Capítulo 7
El sol, que había brillado todo el día, fue eclipsado de pronto por las nubes que produjeron una lluvia repentina.
No era una lluvia fría, sino tibia, casi como un trago tranquilizador para la tierra sedienta, que se había resquebrajado por falta de agua durante el verano.
El conde, que iba conduciendo un buen tiro de caballos, no aminoró el paso y continuó avanzando a toda prisa por los angostos caminos vecinales que descendían en dirección al mar.
Había una loma que se elevaba en la orilla de un valle lleno de verdor y cuando llegó a lo alto, el conde pudo bajar la mirada y contemplar las aguas del Atlántico, de un azul intenso, y bajo él, acurrucados entre los árboles, los techos y las chimeneas de una casa larga y baja.
Fue entonces cuando, por primera vez, presionó a sus caballos con repentina urgencia. Había una expresión en su rostro que le daba casi el aspecto de un joven ansioso.
Todavía tuvo que hacer un largo recorrido antes de llegar a la casa y ver frente a él los jardines todavía llenos de los colores intensos del otoño.
La casa Trevarnon, que había sido construida originalmente como un Priorato, había pertenecido a la familia del conde, desde hacía más de quinientos años. Era no sólo una hermosa casa, sino que tenía un suave calor que hacía que todo el que se acercaba a ella se sintiera bien acogido.
La lluvia cesó tan repentina como inesperadamente se había iniciado y ahora el sol brillaba sobre las ventanas de numerosos cristales pequeños, despidiendo un reflejo dorado que hacía aparecer la casa como iluminada por dentro.
El conde retuvo los sudorosos caballos, frente a la puerta principal de la casa, que estaba dotada de un pórtico a la entrada.
Cuando los palafreneros salieron corriendo de la caballeriza, el conde les entregó las riendas y entró al vestíbulo.
Había sólo un viejo mayordomo y un joven lacayo a la entrada. Este último tomó su sombrero y sus guantes. Entonces, cuando el conde pasaba frente a ellos, Dawson apareció y dijo:
—Milady me pidió que me ocupara de que se cambiara usted de chaqueta, milord, porque la que trae puesta debe venir mojada.
—Llovió muy poco —contestó el conde.
Pero Dawson continuaba de pie, esperando. Con un gesto de impaciencia, el conde se quitó la chaqueta de montar de pana gris muy ajustada, y se desabotonó el chaleco que llevaba bajo ella.
Dawson tomó ambas prendas y le ayudó a ponerse una chaqueta un poco más cómoda, que casi siempre usaba en casa. Entonces el conde vio que el valet tenía también en la mano una corbata limpia, de muselina.
—¡Vamos, Dawson —exclamó el conde— todo esto es totalmente innecesario!
—Milady tiene miedo de que pueda enfriarse, con la corbata húmeda al cuello.
—¿He padecido una cosa así alguna vez, que usted sepa? —preguntó el conde.
—Siempre hay una primera vez, milord.
El conde se quitó la corbata del cuello y mientras tomaba la limpia que Dawson le ofrecía dijo:
—Tengo la sospecha, Dawson, de que estoy siendo manejado y mimado a la vez.
El valet sonrió.
—Sí, milord, pero no deseamos preocupar a milady, ¿no cree usted?
Ahora le tocó al conde sonreír.
—No, Dawson, no deseamos preocuparla.
Ató la corbata limpia con dedos hábiles y entonces se alejó del vestíbulo, caminando por los largos corredores a los que daban las hermosas habitaciones, llenas de tesoros familiares que, hasta que él y Demelza llegaron a Cornwall, no había visto en muchos años.
Sabía que Demelza debía estar en el invernadero, que había sido convertido por el abuelo de él, cuando ya era muy anciano, en un salón que era una combinación de invernadero y mirador y desde donde podían contemplarse los jardines.
Siempre parecía estar lleno de sol y ahora, cuando abrió la puerta, la fragancia de las flores le embriagó arrojándole una ola del mar.
No sólo había viejos naranjos traídos de España dos siglos antes, sino también orquídeas exóticas, azucenas, cactus llenos de flores y pequeñas azaleas enanas que una vez florecieran al pie del Himalaya.
En el extremo más lejano de la habitación, recostada en una chaise-longue, junto a una ventana, se encontraba Demelza.
