Capítulo 1
—¡Demonios, volviste a ganarme! —el Duque de Westacre se levantó de la mesa de juego y arrojó los naipes por la habitación. Volaron sobre el elegante mobiliario y llegaron hasta el sofá tapizado de damasco.
Su compañero se reclinó sobre el respaldo de la silla y se rió.
-Te conviertes en un mal perdedor, Trydon.
—Es la tercera noche que me ganas todos los juegos.
—Ya conoces el refrán, ¿verdad? —preguntó el Capitán Pereguine Carrington—. Desafortunado en el juego, afortunado en el amor.
El duque lo miró, cruzó el salón y salió por las ventanas francesas que se abrían hacia el jardín. Permaneció inmóvil mientras el aire fresco y dulce de la noche azotaba su rostro. Unas horas antes, una profusión de luces alumbraba los macizos de flores, el estanque con lirios acuáticos y las veredas que conducían hacia el lago artificial. Pero las velas se habían consumido y sólo unas cuantas linternas chinas que se agitaban al viento, eran testigos, de que el jardín había sido un lugar festivo y alegre.
—¿Y bien? —preguntó Pereguine Carrington desde la mesa.
—¿Y bien, qué? —contestó el duque malhumorado—. ¿Crees que disfruté de la velada? ¡Caramba, Pereguine, me sentí como una zorra! Ahora sé lo que es ser perseguido. Sí, perseguido por esas matronas y sus hijas, que parecen todavía polluelos recién salidos del cascarón.
—Ya se retiraron —contestó Pereguine en tono consolador—. Nuestra anfitriona vino a despedirse hace como dos horas, pero al verte tan ceñudo y enfrascado en el juego, aunque supongo que deseaba darte las buenas noches, se limitó a agitar la mano hasta mí antes de desaparecer.
El duque se volvió hacia su amigo y tuvo la cortesía de mostrarse casi avergonzado.
—Supongo que debía estarle agradecido a mi madrina por el interés que muestra hacia mí —dijo—. ¡Pero la verdad, Pereguine, es que no deseo casarme! ¡Y estoy harto de ese parloteo de que mi castillo necesita una castellana y mi casa de Londres una anfitriona! Soy yo quien tendría que vivir con ella, no mi madrina. Ni tampoco esos fideicomisarios que no cesan de atormentarme con su eterna cantaleta de lo que se espera de mí.
—Bueno, eres duque —observó alegre Pereguine—. Y no puedes tener el título sin nada que dar a cambio.
—Nunca quise ser duque, ¡jamás esperé serlo! Si hay algo por lo que desearía destruir a todo el ejército napoleónico con una mano atada a la espalda, es por haber matado a mi primo.
—¿No te parece que exageras, Trydon? La mayoría de los hombres daría el brazo derecho por ocupar tu posición.
—Lo sé, lo sé. Soy un desagradecido. Por supuesto que aprecio ser ahora alguien de importancia, después de haber sido un pariente pobre durante tantos años. Disfruto de mis propiedades, de mi posición en la corte y del hecho de que la gente escuche mis opiniones con respeto.
—Hablas como si fueras Matusalén —se rió Pereguine.
—Y me siento como él —gruñó el duque—. Era del todo feliz hasta que se empezó a hablar de matrimonio. «Debes tener una duquesa», «Una esposa es esencial para tu posición». «Debes recibir en tu casa y un soltero no puede hacerlo». Me lo repiten a todas horas. Y ahora, este horrible baile, con todas las jovencitas que desfilaban frente a mí como si fuera un sultán dispuesto a elegir concubina.
—¡No, no! —Protestó Pereguine—. Una comparación equivocada, viejo. Una concubina no es del tipo de mujeres que conocimos esta noche.
—¡Estoy seguro que no!
De súbito, el duque recobró su buen humor, echó hacia atrás la cabeza y lanzó una estruendosa carcajada como la de su amigo.
