Capítulo 5
La cena fue una velada hilarante porque el conde estaba seguro de haber batido el récord de todos los tiempos.
Brindaron con champaña y Pierre expresó:
—Estoy seguro de que el Sirena debería recibir un premio de algún tipo. Después de todo, creo que fuiste el primer dueño de un yate en ponerle luz eléctrica y ahora tienes el récord de velocidad.
—Tendré que compararla con la de otros cuando regrese a casa —respondió el conde—, pero estoy encantado de que podamos viajar tan rápido.
—¿Por qué tiene tanta prisa? —preguntó Penny.
Se hizo una pausa antes que el conde respondiera:
—Me gusta hacer las cosas rápido. No hay nada más aburrido que la lentitud.
—En eso estoy de acuerdo contigo —convino Lord Fenton.
Todos empezaron a discutir acerca de la gente a la que consideraban lenta y se volvió una conversación muy animada.
Había mucho que beber.
Cuando terminó la cena retiraron la mesa para que tuvieran espacio si deseaban bailar.
Sin embargo, Pierre manifestó:
—Deseo ver a Penny dar de nuevo sus patadas. Si puede sostenerse de pie después de toda la champaña que ha bebido, pueden estar seguros de que le daré un premio.
—El cual, por supuesto, estoy deseosa de obtener —indicó Penny.
Lord Fenton se sentó al piano.
Empezó a tocar la música con la que Penny bailaba en el teatro.
Orlina sintió que era el momento de retirarse.
No la escandalizaba el baile de Penny.
Sin embargo, pensó que la presencia de una mujer mayor haría que los demás se sintieran cohibidos.
Salió del salón sin despedirse y bajó a su camarote.
Mientras lo hacía pensó que ella o el conde deberían preguntar cómo estaba Teddy.
Vio a Wilkins, el ayuda de cámara del conde, salir de su camarote.
Ya había hablado antes con él y le pareció un hombrecito amable y amistoso.
Estaba segura de que era muy capaz en su trabajo.
En cuanto se le acercó, dijo:
—Buenas noches, Wilkins. Me preguntaba cómo estará el grumete y si se ha reanimado un poco.
—Creo que está mejor, milady —respondió Wilkins—, pero estoy seguro de que le gustaría darle las buenas noches a la señora, si puede usted disponer de tiempo para hacerlo.
—Por supuesto que sí, ¿dónde puedo encontrarlo?
—Lo averiguaré.
Wilkins se alejó y Orlina lo siguió, a paso más lento.
Se escuchaban risas y voces alegres en la habitación donde ella y el conde hablaran con Teddy.
Se dio cuenta de que la tripulación cenaba.
Estaba segura de que el conde habría celebrado su éxito proporcionándoles vino o cerveza para que brindaran a su salud.
Wilkins desapareció y ella esperó.
Dos minutos después, regresó.
—Enviaron a Teddy a acostar, milady, y está en su camarote, si desea usted hablar con él.
—Por supuesto, eso haré —repuso Orlina.
Wilkins le mostró el camino y después abrió una puerta.
Teddy, debido a su juventud, había sido alojado en un camarote pequeño.
Había apenas espacio para su litera, una mesa y una silla.
Estaba en la cama y se incorporó cuando apareció Orlina.
—Vine a ver cómo estás —dijo ella.
Como la silla estaba cubierta con la ropa de él, ella se sentó en una orilla de la litera.
—Estuve pensando en lo que me dijo, señora —indicó Teddy—, y traté de hablar con mamá.
—¿Sentiste que estaba cerca de ti?
—Creo… que sí —contestó Teddy.
Ahora, Orlina pudo verlo sin los ojos hinchados ni las lágrimas rodando por sus mejillas.
Se dio cuenta de que era un muchacho bien parecido, de tipo muy inglés, cabello rubio y ojos azules.
Parecía demasiado joven, no sólo en años, sino en carácter, para estar alejado de su hogar y su familia.
No obstante, los Richardson trabajaban en la finca del conde.
Por lo tanto, estarían muy orgullosos de que su hijo tuviera empleo en el yate de su señoría.