No había oído entrar al conde y él vio su rostro de perfil, levantado hacia el cielo, como si estuviera orando, tal como la encontrara cuando la viera por vez primera de cerca, en «el cuarto de los sacerdotes».
Dos perros spaniel, marrón y blanco, que se encontraban junto a ella saltaron hacia él. Demelza se levantó también y sus ojos parecieron reflejar el sol desde sus profundidades violetas.
—¡Valient! ¡Has vuelto!
Era una exclamación de franca alegría. Corrió a través de la habitación y el conde la rodeó con los brazos acercándola a su pecho.
—¿Estás… bien? ¿No tuviste ningún… contratiempo? —preguntó ella, pero las palabras no parecían importar.
Era la expresión del rostro de ella lo que atrajo la atención del conde y el conocimiento de que, teniéndola en sus brazos, nada más tenía importancia alguna.
—¿Me echaste de menos?
La voz de él era profunda.
—Ha sido un día muy… muy largo.
—Eso me pareció a mí.
—Temí que la… lluvia te demorara. ¿Te… mojaste?
—Sólo llovió un poco —contestó él—, y como puedes ver ya me he cambiado.
—Eso es lo que yo quería que… hicieras.
—Me estás volviendo muy delicado —se quejó él.
Ella se echó a reír con suavidad.
—Nada podría volverte así, pero aún para alguien tan… fuerte como tú… no tiene ningún objeto correr… riesgos.
Mientras hablaba deslizó sus manos bajo la chaqueta de él, diciendo:
—¿No está húmeda tu camisa?
Los brazos de él la oprimieron con más fuerza cuando sintió sus manos en la espalda y un fuego de pasión pareció encenderse en los ojos de él.
Inclinó la cabeza y buscó los labios de ella. Se unieron en un beso que borró todo pensamiento que no fuera el de que estaban juntos.
Fue un beso largo y cuando por fin el conde soltó a Demelza, su rostro se veía radiante y sus labios suaves y entreabiertos, por la insistencia de los labios de él.
—Mi amor, tengo… tanto que… decirte… —murmuró ella con voz que temblaba un poco—. Pero antes debes comer y beber algo. Debes haber viajado muchas horas.
Lo tomó de la mano y lo llevó a un lado del invernadero, donde había una mesa en la que se veían varias fuentes de plata, tapadas, que se mantenían calientes por medio de velas en la parte inferior.
Había también un cubo de hielo, en el que reposaba una botella de champán abierta.
—Te tengo bocadillos al estilo de Cornwall, tal como te gustan —dijo Demelza— y cangrejos pescados esta mañana en la bahía.
—Tengo hambre —admitió el conde—, pero no quiero arruinar mi apetito para la cena.
—Todavía faltan dos horas para que cenemos —contestó ella—. Ordené que la sirvieran una hora más tarde por si te retrasabas.
El conde tomó un pastelillo de carne de la fuente de plata y se sirvió una copa de champán.
Entonces, con los ojos clavados en su esposa, se sentó en una silla cómoda, mientras ella volvía a su posición, reclinada en la amplia chaise-longue, cubierta con cojines de satén.
—Ahora, cuéntame cómo te fue, qué hiciste —preguntó ella con ansiedad.
—Compré dos yeguas excepcionales en Penzance —contestó el conde—, que estoy seguro mejorarán la calidad de nuestros animales. Son de la edad perfecta para Crusader. Lo cruzaremos después de que haya ganado el Derby.
—¿Estás seguro de que va a ganarlo? —preguntó Demelza bromeando.
—¿Cómo podría pensar de otro modo siendo un caballo tuyo y mío? —contestó el conde.
—Me alegro que tu viaje haya sido tan… provechoso. Temía que hubieras ido tan lejos sólo para sentirte… desilusionado.
—Yo sabía que Cardew tenía buenos caballos… pero éstos son excepcionales.
—Yo también tengo algunas… novedades —dijo Demelza.
El conde esperó, con los ojos puestos en el rostro de ella mientras una de sus manos acariciaba con gesto distraído la oreja de uno de los perros, que estaba tratando de atraer su atención.
—Los obstáculos para los saltos han quedado terminados hoy.
Era obvio que se trataba de una noticia de importancia.
—¿Terminados ya? —exclamó el conde—. ¿Te lo dijo Dawson?
