Capítulo 4

El mar estuvo muy agitado en la Bahía de Vizcaya. Orlina descubrió que no se sentía para nada mareada, aunque nunca había viajado por mar antes.

Disfrutó ver la batalla del yate contra las olas.

Tanto René como Penny se retiraron a sus camarotes. Después que no aparecieron durante veinticuatro horas, Orlina preguntó a Sarah:

—¿Están enfermas? ¿Debo hacer algo al respecto?

—Están muy bien —respondió Sarah—, es sólo que les preocupan sus piernas.

Orlina la miró interrogante y entonces Sarah explicó:

—Ambas son bailarinas y si sufrieran algún daño en sus piernas, perderían el trabajo.

—Oh, entiendo. Fui una tonta al no pensarlo antes.

Sarah estaba encantada porque tenía a los tres hombres para ella sola.

Después de lo que Orlina le dijera, le divirtió ver a Sarah coquetear con el vizconde en la misma forma en que lo hacía con el conde.

Cuando llegaron a Gibraltar, el mar se calmó y las otras jóvenes aparecieron de nuevo.

Mientras el yate avanzaba por el calmado y azul Mediterráneo, durante el almuerzo René dijo:

—Me desagrada el mar, y si no es problema para nadie desearía regresar a casa desde Marsella.

El conde la miró con sorpresa.

—Desea regresar a Inglaterra —comentó—. Pero eso arruinará la reunión para Pierre.

—Pierre puede verme cuando regrese a Londres —respondió René—. Por el momento, quiero pensar sólo en mí misma y, con franqueza, me agrada tener suelo firme, que no se mueva, bajo mis pies.

Todos se rieron de eso.

Orlina comprendió que Sarah estaba complacida por librarse de una de sus opositoras.

—Si está absolutamente convencida de que desea irse —repuso el conde—, creo que contaremos con un guía esperándonos en Marsella, ya que pedí a mi secretario que me enviara con él la correspondencia importante que requiera mi respuesta.

Orlina pensó que era una forma muy costosa de viajar.

A la vez, de mantenerse en contacto con lo que sucedía en casa.

Sin embargo, no lo dijo y el conde continuó:

—Si insiste en regresar, René, mi guía la llevará. Es un hombre muy confiable y se encargará de que no tenga usted molestia alguna.

—No espero sufrir ninguna molestia en mi propio país —respondió René—, pero gracias, ya que me gusta la comodidad, aunque me sentiré sola.

Miró a Pierre al decirlo.

Orlina comprendió que le pedía que fuera con ella.

Sin embargo, Pierre no tenía intención alguna de abandonar el yate.

Esa noche, después de la cena, Orlina y Pierre quedaron a solas cuando los demás salieron a cubierta a ver un barco que pasaba y ella comentó:

—Lamento que su amiga tenga que dejarnos. Llegué a suponer que usted se iría con ella.

—No lo haré —respondió el vizconde—, por la sencilla razón de que no sería capaz de defraudar a Rollo.

Orlina no lo comprendió y él agregó:

—Creo, aun cuando no lo ha dicho, que tiene alguna razón para desear llevar a un grupo en este viaje.

—¿Quiere decir que desea que lo diviertan? —preguntó Orlina.

—Me refiero a algo más que eso —respondió Pierre—. Rollo es un joven extraordinario, que pocas veces hace confidencias a alguien, pero en la embajada oí decir que ha hecho algunos trabajos excelentes para el Vizconde Cranbrook, que como usted sabe es el Ministro de la Guerra.

Orlina se sorprendió.

Era algo que no había esperado oír decir acerca del conde.

De hecho, estaba convencida de que era sólo un joven rico en busca de diversiones.

No hubo oportunidad de que Pierre dijera más porque los otros regresaron.

—Era un barco muy grande —comentó Sarah—. Llevaba todas las luces encendidas y pudimos escuchar la música de una banda. Así que supusimos que los pasajeros la estaban pasando muy bien.

