Capítulo 6
-¡Verdaderamente ha tenido usted una buena temporada en Ascot, milord! —dijo Gerard Langston al conde, mientras este dirigía sus caballos a través del tráfico que había a la entrada de la pista de carreras.
El conde no contestó y él continuó:
—Tres ganadores, incluyendo la Copa de Oro, es todo lo que un dueño de caballos de carreras podría desear.
Había una nota de envidia en su voz que hizo al conde decir en tono consolador.
—La carrera en la que tomó parte su caballo fue una de las más emocionantes de la temporada.
—Difícilmente se le podría considerar del todo satisfactoria —contestó Gerard—, considerando que fue un empate indiscutible.
Se detuvo para añadir:
—Significa que el dinero del premio se va a dividir entre los dos… y también las ganancias en las apuestas que hice a Firebird.
—Sin duda alguna le irá mejor el año próximo —dijo el conde.
Hablaba como un autómata, como si sus pensamientos estuvieran en otra parte.
Aunque él no se daba cuenta de ello, varios de sus amigos habían notado con sorpresa que después de que el caballo que había inscrito en la primera carrera había pasado el poste de meta a cuerpo y medio de su más cercano seguidor, el conde pareció curiosamente indiferente a la victoria.
En realidad, para el conde había sido un día tan lleno de frustración que le resultaba casi imposible concentrarse en lo que le estaban diciendo.
No pensaba que Demelza hubiera hablado en serio la noche del jueves y albergaba la esperanza de que ésta se dejaría ver.
Al día siguiente, el conde volvió a toda prisa de las carreras, presintiendo con una emoción que nunca había experimentado antes, que la encontraría en el jardín de las hierbas, después de la cena.
Para sorpresa de sus invitados insistió en que cenaran temprano y había hecho hábiles arreglos para que todos se pusieran a jugar a las cartas, después.
Esto le dejó en libertad para dirigirse, con lo que parecía un aire casual, hacia el jardín.
Sentado en la glorieta cubierta de madreselva, había esperado y esperado, hasta que por fin comprendió que Demelza no tenía intención de reunirse con él. Entonces, por primera vez, supo lo que era el miedo.
Estaba seguro de que le resultaría imposible, si ella estaba decidida a no verlo, encontrar una nueva entrada a los pasadizos secretos y se preguntó con desesperación, cuando volvió a entrar a la casa y se fue a la cama, cómo podría comunicarse con ella.
Sabía que revelar a su hermano o a Nattie el hecho de que se habían visto en secreto sería considerado por ella como un acto de traición que nunca le perdonaría.
Y, sin embargo, ¿qué alternativa le quedaba?
La multitud que había alrededor de la pista hacía imposible distinguir a una persona en especial, entre tanta gente.
Si Demelza quería pasar desapercibida no le costaría ningún trabajo hacerlo. Buscarla en la multitud que se arremolinaba en torno a la pista era como buscar una aguja en un pajar.
El número de carruajes, carretas y carromatos parecía haber aumentado en los últimos días de carreras, en comparación con los que había al principio de la semana.
«¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?, se preguntó a sí mismo, insistentemente».
Pensó que por primera vez en su vida no sólo le había abandonado su suerte, sino que no parecía servirle de nada su amplia experiencia en lo que a mujeres se refería.
Hasta entonces el conde había encontrado demasiado fácil el acordar una cita con cualquier mujer que despertaba su capricho y el que una mujer a la que había declarado su cariño lo evitara era una experiencia tan nueva como desagradable.
Con cualquier otra mujer, él habría sabido cómo acosarla, con la seguridad de que tarde o temprano sucumbiría; pero Demelza era diferente.
Tan diferente que comprendió, ahora que volvía hacia la casa, que estaba preocupado como nunca antes lo había estado. Le asustaba la idea de verse obligado a irse y no volver a verla.
Se había sentido confiado, al salir mañana de la casa, pensando que sin duda alguna la encontraría en la sección de salida, antes de la segunda carrera, en la que participaría Firebird.
Había visto a Abbot, había hablado con el viejo palafrenero, y había deseado a Jem, el jockey, buena suerte, pero no vio a nadie de grandes ojos color de pensamiento, sobre una pequeña cara.
La noche anterior, cuando Demelza no acudió a la glorieta, como él había imaginado que haría, se había dicho a sí mismo, con cierta brusquedad, que se estaba portando como un tonto.
¿Cómo podía estar seguro de que no había sucumbido al misterio que rodeaba a la casa solariega, a los pasadizos secretos, a sus apariciones casi fantasmales, hasta hacerlo pensar que era mucho más hermosa y deseable de lo que en realidad era?
Entonces comprendió que sus dudas eran desmentidas por su propio corazón y que Demelza significaba para él más de lo que había significado ninguna otra mujer hasta entonces. Si hubiera tenido que dedicar su vida entera a buscarla, no habría vacilado en hacerlo.
Pero le enfurecía saber que ella estaba tan cerca de él y, sin embargo tan lejos, guardada por el misterio de lo que equivalía a una fortaleza impenetrable.
Era como si se encontrara oculta en el norte de Escocia o en las soledades de Cornwall.
