Capítulo 5
Nana estaba casi dormida cuando Georgia abrió la puerta del dormitorio y con suavidad se deslizó al interior.
—¿Es usted, queridita? —preguntó Nana y levantó la cabeza.
—Sí, soy yo.
—¿Se fue el caballero?
Georgia se acercó a la cama para mirar a la buena mujer.
—No, Nana, se quedó.
—¿Se quedó! ¿Quiere decir que el señor Raven cruzará con ustedes mañana por la noche?
—Lo convencí. Oh, Nana, siento que fue una tontería. No es uno de nosotros. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Enoch no regresará a casa hasta mucho después de que hayamos zarpado rumbo a Francia.
—El señor Raven no la traicionará. Estoy segura.
—Es muy misterioso. Bien vestido, un caballero, pero es un fugitivo. Se oculta, él mismo me lo dijo.
—¿Qué razón tendrá para ello? —preguntó Nana, intrigada—. Las deudas son lo más común que hacen que un caballero se oculte, sin embargo, hay algo diferente en él. He servido toda mi vida a caballeros y sé que es de noble cuna.
—No ha habido muchos caballeros en nuestra vida durante los últimos años. Tal vez has olvidado cómo son en realidad. Los que se han hospedado aquí, te han alterado el juicio.
—No piense en ellos, queridita, sabe que eso la angustia.
—Es imposible no pensar —respondió Georgia, quebrándosele la voz.
Se sentó en la orilla de la cama de Nana.
—No puedo evitar al verlos llegar a la casa —continuó con voz baja, como sí hablara consigo misma—, recordar lo que sucedió la primera vez que mi madrastra trajo un grupo de invitados de Londres…
—Olvídelo, señorita Georgia —le suplicó Nana.
Pero Georgia continuó como si no la hubiera escuchado.
—Puedo verla —murmuró—, elegantemente ataviada con un vestido nuevo de muselina y una capa con plumas de cisne. «Georgia», me dijo, «pareces una lechera. Olvida tus modales de campesina esta noche y cena con nosotros. Tengo un amigo que está ansioso por conocerte…».
—¡Olvídelo, olvídelo! —rogó Nana.
Pero Georgia miraba sin ver porque su mente recreaba los sucesos de esa noche aterradora.
Bajó a cenar, emocionada. Se había sentido triste y solitaria desde la muerte de su padre. Además, sintió la emoción inesperada de estrenar un costoso vestido que su madrastra le regalara y se arregló el cabello como creía que era la última moda. La dicha de arreglarse, que ninguna mujer puede resistir, iluminó su mirada.
Al mirarse al espejo reconoció que nada en su apariencia podría avergonzarla.
—Está preciosa esta noche, señorita Georgia —exclamó Nana—. Sólo desearía que su padre pudiera verla.
—Creo que a papá le habría gustado que yo cenara abajo —contestó Georgia mientras pensaba en el año de luto en la soledad de la casa que en ocasiones le parecía imponente y deprimente. Pero ahora su madrastra había regresado de Londres.
Había una cantidad de velas encendidas en los candelabros. En la cocina, los cocineros preparaban lo que para ella tan inexperta, era una cena sensacional.
El vestido que le dio su madrastra era el más lujoso que había poseído nunca. Y al entrar en el salón, todos los presentes se volvieron para mirarla, pero ella no tuvo miedo. Fue más tarde cuando lo padeció, debido a la pasión cruda en la voz de Lord Ravenscroft, a la oscura mirada de sus ojos enrojecidos y a las caricias que intentaba prodigarle.
Ella intentó evitarlo, pero no lo logró. El resto del grupo se dedicaba al juego o a sus propias parejas. Ella parecía estar aislada a solas con él. Intentó pensar en una excusa para retirarse, pero no deseaba enfadar a su madrastra, quien había hecho hincapié en lo importante que era su señoría.
Él la invitó a que le mostrara un cuadro en un salón contiguo. Inexperta, accedió. En cuanto estuvieron solos, la tomó en sus brazos y la ciñó hacia él.
—¡No, no! ¡Suélteme… señor! —exclamó Georgia.
—¡Eres tan dulce! —exclamó él con la voz enronquecida que semejó la de un animal. La oprimía tanto que casi no le permitía respirar y podía sentir su aliento caliente y alcohólico junto a su mejilla.
