Capítulo 4

Al volver de las carreras el miércoles, Demelza pensó que aquél había sido uno de los días más emocionantes de su existencia.

No sólo había visto los más soberbios caballos, sino que la invadió una emoción hasta entonces desconocida para ella, producida por el conocimiento de que había salvado al conde.

Lo vio en el pequeño espacio que rodeaba el Palco Real y, de vez en cuando, en la ventana, junto al Rey.

También pudo verlo en la sección en que se reunían los caballos antes de la salida, después de convencer a Nattie, a pesar de su gran oposición inicial, a que cruzara la pista con ella.

—¿Qué dirá el señorito Gerard? —preguntó Nattie.

—Si él se fija en nosotras, lo cual es bastante improbable, sé que comprenderá que no puedo resistir la tentación de ver los caballos de cerca.

Deseaba, muy particularmente, ver a un caballo llamado Cardenio que correría con el caballo del señor Green, Trance.

Sabía también que los apostadores favorecían a ambos caballos por encima del potro que el duque de York había inscrito en la carrera que él mismo patrocinaba, con un premio de cincuenta libras.

La carrera fue de dos millas y media y el potro de Su Alteza Real fue el que ganó. Era un bayo de tres años, hijo del caballo Election y de la yegua Sorcerer.

Boyce, un aprendiz a quien Abbot pronosticó que sería un renombrado jockey en años venideros, lo había montado magistralmente.

Cuando esa emoción pasó, llegó la famosa carrera Albany Stakes, donde el duque de York fue de nuevo el triunfador, con su ganador del Derby: Moses.

Moses había sido criado por él y era un bayo, pero aunque era un animal soberbio y Demelza había estado esperando con ansiedad verlo, comprendió que de ninguna manera podía compararse con Crusader.

Estaba segura de que el conde estaba ganando en todas las apuestas que hacía y cuando lo vio hablando con Gerard, tuvo la esperanza de que su hermano aprovechara sus conocimientos sobre caballos y carreras, antes de gastar su dinero con los apostadores.

Nattie la llevó a la parte más alejada de la sección de salida, tan retirada como era posible de la gente de sociedad que se apiñaba en la parte más cercana a las tribunas.

Los caballeros que rodeaban al Rey se veían muy elegantes tocados con sus altos sombreros de copa muy de moda en la época.

Pero Demelza decidió que ninguno de ellos podía igualar no sólo la elegancia del conde, sino su aristocrático porte tan natural en él.

De nuevo Nattie insistió en que debían marcharse en cuanto terminó la tercera carrera, y aunque Demelza hubiera querido suplicarle que se quedaran un poco más, comprendía que era prudente no correr ningún riesgo.

No había hablado con Gerard desde que el conde y su grupo llegaran a la casa y no podía menos que preguntarse por qué se había mostrado tan preocupado de que descubrieran su presencia, cuando los invitados del conde se estaban comportando con tanta corrección.

No habían bebido en exceso, a pesar de que Demelza sabía que era tradicional entre los jóvenes aristócratas de St. James abusar de la bebida.

Incluso, no hubo fiestas escandalosas, como las que sabía que tenían lugar siempre en la mayor parte de las casas, durante la semana de las carreras.

La noche anterior el conde había cenado fuera, pero esta noche lo haría en casa y Demelza se preguntó si entre sus invitados incluiría alguna bella dama.

De una cosa estaba segura: la dama que había ordenado al ayudante del despensero que drogara su vino no estaría presente.

Nattie le había dicho que Hayes había salido de la casa precipitadamente la noche anterior.

«¡Lo salvé!», se dijo Demelza a sí misma, con aire de triunfo.

Se preguntó si el conde se sentiría curioso respecto a quién había escrito la nota. Él nunca lo sabría y eso la defraudaba un poco.

Volvieron a la casa y Demelza entró, como de costumbre, por la puerta del jardín, para no ser vista por ninguno de los sirvientes del conde que estuvieran de servicio.

Mientras subía la escalera secreta no pudo resistir la tentación de asomarse a las diferentes habitaciones para ver cómo lucían las flores que había arreglado a primera hora de esa mañana, antes de que nadie se despertara.

Las había cortado de su propio jardín, que, rodeado por los muros de ladrillo rojo, estilo isabelino, quedaba fuera de la vista de todas las ventanas de la casa.

Fue ahí donde su madre plantó un jardín de hierbas aromáticas. Y Demelza continuaba cultivándolas a pesar del intenso trabajo que requerían, además de las flores de su preferencia.

Éstas incluían las rosas que siempre ponía en el cuarto de su difunto padre.

Trepando sobre una pequeña glorieta construida al fondo del jardín, había una enorme enredadera de madreselva, que se mezclaba con otra de rosas blancas, de suave aroma, que eran las favoritas de su madre.