Resultaba frustrante pensar que sólo estaba separada de él por una misteriosa escalera circular secreta.
Como se dio cuenta de que hasta los caballos habían perdido interés para él, el conde decidió marcharse después de la tercera carrera.
Sabía demasiado bien que, debido a que la multitud asistente era mayor todavía, la dificultad para despejar la pista sería aún mayor en el último día de carrera y que la cuarta carrera podría prolongarse hasta las seis de la tarde, o más.
Por lo tanto, no dijo nada a sus amigos, sino que se dirigió con paso resuelto hacia donde esperaba su carruaje, pensando que pocas personas se darían cuenta de que se había ido.
El rey no había asistido a las carreras desde el jueves, pero el Palco Real continuó a la disposición de sus amigos y el champán se había bebido en abundancia, tal como habría sucedido de estar presente Su Majestad.
El conde, sin embargo, no había bebido nada desde la comida. Tenía la sensación de que debía mantener su cerebro despejado para poder resolver lo que empezaba a parecerle un problema casi sin solución.
Encontró su carruaje y estaba a punto de subir a él cuando Gerard Langston le saludó.
—¿Se va usted tan pronto, milord?
El rostro del joven se veía encendido a causa de la bebida con que había celebrado la victoria parcial de Firebird. Al conde se le ocurrió de pronto que a Demelza no le gustaría que su hermano bebiera más de lo que ya había ingerido.
Por lo tanto, con una consideración que no era usual en él, contestó:
—Sí, me marcho para evitar las multitudes. ¿Por qué no viene conmigo?
Era un favor que aún un hombre más viejo y más importante habría encontrado difícil de rechazar.
De todos era sabido lo exigente que el conde era respecto a sus acompañantes, sobre todo con los que viajaban en sus carruajes con él, tanto es así que por un momento Gerard no supo qué contestar.
Por fin, mientras el conde saltaba a su carruaje Gerard logró tartamudear:
—Me… me sentiría muy honrado, milord.
El conde apenas sí esperó a que él se hubiera colocado en el asiento, a su lado, para poner en marcha los caballos y Jem saltó con agilidad a la parte posterior del vehículo.
Gerard saludó a algunos de sus amigos, que lo miraron con curiosidad cuando el conde y él pasaron frente a ellos, pero guardó silencio hasta que dieron la vuelta para dejar el camino que conducía a Londres y tomar uno que rodeaba la parte final de la pista.
Entonces miró hacia el conde y le asombró la expresión sombría de su rostro. Se preguntó si algo le habría molestado.
El conde, en realidad, estaba considerando cómo podría abordar el tema de Demelza.
Era ya demasiado tarde, considerando que había estado hospedado en la casa desde el lunes, para preguntar a Langston si tenía una hermana.
También resultaba imposible decirle:
—He conocido a su hermana y quiero volver a verla.
Pero si no decía nada, lo sabía muy bien, Langston debía esperar con toda razón que se marchara esa noche como lo estaban haciendo sus amigos, o a más tardar a la mañana siguiente.
Lord Chirn y Lord Ramsgill no iban siquiera a volver a la casa. Se habían despedido esa mañana, antes de salir hacia la pista de carreras.
El Honorable Ralph Mear también volvía a Londres y volvería a la casa sólo de paso, a recoger su equipaje.
El conde esperaba que Gerard Langston le preguntara si él también se marcharía antes de la cena, y no sabía qué respuesta iba a darle.
«¡Debo ver a Demelza otra vez… debo hacerlo!».
Y, sin embargo, tenía la inconfundible sensación de que aún si traicionaba su confianza y enviaba a su hermano a buscarla «al cuarto de los sacerdotes», ella rechazaría bajar.
«¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer?», se preguntó con desesperación y su pregunta era casi una oración.
De pronto vio que delante de ellos avanzaba un viejo calesín.
Reconoció primero a Nattie. No se podía confundir su espalda muy erguida y el vestido de algodón gris con cuello y puños blancos que siempre usaba. Llevaba en la cabeza un sombrero de paja negra que ocultaba su rostro; pero el conde pensó que la habría reconocido en cualquier parte.
Y había una figura diminuta y frágil junto a ella.
Demelza iba vestida de blanco y su sombrerito estaba adornado con una guirnalda de flores blancas.
Se le ocurrió al conde, inmediatamente, que ésta era la oportunidad que había estado esperando. Todo lo que tenía que decir la joven que iba a su lado era:
«—¿No es ésa su vieja niñera, la que va delante? ¿Y quién es la joven que va con ella?».
Una vez más, pensó el conde con repentina emoción, su suerte no le había fallado y la idea pareció elevarlo de lo que había sentido que eran las profundidades de la desesperación.
Era como si el sol, de pronto, hubiera surgido de las tinieblas de la noche. Sus dedos tiraron un poco de las riendas, para hacer que sus caballos redujeran la velocidad, por si acaso el camino se volvía más ancho y se veía obligado a adelantarles.
Entonces todo sucedió con vertiginosa rapidez.
De una desviación oculta, surgió otro carruaje tirado por dos caballos que iban demasiado aprisa, fustigados por un hombre de edad madura y rostro enrojecido por el exceso de bebida.
