Capítulo 2

Cuando Sarah terminó de mostrar a Orlina los trajes, abrió las dos cajas de sombreros que llevara consigo. En cuanto miró su contenido, Orlina no pudo evitar reírse.

—¡No hay duda de que me veré vieja con esos sombreros!

—Es justo lo que deseamos.

Los sombreros eran muy costosos, adornados y bonitos, pero sólo adecuados para mujeres maduras.

Tenían plumas, velos y justo lo que Orlina pensó que debería usar cualquier dama de compañía importante.

Había también un estuche de piel en el que Sarah dijo que su tía solía llevar sus joyas y maquillaje.

Orlina levantó la ceja al oírlo, pero Sarah dijo:

—Por supuesto que tendrás que maquillarte. Las mujeres maduras siempre lo hacen, aun cuando está prohibido para las jovencitas y es otro de los privilegios de las casadas.

Orlina se rió.

—Me alegro de que tengan alguno. Tú lo haces parecer como carente de todo encanto.

—Todo depende de con quién estés casada —respondió Sarah. Para evitar que empezara a hablar del conde, lo que para Orlina era vergonzoso, abrió el estuche de piel.

Contenía algunas botellas con tapas doradas.

También pomos con cremas para el rostro.

—Si tengo que usar todo esto —indicó— no tendré tiempo para nada más.

—Te acostumbrarás —respondió Sarah—, y puedo asegurarte que mi tía siempre se veía muy elegante y mucho más joven de lo que realmente era.

Orlina sacó una a una las botellas y leyó lo que contenían.

Entonces vio una botella muy diferente al final de la fila.

Parecía provenir de alguna droguería.

Leyó la etiqueta, que decía: «Láudano».

—Así que tu tía lo tomaba para dormir —exclamó.

—Eso supongo —respondió en forma casual Sarah—. Por mi parte, duermo como un tronco en cuanto pongo la cabeza en la almohada.

—Yo también —indicó Orlina.

Sin embargo, no era del todo verdad.

A menos que hubiera cabalgado todo el día, no se acostaba realmente cansada.

Sabía que si hubiera estado en Londres como Sarah, asistiría a fiestas donde se bailaba hasta la madrugada.

Entonces, sin duda, dormiría como dijera Sarah.

Hizo a un lado la botella de láudano.

Esperaba, por mucho insomnio que sufriera, no tener jamás que tomar ese somnífero que su madre consideraba peligroso.

—Ahora, lo que tienes que añadir a este estuche, que tú o la doncella llevarán, son tus joyas.

Orlina titubeó.

—Supongo que deseas que lleve las de mi madre, pero no puedo pedirle permiso a papá.

—Estoy segura de que tu madre pensaría que lo haces por una buena causa —respondió Sarah—, que soy yo.

Orlina se rió.

—Será mejor que bajes conmigo a la caja de seguridad y elijas lo que consideres más apropiado.

Así lo hicieron y Orlina no se sorprendió cuando Sarah seleccionó lo más espectacular de las joyas de su madre.

Estaba el collar de diamantes con pendientes a juego que recibiera el día de su boda.

Un enorme broche de diamantes en forma de luna.

También algunos brazaletes muy bonitos que Orlina jamás había tenido oportunidad de lucir.

—Llévate también todos los pendientes —ordenó Sarah—, porque las mujeres maduras siempre los usan y, por supuesto, el anillo de bodas de tu madre.

Orlina titubeó por un momento.

Sentía que no debía involucrar a su madre en esa farsa de Sarah que era, para decirlo con claridad, una mentira. Después se dijo que era una tontería.

Si así hacía feliz a Sarah, difícilmente podía negarle algo, sobre todo porque le tenía afecto desde hacía muchos años. Se puso el anillo. Le quedaba un poco flojo.

Por lo demás, sería la mejor prueba de que había sido casada.

Llevaron arriba las joyas y las guardaron en el estuche de piel. Para entonces era casi la hora de la cena.

—Di por sentado que pasarías aquí la noche —indicó Orlina.

—Por supuesto que lo haré —respondió Sarah—, pero debemos partir mañana temprano porque deseo hacer notar que te hospedas conmigo antes que abordemos el yate.

—Creo que sería un error —observó con rapidez Orlina— que me conozcan tus amistades. Podrían hablar de mí, mostrarse curiosas y sería difícil para mí hacer un buen relato de quién soy y de dónde provengo.

