Capítulo 5

Sentado ante la reluciente mesa con decoraciones de oro, en el castillo de Windsor, el conde encontró que le era muy difícil concentrarse en lo que estaba diciendo.

Había recibido las felicitaciones de todos los presentes y él sentía, de hecho, que eran muy bien recibidas.

Crusader había ganado la Copa de Oro venciendo a Sir Huldibrand en uno de los triunfos más apretados y después de una de las mejores carreras celebradas en Ascot.

Sir Huldibrand había hecho la primera etapa a gran velocidad, pasando después Crusader al primer puesto sin perder la ventaja mientras descendía como un relámpago la colina.

Al dar la última vuelta a la pista Crusader y Sir Huldibrand iban uno pegado al otro y, como el conde había oído decir a alguien junto a él:

—Es un cara o cruz quién de los dos entrará primero.

Era una lucha titánica entre aquellos dos magníficos caballos, que terminó con el triunfo de Crusader por una cabeza.

—¡Nunca he visto una carrera mejor que ésta, Valient! —dijo el Rey al conde, cuando terminó—. Pero podíamos haber adivinado que, con esa persistente buena suerte que tienes, te llevarías el mejor trofeo de la competencia.

Dio un ligero suspiro porque, aunque ya lo esperaba, su caballo se había quedado atrás.

Pero como sentía un sincero afecto por el conde, había brindado a su salud no una vez, sino varias, durante la cena en la que el ganador de la Copa de Oro era siempre el invitado de honor.

El conde se dio cuenta de que Lady Sydel le estaba mirando a través de la mesa con una expresión que tenía algo de asesina.

Entonces decidió que no permitiría que ella hablara a solas con él, por más esfuerzos que hiciera.

Durante toda la carrera había estado recorriendo la multitud con sus gemelos, buscando un rostro con enormes ojos color violeta, con un vestido que él estaba seguro sería blanco.

Pero era imposible distinguir a alguien entre aquella enorme multitud. A todo lo largo de la pista, había apostadas largas filas de carruajes, y frente a ellos estaban los espectadores que usaban la pista como paseo entre carrera y carrera.

En algunos lugares los carruajes estaban colocados de diez en fondo y era casi imposible para los que se encontraban en la parte posterior, ver el desarrollo de las carreras.

Gracias al buen tiempo y tal vez por el hecho de que todos esperaban un final reñido entre los dos favoritos, a los que se habían apostado enormes cantidades de dinero, fue más difícil que de costumbre despejar la pista, celebrándose la carrera con bastante retraso.

Después de que se hubo cambiado de ropa en la casa, el conde tuvo que hacer el recorrido hasta el castillo a una velocidad que hizo a Tem, que le acompañaba en esta ocasión, contener el aliento de miedo.

Sin embargo, llegaron sin contratiempos, aunque supieron más tarde que hubo varios accidentes en el camino hacia Londres, en los cuales al menos dos personas habían perdido la vida y numerosos caballos habían resultado seriamente lastimados.

El Rey, a pesar de su gota, estaba de muy buen humor y el conde pensó que Lady Conyngham, a pesar de las críticas que sobre ella se hacían, era una mujer atractiva, que hacía muy feliz a Su Majestad.

El conde descubrió que tanto los miembros del grupo real, como los invitados, eran todos amigos suyos.

Siempre había sentido especial afecto por el duque de York, que también había tenido una excelente temporada en Ascot y estaba siendo felicitado por ello.

El duque de York no era un hombre muy inteligente, pero sabía tratar a los demás, evitando así la impopularidad de sus hermanos.

En realidad, el duque de York era querido y respetado por todos. El conde había dicho a sus amigos en varias ocasiones:

—Su Alteza Real es el único de los príncipes que tiene los sentimientos y la conducta de un caballero inglés.

Durante la cena el conde tuvo a la atractiva princesa Esterhaz y como compañera de mesa a su izquierda. La princesa había estado coqueteando con él, como lo había hecho frecuentemente en ocasiones anteriores.

Pero esta noche él estaba pensando en su extraña aventura de la noche anterior, y la imagen de Demelza arrodillada ante el altar en «el cuarto de los sacerdotes», irrumpía en su mente cuando él menos lo esperaba.

Deseaba con intensidad volver a la quietud y al misterio de la casa solariega, para abrir una vez más la puerta secreta que había en el muro de su dormitorio.

Era un deseo tan insistente que cuando el Rey se retiró, inmediatamente después de la cena, diciendo que estaba fatigado después de las carreras y que la gota le estaba produciendo dolores molestos, el conde salió con él.

No se despidió de nadie, pues si lo hacía, le retendrían por largo tiempo. En cambio, siguió al Rey hasta la puerta y Su Majestad apoyándose en él mientras caminaban por el corredor, le llevó fuera del salón.

—¿Será posible que pienses irte tan pronto, Valient? —preguntó.

—Una fiesta pierde su atractivo cuando usted se va, señor —contestó lisonjero el conde.