En un desesperado esfuerzo por evitar el accidente, el hombre hizo que sus caballos se desviaran, sorteando el calesín; pero una de las ruedas se enganchó en la del calesín y éste volcó.
Mientras él controlaba a sus propios animales, el conde vio con horror cómo el calesín volcaba hacia la orilla del camino y su ocupante vestida de blanco salía despedida de él.
Todo sucedió tan rápidamente que no hubo tiempo de gritar ni lanzar una exclamación por lo ocurrido.
Con mano experta el conde sorteó con sus caballos a los que tiraban del otro carruaje a gran velocidad y que ahora se levantaban de manos y lanzaban patadas al aire, repentinamente frenados por la rueda enganchada.
Mientras el conductor del otro carruaje comenzaba a gritar y a blasfemar, el conde entregó las riendas a Gerard Langston.
—¡Deténgalos! —ordenó con voz aguda.
Saltó del carruaje y corrió hacia el calesín antes de que Gerard o Jem se hubieran dado cuenta de lo que había ocurrido.
Demelza había caído del calesín, rodando por la hierba que bordeaba el camino para caer al fondo de una zanja seca que había más allá.
Cuando el conde se inclinó para levantarla en brazos, su sombrero cayó hacia atrás y quedó colgado de las cintas bajo su barbilla.
Mientras miraba su carita, con las pestañas oscuras contra su piel muy blanca, el conde pensó aterrorizado que había muerto.
Este pensamiento penetró en su corazón con el dolor de una daga que se hubiera clavado en él. Luego vio el golpe que tenía en la frente y comprendió que sólo estaba inconsciente.
Nattie se levantó de la hierba sobre la que había caído y exclamó:
—¡Señorita Demelza! ¡Oh, mi niña!… ¿qué le sucedió?
—Está bien —dijo el conde en tono consolador—. Parece que se golpeó contra una piedra, pero no creo que tenga ningún hueso roto.
Nattie, con su sombrero negro caído a un lado de su cabeza canosa, se quedó mirando desconcertada la escena y, tal vez por primera vez en su vida, no supo lo que debía hacer o decir.
Detrás de ella, Jem estaba tratando de poner algo de orden en el caos que se había formado.
Gentes bien dispuestas a ayudar aparecieron de pronto y varios hombres ayudaron a desenganchar las ruedas de los dos vehículos.
El conde levantó a Demelza en sus brazos y la llevó hacia su carruaje. Sin esperar instrucciones, Nattie lo siguió.
Gerard, que mantenía inmóviles los caballos del conde con cierta dificultad, se inclinó hacia delante cuando llegaron y preguntó con ansiedad:
—¿Está herida? ¡Ese maldito tonto no tenía derecho a conducir de manera tan peligrosa!
El conde no contestó. En cambio, se volvió hacia Nattie:
—¿Podrá subir atrás?
—Creo que sí, milord.
Logró trepar al asiento posterior del vehículo.
Sosteniendo a Demelza con mucho cuidado, con el rostro de ella apoyado en su hombro, el conde tomó el asiento que antes ocupara Gerard.
—No está mal herida, ¿verdad? —preguntó Gerard.
Al conde no le pasó desapercibida la nota de preocupación que había en su voz y contestó:
—Creo que sufre una conmoción. Tan pronto como lleguemos a la casa mandaré a buscar un médico.
—¡Me gustaría decir a ese tonto lo que pienso de él! —exclamó Gerard apretando los dientes.
El conde pensaba lo mismo, pero sabía que la irresponsabilidad de aquel borracho había resuelto su problema personal y había puesto en sus brazos a la muchacha a quien amaba.
Sosteniéndola en brazos como si fuera una niña, bajó la mirada hacia ella y pensó que era aún más hermosa a la luz del día de lo que le había parecido en la noche.
Con mucha gentileza deshizo el lazo de las cintas atadas al cuello, para quitarle el sombrero.
Entonces la oprimió contra su pecho, pensando que su cabello, de un dorado tan pálido que se volvía plateado, era la cosa más hermosa que había visto en su vida.
«¡Te quiero!», deseaba gritarle en voz alta. Entonces, de manera instintiva apretó los brazos en torno a ella, con la convicción de que nunca más le dejaría ir.
Gerard hizo que los caballos se pusieran en movimiento, pensando que nunca en su vida había esperado tener la oportunidad de manejar caballos tan soberbios como aquéllos.
Al conde lo único que le preocupaba en esos momentos era Demelza. Sabía que la estaba sosteniendo en brazos como tanto deseara hacerlo, con tal intensidad que a él mismo le sorprendía.
Al cruzar entre las puertas que conducían al sendero de la casa, el conde dijo:
—Le sugiero que mientras yo llevo a su hermana arriba, vaya al castillo de Windsor, en este mismo vehículo. Encontrará allí al médico personal de Su Majestad. Diga a Sir William Knighton que le envío yo y pídale que venga a la casa a la mayor brevedad posible.
Gerard dirigió una rápida mirada al conde:
—¿Sabe usted que es mi hermana? —preguntó.
—Yo tenía entendido que tenía una hermana —contestó el conde en forma evasiva.