Al mirar a Teddy, Orlina pensó que era algo duro para cualquier muchacho.
Lo habían alejado del hogar donde viviera desde su nacimiento para convivir con desconocidos, todos adultos.
—¿Sabes leer, Teddy? —preguntó.
—Sí —respondió él—. Cuando estaba en la escuela me decían que era bueno para eso.
—Entonces debo intentar encontrar algunos libros para que leas, ¿te gustaría?
Teddy asintió.
—Me gustaría leer algún cuento. Los libros que había en la escuela eran aburridos.
—Estoy segura de que es cierto —acordó Orlina—, así que te buscaré algo emocionante para leer.
Teddy sonrió, como si no estuviera seguro de cómo darle las gracias.
—Ahora debes dormirte —sugirió Orlina—, pero no olvides decir tus oraciones y pedir a tu madre que te cuide.
—Mamá siempre decía que eran los ángeles los que lo hacían —respondió Teddy.
—Y tenía toda la razón —convino Orlina—. Los ángeles nos cuidan durante la noche y tú tienes un ángel especial que sólo te cuida a ti.
Teddy lanzó una risita.
—Creo que lo tendré muy ocupado.
Orlina se puso de pie.
—Buenas noches, Teddy —se despidió—. Si deseas hablar conmigo, avísale al señor Wilkins.
—Así lo haré —respondió Teddy.
Levantó su mirada hacia ella y Orlina sintió que una expresión de confianza aparecía en sus ojos.
Se inclinó y lo besó en la mejilla.
Los brazos de Teddy rodearon su cuello.
—La quiero —dijo—, como quise a mamá.
—Ningún hombre podría decirle algo mejor —dijo una voz desde el umbral.
Teddy retiró sus brazos y Orlina se dio vuelta para mirar al conde.
—Supuse que aquí estaría —observó él—, y también yo me propuse venir a ver si el chico estaba bien.
—Ha sido muy valiente —respondió Orlina— y puede estar muy orgulloso de él.
—Lo estoy —respondió el conde— igual que lo estoy de lo bien que se portó el Sirena hoy.
—Va muy rápido, milord —indicó Teddy.
Había un tono de admiración en su voz que antes no tenía.
—Si ha roto un récord —contestó el conde— no se debe sólo a los motores, sino a los hombres que lo cuidan y eso, por supuesto, te incluye.
Teddy sonrió.
—También irá muy rápido mañana.
—Al menos, podemos intentarlo —respondió el conde—. Ahora buenas noches, Teddy, y duérmete o estarás tal vez demasiado cansado para verlo.
—No lo estaré, milord —aseguró Teddy.
Orlina le acarició la mejilla.
—Buenas noches —dijo—. Te buscaré un libro para que leas, pero con seguridad podré comprarte uno en el siguiente puerto en el que nos detengamos.
Salió del camarote y el conde la siguió.
—¿De qué se trata? —preguntó cuando ya estaban en el corredor—. ¿El chico sabe leer?
—Dice que sí —respondió Orlina—, y yo me preguntaba si tendría usted en su biblioteca algo adecuado para él.
—Lo dudo mucho —repuso el conde—, pero buscaré.
Caminaron hacia el camarote del conde.
Cuando el conde apretó el botón, Orlina pensó en la conveniencia de que hubiera instalado luz eléctrica en el Sirena.
El Sirena viajaba a velocidad récord.
Pierre le había contado los experimentos que hiciera el conde.
Había sido el primer dueño de un yate en instalar luz eléctrica en lugar de lámparas de aceite.
—Nunca pensé que la hubiera en un barco —comentó Orlina.
Pierre sonrió.
—Predicen que en pocos años todos la tendrán. Pero me dicen que hay una gran competencia entre las diversas navieras por ser la primera.
—Estoy segura de que así es —afirmó Orlina.
—La Línea Ingran experimenta en estos momentos con luz eléctrica en el salón y en la sala de motores —continuó Pierre— y en algunos otros.
—¡Qué emocionante! —exclamó Orlina—. Me resulta fascinante tenerla en mi camarote. ¡No dejo de prenderla y apagarla para asegurarme de que funciona!