Como Demelza pensó que el conde las apreciaría, los ramos en el salón eran más grandes que de costumbre y casi no había una sola mesita lateral que no tuviera un jarrón o una fuente con rosas.

También había cambiado las rosas de su dormitorio y le parecía que hacían un contraste perfecto con la madera oscura que recubría los muros.

Y aunque se dijo a sí misma que como el conde debía tener innumerables tesoros, sería muy difícil que se dejara impresionar por algo tan sencillo como las flores.

Sin embargo, se preocupó por hacer lo más atractivo posible el ramo que colocaba en el escritorio de la biblioteca, donde ella se había dado cuenta que escribía sus cartas y a veces se sentaba solo al levantarse por la mañana.

Pero como encontraba de muy mal gusto espiarlo, se impuso observarle sólo cuando estuviera en el comedor y, desde luego, en la pista de carreras.

Allí no se sentía indiscreta y siempre le resultaba difícil quitarle los ojos de encima para dirigirlos a los caballos.

Seguía preguntándose por qué Gerard había dicho que el conde era tan perverso en lo que a las mujeres se refería. Tal vez era que, por ser tan apuesto, las incitaba a actuar de la manera en que lo había hecho la dama que tratara de drogarlo.

Le hubiera gustado saber si él la había amado mucho y se encontró preguntándose a sí misma qué sucedía cuando un hombre como el conde hacía el amor a una mujer tan hermosa como aquélla.

Debían besarse, sin duda alguna y Demelza no pudo menos que pensar que debía ser una experiencia maravillosa. Sin embargo, tal vez a ella nadie la besaría nunca.

Nattie estaba siempre insistiendo en que debía conocer a «la gente apropiada» y Demelza se daba perfecta cuenta de que se refería a que ella debía conocer solteros decentes entre los cuales podría seleccionar un marido.

«Tal vez no me casaré nunca», se dijo a sí misma, y pensó lo terrible que debía ser para el conde tener una esposa que estaba loca.

Le produjo casi un dolor físico en el corazón pensar lo que debía haber sufrido, y oró porque una tragedia así nunca ensombreciera la vida de Gerard.

Mientras subía hacia «el cuarto de los sacerdotes», Demelza decidió que se echaría un rato para leer uno de los libros que había subido a su escondite.

La habitación estaba tan bien construida que tenía mucha luz, aunque las ventanas sesgadas estaban muy cerca del techo bajo y quedaban ocultas bajo el alero de la casa.

Demelza había limpiado muy bien las ventanas y la luz que penetraba en la habitación era difusa y daba al lugar un aire de frescura, después del intenso calor que había tenido que soportar en la pista.

Tomó el libro, pero encontró que le era difícil concentrarse en otra cosa que no fueran las carreras y… el conde.

Él era todo lo que ella había soñado que debía ser, pensó. Era un deportista, amaba los caballos y era un magnífico jinete.

Le parecía que personificaba todos sus sueños infantiles sobre San Jorge, Sir Galahad y los héroes de las novelas de Sir Walter Scott, que su padre le compraba cada vez que una era publicada.

—¡Nunca pensé —murmuró en voz baja— que vería al héroe de todas ellas en la vida real!

Demelza debió quedarse dormida y cuando despertó al oír a Nattie que subía con esfuerzo la escalera, con su cena, había ya muy poca luz en el cuarto. Demelza se sentó en la cama.

—Me quedé dormida, Nattie —dijo—. ¿Qué hora es?

—Casi las diez de la noche —contestó Nattie— y la servidumbre ha empezado ya a cenar.

Demelza estuvo a punto de expresar con un grito su desilusión.

Había pensado en ver al conde esa noche en el comedor. Ahora ya era demasiado tarde y para cuando hubiera terminado de cenar, estaba segura de que habrían pasado ya al salón.

—Hubo fiesta esta noche —dijo Nattie, casi como si supiera lo que Demelza había estado pensando.

—¿Hubo señoras presentes?

—No, sólo caballeros. Supongo que la conversación fue solo sobre carreras de caballos. ¡En esta casa nadie piensa en otra cosa!

—Y nadie hablará de otra cosa mañana —dijo Demelza con una sonrisa—, cuando Crusader gane la Copa de Oro.

—¡Si la gana! —dijo Nattie con voz aguda.

—¡La ganará! —exclamó Demelza—. ¿Cómo podría el caballo más grande que existe dejar de ganar la carrera más importante?

La Copa de Oro había sido introducida en las carreras de Ascot en 1807.

La primera vez que se corrió cubría poco más de dos millas, pero fue aumentada media milla más al año siguiente.

A Demelza le habían contado que la Reina y las princesas habían visto la carrera desde un pabellón especial construido en un lado de la pista. Se había erigido otro palco, frente a los jueces, para el príncipe de Gales.

—¿Tú recuerdas, Nattie, la primera carrera por la Copa de Oro? —preguntó Demelza.