Había una nota en su voz que hizo a Gerard decir a toda prisa:
—Se llama Demelza. No pude permitirle aparecer, porque su grupo era sólo de hombres.
—¡Por supuesto… lo entiendo muy bien! —dijo el conde.
Gerard detuvo los caballos frente a la puerta principal.
—¿Quiere en serio que vaya yo a Windsor? —preguntó en el tono de un niño a quien le ofrecen una golosina en la que no se había atrevido a soñar siquiera.
—Será mejor que se lleve un palafrenero con usted —contestó el conde—. Yo me imagino que Jem estará llegando ahora a la entrada.
—Si no, lo esperaré —dijo Gerard.
Los lacayos acudieron a toda prisa a ayudar al conde a bajar del carruaje con Demelza en brazos, pero cuando quisieron tomar a la muchacha, él movió la cabeza de un lado a otro.
—Ayuden a bajar a la señorita Nattie —ordenó y un lacayo se apresuró a obedecer.
Con Demelza en brazos, el conde entró en el vestíbulo.
—¿Hubo un accidente, milord? —preguntó el mayordomo.
El conde no se molestó en contestar sino que esperó la llegada de Nattie. Cuando se encontró con ella a su lado, dijo:
—Muéstreme cuál es la habitación de su señora.
Desde el momento en que entró a la casa, Nattie no dejaba de mirar a Demelza. Al escuchar al conde, caminó hacia la escalera, seguida por él.
El conde pensaba que Demelza era tan ligera, tan frágil, con el rostro tan pálido, que hubiera podido ser en verdad el fantasma que él había pensado en un principio que era.
Bajó la mirada hacia ella, notando que la marca que se había hecho en la frente, y que sin duda alguna había sido producida al golpearse contra una piedra, parecía ahora más profunda. Sin embargo, su cuerpo se sentía tibio y suave y se dijo de nuevo, casi con ferocidad, que nunca volvería a perderla.
«¡Eres mía! ¡Mía para siempre!», le dijo en silencio, desde el fondo de su corazón.
Si el conde había pasado un viernes miserable, Demelza no tenía nada que envidiarle.
Comprendió al despertarse muy temprano, que le dolía la cabeza y que tenía los ojos hinchados, porque se había quedado dormida llorando.
Fue una cosa hacer lo que era su deber y otra muy diferente el caminar sola hacia la oscuridad del pasadizo secreto.
Mientras subía la escalera circular hacia «el cuarto de los sacerdotes» comprendió que se estaba retirando del mundo y del conde en particular.
—¡Le amo! ¡Le amo! —gritó a la imagen sagrada que estaba sobre el altar.
Aunque sabía que estaba haciendo lo que debía ante los ojos de Dios, su cuerpo humano clamaba por el conde con una intensidad que se volvía más dolorosa a cada momento.
«¡Si sólo pudiera verlo una vez más! ¡Si sólo pudiéramos despedirnos con un beso!», se decía, «tendría yo algo que recordar, algo que guardar dentro de mi corazón para el resto de mi existencia».
Nunca se imaginó que el amor pudiera ser tan intenso, ni tan cruel. Sentía como si la estuvieran haciendo pedazos por dentro en su deseo de un amor que le estaba prohibido.
¿Cómo, se preguntó, podía haber sucedido aquello? Y, sin embargo, a pesar de la agonía que estaba sufriendo, no hubiera querido que las cosas hubieran sido diferentes.
El conde personificaba todo lo que ella había soñado en un hombre, y aunque nunca volviera a verlo, sabía que su imagen estaría siempre no sólo en su corazón, sino ante sus ojos.
¿Cómo podía existir en el mundo otro hombre que pudiera igualarlo? ¿Cómo podía existir nunca otro hombre capaz de emocionarla como él lo hacía?
«¡Esto es el amor!», se dijo a sí misma.
Entonces, porque estaba fuera de su alcance y porque ella había renunciado a él deliberadamente, las lágrimas se agolparon en sus ojos y arrojándose sobre la cama lloró hasta quedar exhausta.
Más tarde, en la quietud de la noche, se torturó a sí misma con la idea de que el conde la olvidaría con facilidad.
Existían muchas mujeres hermosas en su vida, bien dispuestas a consolarlo; mujeres tan encantadoras como Lady Sydel, o Lady Plymworth y era obvio que en unas cuantas semanas, tal vez antes, él se olvidaría del fantasma que lo había intrigado por algún tiempo.
—¡Pero yo nunca lo olvidaré! —exclamó Demelza en voz alta, sin dejar de sollozar—. ¡Soy un fantasma que se ha enamorado y, por lo tanto, deambularé atormentada por el resto de mi vida!
—¡Creo —dijo Nattie cuando trajo el desayuno al otro día—, que cinco días de carreras son demasiados para cualquiera! Usted está agotada y el señorito Gerard sufre tal grado de agitación porque va a correr Firebird, que pidió brandy para el desayuno.
No esperó a escuchar la respuesta de Demelza, sino que bajó a toda prisa para ir a atender a Gerard, que había sido siempre su favorito. Mientras tanto Demelza, que no quería preocupar a Nattie, hizo todo lo posible por borrar de sus ojos el rastro de las lágrimas.