—Ya pensé en eso —respondió Sarah—. Serás mi tía, o sería más sensato decir que eres la viuda de alguno de los Avingforde. Anoche pensaba en que sería un error escogerte un nombre difícil de recordar. Estoy segura de que yo sería la primera en equivocarme.

—¿Qué sugieres entonces?

—Creo que sería más sencillo para ambas llamarte Lina. Es un nombre bonito y no tan raro como Orlina.

—De acuerdo, eres muy lista —acordó Orlina.

—Como sabes, el apellido de nuestra familia es Dale. Si usas ese apellido, nadie dudará de que eres mi parienta.

—A menos que uno de los curiosos sea tu familiar. Es por eso que no debo llegar a Londres demasiado pronto.

—Te comprendo y es muy sensato de tu parte. Si liegas a Londres la tarde del jueves, podríamos abordar juntas el yate. Estará en el Támesis, así que no tenemos que ir muy lejos para abordarlo.

Orlina pensó que eso sonaba muy elegante.

A la vez, sin lugar a dudas sería más seguro que estar con Sarah en Londres antes que la farsa empezara.

—Yo regresaré mañana, pero debes prometerme bajo palabra de honor, que no cambiarás de opinión ni me fallarás en el último momento.

—Por supuesto que no lo haré —prometió Orlina.

Notó el alivio en el rostro de Sarah.

Realmente temía que Orlina no hiciera lo que le pedía.

«Estoy segura de que cometo un error», se dijo.

Pero había dado su palabra y no había remedio.

—Lo que haremos —indicó en voz alta—, es arreglar los vestidos y elegir lo que realmente necesitaré para el viaje. Si me llevo todos éstos, el conde pensará que supongo que daremos la vuelta al mundo.

Sarah se rió.

—Deseará que se te vea elegante. No olvides que Rollo es muy perceptivo en lo que se refiere a las mujeres.

—Ahora empiezas a asustarme. Supón que adivina en cuanto me vea que no soy lo que pretendo ser.

—Si actúas tan mal como para que suceda eso, me sentiré profundamente avergonzada de ti. Aceptabas los aplausos y todos los halagos de mi padre cuando actuabas en Navidad y no puedes fingir ahora que no sabes qué hacer.

Orlina se rió.

—Intentaré, querida Sarah, hacer lo que deseas, pero no puedo evitar sentir temor.

—Si actúas con habilidad, dudo que el conde te preste mucha atención.

Sarah hizo una pausa y continuó:

—Te tendría allí para su propia seguridad y para evitar ser llevado a fuerza al altar y no hay razón para que haga nada más que mostrarse cortés y aceptarte como una de sus invitadas.

Orlina se dio cuenta de que Sarah estaba inquieta por eso.

Se estaba delatando.

—Te prometo —dijo— que me mantendré a la sombra y seré muy discreta. Pero en lo único que insisto es en que haya suficientes libros a bordo. Me llevaré algunos conmigo.

Sarah se rió.

—Recuerdo que tu vieja niñera decía que te acabarías los ojos leyendo, pero ahora lo aceptaré porque es para una buena causa.

Se fueron a cambiar para la cena.

Cuando bajaron, Sir Nicholas se mostró, encantado de ver a Sarah.

—Es una gran sorpresa —dijo—. Pensé que te habías olvidado de nosotros.

—Por supuesto que no —respondió Sarah—, pero he estado muy ocupada en Londres y ahora deseo que sea usted muy generoso y permita que Orlina pasé una corta temporada conmigo.

Sir Nicholas sonrió.

—Estaré encantado de hacerlo. Me es muy útil y la echaré de menos. A la vez, me doy cuenta de que es muy aburrido para ella estar aquí sin tener con quién hablar, excepto los fantasmas del pasado que conjuro en mis libros.

—Pero lo hace con tal genialidad —observó Sarah—, que todos los que los leen están fascinados con ellos.

Orlina comprendió que su padre se sentía complacido por el halago y que Sarah mostraba mucho tacto.

Durante la cena hizo cuanto pudo para interesar y divertir a Sir Nicholas.

Orlina pensó que hacía mucho tiempo que no había escuchado a su padre reír tanto.