—¿Viste a la que llevaba una rosa blanca en el cabello? —preguntó—. Jamás había visto un rostro tan inexpresivo. Sin embargo, mi madrina aseguró que sería una excelente esposa, «Se llevarían bien», me dijo. «Las propiedades de su padre están contiguas a Westacre en el norte».
—¡Oh, ni siquiera debes tomarla en cuenta! —protestó Pereguine.
—No debería —contestó el duque—. Pero todas son iguales, mientras bailábamos, me miraban con codicia. Estoy seguro que en lo único que pensaban era en lo atractivas que se verían con los diamantes Westacre.
—El problema contigo es que empiezas a desconfiar demasiado.
—La verdad es que, después de dos años de pompa y circunstancias, empiezo a hartarme. ¿Sabes dónde me gustaría estar más que en ningún otro lado en el mundo?
—No, ¿dónde? —preguntó Pereguine con curiosidad.
—En la península, con el resto del regimiento. Le pregunté al príncipe si podría regresar.
—¿Y qué contestó Su Alteza Real?
—Se puso de mal humor. Dijo que, por él y debido al costo y la pérdida de vidas y de heridos, traería a todo el maldito ejército de regreso a casa. Y que no iba a permitir que sus duques, ¡sus duques, hazme el favor!, corrieran el peligro de ser capturados o morir de una bala como la tropa, sólo para que Napoleón pudiera ufanarse de otra victoria. Se puso tan violento respecto al tema, que me retiré de su presencia.
—Ya sabes que el príncipe detesta la guerra —comentó Pereguine.
—No creo que nadie la disfrute —respondió el duque—. Napoleón parece más poderoso que nunca. Tiene a Europa bajo su bota y haría cualquier cosa por pisotearnos.
—No puede hacerlo mientras Collingwood esté allí. ¿Cuántos barcos tenemos ahora en el mar, ochocientos cincuenta? Napoleón lo pensará dos veces antes de atacarnos.
—¡Nosotros debemos atacarlo, ésa es la solución! —Exclamó el duque—. ¡Pero no voy a tomar parte en ello! ¡En lugar de pensar en batallas, debo buscar esposa!
—Ambas cosas son, a veces, sinónimo —sonrió Pereguine.
—Cuando empiezas a filosofar eres aburrido a morir —refunfuñó el duque—. Vamos, si estás seguro de que ninguna de esas latosas nos espera en el pasillo, iremos a dormir.
Pereguine Carrington se puso de pie con lentitud y recogió una pila de guineas de oro que todavía se encontraban en la mesa. Debía llevarlas en las manos, ya que en los bolsillos de sus ajustados pantalones o en su elegante chaqueta que no tenía ni una arruga, no hubiera cabido ni una de ellas. Rumbo a la puerta, se detuvo y se volvió a mirar a su amigo, quien cruzaba con lentitud la habitación, con el ceño fruncido.
—¿Sabes qué? —le dijo—. Esperas demasiado.
—¿En qué sentido?
Pereguine lo miró reflexivo.
—Eres apuesto, un conductor excelente, jinete de primera, espadachín peligroso, elegante como el que más, rico como Creso, duque, ¡y no obstante todo eso, esperas enamorarte!
—No lo digas —lo interrumpió el duque—. Hasta hablar de eso me enfurece. ¡Lo único que deseo es que las mujeres me dejen en paz!
—No es algo que practiques mucho cuando estás en Londres —indicó Pereguine—. Esa muñeca que tienes, aseguraría otra cosa.
—¡Ah, Janita! —Exclamó el duque—. Es diferente, como sabes. Si hay una mujer de su clase que sepa cómo lograr que uno descanse y disfrute de su compañía, ¡es Janita!
—Demasiado cara para mí —respondió Pereguine—. Esos caballos castaños que le obsequiaste son la envidia en el parque.
—Le gustaron porque hacen juego con su cabello —contestó con tono ligero el duque y precedió a su amigo que cruzaba la puerta para salir al vestíbulo.