—Eso significa que hay otras atracciones mejores en alguna otra parte —contestó el Rey con una expresión traviesa en los ojos.

El conde no contestó y Su Majestad continuó diciendo:

Lady Sydel me pidió que intercediera ante ti en su favor. Creo que implora tu perdón.

—Es una pena, señor —contestó el conde—, que no tengamos oportunidad de conversar ahora por más tiempo y que no hayamos podido hacerlo de forma más íntima.

El Rey se echó a reír.

—¿Tras nuevas conquistas, Valient? A ninguna mujer le gusta pertenecer al pasado.

El conde pensó que tal vez Su Majestad estaba recordando la amargura con que la señora Fitzherbert se había quejado de su comportamiento cuando la descartó para sustituirla por Lady Hertford. Así que en voz alta dijo:

—Yo sé que siempre puedo contar con su comprensión, señor, y con sus amplios conocimientos sobre la caprichosa conducta femenina.

El Rey se mostró encantado del comentario, como el conde sabía muy bien que sucedería.

—Lo comprendo bien, Valient —dijo—. Pero si quieres seguir mi consejo, muévete con rapidez antes de que la jauría te huela el rastro y se arroje sobre ti.

Rió de su propio chiste, dio algunas palmadas en la espalda del conde y se dirigió a sus habitaciones privadas.

Esto permitió a su invitado bajar a toda prisa la escalera, ordenar a su carruaje que se acercara y alejarse del castillo antes de que el resto de los invitados se diera cuenta de lo que había hecho.

Mientras el conde volvía a la casa solariega, conduciendo él mismo su carruaje, decidió ver a Demelza de nuevo y hablar con ella.

Todo en torno a ella le intrigaba y se dijo a sí mismo que nunca había conocido a una mujer con una belleza tan espiritual y tan fuera de lo común.

Se preguntó cómo se vería a la luz del día y sintió un poco de miedo de sentirse desilusionado.

¿Podrían sus ojos ser realmente del color de un pensamiento, como le habían parecido la noche anterior? ¿Tenía ella, realmente, una gracia diferente a la de las otras mujeres?

Recordó la suavidad de sus manos cuando tocaron la de él y la forma en que ella le vendó la mano, sin sentirse turbada en modo alguno porque él estaba sentado en su cama y se encontraban solos.

Él no conocía a ninguna otra mujer que hubiera actuado así en tales circunstancias.

«Es sólo una niña», se dijo a sí mismo.

Y, sin embargo, había una madurez incipiente en las curvas encantadoras de su cuerpo. Pensó también que era muy inteligente, mucho más inteligente de lo que pensaba que podía ser una chica de su edad.

«Tengo que verla», se dijo, aunque, desde luego, tal vez cuando lo haga por segunda vez, me sienta decepcionado.

Era como si tratara de mostrarse escéptico, para salvaguardarse.

Sabía que no era sólo Demelza la que le resultaba tan intrigante, sino también su ambiente: la belleza y el misterio de la casa solariega, la escalera secreta y, desde luego, la forma en que los había salvado, tanto a él como a Crusader.

«Sin duda me espera esta noche», se dijo a sí mismo, recordando que le había dicho que si Crusader ganaba la Copa de Oro, la victoria sería realmente de ella.

Eran poco más de las diez de la noche cuando llegó a la casa. Y como no tenía deseos de incorporarse a la fiesta que sus invitados tenían, se dirigió directamente a la caballeriza.

Bajó y se detuvo sólo el tiempo suficiente para felicitar a Baxter por un día más de éxito, antes de entrar en la casa por la puerta lateral que había usado la noche anterior.

Cuando se encontró en el pasillo escuchó risas y voces procedentes del comedor, comprendiendo que la fiesta debía estar en todo su apogeo.

Se dirigió a toda prisa hacia una escalera de servicio que le llevaba hacia el pasillo al que daba la puerta de su dormitorio.

Supuso que Dawson, que no debía esperarlo tan temprano, debía estar cenando abajo. Y, en realidad, las velas de su dormitorio todavía no habían sido encendidas por él.

Se quedó un momento de pie en el dormitorio, aspirando la fragancia de las rosas y tratando de percibir el olor de la madreselva.

Pensó que eso le revelaría si Demelza había entrado hoy por la puerta secreta, pero no lo percibió y no pudo evitar sentirse desilusionado.

Cerrando la puerta del pasillo con suavidad, el conde caminó a través de la habitación para palpar, como lo había hecho antes, entre el tallado de la madera buscando el mecanismo secreto que abriría el camino hacia la escalera circular.

¡Lo encontró, lo oprimió, pero no pasó nada!

Pensó que se había equivocado. Presionó de nuevo, pero el panel de roble permaneció inmóvil.

Por un momento se preguntó si el mecanismo, por alguna razón, había dejado de funcionar. Entonces se dio cuenta de que la puerta había sido atrancada por el otro lado.

Nunca, en toda su experiencia en pos de una mujer, o más bien, de ser perseguido por ellas, recordaba el conde ninguna otra ocasión en que le hubieran cerrado la puerta a cal y canto.