—¡Por supuesto que la recuerdo! —contestó Nattie—. La reina y las princesas llevaban capas españolas, combinadas con lo que yo llamaría sombreros andaluces.

Demelza se echó a reír.

Siempre bromeaba con Nattie sobre su interés por la familia real.

—¿Y quién ganó la carrera? —preguntó Demelza—. ¡Eso es mucho más importante!

Hubo un momento de silencio; entonces Nattie dijo:

—¿Puede usted creerlo, señorita Demelza? ¡Se me ha borrado de la memoria!

Demelza volvió a reír.

—¡Estabas mirando a la Reina, en lugar de fijarte en Master Jackey!

—Tal vez Su Majestad me pareció más interesante —replicó Nattie, casi con aire de desafío.

—¡Bueno, olvídate del Rey mañana y concéntrate en Crusader! —dijo Demelza—. No creo que el dinero del premio, o sea las cien guineas, sean de importancia para el conde. Será el honor y la gloria lo que cuenten.

Estaba pensando en cómo cada año propietarios y jockeys luchaban por ganar lo que originalmente se había llamado «el Lugar del Emperador», porque además del dinero del premio había una placa que regalaba el Zar de Rusia, Nicolás I.

El padre de Demelza siempre se había interesado en la Copa de Oro más que en cualquier otra carrera y le había contagiado su entusiasmo.

La mente de Nattie, sin embargo, continuaba concentrada en los personajes reales que había visto en el pasado y le estaba relatando como el Rey Jorge III y su cortejo solían llegar a caballo, cuando pareció darse cuenta de la hora que era ya. Retiró la bandeja de Demelza, al mismo tiempo que se ponía de pie diciendo:

—Ahora, a la cama, señorita Demelza. ¡Si no está cansada, debiera estarlo!

—Estaba muy cansada cuando llegué a casa —admitió Demelza—, pero, ahora, como te he dicho, me siento muy bien. He estado durmiendo.

—Entonces, no desgaste sus ojos tratando de leer hasta la madrugada —le amonestó Nattie.

Ella estaba convencida de que la luz de las velas era demasiado tenue para leer y Demelza lo había oído decir una y otra vez, durante todos los años de su crecimiento.

—Buenas noches, querida Nattie —dijo— y no te preocupes por mí. Recuerda que quiero usar mañana mi mejor vestido.

Ése era otro vestido de muselina blanca, pero era nuevo y, a diferencia de los otros, estaba adornado con lindas cintas que tanto a ella como a Nattie les habían parecido carísimas cuando las compraron.

Ya sola, Demelza se desvistió, se puso su camisón y sobre él la bata blanca que tenía un pequeño cuello adornado con encaje.

Cepilló su cabello como su madre le había enseñado a hacerlo, hasta que brillaba; entonces sintiéndose desvelada, tomó el libro y se obligó a sí misma a concentrarse en su lectura.

Antes de hacerlo encendió dos velas, lo cual Nattie habría considerado, ojos o no, un despilfarro.

Entonces debido a que el libro había empezado a interesarle, se olvidó de todo lo demás hasta que, con sorpresa, escuchó que el reloj de las caballerizas daba las campanadas de la medianoche.

«Es hora ya de que me duerma», se dijo a sí misma, y cerró el libro para colocarlo con todo cuidado en su mesa de noche.

Todo en «el cuarto de los sacerdotes» tenía que ponerse en su sitio, debido a que era un lugar muy pequeño.

Al estirar los brazos por encima de su cabeza, sintiéndose un poco entumecida por el tiempo que había pasado sentada, Demelza sintió el deseo repentino de respirar aire fresco.

Una desventaja del cuarto era que no estaba muy bien ventilado y Demelza se sintió ahogada y constreñida.

«Bajaré y permaneceré unos minutos de pie en la puerta del jardín», pensó. Respiraré profundamente y después volveré a subir. Ni siquiera Nattie encontraría objeción a eso.

Deslizó sus pies dentro de las suaves zapatillas de satén sin tacones, y comenzó a bajar la escalera en silencio.

Se detuvo en el piso de arriba, llegó al primero y cuando se disponía a seguir bajando escuchó voces en el dormitorio rojo.

Alguien estaba hablando con claridad, pero en un tono deliberadamente bajo y había algo siniestro en él, como si las palabras fueran siseadas.

Sin darse cuenta, en realidad, de que estaba invadiendo la intimidad del ocupante, Demelza se detuvo y, levantándose sobre la punta de los pies, miró por el pequeño agujero que se encontraba en los paneles de madera, estilo jacobino, con que estaban recubiertos los muros de la habitación.

Al hacerlo recordó que era Sir Francis Wigdon, el hombre que le era antipático, el que ocupaba esa habitación.

Lo vio sentado a un lado de la cama. Tenía puestas todavía sus ropas de gala, aunque se había aflojado la corbata.

—¿Trajo exactamente lo que le dije? —Le oyó Demelza preguntar en voz baja, lo que hacía que sus palabras parecieran deliberadamente secretas.