—Como debemos hacerlo nosotros —repuso Lord Fenton.

Se sentó en el piano y empezó a tocar una pieza para bailar.

Para sorpresa de Orlina, Sarah casi se arrojó a los brazos del vizconde.

Era un excelente bailarín y mientras danzaban por el salón, el conde se vio obligado a pedir a Penny que bailara con él.

También bailaban muy bien.

Como era evidente que se divertían. Orlina consideró prudente retirarse.

Y bajó a su camarote.

Al entrar vio los tres libros que tomara del estudio del conde.

Los había leído mientras el yate se tambaleaba en el agitado mar y realmente era imposible subir a cubierta.

Lo hacia cada vez que podía.

También había conseguido una forma ingeniosa de mantener su cabello cubierto aunque el viento soplara muy fuerte.

En su baúl encontró algunas pañoletas largas de chifón.

Era evidente que se utilizarían para cubrirse los hombros sobre un vestido de noche si hacía fresco.

Una era negra y la otra de un azul oscuro.

Orlina se ponía primero la gorra de listones que se había hecho y después la cubría con la pañoleta de chifón.

Enredaba las puntas en su cuello y después las ataba en un lazo para que no se soltaran.

Eso significaba que podía enfrentarse a los más fuertes vientos sin preocuparse porque se le volara el cabello.

Y el resultado era muy favorecedor.

Así que lo conservaba durante las comidas.

Por las noches variaba los diferentes adornos para la cabeza que Sarah le proporcionara.

El que ahora usaba era de plumas negras con algunos toques de plata en las puntas.

Hacían juego con el vestido que llevaba puesto.

Era muy bonito, con el talle también adornado con cuentas plateadas.

Se miró en el espejo al entrar en el camarote.

Pensó con una sonrisa que su disfraz era muy bueno y que nadie dudaría, ni por un momento, que no era la vieja tía de Sarah.

Tomó los libros y cruzó el corredor hacia el estudio del conde.

Como de costumbre, miró con deleite las filas de libros.

Le alcanzarían para todo el viaje, por mucho que durara.

Había disfrutado los que leyera y los dejó sobre una silla.

Los colocaría en sus lugares antes de salir.

Empezó a buscar otros libros para reemplazarlos.

Le resultaba difícil elegir cuál leer primero.

Todavía se sorprendía de que el conde tuviera tal variedad para elegir.

Miró las Odas de Píndaro, que era un volumen grande con bella encuadernación.

Debió imprimirse muchos años antes, pensó.

En forma inesperada, se abrió la puerta y entró el conde.

Ella lanzó una exclamación de sorpresa y él dijo:

—Pensé que se había ido a descansar.

—Eso me proponía —explicó Orlina—, pero cuando llegué a mi camarote recordé que no había cambiado los libros. Los vine a devolver. Gracias por prestármelos.

El conde les dirigió una mirada.

Entonces se fijó en el que tenía en la mano.

—No irá a decirme que piensa leer ése.

—¿Por qué no? —preguntó Orlina—. Píndaro fue uno de los más grandes poetas de la antigua Grecia y sus poemas me parecen deliciosos.

—¿Intenta decirme que ha leído a Píndaro en su propio idioma?

—No he sabido que se haya publicado ninguna buena traducción todavía —respondió Orlina.

Deseó añadir que la habría, porque era uno de los libros en los que su padre estaba trabajando.

Había sido muy difícil porque Píndaro había nacido en el año 518 A. C.

Sus obras habían sido ignoradas durante años, incluso por los eruditos.

Pero su padre estaba decidido a que el mundo moderno conociera lo que Píndaro había escrito.

Ambos habían trabajado intensamente en traducir sus obras.

Después de observarla un momento, el conde dijo:

—Con toda sinceridad, Lady Dale, no le creo que haya leído esos poemas.