En realidad, casi siempre las puertas estaban abiertas antes de que él siquiera llegara y la ocupante se encontrara en sus brazos sin esperar a ser requerida para ello.

Perplejo, el conde se quedó de pie, mirando hacia el muro de madera, como si no pudiera dar crédito al hecho de que le hubieran dejado fuera.

Entonces se dijo a sí mismo que aquello era un reto que él no podía dejar de aceptar.

Al mismo tiempo se preguntó, desconcertado, qué podía hacer ahora. Golpear el muro habría resultado ridículo y aunque lo hiciera, era muy poco probable que Demelza lo escuchara desde lo alto de la casa.

Pensó, con cierta desolación, que no tenía otro acceso a la escalera secreta que conducía «al cuarto de los sacerdotes».

Recordó que Demelza había dicho que lo había observado desde la galería de los trovadores. Eso significaba que debía haber una entrada allí; pero no podía dedicarse a buscarla, con todos sus amigos abajo quienes podrían fácilmente escuchar sus movimientos.

El conde se daba perfecta cuenta de que había sido muy afortunado la noche anterior al encontrar el camino secreto, sólo porque había visto a Demelza de pie en su habitación.

Quienes habían diseñado aquel laberinto de pasadizos secretos y entradas disimuladas lo habían hecho para salvar la vida de hombres perseguidos y habían procurado que el escondite no pudiera ser descubierto a menos que se les traicionara.

En su dormitorio, el panel secreto se abría junto a la chimenea; pero estaba seguro de que en otras habitaciones la posición del mecanismo sería diferente.

¿Cómo, entonces, podía pasar horas enteras, o tal vez días o semanas, buscando otra entrada, en una casa en la que, según había notado ya, casi todas las habitaciones estaban recubiertas de madera?

Ahora su deseo de ver a Demelza se multiplicó sólo porque ella le eludía.

—¡Tengo que verla! ¡La veré de algún modo! —dijo en voz alta y se juró entre dientes que no fracasaría en su intento.

Sin darse cuenta de lo que hacía, porque estaba concentrado total y absolutamente en el problema que lo abrumaba, abrió la puerta de su dormitorio y salió con lentitud hacia el pasillo, caminando con aire pensativo.

En realidad estaba tratando de reconstruir la forma en que estaba hecha la casa, para tratar de adivinar en qué puntos las paredes podían ser lo bastante anchas para contener un pasadizo.

Al mismo tiempo quería cotejar esto con la ruta que había tomado la noche anterior cuando subió hasta lo alto del edificio.

Había visto a Demelza, por vez primera, en la galería larga, pero ésta formaba un ángulo con respecto a la parte central de la casa.

No pareció avanzar mucho en sus cálculos, cuando el extremo más lejano del pasillo, más allá de la escalera principal, vio una figura que llevaba una bandeja en las manos.

Reconoció a Nattie y comprendió que ésta había subido de la cocina por una tercera escalera, que se encontraba más allá de la de servicio que él mismo usara.

Nattie dio una vuelta a la izquierda y se alejó de donde él estaba. Alertado interesado, el conde la siguió a una distancia prudencial, manteniéndose pegado al muro del corredor.

Las velas no habían sido encendidas aún y el pasillo estaba casi sumido en la oscuridad. Se sintió un poco temeroso de que Nattie desapareciera de pronto y pudiera perderla de vista, como había sucedido con la Dama Blanca en la galería larga.

Entonces la mujer se detuvo y, balanceando la bandeja en una mano, abrió una puerta con la otra.

Desapareció en el interior y el conde apresuró el paso hacia la puerta que Nattie, una vez que pasó por ella, había tratado de cerrar empujándola con el pie.

Pero no quedó del todo cerrada y abriéndola un poco más para poder ver hacia el interior, el conde alcanzó a mirar a Nattie que desaparecía a través de un panel en el muro, que se encontraba al otro lado de la habitación.

Las cortinas no habían sido corridas sobre las ventanas y había suficiente luz, lo que le permitió ver que la habitación se encontraba desocupada. Había sábanas que cubrían la cama, las sillas y el tocador.

El conde comprendió que la suerte estaba otra vez de su lado y contuvo la respiración, porque vio que aunque Nattie había penetrado en el pasadizo secreto, no había cerrado el panel tras ella, sin duda por la bandeja que llevaba en las manos.

A toda prisa, el conde entró en la habitación y cruzó hacia el muro opuesto.

Escuchando las pisadas lentas de Nattie, que subía trabajosamente la escalera, esperó unos cuantos segundos. Entonces, con toda rapidez y en profundo silencio, entró por la oscura apertura. Ya dentro, bajó un poco la escalera, hasta que le pareció que Nattie no podría verle cuando bajara.

Oyó un leve murmullo de voces en la distancia; entonces, apoyándose contra el muro, en la oscuridad, se dijo a sí mismo que una vez más su buena suerte no le había fallado.

—Siento mucho haber llegado tarde, queridita —dijo Nattie al entrar en «el cuarto de los sacerdotes».