Se movió un poco para poder ver con quien estaba hablando y vio, para su sorpresa, que había otros dos hombres en la habitación.

Uno de ellos parecía su valet. Llevaba puesto un chaleco a rayas en los que a ella le parecieron los colores de Sir Francis. El otro era un tipo de aspecto torvo y rudo, con un pañuelo rojo atado al cuello.

Sostenía una gorra en las manos, que torcía con gesto nervioso, mientras en un tono muy peculiar de los barrios bajos decía:

—Lo traigo aquí, señor.

—¿Estás seguro de que es lo bastante fuerte como para ser efectivo? —preguntó Sir Francis, dirigiéndose ahora al hombre que parecía ser su valet.

—Puedo jurarle, señor, que una vez que Crusader lo haya tomado, no correrá mañana.

—¡Magnífico! —exclamó Sir Francis.

Demelza contuvo el aliento, como si no pudiera dar crédito a lo que acababa de oír.

—¡Entonces, en marcha, póngase a trabajar! —ordenó Sir Francis—. Pero asegúrense muy bien, antes de entrar a las caballerizas, que todos están dormidos.

—Tendremos mucho cuidado, señor —contestó el valet.

Demelza no esperó a escuchar más. Sabía ahora lo que los hombres intentaban hacer.

Siempre había habido rumores sobre los caballos que eran drogados antes de las carreras y de propietarios que tenían guardias para vigilar sus caballerizas. Pero estaba segura de que nunca había cruzado por la mente del conde, ni por la de Abbot, que los caballos no estaban seguros en la casa de los Langford.

Su primer pensamiento fue que debía despertar a Gerard, pero era imposible llegar de forma directa a su cuarto y temía que si salía al corredor podría encontrarse con los hombres con quienes Sir Francis había estado hablando, o con el propio Sir Francis.

Casi inconscientemente, sus pies la llevaron hacia el pasadizo lateral que conducía al dormitorio principal.

Sólo cuando descendió los escalones que conducían al panel secreto junto a la chimenea, se preguntó si estaba haciendo lo correcto y recordó lo furioso que Gerard se pondría con ella.

Entonces se dijo a sí misma que nada importaba, excepto salvar a Crusader. ¿Cómo podía permanecer con los brazos cruzados, mientras el caballo era drogado e inutilizado para correr al día siguiente?

No era sólo que el conde se sintiera humillado de tener que retirar su caballo, y que él y Gerard perdieran el dinero que habían apostado. Era también una humillación y una ignominia que cosas así pudieran pasar en su casa.

Extendió la mano sin esperar siquiera a mirar a través del agujero de espionaje.

La puerta secreta se abrió y ella entró en la habitación que fuera de su padre.

Las cortinas habían sido descorridas y a la luz de las estrellas y de una pálida luna que cabalgaba por el cielo, pudo ver con claridad suficiente para comprender que el conde estaba en su cama, dormido.

Demelza aspiró con fuerza y entonces habló…

El conde había disfrutado de la cena a la que se habían unido seis de sus mejores amigos.

La comida fue excelente, el vino soberbio y aunque la conversación había versado sobre carreras, todos los presentes contaron anécdotas divertidas, de un tipo u otro.

Intercambiaron chistes con un ingenio que hizo al conde lamentar que el Rey no estuviera presente.

Si había algo que el Rey Jorge IV disfrutara de verdad era una conversación ingeniosa, a la que podía contribuir con una inteligencia que pocas personas, exceptuando sus amigos más íntimos, le reconocían.

—¡Fue una velada estupenda, Valient! —dijo uno de los invitados del conde al marcharse—. No recuerdo haberme reído tanto, en mucho tiempo.

Cuando el conde subió a la cama pensó que había sido inteligente de su parte insistir en que todos se retiraran temprano.

Como el Rey detestaba las fiestas que se prolongaban demasiado y le disgustaba que los hombres bebieran hasta el punto de volverse incoherentes.

Dado que él bebía con mucha moderación, encontraba muy aburridos a los borrachos.

Mientras se metía en la cama se hizo eco de los sentimientos de Lord Chirn, quien había dicho cuando subían juntos hacia sus respectivas habitaciones:

—Es la mejor temporada que he pasado en Ascot, Valient. No sólo he ganado dinero sino que nunca había estado tan cómodo como aquí. En la paz y quietud de esta casa, duermo como un niño.

Era lo que le sucedía también al conde.

No había camareras ruidosas, ni lacayos silbadores que le despertaran por la mañana. El aire limpio que penetraba por las ventanas tenía el aroma de los pinos y las flores.

Se quedó dormido casi tan pronto como puso la cabeza en la almohada. Entonces despertó, repentina y totalmente, como había aprendido a hacerlo durante su entrenamiento como soldado.