Orlina sonrió.

—No tengo el hábito de decir mentiras.

El conde retiró el libro de sus manos.

—Muy bien —acordó—. Léame esto.

Dio vuelta a algunas páginas y señaló una oda.

Cuando siguió la dirección de su dedo, Orlina casi se rió.

Era una de sus favoritas y no sólo había ayudado a su padre a traducirla, sino que la leía con frecuencia.

Su padre calculaba que Píndaro tendría treinta años de edad cuando la escribió.

Con lentitud y con voz tranquila, leyó:

Porque en tus dones están todas nuestras alegrías mortales, y cada cosa dulce, sea sabiduría, belleza o gloria, que enriquece el alma del hombre.

Se detuvo porque el conde quitó el dedo.

—No puedo creerlo, ¿cómo es posible que pueda leer así el griego antiguo?

Orlina lanzó una risilla y respondió:

—Ahora, lo más justo, milord, es que yo lo ponga a prueba.

Volvió las páginas hasta encontrar otra oda que recordaba muy bien.

Señalándola igual que lo hiciera el conde, le entregó a él el libro.

Él leyó con lentitud y voz profunda:

Pero a quien se le da nueva gloria, en la rica dulzura de su juventud, remonta el vuelo lejano, colmadas sus altas esperanzas, en alas de ascendente valor.

Sólo titubeó en la palabra «ascendente».

Por lo demás, Orlina se dio cuenta de que lo había traducido en la misma forma que lo hiciera su padre.

—Muy bien —aseveró—. Obtuvo el primer lugar de la clase.

—Lo mismo digo de usted —repuso el conde—. Me resulta imposible creer que alguna mujer, más bien debo decir, de las que conozco, sepa griego antiguo.

—Yo soy la excepción —observó Orlina—. Y confío, por supuesto en que se colmen sus altas esperanzas.

—¿Y tiene idea de cuáles deben ser?

Ella negó con la cabeza.

—Si a usted le resulta difícil creer que yo sepa griego antiguo, yo siento lo mismo. Pensé que, si leía algo, sólo le interesarían los deportes.

Los ojos del conde brillaron divertidos.

—Y yo estaba seguro, Lady Dale, que usted jamás leería algo más serio que una revista femenina.

—¡Es el peor insulto que he recibido en mi vida!

Ella tomó el libro de poemas que él todavía conservaba en sus manos y dijo:

—Ahora debemos irnos a descansar y si ambos soñamos en la antigua Grecia, estoy segura de que los dioses nos bendecirán.

—Estoy seguro de que a usted ya la bendijeron, pero no estoy seguro respecto a mí.

—Pero yo sí —respondió Orlina—. Remontará el vuelo lejano en alas de ascendente valor.

Notó que él se quedaba pensando en cómo responderle y cruzó el corredor, rumbo a su camarote.

—Buenas noches, milord —se despidió—, y muchas gracias.

Y cerró la puerta antes que él pudiera contestar. Lanzó una risilla mientras dejaba el libro sobre la mesa. ¿Cómo podía haberlo sabido?

¿Cómo habría podido adivinar que el conde era tan culto?

Deseó poder decirle quién era su padre y asegurarse de que había oído hablar de él y de sus libros.

Nadie más del grupo lo habría hecho.

«Sin duda, esto divertirá a mi padre», se dijo mientras se acostaba.

Entonces recordó que su padre jamás debía saber qué había ido a ese viaje disfrazada.

Sin duda se molestaría de que actuara como dama de compañía de alguien mayor que ella.

Y no aprobaría al resto del grupo.

«Tendré que ser cuidadosa para no traicionarme cuando regrese a casa —pensó con tristeza—, igual que lo hago ahora».

Mientras se quedaba dormida continuaba repitiéndose la oda que el conde eligiera para ella.

«Que enriquece el alma del hombre».