A pesar de la situación en que se encontraba era imposible no preocuparse también por Firebird.
Después de todo, ella y Abbot lo habían entrenado, llevándolo a dar vuelta tras vuelta a la pista, muy temprano por las mañanas, sin importar el tiempo que hiciera ni las privaciones que debían imponerse para alimentarlo adecuadamente.
—¡Sir Gerard se llevará todo el crédito si Firebird gana —dijo Demelza a Abbot en una ocasión—, pero la gloria será nuestra! Nosotros hemos hecho todo el trabajo pesado.
—Eso es cierto, señorita Demelza —contestó Abbot— y dudo mucho que el señorito Gerard pueda llegar a comprender nunca todo lo que usted ha hecho para poner a este caballo en condiciones.
—¿Crees realmente que está en condiciones? —preguntó Demelza al viejo palafrenero una semana antes de la carrera.
—Si no lo está, no es culpa suya, ni mía, señorita Demelza —dijo Abbot—. Pero, deje ya de preocuparse por él. Con un poco de suerte, ganará.
Demelza recordó sus palabras y encontró un poco de consuelo en ellas, mientras ella y Nattie se dirigían a las carreras en el calesín.
Hoy, debido a que Abbot tenía que ocuparse de Firebird, iban a ser llevadas por un muchacho algo atolondrado, que tenían empleado en la caballeriza porque les costaba más barato que cualquiera de los otros chicos disponibles en el condado.
—No me gusta la idea de dejar que Ben las lleve mañana, señorita Demelza —le había dicho Abbot cuando volvían de la pista el viernes por la tarde.
—No tendremos ningún problema —contestó Demelza—. Y tú tendrás bastante qué hacer con Firebird, para tener que preocuparte también de nosotras.
Como estaba segura de que el conde iría a buscarla allí, Demelza, para sorpresa de Nattie, no insistió en ir a la sección de salida antes de la carrera.
—Suponía que querría usted dar mil instrucciones de último momento a Jem —dijo.
—Jem es un buen jockey y, de cualquier modo lo que haya de ser, será —contestó Demelza.
Era la primera vez que el nombre de Gerard aparecía en las tarjetas de las carreras como propietario y ella hubiera querido estar a su lado, para compartir su emoción.
«Se sentirá muy orgulloso cuando Firebird gane», pensó.
Sintió una gran ansiedad al pensar que tal vez el caballo fallara y dejara a Gerard con grandes deudas con los apostadores y sin dinero para liquidarlas.
Entonces recordó las mil guineas que el conde había pagado por el alquiler de la casa.
Había infinidad de cosas en que gastar el dinero en la casa; pero ella sabía muy bien que Gerard lo dilapidaría con gran facilidad en Londres.
Lanzó un leve suspiro y Nattie, al oírlo, dijo:
—Deje de preocuparse por ese caballo, señorita Demelza. Ganará si tiene que ganar; y si no, no hay nada que pueda hacer para cambiarlo.
Sus palabras hicieron a Demelza sonreír, casi a pesar suyo.
—Siempre sabes cómo consolarme, Nattie querida —dijo.
Pensó, al decir eso, que iba a necesitar todo el consuelo de su vieja niñera, en el futuro.
Vio al conde frente al Palco Real y caminar entre la multitud en dirección a la sección de salida.
Sólo usando toda la fuerza de voluntad que poseía, pudo contenerse y no correr a través de la pista, para reunirse con él mientras hablaba con Abbot.
Poniéndose de pie sobre el calesín, pudo ver cómo acariciaba el cuello de Firebird y decía unas palabras de aliento a Jem.
Entonces por temor de que pudiera verla, Demelza se sentó y no volvió a mirar en dirección a los caballos hasta que empezó la carrera.
Fue una desilusión que Firebird no fuera el único ganador; pero otro caballo, The Bard, había corrido mejor de lo que se esperaba. Por lo menos, pensó Demelza, Gerard consideraría que debía sentirse satisfecho de que su caballo hubiera hecho tan buen papel en la primera carrera en la que intervenía.
Nattie se había mostrado más emocionada que Demelza.
—Supongo que va a decirme ahora, señorita Demelza, que valió la pena las muchas veces que llegó helada hasta los huesos de montar bajo el viento del norte, o con el aspecto de una ratita ahogada, después de hacer correr a ese animal bajo la lluvia.
—Sí, todo ha valido la pena —reconoció Demelza—, y Gerard debe estar encantado.
Vio que los ojos de Nattie se iluminaban de placer y añadió:
—Cuando menos, debe haber ganado algo de dinero en esta temporada, si apostó a los caballos de su Señoría, además de apostar a Firebird.
—Yo le tengo dicho que no debe apostar nada —dijo Nattie, pero su voz no denotaba ningún enfado.
Cuando Nattie dijo que era hora de irse, después de la tercera carrera, Demelza buscó con los ojos al conde. Se dijo a sí misma que sería la última vez que lo vería en su vida.
Se daba cuenta, porque Nattie se lo había dicho, de que dos de sus invitados ya no regresarían a la casa.