Pierre se rió y entonces dijo:
—Estoy seguro de que todas las mujeres piensan que se les ve más bonitas con luz eléctrica que con las viejas lámparas de parafina.
Ahora resultaba fácil ver todos los libros que el conde tenía en su camarote.
Orlina fue de estante en estante, igual que él, para ver si había algo adecuado para el muchacho.
Fue el conde quien lanzó una exclamación de alegría primero:
—Lo tengo —señaló.
—¿Qué es? —preguntó Orlina.
Le presentó un libro que estaba tan viejo que resultaba difícil leer el título.
—Son Los cuentos de hadas de Grimm —explicó el conde—. Suponía que los tenía en algún lado. Pero el chico tendrá que cuidarlo mucho.
—Estoy segura de que lo hará —indicó Orlina—, en especial si se lo recomiendo.
El conde puso el libro sobre su escritorio.
—Hace mucho tiempo que leí estos cuentos de hadas —comentó—, pero les echaré una mirada esta noche, antes de dormirme.
—Entonces podrá soñar que es un caballero de reluciente armadura que sale a matar al dragón para salvar a la bella princesa.
—Me alegra qué me vea en tan heroico papel —respondió el conde.
—Por supuesto —respondió Orlina mientras caminaba hacia la puerta—. Píndaro dijo que usted estaría: «en alas de ascendente valor».
Mientras cerraba la puerta tras de sí, escuchó la risa del conde.
Ya en su camarote, pensó de nuevo lo diferente que era él de como había esperado.
Su bondad con el pequeño grumete era algo que jamás habría supuesto.
El conde, a su vez, pensaba lo mismo.
No podía imaginarse a ninguna de las bellas mujeres con quienes pasaba tanto tiempo en Londres ocupándose de un grumete.
Pensó que, de hecho, Lady Dale era muy diferente de cualquier mujer que hubiera conocido antes.
Incluso, en algunos sentidos, se parecía a su madre.
«Ha mostrado mucho tacto en este viaje —se dijo—. Habría podido hacer las cosas muy difíciles si se hubiera quejado de René o de Penny».
Al día siguiente, el conde experimentó de nuevo.
El Sirena avanzó incluso más rápido que el día anterior.
Las pruebas continuaron día con día.
Para desilusión de Orlina, eso significó que no se detuvieron, como esperaba, en Nápoles.
Tuvo que conformarse con mirar la costa de Italia a través de los binoculares del conde.
Anhelaba bajar a suelo italiano, aunque fuera por un corto tiempo.
Pero a su pesar, el conde conducía al Sirena más y más adelante, hasta que tuvieron Grecia a la vista.
—Espero que nos detengamos en Atenas —le comentó Orlina a Pierre cuando estaban a solas.
El conde estaba en el puente.
Sarah, quien había estado con Pierre toda la mañana, había bajado a buscar algo que necesitaba.
Por lo tanto, Pierre se había reunido con Orlina, que estaba sentada en cubierta leyendo uno de los libros del conde.
—Lo dudo —respondió Pierre.
—Oh, ¿por qué tenemos que ir tan rápido? Sin duda, podríamos detenernos unas horas en Atenas.
—Supongo que desea ver la Acrópolis —sonrió Pierre.
—Me gustaría, más que nada, ver Delfos —respondió Orlina—, pero sé que es imposible.
—Me temo que sufrirá una desilusión —respondió Pierre—, porque creo que Rollo tiene sus razones para hacernos viajar más rápido que el viento.
No dijo más porque Sarah regresó y se puso de pie ansioso.
No dieron ninguna excusa para alejarse hacia la proa.
Orlina comprendió que se debía a que allí había menos probabilidades de que los interrumpieran que en cualquier otro lugar.
En cierto sentido estaba encantada de que Sarah pareciera tan feliz con el vizconde y ya no persiguiera al conde.
A la vez, estaba preocupada.
Sabía lo especiales que eran los franceses respecto al matrimonio.
Entre las familias aristocráticas siempre eran arreglados.
Pierre tenía casi la misma edad que el conde.