«Sarah es tan fascinante —se dijo— que no puedo imaginar por qué el conde no desea casarse con ella».

Cuando se retiraron a acostar y estando a solas, no se durmió, sino permaneció despierta pensando en el conde.

Supuso que sería un hombre muy vanidoso y desagradable.

Realmente era una equivocación por parte de Sarah el estar involucrada con él.

Si se comportara correctamente, pensó Orlina, no habría enamorado a Sarah si no tenía intenciones de casarse con ella.

Como era tan inocente, no sabía con exactitud qué sucedía cuando un hombre le hacía el amor a una mujer.

Sentía que era algo muy íntimo y maravilloso cuando ambos estaban realmente enamorados.

Pero era evidente que el conde no estaba enamorado de Sarah.

Por lo tanto, su comportamiento había sido abominable al seducirla y permanecer en la posición de poder alejarse de ella cuando ya no le interesara.

«Es cruel y malvado —se dijo—, y aunque Sarah sea viuda, él debe saber que fue desdichada en su matrimonio».

Cuanto más lo pensaba, más llegaba a la conclusión de que Sarah perseguía al conde sólo porque él no la perseguía a ella.

Era evidente que, después de quedar viuda, había sido pretendida por muchos hombres.

Orlina estaba segura de que la mayoría habría deseado casarse con ella.

Al recordar su niñez, Orlina reconoció que Sarah siempre deseaba lo que no podía obtener y jamás estaba satisfecha con lo que tenía.

Era Sarah quien siempre deseaba montar los caballos más grandes y mejores que el que su padre le obsequiara.

A pesar de que le decían que era peligroso, insistía en montar los caballos que el marqués reservaba para él.

Y cuando crecieron, exigía sin cesar vestidos, sombreros y otras prendas de las tiendas más caras de Londres.

Orlina se conformaba sin problemas con los vestidos bonitos pero no costosos que podían adquirirse en la población más cercana.

Pero Sarah protestaba y rogaba hasta que la llevaban a Londres a comprar la ropa que veía en las revistas.

Era a la última moda y mucho más elegante que cualquiera que pudiera comprar en el campo.

Orlina recordaba muchos otros ejemplos de Sarah deseando siempre lo que estaba fuera de su alcance.

Generalmente, por medio de una intensa persistencia lograba lo que quería.

«Ahora comete otro error en lo referente al matrimonio», se dijo.

Cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que el conde era la última persona con la que Sarah debía casarse.

De hecho, él debía ser una persona echada a perder, mimada y egoísta.

El jueves por la mañana, Orlina partió en tren hacia Londres.

Pensaba, y a la vez elevaba una pequeña oración, para que de alguna manera encontrara la forma de que Sarah fuera feliz.

Era tan bonita y tan dulce en muchos sentidos, que parecía incorrecto que desperdiciara su tiempo con un hombre que no la merecía.

Además de que, sin duda, avanzaba en una dirección que, con el tiempo, la conduciría al desastre.

«Debo ayudarla a evitar otro matrimonio desdichado», decidió Orlina.

A la vez se sentía desvalida e ignorante.

Entraba en un mundo del que nada conocía.

La idea de conocer al conde y a sus amigos la asustaba.

—Pásala muy bien, queridita —había dicho Sir Nicholas al darle el beso de despedida—. Te mereces toda la diversión que puedas disfrutar después de permanecer aquí sepultada en vida con nadie más que yo para conversar.

—He sido muy feliz, papá.

—Y muy útil —respondió él—. No sé qué haré sin tu ayuda para traducir algunos de esos viejos manuscritos que acabo de descubrir.

—Lo haré cuando regrese —prometió Orlina.

Sabía que los manuscritos de los que hablaba su padre estaban en griego antiguo.

Pensó con tristeza que el tipo de conocimientos que tanto apreciaba su padre no le sería de mucha ayuda en Londres.

Le llegaban manuscritos históricos de todas partes del mundo.

Orlina había aprendido varios idiomas poco usuales para ayudarlo en sus traducciones.

Algunos que provenían de los monasterios del Tíbet estaban en un idioma que pocos historiadores podían traducir.

Otros eran de lejanos lugares del Oriente.

Y muchos de ellos venían de Grecia, Turquía y algunos lugares de los Balcanes.

En su último libro, su padre había necesitado algunas traducciones del ruso y para Orlina resultó difícil, pero no imposible.