—Debo… regresar… la gente… pensará… suélteme…
—La gente pensará la verdad, que me fascinas y que te deseo.
Atemorizada, se debatió y hasta trató de golpearlo con los puños. Pero él era demasiado fuerte. Sintió sus gruesos labios posarse en su mejilla y sus besos le parecieron brutales y asquerosos. Intentó gritar, ¡pero él la besó en la boca!
—¡Me excitas! —exclamó triunfante—. ¡Eres un ave pequeña que debo capturar! ¡Aletea cuanto quieras, pero serás mía!
La besó de nuevo y ella pensó que iba a desmayarse por el horror y la humillación, por fin se sobrepuso y logró liberarse. Escapó, pero estaba tan confundida que corrió, cruzó el salón y salió al vestíbulo.
Fue entonces que el horror de esa noche se desató. Los otros invitados, animados por el alcohol obedecieron la orden de Lord Ravenscroft:
—¡Atrápenla! —y la persiguieron por toda la casa.
Aturdida por los besos de Lord Ravenscroft, Georgia no tuvo el buen sentido de dirigirse al área de la servidumbre para buscar la protección de Nana. En cambio, subió por la escalera, a la vista de todos. Alguien descolgó un cuerno de caza y el ruido y gritos que la seguían la asustaron tanto como a una joven cierva perseguida por una jauría de sabuesos.
Subieron persiguiéndola y sin aliento y aterrada, se dio cuenta de que intentaban obligarla a bajar para hacerla caer en brazos de Lord Ravenscroft. De pronto, recordó la entrada al pasadizo secreto. Llegó a ella segundos antes que el primero de sus perseguidores llegara al rellano de la escalera. Se deslizó y cayó casi inconsciente sobre la escalera del interior.
Podía escuchar cómo la buscaban. Pasos, gritos, puertas que se abrían y cerraban, que duraron largo tiempo.
Más tarde, se deslizó hasta la habitación de arriba y permaneció en la cama, temblorosa, hasta el amanecer. Con la luz del día recobró el valor y decidió que jamás, por ninguna razón, su madrastra la haría que volviera a encontrarse con Lord Ravenscroft.
Lady Grazebrook no estaba muy complacida.
—Tonta campesina —le riñó—. ¿No comprendes lo mucho que podría beneficiarte Lord Ravenscroft? ¡A menos que desees permanecer enterrada en este alejado lugar toda tu vida, es incomprensible tu reacción!
—Es lo único que deseo —respondió Georgia—. Estoy a gusto aquí y nunca más, nunca, ¿entiende? me reuniré con usted y con sus amigos para nada. Si vienen a la casa, lo cual no puedo impedir, no deben verme.
—¡No seas absurda! —empezó a decir Lady Grazebrook, pero guardó silencio al ver la expresión del rostro de Georgia.
—Prefiero matarme —declaró ella con lentitud—, a permitir que ese hombre me toque de nuevo.
Al menos en esa ocasión, Caroline pareció un tanto avergonzada.
—Tal vez su señoría se excedió —reconoció—. Está acostumbrado a que las mujeres se sientan halagadas con sus atenciones. Tienes que crecer, Georgia, y aprender a manejar a los hombres. Hablaré con Lord Ravenscroft.
—Me niego a volverlo a ver, a hablarle o a presentarme ante él —dijo Georgia—. Si me obliga a reunirme con él o con cualquier otro que traiga a la casa, me fugaré.
—¿Y adonde irías? —preguntó burlona Lady Grazebrook, pero comprendió que había ido demasiado lejos con Georgia y de ahí en adelante no insistió en que se presentara a sus fiestas.
Pero Georgia tuvo otra experiencia aterradora. A la noche siguiente se acostó temprano, no durmió, una y otra vez pasaban por su mente los sucesos de la noche anterior. De pronto, a la una de la mañana escuchó un ruido leve afuera de su dormitorio. No había apagado la vela; por lo sucedido, temía hasta a la oscuridad. Sentada en la cama, vio cómo la perilla de su puerta se movía con lentitud. Por fortuna había echado llave, algo que no acostumbraba hacer.
Había alguien afuera, podía escuchar su respiración.