Hasta ahora, ambos habían logrado escapar de los lazos del matrimonio con las mujeres que los asediaban.
«Deseo que Sarah sea feliz —pensó Orlina—. Necesita un marido y un hogar propio».
Sin embargo, tenía la desagradable sensación de que Pierre sólo se estaba divirtiendo con Sarah.
A la vez, era un partido mucho mejor que el primer error que ella cometiera.
No había nada que Orlina pudiera hacer al respecto, más que pasar largo tiempo pensando en Sarah.
Estaba absolutamente segura, y le molestaba pensar en ello, que ni el conde ni el vizconde tenían intención alguna de casarse.
En tal caso, si Sarah no estaba arriesgándose a perder el corazón, no había duda de que desperdiciaba su tiempo.
«¿Qué puedo hacer?», se preguntó, pero no pudo encontrar la respuesta.
Para su desilusión, pasaron Atenas sin entrar a puerto.
Iba a pedirle al conde que se detuvieran allí, cuando menos una hora.
Pero Lord Fenton había comentado durante la cena:
—Mañana debemos llegar a Atenas y espero, Rollo, que tengamos un poco de tiempo para ir de compras. Necesito una corbata nueva y tu ayuda de cámara me informó esta mañana que mis calcetines tienen agujeros.
El conde se rió.
Entonces respondió:
—Me temo que tendrás que resignarte. Estoy muy ansioso por ir más adelante antes que nos detengamos.
—¿Por qué? ¿Cuál es la prisa? —preguntó Lord Fenton.
—Habrá tiempo de sobra para que lo hagas durante el regreso —contestó el conde.
—No puedo ausentarme del teatro demasiado tiempo —dijo Penny en forma inesperada—, o me despedirán. Dije que sólo estaría fuera dos semanas.
—Creo que podremos lograrlo con facilidad —observó el conde—. Pero sus compras y las de Lady Dale deberán esperar hasta nuestro viaje de regreso.
—Te muestras muy misterioso, Rollo —opinó Pierre.
—¡Tonterías! —exclamó el conde—. Sólo me apego a mis planes, que hice con todo cuidado. Tal vez les anime saber que no nos moveremos tan rápido mañana, ya que cruzaremos entre las Islas Griegas.
Orlina lanzó un profundo suspiro que nadie notó.
Anhelaba, como nunca lo había hecho por nada, conocer un poco de Grecia.
El Partenón estaba descrito en muchos de los documentos que ella y su padre tradujeran.
Más que nada le habría fascinado visitar Delfos, pero era evidente que resultaba imposible.
Pensaba que allí sentiría realmente la presencia de los dioses, en especial la de Apolo.
Había leído con bastante frecuencia cómo llegaba él a tierra montado en el delfín en que viajaba.
Lo envolvía la luz que los griegos veneraban desde entonces.
«Tal vez el conde se detenga allí aunque sea por poco tiempo, durante el regreso», pensó.
Pero, mientras los otros protestaban, guardó silencio.
Después de todo, el conde no la había invitado al viaje.
Fue Sarah quien le impuso su presencia.
Sería muy descortés de su parte no sentirse agradecida por lo que tenía y no podía pedir más.
A la vez, mientras miraba en la distancia hacia el puerto de Atenas, sintió como si su corazón fuera atraído hacia allí.
La misma noche en que dejaran atrás Atenas, anclaron en una pequeña bahía del Mar Egeo.
Pierre acudió al camarote del conde después que el resto del grupo se había retirado a dormir.
Como esperaba, encontró al conde anotando con cuidado en una bitácora los experimentos que hiciera durante el día con el Sirena.
En su rostro había una sonrisa de satisfacción.
Cuando Pierre entró, lo miró con sorpresa.
—Pensé que te habías acostado —dijo.
—Deseaba primero cruzar unas palabras contigo y es muy difícil encontrarte solo durante el día.
Era verdad y ambos lo sabían.
El conde siempre estaba o con el capitán en el puente o con el resto del grupo durante las comidas.
Mientras que Pierre, durante los últimos días, había tenido a Sarah a su lado adondequiera que iba.