No obstante, a veces se preguntaba si lo que aprendiera con su padre alguna vez le sería de utilidad en otra parte.

En su mayoría los manuscritos eran en lenguas extranjeras antiguas.

No podía esperar encontrar gente de su edad que las conociera.

—No trabajes demasiado, papá —pidió— y recuerda que, por ocupado que estés, debes tomar los alimentos a sus horas.

Sir Nicholas se rió antes de responder:

—Te prometo que seré un buen chico y recordaré todo lo que me has dicho hasta que regreses.

Orlina le rodeó el cuello con sus brazos y lo besó de nuevo.

—Te amo, papá, y tengo la sensación de que todos los jóvenes que conoceré en Londres me parecerán muy aburridos después de estar contigo.

—Ahora me estás halagando —protestó Sir Nicholas—. Pero disfruto cada palabra cuando lo haces.

Se rieron mientras caminaban hacia la puerta.

Orlina subió al carruaje que la esperaba para conducirla a la estación.

Una vieja doncella la acompañaría y regresaría en cuanto la dejara en Londres.

—No queremos que regrese y comente lo diferente que te veías cuando estabas conmigo —había dicho Sarah—. Mi doncella se encargará de ti. Es francesa y nada la sorprende.

Por la mente de Orlina cruzó la idea de que la doncella de Sarah no se sorprendería, por lo tanto, de que su ama sostuviera un romance.

Una doncella inglesa lo habría hecho.

Entonces se dijo que no deseaba pensar en esas cosas.

De todos modos, no eran asunto suyo y sólo tenía que ignorarlas.

Llegó a Londres ya avanzada la tarde del jueves.

El elegante carruaje de Sarah la esperaba afuera de la estación.

Llevaba con ella dos de los baúles que Sarah le dejara.

También dos cajas de sombreros y el estuche de piel que ella misma portaba porque contenía sus joyas.

La casa de Sarah estaba en una de las calles principales que daban a la Plaza Berkeley.

Condujeron en seguida a Orlina al dormitorio que iba a ocupar.

Sarah se reunió con ella.

—Debes apresurarte —indicó— porque tienes que cambiarte y estar lista para conocer a Rollo, quien llegará dentro de media hora.

Orlina se sobresaltó.

—¿Lo conoceré esta noche?

—Insistió en ello —respondió Sarah—. Cuando supo que había invitado a una de mis tías para que fuera mi dama de compañía, dijo que lo cortés era conocerla antes de subir a bordo. Si me lo preguntas, creo que lo hace por curiosidad.

Orlina se preocupó.

—¿Y si cuando me vea no le agrado o dice que soy muy joven para ser tu acompañante?

—Eso es lo que temo —observó Sarah—. De hecho, fácilmente podría sospechar que lo estamos engañando.

Orlina lanzó una exclamación de horror.

—Oh, Sarah, pienso en lo incómodo que será si sospecha la verdad. Por favor, déjame regresar a casa. Busca a alguien más.

—No seas tonta —respondió Sarah—. Estoy segura de que el quisquilloso conde sólo se está protegiendo de morirse de aburrimiento con una de sus invitadas.

Hizo una pausa y agregó:

—O de que sea alguien que, bajo ninguna circunstancia, podría considerarse una dama de compañía apropiada.

—Eso es lo que soy —repuso con rapidez Orlina—. Por favor, Sarah, sé sensata. Déjame ir a casa y dile que te tomará un día más encontrar a la persona adecuada.

—Tú eres la persona adecuada para mí. Por lo tanto, tienes que convencer a Rollo de una vez por todas de que eres una dama sumamente encantadora y que de ninguna forma te inmiscuirás con sus invitados.

—Al menos de eso, puede estar completamente seguro. Si las cosas se presentan muy mal, puedo permanecer en mi camarote y decir que estoy indispuesta.

—Estoy segura de que no habrá necesidad de ello —respondió Sarah—. Ahora, rápido, déjame que te arregle.

Mientras hablaban, habían subido los baúles al dormitorio y los colocaron en el vestidor contiguo.

La doncella de Sarah los había abierto.

—Como partimos mañana —explicó Sarah a Orlina—, le pedí que te buscara un vestido elegante para lucir hoy. El conde y yo saldremos a una fiesta de los Duques de Rutland, así que no te volverá a ver hasta mañana cuando abordemos.