Un adormilado lacayo les entregó dos candeleros con velas, los cuales no necesitaban porque todavía estaban encendidos los candelabros de las paredes, aunque las velas ya casi se habían consumido.
—Buenas noches, que duermas bien —dijo Pereguine con tono afectuoso cuando llegaron al rellano de la escalera—. Las cosas te parecerán mejor por la mañana.
—Lo dudo —contestó sombrío el duque—. Conozco a mi madrina y sé que apenas abra yo los ojos, empezará a interrogarme acerca de esas simplonas que me presentó esta noche.
—¡Gracias a Dios que yo no tengo título! —se rió Pereguine y por el pasillo se dirigió hacia su habitación que estaba al fondo.
Con un suspiro, el duque dio vuelta al pomo de la puerta de su dormitorio. Aun cuando se sentía cansado, le habría gustado continuar la charla. Para su sorpresa, la habitación estaba a oscuras. Por un momento pensó que se había equivocado de dormitorio. Su ayuda de cámara debería estar esperándolo, ya que por tarde que se retirara, siempre mantenía velas encendidas.
Una de las ventajas de ser duque era estar siempre rodeado de todas las comodidades. Cientos de empleados a su servicio se encargaban de ello.
«Debo estar en otra habitación», pensó y levantó el candelero con la vela encendida que llevaba en la mano. De pronto, cuando la luz iluminó la habitación, se quedó inmóvil. Permaneció así durante un segundo porque de inmediato y a una velocidad que ponía en evidencia que bajo su lánguida apariencia se ocultaba el estado de alerta que había aprendido en el ejército, salió de la habitación hacia el pasillo y cerró la puerta tras de sí. Se apresuró por el corredor y entró en el dormitorio de Pereguine Carrington, quien se quitaba la chaqueta y se volvió hacia él sorprendido.
—¡Hola, Trydon! —exclamó—. Pensé que te habías acostado.
El duque cerró la puerta.
—¿Y tu ayuda de cámara? —preguntó receloso y con voz muy baja, Pereguine respondió un tanto cohibido.
—Le dije que se acostara temprano. Ya es viejo. Sirvió a mi padre antes que a mí y me parece desconsiderado tenerlo de pie toda la noche.
—No me interesan las razones de que esté o no esté aquí tu ayuda de cámara —replicó irritado el duque—. Pereguine, tengo que irme de aquí.
—¿Qué quieres decir? —preguntó su amigo asombrado.
—Lo que dije —respondió el duque mientras colocaba la vela sobre la mesa—. De lo contrario, estoy atrapado.
—¿De qué diablos hablas? —preguntó Pereguine.
El duque se sentó en la orilla de la cama.
—Cuando entré en mi dormitorio hace un momento, ¿qué crees que había allí?
—Supongo que el viejo Hardy o cualquier otro ayuda de cámara que te atienda ahora. ¿Qué esperabas encontrar?
El duque respiró profundo.
—Hardy no estaba ahí —dijo con lentitud—. La habitación estaba a oscuras, pero a la luz de la vela alcancé a ver quién estaba en mi cama.
—¡Santo Dios! —exclamó Pereguine—. ¿Quién estaba en tu cama?
—Creo, aunque no podría estar del todo seguro, como comprenderás —explicó el duque— que era esa rubia con la que bailé al principio de la velada y después de la cena.
—Es Isobel Dalguish —le informó Pereguine—. No es tan fea, pero su madre, como casamentera, es casi un dragón. Freddy Mellington me contó que la temporada pasada andaba detrás de él y que le costó un trabajo terrible zafarse. Hasta llegó a jurar que se iría de Londres.
—Bien, parece que ahora yo soy quien ocupa el lugar de Mellington.
—Es una situación difícil y endiablada —comentó Pereguine.
—Ya te lo dije, me voy —afirmó el duque decidido—. ¡Ahora mismo!
—¡Santo cielo! ¿Crees que es lo mejor?