A la mañana siguiente, como el sol brillaba y hacía calor, todos quisieron estar en cubierta.

Habían zarpado de Marsella muy temprano.

René Dupré había bajado a tierra después de dar a todos un beso de despedida.

Su último abrazo había sido para el vizconde, pero Orlina se daba cuenta de que estaba molesta.

Él no regresaba con ella, como era evidente que esperaba que lo hiciera.

Se veía muy elegante y muy francesa mientras descendía por la rampa.

Subió al carruaje que los conduciría a ella y al guía que venía de Londres, hacia la estación.

El conde estaba ansioso por proseguir el viaje.

El vizconde, por lo tanto, no había podido acompañarla al tren.

En cuanto zarparon, Orlina subió a cubierta.

Miraba la costa francesa cuando el conde se reunió con ella.

—Permanecí despierto —comentó— preguntándome cómo es posible que sea tan culta y me resulta incomprensible que sepa griego antiguo.

—Lo considero una gran grosería —respondió Orlina—. Y la verdad es que sé muchos idiomas.

—Pero ¿cómo si no ha viajado?

Como no podía explicarle quién era su padre y consideraba el tema peligroso, Orlina respondió:

—Yo quedé igual de sorprendida de que usted supiera griego antiguo, pero soy demasiado cortés para decirlo.

—Por el contrario, anoche dejó muy en claro cuáles consideraba los límites de mi inteligencia —repuso el conde—, y ahora tengo que probarle que realmente utilizo mi cerebro.

Orlina intentaba pensar en algún comentario ingenioso que pudiera hacer.

Entonces se percató de que el capitán estaba junto a ellos.

—Disculpe, milord —dijo—, me pregunto si podría hablar un momento con el joven Edward.

—¿Edward? —preguntó el conde.

—El grumete, al que siempre llamamos Teddy. Está muy perturbado.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó el conde.

—El guía me trajo una carta que me envió el administrador de su señoría para pedirme que avisara al joven Edward que su madre ha muerto.

—Lo lamento mucho —contestó el conde—. Conocía yo a la señora Richardson, una mujer muy agradable.

—El muchacho lo ha tomado muy mal, milord —agregó el capitán—, incluso habla de tirarse al mar.

El conde se puso de pie.

—Iré a verlo —dijo.

Se detuvo y, titubeante, miró hacia Orlina.

—¿Puede venir? —preguntó.

—Por supuesto, si así lo quiere —respondió Orlina.

Siguieron al capitán hacia la cubierta de abajo.

El muchacho, Teddy como le decían, estaba sentado en la habitación que la tripulación utilizaba para comer y descansar.

Orlina notó que estaba bien amueblada y era bastante atractiva.

Teddy era un chico de trece años.

Estaba sentado en un banco, con la cabeza inclinada y las manos sobre sus ojos.

El conde avanzó y se sentó a su lado.

Teddy retiró sus manos del rostro y lanzó una ahogada exclamación de sorpresa, antes de empezar a intentar ponerse de pie.

—No, no te muevas —pidió el conde—. El capitán acaba de darme la noticia y lamento, lamento mucho, que perdieras a tu madre.

Teddy volvió a cubrirse el rostro con las manos y Orlina comprendió que lloraba.

Se sentó junto a él, al lado opuesto del conde.

—Mamá… es todo lo que… tenía —murmuró Teddy con voz que apenas si podía escucharse—. Sin ella… no quiero… vivir.

—Entiendo que te sientas así —respondió el conde—, pero tienes que ser valiente. Sé que es lo que ella hubiera deseado.

—No puedo… hacerlo —objetó Teddy—. Ahora que… ella está muerta… no puedo.

El conde pareció no saber qué decir y Orlina dijo con voz muy tranquila:

—Sé con exactitud cómo te sientes. Cuando mi madre murió sentí que se había acabado el mundo y nada volvería a ser igual. Entonces comprendí que, aun cuando no podía verla, todavía estaba cerca de mí.