Orlina quiso añadir: «si es que me acepta».

Sin embargo, no tenía caso discutir con Sarah, así que se dirigieron al vestidor para ver qué ropa habían sacado.

Era un elegante vestido de satén negro adornado con holanes y costosos bordados.

No era momento de discutir y en cuanto Sarah lo aprobó, Orlina se lo puso.

—Ahora debemos arreglar tu cabello y, por supuesto, maquillar tu rostro.

Obediente, Orlina se sentó en el banquillo del tocador.

Tenía un bonito espejo con cupidos de oro.

Reflejaba tanto a ella como a Sarah detrás.

Preocupada como estaba, Orlina tuvo que reconocer que ambas formaban una preciosa imagen.

El cabello de Sarah era rubio oscuro con destellos rojizos.

Hacía marco a sus facciones clásicas, enormes ojos y barbilla puntiaguda.

Tenía un cuello largo como de cisne y su belleza era la de una diosa griega.

Orlina era muy diferente.

Su cabello era rubio muy claro, que a veces parecía casi plateado.

Sus facciones eran perfectas, pero pequeñas.

Sus ojos azules dominaban su rostro, que tenía forma de corazón y su frente estaba en proporción perfecta con el resto.

Era preciosa.

A la vez, tenía una belleza diferente a las demás mujeres.

Era un aura espiritual.

Cualquiera que conociera a Orlina desde que era un bebé, pensaba en seguida en flores y en las primeras hojas verdes de la primavera.

Ahora, ambas reflejadas, resultaba evidente quién era la mayor y la más sofisticada de las dos.

—Ahora debemos ser astutas y hacerte ver cuando menos quince años mayor —observó Sarah.

—¿Realmente lo crees posible? —preguntó Orlina.

—Tiene que ser —afirmó Sarah.

Una vez más, Orlina comprendió que Sarah estaba decidida a salirse con la suya.

La doncella arregló el cabello de Orlina levantándolo sobre su cabeza.

Era un estilo que, sin duda, la hacía verse un poco mayor.

Entonces Sarah fue a su habitación y regresó con una gran caja.

Contenía, comprendió Orlina, los polvos y pomadas que usaban durante sus representaciones del pasado.

Con habilidad, Sarah oscureció las cejas de Orlina y después aplicó un ligero toque de máscara en sus pestañas.

—Me veré demasiado teatral —protestó en seguida Orlina.

—No cuando haya terminado —aseguró Sarah—. Traje unos anteojos y también unos impertinentes que pertenecieron a mi madre.

Terminó añadiendo polvo y un poco de rubor en el rostro de Orlina.

Inmediatamente después la hizo ponerse los anteojos.

Le resultaba difícil a Orlina vera través de ellos.

Sarah dio un paso hacia atrás para ver el resultado.

—No, te hacen ver casi grotesca.

Le quitó los anteojos y le entregó los impertinentes.

—Ahora está mejor —dijo—. Úsalos continuamente cuando te muestren algo o cuando mires el rostro de alguien.

Orlina lo ensayó y Sarah lanzó de pronto una exclamación.

—Ya sé qué está mal —señaló—. Sería un error que Rollo viera tu cabello.

Orlina la miró sorprendida.

—Tendrá que verlo tarde o temprano —contestó.

—Por supuesto, pero tarde es la palabra conveniente. Lo que necesitamos es un sombrero y como acabas de llegar del campo no has tenido tiempo de quitártelo.

La doncella, que las escuchaba abrió una de las cajas de sombreros.

Sarah acudió y tardó un rato eligiendo el que quería.

Luego regresó al tocador y lo puso en la cabeza de Orlina.

En forma instantánea la hizo verse muchos años mayor todavía.

Era un sombrero muy elegante adornado con plumas que ninguna jovencita usaría.

También tenía un velo que ocultaba el rubio cabello de Orlina.

—Eso está mejor —exclamó Sarah—. Ahora, algo de joyas.

Para cuando le añadieron perlas, un broche de diamantes, y unos pendientes de perlas en forma de lágrimas, a Orlina le empezaba a costar trabajo reconocerse.

Sarah miró la hora y lanzó una exclamación.

—Debemos bajar —apremió—. Vamos, Orlina, y recuerda que acabas de llegar y no has tenido tiempo de quitarte el sombrero.