—Tendrías cerebro de pájaro si no puedes darte cuenta de las consecuencias si me quedo —respondió el duque—. Podría apostar a que su madre atisba en el pasillo en espera de que yo entre y permanezca en la habitación. ¡Entonces entrará y armará un drama digno del mejor de los teatros!
—¡Buen Dios, jamás pensé en eso! —admitió Pereguine.
—Pero yo sí —gruñó el duque—. Y no soy tan tonto para no darme cuenta de que en tales circunstancias, lo único decente que podría hacer era solicitar la mano de la joven.
—No regreses —sugirió Pereguine—. Pasa aquí la noche.
—Cualquiera que sea la explicación que yo dé, siempre será la palabra de ellas contra la mía de que yo invité a la joven a mi dormitorio. Como sin duda sería un daño irreparable para su reputación, su único consuelo podría ser convertirse en Duquesa de Westacre.
—No puedo negar que eres escurridizo —comentó Pereguine—. ¡Yo no habría sabido cómo zafarme de algo así!
—Si tuvieras el menor sentido común, habrías hecho lo mismo que yo haré ahora. Tendrás que prestarme tu ropa. Por suerte somos casi de la misma talla.
Pereguine señaló el guardarropa con la mano.
—Todo lo mío es tuyo —dijo con tono melodramático.
El duque no perdió tiempo. Se cambió los pantalones de etiqueta por los de montar de Pereguine; con destreza se anudó una corbata blanca al cuello y se puso una de las chaquetas de lana gris de su amigo.
—Gracias a Dios que tenemos el mismo zapatero dijo el duque mientras se ponía un par de botas altas que habían sido lustradas con champaña.
—¡Un momento, ese par es nuevo! —exclamó Pereguine.
—Compra otro par y cárgalo a mi cuenta contestó el duque.
—Lo haré —afirmó Pereguine—. Y ahora, si eres tan amable, dime qué le diré a tu madrina por la mañana. Cuando se retiró nos dejó juntos y cuando no te encuentre, yo seré el primero a quien interrogue.
—Puedes decirle —respondió el duque, pensativo, que recibí un mensaje donde me indicaban que me necesitaban para un asunto urgente de carácter militar.
—¿Piensas que lo creerá?
—Lo hará, si eres convincente. Siempre fuiste buen mentiroso. Al menos, cuando no te quedaba más remedio. En esta ocasión, hazlo por mí.
—Espero tener éxito —indicó dudoso Pereguine—. Me dan ganas de irme contigo. Y por cierto, ¿adonde vas?
—Yo qué sé. Creo que cabalgaré por el campo hacia la casa de Charles Bryant. Tengo entendido que vive cerca de la costa.
—Así es, no lejos del lugar por el que suspira el príncipe, Brightelmstone. Si te mantienes con el mar a tu izquierda, no tendrás trabajo para encontrar el lugar.
—No regresaré a Londres durante algunos días —declaró el duque.
Se puso de pie y se miró en el espejo del guardarropa.
—¡Diablos! Creo que Weston corta tus chaquetas mejor que las mías.
—Si la maltratas, tendrás que darme también una chaqueta nueva —le advirtió Pereguine.
—Ve a buscar algo entre la ropa que dejo —indicó el duque—. Dile a Hardy que es orden mía. No te dejará sacar nada si no lo haces.
El duque tomó un sombrero de la repisa alta del guardarropa. Y mientras se lo colocaba ladeado sobre la cabeza, dijo:
—Por cierto, Pereguine, será mejor que me regreses las guineas que me ganaste y cuanto tengas a mano. Puedo necesitarlas si no encuentro a Charles en casa o sí tengo algún problema en el camino.
—Todo lo que poseo está en ese cajón.
El duque se dirigió al cajón indicado y lanzó un silbido.
—¡Tus bolsillos están bien colmados, querido amigo!
—Es que le gané bastante al viejo Buckhaven antes de la cena —respondió Pereguine con un guiño—. Debió ser mientras tú coqueteabas con la ambiciosa Isobel.