Teddy no respondió, pero ella comprendió que la escuchaba.

—Verás —continuó—, cuando la gente muere pensamos que la hemos perdido para siempre, pero realmente está más cerca de nosotros al morir, que cuando está viva.

—¿Cómo… puede decir… eso? —preguntó Teddy—. Cuando vuelva… a casa… mamá… no estará… allí.

—Sentirás que lo está si así lo deseas —indicó Orlina—, y está ahora aquí, contigo. Estoy segura de que está preocupada al verte tan perturbado.

—No… comprendo… lo que… dice —murmuró Teddy.

—Cuando te sientas tan desdichado como ahora —prosiguió Orlina—, sólo recuerda que puedes hablar con tu madre y contarle lo que sientes. Ella te escuchará, igual que lo hacía en vida.

Teddy continuaba con el rostro cubierto.

Como no respondiera, Orlina continuó:

—Te juro que te digo la verdad. Todo lo que tienes que hacer es contarle a tu madre lo que sientes y hablar con ella.

Hizo una pausa, pero Teddy no habló.

—Por supuesto —dijo—, es más fácil durante la noche que a cualquier otra hora. Sé que no escucharás sus respuestas, pero en tu mente sabrás lo que ella quiere decirte y estará allí con la misma claridad como si te respondiera en voz alta.

—¿Es… cierto? —preguntó Teddy.

—Te juro que es verdad —aseguró Orlina—, y perturbaría a tu madre, más que ninguna otra cosa, que sólo llores y no intentes continuar tu vida como ella desearía que lo hicieras. Y será más fácil para ti que antes, porque estará cerca de ti para ayudarte y guiarte si sólo le pides consejo.

Teddy retiró las manos de los ojos.

Las lágrimas corrían por sus mejillas y las enjugó con el dorso de su mano.

—¿Es verdad… realmente… lo es? —insistió.

—Te juro que lo es y es lo que creen en todos los países de Oriente que visitarás. Si puedes hablar con la gente de ellos, te dirá que es en lo que ha creído desde los albores de la civilización.

Teddy lanzó un profundo suspiro.

—No lo… creo… posible, señora.

—Debes convencerte haciendo lo que te digo —indicó Orlina—. Y sé que cuando hagas bien tu trabajo y todos te feliciten, como estoy segura que lo harán, sentirás cómo tu madre estará complacida, igual que lo estaba cuando podías escribirle y contárselo.

—Quiero… creer… en lo que… me dice —contestó Teddy.

—Déjame decir que yo creo en lo que la señora te acaba de decir —terció el conde con voz muy suave—, y como conocí a tu madre, estoy seguro que ella desearía que también tú lo creyeras.

—Lo intentaré… milord —murmuró Teddy.

—Es lo que quería que dijeras —respondió el conde—. Ahora estás siendo muy valiente y como sé que tienes muchas cosas que hacer, en tu lugar me ocuparía de hacerlo. Pero recuerda, antes de dormirte esta noche, lo que te acaba de decir la señora.

—Lo recordaré —prometió Teddy.

El conde puso la mano sobre el hombro del muchacho.

—Buen chico —dijo—. Me da mucho gusto tenerte a bordo del Sirena.

Orlina vio cómo el muchacho se ruborizaba ante las palabras del conde.

Y, mientras se ponía de pie, ella estrechó la mano de Teddy y dijo:

—Si alguna vez deseas que venga a hablarte mientras estamos en este crucero, lo haré.

—Gracias, señora —agradeció cortés Teddy.

El conde y Orlina salieron del camarote y afuera en el corredor se encontraron al capitán.

—Fue usted muy bondadoso al ver al chico, milord.

—Gracias a la señora —respondió el conde—, estoy seguro de que se siente mejor ahora.

Continuaron su camino.