—Quería darte la sorpresa —dijo Demelza— y yo también. Son exactamente iguales a los que se colocan en la pista para la carrera Grand Nacional.
Se detuvo para añadir:
—Ahora tienes la posibilidad de ganar tanto la Grand Nacional como el Derby.
—Es ciertamente un desafío —contestó el conde—, pero yo soy nuevo en esto de las carreras de obstáculos y tal vez resulte más difícil que entrenar a Crusader para correr en una pista plana.
—Eso te dará otro interés.
Ella miró con fijeza antes de preguntar:
—¿Estás sugiriendo que lo necesito?
Ella lo miró de una forma que expresaba más claridad que las palabras.
—Siempre estoy… temerosa —dijo con suavidad— de que empieces a… aburrirte, sin fiestas… sin ver a toda la gente divertida e ingeniosa que te ha… rodeado siempre.
El conde sonrió como si algo lo divirtiera en secreto. Entonces dijo:
—¿Crees, de verdad, que los echaría de menos cuando tengo aquí contigo algo que no había tenido en toda mi vida?
Él vio la pregunta que había en los ojos de Demelza, pero antes de que ella pudiera formularla continuó diciendo:
—¡Un hogar! Eso es lo que todo mi dinero no me había permitido comprar jamás. El hogar que no tuve de niño, pero que he encontrado aquí.
—¡Oh, Valient! ¿Eso es… verdad? Es lo que he pedido a Dios poder darte.
El conde bebió su copa de champán y se puso de pie para colocarse frente a la ventana para contemplar la maravillosa vista que se perdía en un horizonte lejano.
—Londres me parece muy distante —dijo después de un momento de silencio.
—La gente volverá pronto… allí… para la temporada… invernal.
—¿Me estás tentando? —preguntó el conde y había un toque divertido en su voz.
—Es algo que no tengo… deseos de hacer —contestó Demelza—. Tú sabes que para mí, el estar aquí contigo es como… estar en la gloria. Nunca he sido tan feliz.
Él caminó hacia ella y se sentó en la chaise-longue, frente a Demelza.
—¿Te he hecho realmente feliz? —preguntó.
Sabía la respuesta aún antes de que ella le dijera.
—Todos los días pienso que es imposible ser más feliz o amarte más. Entonces, cada… noche, descubro que estaba equivocada, y tú me das un nuevo tipo de… amor que no… pensaba que… pudiera existir.
El conde no contestó; se quedó sentado, mirándola, y después de un momento ella preguntó con cierta inquietud:
—¿En qué estás… pensando?
—Me estoy preguntando qué es lo que tienes que parece hechizarme cada vez que te miro. Creo que no eres un fantasma, sino una bruja.
Demelza se echó a reír.
—Soy yo la que me siento… hechizada, como lo he estado desde el primer… momento en que te… vi.
—¿Y crees que yo no lo estoy también? —preguntó el conde con voz profunda—. Hechizado no sólo por tus ojos, tus labios y tu cuerpo exquisito, mi reina, sino también por tu corazón y, sobre todo, por tu amor. Eso es algo de lo que no deseo escapar nunca.
—¿No deseas escapar de mí? —preguntó Demelza.
—¿Esperas que yo te conteste una pregunta tan tonta? Si tú eres feliz, ¿cómo crees que me siento yo, sabiendo que eres mía, sabiendo que tenemos todo lo que realmente importa en el mundo?
—¡Oh, Valient!
Demelza extendió los brazos hacia él, pero el conde siguió sentado, mirándola, examinando su rostro, como si fuera algo tan precioso, tan perfecto, que tuviera que grabar cada línea en su memoria.
—Tengo algo más que decirte —dijo ella—. Hoy recibí una carta de Gerard.
—Esperaba que tuvieras noticias suyas en cualquier momento.
—Está muy emocionado porque le permitiste guardar sus nuevos caballos de carreras en tus caballerizas de Newmarket. Fue muy… bondadoso de tu parte.
—Había suficiente espacio —contestó el conde con indiferencia—, ahora que tenemos a la mayor parte de los caballos aquí.
—Y Gerard se siente muy desahogado de dinero, gracias a lo que recibió por la venta de esos cuadros que tú descubriste.
Miró al conde bajo sus pestañas mientras decía:
—Creo que, si voy a serte sincera, tú… forzaste al marchante en obras de arte para que pagara más dinero por ellos de lo que habría… pagado de otra… manera.