—No vuelvas a mencionarme a esa mujer —le pidió el duque—. Me gustaría apretarle el cuello a su madre por ponerme esa trampa. ¡Y pensar que pude no estar alerta y caer en ella!
—Eres muy astuto —sonrió Pereguine—. Pero un día te atraparán.
—Te apuesto un pony que no será así —afirmó el duque.
—¡Hecho! —Contestó Pereguine—. El plazo es de un año.
—De acuerdo —respondió el duque—. Y perderás tu apuesta, A partir de este día me escabulliré de todas las mujeres. Ya estoy harto de ellas.
—¿También eso se lo digo a tu madrina? —preguntó Pereguine, con malicia.
—No, deja que ella lo descubra por sí misma. Pero, para tu información, nadie me obligará a casarme, ni a darme sermones al respecto, más tiempo. ¡Ya tuve suficiente! Puedes estar seguro de una cosa, permaneceré soltero y, para lo que me importa, los diamantes Westacre pueden quedarse en el banco hasta que se pongan negros.
Pereguine se rió. Todavía reía cuando el duque salió de la habitación y cerró la puerta con sigilo tras él. La idea de su señoría caminando de puntillas por temor a que lo descubrieran, hizo reír tanto a Pereguine que tardó mucho tiempo en contenerse y terminar de desvestirse.
Mientras tanto, el duque llegó a la caballeriza sin contratiempo, despertó al chiquillo que la cuidaba, quien a su vez despertó a un palafrenero, que también, de un golpe en la cabeza, hizo despertar al encargado de los caballos de su señoría. Después de lo que le pareció una irritante espera, entregaron al duque uno de sus sementales negros preferidos y en seguida de dar instrucciones de que el resto de sus caballos y su faetón se enviaran a Londres, emprendió su camino.
Con una sensación de alivio al abandonar la mansión y dejando atrás sus peligros matrimoniales, el duque galopó. Avanzó más de una hora antes que empezara a amanecer y la oscuridad se despejara. Pero se dio cuenta de que una espesa bruma marina oscurecía el panorama y repentinamente notó que el terreno descendía. Todavía podía escuchar el batir de las olas a su izquierda, pero su caballo ya empezaba a perder energía y no mantenía el paso veloz con que había iniciado el recorrido.
Tanteaba el camino con cuidado para evitar los arbustos espinosos y áreas pedregosas que podrían provocarles una caída. Ahora se daba cuenta de que había sido una imprudencia galopar en la oscuridad. Cualquier tropiezo pudo ocasionar que el caballo se rompiera una pata o él, el cuello.
Era demasiado buen jinete para no conocer el peligro, y ahora se movía con más cuidado, mientras atisbaba a ambos lados para encontrar alguna señal que le indicara dónde se encontraba. Se dio cuenta de que estaba perdido, aunque sabía que viajaba en la dirección correcta. El descenso continuaba y adivinó que pronto llegarían a uno de los múltiples riachuelos que desembocaban en la costa sur.
De pronto le pareció escuchar voces. No provenían de lejos e instintivamente detuvo al caballo y permaneció inmóvil y en silencio, con los oídos alertas. Inesperadamente, el viento empezó a despejar la bruma y escuchó una voz gruesa que murmuró:
—Alguien se acerca.
—¿Le disparo?
El duque siempre tuvo un oído muy perceptivo. Pero ahora, mientras contenía el aliento y se preguntaba si había escuchado bien, una tercera voz, que para su asombro era femenina, dijo:
—¡Tontos! ¿Quieren que nos descubra la guardia costera? Debe ser el hombre que nos dijeron que Philip enviaría.
—Sí, debe ser él —respondió uno de los hombres.
De súbito, el duque descubrió frente a él al hombre que hablaba. Era un pescador, con botas altas y una gorra que le ocultaba media frente. No parecía agresivo, pero en la mano llevaba una pistola. El duque tuvo la sensación de que, dijera lo que dijera la mujer, el hombre no titubearía en usarla.