Fue casi como si presintiera el peligro antes de escuchar una voz muy suave que decía:

—¡Vaya a ver a Crusader! ¡Vaya a ver a Crusader!

Se volvió hacia el lugar de donde venía el sonido y vio, con incredulidad, ¡el fantasma de la Dama Blanca!

Era la misma visión que había visto en la galería, al llegar a la casa. Y ahí estaba de nuevo de pie junto a la chimenea. Podía verla perfectamente a la clara luz que se filtraba por la ventana.

—¡Vaya con Crusader! ¡Vaya ahora! ¡Es urgente!

El conde terminó de incorporarse y al hacerlo vio que la Dama Blanca había desaparecido.

«Debo estar soñando», se dijo el conde a sí mismo.

Pero estaba despierto y debido a la urgencia que había en la suave voz que le había hablado, comprendió que tenía que hacer lo que le habían dicho, aunque sólo fuera para asegurarse de que todo el incidente no era efecto de su imaginación.

Saltó de la cama, se puso una camisa y unos pantalones a toda prisa, se colocó la primera chaqueta que encontró en el guardarropa y metiendo los pies en unas zapatillas de suela suave, abrió la puerta y comenzó a caminar por el corredor.

La casa estaba sumida en la oscuridad, exceptuando la vela de un candelabro que se había dejado encendida en el vestíbulo.

El conde lo tomó y con la luz que se desprendía de la vela se deslizó por un pasillo que sabía muy bien que conducía a las caballerizas.

Sólo cuando llegó a una puerta lateral, que había frente a la sección de la cocina, puso la vela sobre una mesa, corrió los cerrojos y salió.

Al sentir la frescura de la noche en la cara, se dijo a sí mismo que estaba siendo un tonto al prestar atención a lo que sin duda alguna debió haber sido un sueño y nada más.

No obstante, si como esperaba, encontraba a Crusader sano y salvo, volvería a su cama y nadie se enteraría nunca de que había tenido alucinaciones, o como pudiera llamarse aquello.

«Supongo que el vino era más fuerte de lo que yo pensaba y, como tenía sed, bebí demasiado», decidió el conde.

Al mismo tiempo, la Dama Blanca le había parecido muy real. Si era un fantasma… ¿hablaban los fantasmas?

Pensó que lamentablemente era muy ignorante sobre el tema. Entonces, al dar la vuelta a los laureles, demasiado frondosos y crecidos, vio las caballerizas por primera vez. Y vio además algo que se movía frente a él.

Instintivamente se quedó inmóvil.

Una vez más pensó que estaba imaginando cosas, hasta que el movimiento se repitió.

Ahora comprendió que era una mano, y una mano debía pertenecer a una persona.

Esperó.

Unos segundos más tarde vio a dos hombres que se movían de manera lenta y furtiva lo que evidenciaba claramente que no era nada bueno lo que iban a hacer. Era indiscutible que se dirigían hacia la entrada de las caballerizas.

Se mantenían pegados a la pared del edificio, protegidos por la sombra de éste, y el conde comprendió que la advertencia de la Dama Blanca había llegado justo a tiempo.

Recordó ahora que su palafrenero había mencionado que la cerradura de la caballeriza principal estaba rota.

El conde casi no había puesto atención en aquellos momentos, porque no le pareció que tuviera importancia.

Los palafreneros sin duda alguna dormirían sobre las caballerizas, como siempre. Además, como sus planes habían sido cambiados en el último momento, era improbable que alguno de los villanos que se movían en el ambiente de las carreras de caballos supiera dónde se hospedaba.

El hombre que iba delante abrió la puerta. Cuando los dos desaparecieron en el interior, el conde se apresuró.

Sus zapatillas no producían ruido alguno en las baldosas del patio. Cuando entró en la caballeriza como un torbellino, los dos tipos se encontraban frente al cubículo de Crusader, moviendo la puerta de hierro.

Sin pensarlo dos veces dio un golpe en la barbilla al primer hombre que se volvió, arrojándolo al suelo.

El otro individuo, más corpulento y agresivo, se lanzó sobre él, pero el conde había aprendido el arte del boxeo de los más grandes pugilistas profesionales de su generación: «El Caballero Jackson» y su socio, Mendoza.

No fue una pelea desleal, porque su oponente estaba fuera de combate, inconsciente, en cosa de segundos.

Fue entonces cuando el conde gritó y los palafreneros llegaron corriendo, con Baxter, su caballerizo mayor, y el viejo Abbot.

Registraron a los hombres que se hallaban inconscientes y encontraron la droga con la que intentaban inutilizar a Crusader. Cuando Baxter la colocó en la palma de la mano y la extendió hacia el conde dijo:

—Le pido disculpas, milord. Debí haber dejado a alguien de guardia con los caballos. Pero yo pensé que aquí no había ningún peligro.

—Hemos aprendido una lección que no olvidaremos en el futuro, Baxter —dijo el conde—. A mí me gustaría saber quién pagó a estos tipos.