—¿Quién es? —preguntó, temblorosa.
—Déjame entrar, pequeña Georgia, quiero hablar contigo —susurró una voz repulsiva.
Supo quién era y el mismo pánico que la hiciera huir la noche anterior, la abatió. Saltó de la cama y con todas sus fuerzas empezó a apilar los muebles contra la puerta. Cuando terminó, el cuerpo le dolía por el esfuerzo. Permaneció inmóvil, mientras escuchaba y a través de la oscuridad oyó la voz odiada, arrogante y confiada:
—Esperaré, pequeña Georgia, esperaré.
Y se rió antes de alejarse.
Al día siguiente estaba enferma de terror y así continuó largo tiempo después de que el grupo partiera a Londres. Fue Nana quien encontró la solución e insistió en que cada vez que su madrastra y sus amigos llegaran a Cuatro Vientos, Georgia durmiera en la diminuta habitación contigua a su alcoba.
Era apenas más grande que un guardarropa, pero Georgia se sentía segura ahí. Sólo había dos lugares donde sabía que no podrían encontrarla, en esa habitación o en la del pasadizo secreto.
—Olvídelo, queridita —insistió Nana una vez más mientras Georgia terminaba de repetir el horror de esa experiencia.
—No puedo. Cuando Lord Ravenscroft está aquí en la casa, Nana, recuerdo sus labios sobre los míos. Es malvado.
—Ya todo terminó.
—Sin embargo, de alguna manera siento que jamás estaré segura mientras él viva —objetó Georgia—. Y también sé que todavía pregunta por mí. Mi madrastra sugirió hoy que me pusiera uno de sus vestidos para atender a sus invitados y lo mencionó a él.
—Creo que usted exagera lo que pudo haber sido un incidente sin importancia para su señoría. Puede estar segura que hay mujeres de todo tipo dispuestas a complacerlo. Sin duda ya se olvidó de usted.
Nana no creía en sus propias palabras, pero deseaba tranquilizar a Georgia.
—Si sólo pudiera creer que eso es verdad —suspiró Georgia.
—De todas maneras, se irán mañana.
—¿Mañana? —de pronto el rostro de Georgia se iluminó—. ¿Por qué tan rápido?
—Según lo que el cochero dijo, sólo están aquí entre dos visitas. Pasaron la noche anterior en la casa de Lord Ravenscroft, por eso llegaron temprano. Y mañana parten para hospedarse con otras amistades de la señora, cuyo apellido no recuerdo.
—Por cierto, eso me hizo recordar que el señor Raven desea saber el nombre de un caballero vestido de gris.
—¿Gris? Creo que lo vi en el pasillo antes de la cena. Delgado, alto, de rostro arrugado.
—Debe ser él. ¿Sabes quién es?
—Intentaré averiguarlo mañana —prometió Nana—. Los sirvientes lo sabrán. Hay uno que no es tan malo como el resto, un jovencito bastante agradable.
—Esperemos que en esta ocasión no dejen la casa en tan lamentable estado como la última vez.
—Me llevó una semana limpiarla —suspiró Nana—. Y si no hubiera sido por la ayuda de la señora Ivés, habría tardado el doble.
—Ya sabes que no podemos pagar a nadie para que nos ayude.
—La señora Ivés no nos cobra, queridita. De vez en cuando toma algunas verduras de la huerta y cuando hago sopa de pollo, le llevo un poco para su niño más pequeño. Como sabe, es un niño débil.
—No sé qué harían los aldeanos sin ti —comentó Georgia y se inclinó para besar la mejilla de Nana.
—No vaya a permanecer despierta toda la noche —le advirtió la mujer.
—Trataré de dormir —prometió Georgia—, sé lo que nos espera mañana.
—La señora no tiene razón para obligarla. Es demasiado peligroso. ¿Cómo terminará este asunto, Dios mío? A veces, querida, siento que no viviré para verla regresar a salvo. Cuando no está, apenas si puedo respirar.
—No hay nada que podamos hacer para evitarlo.
—Lo se, y también que la señora empieza a exigir más cargamento. Somos nosotros quienes le proporcionamos el dinero para pagar a esos odiosos sirvientes y comprar finos caballos. Debe comprender que si los capturan no habrá más toneles ni paquetes. Sin usted, pronto tendrá sólo agujeros en su bolsillo.