—Ciertamente le hice pagar lo que consideraba que era su valor justo y no le permití tratar a Gerard como alguien sin experiencia en cuestiones de arte.
—Eso le ha hecho muy feliz —dijo Demelza con una sonrisa.
—Me preocupan más los sentimientos de su hermana.
—¿Quieres que te diga lo… agradecida que estoy?
—Me gusta cuando te muestras agradecida —dijo el conde—, pero mi interés en tu hermano era totalmente egoísta. No quiero que te preocupes por él, sólo por mí.
Demelza se echó a reír.
—Eres muy… posesivo.
—No sólo posesivo —contestó el conde—, sino celoso hasta el fanatismo. No puedo soportar y ésta es la verdad, Demelza, que pienses en nada, ni en nadie que no sea yo. Quiero ser el dueño de cada partícula tuya.
Su voz se hizo más profunda mientras continuaba apasionadamente:
—Quiero poseerte como mujer. Quiero que seas mía de la punta de la cabeza a la planta de tus pequeños pies; pero quiero también tu mente, tu corazón y tu alma.
Sus labios tocaron la mejilla de ella.
—¡Te advierto, mi amor, como te lo he advertido antes, que tengo celos hasta del aire que respiras!
—Oh, Valient, tú sabes ya que te… pertenezco en todas… las formas posibles. Soy parte de ti y sé que si tú… murieras, te… cansaras de mí, me convertiría realmente en el fantasma que una vez pensaste que era.
—El que yo me canse de ti es una posibilidad en la que no necesitas pensar siquiera —dijo el conde—, y creo que, Dios mediante, ambos viviremos hasta llegar a la ancianidad.
—Nunca será demasiado tiempo para mí, estando contigo —murmuró Demelza—, pero debes tratar, mi queridísimo esposo, de no ser demasiado… celoso.
—¿Por qué voy a tratar de ser diferente de cómo soy? —preguntó el conde—. Los celos son una emoción nueva para mí y aunque encuentro que es dolorosa, tiene la compensación de saber que debo luchar por poseerte tan completamente como deseo.
—¿Luchar? —preguntó ella.
—Algunas veces siento que hay algo elusivo en ti —contestó el conde—, algún secreto dentro de ti que no es del todo mío.
—¿Por qué… ibas a… pensar eso?
Ahora los ojos de ella estaban un poco velados y sus pestañas se veían muy oscuras contra la transparencia de su piel blanca.
—Hay algo… —El conde dijo casi como si hablara consigo mismo—. Por la noche, cuando estás en mis brazos, después de que hemos tocado las alas del éxtasis, siento que estamos tan cerca, que somos tan completamente uno solo, que nuestros corazones palpitan al unísono y no tenemos vida uno sin el otro. Pero, cuando llega el día…
—¿Qué… pasa… entonces?
—Siento que te has escapado de mí —contestó el conde—, como ahora siento que hay algo… de lo que no tengo la menor idea… que me estás ocultando.
Extendió los brazos de pronto y colocó las manos sobre los hombros de ella.
—¿Qué es? —preguntó—. ¿Qué ocultas a alguien que te posee de manera tan total… un hombre que te adora, pero que es al mismo tiempo tu conquistador?
Demelza se sentía suave y tierna bajo la presión de sus manos y el tono casi violento de su voz.
—Tal vez es… porque estamos tan… unidos, mi amor —dijo ella después de un momento—, que conocemos no sólo cada… inflexión de la voz del otro, sino también cada secreto… cada vibración de nuestras almas. Estamos ligados que pensamos con un… sólo pensamiento.
—No has contestado mi pregunta —dijo el conde—. ¡Tienes un secreto! ¡Lo sé! Lo percibí anoche… algo que no querías decirme, y cuando entré aquí hoy… ¡estuve seguro de ello!
Sus manos la asieron con más fuerza.
—¡No me vas a tener más tiempo en la ignorancia! —exclamó—. Dime lo que no sé… porque no permitiré que juegues conmigo.
—No estoy… jugando contigo, mi amado esposo —contestó Demelza—. Es sólo que tengo… miedo.
—¿De mí?
Ella movió la cabeza de un lado a otro.
—Nunca podría tener… miedo de ti… pero tal vez un poco… de tus celos…
El conde frunció el ceño.