La doncella entregó a Orlina un bolso de mano y un par de guantes de cabritilla.

Orlina se levantó un poco la falda para poder bajar por la escalera casi a la carrera.

Lo hacía con una rapidez muy diferente a la que habría usado Lady Dale.

Llegaron al salón.

Apresuradamente, Sarah le indicó un sillón de espaldas a la ventana.

—Ahora te veo perfecta, absolutamente perfecta, tal como deseaba —aseguró Sarah.

—Estoy asustada —respondió Orlina.

—No necesitas estarlo. Sólo recuerda ser encantadora con él y hacerlo sentir que anhelas unas tranquilas vacaciones en el mar.

Apenas acababa de hablar cuando el mayordomo abrió la puerta.

—El Conde de Kentallen, milady —anunció.

Sarah lanzó una exclamación de sorpresa.

Y, mientras el conde entraba en la habitación, se levantó de un salto y corrió hacia él.

—No te esperaba hasta más tarde —dijo.

—Pensé que te había dicho que vendría a las seis —contestó el conde.

Habló con voz profunda, con lo que a Orlina le pareció un cierto tono divertido.

Como estaba asustada, su corazón latía apresurado.

Fue con la mayor dificultad que no se volvió para mirarlo.

En cambio esperó hasta que Sarah expresó:

—Estoy tan emocionada de verte y llegas en el momento justo en que mi tía, Lady Dale, acaba de llegar.

El conde miró hacia donde Orlina estaba sentada, como si no hubiera notado su presencia antes.

—Ven a conocerla —pidió Sarah—, porque me ha prometido acompañarnos en tu yate y tuve que arrancarla de su jardín, lugar que prefiere más que el mar.

Sarah hablaba con rapidez y excitación.

Orlina comprendió que estaba nerviosa.

Eso la asustó todavía más.

Con dificultad se obligó a recordar que representaba un papel.

Ya no era Orlina Runford, sino Lady Dale.

Una viuda entrada en años que había sido convencida, en contra de su voluntad, a fungir como dama de compañía de Sarah porque le tenía mucho afecto.

Casi como si un director de escena se lo indicara, volvió la cabeza en el momento justo.

El conde se acercó y ella le extendió la mano.

—Es usted muy amable —dijo— al invitarme a su yate.

—Estoy encantado de que pudiera aceptar —respondió el conde—. Creo que el Mediterráneo en esta época del año es cuando está mejor.

—Es lo que siempre he oído decir —respondió Orlina en voz muy lenta—. Pero nunca he estado en el Mediterráneo en el verano.

—Entonces será una experiencia nueva para usted —observó el conde—. Espero que no la desilusione.

—Estoy segura de que disfrutaré cada momento —contestó Orlina.

Habló tal como solía hacerlo su madre.

Y también la madre de Sarah.

De hecho, era con las voces de ellas, no con la suya, con las que hablaba.

Sabía que al permanecer elegantemente reclinada en el sillón, con las manos sobre el regazo, parecía muy a sus anchas.

El conde se sentó a su lado.

—Sarah me dice que pocas veces viene a Londres y es por eso que no nos hemos conocido.

—Prefiero el campo —respondió Orlina—. Es tan hermoso para esta época del año, cuando las flores están en botón y las aves anidan entre las hojas de los árboles.

Sonaba muy poético y el conde contestó:

—Ahora me hace lamentar dejar el campo, aunque sea por poco tiempo.

—Fue Robert Browning quien dijo: «¡Oh, estar en Inglaterra, ahora que abril está allí!» —respondió Orlina—. Siempre he pensado cuánta razón tenía.

—También yo —indicó el conde.

Levantó la vista hacia Sarah y dijo en tono un tanto burlón:

—¿Estás segura de que no preferirías quedarte en Inglaterra que enfrentarte al tempestuoso mar?

—Preferiría estar contigo —respondió Sarah—. Pero espero que el mar no esté tan tempestuoso y también que tú estés en calma.

—Por supuesto, lo intentaré —respondió el conde—, pero no debes esperar demasiado.

Orlina pensó que la forma en que hablaba tenía un doble sentido.

Al atreverse a mirarlo pensó, como Sarah le había dicho, que era en extremo apuesto.

