuera real.
Entonces, mientras la miraba, algo extraño sucedió dentro de él.
Comprendió que había encontrado algo que había buscado durante toda su vida.
Finalmente, como si no pudiera contenerse, se inclinó y, muy suavemente, sus labios tocaron los de Orlina.
Sintió una sensación que nunca conociera antes.
Era un beso de reverencia y gratitud, pero también de mucho más que eso.
Sintió que su corazón respondía de una manera muy extraña y también su alma, si es que la tenía.
Luego, mientras sus labios todavía presionaban los de Orlina, sintió cómo un estremecimiento la recorría.
No despertó, pero él comprendió que en su interior había respondido a la mágica sensación que había en él.
Se incorporó y de nuevo la miró.
Pensó que era la persona más adorable y preciosa que jamás había conocido.
Apagó la luz y salió con mucho cuidado del camarote, cerrando la puerta tras él.