—Me imaginé que sucedería —contestó Demelza, levantándose para tomar la bandeja.

—Siempre es así cuando hay una gran fiesta. La servidumbre tiene que esperar hasta que se termine de servir, para poder cenar. Y usted también tiene que hacerlo… —explicó Nattie.

—Eso me ha abierto más el apetito —dijo Demelza con una sonrisa.

—Seleccioné las cosas que pensé le gustarían más.

—¡Tiene un aspecto delicioso! —exclamó Demelza—. Pero, sin importar lo que me hayas traído, me lo comeré todo de buena gana.

Había pasado demasiadas emociones durante las carreras para comer los emparedados y los pastelillos que Nattie llevaba para la comida impidiéndole probar incluso un delicioso mousse que Betsy había logrado robar de la cocina cuando el chef no estaba mirando.

Todo lo que llenaba el pensamiento de Demelza era el deseo de que Crusader no fuera derrotado por Sir Huldibrand, aunque sabía bien que el caballo del señor Ramsbottom era un digno rival.

Cuando por fin Crusader pasó el poste de la meta y una exclamación colectiva estalló en el aire, sintió que las lágrimas le picaban los ojos ante la intensidad de su dicha.

Si no hubiera escuchado a aquellos hombres infames hablando de sus perversos planes contra él, el caballo habría estado a aquellas horas drogado y Sir Francis, que sin duda alguna habría hecho una fuerte apuesta a favor de Sir Huldibrand se habría embolsado una fortuna ilícita.

—Anoche sucedieron cosas extrañas, señorita Demelza —le había dicho Nattie muy temprano esa mañana.

—¿Qué sucedió? —preguntó Demelza.

—Dos hombres trataron de drogar a Crusader —relató Nattie—, pero su Señoría los oyó y, según me contó Abbot, les golpeó como si fuera un boxeador profesional.

—¡Es terrible que haya podido ocurrir algo así en nuestra propia caballeriza! —exclamó Demelza.

—¡Una vergüenza, de veras! —reconoció Nattie—. Los criminales fueron recogidos ya por la policía de la pista de carreras y uno de los invitados de su Señoría se marchó a toda prisa.

—¿Quién era? —preguntó Demelza, sabiendo que Nattie esperaba ese tipo de preguntas.

Sir Francis Wigdon —contestó Nattie—. Uno casi no puede creer que un caballero como él, amigo de su Señoría, haya estado mezclado en algo tan vergonzoso.

—No, de veras —murmuró Demelza.

Cuando se dirigía hacia la pista de carreras, Abbot no podía hablar de otra cosa.

—Es mi culpa, señorita Demelza —dijo, reprochándose a sí mismo—. Debía haber mandado arreglar esa cerradura de la caballeriza desde hace tiempo. Pero ¿qué guardábamos antes ahí que pudiera atraer la atención de los ladrones?

—Debemos tener más cuidado en el futuro, Abbot —contestó Demelza—. ¿Qué pasa si alguien trata de impedir que Firebird corra el sábado?

—Tendrían que pasar sobre mi cadáver para lograr eso —aseguró Abbot con gran seriedad.

—Es parte de la buena suerte que tiene su Señoría el que el instinto le haya avisado que Crusader estaba en peligro.

—¿Fue el instinto lo que le hizo ir a las caballerizas? —preguntó Demelza.

—Eso es lo que el señor Dawson, su valet, me dijo que había pasado.

Demelza sonrió para sí misma, pensando que el conde había dicho lo que ella le había sugerido.

—Su Señoría es en verdad un hombre muy afortunado —intervino Nattie.

—Lo ha sido desde que se hizo hombre —contestó Abbot—. Pero el señor Dawson me estaba diciendo que el viejo conde era un verdadero tirano y que su hijo, como todos los demás, sufrió mucho a causa de ello.

—¿Un tirano? —preguntó Demelza con interés—. ¿En qué sentido?

—El señor Dawson dice que todos los que trabajaban con él vivían bajo el temor de sus accesos de furia, y que él ni su esposa prestaban ningún interés a su hijo.

—¿Lo descuidaban? —preguntó Demelza.

—Lo ignoraban, lo trataban como si no existiera —contestó Abbot—. Usted tuvo mucha suerte, señorita Demelza, con esos padres que la adoraban. Mucha gente aristocrática y noble es muy indiferente con sus hijos.

—Es cierto —reconoció Nattie—. Los ponen a cargo de gente ignorante y descuidada, y he oído de casos en que los pobres niños casi mueren de hambre por descuido.

Demelza guardó silencio.

Le parecía extraordinario que el conde, que era tan rico, tan envidiado por sus contemporáneos por sus vastas posesiones y que parecía el hombre más afortunado que había sobre la tierra, hubiera sufrido de niño.

Fuera cierto o no, estaba segura de que, por haber sido hijo único debió haber sido un niño muy solitario. De cualquier forma estaba decidido a no volver a verlo.