El conde no parecía en lo más mínimo molesto de que el afecto de Sarah se enfocara ahora hacia el francés.
De hecho, para ser sincero, lo consideraba un alivio.
Estaba tan ocupado y entusiasmado con su yate, que las continuas exigencias de ella le resultaban una molestia.
Se pregunta ahora, en forma vaga, por qué Pierre no estaba con ella.
El vizconde se sentó en una cómoda silla.
Pareció titubear y buscar las palabras.
—¿Qué sucede, Pierre, te preocupa algo?
—Deseo que me des una respuesta muy sincera a la pregunta que voy a hacerte. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, Rollo, y creo que siempre hemos sido francos.
—Por supuesto que sí —respondió el conde—. No veo razón para que no sea así.
Se preguntó qué sería lo que el vizconde iba a preguntarle.
Lo miró fijando en él toda su atención.
Como el vizconde no hablara, el conde lo animó:
—Vamos, Pierre, dime qué te molesta. No puede ser tan horrible como para que temas hablar de eso.
—No es tan malo. Sólo deseo saber, Rollo, ya que siempre has sido mi mejor amigo, si tienes intenciones de casarte con Sarah.
El conde lo miró sorprendido.
Era una pregunta que no esperaba.
—Si deseas saber la verdad, Pierre, ya que siempre hemos sido muy francos el uno con el otro, la respuesta es «no». No tengo intenciones de casarme con Sarah, ni con nadie más. Aun cuando creo que es una de las mujeres más bellas que he conocido y disfruto su compañía, no es alguien a quien desearía hacer mi esposa.
Pierre lanzó un suspiro y el conde pensó que sonaba como de alivio.
—En tal caso, Rollo, cuento con tu autorización para seguir adelante.
El conde levantó la ceja.
—¿Quieres decir que lo que sientes por Sarah es en serio? ¿Deseas casarte con ella?
Se hizo una pausa antes que Pierre respondiera:
—Como sabes muy bien, Rollo, he tenido muchas dificultades con mi familia. Cuando tenía veintiún años, mi padre estaba decidido a arreglar mi matrimonio, como sucede siempre entre los aristócratas franceses.
—Lo recuerdo. Entonces te fugaste y te fuiste de viaje conmigo a Nepal, donde ambos disfrutamos mucho.
—Mi padre se puso furioso, pero eso frenó sus esfuerzos por conducirme al altar. Ha hecho otros intentos, de los cuales he podido librarme, de una manera u otra.
—¿Y ahora? —preguntó el conde.
—Encuentro encantadora a Sarah —contestó Pierre— y sé que mi familia la aceptará, aunque haya sido casada antes.
El conde estaba asombrado.
No pudo pensar en qué decir.
—Lo que deseo hacer ahora —continuó Pierre—, es llevar a Sarah a conocer a mis padres y, por supuesto, al resto de la familia en cuanto nos separemos de ti. Si lo hacemos en Atenas o en Roma, podemos tomar el expreso a París y de allí, como sabes, es muy fácil llegar al castillo.
—Si crees que serás feliz con Sarah —opinó el conde—, sólo puedo darte mi bendición. Considerando quién es su padre, y creo que su familia es tan antigua como la tuya, tus familiares la aceptarán sin dificultad alguna.
—Es lo que pienso —repuso Pierre—, pero no deseo entrometerme en tus terrenos en ningún sentido.
—No me perturbas para nada —afirmó el conde—. Estoy encantado de que, al fin, desees sentar cabeza. Y tienes que reconocer que, aun siendo francés, te has divertido bastante.
Pierre se rió.
—¡Y vaya que sí! Pero ahora inicio una nueva etapa en mi vida y siento que puede ser una muy feliz en cuanto logre hacer entender a Sarah que mi intención es hacer las cosas a mi modo, no al de ella.
El conde se rió.
—Te resultará difícil.
—No lo creo —respondió Pierre, con un brillo travieso en la mirada.
El conde se puso de pie y le extendió la mano.
—Te deseo, como que eres el mejor amigo que tengo, toda la felicidad posible. ¡Y no olvides invitarme a la boda!