Ambos habían dado a Nattie propinas generosas y Demelza sabía muy bien que cuando volvieran a quedarse solas, y Ascot cayera en el olvido, hasta el año siguiente, Nattie usaría ese dinero en comprar comida para la casa.
Demelza volvió la mirada hacia el Palco Real, buscando aquella figura alta y apuesta que hacía que su corazón latiera con más fuerza.
Pero no logró ver al conde.
Ben logró sacar con dificultad el calesín de aquel laberinto de vehículos que rodeaba la pista y se deslizaron lentamente, a través de los puestos y las tiendas de juego, hacia el brezal.
Cuando llegaron al camino había bastante tráfico, aunque no tanto como lo habría después de la última carrera, en la que todos los carruajes, coches y carretas querrían moverse al mismo tiempo, hacia Windsor o Londres.
Hacía mucho calor y Nattie dijo:
—Cuando lleguemos a casa, tomaré una buena taza de té, y supongo que usted querrá un vaso de limonada.
—Sí, eso me refrescaría mucho —contestó Demelza.
—Le pondré hielo —prometió Nattie—. El chef recibió un gran bloque de hielo hoy, para enfriar el champán de los caballeros. Eso es algo de lo que no disfrutamos con frecuencia en la casa.
Demelza no la estaba escuchando.
Pensaba en que vería al conde de pie en el salón, tal vez por última vez, y recordaba lo apuesto que le había parecido cuando lo vio por primera vez, a través del pequeño orificio.
Ya entonces lo amaba, aunque no se hubiera apercibido de ello.
En una voz que le costó trabajo hacer casual, preguntó:
—¿Su Señoría… se va esta… tarde?
Nunca oyó la respuesta a esa pregunta, porque en ese momento salieron de una desviación los caballos que tiraban de aquel carruaje y un segundo antes de que llegaran al calesín, mientras Ben tardíamente dirigía su caballo a la izquierda, Demelza comprendió que iba a haber un accidente.
Hubiera querido lanzar un grito de advertencia, pero antes de que pudiera hacerlo se produjo el impacto de las ruedas al chocar y sintió que el calesín se inclinaba a un lado.
Luego perdió toda noción de cuanto la rodeaba…
Volvió en sí después de recorrer lo que a ella le pareció un túnel larguísimo al final del cual se observaba una tenue luz.
Entonces Nattie apareció junto a ella y levantándole la cabeza como a una niña, le acercó algo a los labios.
—¿Qué… sucedió? —Trató de preguntar Demelza pero no escuchó que sus labios produjeran sonido alguno.
Después de un momento, como si adivinara lo que ella quería saber, Nattie dijo:
—Está bien, no se preocupe.
—¿Hubo… un… accidente?
—Sí, fue un accidente —reconoció Nattie— y usted se golpeó la cabeza con una piedra, pero el doctor dice que no tiene ningún hueso roto y que sólo ha sufrido una leve conmoción.
—Estoy… bien.
Era una declaración, pero Nattie la tomó como pregunta.
—¡Claro que lo está! El propio médico de Su Majestad vino a verla, ¡no una vez, sino dos!
—Dos veces —repitió Demelza y entonces preguntó—: ¿Cuándo fue… eso?
—Primero vino ayer, cuando sucedió el accidente y hoy ha vuelto de nuevo.
Dijo que si lo necesitábamos podría venir desde Londres. ¡Imagínese lo que costaría eso!
Demelza debió parecer preocupada, porque Nattie añadió a toda prisa:
—No se preocupe. Nosotros no pagamos nada. Su Señoría insistió en hacerlo él.
—¿Su… Señoría?
—Sí. Fue muy bondadoso y no quiso irse hasta que Sir William la vio por segunda vez.
—¿Ya se… fue?
Nattie arregló las almohadas y bajó la cabeza de Demelza sobre ellas con todo cuidado.
—Sí, se fue esta mañana. No hay nada que lo detenga aquí, ahora que las carreras han terminado.
—No… nada —repitió Demelza y cerró los ojos.
Más tarde, Nattie insistió en que Demelza comiera algo, y aunque le costó trabajo hacerlo, se sintió mejor después.
—¿Dónde está Gerard? —preguntó ella, sintiendo que era extraño que no hubiera ido a verla.
—Volvió a Londres con Su Señoría, dejando a Rolla aquí —contestó Nattie—. Y me parece muy bien. Ese pobre caballo necesita un buen descanso.
Demelza pensó lo satisfecho que Gerard debió sentirse de viajar en compañía del conde. Pero ambos se habían ido y aunque se dijo a sí misma que era una tonta, se sintió muy abandonada.
—El señorito Gerard habló de volver la semana próxima —dijo Nattie—, así que será mejor que se ponga usted bien. Y Abbot quiere verla. He estado de veras muy preocupado, pensando que tal vez fue culpa de Ben que ocurriera el accidente.
—¿No le dijiste que Ben no pudo hacer nada para evitarlo?