Las circunstancias que la habían llevado primero a salvarle de la venganza de Lady Sydel, y después a proteger a Crusader, eran tan excepcionales que su desobediencia ante las órdenes de Gerard y su falta de cumplimiento a la promesa hecha, eran más que excusables.

Ahora, aunque ansiaba hablar con el conde, mirarle como lo había hecho en esos días, comprendió que debía portarse como su madre habría esperado que lo hiciera.

Por lo tanto, al volver de las carreras corrió el cerrojo interior en la puerta secreta que conducía al dormitorio del conde.

Entonces subió a toda prisa la escalera, decidida a no bajar de nuevo hasta la mañana siguiente, para evitar escuchar nada que no fuera dicho específicamente para sus oídos.

Sin embargo, le era imposible no pensar en el conde.

Cuando lo vio conducir a Crusader hacia el salón de pesaje, después de la carrera, pensó que ningún hombre ni ningún caballo, podía compararse con ellos, a todo lo largo y todo lo ancho del país.

La emocionó escuchar los vítores que les seguían.

Aunque bastantes personas debieron perder mucho dinero en la carrera, como buenos deportistas que eran, todos los espectadores vitoreaban al triunfador, porque había hecho una brillante carrera, de acuerdo con las mejores tradiciones.

—Gracias por esta espléndida cena —dijo ahora Demelza a Nattie.

Bajó el tenedor y la cuchara y se sirvió un poco de limonada de la jarra que había sobre la bandeja.

—Quisiera poder decir al chef lo mucho que aprecio su comida.

—Eso es algo que no puede usted hacer —dijo Nattie—. Y si quiere saber la verdad, señorita Demelza, me voy a alegrar cuando pueda usted salir de este agujero en el que está encerrada y volver a su propio cuarto.

—Cuando su Señoría y su grupo se hayan marchado —dijo Demelza en voz baja.

—¡Así es! —reconoció Nattie—. ¡Me parece como si los tuviéramos aquí desde hace un mes!

—¿Ha sido mucho trabajo extra para ti? —preguntó Demelza.

—No es el trabajo lo que me importa. Es esto de estar siempre en guardia, para que nadie descubra que está usted en la casa. La vieja Betsy casi delata su presencia aquí, sin querer, esta misma mañana. Le tuvo que hacer una seña con los ojos y se tragó lo que iba a decir.

—No te preocupes, Nattie. Ya sólo faltan dos días —dijo Demelza.

Cuando dijo esto, sintió como si su voz reflejara la desolación que este pensamiento le producía.

Cuando se hubieran ido los caballos, y el conde con ellos, ¿cómo podría reanudar su vida acostumbrada? ¿Cómo podría continuar sintiéndose contenta con la vida tranquila y aburrida que llevaba?

—Bueno, tengo que irme —dijo Nattie—. Ahora, no se quede leyendo toda la noche. ¡Ya ha tenido suficientes emociones para un solo día!

—¡En verdad que ha sido un día emocionante! —recordó Demelza—. Hasta mañana, mi queridísima Nattie.

Besó la mejilla de su niñera y levantó una de las velas encendidas, para que la mujer pudiera ver con mayor claridad para bajar la angosta escalera, permaneciendo en lo alto hasta que vio a Nattie desaparecer por la puerta secreta y oyó cómo se cerraba ésta.

Entonces llevó la vela al altar y la colocó sobre él. Levantó la mirada hacia la imagen sagrada que había conocido desde que era niña.

—Gracias, Dios mío —dijo en voz alta—. Gracias por hacerle ganar.

Mientras sus labios se movían, los ojos de su mente estaban viendo no sólo a Crusader, sino al conde caminando a su lado, con la sonrisa en los labios, mientras levantaba el sombrero para corresponder a los vítores.

La imagen que de él tenía en su mente era tan clara que, de algún modo, cuando volvió la cabeza y le vio de pie en la puerta, no se sintió asustada ni sorprendida. ¡Le pareció algo inevitable!

Era como si se hubieran encontrado después de una separación que hubiera durado un siglo.

Entonces el conde, como si estuviera pensando en voz alta, preguntó:

—¿Por qué me cerró la puerta?

—¿Cómo… logró llegar… hasta aquí?

—Seguí a su niñera. Había dejado el panel entreabierto.

—¡Ella se sentiría… horrorizada si supiera… que usted estaba aquí!

—Quiero hablar con usted. ¡Tengo que hablar con usted!

Demelza contuvo el aliento, ante la insistencia de su voz. Como si él sintiera que ella iba a negarse, el conde dijo:

—Comprendo que considere muy poco convencional el que hablemos aquí, pero ¿a qué otro lugar podemos ir?

Por un momento él comprendió que ella no se daba cuenta de lo que él estaba diciendo; luego cuando reaccionó, considerando que el cuarto de los sacerdotes era también su alcoba, la sangre se agolpó en sus mejillas y dijo con timidez:

—No… había pensado en eso… antes, pero no hay… ninguna otra parte…

Se detuvo y entonces añadió:

—Podríamos… encontrarnos en el jardín de las hierbas. Puedo llegar hasta él… sin que… nadie me vea… salir de la casa.