—Espero que seas mi padrino —respondió el vizconde—; de lo contrario no me sentiría realmente casado.
Ambos se rieron.
El conde se dirigió hacia el carrito de bebidas instalado en un rincón de su camarote.
—Creo que ambos necesitamos un trago —sugirió—. Tengo que brindar a tu salud.
—Déjame ver qué tienes —respondió Pierre.
Se acercó al conde y le colocó una mano en el hombro.
—Suceda lo que suceda a cualquiera de nosotros —dijo—, una cosa es completa y absolutamente cierta: siempre seremos amigos.
—Por supuesto —respondió el conde—, no podría ser de otra manera.
Su voz era calmada y segura.
No tenía idea de lo temeroso que se había sentido el vizconde antes de reunirse con él.
Antes de separarse, como una hora después, el vizconde expresó:
—Por supuesto, Rollo, comprenderás que esto es del todo confidencial entre tú y yo, porque todavía no le he dicho a Sarah que me gustaría casarme con ella.
El conde lo miró sorprendido.
—¿Quieres decir que no te le has declarado?
—Por supuesto que no —contestó Pierre—. Primero que nada tenía que contar con tu aprobación y ahora que la tengo, asegurarme de que mis padres lo aprueban, antes de dar el último paso rumbo al altar.
—Nunca dejas de sorprenderme —observó el conde—. Aun cuando pasamos mucho tiempo juntos, con frecuencia me resulta difícil entenderte.
—Hago las cosas a mi modo —respondió Pierre—. Aun cuando creo que Sarah ha transferido su afecto de ti hacia mí, no tengo intenciones de permitir que se sienta segura de lo que siento por ella hasta que pueda eliminar cualquier obstáculo que pudiera presentarse.
El conde, con mucho tacto, no hizo más preguntas.
Pensó que a pesar del profundo afecto que sentía por Pierre, con frecuencia descubría que la diferencia de nacionalidades formaba una barrera que ninguno de ellos podía cambiar.
A la vez, no podía evitar sentirse aliviado por no tener que preocuparse más por Sarah.
Había estado muy encariñado con ella.
No obstante, algunas veces le molestaba la forma en que le exigía más de su tiempo y atención de lo que estaba dispuesto a darle.
También había notado la determinación de Sarah para siempre salirse con la suya.
Era algo que no toleraba y jamás aceptaría en su esposa.
Lo habían educado con la idea de que un hombre debía ser el amo de su hogar.
Y eso era lo que tenía intenciones de ser siempre.
Como dijera a Pierre, Sarah era sin duda una de las mujeres más bellas que jamás conociera.
Pero también podía ser en extremo irritante.
Pensó en ella casada con Pierre.
Se dijo con una sonrisa que descubriría lo imposible que era cambiar a una familia francesa, por mucho que lo intentara.
Todos sus hábitos y convencionalismos los habían heredado de generación en generación.
Ahora eran inalterables e inmutables.
Cualquier mujer joven, por hermosa que fuera, se toparía contra un muro si intentaba hacerlo.
A la vez, ningún amante podría ser más apasionado ni amoroso que un francés.
Mientras el conde cerraba los ojos y se quedaba dormido, pensaba: «Todo está bien si termina bien».
Nada podía ser más satisfactorio para él que la boda de Pierre con Sarah.
Orlina se sorprendió al día siguiente cuando, mientras empezaba a vestirse, entró en su camarote Sarah, en bata.
—Deseo hablar contigo, Orlina.
—Por supuesto, querida —respondió Orlina—. Empezaba a disfrazarme, así que habla mientras lo hago.
Se sentó en el tocador para ocultar su cabello, como lo hacía siempre.
Después empezó a ponerse el maquillaje que la hacía verse mayor.
Sarah se sentó cerca de ella.
—¿Qué opinas de Pierre? —preguntó en forma casi abrupta.
—¿Qué opino de él? Me parece uno de los jóvenes más encantadores y agradables que jamás he conocido, pero como sabes, conozco a muy pocos.
Orlina se volvió para mirarla.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó.