—No creo que ella reflexione sobre eso. Está decidida a obtener lo que desea y su sed de oro es insaciable —observó Georgia con un suspiro.
—¿Le ha dado dinero para pagar a los hombres? No accederán a ir de nuevo si no lo hace.
—Sí, la obligué a darme dinero antes de la cena. Por fortuna ganó en los naipes e hice que me diera una guinea más para cada hombre, porque traerían un pasajero. No son tontos y saben, igual que yo, que esos franceses son espías de Napoleón.
—¿Y qué piensa de ello el señor Raven? —preguntó Nana inesperadamente.
—Se escandalizó. Por supuesto es una locura confiar en un desconocido, pero ¿qué podía hacer? No podemos zarpar sin un remero menos. Nuestra seguridad depende de ser más rápido que las autoridades de aduanas.
—Su mayor seguridad, querida, es que nadie sospecharía de usted —la corrigió Nana—. Cuatro Vientos siempre estará libre de sospecha porque su padre, que Dios tenga en su gloría, era respetado en todo el país.
—¡Pobre papá! Me pregunto qué diría si supiera…
—Váyase a dormir, señorita. No tiene objeto pensar en eso a esta hora de la noche.
Georgia se puso de pie para echar llave y colocar un pestillo nuevo en la puerta.
—Ahora me siento segura —dijo—. Pero hasta que ese hombre no se vaya, sentiré miedo.
—Es una lástima que el señor Raven no pueda darle una lección a su señoría —señaló Nana—. Es un joven fino y confiable. Le llevaré mañana una camisa del señor Charles, para lavar la suya mientras están fuera.
—No te preocupes por el señor Raven, si no estuviera en problemas no se encontraría aquí. Y puedo jurarte que le caerán muy bien las guineas.
—Será mejor que le preste la sudadera de pescar del señor Charles —continuó Nana como si no la escuchara—. No puede remar con la chaqueta que lleva puesta. Me alegra que vaya con usted, señorita Georgia; tengo la sensación de que si hubiera problemas, podría depender de él.
—No dependo de nadie. Sabes lo que pienso de los hombres, en especial de los de su tipo. En lo único en que confío es en mi pistola.
A pesar de sus palabras, sintió que difamaba al hombre más de lo justo. Había accedido a acompañarlos y aunque se decía que lo hacía por las guineas, sabía que estaba decidido a irse. ¿Por qué habría cambiado de opinión?
«Podrá irse en cuanto volvamos», se dijo, entonces, sintió un estremecimiento de temor; ¿y si no volvían porque los capturaran?
* * *
A la noche siguiente, por el tono de su voz y la orgullosa manera en que mantenía erguida la cabeza, nadie habría pensado que Georgia no se sentía del todo confiada mientras conducía al duque desde su escondite y a través de la casa, hasta las escaleras que daban al sótano.
Él pasó un día aburrido acostado y hasta intentó leer alguno de los viejos libros. No había bajado por la escalera para escuchar por las puertas secretas o a atisbar hacia el salón. Le disgustaba el grupo y no deseaba ver de nuevo a Caroline.
Tenía edad y experiencia suficientes para reconocer a su ex amante por lo que era, una ambiciosa sin escrúpulos.
Desde que heredara, había tratado a las mujeres del tipo de Caroline con divertida tolerancia. Sabía que lo consideraban una presa deseable, por lo que no volverían a engañarlo. Caroline le enseñó una dura lección y jamás repetiría el error. Pero lo sublevaba pensar que tuviera en sus garras a una joven sencilla y que obligara a un grupo de decentes campesinos a infringir la ley.
Era lo suficientemente honesto para preguntarse hasta qué grado su indignación contra Caroline se basaba en el hecho de que no deseaba tomar parte en la aventura que le esperaba. Había dado su palabra a Georgia, por lo tanto, no podía dar marcha atrás, pero no se engañaba a sí mismo respecto a que le desagradaba remar los treinta y tres kilómetros que los separaban de Francia.
Además, no sabía si lo resistiría. No había remado desde que estudiaba en Oxford, pero al menos tenía muy buena condición física, ya que hacía poco tiempo había entrenado a varios potros.