—Nadie sabe que he vuelto —dijo el conde—, así que iré al jardín ahora mismo.

La miró a los ojos, que ella tenía levantados hacia él, y preguntó:

—¿Vendrá de veras? ¿No será sólo un recurso para librarse de mí?

—¡No… por supuesto que no! Iré… si de verdad quiere que lo haga.

—Lo deseo más de lo que podría expresarle. Tengo que hablar con usted.

Había una nota de mando en su voz y el conde comprendió que Demelza respondía a ella.

—¡Iré! —dijo con sencillez—. Pero primero tiene que volver como vino.

—¿Encontraré la salida?

—Si lleva usted una vela, verá que está muy a la vista de este lado del panel. Le entregó la vela al decir esto y, sin decir una palabra más, el conde se dio la vuelta y bajó la escalera.

Como Demelza había dicho, el mecanismo, que era invisible del lado de fuera, era muy fácil de ver y accionar desde adentro.

El conde depositó la vela en uno de los escalones y entonces salió al dormitorio desocupado, cerrando el panel secreto tras él.

No había nadie por allí y pudo bajar por la escalera de servicio y salir por la puerta que conducía a las caballerizas, sin ser visto. Pero en lugar de dirigirse a las caballerizas caminó en dirección opuesta, pasando frente a la casa.

En el crepúsculo, que se hacía más oscuro a cada momento, encontró el camino hacia el jardín de las hierbas.

El aroma de la madreselva que trepaba en torno a la glorieta le hizo sentir casi como si Demelza estuviera allí.

Se sentó en un banco de madera pensando que nunca en su vida había tenido un idilio con un principio tan extraño, ni tan intrigante.

Mientras esperaba a Demelza casi no podía dar crédito a su propia excitación.

Se sentía como un chico de dieciocho años en su primera cita de amor y no como el experimentado cínico en que se había convertido creyendo conocer todos los placeres del amor, e incluso sentirse un poco hastiado de ello.

De pronto se le ocurrió que tal vez, después de todo, Demelza no vendría y nunca más podría él encontrar el camino que conducía a su habitación.

Entonces se dijo a sí mismo que nadie podía verse tan pura y honesta como ella, y mentir. Si ella le había dicho que vendría, cumplirá su palabra. Pero el tiempo transcurría y empezó a tener miedo.

Tal vez, en el último momento, Demelza había pensado que era demasiado arriesgado salir de su escondite.

Tal vez alguien le había visto salir, cuando surgía de alguna de esas puertas que sólo ella conocía.

Entonces, cuando sus temores e inquietudes se le hacían más abrumadoras la vio.

Venía hacia él como el fantasma que había pensado que era. Se movía silenciosamente, sin esfuerzo aparente, deslizándose entre las hileras de hierbas. Verdaderamente parecía un ser irreal.

Entonces, cuando llegó a su lado dijo a toda prisa:

—Siento mucho haberle hecho… esperar. Los arbustos alrededor de la puerta secreta han crecido tanto que… me costó trabajo pasar a través de ellos.

—Pero ya está aquí —dijo el conde—, y deseo, más de lo que pudiera decirle nunca, Demelza, hablar con usted de nuevo.

—Yo quería decirle cuánto me alegro que Crusader ganara.

—¡Eso sucedió gracias a usted y tanto Crusader como yo le estamos muy agradecidos!

—Fue la carrera más emocionante que había visto en mi vida.

—Eso es lo que yo pensé también —reconoció el conde—. Y fue muy emocionante para mí, en particular, porque sabía que usted la estaba viendo.

Era lo que a Demelza misma había sentido también. Levantó la mirada hacia él; entonces, sintiéndose de pronto muy tímida, la desvió de nuevo.

—Me gustaría darle algo para conmemorar nuestra victoria —dijo el conde—. Pero es difícil saber qué podría darle.

—¡No! —contestó ella en el acto—. ¡No debe hacer… eso!

—¿Por qué no? —preguntó él.

—Porque tendría que… explicar de dónde venía el… regalo y… como usted sabe es… algo que… no puedo hacer.

El conde guardó silencio. Entonces dijo:

—¿Cuánto tiempo vamos a seguir con esta farsa? Yo sé, Demelza, que significamos más el uno para el otro, que si fuéramos simples conocidos.

Esperó a que ella contestara, pero como no lo hizo, él continuó:

—¿Se imagina, de veras, que el sábado, después de que terminen las carreras, o tal vez el domingo, me puedo ir de aquí y olvidar todo lo que ha sucedido?

Demelza siguió callada y después de un momento el conde preguntó:

—¡Quizá usted pueda olvidarme, Demelza, pero yo no podré olvidarla a usted!

Ahora se quedó esperando y después de un momento ella dijo:

—Yo nunca… le olvidaré y siempre… rezaré por… usted.

—¿Y piensa que eso será suficiente? Yo quiero verla, quiero estar… contigo, Demelza —dijo el conde, tuteándola de pronto—. Y, si voy a ser franco, quiero con toda mi alma tenerte en mis brazos y besarte.