Cuando llegaron a sus sillas en cubierta, el conde expresó:

—Muchas gracias. Ayudó al pobre chico mucho mejor de lo que yo podría haber hecho. Todavía no se lo he preguntado, pero ¿tiene hijos?

—No, por desgracia —logró responder Orlina.

—Estoy seguro de que habría sido una excelente madre.

Orlina tomó asiento, pero él permaneció de pie.

Entonces dijo, casi como si hablara consigo mismo:

—Me parece extraordinario, que siendo viuda durante tanto tiempo, no se haya casado de nuevo.

—Tal vez, como usted, me gusta sentirme libre.

—Eso está bien en un hombre, pero no en una mujer. Debería tener quien la cuidara y protegiera.

Orlina lanzó una risilla.

—Soy muy feliz como estoy —contestó— y después de lo que dijo usted sobre el matrimonio, no puede criticarme.

—Es muy diferente cuando se trata de una mujer… —empezó a decir el conde.

Estaba a punto de sentarse junto a ella, cuando Sarah apareció en cubierta.

—Oh, allí estás, Rollo. Te estaba buscando. Te necesitamos en la cubierta de tenis para hacer el cuarteto, así que apresúrate a venir.

—No tengo muchas ganas de jugar tenis esta mañana.

—Oh, no seas malo —se quejó Sarah—. Tanto Kevin como Pierre quieren jugar y quiero que formemos parejas.

—Sólo espero que seas tan buena como nosotros, o entorpecerás nuestro juego —respondió el conde.

Sarah le hizo un gesto.

—Te detesto cuando estás de ese humor. Quiero que juguemos, así que apresúrate a cambiarte.

El conde titubeó y Orlina pensó que se rehusaría.

Luego, como si no pudiera encontrar ninguna razón para hacerlo, se alejó.

Sarah sabía que iría a cambiarse de ropa.

Y se sentó junto a Orlina.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Por supuesto que lo estoy —respondió Orlina.

—No quiero que te aburras —comentó Sarah—, pero actúas en forma tan espléndida que todos creen que de verdad eres mi tía y dama de compañía. Nadie tiene la menor sospecha de que, en realidad, eres la bebé del grupo.

Orlina se rió y miró sobre su hombro.

—Ten cuidado —advirtió—, sería horrible si nos descubren.

—Somos demasiado listas para ellos —alardeó Sarah—. A la vez, como eres tan buena, no quiero que te aburras.

—No estoy aburrida en absoluto. De hecho, me divierto muchísimo. ¿No te molestó que René se fuera?

—Me alegra que lo hiciera. El vizconde me resulta muy divertido y trato de poner celoso a Rollo.

—Eso supuse que estabas haciendo, pero ten cuidado.

—¿De qué? —preguntó Sarah—. Si el vizconde se enamora de mí, Rollo se lo habrá buscado. No creo que haya conocido nunca a alguien que prefiera a otro hombre que a él.

Orlina no pudo evitar sentir que el juego de Sarah era muy peligroso.

A la vez, ahora conocía un poco mejor al conde.

Estaba segura de que si estaba decidido a no casarse, a Sarah le resultaría imposible conducirlo ante el altar.

Como si se percatara de lo que pensaba, Sarah dijo:

—No te preocupes, Orlina querida, me saldré con la mía, puedes estar segura de ello. Rollo en verdad me ama. Lo sé.

—Entonces todo estará bien —respondió Orlina.

Sin embargo, no pensaba así en su corazón y para cambiar de tema, preguntó:

—¿En dónde está Penny? ¿Por qué no juega tenis con ustedes?

—No sabe jugar —contestó con desdén Sarah—. Es toda una londinense. Cuando no viste de gala, prefiere recostarse. Supongo que se presentará para el almuerzo, pero no antes.

Orlina no tuvo qué contestar.

En ese momento reapareció el conde, vestido para jugar tenis.

Se veía muy atractivo con el pantalón blanco y su suéter azul sobre camisa blanca.