—¿Quién es? —preguntó cortante.
Casi sin pensar, el duque respondió.
—Philip me envía.
Si el hombre se sintió aliviado, no lo mostró.
—Venga, llega tarde.
El duque lo siguió, su caballo avanzaba con dificultad sobre el terreno rocoso. Se encontraban en un riachuelo. Ahora, ya despejada la bruma, el duque tuvo un momento de inquietud. El riachuelo era muy angosto y apenas se adentraron un poco en él cuando las orillas se elevaron a cada lado, lo cual le dio la sensación de que el hombre que lo guiaba con una linterna, lo conducía por un túnel angosto.
Casi como por arte de magia, apareció más gente: era aproximadamente una docena de hombres, todos pescadores que tiraban de un bote hasta que lo colocaron en la orilla. Ahora el duque se dio cuenta del porqué los había intranquilizado y por qué no debían hacer ruido por temor a la guardia costera. Le bastó ver los barriles en el fondo del bote y los fardos apilados para saber que eran contrabandistas. Se trataba, pensó el duque, de hombres peligrosos que no titubearían, si sospechaban de él, en cortarle el cuello y arrojar su cadáver al mar.
—Llega tarde.
Era la mujer que había hablado antes. Su voz era educada y el duque la miró asombrado. Usaba botas altas como las de los pescadores y escandalizado notó que llevaba puestos pantalones. También una vieja chaqueta amplia y cubría su cabello con una pañoleta negra.
—¡Bueno, apresúrese! —le gritó impaciente—. Los hombres están cansados y no pueden con la carga.
—No, claro que no —contestó el duque. Su voz hizo que ella le dirigiera una rápida mirada de sospecha, pero todavía estaba demasiado oscuro y brumoso para que le viera el rostro y mientras desmontaba, ella empezó a dar órdenes a los hombres.
—Primero los toneles, son los más pesados.
El duque no supo cómo sucedió, pero se encontró con un tonel de brandy sobre el hombro y siguió a los demás hombres a través de una cueva baja en la que debían ir agachados, por un pasillo cortado en la roca, después por una escalera circular y más tarde por otro pasillo, siempre en ascenso. Por fin, se abrió una pesada puerta y se encontró, como esperaba, en un largo y oscuro sótano. No tenía idea si era el sótano de una casa privada o la cripta de una iglesia.
Mientras regresaba junto con los demás hombres por el pasillo, escaleras abajo, internándose de nuevo por el otro pasillo, trató de recordar todo lo que oyera decir de los contrabandistas.
No había aldea o villorrio a lo largo de las costas sur y este de Inglaterra donde no se sospechara que se realizaban actividades de contrabando. Los aldeanos y granjeros estaban demasiado asustados para delatar a nadie; y lo peor era que la mayoría, de una manera u otra, se beneficiaba de que en las cercanías hubiera tráfico de contrabando.
Descargaron otro tonel en el hombro del duque. Esta vez le pareció demasiado pesado. «La próxima vez que beba brandy» se dijo, «recordaré esto y lo apreciaré mucho más que en el pasado».
Subió por la escalera, cruzó el pasillo y llegó al sótano. La tercera vez fue una tortura permanecer agachado mientras caminaba por la cueva. Los hombres junto a él trabajaban en silencio, no se detenían. Era casi imposible verse los rostros, ya que sólo una ocasional linterna de luz titilante alumbraba la ruta. Pero en el exterior, ya la niebla se había desvanecido y los primeros rayos del sol brillaban sobre el tranquilo mar.
Cuando se inclinaba para sacar del bote un pesado tonel, las botas del duque resbalaron sobre las piedras cubiertas de musgo húmedo y cayó, un alambre cuyo extremo sobresalía de uno de los fardos, hirió levemente su mano. Lanzó una maldición casi sin pensarlo y al instante la mujer, a quien casino había notado mientras conducía su carga, apareció.