Su voz pareció vibrar en el aire. Entonces añadió:

—No puedo recordar haber preguntado a ninguna mujer, en mi vida, si podía besarla. Pero tengo miedo de asustarte, tengo miedo de que desaparezcas y que no pueda volver a encontrar nunca a mi Dama Blanca.

Su voz se hizo más profunda al decir:

—¿Puedo besarte, mi encantador y pequeño fantasma?

Extendió los brazos hacia ella. Demelza no se movió, pero, de algún modo pareció detenerlo, antes de que la tocara.

—Creo que… si tú me besaras —murmuró ella, tuteándole también—, sería maravilloso… sería lo más maravilloso que yo podría imaginarme, pero sería… equivocado. Estaría mal…

—¿Mal? —preguntó el conde.

Esperó una explicación y después de un momento Demelza dijo:

—Hoy escuché… cómo habías sufrido de niño… y he pensado… con mucha frecuencia lo que debes hacer sufrido también por tu… matrimonio… aunque yo quisiera hacer… cualquier cosa que tú me pidieras… sería indigno por mi parte… porque tú perteneces… a otra persona.

—¿Me estás diciendo que yo pertenezco a mi esposa? —preguntó el conde con incredulidad.

—Tú estás… casado. Hiciste… un voto sagrado —dijo Demelza en voz baja.

—Un voto que ningún ser humano puede cumplir… ¡en esas circunstancias! —contestó el conde con voz áspera.

—Lo sé… lo entiendo. Al mismo tiempo… yo sentiría que estaba haciendo algo… malo… y eso arruinaría el… amor que… en otras circunstancias podría… darte.

El conde se quedó muy quieto.

Casi no podía creer lo que había oído a Demelza; sin embargo, se dijo que así era como él debió esperar que ella pensara.

En voz alta dijo:

—¿Qué sabes de amor? ¿Cuál es el amor que tú me habrías dado si no pensaras que era prohibido? ¡Dímelo!

Era una orden y Demelza unió las manos. Entonces, mirando hacia el jardín, contestó:

—He pensado sobre el… amor y aunque tú puedes considerarme muy… ignorante y tonta… creo que es… algo que tú… necesitas en tu vida.

—¿Tú realmente crees —preguntó el conde y no había la menor duda del escepticismo en su voz—, que me falta amor?

Demelza hizo un pequeño gesto expresivo con las manos.

—Creo, y de nuevo puedes pensar que es tonto de mi parte, que hay diferentes tipos de amor… y el amor que tú has conocido, que es el… tipo de amor que la dama que hizo drogar tu vino te dio… no es el mismo que…

La voz de Demelza pareció morir de pronto y el conde comprendió que iba a decir «el mío», pero era demasiado tímida para hacerlo.

—Háblame de tu amor —dijo el conde con mucha gentileza—, el amor que darías tú a un hombre a quien le entregaras tu corazón.

—Yo sé que —empezó Demelza con suavidad— si amara a alguien… jamás querría… hacerle daño. De hecho, quería protegerle de cualquier tipo de dolor… no solo… físico, sino también… mental.

—De hecho… amor de madre —murmuró el conde en un murmullo. Pero no quiso interrumpirla y Demelza continuó:

—Estaría también mi amor por el… hombre con quien me… casara y ese… amor… creo yo… es parte de… Dios, que… creó todo lo que es hermoso, todo lo que crece y es… parte de la creación.

Ella miró hacia él, al decir eso, preguntándose si estaría sonriendo cínicamente ante lo que ella trataba de explicar. Entonces, porque se sentía nerviosa, continuó a toda prisa:

—Por último… pienso que si estuviera enamorada… querría yo saber no sólo sobre… el amor, sino… sobre todo lo que le gusta y todo lo que sabe un hombre… como tú… Tú podrías enseñarme muchas cosas, porque tienes mucha… experiencia e inevitablemente, tus horizontes han de ser… más amplios que los de la… mujer que te ama.

—¿Sería posible encontrar el amor de una madre, de una esposa y de un hijo… todos juntos en una sola persona?

—Si fuera… amor verdadero… el amor que realmente importa… —contestó Demelza— creo que eso sería posible.

Lo miró con fijeza antes de continuar:

—Sería como buscar el… Vellocino de Oro… el cáliz sagrado y, tal vez… las puertas del paraíso, pero sería el amor que originalmente se prometió a los seres humanos… en el Jardín del Edén.

Su voz era conmovedora y el conde contuvo el aliento antes de decir:

—Y, como el ángel que se encontraba a la entrada de ese jardín, con una espada flameante, tú me estás impidiendo la entrada.

Él sintió, más que vio, el dolor que había en sus ojos y comprendió, por qué los dedos de ella se habían unido en un gesto de tensión, que la había lastimado.

—No quería… hacer eso —exclamó—, pero… ¿cómo puedo… evitarlo?