—Vaya desorden que dejaron los huéspedes de su madrastra —comentó a Georgia mientras cruzaban la casa desierta y observaba los pisos sucios y las pilas de trastos sucios todavía en la mesa.
—Siempre es lo mismo —contestó Georgia.
El duque no insistió en el tema. Observó con interés cómo se abría sin ruido la bien aceitada puerta del sótano y con cuidado bajó los escalones mientras Georgia alumbraba el camino con una linterna.
—Los barriles y paquetes todavía están aquí —comentó el duque.
—Supongo que los recogerán más tarde.
—¿Quién los recoge?
—No tengo idea, excepto que es un hombre que se llama Philip. Los sacan del sótano por otra puerta que da al patio de la caballeriza. Nadie en la casa ve cuando se los llevan.
De pronto, se detuvo y levantó la vista hacia él:
—¿Por qué tan interesado? ¡Oh, Dios, si es una trampa ya sabe usted demasiado!
—Está nerviosa o no imaginaría esas tonterías. Ya le dije que no haría nada que le causara daño, se lo prometí.
—Pero hace muchas preguntas.
—Siento curiosidad y a usted, en mi lugar, le pasaría lo mismo. Imagínese que hubiera salido a dar un paseo a caballo y que se viera en una situación así. ¿No querría saber qué es lo que sucede? Además, me interesan los contrabandistas, desde que era pequeño me interesaban.
—No sería así si supiera tanto como yo —contestó Georgia con amargura—. No tengo más remedio que creer en usted. Pero no insista. Mañana, cuando se vaya, tendrá que jurar que olvidará todo lo que vio o escuchó.
—Sí, sí, señora, obedeceré sus órdenes. Debió haber sido hombre en lugar de mujer, da órdenes como si fuera un sargento.
Georgia se rió.
—¿No ha adivinado por qué me llamaron Georgia? Debí ser George, como Su Majestad y mis padres se acostumbraron tanto a pensar en mí como George antes que naciera, que el único privilegio que le dieron a mi sexo fue añadir una «a» a mi nombre.
El duque lanzó una carcajada.
—Ssshh —ordenó Georgia—. Cuando lleguemos a la cueva deje que me adelante y les explique a los demás por qué me vi obligada a pedirle que se uniera a nosotros. No va a gustarles.
Sin embargo, ella pudo eliminar cualquier objeción. Cuando él se les unió un poco después fue aceptado sin protesta, aunque lo miraban con suspicacia y frialdad.
Anochecía. Y cuando el bote estaba en el agua y todos a bordo, el último rayo del sol se había desvanecido en el horizonte y la primera estrella brillaba sobre ellos.
El duque ocupó su lugar junto a un hombre muy tosco, que se enteró era el herrero local. Tomó el remo con firmeza, irguió la espalda y mantuvo la esperanza de no hacer el ridículo. Para su sorpresa, el bote parecía ligero y se movía con suavidad y buen equilibrio sobre el agua.
Miró hacia Georgia que iba sentada en popa y pensó que nadie pensaría en describirla como una dama de sociedad. Llevaba puestas las altas botas de pescador y la vieja chaqueta. Una pañoleta negra cubría su cabellera rubia.
—Listos —ordenó en tono autoritario—. Fred marcará el ritmo. Ahora veamos si podemos cruzar el canal en tiempo récord.
Mientras remaban, el duque pensó, con alivio, que no era tan exhaustivo como temiera. Pero a la vez, usaba músculos poco ejercitados y sabía que mucho antes que regresaran, le dolería la espalda.
El mar estaba en calma y pronto se encontraron a mitad del canal, a una excelente velocidad. Remaban en silencio, con la excepción de alguna palabra ocasional de mando que profería Georgia. Uno de los hombres empezó a silbar casi sin darse cuenta y le ordenó que guardara silencio.
—No desperdicie el aire, Cobber. Además, no sabemos quién pueda escuchar.
Las horas transcurrieron sin incidente. Tres horas y media después, Georgia indicó:
—Tierra a la vista.
Se dirigieron hacia una pequeña ensenada, dos de los hombres saltaron y tiraron del bote hasta detenerlo sobre la arena. En seguida todos bajaron y mientras el duque los imitaba, se preguntó lo que diría Pereguine si supiera que chapoteaba en agua salada con sus mejores botas.