—¡Sssshh, no haga ruido! —le ordenó y después en otro tono preguntó—. ¿Se lastimó?
—No mucho —contestó el duque mientras miraba la sangre que goteaba de su mano.
—Se cortó —dijo la mujer—. Será su última carga. Después le atenderé la mano.
Él levantó el tonel para llevarlo al sótano. Al dejarlo junto al resto de la mercancía se dio cuenta de que había sido un buen cargamento. Alguien ganaría mucho dinero con eso, pensó, mientras se chupaba la sangre del dedo y regresaba hacia el bote.
Tal vez era más lento que los demás, porque al llegar a la entrada de la cueva ya todos se habían ido, se habían desvanecido en silencio, tal como aparecieran. Mientras observaba el bote, que se veía como un ordinario bote de pescar, con sus redes extendidas para secarse, sintió que todo el episodio había sido sólo un sueño. Pero estaban su dedo herido y la mujer de botas de pescador y vieja chaqueta para probarle que no había sido producto de su imaginación.
Mientras se aproximaba, ella le dijo:
—Déjeme ver su mano. Es un corte profundo y está sucio. Hay que limpiarlo o se le inflamará.
—Yo me las arreglaré. ¿Hay alguna posada cerca de aquí?
Ella levantó la vista hacia él y por primera vez, el duque se dio cuenta de lo joven que era. Su rostro estaba sucio, pero tenía ojos muy grandes bordeados de largas pestañas oscuras.
—No puede ir a la posada. Debe darse cuenta. Los guardacostas están en todos lados y hacen preguntas sin cesar.
—Está bien. Me alejaré por el borde de la costa.
—Primero debo vendarle la mano —dijo ella, casi como si hablara consigo misma—. Venga, sígame y esperemos que nadie nos vea.
Ella se volvió y empezó a caminar, como si estuviera segura de que él accedería. Como sentía curiosidad, el duque no protestó y la siguió.
Anhelaba cabalgar, pero ella caminaba y comprendió que él también debía ir a pie. Tomó su caballo de la rienda y la siguió.
Cómo se habría reído Pereguine, pensó el duque, si lo hubiera visto cargar toneles de brandy de contrabando. Al alejarse del riachuelo, el duque vio, a la luz del sol de la mañana, lo que esperaba: una casa grande, cerca de la orilla, pero protegida por la elevación del terreno y por los árboles, del viento que provenía del mar.
Era una construcción hermosa, sin duda erigida en la época isabelina, ya que sus tabiques rojos habían perdido color con el tiempo. Con su jardín bardeado y las viejas caballerizas al otro lado, parecía en completa inmunidad contra invasores que provinieran del mar o de la tierra. Un escondite perfecto para contrabandistas, pensó el duque, ya fuera con o sin el consentimiento de su dueño.
La mujer que iba delante de él había llegado a las caballerizas. Se detuvo un momento para llamar a alguien y cuando el duque llegó a su lado, un palafrenero muy viejo y arrugado salió de uno de los cubículos vacíos.
—Encárgate de este caballo, Ned —indicó la mujer—, y aséalo, se le necesitará en breve.
El palafrenero no contestó y al duque le pareció que le dirigía una mirada hostil.
—Sígame —ordenó ella, cortante.
El duque la siguió a través de la caballeriza rumbo a la casa. Ella evitó la entrada del frente y se dirigió a lo que él supuso sería la puerta de la cocina. Al entrar, se internó por un pasillo. Sus pisadas resonaban y el duque notó que la casa estaba por completo en silencio.
La mujer abrió una puerta al lado derecho del pasillo que conducía a un pequeño salón. Sin duda había sido un lugar con atractivo mobiliario, pero ahora se veía desgastado.
—Espere aquí.
Era una orden.
Ella se volvió, salió de la habitación y cerró la puerta. Con infinito asombro, el duque escuchó que echaba llave a la cerradura.