A la vez, se dijo, era vanidoso, mimado e indigno de confianza.

«No me agrada», decidió.

Sin embargo, sabía que debía tener cuidado de no mostrar sus sentimientos.

El conde se volvió de nuevo hacia ella.

—Supongo que Sarah le ha dicho que partimos mañana. Les agradecería si pudieran abordar a las nueve y media.

—Estoy segura de que podremos hacerlo —respondió Orlina—. Como vivo en el campo estoy acostumbrada a levantarme temprano y eso no me molesta. Es la gente joven, como ustedes, la que se desvela mucho y por lo tanto le resulta difícil levantarse con los primeros pájaros que cantan.

El conde lanzó una risilla.

—Es verdad. Una de las razones por las que estoy encantado de alejarme es para disfrutar de un buen descanso por las noches y no arrastrarme a la cama cuando está casi amaneciendo.

Miró a Sarah al decirlo.

Orlina comprendió de pronto lo que insinuaba.

Una vez más se escandalizó y sintió que la invadía el desagrado que sentía por el conde.

Miró hacia el reloj.

—Creo, Sarah querida, que debo subir a descansar un poco. Ha sido un largo viaje y salí desde muy temprano. Así que me siento un poco cansada.

—Por supuesto, tía Lina —respondió Sarah.

Orlina se puso de pie.

—Esperaré con ansia, milord, verlo en su yate —dijo al conde—. Sarah me dice que es muy moderno y eso, en sí, me resultará muy interesante.

—Y yo estoy ansioso por mostrarle al Sirena —contestó el conde.

—Es usted muy amable —respondió Orlina.

Puso su mano sobre el brazo de Sarah y juntas se dirigieron hacia la puerta.

Sarah la abrió y ella la cruzó.

El conde se había puesto de pie para despedir a Orlina.

Permaneció observando a Sarah que regresaba a su lado.

—¿Qué te parece mi dama de compañía? Como te dije, es encantadora y complaciente.

—No hay duda de que es muy atractiva —repuso el conde—. No sé por qué no la habías mencionado antes.

—Vive en el campo y la veo poco —respondió Sarah—. Bueno, espero que estés satisfecho, ya que hice lo que me pediste.

—Para ser sincero, no pensé que encontraras al tipo de dama de compañía que yo aceptaría y, por lo tanto, me habría visto obligado a no llevarte.

Sarah lanzó una exclamación.

—¿Cómo puedes ser tan cruel y malvado conmigo, Rollo? Sabes que todo lo que deseo es estar contigo. Me pediste una acompañante y la conseguí.

—Eso veo. Pero sólo me pregunto si sabe a lo que se lanza.

—¿A qué te refieres? —preguntó Sarah.

—Tal vez se escandalice con facilidad por el resto de mi grupo.

Sarah levantó la ceja.

—¿Porqué lo dices?

—Cuando los veas, no habrá necesidad de explicaciones.

—¿Por qué te muestras tan misterioso? ¿Qué me ocultas?

—No oculto nada. Tú sola te invitaste a mi yate pero dije que no podías venir a menos que tuvieras una acompañante. Ahora la tienes y supongo que nada puedo hacer.

—¿Por qué ibas a querer hacer algo? Seamos felices juntos, como siempre. Te amo, Rollo, y sabes que deseo estar contigo. No tengo intenciones de permitir que te vayas a lejanos lugares, donde podrías olvidarme.

El conde sonrió.

—Haces muy difícil a la gente el olvidarte, Sarah.

—Bueno, puedes estar seguro que lo haré difícil para ti. Y como partimos mañana temprano, no puedes ponerme más dificultades ahora, en el último momento.

—Supongo que no —contestó renuente el conde.

—Lo que es más —continuó Sarah—, no me has besado ni dicho que te alegra verme. Ha pasado mucho tiempo desde anoche.

Se acercó más a él.

Casi como si no pudiera evitarlo, el conde la rodeó con sus brazos.

—Eres una joven muy persistente —aclaró.

No sonaba a halago, pero Sarah se limitó a ofrecerle sus labios.

—Te amo, Rollo —repitió—. Bésame.

El conde pareció titubear un momento y entonces miró el hermoso rostro y la acercó más a él.

Sus labios cayeron en los de ella y la besó.

Los brazos de ella rodearon su cuello, para que no pudiera escapar.