—¿Qué podrías hacer tú que me pusiera celoso?
Demelza no contestó y después de una pausa dijo:
—¿Qué me estás tratando de decir?
Demelza lo miró, después desvió de nuevo la mirada y él vio cómo un leve color subía a su rostro.
—Sólo que —dijo en un murmullo— tal vez no… pueda… verte… ganar el Grand Nacional.
Por un momento el conde no comprendió; entonces, mientras retiraba las manos de los hombros de ella, preguntó:
—¿Me estás diciendo, querida mía… es posible… tan pronto?
—Es… pronto —murmuró Demelza—, pero, como tú y yo, yo estoy… segura de que… ¡es verdad!
El conde puso los brazos alrededor de ella y la oprimió contra su pecho.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—Quería estar… segura.
—¿Y también tenías miedo de que me pusiera celoso?
—Después… de lo que… acabas de decirme… ¡tenía mucho… miedo!
—Me pondré celoso si amas a nuestros hijos más de lo que me amas a mí —dijo—. Pero sé una cosa… ellos nunca sufrirán como yo sufrí, por descuido e indiferencia, o por falta de amor.
—Por supuesto que no —reconoció Demelza—. Y, mi maravilloso… incomparable esposo… ambos debemos darles nuestro amor, pero tú siempre serás el primero… eso no será difícil para mí… tú lo sabes… bien.
Había una nota de pasión en su voz que hizo que el fuego volviera a encenderse en los ojos del conde. Pero como si él deseara contener sus deseos por el momento, dijo en tono de broma:
—¿Es posible que un fantasma tenga un bebé?
—No soy un fantasma —protestó Demelza—. Tú me has hecho una mujer, una mujer que te ama tanto… y tan… abrumadoramente, que no puede imaginarse nada más… perfecto que tener una pequeña réplica de… ti.
—Si voy a darte un hijo —exclamó el conde—, debo insistir también en una hija, que se parezca a ti, mi amor, y a quien puedo ya amar como te amo a ti.
—La casa es lo bastante grande para cualquier número de… niños que quieras —contestó Demelza—. El jardín es tan hermoso y el mar está tan cerca… pero quizás…
Se detuvo de pronto y el conde, que estaba tocando la suavidad de su mejilla con los labios, levantó la cabeza para preguntar:
—¿Quizás qué?
—Quizás para cuando ellos tengan ya… edad suficiente para disfrutar de tales… cosas, tú querrás dejar Cornwall para que nos vayamos a una de tus… otras casas.
Ella sonrió.
—Sé con exactitud lo que estás haciendo, preciosa mía. Estás tratando de protegerte de un posible dolor, pensando que no debes contar demasiado con mi constancia.
Comprendió, por el parpadeo de los ojos de Demelza, que había adivinado la verdad. Después de un momento, el conde dijo:
—¿Quieres que te jure que permaneceremos aquí el resto de nuestra vida?
—¡No, por supuesto que no! —exclamó ella—. Tú sabes que desde el momento en que me pediste que fuera tu… esposa, he tratado de… dejarte siempre en libertad. Yo no quiero confinarte como otras… mujeres han deseado hacerlo. Yo quiero que tú hagas siempre… exactamente lo que… quieras hacer.
El conde no contestó y después de un momento ella dijo con timidez:
—Esto es lo que yo creo que es el verdadero amor. Dar, no pedir; no esperar promesas, ni seguridades, excepto… aquellas que… salgan espontáneamente del… corazón.
Lo miró antes de añadir:
—A donde quiera que tú vayas… mientras tú me… lleves contigo… yo estaré feliz y contenta. No quiero que te sientas atado a ningún… lugar que pudiera… fastidiarte o… abrumarte de algún modo. Todo lo que quiero es… tu felicidad.
La expresión del conde se volvió muy tierna.
Aún después de tres meses de estar casado con Demelza, ella podía aún sorprenderlo por la profundidad de sus sentimientos y por una intuición que estaba tan identificada con la suya, que siempre decía lo que él esperaba que dijera.
¿Habría otra mujer en el mundo, se preguntó él, que no tratara de retenerlo, de obligarlo de alguna forma a ser su prisionero?
Él sabía que como Demelza lo dejaba en completa libertad, él era total y completamente su cautivo.