Al decir eso, Abbot, que sostenía una linterna por encima del más pequeño de los dos hombres lanzó una exclamación.

—¿Qué pasa? —preguntó el conde.

—He visto a este hombre antes, milord. Vino a las caballerizas varias veces y dijo que estaba viviendo en la casa.

—¿Viviendo en la casa? —preguntó el conde con voz aguda.

—Sí, milord. Me dijo que los caballos le interesaban mucho, sobre todo Crusader.

—¿Quién es él? —preguntó el conde.

—Dijo que era el valet de uno de los invitados, milord. Y, mire, lleva puesto el chaleco de una de las libreas.

El conde bajó la mirada. A la luz de la linterna pudo ver los botones del chaleco a rayas y reconoció la corona que había en ellos.

—Amarren bien a estos rufianes —ordenó a Baxter—. Enciérrelos bajo llave y yo me encargaré de que sean entregados a la policía de la pista de carreras mañana por la mañana.

—Muy bien, milord. Y, gracias, milord. Sólo puedo decirle que me siento muy humillado de que esto haya ocurrido.

—Por fortuna fui advertido a tiempo —comentó el conde.

—¿Advertido, milord?

Ésa era una pregunta que, pensó el conde mientras caminaba de regreso a casa, no podía contestar.

Subió y, sin llamar a la puerta, abrió la que conducía al dormitorio rojo. Sir Francis estaba a medio vestir y no se había acostado todavía.

La expresión que había en su rostro al ver entrar al conde era tanto de temor como de culpabilidad.

—Le doy exactamente diez minutos para salir de esta casa —dijo el conde con voz cortante.

—¿Qué significa…? —empezó Sir Francis, sólo para ser interrumpido por el conde.

—Si es usted inteligente, hará bien en salir del país. Sus cómplices sin duda alguna lo delatarán a la policía y ésta no tardará mucho en emitir una orden de arresto.

Sir Francis guardó silencio.

Por un momento el conde estuvo tentado de darle un golpe; pero entonces decidió que eso no sería digno de él.

—¡Diez minutos! —repitió y salió de la habitación cerrando la puerta tras él.

Al llegar a su propio dormitorio, la fuerza de todo lo que había sucedido le hizo mirar con incredulidad al lugar donde había visto a la Dama Blanca hablarle.

Caminó hacia él y al hacerlo se dio cuenta de nuevo de la presencia de ese perfume dulce y tenue. Comprendió entonces quien era la autora de la nota que le había advertido que no bebiera el vino.

—Primero yo, después mi caballo —dijo el conde en voz alta, torciendo los labios.

Los fantasmas no escribían cartas aun si, de manera increíble, eran capaces de hablar.

Se quedó de pie, mirando hacia donde había visto a la Dama Blanca. Entonces extendió la mano y empezó a palpar la madera del muro…

De las profundidades de su memoria había surgido el recuerdo de una ocasión en que, siendo niño, se hospedó con sus padres en una casa de Worcestershire.

Era una casa muy vieja, rodeada de un foso, que le había encantado.

Sus padres le prestaban muy poca atención y como no había otro niño en la casa, se había convertido en la sombra del administrador que era un hombre muy bondadoso y quien le mostró cuadros de batallas y otros acontecimientos dramáticos de la historia, que abundaban en la casa, relatándole en una ocasión la historia de la batalla de Worcester y le explicó cómo el Rey fugitivo se había ocultado en un roble para escapar de quienes lo perseguían.

—Algunos de sus seguidores se ocultaron aquí, en esta casa —continuó el administrador.

Entonces le había enseñado el pasadizo secreto donde los realistas permanecieron ocultos, escapando así de los soldados de Cromwell.

Para llegar al pasadizo, recordó el conde, había un panel que se abría en la pared, lo bastante ancho para permitir a un hombre pasar por él.

Le pareció que el administrador había presionado un cierto lugar, en el tallado de la madera, y recordaba que sus dedos habían estado palpando un momento el muro, buscándolo. Y recordó su emoción cuando el panel se deslizó.

Ahora sus propios dedos estaban palpando entre las hojas, las ramas, las mazorcas de maíz, exquisitamente talladas, y después entre las flores.

Estaba empezando a pensar que su búsqueda era inútil, ¡cuando encontró lo que buscaba!

Al presionar una parte del tallado, una puerta se abrió en el panel que cubría el muro y vio, sorprendido, que del otro lado había un par de botas de montar.

El conde volvió a su dormitorio y encendió la vela cercana a la cama, colocada en un candelabro.

Entonces, sosteniéndolo en alto para alumbrarse, cruzó el muro, sintiendo que iniciaba el viaje a lo desconocido más emocionante que había hecho en su vida.

Con mucha suavidad, moviéndose con lentitud para no hacer ruido, el conde subió la angosta escalera circular.