Sarah aspiró hondo.
—Cuando abandonemos el yate me llevará a conocer a sus padres y ya sabes lo que eso significa.
—¿Sí? ¿Y qué significa?
—Que si me aprueban, me pedirá que me case con él.
Orlina soltó la pomada de color para los labios y se volvió.
—¿Qué estás diciendo, Sarah?
—He decidido que sería feliz con Pierre si me pide que sea su esposa y estoy segura de que ésa es su intención.
—Estoy asombrada —afirmó Orlina— y a la vez muy feliz. ¿Te agradará vivir en Francia?
—Por lo que he oído, me encantará. El castillo de Pierre es, sin excepción, el más grande e importante de todo el Valle del Loira y su familia es la más antigua de toda la aristocracia, ¿sabes lo que eso significa?
Orlina se rió.
—Por supuesto que he oído hablar del Antiguo Régimen y cómo no mencionan ni aceptan a la sociedad que rodeaba a Napoleón Bonaparte.
—Exacto —indicó Sarah—. Son muy muy importantes y conscientes de ello. Y eso es algo que disfrutaré.
—Pero pensé —dijo con cierto titubeo Orlina— que estabas muy enamorada del conde.
—Lo estaba —respondió Sarah—. Pero él realmente nunca me quiso y no me sorprendería que permanezca soltero por el resto de sus días.
Había cierto tono de desprecio en su voz al decir las últimas palabras.
—Sólo espero, queridita —contestó Orlina—, que si te casas con el vizconde seas muy feliz.
—Lo seré, sé que lo seré —aseguró Sarah— y disfrutaré en forma enorme ser vizcondesa y poseer, además del castillo del que nunca deja de hablar la gente, una enorme casa en los Campos Elíseos de París.
Lanzó una exclamación de felicidad y añadió:
—Oh, Orlina, reza porque su familia me apruebe.
—¿Y por qué no había de hacerlo?
—Ya estuve casada una vez y, por supuesto, como son tan estirados, si se enteran, podrían objetar mi reputación dadas las amistades que tenía yo en Londres.
—Tal vez, como viven en Francia, no sabrán nada, excepto que eres muy bella y dulce —contestó Orlina.
—Es lo que espero —respondió Sarah—. Por supuesto, Orlina, deseo que acudas a mi boda, pero con tu verdadera personalidad y ni siquiera Pierre debe adivinar la verdad.
—Creo que sería demasiado peligroso —aceptó Orlina—. Me bastará con enviarte mi cariño.
Sarah lanzó un profundo suspiro.
—Todavía no se me ha declarado, pero sé que me ama. Estoy bien segura de eso.
Orlina tenía la sensación de que había dicho lo mismo del conde.
Pero no se lo recordó. En cambio dijo con gran suavidad:
—Espero, querida Sarah, que te cases con el vizconde y que, como en los cuentos de hadas, vivan felices para siempre.
Cuando Sarah se fue, Orlina se descubrió preocupada por el conde.
Tal vez no deseara casarse con Sarah, pero eso no quería decir que quisiera que ella se casara con su mejor amigo.
Recordó el afecto con que Pierre hablaba de él.
Sin duda no haría nada que lo dañara ni molestara.
Sin embargo, aunque parecía extraño, estaba dispuesto a casarse con la joven en la que el conde estaba interesado.
Cuando se reunió con los demás, Orlina miraba de Pierre al conde.
Deseaba notar si había alguna diferencia en su mutua relación.
Pero parecían mejores amigos que nunca.
Eso la hizo sospechar que el conde, en realidad, se sentía bastante aliviado de librarse de alguien que lo asediaba sin descanso.
Orlina recordó que su padre había comentado en cierta ocasión que al hombre le gustaba ser el perseguidor.
Estaba segura de que eso aplicaba al conde.
Sin embargo, por su mente cruzó la idea de que el conde podría resentir que Sarah hubiera transferido su afecto con tanta rapidez hacia otro hombre.
Orlina supuso, aunque no le agradaba pensar en ello, que la relación entre ellos era tan íntima como lo fuera con el conde.
Intentó explicárselo, pero le resultó imposible.