—Oh, al fin llegas, mi amor —exclamó Sarah—. Ahora, disfrutemos de un emocionante partido. Por supuesto, tú juegas mejor que nadie.

—No debes subestimar a Pierre. A diferencia de la mayoría de los franceses, es muy buen deportista y cuando lo veas jugar polo te darás cuenta de que es un verdadero campeón.

—No hay duda de que es muy apuesto —observó Sarah.

Dirigió una mirada de soslayo a Orlina al decirlo.

Ésta comprendió que era parte de sus esfuerzos por encelar al conde.

Después Sarah deslizó su brazo en el de él y lo condujo por la cubierta.

—Vamos —dijo—, jugaré contigo y los derrotaremos.

Orlina no escuchó la respuesta del conde.

Sólo pensó que formaban una pareja muy atractiva.

Sin embargo, su instinto le dijo que, por primera vez en su vida, Sarah no se saldría con la suya.

Orlina estaba muy segura de que, por mucho que lo intentara, el conde no se casaría con ella.

Almorzaron tarde porque el juego de tenis se prolongó mucho.

Penny se presentó luciendo muy atractiva.

Indicó que no tenía intenciones de jugar nada pesado y sólo deseaba descansar en un lugar sombreado.

—Te buscaré uno —ofreció Lord Fenton.

—Quiero que estés conmigo —respondió Penny—, tengo muchas cosas de las que quisiera hablarte.

Orlina tenía la idea de que a Lord Fenton le habría gustado jugar otro partido de tenis.

Sin embargo, accedió a descansar en cubierta con Penny, lo que dejó a Sarah sola con los otros dos hombres.

Antes que pudiera decir algo, el conde anunció:

—Pasaré en el puente la mayor parte de la tarde, así que si alguien me necesita, allí me encontrará.

—¿Tienes alguna razón en particular para esa decisión? —preguntó el vizconde.

—Quiero averiguar qué tan rápido puede navegar el Sirena ahora que el mar está en calma —respondió el conde—. Mis nuevos motores se bautizaron en la Bahía de Vizcaya.

—¿Estás complacido con ellos? —preguntó el vizconde.

—Son los mejores que se pueden conseguir y podré darte la respuesta esta noche, después de probarlos durante la tarde.

—Si Rollo va a estar en el puente —dijo Sarah—, espero, Pierre, que tú me cuides. De lo contrario me sentiré muy sola y desdichada.

—Lo cual debo impedir —respondió el vizconde.

—Y yo intentaré asegurarme de que no te aburras —repuso Sarah con suave y seductora voz.

—Puedo asegurarte que jamás me he aburrido contigo. De hecho, me intrigas, fascinas y excitas. No puedo decir más.

Era el tipo de respuesta que sólo un francés podría dar sin sentirse avergonzado.

Orlina miró al conde a ver si le molestaba.

Para su sorpresa, no prestaba atención a lo que Sarah decía.

Discutía con Lord Fenton los méritos de sus nuevos motores.

Sarah se dio cuenta de ello y resultó evidente que eso la molestó.

Puso su mano sobre la del vizconde.

—Eres muy bueno y dulce conmigo —dijo con voz suave.

—Es justo lo que deseo ser —respondió él.

Se llevó la mano de ella a los labios y la besó.

Orlina se dio cuenta de nuevo de que Sarah miraba hacia el conde, quien seguía sin prestarle atención.

Se puso de pie.

—Vamos en busca de un lugar acogedor —insistió— donde podamos estar solos.

Acentuó la última palabra.

Salió del salón, seguida del vizconde.

—Como ves —decía el conde a Lord Fenton—, es una total innovación en lo que a yates se refiere. Si tiene éxito, supongo que todos los que puedan pagarlo, seguirán mi ejemplo en sus yates.