De vez en cuando se detenía para mirar cómo de ella se desprendían otros pasadizos secretos. Pero continuó subiendo todo el tiempo hasta que vio luz frente a él y se dio cuenta de que casi había llegado a lo más alto de la casa.

Un segundo o dos más tarde encontró lo que buscaba.

«El cuarto de los sacerdotes» era muy pequeño y vio que contenía un sofá colocado contra un muro y que en el otro lado había una imagen de la Virgen María, rodeada de flores.

Por debajo de la imagen, surgiendo del muro mismo había algo que era poco más que una repisa, pero que obviamente había sido usada por los sacerdotes perseguidos a modo de altar, para decir Misa.

En el angosto altar había ahora dos velas encendidas y entre ellas un jarrón de rosas blancas.

Arrodillada con las palmas unidas en la actitud eterna de una mujer en oración, estaba la Dama Blanca.

Su cabello, que caía sobre sus hombros, era tan pálido que a la luz de las velas parecía casi plateado.

El conde pudo ver que era pequeña y esbelta, casi como una niña, pero la bata blanca que llevaba abotonada al frente revelaba la suave curva de sus senos.

Estaba de perfil y su naricita era recta y aristocrática, sus pestañas oscuras contra sus pálidas mejillas.

Hacía mucho tiempo que el conde no veía a una mujer arrodillada en actitud de oración y ciertamente no era lo que esperaba encontrar, cuando subió la escalera.

Entonces instintivamente, la mujer que él observaba volvió la cabeza.

El conde se encontró con la mirada de unos ojos que parecían casi llenar todo el pequeño rostro.

Por un momento se quedó muy quieta. Entonces, con suavidad, en la misma voz con que había hablado con él en su dormitorio, preguntó:

—¿Crusader?

—¡Está a salvo! —contestó el conde—. Fui a verlo como usted me dijo.

Ella lanzó un suspiro de alivio que parecía venir de las profundidades mismas de su ser.

—¿Estaba usted orando por él? —preguntó el conde.

—Sí. Tenía miedo… mucho miedo… de que hubiera llegado usted demasiado… tarde.

—Sus oraciones fueron escuchadas.

Entonces, como ella se pusiera de pie con lentitud, el conde preguntó:

—¿Quién es usted? ¡Pensé que era un fantasma!

Ella sonrió y eso pareció transformar la expresión de su rostro de la espiritualidad perfecta a algo muy humano; pero, a su modo, igualmente encantador.

—La Dama Blanca —dijo ella—. Eso era lo que yo esperaba que usted creyera cuando… me vio en la… galería larga.

—¿Por qué? ¿Por qué tiene que ocultarse? —preguntó el conde.

Tuvo la extraña sensación de que había entrado a otro mundo. A pesar de la sonrisa de la muchacha y de que estaban hablando, él sentía que ella no era real, sino tan etérea como el fantasma que pretendía ser.

—¿Qué ha sucedido con Crusader? —contestó ella, como si sus pensamientos— siguieran puestos en el caballo.

—Había dos hombres, tratando de drogarlo —contestó el conde—. Los golpeé. Todavía están inconscientes.

—Yo esperaba… que hiciera… eso.

No había la menor duda de la admiración que había en sus extraños ojos, que le parecían al conde de un tono casi púrpura, aunque se sentía seguro de que debía estar equivocado.

Ella bajó la mirada hacia la mano de él y lanzó una exclamación.

—¡Está usted sangrando!

Por primera vez se dio cuenta el conde que se había roto la piel de los nudillos con la fuerza con que había golpeado primero al valet y después al otro hombre, mucho más fornido, que no había caído al primer golpe.

—No es nada —dijo él.

—¡Pero está sangrando! —insistió Demelza—. Una herida así puede infectarse y volverse muy dolorosa.

Abrió una alacena que había en la pared y sacó una pequeña jofaina de porcelana y una jarra del mismo material y diseño.

Las puso sobre una silla. Luego sacó una toalla de lino blanco y una pequeña cajita.

El conde permaneció de pie, observándola. Parecía muy alto y muy ancho de espaldas dentro de los confines de aquella pequeña habitación.

—Creo, milord —dijo ella por fin—, que será mejor que se siente en la cama para que pueda curarle la mano como es debido.

El conde se sentía demasiado intrigado para hacer otra cosa que no fuera obedecer.

Puso su vela encendida con las que estaban en el altar y se sentó. Demelza se arrodilló junto a él, y después de poner un poco de agua en la jofaina, abrió la cajita y añadió lo que el conde comprendió que eran hierbas.

—¿Cómo se llama? —preguntó él, mientras ella revolvía el agua con los dedos.

—Demelza.

—Ése es un nombre de Cornwall.

—Sí, mi madre venía de esa parte del país.

—Como yo.

—¡Por supuesto! —exclamó ella—. Me había olvidado que Trevarnon es un nombre de Cornwall… pero, debí… haberlo adivinado.