«Todo lo que deseo —pensó— es que Sarah sea feliz».
Entonces, sin proponérselo, comprendió que también deseaba que el conde fuera feliz.
Lo detestaba cuando subió a bordo.
Ahora que había descubierto que era tan diferente de lo que esperaba, pensó que era el tipo de joven que su padre habría aprobado.
En algunos sentidos era como los hombres de los que él escribía en sus libros.
Aun cuando habían vivido cientos de años antes que él, había cierto parecido.
Ahora el yate, después de su veloz avance, se movía con lentitud y se mantenía cerca de la costa.
Orlina pensó que debía haber una razón para ello, aun cuando no tenía idea de cuál sería.
Había mucho que ver y admirar.
Mientras veía las islas intentó recordar todo lo que había leído acerca de ellas.
Con qué dioses o diosas estaban particularmente relacionadas.
Pero la conversación del almuerzo la hizo volver al presente.
Y la hizo preguntarse si la razón de que acudieran a ese lugar en particular del mundo, tendría algo que ver con la situación política.
Fue Lord Fenton quien comentó durante al almuerzo:
—Me pregunto qué sucede en este momento entre Rusia y Turquía. La última vez que leí algo de eso en Londres había un gran escándalo debido a la forma en que los turcos habían masacrado a los serbios.
—Supongo que nada ha mejorado durante nuestra travesía —respondió Pierre—. El año pasado se dijo que los turcos habían asesinado a doce mil serbios.
—Gladstone habló mucho de ello en el Parlamento —comentó el conde—. Pero estoy seguro de que iodo se ha calmado por ahora.
—Yo no estaría seguro de ello —objetó Lord Fenton— antes que partiéramos se hablaba de que los rusos estaban decididos a dar una lección a los turcos por su comportamiento. De hecho, si recuerdas, el emperador ordenó la movilización en Rusia.
—Oh, si van a hablar de la guerra —intervino Sarah—, me voy. Es algo que mi padre siempre hace y no lo soportó.
—Supongo que lo que quieres decir —respondió Pierre— es que deseas que hablemos de ti.
—¿Y por qué no? —preguntó Sarah—. Soy un tema mucho más divertido y atractivo y si hay alguna guerra, nada podemos hacer nosotros al respecto.
—Tienes toda la razón —indicó el conde—, y cuanto menos pensemos en ello, mejor.
Lo dijo en tono firme.
Orlina sintió que tenía alguna razón especial para dar por finalizado el tema de esa conversación.
A la vez, recordó que su padre había dicho que una conferencia en Constantinopla había intentado dar una solución pacífica, pero no había sido muy efectiva.
—Lo que nadie desea —había dicho Sir Nicholas— es que los rusos se infiltren a través de toda Europa y se entrometan en todos los países.
—¿Crees en verdad que eso harán? —preguntó Orlina.
—Es lo que hacen —respondió su padre—, y el zar siempre he tenido intenciones expansionistas para Rusia, aun cuando ya es bastante grande ahora.
Orlina no se había interesado particularmente en el asunto entonces.
No obstante, ahora pensó que Rusia tenía a Turquía de un lado y a Serbia del otro.
¿Sería posible que el conde estuviera involucrado en esa guerra en algún sentido?
Había durado tanto tiempo que la gente en Inglaterra ya no se interesaba en ella.
Pensó que tal vez podría preguntar al conde su opinión cuando estuvieran a solas.
Pero se dijo que estaba segura de que él estaría mucho más interesado en la velocidad de su yate.
Cuando terminaron de almorzar subieron a cubierta.
Orlina notó que se habían acercado mucho a tierra.
Parecía solitaria y deshabitada.
«Debo tomar nota de todo lo que vea —pensó Orlina— para que pueda comentarlo con papá. Seguramente que bajo cada piedra podría yo descubrir una historia, si sólo supiera dónde buscar».
Se rió de la idea.
Entonces miró hacia las franjas de tierra que parecían perderse en el horizonte sin que hubiera ningún ser humano a la vista.
«Al menos, aquí nadie combate contra nadie», pensó.