Los hombres permanecieron junto a la embarcación, en cambio Georgia se adentró en la oscuridad.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el duque.
—Ella siempre nos deja esperando —respondió uno de los hombres—. Si hay peligro y no puede regresar, tenemos órdenes de zarpar sin ella.
—Eso me parece muy poco caballeroso.
—Hacemos lo que nos ordenan.
—Yo no estoy de acuerdo con que los hombres usen a una mujer como señuelo —comentó en tono despectivo y a pesar de las protestas que murmuraban a sus espaldas, fue tras Georgia.
La noche era clara y no tardó en verla a poca distancia de él, de unas cuantas zancadas, la alcanzó. Ella se volvió indignada al sentirlo a su lado.
—¿Qué hace? Mis órdenes son que los hombres permanezcan junto al bote.
—Son suficientes para hacerse a la mar sin mi ayuda en caso de peligro.
—No permitiré que discuta mis órdenes. Sé bien lo que hago.
—Eso espero, porque iré con usted y no tengo ningún deseo de caer en una bien preparada emboscada.
—Aquí no las hay. Regrese y espéreme.
—No voy a hacerlo, así que no perdamos tiempo en territorio enemigo. ¿En dónde está el pasajero?
Como si comprendiera que nada que pudiera decir tendría efecto, Georgia avanzó en un obstinado e indignado silencio. Unos pasos más adelante se encontraron bajo unos altos riscos. Rodearon algunas rocas, donde oculta de la playa, había una cueva.
Georgia se detuvo y lanzó un bajo y prolongado silbido. Casi en seguida, a la entrada de la cueva apareció un pescador con una linterna en la mano.
—Llega temprano, señora —dijo con un acento marcado que hacía difícil entenderle—, de lo contrario, la habríamos esperado en el mar.
—Hicimos mejor tiempo de lo usual —contestó Georgia en excelente francés—. ¿Todo listo?
—Todo, señora. No hay carga, como sabe, sólo el señor, que está muy nervioso.
—Dígale que debemos partir de inmediato.
El hombre desapareció en el interior de la cueva, para reaparecer un momento después. Lo acompañaba otro hombre, cubierto por una gruesa capa larga y un sombrero metido hasta casi los ojos.
—Buenas noches, señor —saludó Georgia.
Aunque estaba oscuro y la linterna no alumbraba mucho, el duque pudo notar la sorpresa del francés al escuchar una voz femenina.
—¿Una mujer? —preguntó al pescador.
Mientras ellos hacían un rápido intercambio de palabras, Georgia susurró al duque:
—A los pasajeros nunca se les dice que soy una mujer o se negarían a embarcar.
Después el francés se volvió y se llevó la mano de Georgia a los labios.
—Encantado, señora —dijo con un tono de voz que carecía de sinceridad.
—Vamos, rápido, no debemos perder tiempo —dijo Georgia agitada.
Cuando llegaron a la embarcación, indicó al duque:
—Será mejor que lo lleve en brazos para que aborde, no lleva botas.
Sonriente, el duque obedeció. El francés iba a protestar, pero prefirió no mojarse los pies. El duque lo colocó en la popa, los demás empujaron el bote hacia aguas más profundas y luego él saltó a bordo.
Mantuvieron el mismo ritmo anterior, aunque al duque le pareció que no avanzaban con la misma rapidez que antes. Sin embargo, era suficiente velocidad y el mar estaba muy calmado. Soplaba un viento nocturno frío, pero ninguno de ellos lo sentía, excepto, tal vez, el pasajero embozado en su capa que se estremecía de vez en cuando. Tal vez eso, pensó el duque, se debía a que sentía temor.
Hasta ahora el duque empezó a sentir la tensión de emplear músculos que no había ejercitado durante casi ocho años. También sus manos comenzaban a ampollarse con el remo. Le avergonzó su propia debilidad y casi se sintió aliviado al darse cuenta de que su robusto compañero, el herrero, respiraba con dificultad.
—Sólo faltan veinte minutos —dijo Georgia—, para llegar a casa.
Su voz alertó al francés, que se incorporó y miró a su alrededor.
—Falta poco, señor —le aseguró Georgia en francés, para tranquilizarlo.