—¿Es usted hermana de Gerard Langston?

Ella asintió, mientras tomaba la mano de él entre las suyas y la introducía en el agua fría, lavándola con cuidado.

Él se preguntó si otra mujer lo habría tocado de manera tan impersonal como ella; Demelza parecía inconsciente totalmente a él como hombre, en tanto él se sentía intensamente consciente de ella como mujer.

—¿Cultiva hierbas en el pequeño jardín que está rodeado por muros de ladrillo rojo? —preguntó el conde.

—Sí, era el jardín de hierbas de mamá.

Él lanzó una exclamación repentina.

—¡Madreselva!

Ella levantó la mirada sorprendida hacia el conde y éste dijo:

—El aroma que usted usa… y que me ha tenido tan desconcertado… lo huelo ahora en su cabello.

—Viene de la madreselva que crece en la glorieta del jardín de las hierbas. Mamá me enseñó a destilar el aceite de las flores, en la primavera.

—No recordaba a qué pertenecía ese aroma —explicó el conde—. Pero lo percibí en toda la casa, sobre todo en la nota que me dejó.

—No… supe cómo podía… advertirle, de otra manera.

—¿Cómo sabía que el vino me drogaría?

Vio que el rubor subía a las mejillas de Demelza y antes de que ella pudiera contestar exclamó:

—¡Pero… claro está! ¡Usted puede ver hacia el interior de las habitaciones!

—Sólo miraba… de vez en cuando —dijo Demelza—. Me sorprendió… oír a una dama hablando en el… salón cuando volvía de las… carreras, y esta noche… bajaba yo porque hacía mucho calor aquí y quería tomar un poco de… aire fresco.

—¿Y oyó hablar a Sir Francis? —preguntó el conde.

—Le oí hablar… con una… voz extraña que sonaba misteriosa, y… siniestra. No he… escuchado ni mirado en otras ocasiones, excepto la primera noche, cuando estaban… ustedes en el…, comedor.

—¿Me oyó preguntar a su hermano sobre la Dama Blanca?

—Sí… yo estaba en la… galería de los trovadores.

—Tal vez yo estaba percibiendo su presencia sin darme cuenta. Pero ya me había intrigado que alguien pudiera desaparecer de forma tan repentina, en la galería, a menos que fuera un fantasma.

—Como si esas palabras recordaran a Demelza lo enfadado que Gerard se habría puesto de que ella hubiera conocido al conde, se levantó para dirigirse de nuevo hacia la alcoba de la pared. Volvió con un pedazo de tela limpia, que cortó en tiras.

—Voy a ponerle esta tela alrededor de la mano para protegerle la herida —dijo ella— y entonces, por favor… olvídese de que me… ha visto.

—¿Por qué? —preguntó el conde.

—Porque Gerard me hizo prometer que no… entrara en la casa… mientras… usted estuviera aquí. Si no lo hacía así, dijo que tendría que mandarme lejos de aquí… pero no tenía ningún lugar a dónde ir.

—¿Sabe usted por qué su hermano se mostró tan insistente sobre esto… de que no debíamos conocernos? —preguntó el conde.

Comprendió la respuesta por la forma en que Demelza bajó los ojos y el rubor volvió a subir a la suave blancura de su rostro.

—Su hermano tenía mucha razón —dijo él—. Tendremos que mantener en secreto nuestro encuentro, aunque me va a ser difícil explicar cómo logré salvar a Crusader.

—Puede decir que por intuición sintió que algo andaba mal —se apresuró a decir ella—, a mí no me gusta la idea de que… usted mienta, pero Gerard se enfadaría mucho… conmigo.

—¡Ya veo que me ha hecho aparecer como un monstruo! —exclamó el conde, iracundo.

—Gerard le admira… mucho, como… todos —dijo Demelza—. Es sólo que…

—Sí, ya sé que tengo muy mala fama en lo que a mujeres se refiere —concluyó el conde.

No había necesidad de que ella confirmara lo que ambos sabían que era cierto.

—Y como le estoy agradecido —dijo él—, por salvarme y salvar a Crusader, mantendré en secreto el hecho de que usted y yo nos hemos conocido.

—Eso es… muy bondadoso por su parte. No me gustaría… que Gerard se preocupara… como sucedería si lo supiera.

—Lo mantendremos en feliz ignorancia de todo lo que ha ocurrido —le prometió el conde.

Se levantó de la cama y, extendiendo la mano que no tenía vendada, tomó la mano de Demelza.

—¡Gracias! —dijo—. Muchas gracias, mi pequeña Dama Blanca, por todo lo que ha hecho por mí. Si Crusader gana mañana, la victoria será de usted.

Le besó la mano.

Tomando la vela, dio una última mirada a aquellos ojos de extraño color violáceo, que Demelza tenía vueltos hacia él. Entonces, con lentitud, empezó a descender por la angosta escalera.