—Ese muchacho debió irse más a la izquierda —dijo Nattie, como si no pudiera dejar de criticar algo—. Al mismo tiempo, el caballero con el que chocamos conducía como un loco. Lo que yo siempre he dicho es que…
Nattie continuó hablando, pero Demelza no la escuchaba. Estaba pensando en el conde y en Gerard. Ellos habían vuelto a Londres y ahora la casa se sumiría en el silencio.
No oiría las risas procedentes del comedor y el dormitorio de su difunto padre estaría vacío. No habría ya necesidad de echar el cerrojo al panel cercano a la chimenea.
Pensó en cómo había salvado al conde y a Crusader del mismo destino.
Ésos eran los fantasmas, pensó ella, que la perseguirían siempre. El recuerdo que más la abrumaba, sin embargo, era la del conde esperándola en la glorieta cubierta de madreselva. Siempre que fuera allí, pensaría en él, esperándola.
Demelza bajó la escalera con cuidado, porque si se movía muy de prisa todavía se sentía un poco mareada. Si hubiera hecho caso a Nattie, se habría quedado en la cama.
—¿Por qué tiene tanta prisa por levantarse? —preguntó Nattie, en tono de reconvención—. No hay nada que tenga que hacer.
Era cierto, reconoció Demelza. Pero, al mismo tiempo, era peor quedarse en la cama e insistió, después de comer, en levantarse y vestirse.
Se puso uno de sus vestidos blancos y se arregló el cabello. Al verse en el espejo se dio cuenta de que estaba muy pálida.
—No puedo quedarme con usted, porque tengo muchas cosas que hacer en la cocina, pero le traeré una taza de té como a las cuatro. Y entonces volverá a la cama.
No esperó a que Demelza contestara pues estaba muy ocupada, lavando y limpiándolo todo, ahora que los visitantes se habían ido.
Demelza llegó al vestíbulo y notó que las rosas que había en la mesa, al fondo de la escalera, se estaban deshojando y había que cambiarlas.
Las rosas del salón también estaban muy abiertas pero su fragancia continuaba llenando el aire y ella caminó hacia la ventana, pensando si estaría ya lo suficientemente fuerte para llegar hasta la glorieta.
Entonces comprendió que no podría enfrentarse tan pronto a la intensidad de los sentimientos que ese lugar la evocaría.
Necesitaba estar un poco más fuerte. Entonces podría conjurar el recuerdo mágico de lo que allí había sucedido y la palpitante maravilla de la voz del conde cuando le había dicho que la amaba.
Sus recuerdos iban a ser siempre una agonía, pero tendría que vivir con ellos, pensó Demelza, porque, ¿qué otra cosa le quedaba?
Se quedó de pie ante la ventana, mirando hacia el jardín. El sol brillaba sobre los rododendros y la belleza del espectáculo que ofrecían era como un calmante para su dolorido corazón.
Oyó que se abría la puerta del salón, pero no volvió la cabeza, esperando oír la voz de Nattie reprendiéndola por no haberse quedado sentada y puesto los pies en alto como le había dicho.
Entonces, extrañada por el silencio tan impropio de Nattie, se volvió y su corazón le dio un vuelco en el pecho.
Era el conde quien se encontraba allí. Tan elegante, tan dominante y apuesto, como lo había estado viendo en su pensamiento desde que volviera en sí. Ella lo miró con los ojos muy abiertos, pensando que no podía ser cierto. Sólo cuando él llegó a su lado, Demelza comprendió que se había quedado sin habla y empezó a temblar.
—¿Ya estás mejor?
La voz del conde era profunda y ella sintió que vibraba al escucharla.
—Estoy… muy… bien.
—He estado desesperadamente preocupado por ti.
—¿Por qué… estás… aquí?
Él sonrió.
—Traje a Gerard de regreso conmigo y a un comerciante en obras de arte. Están ahora inspeccionando las pinturas de la galería donde te vi por vez primera.
—Eso fue… muy amable… de tu parte.
Las palabras parecieron salir con esfuerzo de sus labios.
Le resultaba muy difícil hablar, cuando él la estaba mirando del modo en que lo hacía en esos momentos.
—Ven y siéntate —dijo el conde—. Quiero hablar contigo.
Ella lo miró con expresión interrogadora, pero algo en la actitud de él la obligó a ir hacia la ventana y sentarse en el sofá, junto a la chimenea.
—Hay muchas cosas que tenemos que decirnos —dijo el conde—, pero, la primera y la más importante de todas… ¿cuándo crees que podrás casarte conmigo, mi amor?
Demelza lo miró estupefacta. Entonces, porque él estaba esperando una respuesta, logró tartamudear:
—Yo… yo… pensé… yo tenía entendido…
—Ésa es una de las cosas que tengo que explicar —dijo el conde— y sobre la cual debo implorar tu perdón.
—¿Mi… perdón?
Estaba sentado junto a ella, pero ahora se levantó y se quedó de pie, de espaldas a la chimenea. Entonces dijo con una voz grave que ella no había escuchado antes:
—De hecho, te he engañado, aunque no era mi intención hacerlo. ¡Mi esposa murió hace cinco años!
Los ojos de Demelza estaban fijos en los de él, pero ella no pudo decir nada.
Sólo sintió como si la niebla de desventura que la había envuelto en los últimos días empezara a disolverse y entre ella aparecía un dorado rayo de sol.