Ella era lo que él había buscado en su imaginación, sin encontrarlo nunca; era, en realidad, madre, esposa y niña, en una sola palabra, pequeña y etérea.
Sólo de vez en cuando, protestaba por la forma en que lo cuidaba y lo mimaba, aunque sabía que era eso lo que siempre había querido recibir de su propia madre.
Como esposa le daba todo lo que una mujer profundamente enamorada podía dar, y aún más.
Pensó que aunque se sentiría un poco celoso de sus hijos porque exigirían parte de su atención, se sentiría orgulloso de ellos, como se sentía orgulloso de sus caballos y de sus otras posesiones.
Pero significarían mucho más y serían más absorbentes porque serían una parte real de ella.
Al amar a Demelza de forma tan intensa, al luchar por poseerla total y absolutamente en cuerpo, mente y alma, no había pensado, hasta ese momento, que de su unión resultaría la procreación de hijos.
Ahora comprendió que eso la haría más completa todavía como mujer; una mujer que él amaría de una manera más profunda y quizás más apasionada de lo que había amado a la chiquilla inocente y elusiva que había sido.
Demelza lo estaba observando con cierta ansiedad en sus ojos.
—¿Te complace? ¿Estás… realmente satisfecho, Valient, de que vayamos a tener… un bebé?
—Estoy muy satisfecho, preciosa mía —contestó el conde—, pero debes cuidarte mucho. No voy a permitir que nadie, ni mi propio hijo, te altere o te obligue a correr riesgos.
—¡No debes… mimarme demasiado!
—Eso es lo que yo te digo a ti, pero nunca me haces caso.
—Todo lo que yo quiero es que… tú… me ames —dijo Demelza—, aun cuando yo no esté tan… bonita como tú me ves… ahora.
—Para mí siempre serás la persona más hermosa que he visto en mi vida —dijo el conde con firmeza.
Pensó al decir esto que no había nada más hermoso que una rosa cuando se abre por completo.
Ella sabía que él estaba esperando que dijera algo más. Pero el conde se levantó, para quitarse la chaqueta. La arrojó al suelo y se sentó junto a Demelza en la chaise-longue; después subió las piernas, calzadas todavía con sus botas de montar, y atrajo a su esposa contra su pecho.
Ella apoyó la cabeza en su hombro y puso su brazo alrededor de él, para palpar con sus dedos largos y suaves los músculos de su espalda, como lo había hecho antes.
—¿Tienes más sorpresas para mí? —preguntó él, con su boca en el cabello de ella.
—Creo que es… suficiente para un día —contestó ella—, excepto que quiero… decirte que… ¡te amo!
—Es extraño —comentó el conde—, porque… ¡eso es exactamente lo que yo te iba a decir!
Sintió cómo los labios de ella lo besaban a través de la suave tela de su camisa y el pequeño estremecimiento que la sacudió.
El fuego que ardía en él se convirtió en una hoguera cuando le preguntó:
—¿Oué estás sintiendo, mi amor?
—Muy… emocionada… y excitada… porque estoy tan cerca de ti.
Él puso una mano bajo la barbilla de ella y levantó su rostro hacia él.
—No hubo un solo momento en todo el día de hoy en que no estuviera pensando en ti —dijo él—, y sin embargo, de alguna forma extraña, sentía como si estuvieras conmigo.
—Yo siento… eso… también —dijo Demelza—, ¡pero yo… te deseaba! Te deseaba… con desesperación… como estás… ahora.
La mano de él recorrió la suave curva de su cadera; entonces se elevó hacia la suavidad de sus senos.
—Dices que soy libre, amada mía —dijo—, pero yo nunca podría serlo, aunque quisiera.
Con el pequeño gesto que él tanto amaba, Demelza levantó la boca hacia él. Por un momento el conde titubeó, como si quisiera decir algo más; pero entonces las palabras resultaron innecesarias.
Los labios de él se encontraron con los de ella y comprendió que bajo la suavidad de éstos había una llama creciente que reflejaba el candente deseo que él mismo sentía.
Su corazón palpitó frenéticamente junto al de Demelza cuando él fue atrayéndola más y más cerca.
Entonces percibió la fragancia de la madreselva y se sintió rodeado por el misterio perturbador y la inexplicable maravilla del amor, que era tan libre como el viento, tan profundo como el mar, tan alto como el mismo cielo.
FIN