—Estoy seguro de que lo harán —respondió Lord Fenton—. Fuiste muy hábil, Rollo, al adaptarlo en la forma en que lo hiciste. Estoy seguro de que nadie lo había pensado antes.

—Por supuesto que no —respondió el conde—. Sabes lo lentos que son los ingleses para aceptar nuevas ideas, aun cuando debo reconocer que sus ideas por lo general son mejores que las de nadie más.

—Eso es lo que siempre he pensado —admitió Lord Fenton—. Pero tu invento será sin duda sensacional una vez que compruebe ser mejor que todo lo que se ha instalado hasta ahora.

—Es lo que intento probar esta tarde.

—Me gustaría verlo —murmuró Kevin.

Hizo una pausa y miró a Penny.

—Oh, vamos —dijo ella—. Haz lo que quieras. Estoy cansada, así que me iré a recostar y si más tarde quieres reunirte conmigo, puedes hacerlo.

Le dirigió una mirada que decía más que con palabras cuál era su intención.

Orlina se sintió turbada.

Luego se dijo que sería muy tonta si esperaba algo diferente.

Comprendió que en su papel de acompañante de Sarah, lo mejor era mostrarse ignorante.

Salió del salón y se dirigió a su camarote.

Algo era evidente.

A nadie le importaba lo que ella hiciera durante la tarde.

Nadie deseaba su compañía.

«Desearía que papá estuviera aquí», se dijo.

También pensó que, si tuviera elección, le gustaría estar en el puente con el conde.

Sería interesante saber por qué sus motores eran diferentes a los de los demás.

Y muy emocionante ver si las pruebas que haría esa tarde tendrían éxito.

«Él opina —se dijo— que sólo soy una molesta dama vieja a quien él no deseaba tener a bordo y que no le importa en ningún sentido».

Recogió su libro y regresó a cubierta.

Pensó que si se sentaba lo más cerca posible del puente, podría ver lo que sucedía.

Podría saber si el resultado era mejor o peor de lo que el conde esperaba.

Había cierta satisfacción en ello, aun cuando ella deseaba saber mucho más.

Entonces, mientras el sol la envolvía y admiraba el mar tan azul, se dijo que se mostraba muy ambiciosa.

Veía la vida como nunca había pensado que lo haría.

Aun cuando era muy diferente de lo que esperaba, era interesante y, en cierto modo, educativo.

«Soy muy afortunada en estar aquí —pensó— y hay tres hombres atractivos a quienes puedo observar y escuchar. Cada uno, a su propia manera, podría enseñarme lo que antes no sabía».

Era como recibir clases, pensó, igual que lo hacía con sus institutrices y maestros.

Todos ellos habían sido elegidos por su padre debido a su notable talento.

¡Y también lo tenía a él, que era diferente de todos los demás!

Le había dado una educación que cualquier joven, y ya no digamos una muchacha, habría sido muy afortunado en recibir.

Ahora tenía oportunidad de ver el mundo, aun cuando fuera de una manera extraña y desempeñando una farsa.

Por lo tanto, tenía todas las razones para estar agradecida y no quejarse.

«Tal vez —pensó—, el conde se detenga en Nápoles, para que pueda practicar mi italiano. También, ahora que sabe que hablo griego, tal vez se detenga allí».

Pensaba en lo que deseaba.

Anhelaba preguntarle directamente si era probable que sus sueños se convirtieran en realidad.

También se dijo que sólo tenía que esperar y ver.

Tal vez el vizconde tenía razón y había algún motivo que ellos ignoraban para el viaje del conde.

Podría ser la razón de que deseara en ese momento, cruzar el Mediterráneo a una velocidad mayor de la que cualquiera lo hiciera antes.

«¿A dónde vamos y por qué razón?».

Las preguntas parecían formularse por sí mismas, pero Orlina no tenía la respuesta.

Sólo podía decirse que tomaba parte en un drama.

No tenía idea de cuál sería el final cuando, al terminar, cayera el telón.