Él musitó algo entre dientes y el duque sintió un súbito deseo de tirarlo por la borda.
«Malditos espías, pensó», «se deslizan como serpientes en Inglaterra».
Se decía que toda la información que tenía Bonaparte acerca de los movimientos de las tropas y navíos ingleses, se debía a esa gente que se ganaba la confianza del pueblo de Inglaterra y hasta compraba información de quienes siempre estaban dispuestos a convertirse en traidores si se les pagaba por ello.
Su indignación hizo que su cansancio se desvaneciera y se dedicó a remar con mayores bríos.
De repente, sonó un disparo en la oscuridad.
—¡Los del bote! ¡Deténganse en nombre de Su Majestad, el Rey George!
—¡Autoridades aduanales! —exclamó Georgia entre dientes, pero todos la escucharon—. ¡Muévanse rápido, más rápido!
No había necesidad de que lo dijera. Toda la tripulación pareció cobrar nuevas fuerzas, remaban por su vida.
—¡Deténganse! —gritó la voz en la oscuridad, que después de una pausa agregó—: ¡Obedezcan o disparamos!
—¡Rápido, rápido, mantenga baja la cabeza!
El bote parecía volar por encima del agua. Se escuchó un estruendo y el duque sintió el silbido de una bala que pasó muy cerca de su oreja izquierda.
—¡Abajo la cabeza! —ordenó con el tono de voz que los hombres que había tenido a su mando en Portugal conocían tan bien—. Georgia, tírese al fondo del bote, en seguida.
Ella lo obedeció. Aumentaron los disparos, que zumbaban sin cesar sobre sus cabezas, pero ninguno de ellos demasiado cerca.
—¡Aprisa, aprisa! —la voz de Georgia ya no era una orden, sino una súplica—. ¡Oh, Dios mío, permítenos escapar… permítenos llegar a casa!
De pronto, el francés se puso de pie.
—¡Es peligroso! —gritó mientras agitaba los brazos como si en su terror fuera a arrojarse al mar.
—¡Siéntese, tonto! —le indicó el duque, pero era demasiado tarde. Después de un disparo, se escuchó un grito y el francés se desplomó y cayó sobre Georgia, quien había intentado obligarlo a que se cubriera en el fondo, junto a ella.
—¡Remen, remen! —gritó el duque—. ¡Yo les marcaré el ritmo, uno dos, uno dos!
Lo obedecieron y el esfuerzo hizo elevarse el bote sobre el agua. Se escucharon más disparos, esta vez a la izquierda. El duque levantó la vista. Habían entrado a un banco de niebla bajo los riscos. No permitiría que los remeros aminoraran el esfuerzo.
—Uno dos, uno dos… —avanzaban con mayor rapidez.
Georgia se había incorporado de nuevo, mientras el francés permanecía tirado en el fondo de la embarcación.
—Ya… llegamos —dijo con voz quebrada.
Los hombres guiaron la embarcación hacia el riachuelo, saltaron y la llevaron a tierra. El duque recogió su remo y cuando el bote se detuvo, Georgia exclamó:
—¡Váyanse a casa… y olviden lo que vieron esta noche!
Al duque le pareció que todos desaparecieron antes que ella terminara de hablar.
—Será… mejor… que lo… llevemos… a la cueva —indicó temblorosa.
—Yo lo haré, consiga una linterna.
Georgia saltó del bote y el duque levantó al francés en brazos. Mientras lo conducía hacia la cueva, advirtió que todavía respiraba. Georgia los esperaba con la linterna en la mano.
Colocó al herido en el suelo y luego vio que la bala le había atravesado el pecho. La sangre había empapado su capa y la chaqueta.
—¿Está… muy… mal? —preguntó Georgia, casi sin aliento.
Antes que el duque pudiera contestar, el hombre balbuceó:
—Di… digan… a… Jules —dijo en francés y con voz apenas audible—, di… digan… a… a… Ju… Jules… que mate… al príncipe… ense… guida… por órdenes, del… em… pe… rador.
Una bocanada de sangre le bañó la barbilla. Hizo un movimiento convulsivo con las manos y quedó inmóvil.
El duque había visto morir a muchos hombres y comprendió que el espía francés había muerto.