—No voy a decirte lo que sufrí —continuó el conde—, cuando poco después de mi matrimonio, que había sido arreglado por mis padres varios años antes de que se realizara, mi esposa se volvió loca. Baste decir que cuando por fin me vi obligado a enviarla a un manicomio, juré que nunca más permitiría la humillación de volver a encontrarme en las mismas circunstancias.
Contuvo un momento la respiración, como si recordara los horrores de los que nunca antes había hablado con nadie, pero que había dejado heridas tan profundas que él pensaba que no cicatrizarían nunca.
—Pero cuando me lancé al mundo de la alta sociedad solo, como si fuera soltero, descubrí que no sólo podía olvidar lo sucedido, sino que mi peculiar posición me daba ciertas ventajas.
No necesitaba ampliar la explicación. Demelza comprendió que aunque las mujeres lo encontraran atractivo o irresistible, no podían aspirar a una posición permanente en su vida, ni a una unión legal.
—No necesito decirte —dijo el conde— que, una vez que descubrí las ventajas que tenía estar casado, pero con absoluta libertad de movimientos, procuré mantener en secreto la muerte de mi esposa, cuando se produjo, y la oculté hasta a mis más íntimos amigos.
Miró a Demelza mientras hablaba. Entonces dijo en voz baja:
—Juré que nunca volvería a casarme y aun cuando te conocí, mi cielo, no sentí deseos de atarme.
—Sí… lo comprendo —dijo Demelza en voz baja.
—Pero cuando me alejaste de tu lado comprendí que no podría vivir sin ti. Hubo un momento de silencio antes de que el conde continuara diciendo: —Estaba decidido, pese a los obstáculos que pusieras en mi camino, a verte, a estar contigo. Pero cuando te vi arrojada del calesín, frente a mis ojos, comprendí que si tú morías, la vida sin ti no tendría sentido.
Habló con tanta suavidad que por un momento no llegó a Demelza todo el impacto de lo que estaba diciendo.
Entonces, como si comprendiera, se movió por primera vez desde que él empezó a hablar, y unió las manos con fuerza.
—Por eso he vuelto —dijo el conde—, para explicarte lo que debí haber explicado antes, y para pedirte que seas mi esposa.
Sus ojos se encontraron, pero él no se movió hacia ella. En cambio, se quedaron mirándose largo rato.
Entonces, Demelza se puso de pie, caminando hasta la ventana y mirando hacia fuera dijo:
—¡Te… quiero! Te amo tanto que no podría… soportar que te arrepintieras… algún día de lo que quieres hacer.
Los ojos del conde se clavaron en el rostro de ella, pero no habló. Después de un momento ella dijo titubeante, como si estuviera buscando las palabras con gran cuidado:
—Ahora que eres libre… ahora que no estaría mal desde… el punto de vista de Dios… y no habría… nadie que lo desaprobara… excepto Gerard y Nattie… estoy dispuesta a hacer… cualquier cosa que me… pidas… pero no necesitas… casarte conmigo.
Su voz pareció morir en su garganta y ahora, por primera vez desde que se incorporara se volvió para mirarlo.
Vio en el rostro del conde una expresión que por un momento ella no comprendió. Él caminó hacia ella y la tomó con gentileza en sus brazos.
La cabeza de ella se apoyó en el hombro de él y el conde bajó la mirada hacia Demelza con una ternura tal que por un momento cambió tanto su rostro que casi parecía el de un desconocido.
Su voz era profunda y conmovida al decir:
—¿Realmente piensas que eso es lo que yo deseo, preciosa mía, mi adorable y pequeño fantasma? Te quiero como a mi esposa. Te quiero porque ya me perteneces, porque somos parte uno del otro, y nunca volveré a perderte.
La oprimió un poco contra su pecho al decir:
—Intento atarte a mí con cuantas cadenas y votos existen; pero creo que, en realidad, ni todas las ceremonias matrimoniales podrían atarnos más de lo que ya estamos.
Ella levantó la cabeza y él vio, por la repentina luz radiante que había en los ojos color violeta, que esto era lo que ella deseaba oír.
Se miraron con intensidad a los ojos; entonces los labios del conde buscaron los de ella.
A Demelza le pareció que todo lo que había deseado siempre estaba allí, en aquel beso. Al contacto de sus labios, el dolor que había sufrido desapareció y sólo quedó la maravilla y la gloria que parecían venir del mismo cielo.
Así es como ella había imaginado siempre que sería el amor… un amor creado por Dios, tan perfecto, tan divino, que no era de este mundo.
Y, sin embargo, la cercanía del conde y la exigencia que sabía que había tras su beso, la hizo sentir como si todo su ser estuviera invadido por un esplendor cuya intensidad la cegaba.
Sintió que la presión de sus labios aumentaba, que sus brazos la ceñían con más fuerza, y entonces empezó a besarla más apasionada, más dominante y posesivamente.
—¡Te… quiero! —Hubiera querido gritar ella.
Pero no había palabras que pudieran expresar el hecho de que se habían encontrado y ahora, como había sucedido desde un principio, no eran ya dos personas, sino una sola.