—¿Cómo puedes ser tan cruel? ¿Cómo puedes negarme lo que tú sabes, en el fondo de tu corazón, que me pertenece?

Ella no contestó.

—¡Mírame, Demelza!

De manera obediente, ella levantó la cabeza. La noche había caído ya y los primeros rayos de luna caían sobre su rostro, dándole un tono plateado.

Él miró sus ojos angustiados, que tenían una mezcla de fe y de inocencia en sus profundidades violáceas.

Se quedó mirando la suavidad de sus labios entreabiertos y comprendió que, en lo que a ambos se refería, el tiempo no existía en esos momentos y que esto era lo que había estado buscando toda su vida.

Era tan hermoso, tan trascendental y divino, que una luz que procedía de su interior pareció envolverlos, una luz mucho más intensa que la de la luna.

—¡Tú me amas! —exclamó el conde con voz ronca—. ¡Tú me amas, mi encantador pequeño fantasma!

Y, sin embargo, cuando él pensaba que ella avanzaría hacia él para derretirse en sus brazos, ella dijo:

—¡Sí, te amo! Te amo de… todas las formas que traté de… explicarte. Te amo… pero después de esta noche… no puedo… volver a verte.

—¿Puedes creer, de veras, que te permitiría irte de mi vida? O más bien, ¿qué te permitiría no dejarme entrar en la tuya?

Ella se quedó callada y él continuó diciendo:

—Sabes muy bien que lo que ha pasado entre nosotros es algo tan especial y tan perfecto, que casi me cuesta trabajo no pensar que es una simple alucinación, producida por mi imaginación… una fantasía conjurada por el misterio de la casa misma.

—No hay… nada más que yo… pueda… hacer —murmuró Demelza—. ¡Nada!

—Eso no es verdad —dijo el conde—. Y te convenceré de mi amor por ti y de tu amor por mí.

Abrió de forma resuelta los brazos al decir eso, decidido a romper el hechizo que le había impedido, contra su voluntad, tocarla.

En aquel momento ambos se dieron cuenta de que alguien había llegado al jardín y se encontraba de pie en la entrada que había entre los muros, mirando a su alrededor.

—¡Gerard! —murmuró Demelza en un susurro.

—No te muevas —dijo el conde de modo que sólo ella pudiera oírlo—, deja esto en mis manos.

Se levantó sin prisa del asiento irguiendo su elevada estatura, de modo que Demelza quedaba oculta por él.

—¡Ah, ahí está usted, milord! —exclamó Gerard—. Los lacayos me dijeron que había vuelto y que lo habían visto en el jardín. Y yo sentí curiosidad por saber por qué no se reunía con nosotros.

El conde caminó hacia él.

—Llegué muy acalorado y un poco cansado después de la velada en el castillo —contestó él.

—Entonces, si quiere usted estar solo, yo no debo… —empezó Gerard.

—¡No, por supuesto que no! Me siento encantado de verlo —le interrumpió el conde—. Volvamos juntos a la casa. He estado pensando en hablar con usted. Hay dos cuadros en la casa que yo creo que, si usted necesita dinero, le producirían una fuerte cantidad si los pusiera en venta.

—¿Lo dice en serio? —preguntó Gerard lleno de ansiedad—. ¡No pensé que hubiera nada en toda la casa que valiera un penique!

—Ambos necesitan ser limpiados por un profesional —dijo el conde—. Pero resulta que yo soy un experto en Rubens y créame que estaría dispuesto a apostar una considerable cantidad a que el cuadro que está en lo alto de la escalera es una de sus primeras obras.

—¿Y el otro cuál es? —preguntó Gerard.

—En la biblioteca, en un rincón oscuro, estoy seguro de que hay un pequeño Perugino auténtico.

—¡Qué fantástico!

Demelza oyó el entusiasmo que había en la voz de Gerard, mientras los dos hombres se alejaban para salir del jardín.

Si lo que el conde decía era verdad, pensó, Gerard podría tener los caballos que quería, llevar el tipo de vida de la que tanto disfrutaba y tal vez podría gastar un poco de dinero en remozar la casa solariega.

Pero comprendió que no alteraría la posición entre ella y el conde.

Era cierto que ella lo amaba, lo amaba con todo su corazón, y pensó que lamentaría toda su vida no haber dejado que la besara como él quería hacerlo.

No podía imaginarse nada más cercano al paraíso que sentir sus brazos alrededor de ella y sus labios en los suyos. Pero, como ella había dicho, sería algo indigno.

Se levantó del asiento y levantó un brazo para cortar una rama de madreselva.

La prensaría en su Biblia, y tal vez en los años venideros eso sería todo lo que tendría para recordar… el momento en que había perdido el corazón y éste había dejado de pertenecerle.

Se llevó la madreselva a los labios.

Entonces miró en dirección a la casa, tratando de escuchar la voz del conde. Todo estaba en silencio; por encima de su cabeza escuchó el chillido de un murciélago.

—¡Adiós… mi héroe… mi único… amor! —murmuró y su voz se quebró en un sollozo ahogado.